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Este texto forma parte del libro «Cuentos Valencianos».
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Por eso veía con desagrado por las tardes cómo invadían la iglesia algunas vecinas del pueblo, comadres descaradas y preguntonas, que seguían el trabajo de mis manos con atención molesta y hasta osaban criticarme por si no sacaba bastante brillo al follaje de oro o ponía poco bermellón en la cara de un angelito. La más guapetona y la más rica, a juzgar por la autoridad con que trataba a las demás, subía algunas veces al andamio, sin duda para hacerme sentir de más cerca su rústica majestad, y allí permanecía, no pudiendo moverme sin tropezar con ella.
El piso de la iglesia era de grandes ladrillos rojos, y tenía en el centro, empotrada en un marco de piedra, una enorme losa con anilla de hierro. Estaba yo una tarde imaginando qué habría debajo, y agachado sobre la losa rascaba con un hierro el polvo petrificado de las junturas, cuando entró aquella mujerona, la siñá Pascuala, que pareció extrañarse mucho al verme en tal ocupación.
Toda la tarde la pasó cerca de mí, en el andamio, sin hacer caso de sus compañeras, que parloteaban a nuestros pies, mirándome fijamente mientras se decidía a soltar la pregunta que revoloteaba en sus labios. Por fin la soltó. Quería saber qué hacía yo sobre aquella losa que nadie en el pueblo, ni aún los más ancianos, habían visto nunca levantada. Mis negativas excitaron más su curiosidad, y por burlarme de ella me entregué a un juego de muchacho, arreglando las cosas de modo que todas las tardes, al llegar a la iglesia, me encontraba mirando la losa, hurgando en sus junturas. Di fin a la restauración, quitamos los andamios, el altar lucía como un ascua de oro; y cuando le echaba la última mirada, vino la curiosa comadre a intentar por otra vez hacerse partícipe de mi “secreto”.
4 págs. / 8 minutos.
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Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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