La Rabia

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


De toda la contornada acudían los vecinos de la huerta a la barraca de Caldera, entrando en ella con cierto encogimiento, mezcla de emoción y de miedo.

¿Cómo estaba el chico? ¿Iba mejorando?... El tío Pascual, rodeado de su mujer, sus cuñadas y hasta los más remotos parientes, congregados por la desgracia, acogía con melancólica satisfacción este interés del vecindario por la salud de su hijo. Sí: estaba mejor. En dos días no le había dado aquella «cosa» horripilante que ponía en conmoción a la barraca. Y los taciturnos labradores amigos de Caldera, las buenas comadres vociferantes en sus emociones, asomábanse a la puerta del cuarto, preguntando con timidez: «¿Cóm estás?».

El único hijo de Caldera estaba allí, unas veces acostado, por imposición de su madre, que no podía concebir enfermedad alguna sin la taza de caldo y la permanencia entre sábanas; otras veces sentado, con la quijada entre las manos, mirando obstinadamente al rincón más oscuro del cuarto. El padre, frunciendo sus cejas abultadas y canosas, paseábase bajo el emparrado de la puerta al quedar solo, o a impulsos de la costumbre iba a echar un vistazo a los campos inmediatos, pero sin voluntad para encorvarse y arrancar una mala hierba de las que comenzaban a brotar en los surcos. ¡Lo que a él le importaba ahora aquella tierra, en cuyas entrañas había dejado el sudor de su cuerpo y la energía de sus músculos!... Sólo tenía aquel hijo, producto de un tardío matrimonio, y era un robusto mozo, trabajador y taciturno como él; un soldado de la tierra, que no necesitaba mandatos y amenazas para cumplir sus deberes; pronto a despertar a medianoche, cuando llegaba el turno del riego y había que dar de beber a los campos bajo la luz de las estrellas; ágil para saltar de su cama de soltero en el duro banco de la cocina, repeliendo zaleas y mantas y calzándose las alpargatas al oír la diana del gallo madrugador.

El tío Pascual no le había sonreído nunca. Era el padre al uso latino; el temible dueño de la casa, que, al volver del trabajo, comía solo, servido por la esposa, que aguardaba en pie, con una expresión sumisa. Pero esta máscara grave y dura de patrono omnipotente ocultaba una admiración sin límites hacia aquel mozo que era su mejor obra. ¡Con qué rapidez cargaba un carro! ¡Cómo sudaba las camisas al manejar la azada con un vigoroso vaivén que parecía romperle por la cintura! ¿Quién montaba como él las jacas en pelo, saltando gallardamente sobre sus flancos con sólo apoyar la punta de una alpargata en las patas traseras de la bestia?... Ni vino, ni pendencias, ni miedo al trabajo. La buena suerte le había ayudado con un número alto al llegar la quinta, y para San Juan pensaba casarse con una muchacha de una alquería cercana, que traería con ella algunos pedazos de terreno al venir a la barraca de sus suegros. La felicidad; una continuación honrada y tranquila de las tradiciones de familia; otro Caldera, que, al envejecer el tío Pascual, seguiría trabajando las tierras fecundadas por los ascendientes, mientras un tropel de pequeños Calderitas, más numerosos cada año, jugarían en torno del rocín enganchado al arado, mirando con cierto temor al abuelo, de ojos lagrimeantes por la ancianidad y concisas palabras, sentado al sol en la puerta de la barraca.

¡Cristo! ¡Y cómo se desvanecen las ilusiones de los hombres!... Un sábado, al volver Pascualet de casa de su novia, cerca de medianoche, un perro en una senda de la huerta; una mala bestia silenciosa que surgió de un cañar, y en el mismo instante que el mozo se agachaba para arrojarle una piedra, hizo presa en uno de sus hombros. La madre, que le aguardaba en las noches de noviazgo para abrirle la puerta, prorrumpió en gemidos al contemplar el lívido semicírculo con la huella roja de los dientes, y anduvo por la barraca preparando cataplasmas y bebedizos.

El muchacho rió de los miedos de la pobre mujer: «¡Calle, mare, calle!». No era la primera vez que le mordía un perro. Guardaba en el cuerpo lejanas señales de su época de niño, cuando andaba por las huertas apedreando a los canes de las barracas. El viejo Caldera habló desde la cama, sin mostrar emoción. Al día siguiente iría su hijo a casa del veterinario para que le chamuscase la carne con un hierro candente. Así lo mandaba él, y no había más que hablar. El muchacho sufrió la operación impasible, como un buen mozo de la huerta valenciana. Total, cuatro días de reposo, y aun así, su valentía para el trabajo le hizo arrostrar nuevos dolores, ayudando al padre con los brazos doloridos. Los sábados, al presentarse después de puesto el sol en la alquería de su novia, le preguntaban siempre por su salud. «¿Cómo va lo del mordisco?». Él encogía los hombros alegremente ante los ojos interrogantes de la muchacha, y acababan los dos por sentarse en un extremo de la cocina, permaneciendo en muda contemplación o hablando de las ropas y la cama para su matrimonio sin osar aproximarse, erguidos y graves dejando entre sus cuerpos el espacio necesario «para que pasase una hoz» según decía riendo el padre de la novia.

Transcurrió más de un mes. La esposa de Caldera era la única que no olvidaba el accidente. Seguía con ojos de ansiedad a su hijo. ¡Ay Reina soberana! La huerta parecía abandonada de Dios y de su santa Madre. En la barraca del Templat, un niño sufría los tormentos del Infierno por haberle mordido un perro rabioso. Las gentes de la huerta corrían aterradas a contemplar a la pobre criatura: un espectáculo que la Infeliz madre no osaba presenciar, pensando en su hijo. ¡Si aquel Pascualet, alto y robusto como una torre, iría a tener la misma suerte del desdichado niño!...

Un amanecer, el hijo de Caldera no pudo levantarse de su banco de la cocina y la madre le ayudó a pasar a la gran cama matrimonial, que ocupaba una parte del estudi, la mejor habitación de la barraca. Tenía fiebre; se quejaba de agudos dolores en el sitio de la mordedura; extendíase por todo su cuerpo un intenso escalofrío haciéndole rechinar los dientes y empañando sus ojos con una opacidad amarillenta. Llegó sobre la vieja yegua trotadora don José, el médico más antiguo de la huerta, con sus eternos consejos de purgantes para toda clase de enfermedades y paños de agua de sal para las heridas. Al ver al enfermo torció el gesto. ¡Malo, malo! Aquello parecía cosa mayor: era asunto de los padres graves de la Medicina que estaban en Valencia y sabían más que él. La mujer de Caldera vio a su marido enganchar el carro y obligar a Pascualet a subir a él. El muchacho, repuesto ya de su dolencia, sonreía afirmando no sentir más que un ligero escozor. Cuando regresaron a la barraca el padre parecía más tranquilo. Un médico de la ciudad había dado un pinchazo al chico. Era un señor muy serio, que infundía ánimo a Pascualet con buenas palabras al mismo tiempo que lo miraba fijamente, lamentando que se hubiese tardado en buscarlo. Durante una semana fueron los dos hombres todos los días a Valencia, pero una mañana el mozo no pudo moverse. Reapareció con más intensidad aquella crisis que hacía gemir de miedo a la pobre madre. Chocaba los dientes, lanzando un gemido que cubría de espuma las comisuras de su boca; sus ojos parecían hincharse, poniéndose amarillentos y salientes como enormes granas de uva; se incorporaba, retorciéndose a impulsos de interno martirio, y la madre se colgaba de su cuello con alaridos de terror, mientras Caldera, atleta silencioso, cogíale los brazos con tranquila fuerza, pugnando por mantenerle inmóvil.

Fill meu!, fill meu! —lloraba la madre.

¡Ay, su hijo! Apenas si lo reconocía viéndolo así. Parecíale otro, como si sólo quedase de él la antigua envoltura, como si en su interior se hubiese alojado un ser infernal que martirizaba esta carne surgida de sus maternales entrañas, asomándose a los ojos con lívidos fulgores.

Después llegaba la calma, el anonadamiento. y todas las mujeres del contorno, reunidas en la cocina, deliberaban sobre la suerte del enfermo, abominando del médico de la ciudad y de sus diabólicos pinchazos. Él era quien le había puesto así; antes de que el muchacho se sometiese a su curación estaba mucho mejor. ¡Bandido! ¡Y el Gobierno sin castigar a estas malas personas!... No existían otros remedios que los antiguos, los «probados», los que eran producto de la experiencia de gentes que por haber vivido antes sabían mucho más. Un vecino partió en busca de cierta bruja, curandera milagrosa para mordeduras de perros y serpientes y picadas de alacranes; otra trajo a un cabrero viejo y cegato, que curaba por la gracia de su boca, sólo con hacer unas cruces de saliva sobre la carne enferma. Los bebedizos de hierbas de la montaña y los húmedos signos del pastor fueron interpretados como señales de inmediata curación al ver al enfermo inmóvil y silencioso por unas horas, mirando al suelo con cierto asombro, como si percibiese en su interior el avance de algo extraño que crecía y crecía, apoderándose de él. Luego, al repetirse

la crisis, surgía la duda entre las mujeres, discutiendo nuevos remedios. La novia se presentaba con sus ojazos de virgen morena húmedos de lágrimas, avanzando tímidamente hasta llegar junto al enfermo. Se atrevía por primera vez a cogerle de la mano, enrojeciendo bajo su tez de canela por esta audacia. «Cóm estás?». Y él, tan amoroso en otros tiempos, se desasía de su presión cariñosa, volviendo los ojos para no verla, queriendo ocultarse, como avergonzado de su situación. La madre lloraba. ¡Reina de los cielos! Estaba muy malo: iba a morir, ¡Si al menos pudiera saberse cuál era el perro que le había mordido, para cortarle la lengua, empleándola en un emplasto milagroso, como aconsejaban las personas de experiencia!...

Sobre la huerta parecían haberse desplomado todas las cóleras de Dios. Unos perros habían mordido a otros; ya no se sabía cuáles eran los temibles y cuáles los sanos ¡Todos rabiosos! Los chicuelos permanecían recluidos en las barracas, espiando por la puerta entreabierta los inmensos campos con mirada de terror; las mujeres iban por los tortuosos senderos en compacto grupo, inquietas, temblorosas, acelerando el paso cuando tras los cañares de las acequias sonaba un ladrido; los hombres contemplaban con recelo a los perros domésticos, fijándose en su babear jadeante o en sus ojos tristes; y el ágil galgo compañero de caza, el gozque labrador guardián de la vivienda, el feo mastín que marchaba atado al carro para cuidar de él durante la ausencia del dueño, eran puestos en observación o sacrificados fríamente detrás de las paredes del corral sin emoción alguna.

«¡Ahí van! ¡Ahí van!», gritaban de barraca en barraca, anunciando el paso de una tropa de canes, rugientes, famélicos, con las lanas o los pelos sucios de barro, los cuales corrían sin encontrar reposo, perseguidos día y noche con la locura del acosamiento en la mirada. La huerta parecía estremecerse, cerrando las puertas de las viviendas y erizándose de escopetas. Partían tiros de los cañares, de los altos sembrados, de las ventanas de las barracas; y cuando los vagabundos, repelidos y perseguidos por todos lados, iban en su loco galope hacia el mar, como si los atrajera el aíre húmedo y salobre batido por las olas, los carabineros acampados en la ancha faja de arena echábanse los mausers a la cara, recibiéndolos con una descarga. Retrocedían los perros, escapando entre las gentes que marchaban a sus alcances escopeta en mano, y quedaba tendido alguno de ellos al borde de una acequia. Por la noche, la rumorosa lobreguez de la vega rasgábase con lejanos fogonazos y disparos. Todo bulto movible en oscuridad atraía una bala: los sordos aullidos en torno de las barracas eran contestados a escopetazos. Los hombres sentían miedo de su mutuo terror y evitaban encontrarse.

Apenas cerrada la noche, quedaba la huerta sin una luz, sin una persona en sus sendas, como si la muerte se enseñorease de la lóbrega llanura, verde y sonriente a las horas de sol. Una manchita roja, una lágrima de luz temblaba en esta oscuridad. Era de la barraca de Caldera, donde las mujeres, sentadas en el suelo, en torno del candil, suspiraban despavoridas, aguardando el alarido estridente del enfermo, el castañeteo de sus dientes, las ruidosas contorsiones de su cuerpo al enroscarse, pugnando por repeler los brazos que lo sujetaban.

La madre se colgaba del cuello de aquel furioso, que infundía miedo a los hombres. Apenas lo reconocía: era otro, con sus ojos fuera de las órbitas, su cara lívida o negruzca, sus ondulaciones de bestia martirizada, mostrando la lengua jadeante entre borbotones de espuma, con las angustias de una sed insaciable. Pedía morir con tristes aullidos; golpeaba su cabeza en las paredes; intentaba morder, pero aun así, era su hijo y ella no sentía el miedo que los demás. Su boca amenazante deteníase junto a aquel rostro macilento mojado en lágrimas: Mare!, mare! La reconocía en sus cortos momentos de lucidez. No debía temerle; a ella no la mordería jamás. Y como si necesitara hacer presa en algo para saciar su rabia, clavábase los dientes en los brazos, ensañándose hasta hacer saltar la sangre.

Fill meu!, fill meu!, gemía la mujer; y le limpiaba la mortal espuma de la boca, llevándose después el pañuelo a los ojos, sin temor al contagio. Caldera en su gravedad sombría, no prestaba atención a los ojos amenazadores del enfermo, fijos en él con impulsiva acometividad. Al padre no lo respetaba; pero enérgico varón, arrostrando la amenaza de su boca, sujetábalo en la cama cuando intentaba huir, como si necesitase pasear por el mundo el horrible dolor que devoraba sus entrañas.

Ya no surgían las crisis con largos intervalos de calma. Eran casi continuas, y el enfermo se agitaba, desgarrado y sangriento por sus mordiscos la cara negruzca, los ojos temblones y amarillos, como una bestia monstruosa distinta en todo a la especie humana. El viejo médico ya no preguntaba por el enfermo. ¿Para qué? Todo había terminado. Las mujeres lloraban sin esperanza. La muerte era segura; sólo lamentaban las largas horas, los días, tal vez, que le quedaban al pobre Pascualet de atroz martirio.

Caldera no encontraba entre sus parientes y amigos hombres valerosos que le ayudasen a contener al enfermo. Todos miraban con terror la puerta del estudi, como si tras ella se ocultase el mayor de los peligros. Andar a escopetazos por senderos y acequias era cosa de hombres. El navajazo se podía devolver; la bala se contesta con otra; pero, ¡ay!, aquella boca espumante que mataba con un mordisco... ¡Aquel mal sin remedio que enroscaba a los hombres en interminable agonía, como una lagartija partida por el azadón!...

Ya no conocía a su madre. En los últimos momentos de lucidez la había repelido con amorosa brusquedad ¡Debía irse!... ¡Que no la viese!... ¡Temía hacerla daño! Las amigas arrastraron a la pobre mujer fuera del estudi, manteniéndola sujeta, lo mismo que al hijo, en un rincón de la cocina. Caldera, con un supremo esfuerzo de su voluntad moribunda, ató el enfermo a la cama. Temblaron sus gruesas cejas con parpadeo de lágrimas al apretar la soga, sujetando al mozo sobre aquel lecho en el que había sido engendrado. Sintió lo mismo que si lo amortajasen y le abrieran la fosa. Se agitaba entre sus recios brazos con locas contorsiones; tuvo que hacer un gran esfuerzo para vencerlo bajo las ligaduras que se hundían en sus carnes... ¡Haber vivido tantos años, para verse al fin obligado a este trabajo! ¡Crear una vida, y desear que se extinguiese cuanto antes, horrorizado por tanto dolor inútil!... ¡Señor Dios! ¿Por qué no acabar pronto con aquel pobrecito, ya que su muerte era inevitable?...

Cerró la puerta del estudi, huyendo del rugido estridente que espeluznaba a todos; pero el jadear de la rabia siguió sonando en el silencio de la barraca, coreado por los ayes de la madre y el llanto de las otras mujeres agrupadas en torno del candil, que acababa de ser encendido.

Caldera dió una patada en el suelo. ¡Silencio las mujeres! Pero por vez primera vióse desobedecido, y salió de la barraca huyendo de este coro de dolor.

Descendía la noche. Su mirada fué hacia la estrecha faja amarillenta que aún marcaba en el horizonte la fuga del día. Sobre su cabeza brillaban las estrellas. De las viviendas, apenas visibles, partían relinchos, ladridos y cloqueos, últimos estremecimientos de la vida animal antes de sumirse en el descanso. Aquel hombre rudo sintió una impresión de vacío en medio de la Naturaleza, insensible y ciega para los dolores de las criaturas. ¿Qué podía importarles a los puntos de luz que lo miraban desde lo alto lo que él sufría en aquellos momentos?... Todas las criaturas eran iguales: lo mismo las bestias que perturbaban el silencio del crepúsculo antes de adormecerse, que aquel pobrecito semejante a él, que se enroscaba atado en el más atroz de los martirios. ¡Cuántas ilusiones en su vida!... Y de una dentellada, un animal despreciable, tratado a patadas por el hombre, acababa con todas ellas, sin que en el Cielo ni en la Tierra existiese remedio...

Otra vez el lejano aullido del enfermo llegó a sus oídos a través de la ventanilla abierta del estudi. Las ternuras de los primeros tiempos de la paternidad emergieron del fondo de su alma. Recordó las noches pasadas en claro en aquel cuarto, paseando al pequeño. que gemía con los dolores de la infancia. Ahora gemía también, pero sin esperanza, en los tormentos de un Infierno anticipado, y al final... la muerte.

Hizo un gesto de miedo, llevándose las manos a la frente como si quisiera alejar una idea penosa. Después pareció dudar... ¿Por qué no?...

—¡Pa que no pene! ¡Pa que no pene!

Entró en la barraca, para volver a salir inmediatamente con su vieja escopeta de dos cañones, y corrió al ventanillo como si temiera arrepentirse, introduciendo el arma por su abertura.

Otra vez oyó el angustioso jadear, el choque de dientes, el aullido feroz pero muy próximos, como si estuviese él junto al enfermo. Sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, vieron la cama en el fondo de la lóbrega habitación, el bulto que se revolvía en ella, la mancha pálida del rostro apareciendo y ocultándose en desesperadas contorsiones.

Tuvo miedo al temblor de sus manos, a la agitación de su pulso, él, hijo de la huerta, sin otra diversión que la caza, acostumbrado a abatir los pájaros casi sin mirarlos.

Los alaridos de la pobre madre le hicieron recordar otros lejanos, muy lejanos, veintidós años antes, cuando daba a luz su único hijo sobre aquella misma cama.

¡Acabar así!... Sus ojos, al mirar al cielo, lo vieron negro, intensamente negro, sin una estrella, oscurecidos por las lágrimas... «¡Señor! ¡Pa que no pene! ¡Pa que no pene!». Y repitiendo estas palabras, se afirmó la escopeta en el hombro, buscando las llaves con dedo tembloroso... ¡Pam! ¡Pam!


Publicado el 29 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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