Lo que Será la República Española

Al País y al Ejército

Vicente Blasco Ibáñez


Panfleto, folleto



I. El espantajo rojo y la mentirosa propaganda de los monárquicos

El miedo a los trastornos que puedan ocurrir en lo futuro es lo que hace permanecer a muchos españoles vilmente resignados ante la tiranía que sufre nuestro país.

—Esto es malo —dicen—; Alfonso XIII y los generales eternamente derrotados del Directorio no valen gran cosa; pero si ellos se van, ¿qué es lo que vendrá después?…

Una propaganda de los monárquicos falsaria e ilógica explota la credulidad de la gente simple, recordando a cada momento el bolchevismo ruso para infundir miedo. El dilema que presentan todos ellos no puede ser más absurdo.

—Debes sostener la monarquía —dicen al país—. Alfonso XIII y Primo de Rivera son el orden y la tranquilidad. No oigas a los revolucionarios cuando afirman desde París que el rey te arruina haciéndote gastar cinco millones todos los días en la empresa de Marruecos, o que mata a miles de tus compatriotas en una guerra provocada por él para jugar a los soldados. Piensa que si la monarquía se derrumba vendrán los bolcheviques y se apoderarán de todo lo tuyo.

Y los ignorantes, los pobres de espíritu, aunque no sientan entusiasmo por el Gobierno actual, desean su continuación, viendo en ello la seguridad de que seguirán poseyendo su casa, su mesa, su lecho, la paz de su familia, y no serán repartidos sus bienes.

Algunos españoles de las clases superiores creen que si desapareciese el comediante Alfonso XIII se verían pidiendo limosna inmediatamente en los bulevares de París, como los antiguos señores rusos, y eso les hace sostener al rey, a pesar de que conocen su carácter mentiroso, su falta de seriedad y los negocios audaces que realiza valiéndose de su cargo.

Tal propaganda representa un embuste que únicamente puede obtener éxito en un país de analfabetos de levita, que son los ignorantes más temibles. En otra nación las gentes se indignarían contra los miserables que osan decirles tales falsedades, viendo en ellas un insulto para su dignidad intelectual.

El hecho de destronar a un rey nocivo como Alfonso XIII no significa, ni remotamente, que por ello deba caer el país en la anarquía o el comunismo.

En toda la tierra sólo existe en la actualidad una nación de régimen comunista, Rusia, y su comunismo no está exento de discusión, pues hasta el presente lo único positivo, estable e indestructible que han hecho los Soviets es dar las tierras a sus cultivadores, con lo cual los enemigos de la propiedad han creado ocho o diez millones de nuevos propietarios. Repito que existe un país comunista, nada más, representante del extremismo rojo; y naciones anticonstitucionales, dictatoriales, de régimen tiránico representando al extremismo negro, sólo hay dos: Italia y España. El resto del mundo civilizado se compone de docenas y docenas de repúblicas y algunas monarquías de indestructible régimen liberal, con reyes que deben su corona a un cambio revolucionario, no a momificadas tradiciones, como son los de Inglaterra, Bélgica, etc…

¿Por qué si destronamos a Alfonso XIII hemos de caer inmediatamente, de un modo fatal, en el comunismo? ¿Es que somos de una materia distinta a la de otros hombres, más bárbaros que todos ellos, incapaces de regeneración, y no podemos hacer lo que realizaron al otro lado del Océano los nietos de los españoles, constituyéndose en repúblicas, las más de ellas progresivas y florecientes?… Desde la última guerra europea, en el curso de siete años, la Humanidad ha suprimido cinco emperadores y veinte reyes, sin caer por esto en el comunismo. ¿Valemos nosotros menos que los habitantes del centro de Europa y otros pueblos, de corta y oscura historia, que acaban de imitar, constituyéndose en repúblicas, el hermoso ejemplo de los Estados Unidos, de Francia y otras naciones democráticas, directoras de la vida moderna?…

España puede vivir sin reyes, puede convertirse en República, sin que por ello corran ningún peligro nuestras organizaciones económica y social, cimientos profundos e invisibles de la nación, que se mantienen, más allá de las variaciones del régimen político.

A combatir esta propaganda mentirosa del rey y del Directorio, necesitados de asustar al pueblo español con el espantajo del comunismo para que se mantenga quieto y puedan ellos prolongar su tiranía y sus negocios, van encaminadas las presentes líneas. Esto no es un manifiesto de partido, formulado con la gravedad dogmática y oscura que las más de las veces tienen tales documentos. Es simplemente la opinión de un escritor que ha viajado mucho, estudiando los adelantos políticos de las primeras naciones de la tierra; de un español que ama a su patria, habiendo hecho gratuitamente por su prestigio en el extranjero mucho más que los explotadores que la gobiernan actualmente y que los periodistas falsarios que los adulan mintiendo a sabiendas, como malhechores, cada vez que hablan de mi.

Deseo la desaparición de la monarquía, a causa de la decadencia presente de mi país, resultado fatal de una mala educación que intencionadamente le han dado los reyes, y a esta patriótica empresa dedicaré los años que me queden de vida y todo cuanto llevo ganado con mi pluma.

No basta para que triunfemos una labor negativa y demoledora de lo existente. Hay que hacer afirmaciones para que la pobre España, desorientada por sus malos pastores, sepa qué es lo que puede reemplazar beneficiosamente a la monarquía. Y yo, simple ciudadano español, hablo para decir «Lo que será la República española» según mi pensamiento, dirigiéndome a las diversas clases en que se hallan agrupados mis compatriotas.

II. Al ejercito

La falsedad que emplean con más frecuencia los monárquicos es afirmar que nosotros odiamos al ejército como enemigos irreconciliables.

¡Mentira! De mí puedo decir que en mis viajes he dedicado siempre una observación especial a los ejércitos de las repúblicas que son hoy precisamente los vencedores, los más progresivos y los más simpáticos. Quiero para España un ejército menos numeroso y más perfecto que el que hoy existe; un verdadero ejército, como el de Francia, el de los Estados Unidos, el de Suiza, etc., que sirva para defender la patria y no para oprimir a la patria; que inspire afecto a los españoles y no recelos o repulsión disimulada; que sea, además, un ejército de verdaderos combatientes, con oficiales ilustrados, conocedores de los últimos progresos de su arte, y no una muchedumbre uniformada, mal organizada, costosa, únicamente apta para mantener a la nación en esclavitud por la fuerza brutal, haciéndola figurar al margen de los países constitucionales.

He dicho en Una nación secuestrada que España no tiene un verdadero ejército como los países democráticos, y lo que sustenta es una especie de gendarmería del rey. No me desdigo de ello. Esta crítica es para el ejército institución, tal como lo ha organizado la monarquía, y no toca a los individuos que lo componen.

Los oficiales del ejército español que han viajado o gracias a la lectura tienen un concepto más o menos completo de lo que pasa en el resto del mundo, se lamentan, lo mismo que yo, de los defectos fundamentales y la inutilidad de un ejército cuya importancia numérica no está ni remotamente en relación con su eficacia, y que consume sin éxito la mayor parte de los recursos del país. Las tristes y continuas derrotas de Marruecos hacen innecesario el insistir sobre esto. Los fracasos no pueden ser más grandes en lo que se refiere a la alta dirección, mientras abajo, entre oficiales y soldados, abundan el sacrificio y las abnegaciones heroicas. Este ejército, obra de Alfonso XIII y los generales favorecidos por él, recuerda el de Napoleón III en los primeros meses de la guerra de 1870, ejército que al batirse valientemente de derrota en derrota fue llamado «tropa de leones mandada por asnos».

Nuestro ejército cuenta con algunos buenos generales; pero, como no han sido cortesanos y deben su carrera al propio esfuerzo más que a las adulaciones al rey, éste los mantiene postergados, y si alguna vez buscó su apoyo fue para engañarlos.

En la guerra de Marruecos hemos tenido unos cuantos generales hábiles. Yo he oído a militares célebres de Francia hacer elogios de ellos. Tal vez por sus méritos se ven ahora olvidados y viven en España, en vez de estar en África. No quiero citar nombres; bastaría que yo los designase para que se viesen perseguidos; pero su situación demuestra que Alfonso XIII no puede aguantar en torno de él generales serios, estudiosos y competentes. Sólo acepta caudillos juerguistas, palabreros y achulados que tienen poco más o menos su misma intelectualidad.

Primo de Rivera, que nunca pasó de ser un jefe subalterno, se ha metido a gran estratega y nadie podrá disputarle su título de «el general más derrotado de toda la historia de España».

Nuestro país ha tenido generales derrotados, como todos los países; pero en sus fracasos se retiraron luchando con tenacidad o murieron heroicamente. El Gran Capitán del reinado de Alfonso XIII, Miguelito de Jerez (como el otro fue Gonzalo de Córdoba), ha inventado un nuevo procedimiento táctico: dar dinero a los moros para que le dejen replegarse en paz y regalarles encima fusiles y toda clase de materiales de guerra que les sirven para continuar atacando a nuestros soldados. Y cuando vuelve a la Península hay gentes que salen a recibirle y le arrojan flores, organizando igualmente en su honor procesiones rústicas de alcaldes y otros regocijos triunfales, con público de la época rupestre. El resto del mundo mira con extrañeza tales actos llamándolos «cosas de España», y se pregunta si somos todavía una nación o una casa de locos.

La República española no se mostrará enemiga del ejército; es más, aspira a crear un ejército nacional, el primero que habrá existido en nuestra historia. Hasta el presente —salvo los casos en que el pueblo se armó para defender la integridad y la libertad de la patria—, el ejército español no ha sido de España, sino de la monarquía. Sus generales, si usan el nombre de la patria, es uniéndolo siempre al nombre del rey, y muchas veces ponen este delante del otro, como más importante. El pueblo, que instintivamente adivina la realidad de las cosas, se muestra lógico al hacer mención del servicio militar, cuando sus hijos son llamados a él. Rara vez dice de un soldado que está sirviendo a la patria: siempre afirma que «está sirviendo al rey».

Como la República española no va a vivir dirigida por comediantes que usen media docena de uniformes todos los días y se crean genios militares, no se verá envuelta en guerras. Su ejército y su marina servirán para la defensa del suelo nacional en el caso de una invasión, cada vez menos probable, y para el sostenimiento de los Gobiernos democráticos, votados por el sufragio libre de todo el país, y no impuestos por la fuerza bruta, ni por la corrupción armada.

Este ejército joven será elástico en su organización, como el de los Estados Unidos. Si hay que sostener una guerra nacional entraremos todos en él, figurando al lado de los militares de profesión. En tiempos de paz este ejército maniobrero vivirá en los campos más que en las ciudades, ejercitándose a todas horas en su carrera ensayando los últimos adelantos de otros países.

Será un ejército de militares jóvenes, instruidos, respetuosos con la ley, que es la más sagrada manifestación de la patria, y eternamente deseosos de aprender.

Veinte años de República bastarán para que desaparezca el militar juerguista e ignorante, despreciador instintivo del español civil, con limitados horizontes mentales, y hábil únicamente para las estrategias del dominó y la baraja en el Casino de la población. Este tipo de militar existió en otros países, pero fue hace muchos años, tal vez cerca de un siglo, y hoy, cuando los oficiales extranjeros visitan a España o pueden encontrarlo fuera de ella, lo examinan con una curiosidad burlona, como si viesen un fósil.

Existen indudablemente dos ejércitos, dentro de nuestro país, como existen dos Españas: una estacionaria, amiga de los procedimientos bárbaros, que cuando le echan en cara el atraso del país cree sincerarse gritando «¡Viva España!». Es la España de Alfonso XIII, la de Miguelito, la que mete a los jesuitas en los centros de enseñanza, la que fue germanófila durante la guerra europea. La otra España es la nuestra, la del porvenir, la de la futura República, la única que respetan en el extranjero como una esperanza consoladora, la que no atrae la ironía de los intelectuales del resto del mundo.

Hablo a los militares de tierra y de mar que pertenecen a nuestra España, hombres de honor, verdaderos patriotas, que no pueden mantenerse tranquilos ante las vergüenzas del país y para los cuales el «¡Viva España!»… debe ir seguido de las dos palabras «¡con honra!», grito que fue el de Prim y otros generales y almirantes que valían algo más que los del Directorio. En nuestro país, el ejército ha servido muchas veces a la reacción, pero sería injusto no reconocer que él y la marina sirvieron en más numerosas ocasiones a la causa de la libertad. Riego en 1820 y Prim en 1868 representan los dos movimientos más importantes de nuestro progreso político.

Ahora, el ejército español, gracias a Alfonso XIII y a los generales derrotados del Directorio, vive fuera de sus tradiciones en una actitud que resulta antipática para el mundo entero. El país y el ejército deben ser la misma cosa y quererse mutuamente. En la actualidad se aborrecen, y el uno pesa sobre el otro. El pueblo no puede amar a un ejército que le priva de sus libertades. Esto deben pensarlo a todas horas los españoles de buena voluntad que visten uniforme.

Los generales de indiscutible competencia a los que he aludido antes no deben mantenerse en una protesta pasiva. Esto significa para ellos un suicidio moral, la anulación de su nombre en el porvenir. La historia no querrá creer nunca en sus méritos, si continúan sometidos como subalternos a la dictadura del más incompetente de los militares, sólo porque lo protege el más incompetente de los reyes.

Resulta vergonzoso para jefes de limpia y gloriosa historia estar sosteniendo con su silencio al sobrino de su tío, que hasta hace dos años era en el ejército uno de tantos —notable únicamente en tácticas alcohólicas y prostibularias—, y metido ahora a estratega soborna al enemigo para que le permita retirarse. Si esto sigue, la opinión futura juzgará a estos generales ilustres como inferiores al Primo de las derrotas.

Es preciso, por el prestigio del ejército y la marina, que los hombres de guerra anticortesanos, que son de España y no del rey, reparen el crimen de lesa nación cometido por el biznieto de Fernando VII y su banda de generales gozadores, al instaurar en 1923 un absolutismo hipócrita. Deben sublevarse contra lo existente, con la certeza de que realizan un acto patriótico.

La disciplina significa para ellos, en los momentos actuales, lo que el Código penal cuando prohíbe a un hombre honrado que hiera. Si encuentra en la calle a un ladrón que está estrangulando a un transeúnte para robarle, el hombre honrado se olvida del Código, y cayendo sobre el bandolero lo mata si es preciso, en nombre de una moral superior a la ley escrita.

Españoles que representáis la fuerza en armas al servicio de la nación: defended a la nación estrangulada y robada en sus derechos por unos generales presidiables, mientras Alfonso XIII actuaba de cómplice, asomado a una esquina, para engañar con sus mentiras a los que acudiesen en auxilio de la víctima.

Marchad contra ellos, seguros de que al hacerlo servís a vuestra patria.

Ellos os dieron el ejemplo quebrantando la disciplina para asesinar el régimen liberal. Vosotros, al quebrantarla de nuevo para resucitarlo, representáis la legalidad. En cambio, de permanecer indiferentes, consumaréis con vuestra apatía un asesinato nacional.

Venid a la República sin miedo a deslealtades de su parte. La República española necesita el apoyo de una fuerza armada, como el ser humano necesita el aire, la nutrición y el vestido para vivir.

Sabemos que se verá obligada a defenderse de numerosas asechanzas. Todas las Repúblicas han pasado en su juventud por un período defensivo, y en España aún resultarán más temibles y frecuentes los ataques, pues la ignorancia de unos y la maldad de otros, cultivadas por la monarquía durante siglos, serán materias explotables para crear obstáculos al nuevo régimen democrático.

La firme voluntad que tenemos los republicanos de defender la República es la mejor garantía para el futuro ejército nacional.

Muchos ignorantes se imaginan que la República española va a ser un período anárquico, de perpetuo desorden, en el que todos harán lo que les venga en gana y servirá para desacreditar al régimen republicano por medio de falsos apóstoles y agitadores pagados, pudiendo así restaurarse algún tiempo después la monarquía, con un carácter más despótico. Se equivocan. La República española será guiada por ideales generosos, pero sin que pierda de vista las exigencias de una realidad inmediata. Respetará la emisión del pensamiento, los derechos individuales (entre ellos figura el de la propiedad); dejará a la idea hablada o escrita todo el amplio espacio que merece; pero, si los enemigos intentan matarla, hará un llamamiento a su ejército republicano, a su marina, y sabrá defenderse, como lo hace Francia, como lo hacen los Estados Unidos y otras democracias.

Tal vez cuando, transcurridos muchos siglos, hayan perdido los hombres hasta los últimos restos de su primitiva animalidad, vivirán entre ellos pacíficamente, sin más guerras que las de la palabra, dentro de una reposada discusión; pero mientras esto no llegue (y va para largo), resulta necesaria la fuerza armada para el sostenimiento y el respeto de unas leyes sancionadas libremente por mayorías democráticas. Basándose en esta necesidad indispensable, la República española tendrá su ejército, amándolo con el cariño que inspira un hijo respetuoso, incapaz de atentar contra su madre.

Militares españoles: la República significa la existencia de un ejército moderno de mar y tierra, en armonía con el país, querido por todos los ciudadanos, sin favoritismos, sin tíos ni sobrinos Primo de Rivera, con sus ascensos abiertos al mérito, dedicado al servicio de la patria y no a sostener un rey maniquí, portador de uniformes.

Cargad vuestros fusiles, desnudad vuestras espadas por la República, sin miedo a que después os olvide. Haced en favor de ella lo que hizo Riego por el régimen constitucional, y Prim y sus compañeros por «la España con honra», cuando expulsaron a la abuela de Alfonso XIII, digna representante de la llamada «raza espuria de los Borbones».

III. A los contribuyentes

Temerosa la monarquía de que la derrumben, hace continuos llamamientos a los «elementos de orden», especialmente a los propietarios y a los tenedores de valores públicos. Le conviene difundir la especie de que desapareciendo el rey, los elementos que viven al calor del presupuesto perderán la seguridad y tranquilidad que ahora disfrutan.

Esto resulta una mentira más de las propagadas por la monarquía. La verdad es todo lo contrario, pues sólo la República española puede salvar a los rentistas de la inmediata ruina que les amenaza.

Una nación únicamente puede soportar la existencia de los rentistas mientras los gastos correspondientes al servicio de la deuda pública no sobrepasan la debida proporción con los ingresos. Cuando se rebasa ese límite y los intereses dedicados a la deuda nacional amenazan con devorar los ingresos necesarios para el pago de otras atenciones imprescindibles en la vida de un Estado, la Hacienda procura solucionar el problema buscando nuevos medios pecuniarios que le permitan satisfacer las necesidades públicas. Estos medios son dos: aumento de las contribuciones e impuestos, y aumento de la circulación fiduciaria.

Ambas soluciones las está empleando ahora la monarquía, y la clase media sufre sus consecuencias más que el resto de la nación. El aumento de los impuestos gravita especialmente sobre las pequeñas rentas, por ser el régimen monárquico un régimen de favoritismo que dedica su protección a los grandes poseedores, para que le apoyen con su influencia. El resultado inmediato del aumento de las contribuciones y los impuestos sobre el consumo es una subida del precio de las cosas, y la clase rentista, que ha visto reducirse la cuantía de sus recursos por el aumento de los impuestos que gravan sus valores, ve disminuir a la vez el poder de compra de las rentas que percibe, a causa del acrecentamiento del costo general de la vida.

Los industriales, los comerciantes y los obreros disponen para defenderse de armas económicas que faltan a los rentistas y a los que ejercen una profesión liberal. Industriales y comerciantes pueden aumentar sus precios según aumenta la carestía de la vida; los obreros exigen mayores salarios para que sean proporcionados al aumento de los artículos alimenticios.

El rentista no tiene estos medios defensivos y ve descender su situación rápidamente. Las rentas que hace pocos años le permitían vivir con desahogo no le bastan ahora para las necesidades más elementales de su existencia.

El empleado, el médico, el abogado, etc., cuyos sueldos y honorarios no están sujetos a la ley de la oferta y la demanda, siempre llegan tarde en sus reclamaciones. Cuando consiguen elevar sus ingresos, un nuevo aumento del costo de la vida los ha hecho ya ilusorios.

Por otra parte, las clases más elevadas de la sociedad se ven en la obligación de restringir sus gastos, y los artistas, que viven de lo que les sobra a aquéllas —por ser las artes generalmente un artículo de lujo—, tocan igualmente las consecuencias del nuevo estado de cosas.

Una Hacienda republicana, inspirada verdaderamente en el interés del país, puede solucionar esta mala situación haciendo economías, aminorando considerablemente los gastos. La monarquía española no puede economizar, y, por el contrario, aumenta todos los años su despilfarro.

Los malos gobiernos, cuando se hallan en apuro, acuden al socorrido expediente de forzar la máquina productora de billetes, pero esta inflación ficticia, este remedio pasajero, conduce a la depreciación de la moneda, a la subida enorme de los precios, a la carestía de la vida.

Hay que fijarse (aunque la materia resulte algo árida) en el desastre económico de nuestra patria durante los últimos años, o sea desde que al eterno niño que aguanta España en el trono, cansado de vestirse de payaso para jugar al polo y de correr en automóvil, se le ocurrió echarlas de general metiéndonos en la terrible e inútil aventura de Marruecos.

En los primeros años del siglo XX los presupuestos se saldaban con superávit, gracias a la enérgica reforma realizada por Villaverde, poco después del desastre colonial. A partir de 1909 empiezan a conocer el déficit y éste se convierte en una enfermedad crónica, que tendrá fatal desenlace si la situación presente continua. Dos grandes empréstitos fueron necesarios en 1917 y 1919 para enjugar la deuda flotante en circulación, pero la persistencia del déficit —gracias a Alfonso XIII y la estúpida aventura de Marruecos— ha hecho necesaria una continua emisión de bonos del Tesoro, hasta alcanzar la deuda flotante la cantidad fabulosa de 4325 millones de pesetas. La deuda pública desde 1910, o sea en catorce años, ha aumentado cerca de 7000 millones de pesetas, y este aumento se debe principalmente a los gastos enormes de la campaña de Marruecos, empresa favorecedora de robos y despilfarros.

La deuda de España es desproporcionada con los medios de que dispone la Hacienda española. En un presupuesto que no alcanza a 3.000 millones, más de 730 millones están destinados a pago de intereses de la deuda. Si a este pago de intereses se añade lo mucho que cuesta la guerra en Marruecos, sólo queda una exigua cantidad de millones para atender a las otras obligaciones del Estado.

La ruina nacional nos espera en un porvenir no lejano si continúa el régimen monárquico. La deuda seguirá avanzando progresivamente mientras no abandonemos Marruecos. Y a tal abandono se opone Alfonso XIII, que ha convertido en cruzada religiosa una simple acción de protectorado, excitando el sentimiento musulmán de los marroquíes. Éstos consideran guerra santa la guerra contra nuestro desgraciado país, incapaz de respetar por su educación monárquica las creencias de los otros hombres como las han respetado siempre Francia, Inglaterra y Holanda en sus colonias.

Se oponen también el militarismo español (militarismo no es lo mismo que ejército), y un generalato superior en número al que tenía el imperio alemán de Guillermo II cuando peleó contra el mundo entero.

La solución que pretende Primo de Rivera al establecer una nueva línea y mantenerse a la defensiva no aminorara en un céntimo los gastos de esta lucha infructuosa y antipática. Los técnicos militares que conocen a fondo el problema marroquí consideran que la línea ideada por Primo de Rivera es más extensa que la anterior, y exige fuerzas más considerables para su defensa.

Este general invicto y su protector y cómplice Alfonso XIII, después de haber enriquecido a los moros con el dinero del pueblo español, de haberlos pertrechado a la moderna, regalándoles miles y miles de fusiles de tiro rápido, y haberlos envalentonado con las derrotas preparadas por su ineptitud y su pedantería, creen que la nueva línea podrá contener a Abd-el-Krim y sus listos cabileños, los cuales ven el mejor de los negocios en hacer la guerra a la España monárquica, y que esta persiste en mantenerse sobre el teatro de sus derrotas.

El Directorio ha hablado de economías, pero todas resultan charla huera, digna de Miguelito. Sus únicas reformas visibles representan pérdidas cuantiosas de dinero. Como una habilidad diplomática y para que no se considere internacionalmente al rey y a sus colaboradores con el desprecio que merecen, han eximido los hombres del Directorio a las sociedades industriales y bancarias extranjeras de la obligación que tenían de presentar las declaraciones de capital que sirven de base a su tributación. Agradecidos, además, al apoyo que les proporcionan las comunidades religiosas, las han liberado de pagar contribuciones.

No queda otro recurso económico a la monarquía para sostenerse que emitir nuevas obligaciones del Tesoro y aumentar la circulación de billetes, sostén semejante al de la cuerda que mantiene al ahorcado. En los últimos meses, esta circulación ha ido aumentando de un modo alarmante. A ello se debe la depreciación de nuestra moneda, depreciación que no comprenden los extranjeros cuando España ha ganado 12 000 millones oro durante la guerra europea, y en los años siguientes al armisticio nadaba en la abundancia. Consecuencia del despilfarro monárquico y militarista es la carestía presente, y si no termina pronto la estúpida empresa de Marruecos, echando abajo al actual régimen, los rentistas y los empleados pueden prepararse a llevar una vida de ayunos y mortificaciones como los de algunos países del centro de Europa, arruinados por la guerra.

Hoy España es el país más caro del mundo. Mientras en muchas naciones se inicia una baja importante en los productos alimenticios, ocurre lo contrario en nuestro país y los artículos indispensables para la vida suben de precio incesantemente. Ésta es la verdad; pero como la monarquía no puede rebatirla, acude a sus habituales argumentos fabricados para estúpidos, y encarga su difusión a escritores venales o a periodistas vanidosos que se consideran grandes personajes nacidos providencialmente para salvar al rey.

Todos los que hacemos ver la obra nefasta de la monarquía somos enemigos de la patria; a nuestras críticas justas sólo saben contestar con la tenacidad imbécil del loro: «¡Viva España!». Como si no fuesen ellos los que matan a España. Además fomentan el miedo, asustan a los «elementos de orden» con el monigote del terrorismo rojo —que les hace reír a ellos cuando están a solas—, para que de este modo corran a cobijarse bajo la bandera de la monarquía, único refugio que en su opinión puede encontrarse.

Contribuyentes españoles: no os mováis; permaneced quietos admirando a Alfonso XIII y al Directorio. Así no será preciso que venga la revolución comunista, para veros despojados de vuestra propiedad particular. Los autores de la guerra de Marruecos se han encargado de liquidaros poco a poco.

Unos cuantos años más de monarquía al estilo borbónico y quedaréis limpios. El despilfarro negro va a ser para vosotros de tan ruinosas consecuencias como el reparto rojo.

IV. A los trabajadores

Lo que quiere la monarquía española es que las masas trabajadoras, en el taller, en el campo, produzcan lo más posible para las clases privilegiadas y se contenten con lo que éstas quieran darles, viendo en perpetuo silencio, cohibidas por el terror. Cada vez que los obreros formulan una protesta, los sostenedores de la monarquía creen llegado ya el momento del temido «reparto» y apelan a la represión brutal, con gran contento de los ignorantes.

La España de Alfonso XIII es el país donde más se habla del peligro comunista para asustar a los burgueses, y tal vez el menos amenazado de tal peligro en toda la tierra.

Primeramente, el proletariado industrial es en España una minoría, en relación con las masas enormes que trabajan los campos. Dentro de dicho obrerismo industrial, los comunistas resultan inferiores en número, comparados con otros grupos revolucionarios que siguen fíeles las doctrinas del anarquismo. Por encima de comunistas y anarquistas están las organizaciones obreras, más numerosas y conscientes, que sin dejar de ser radicales actúan con un oportunismo cuerdo dentro de la vida del Estado. Así es la Unión General de Trabajadores y así serán otras organizaciones proletarias dentro de la República. Esta representa una vida de legalidad, inflexiblemente respetuosa con los derechos de las clases productoras e inflexible igualmente en la aplicación de la justicia para castigar violencias.

Pero a la monarquía le conviene que una burguesía iletrada, capaz de llegar en su miedo a las mayores ferocidades, ignore la verdadera constitución de la masa obrera española, y apoyándose en su incultura supina, que desconoce la irreductible oposición existente entre la Tercera Internacional, los anarquistas y los socialistas, siempre que surja un conflicto, englobe a los trabajadores sin excepción, viendo en todos ellos combatientes de la revolución roja, y los venerables presidentes de círculos católicos y adoraciones nocturnas puedan gritar para servir a Alfonso XIII:

—Nada de distingos… Todos son unos. ¡Duro con ellos!

El trabajador que no calla y se niega a la resignación es un enemigo del orden y de la patria. La mayor parte de las perturbaciones sociales ocurridas en España fueron obra directa o indirecta de los Gobiernos de la monarquía. La anormal situación de Cataluña, durante los últimos años, puede resumirse en un doble movimiento semejante al de la balanza cuyos platillos suben o bajan según cambian las pesas de sitio.

La burguesía industrial catalana fue nacionalista, y continúa siéndolo, a pesar de los tránsfugas que por vanidad política o conveniencia individual sirven ahora a Alfonso XIII. Cuando este nacionalismo catalán adquiría grandes vuelos, el Gobierno de Madrid azuzaba, con toda clase de tretas, los rencores del proletariado contra los patronos, para que estos últimos se aterrasen buscando el amparo de la monarquía. Apenas los industriales, asustados y contritos, se refugiaban en los brazos protectores del poder central, la generosidad de los ministros de Alfonso XIII no conocía límites y los patronos recibían en pago de su «patriotismo» la destrucción de las organizaciones sindicalistas, el apoyo absoluto de la fuerza pública para toda clase de atrocidades. Como en la actualidad una parte mínima de la burguesía catalanista se ha hecho monárquica y sostenedora del Directorio, se dedica a proceder a la vez contra las organizaciones obreras que pretenden mantener su independencia y contra sus antiguos hermanos los nacionalistas catalanes, de espíritu liberal y progresivo, refractarios a transigir con la tiranía militarista.

El problema obrero en España es por el momento un asunto de justicia social, de comprensión de los tiempos modernos, de respeto a las organizaciones, de equidad por parte de los gobernantes en la resolución de los conflictos que surjan entre el capital y el trabajo. Esto puede hacerlo una República: jamás lo hará un Borbón.

Sería absurdo esperar que la República española resuelva las cuestiones sociales en veinticuatro horas. Ni en veinticuatro meses ni en veinticuatro años llegará a realizar esta labor completamente.

Los pueblos más adelantados de la tierra, que llevan sobre nosotros la ventaja de un siglo de progreso, no han conseguido aún soluciones definitivas en dicha materia. Es una obra de evolución, de educación, de espíritu de justicia, que irá avanzando a medida que se sucedan los años, desenvolviéndose el altruismo social y la mentalidad de las nuevas generaciones. Pero si la República establece en España las grandes reformas sociales implantadas ya en otros países, y cuya eficacia está demostrada prácticamente, habrá hecho más en poco tiempo por el bienestar y la dignidad de los trabajadores que la monarquía en siglos y siglos.

Además, la República española no teme a los obreros ni los mantendrá alejados de su Gobierno, como lo hacen Alfonso XIII y sus hombres, para los cuales no hay más obreros que los de los Sindicatos católicos. Al que se ama no se le teme, y la República ama a los trabajadores.

Todas las organizaciones obreras serán consultadas por la República y colaborarán con ella para una legislación del trabajo. Desde el primer momento, un programa mínimo, inspirado en los ejemplos que ofrecen los pueblos más progresivos, será implantado en España, amplificándose después según lo vaya permitiendo el desarrollo de la nueva República, pues esta habrá de hacer frente a los ataques traidores de los partidarios del pasado.

A nadie en pleno uso de su inteligencia se le ocurrirá que el pueblo español, ignorante por culpa de sus reyes, y que aún tiene en campos y montañas defensores de la monarquía absoluta y de la Inquisición, puede lanzarse desde los primeros momentos de su República a implantar reformas extremísimas, nunca ensayadas por ningún otro país en el curso de la historia, o intentadas con ruidosos fracasos. Nosotros debemos limitarnos a imitar lo que hayan experimentado ya pueblos más fuertes y adelantados, que llevan sobre España el avance de un siglo.

Además, un pueblo no es una cobaya, un conejito de Indias, de los que emplean los sabios en sus laboratorios para hacer descubrimientos útiles a la humanidad. Los más de estos animalillos mueren cuando el experimento no obtiene resultado, y sólo cuesta el reemplazarlos unas pesetas, pero la vida de todo un pueblo es difícil de rehacer y los ilusos que la perturban con ensayos audaces y sin precedentes no tienen derecho a salir del mal paso derramando unas cuantas lágrimas y gimiendo: «Me equivoqué».

Venga con nosotros la audacia contra un pasado nocivo, y adoptemos sin temor todo lo nuevo, lo grande, lo beneficioso y justo que existe en otras naciones y lleva años de ordenado funcionamiento, estando garantizado por la experiencia. En cuanto a ciertos ensayos generosos, pero inciertos, pueden intentarlos las naciones que marchan a la vanguardia del progreso humano, y si obtienen un éxito completo en el porvenir, ya los copiaremos nosotros o nuestros hijos.

En las masas obreras de España hay un espíritu de justicia, una visión de la realidad que no sospechan sus enemigos. Las persecuciones de que han sido objeto en tiempos del rey actual, las cacerías a que las han sometido los gobernantes, representan una provechosa lección, y todo trabajador bien equilibrado, que no quiera servir de autómata a sugestiones ocultas o anónimas, debe reconocer que vale más para su clase una República donde las Sociedades obreras gocen todas las libertades legales y donde la escuela prepare a las futuras generaciones para la verdadera conquista del poder, que la monarquía de Alfonso XIII, con asesinos como Martínez Anido y fantoches habladores como Primo de Rivera, que sólo respetan el obrerismo cuando está dirigido por los jesuitas.

Si existe en España un peligro comunista es en los campos. La monarquía española, siguiendo las huellas de su maestro el zarismo ruso, cultiva inconscientemente el llamado «peligro rojo». La distribución de la propiedad de la tierra en algunas provincias españolas es idéntica a la estructura agraria de Rusia en tiempos de su imperio.

En todo el siglo XIX y lo que va del presente, rara vez ha transcurrido una década sin que en los campos de Andalucía dejen de sonar las voces coléricas o dolorosas de los campesinos, protestando contra una existencia a estilo medieval. Pero los Gobiernos monárquicos, cuando ven en peligro las cosechas o temen una explosión de rebeldía, inundan las zonas peligrosas de guardia civil, y dan con esto por resuelto el problema.

Los reyes de España sólo piensan en el empleo de la fuerza para resolver momentáneamente los conflictos; jamás intentan darles fin con una solución legal. Los hombres de la monarquía son incapaces de implantar una reforma agraria como las que han realizado las naciones de la Europa del Centro. Los gobernantes de estos pueblos se convencieron de que las bayonetas serian incapaces de contener la avalancha comunista y expropiaron mediante indemnización a los grandes terratenientes, para repartir sus dominios entre los campesinos. Ahora los pequeños propietarios nacidos de esta gran reforma constituyen en dichos países la base más firme de la democracia.

Es indudable que en Rusia la revolución comunista no habría vencido al Gobierno republicano de la Asamblea Constituyente sin la fuerza que le proporcionó la muchedumbre de los campos, deseosa de poseer la tierra. La Revolución francesa ha acabado por triunfar, después de un siglo de alternativas, porque repartió oportunamente la tierra, monopolizada por la antigua nobleza, entre numerosos millones de pequeños propietarios.

Ni en Francia ni en los pueblos de la Europa central que hicieron la reforma agraria podrá triunfar nunca el bolchevismo. Las doctrinas comunistas contradicen los intereses del pequeño propietario. Este defiende la democracia porque la democracia lo creó como clase social. La aspiración de una República democrática no es suprimir la propiedad; muy al contrario, lo que desean las Repúblicas es aumentar indefinidamente el número de los propietarios, por pequeños que estos sean, considerando que todo hombre tiene derecho a la propiedad.

El ideal de las democracias no es agachar a los hombres, pasando una guadaña segadora sobre ellos para que todos queden al mismo nivel. A lo que aspira es a elevarlos, dándoles toda clase de medios para que suban según sus fuerzas. Es indiscutible que la propiedad puede reformarse, y debe reformarse cuando resulte necesario. En el curso de la historia no se ha hecho otra cosa, y son abundantes sus transformaciones hasta el presente. Pero esto no significa que la República considere necesaria su absoluta supresión. El derecho de propiedad es uno de los derechos del hombre, y por pequeña que sea la propiedad contribuye a la independencia del ciudadano.

Conociendo el peligro que representa la organización territorial de ciertas regiones de España, dedicará la República desde el primer día su acción a la reforma agraria. No debe perdurar en nuestros campos la vergonzosa desigualdad actual, después de un siglo de liberalismo y desamortización, que ha pasado sin dejar huella sobre ciertas regiones de España.

En dichas regiones todo está lo mismo que en la época de Carlos III. La encuesta que sirvió de base a la ley agraria de entonces parece ser todavía un documento del presente. Los males del siglo XVIII continúan aquejándonos en idénticas proporciones. El absentismo de los propietarios tiene ya un carácter crónico. En determinadas comarcas, grandes masas de tierra llevan siglos sin cultivo, mientras en otras regiones adquieren pequeñas parcelas un precio de arrendamiento superior a lo que producen; mal que ya señalaban los reformadores de dicho reinado.

Los subarriendos persisten hoy como entonces. El señorito se desentiende de las pequeñas molestias de tratar con los colonos, y un intermediario se encarga de esta función, procurándose una segunda renta. Los jornales, además de resultar exiguos, sólo se ofrecen en determinadas épocas del año, y no pueden sostener a una población agrícola cuya pobreza moral y agotamiento físico son proverbiales en toda Europa.

Los latifundios españoles, igual a los de la Prusia oriental y de la Rusia prerrevolucionaria, resultan numerosos en las provincias andaluzas, en Extremadura, Salamanca y otras regiones. La situación puede resumirse diciendo que cuatro quintas partes de la tierra de España se hallan en manos de una quinta parte de la población.

La reforma agraria no es solamente una medida de profilaxis y justicia sociales; constituye además la base de la grandeza económica de España en lo futuro, y guarda una fuente de recursos, insospechados hasta ahora por la Hacienda.

Habrá menos toros para las corridas, pero miles y miles de españoles que viven ahora como mendigos podrán cultivar la tierra, encontrando más abundante su pan.

La parcelación de las grandes propiedades creará una masa de pequeños propietarios, defensores de la República contra la reacción y contra el bolchevismo.

Los propietarios actuales del suelo, al ser expropiados de él, recibirán una indemnización en títulos cotizables, como se ha hecho en otros países, y el resultado de dicha reforma, al aumentar el valor de una parte considerable del suelo nacional, representará una nueva movilización de la riqueza y proporcionará capitales a obras de interés público que mencionaré más adelante.

V. Los tributos y el progreso del país

La República terminará con los privilegios fiscales y la desigualdad tributaria.

Todos los españoles deben contribuir por igual a los gastos del Estado, sin privilegio alguno de clase, y no es justo que continúe la situación presente, en la que el pobre y el pequeño propietario pagan más que los ricos.

No pensará la República en aumentar los tributos actuales ni en crear otros nuevos; harto pesan los que existen sobre el ciudadano español. Pero con el presupuesto de tres mil millones que tenemos ahora, suprimidos los gastos de la guerra en África, reducido el ejército a las exigencias de un pueblo peninsular de 23 millones de habitantes que sólo puede ser invadido por Francia (y la España republicana vivirá en eterna paz con la República francesa), suprimidos igualmente lo que nos cuesta la Casa Real y otras calamidades anexas, la República española podría hacer en pocos años verdaderos prodigios, dedicando los millones ahorrados a Instrucción pública, Fomento, Beneficencia y Legislación social.

Lo apremiante es un reparto equitativo de los tributos, pues las grandes fortunas contribuyen generalmente en proporción inversa a sus riquezas.

Además, una República española, pasadas las primeras dificultades de su instalación, atraerá las grandes e inteligentes iniciativas del industrialismo de los Estados Unidos, Bélgica, Francia y otros países, fomentando igualmente la actividad del industrialismo español. En la situación presente, sólo aventureros de más o menos audacia vienen a implantar negocios en España, y estos negocios son de tal clase, las más de las veces, que no los aceptaría ningún Gobierno honrado.

Los que vienen a proponerlos se preocupan ante todo de la enorme comisión que desean cobrar y del regalo no menos cuantioso que deben ofrecer a los personajes españoles que les apoyan. En la España de Alfonso XIII únicamente hombres de rapiña pueden implantar negocios regalando antes acciones liberadas.

Toda empresa, cuando nace, lleva el peso de las sumas enormes que hubo de entregar como soborno para que el proyecto fuese aceptado. La España de Alfonso XIII es la de los negocios de Pedraza, la del escandaloso monopolio de los teléfonos, la del ferrocarril de Ontaneda-Calatayud, con sus 35 millones de acciones liberadas para el rey y consocios, la de la precipitada prórroga a la Transatlántica y otras empresas futuras de las que se habla con escándalo.

Con una República, las puertas de España quedarán abiertas para las empresas que no quieren dar sobornos, y son las más importantes y poderosas del mundo. Los grandes capitanes de la industria y del dinero acudirán, sin duda, a contribuir al engrandecimiento industrial de nuestra patria en lícita competencia con el capital español, para el cual ha de reservar la República una patriótica predilección, hasta que logremos nuestra absoluta independencia económica, que es un ideal republicano. Y quienes acudan con sus iniciativas al futuro régimen lo harán, con toda seguridad, sabiendo de antemano que ninguno de los gobernantes de la República va a pedirles propina por su apoyo ni a oponerles obstáculos interesados.

España no tiene las exageradas riquezas naturales que algunos han supuesto, pero cuenta con muchas reales e indiscutibles, que bien explotadas pueden aumentar considerablemente la importancia económica de nuestro país. Posee grandes yacimientos minerales, y aunque no sea abundante en aguas, el considerable desnivel peninsular entre su meseta central y las costas la hacen rica en «hulla blanca». Pueden crearse en las caídas de sus ríos focos considerables de producción eléctrica, alimentadores económicos de nuevas industrias. Servirán también para la electrificación de las líneas que se construyan, completándose de tal modo nuestra red de ferrocarriles.

La República española representa el trabajo, la paz, las relaciones morales con las empresas extranjeras y del país, la creación de recursos, el aumento de la riqueza sin necesidad de forzar el mecanismo tributario, la percepción de nuevos ingresos con que atender a los grandes fines culturales y sociales.

VI. La república y el separatismo

Solamente la República puede evitar la disgregación nacional que ha empezado a iniciarse en España, especialmente en Cataluña y algunas provincias del Norte.

Este separatismo no es más, en el fondo, que una tendencia instintiva de los órganos que aún gozan una existencia propia a separarse de la monarquía española, que consideran muerta. Abominan de España porque esta carece de libertad, y a causa de la política de sus reyes forma aparte de las demás naciones de Europa, como si perteneciese a otro continente, menos civilizado. Además desean una amplia autonomía, en relación con su enérgica individualidad, y esta autonomía resulta incompatible con la constitución monárquica.

Dentro de una República española desaparecerá el separatismo. Nadie quiere irse de allí donde se ve respetado y atendido, gozando el pleno uso de sus derechos.

La República española será federal, siguiendo así las verdaderas tradiciones de España. Grandes geógrafos como Reclus, célebres viajeros que estudiaron atentamente la constitución física y étnica de nuestro país, están acordes en afirmar que España, por la conformación de su suelo, por su historia y por la diversidad de sus razas, debe ser una nación federal. En ella, el unitarismo es obra de los reyes, ansiosos de autoridad absoluta; nunca lo fue de la voluntad de los pueblos.

Pero el federalismo dentro de la República española no será general, instantáneo y obligatorio. El federalismo no debe imponerse. Son imprescindibles una educación preparatoria y un deseo unánime, para obtener su instauración.

Yo he vivido en varias Repúblicas federales, especialmente en la más importante de ellas, los Estados Unidos de América. No todos los componentes de una República federal son Estados autónomos, en el pleno uso de su soberanía. Hay porciones de terreno, menos preparadas para la vida particular e independiente, que mientras realizan su evolución educativa para llegar en lo futuro a ser Estados se llaman simplemente «Territorios» y dependen del Gobierno central.

En los Estados Unidos quedan ya pocos «Territorios». Algún tiempo antes de la guerra europea, el presidente Wilson elevó casi todos ellos a la categoría de Estados, considerando que estaban ya en condiciones para una vida autonómica; pero hace veinte años, nada más, el número de los Territorios era todavía considerable en la gran República de la Unión.

La España republicana, una vez resueltos los primeros problemas de su vida, cuando sea oportuno arrostrar nuevas reformas, podrá constituirse siguiendo las mismas reglas de los Estados Unidos y otras Repúblicas federativas. Existirán en ella, a un mismo tiempo. Estados regionales con Gobierno autónomo, y provincias que dependerán del Gobierno central de la República.

Cataluña y otras regiones, si las hay, que deseen unánimemente un Gobierno autonómico, podrán constituirse en Estados regionales, dentro de la gran República española. Y las más de las antiguas provincias, en las cuales el absolutismo de Austrias y Borbones borraron a sangre y fuego el espíritu autonómico representado por los Fueros, podrán ir haciendo poco a poco dentro de la República su educación federalista, su aprendizaje de vida autónoma, hasta que suprimido el antiguo caciquismo y habiendo adquirido cada grupo provincial una nueva vida orgánica, reclame su autonomía, constituyéndose en Estado.

¡Ojalá en lo futuro toda la Península, desde los Pirineos al Estrecho, del Mediterráneo al Atlántico, sea una confederación de Estados autónomos con vida propia, un conjunto de organismos robustos, en admirable equilibrio, sin sobreponerse unos a otros, que unan, para la gloria de una patria común, las diversas lenguas, los múltiples caracteres, las variadas crónicas de su riqueza histórica, y ostenten con noble orgullo el título de «Estados Unidos Hispano-Lusitanos», gran República Federal de Iberia!

VII. La iglesia

La Asamblea Constituyente de la República española legislará sobre las futuras relaciones entre la Iglesia y el Estado, como sobre todos los asuntos que afecten a la vida interior y exterior de nuestro país. Ella será la soberana. Yo hablo aquí de los primeros meses de la República, de lo que debe hacerse en mi opinión durante el período intermedio entre la caída del régimen monárquico y la reunión de las Constituyentes.

El primer Gobierno de la República respetará el Concordato con Roma, pero exigiendo su exacto cumplimiento. Además, el hecho de que la mayoría de los españoles profesa la religión católica no significará que sigamos ofreciendo al mundo el espectáculo más inaudito de intolerancia que se conoce.

Dentro del catolicismo existe una subdivisión a la que muchos dan el título de «catolicismo a la española». Yo conozco en naciones de Europa y América católicos eminentes que muestran cierta tristeza al hablar de este catolicismo español. En algunos escritores católicos de espíritu elevado se nota una tendencia a no hablar de nuestro país, como si la intolerancia española fuese un mal ejemplo, una especie de peso muerto que dificulta el avance del catolicismo en las otras naciones.

El católico español si va a Inglaterra o los Estados Unidos, países protestantes, encuentra natural y lógico que en la calle más céntrica de Londres o Nueva York exista una catedral católica, y numerosos templos de la misma religión en las vías secundarias. En cambio, si le dicen que va a establecerse un templo protestante en la calle de Alcalá, en Madrid, es posible que su indignación le haga rugir como una bestia feroz. Y no mencionemos siquiera la hipótesis de abrir una sinagoga en la capital de España. Esto haría reír a muchos católicos como algo estrafalario, más allá de los límites de lo verosímil, y a muchas devotas les proporcionaría un síncope, si lo tomaban en serio.

En mi viaje alrededor del mundo he visitado islas de la Polinesia donde hace cincuenta años los naturales se comían asados a los misioneros. Hoy, en las capitales de dichas islas del Pacífico, se ven templos de todas las religiones que tienen una base moral, alineados en la misma calle, tratándose los fieles de tan diversas creencias con el respeto que merecen hombres que sienten en común el mismo amor a Dios y al bien de sus semejantes. El catolicismo «a la española», el que sostiene al rey y al Directorio, está muy por abajo moralmente de estos nietos de antropófagos.

Cuando en una nación de Europa o América se cuenta que existe un país europeo llamado España donde las señoras protestan indignadas si una capilla protestante se atreve a poner en Madrid una cruz sobre su puerta (como si esta cruz fuese un símbolo inmoral) y donde los que no son católicos, para ir los domingos a su casa de oración, tienen que buscarla en el fondo de un patio o disimulada por los árboles de un jardín como si entrasen en un lugar vergonzoso, las gentes quedan asombradas y dudan de que esto sea verdad. Y, sin embargo, así es, bajo el reinado de Alfonso XIII.

La República española reconocerá el Concordato en lo que se refiere al mantenimiento del culto católico, por ser éste el de la mayor parte de los españoles, pero reconocerá igualmente la libertad religiosa, el respeto de todas las creencias basadas en la moral, aunque sus adeptos sean pocos; y con ello no hará más que lo que hacen todos los pueblos civilizados. Será un acto de reciprocidad para las grandes naciones que no siendo católicas aceptan y protegen el catolicismo, sin fijarse en el número de los que lo profesan.

La conducta de los católicos españoles, que se alegran de encontrar en los países protestantes templos católicos y en cambio no permiten que en su patria viva libremente otra creencia religiosa, recuerda la lógica inquisitorial del reaccionario Luis Veuillot cuando decía a los liberales: «Si triunfáis me debéis la libertad, porque figura en vuestro programa. Si yo triunfo, no os la daré, porque no figura en el mío».

Este absurdo, que nos coloca aparte entre los pueblos, como una excepción vergonzosa, lo hará desaparecer la República. Amparará a la Iglesia católica y pagará a sus sacerdotes en cumplimiento del antiguo Concordato, pero permitirá que se establezcan en España las demás religiones de los pueblos civilizados, con entera libertad, disfrutando de las mismas garantías y respetos que encuentran todas las «casas de oración» en las primeras capitales del mundo.

También considerará la República española de indiscutible justicia hacer una reforma en la distribución de los millones que el Estado entrega a la Iglesia para su sostenimiento. Hora es ya de que llegue la revolución para el clérigo, como para el contribuyente, el obrero de la ciudad y del campo, y todos los españoles que han vivido hasta hoy bajo un régimen de injusticias y privilegios.

Nadie tan víctima de la desigualdad como el sacerdote del clero bajo. Sólo entre los pobres trabajadores del campo, en ciertas regiones de España, se encuentran jornales comparables a la retribución que perciben algunos clérigos. Los hay que cobran menos de dos pesetas diarias y son los que trabajan más en las funciones del sacerdocio, los que se levantan a horas avanzadas de la noche para asistir a los moribundos, los que cumplen las más penosas y monótonas funciones de su ministerio.

Es cosa corriente ver en España clérigos sucios, astrosos como mendigos, con un aspecto de miseria mal disimulada. También se les ha visto a veces en las calles de Madrid pidiendo limosna. En cambio, el alto clero tiene obispos y cardenales (no todos, justo es decirlo) que visten y viven como si fuesen cocotas eclesiásticas, arrastrando vanidosamente faldas de seda y encajes, luciendo en las tertulias de señoras las joyas de sus manos y de su pecho con afeminada rivalidad, vanidosos príncipes de la Iglesia que no satisfechos con hacer eso dentro de España —en la que sostienen por afinidades de histrionismo a Alfonso XIII y al Directorio—, se lanzan a viajar a través de las tierras de América, como un exponente grotesco de nuestra nación.

El presupuesto del clero debe repartirse equitativamente. Algunos sacerdotes llevan una vida igual a la de los villanos de la Edad Media, oprimidos por sus señores feudales, sin poder protestar cuando les arrebatan el producto de su trabajo.

La República reconocerá el derecho de estos oprimidos a intervenir por primera vez en el manejo y reparto de lo que les pertenece.

Los clérigos podrán constituirse en sindicatos, para la defensa de sus intereses; podrán crear Juntas de defensa parecidas a las que tuvieron los militares, o una asamblea que, a semejanza del antiguo Estado llano, pida a los magnates de su clase un reparto más equitativo del dinero, una abdicación de sus privilegios abusivos, una igualdad evangélica, inspirada en las primeras enseñanzas del cristianismo.

VIII. Los hombres que gobernarán nuestra república

La República es la paz. Vosotras, mujeres españolas, que cada veinte años tenéis que derramar lágrimas por culpa de una guerra sin objeto en la que se abusa del nombre de la patria y que patriotas verdaderos podrían evitar fácilmente, debéis ver en la República vuestra futura tranquilidad.

La República española no inventará guerras exteriores que nos arruinen y arrebaten las vidas de miles de españoles, vuestros hijos, vuestros esposos, vuestros hermanos. ¿Quién puede atacarla?… Al Norte está Francia, una República; al Oeste está Portugal, otra República. Y las tres Repúblicas fraternales se entenderán siempre en todos los asuntos que les sean comunes, y si llegan momentos de peligro se prestarán ayuda con la instintiva solidaridad de los que pertenecen a una misma familia.

Los hombres de la República española no verán un ejemplo de simiesca imitación en los grandes carniceros humanos cual Guillermo II, ni buscarán guerras como un deporte, para admirarse a sí mismos. Serán ciudadanos, verdaderamente amantes de su patria, convencidos de que los países únicamente son grandes en relación con su grado de libertad, de prosperidad y de instrucción, dedicando todas sus energías a las obras de la paz.

«¿Y quiénes son esos hombres?», preguntarán muchos españoles al leer esto, pues la educación materialista y de limitados horizontes que nos han dado, durante tantos años, la monarquía y el fanatismo religioso nos impulsa a buscar la persona con preferencia a la idea.

Esos hombres los creará la República, los hará surgir el movimiento profundo que trae consigo un cambio de régimen. No temáis que falten. En todos los países y todas las épocas aparecieron puntualmente, en el momento preciso.

Recordad las floraciones brillantes y espontáneas que produjo la revolución española de 1868. La mayor parte de sus personalidades eran completamente desconocidas poco tiempo antes.

Los hombres que gobernarán la República española trabajan en este momento como médicos, ingenieros o abogados, escriben en una redacción de periódico o en un despacho comercial, explican sus lecciones en Universidades e Institutos, son obreros de carácter grave y meditativo que estudian en sus horas de reposo, vigilan el funcionamiento de una máquina o navegan frente a nuestras costas. Actualmente lamentan los males de la patria y ven en la República su único remedio, pero la desorganización que la monarquía ha creado interesadamente en nuestro país los mantiene esparcidos, como el polvo sideral. Han vivido hasta ahora lo mismo que los componentes de una nebulosa, pero van a concretarse haciendo surgir un mundo nuevo.

La República no debe ser únicamente para los republicanos; la queremos para todos los españoles. Claro está que para los españoles de buena fe que no sean sus enemigos y finjan servirla para traicionarla con más seguridad, y favorecer de este modo la vuelta a los antiguos tiempos.

Los republicanos que ya vamos siendo viejos queremos el triunfo de la República para que España se salve, importándonos poco lo que podamos ser dentro de ella. Nos basta con la satisfacción de haber cambiado beneficiosamente el curso de la historia de España. Veremos con orgullo cómo un tropel de atletas jóvenes y desconocidos se lanza por el camino que nosotros trazamos.

Sé por experiencia que las más de las veces el que derriba una puerta no es el primero que entra por ella. Igual a todos los precursores que lucharon para echar abajo los duros restos del pasado, soy objeto de una campaña de injurias y calumnias pagada por la monarquía. Desprecio sus ataques, pero hay uno de ellos que necesito rebatir.

Como los sostenedores de lo existente no pueden explicarse en ningún hombre acciones generosas y desinteresadas, por hallarse estas muy por encima del plano de su mentalidad, han supuesto que hago la guerra a Alfonso XIII y deseo el establecimiento de la República como un medio de satisfacer ambiciones personales, de ocupar los más altos cargos en el régimen republicano. Los que me conocen de cerca o los que tienen una noción aproximada de lo que es un escritor, acostumbrado a vivir absolutamente libre con arreglo a sus gustos, no pueden hacer gran caso de tales suposiciones.

Deseo una República española porque soy más español que Alfonso XIII y los que le rodean, porque he sido siempre republicano, y en los últimos años, mis viajes han servido para aumentar todavía más mi republicanismo. Estoy dispuesto a hacer cuanto pueda para que España viva sin reyes; pero una vez triunfe la República, mi conveniencia personal, mis aficiones, me harán desear que surjan nuevos hombres para que unidos a los antiguos gobiernen la joven República y me dejen a un lado, saboreando silenciosamente el placer moral de haber hecho una gran cosa en bien de mi patria.

Representaría una mala acción que yo abandonase a la República desde el primer momento de su triunfo, precisamente en el período constituyente, que es el más difícil y requiere la cooperación de todos los republicanos. La ayudaré mientras me lo pida y en el sitio donde quiera colocarme.

Y cuando la República ya no me considere necesario, mi gusto será volverme a mi jardín de Mentón, a escribir novelas, como uno de aquellos republicanos de la antigua Roma que después de servir a la República volvían a trabajar su campo.

IX. Lo que podemos hacer nosotros y lo que harán las generaciones venideras

Adivino las objeciones de algunos lectores. Lo que llevo dicho sobre la futura República española lo considerarán un programa harto moderado y prudente, lo que se llama un programa mínimo, y harán memoria de que he defendido ideas más radicales en muchas de mis obras.

Es verdad; no lo niego. Además quiero aprovechar la ocasión para proclamarlo, y que no haya equívocos. Existen en mi dos órdenes de creencias. Unas, las que me han proporcionado la observación y la lectura, aceptándolas por considerarlas justas, sin preocuparme de las condiciones impuestas por el espacio y el tiempo, reconociendo que muchas de ellas sólo podrán realizarse para bien de la humanidad en el curso de los siglos.

Otras, que por ser más limitadas y elementales considero de inmediato implantamiento, sin perder de vista el estado de atraso de nuestro país, y seguro de que éste no corre peligro alguno al adoptarlas.

Sé muy bien cuál es la mentalidad de la mayoría de los españoles, especialmente de la población de los campos. Y la llamada burguesía, o sea la gente miedosa, capaz de aplaudir el crimen con tal de que el orden no se turbe, no posee por regla general una intelectualidad superior a la del labriego.

La República, más difundida hoy en todo el mundo que la monarquía, resulta aún para muchos españoles algo audaz y peligrosísimo. Dejando a un lado los reyes negros de África con taparrabos y los reyes amarillos de Asia, en los países cultos del resto de la Tierra las Repúblicas son más numerosas que las monarquías. Cada año disminuye el gremio de los reyes. Y sin embargo en las ciudades y los campos de España todavía hay gente que se espeluzna de espanto al oír el nombre de República.

Debemos procurar ante todo que la República exista en España y el pobre español ignorante se acostumbre a ella, viendo cómo transcurren un año, dos, tres, cuatro, cinco, sin que tiemble el suelo ni caigan los astros, a pesar de que los reyes se fueron de Madrid y hay un jefe de Estado elegible, que representa a la nación.

Vivimos esclavos del tiempo y del espacio, y por más esfuerzos que hagamos, jamás nos libertaremos de su tiranía. ¿Qué es nuestra vida individual? Unos cuantos años nada más que representan dentro de la historia de nuestro país menos que una millonésima de segundo en nuestra propia existencia. Y, sin embargo, tal es la vanidad de nuestro entusiasmo, que en el curso de esta rápida vida queremos llevar a la práctica, de un solo golpe, todas las hipótesis generosas leídas en los libros; realizar en los estrechos límites de un cuarto de siglo lo que exigirá tal vez miles de años.

Si fuese posible, además, en el breve espacio de nuestra vida, realizar instantáneamente todos los nobles ensueños de pensadores y poetas en pro de la felicidad humana, suprimiendo cuantas desigualdades e injusticias existen, ¿qué les dejaríamos por hacer a las generaciones que vendrán después de nosotros?… Se aburrirían al encontrarse en un mundo donde todo estaba resuelto y realizado; perderían el gusto de vivir ante una vida sin objeto; tal vez por entretenerse, reharían la historia en sentido inverso, proclamando el encanto y la novedad de la barbarie, el despotismo, etc.

No, la vida no termina mañana, no se extingue con nosotros: le quedan aún miles y millones de años. Nuevas generaciones nos sucederán para ampliar y perfeccionar lo que iniciemos nosotros, como nosotros nos hemos aprovechado de las iniciativas y los sacrificios de nuestros precursores. Muchas de las ideas cuya contemplación embellece mis horas meditativas, únicamente serán realizadas por los hombres del porvenir.

Vivamos el presente, el corto momento de nuestra pobre existencia humana; hagamos lo que podemos hacer con éxito, en los pocos años que nos quedan… Y si conseguimos implantar en España una República estable, una República que acostumbre a toda nuestra generación a existir sin reyes; una República que dé a las organizaciones obreras una vida de libertad, serena, tranquila y progresiva, implantando las reformas sociales que existen en los países más adelantados; una República que establezca la libertad religiosa, con el respeto a todas las creencias y eduque a los españoles en una tolerancia mutua; una República que abra veinte mil escuelas de las cincuenta mil que necesita España para estar al nivel de otros países y convierta al maestro, personaje hoy despreciado, en uno de los primeros funcionarios del país, podremos morir tranquilos, con la certeza de haber hecho en unos cuantos años lo que la monarquía no supo hacer en muchos siglos.

Y los que vengan después, ya irán perfeccionando y agrandando nuestra obra.

X. La República tiene un ideal

La España monárquica vive sin ideal, y por ello su situación angustiosa resulta semejante a la del que intenta avanzar dentro de un callejón sin salida. Carece de horizontes, se mira a sí misma, su historia es comparable a la de los «sablistas» que viven al día, confiando en el azar para que prolongue su existencia hasta el día siguiente.

Una vida sin ideal no vale la pena de ser vivida, para los hombres ni para los pueblos.

La vieja España tuvo su ideal, pero este ideal ha muerto hace siglos, dejándonos como triste herencia la antipatía de una gran parte de la tierra, precisamente la que guía ahora los destinos humanos. El ideal español fue servir al rey y al Papa, extender la unidad católica sobre toda Europa, impedir que los pueblos se constituyesen libremente, ahogar los primeros intentos democráticos. Las naciones que son ahora las más adelantadas del mundo vieron en la vieja España un peligro para su desarrollo. Fuimos, como reconocen eminentes escritores católicos, una «democracia frailuna y militarista», al servicio de un ensueño de despotismo universal.

Estos tristes ideales se desvanecieron y, como premio de un heroísmo desorientado e inútil, hemos heredado la antipatía preconcebida, la apasionada parcialidad que muestran las grandes naciones del presente cada vez que hablan de nosotros. Yo reconozco que esta predisposición contra la llamada «España negra» abunda en injusticias y exageraciones, y las he combatido con mayor éxito y tenacidad que la mayor parte de los patriotas optimistas e inútiles que abundan en Madrid; mas no por ello deja de ser cierto que el antiguo ideal de nuestro pueblo, impuesto por sus monarcas, nos da el triste privilegio de una situación aparte en el mundo.

Muchos escritores que comen a costas del patriotismo ciego o lo explotan como un medio de abrirse camino, intentan hacer creer al pobre pueblo español que es admirado en toda la tierra. No les creáis, españoles. Ocurre todo lo contrario, ya que por culpa de la monarquía española somos el país más calumniado y menospreciado, muchas veces injustamente.

Para mantener el engaño os repiten los elogios de unos cuantos viajeros literarios o simples dilettanti que encuentran atractiva la vieja España por su atraso «pintoresco». Son espíritus que sólo pueden paladear la emoción artística en el pasado, por sentirse ahítos de la civilización de su patria; pero esos elogiadores de la España monárquica y fanática, después de entonar su romanza admirativa, se apresuran a marcharse, necesitados de la vida superior de sus países. Yo también he encontrado muy interesantes y dignas de curiosidad naciones de Asia y África con una gran historia muerta, pero sentiría desesperación si me obligasen a quedarme en ellas.

La monarquía española no tiene más ideal que mantenerse al día: «ir tirando».

Alfonso XIII, que ama la gloria escénica con un anhelo de histrión y por su mentalidad de rey sólo puede aceptar las aspiraciones del pasado, quiso tener un ideal español, y como este ideal era absurdo y extemporáneo, sólo ha conocido fracasos. Durante la guerra europea deseó el triunfo de Alemania, creyendo que con su apoyo podría matar a la República de Portugal, constituyendo un imperio ibérico. Luego ha creído en un imperio africano, tomando por base una porción de Marruecos de escasa importancia, por su extensión y sus riquezas, si se le compara con el resto del imperio marroquí, que ocupan los franceses.

Éste es todo el ideal de la monarquía española: imperios a estilo de la Edad Media constituidos por la fuerza, sin ninguna simpatía de los pueblos anexionados; guerras invasoras a las que se da el nombre de cruzadas, y que irritan el sentimiento religioso del país, seguidas de derrotas inauditas y gastos ruinosos.

He aquí el resumen de la historia pasada; la historia de la monarquía.

Con la República empezará España una nueva historia. Sólo la República puede dar a nuestra nación un ideal glorioso, nuevo y pacífico. Queremos el agrandamiento de nuestro horizonte nacional, pero sin imposiciones de la fuerza, sin guerras ni conquistas, por la influencia del espíritu, por los parentescos de la raza y el común amor a la libertad.

La monarquía española jamás se entenderá con los pueblos de nuestra lengua que existen en América y Oceanía. Todo cuanto se declame sobre uniones iberoamericanas es pura charla oficial y sus fiestas deseos nobles, pero vagos y mal encaminados, que no encarnarán en la realidad.

América es el continente de la República. El alma de Washington, paladín heroico y sin mancha de la democracia, flota desde un extremo a otro del llamado Nuevo Mundo. Pudo ser rey, pues sus mismos soldados le pidieron que aceptase la corona, y él repelió tal proposición como la mayor de las ofensas. La República democrática implantada por este héroe, bondadoso y justo, en las antiguas posesiones inglesas, fue imitada por Francia en su primera revolución, y ha servido de modelo a todas las naciones del continente americano.

La América entera es republicana. Los monárquicos de Madrid, que todo lo saben mal, o no saben nada, creen de buena fe que casi todos los americanos de habla española están arrepentidos de que sus países sean Repúblicas y nos envidian la enorme felicidad de tener por rey a Alfonso XIII.

Contribuye al mantenimiento de este error la llegada, de vez en cuando, a Madrid de ciertos snobs de la antigua América española que tienen la manía de la nobleza y se han inventado una colección de abuelos marqueses y duques, como si únicamente se hubiesen embarcado para las Indias Occidentales, en otros siglos, emigrantes con pergaminos nobiliarios.

Estos cursis del otro lado del mar solicitan ver al rey, le sacan una fotografía firmada, y después regresan a su patria para dar envidia a los amigos con tal amistad. Llaman familiarmente «Alfonsito» al monarca español, y no saben que el tal «Alfonsito» apenas vuelven ellos la espalda les apoda «indios» con su desparpajo chulesco, y afirma que se les ven las plumas por debajo de los trajes recién comprados en París.

Estos pobres burgueses de la América de habla española que tienen la manía del pasado y de los títulos mobiliarios no representan nada en sus respectivos países y la gente ríe de ellos cuando osan mostrar en público sus disparatadas aficiones.

El intento de establecer un trono en América haría sonar una carcajada inmensa desde los lagos fronterizos del Canadá al vértice montañoso del Cabo de Hornos. En las Repúblicas más retardatarias y belicosas, donde todavía en determinados momentos una parte de la nación se bate contra la otra, con odios que parecen inextinguibles, bastaría iniciar la idea de un gobierno monárquico, como medio de robustecer el orden, para que inmediatamente se juntasen todos los hijos del país, hasta los enemigos más encarnizados, en defensa de la República.

Una monarquía española no se entenderá jamás con las Repúblicas que hablan nuestra lengua. Una República española penetraría directamente, sin esfuerzo alguno, en el corazón de sus hermanas de América, sin necesitar ceremonias de encargo, vanas pompas oficiales y demás mentiras que presenciamos actualmente para disfrazar una unión imposible entre el bisnieto de Femando VII y los bisnietos de los españoles de América que se emanciparon para siempre de los fatales reyes de Madrid.

Otros parientes cercanos tiene España que también abominaron del régimen monárquico, habiéndose constituido en República. Portugal y Brasil son de la misma familia que nosotros, aunque hace siglos vivan de espaldas a nuestra patria. El pueblo español no tiene culpa alguna de la tiranía que sus reyes austriacos impusieron a Portugal, haciéndola perder ricos fragmentos de su territorio en los mares de Asia y Oceanía. Aun hoy la República portuguesa mira con inquietud a España, presintiendo el peligro de una invasión por su línea fronteriza, y necesitada de fuertes amistades, busca a toda costa el apoyo de Inglaterra.

Con una República española, la República portuguesa volverá la cara hacia nosotros, creándose dentro de la Península Ibérica una fraternidad, una confianza, un amor, que nunca se vieron hasta el presente en nuestra historia común.

El ciudadano español que se toma pocas veces el trabajo de reflexionar sobre la situación política de su patria debe darse cuenta de la triste excepción que representamos, dentro del movimiento progresivo de las gentes que hablan nuestro idioma o proceden de nuestra Península.

Existen sobre la Tierra más de cien millones de seres de habla española. A estos hay que añadir veinte millones de sangre y lengua portuguesa, o sea, los habitantes de Portugal y del Brasil. Estos ciento veinte millones de personas forman veintitrés naciones, y de las veintitrés naciones, veintidós son Repúblicas (veinte de lengua española y dos de lengua portuguesa). Sólo existe una monarquía, la de Alfonso XIII y Primo de Rivera.

¿Cómo pueden entenderse de verdad estas Repúblicas con una monarquía que representa una excepción anacrónica y grotesca, un motivo de risa y de orgullo hasta para las naciones más pequeñas de América, cuando se comparan con nosotros?… Hace año y medio nos quedaba aún el recurso, para consolarnos de nuestra abyección monárquica, de hablar contra el militarismo de ciertas Repúblicas y sus generales gobernantes. Hoy nuestra situación afrentosa no nos permite ya este procedimiento consolador. En ninguna República de América, hasta en las más revueltas, existe una dictadura tan despreciable y envilecedora como la del Directorio español.

Primo de Rivera resulta un mamarracho si se le compara con muchos generales improvisados de las últimas Repúblicas americanas. A lo menos estos «macheteros» se han hecho la carrera ellos solos; tienen mucho de heroico en sus aventuras y sus atrocidades; repiten, aunque sea sin comprenderlas, palabras de libertad que en otros países más ordenados resultan sagradas; no deben su fortuna a ningún tío protector y algunas veces triunfan en sus combates, lo que no le ha ocurrido jamás a nuestro Narváez de opereta, asaltador del Gobierno con escalo y nocturnidad, al que meteremos en presidio cuando triunfe la República.

¿Quién sabe hasta dónde podrá esparcirse el ideal de la República española, entendiéndose fraternalmente con todas las Repúblicas del Viejo y el Nuevo Mundo, unidas a ella por la sangre y la historia?… La España republicana, pacífica, de ideas generosas, no inspirará miedo a nadie y difundirá en cambio una atracción simpática. Su vida interna federal será una garantía y un imán para las otras Repúblicas hermanas.

Tal vez, en el porvenir, se realice de verdad aquella España inmensa, pero insegura y áspera, de los tiempos del descubrimiento de América, en la que nunca se ponía el sol. Pero será una España sin reyes, sin coronas; una confederación sentimental gobernada por el espíritu, donde cada pueblo guardará su gobierno propio y su independencia, teniendo como únicos magistrados supremos, como presidentes perpetuos, de indiscutible reelección, a Cervantes y Camoens.

Algunos dirán que todo esto no es más que una fantasía de novelista, completamente irrealizable. Más irrealizable es que Alfonso XIII se apodere de Marruecos y, sin embargo, llevamos derrochados en ello miles de millones y perdidas las vidas inútilmente de treinta mil españoles.

El ideal de la República española no costará nada, y nada perderemos intentando su realización. Además, el que tiene un ideal, aunque éste no llegue a realizarse, resulta más digno de respeto que las gentes vulgarotas, de animalesca materialidad, capaces únicamente de vivir al día, sin otra ambición que la de apoderarse de lo del vecino.

Solos los que poseen un ideal pueden figurar en la aristocracia humana.

XI. Y creyendo en este ideal quiero vivir y morir

Porque creo firmemente que la República es la única solución posible de los males que sufre España actualmente; porque considero que esta forma de gobierno puede torcer en una buena orientación el curso de nuestra historia, elevando a cierta parte del pueblo español sobre el escepticismo repugnante o la bestial indiferencia en que le han educado los reyes y sus auxiliares; porque siento en mí una chispa del nuevo ideal que debe reemplazar al ideal muerto, y bien muerto, que en otros tiempos guió a nuestra raza, poseo la energía de una segunda juventud y marcho adelante, ignorando el miedo al obstáculo y al peligro.

Todos los días recibo amenazas de muerte, cartas groseras o anónimas repletas de insultos y calumnias. Creo inútil repetir aquí las persecuciones de que soy objeto por parte del rey y de sus defensores, gentes que sólo son capaces de emplear la injuria y no pueden alegar en defensa de dicho monarca una sola razón que resulte aceptable ante la opinión universal. Con las pesetas de los contribuyentes españoles pagan a mercenarios de la pluma y a pobres diablos ganosos de notoriedad, para que escriban contra mí, sea lo que sea.

Si esperan cansarme o infundirme miedo, pierden el tiempo. Jamás me he sentido tan fuerte, tan satisfecho de mí mismo, con la tranquilidad interior que proporciona el cumplimiento del deber.

Hace cuatro meses nada más, antes de que publicase mi primer folleto sobre Alfonso XIII y la tiranía del Directorio, era yo, para los diarios monárquicos de Madrid, un gran novelista, una gloria nacional, comentando con satisfacción patriótica mis triunfos en el extranjero y los honores de que era objeto. Después de haber escrito contra Alfonso XIII, soy para los mismos periódicos un cualquiera, un escritor despreciable, y como no pueden negar mis éxitos fuera de España dicen que dentro de ella mis novelas son poco leídas, cuando algunas han llegado, como es sabido, a la más alta cifra de tiraje conocida en la época presente, tanto en España como en la América de lengua española.

Esto demuestra el apasionamiento grotesco y la pequeñez de espíritu de los que pretenden dirigir la opinión desde Madrid, bajo el reinado de Alfonso XIII. Para ser escritor en este desgraciado país hay que creer en la gloria militar y la sabiduría política de ese métome-en-todo coronado que quiso hacer una prueba de monarquía absoluta con un general presidiable, y ahora no sabe cómo salir del atolladero.

Repito que me siento satisfecho de mi cambio de existencia.

Podía haber permanecido indiferente ante los males de mi patria. Para algunos españoles a lo Sancho Panza esto hubiera sido lo oportuno. Los grandes diarios de Madrid, al servicio del rey, me habrían declarado genio, al envejecer un poco; los honores oficiales habrían llovido sobre mí; tal vez hubiese gozado el altísimo honor de que Alfonso XIII me diese algún día la mano, dedicando elogios a mis novelas (sin haberlas leído, pues los deportes no le dejaron nunca tiempo para leer), «honor» que trastornó las cabezas de algunos españoles ilustres, ya desaparecidos o anulados actualmente por su servilismo para la vida ciudadana, los cuales hicieron palpable con dicho trastorno lo poco que valían como hombres.

Pero en tal caso las gentes habrían recordado mi ignominia, hasta después de mi muerte, diciendo así: «Hubo un escritor que en pleno despotismo pudo protestar. Tenía todo lo necesario para cumplir este deber patriótico: vida independiente, fortuna, un nombre conocido en el mundo. Sus escritos eran traducidos a los idiomas más importantes, podía contar con el apoyo de miles y miles de diarios extranjeros, y sin embargo permaneció callado, indiferente a los males de su país. Fue un mal español, un individuo de crueles egoísmos, tal vez obró así por miedo. Dejemos aparte al novelista y digamos que el hombre fue digno de eterno menosprecio».

No; pase lo que pase, estoy tranquilo, y contemplo sin miedo el porvenir porque sé que este dirá de mí:

«Pudo mantenerse al margen del combate y, sin embargo, se lanzó a él, convencido de que no iba a ganar nada y en cambio iba a perder mucho. Se unió sin vacilar con Miguel de Unamuno, con Eduardo Ortega, que luchaban valerosamente por la dignidad española antes de su llegada, sin fijarse en si sus nuevos compañeros de combate eran pocos o muchos. Dedicó el resto de su vida a la resurrección de España, al triunfo de la República, y sólo tuvo una ambición: ocupar el extremo más saliente de la primera línea de asalto, donde se reciben los golpes más terribles, donde pueden devolverse más directos y certeros».


París, abril, 1925.


Publicado el 31 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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