Marinoni

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento



A mi amigo Ramón Ortega.

I

José no tenía otro amor ni otra familia en el mundo que aquella máquina, junto a la cual había pasado casi toda su existencia.

Todas las mañanas, cuando a las ocho atravesaba el portal de la imprenta y entraba en aquel patio sucio y húmedo, a cuyo fondo a través de la claraboya de ennegrecidos cristales jamás llegaban los rayos solares y en el centro del cual alzaba orgulloso aquel ser de complicada organización nacido en los talleres de la casa Marinoni, lo primero que hacía era plantarse junto al centro de ella, contemplarla repetidas veces de un extremo a otro con verdadera fruición, y por fin darle una palmadita como el jockey que acaricia al caballo antes de empezar la carrera.

Aquel organismo de hierro, como antes hemos dicho, lo era todo para José. Una parte de su espíritu estaba en la máquina.

El no tenía familia alguna ni amaba a nadie, excepción hecha de su Marinoni; no defendía ninguna clase de ideal; los hombres eminentes sólo le inspiraban indiferencia, y si profesaba respeto y veneración a alguien era al que había fabricado aquel complicado mecanismo.

Cuando hablaba con alguien de su máquina, lo hacía con la fruición propia del libertino que describe a una beldad.

—¡Oh! Es una hermosa máquina, una verdadera Marinoni, dulce y sumisa, que siempre está dispuesta a obedecer, y que puede manejarla un niño. Yo la cuido mucho.

Y si esto lo decía allí junto a la máquina, hacía que su interlocutor se fijara en lo coruscantes que estaban las piezas doradas; la fijeza de los tornillos en sus tuercas, lo engrasadas que se encontraban las ruedas y lo bien puestas que aparecían las cintas.

No era de extrañar el buen estado en que se encontraba la máquina: todas las mañanas, apenas llegaba él a la imprenta, hacía poner en movimiento a todo el departamento que tenía bajo sus órdenes.

Los aprendices, con su mandil lleno de negras manchas, cogían precipitadamente las piezas que José iba destornillando para limpiarlas con sumo cuidado, pues aquel hombre de carácter dulce y hasta resignado se volvía irascible y cruel siempre que se trataba del cuidado de su máquina, y era muy capaz de dar de cachetes por una mancha que quedase en el dorado, o una garruchita que no estuviese engrasada.

En las horas que la máquina no funcionaba, José prefería a pasearse o hablar con los empleados de la casa, sentarse en un estribo de la máquina; y allí, con la cabeza entre las manos, permanecer tiempo y más tiempo en una especie de sonambulismo vago y vaporoso, en el cual la única idea dominante era su hermosa

Marinoni.

Algunas veces, José, con los ojos de su imaginación, veía aún el momento en que entró por primera vez en la imprenta.

Su madre, aquella viejecita enteca y arrugada que ya había muerto hacía muchos años, se presentaba al dueño del establecimiento llevando de la mano a un muchacho de doce años, con la cara eternamente asombrada y sucia y el pelo enmarañado, que era él.

Después pensaba en sus tiempos de aprendiz, en la máquina antigua y en el señor Agustín, el maquinista, aquel vejete borracho que le tiraba de las orejas por costumbre, y aunque no cometiera falta alguna.

Cuando cansado de hacer correrías por los tiempos pasados volvía los ojos al presente no podía menos de sentir cierta satisfacción.

Ahora se veía en el apogeo de su carrera, siendo maquinista de uno de los periódicos de más circulación en la ciudad, y teniendo a su disposición una Marinoni que tiraba cuatro ejemplares a cada vuelta de rueda.

Aún recordaba el instante en que instalaron en la imprenta la nueva máquina.

Desde aquel día, le fué cobrando cada vez más afecto, hasta que por fin terminó haciéndola el objeto de todas sus adoraciones.

La máquina era su novia —como él mismo decía muchas veces— y le guardaba regalos de mucho valor.

Un día en que se descuidó un poco José, el engranaje de dos ruedas le cortó un dedo de la mano izquierda.

Siempre que el maquinista recordaba este episodio, decía a aquel ser de hierro, sonriéndose:

«Como todo lo que es femenino, cumples tu misión de devorar al hombre.»

Nadie recordaba en la imprenta que José hubiera dejado un solo día de estar junto a la máquina.

Cuando se sentía indispuesto por cualquier enfermedad ligera, sacaba todas sus fuerzas y abandonaba la cama para entrar a la hora de costumbre en el patio sucio y húmedo, y hacer trabajar a su Marinoni.

Así habían transcurrido los años. José no tendría más de treinta, pero era un hombre de cuerpo gastado por la soledad y el trabajo, y tenia en el bigote y el cabello muchas canas.

Su rostro, de ordinario, no tenia otro rasgo digno de llamar la atención que aquel aire de asombrado que conservaba aún de cuando niño; pero había que verle en el momento supremo del cumplimiento de sus funciones, o sea a la hora en que se hacía la tirada del periódico.

Este era nocturno, y las más de las veces su tirada se tenía que hacer con la mayor precipitación por haberse retrasado aguardando las noticias de última hora.

A las seis y media de la tarde José encendía el motor que daba fuerza a la máquina, y después aguardaba a que fuesen ajustadas las formas en la platina.

Después, cuando todo estaba listo, empuñaba el mango del disparador y toda la máquina se ponía en movimiento.

La doble correa que iba desde el motor hasta el volante se ponía en tensión, y todas las ruedas y demás piezas de la máquina comenzaban a moverse primero con gran calma y al poco rato con velocidad cada vez más creciente.

Los marcadores se encaramaban sobre los tableros y a ambos lados de la máquina, y allí con una plegadera iban separando de los dos montones de blanco papel grandes pliegos que desaparecían en las entrañas de la máquina, devorados por los dientes de dorado metal de ésta, para aparecer al poco rato ennegrecidos bajo la capa de pensamientos representados por las letras.

Todo el edificio se conmovía con aquel estruendo verdaderamente infernal que la máquina producía al funcionar.

Las paredes del techo temblaban como si fueran débiles membranas bajo la impresión de aquellos golpes secos y estridentes, y aquellos que se encontraban más cerca de la Marinoni sentían al poco rato un zumbido dentro de la cabeza que les producía desvanecimiento.

Las garruchas, los cilindros y los rodillos daban vueltas con vertiginosa rapidez; la platina se lanzaba con furia de un extremo de la máquina al otro, como si quisiera escapar de aquellas ligaduras de hierro que la obligaban al continuo movimiento, y las piezas que regulaban la marcha de las ruedas dentadas subían y bajaban con precisión matemática con esa calma propia del que no se siente aturdido por el estruendo que reina a su alrededor.

La máquina cantaba al rodar. Esta observación la había hecho José repetidas veces. Lanzaba un grito débil, semejante a un murmullo que poco a poco iba creciendo hasta convertirse en un rugido que terminaba en un golpe seco, y después volvía otra vez a bajar la voz para repetir el mismo canto.

Había veces que José acompañaba con su cabeza la cantinela del ser de hierro con la misma fruición del dilletanti que repite mentalmente el pasaje más interesante de una ópera.

Aquello le valía al original maquinista el ser considerado en la imprenta como un hombre que no tenía la cabeza tan sana como fuera de desear.

En efecto; José tenia ideas muy raras. Siempre que funcionaba la Marinoni, se convencía de que aquel organismo de hierro tenía alma y hasta inteligencia, y de que le amaba como una joven apasionada a su amante.

Tales pensamientos eran hijos del predominio que en José tenía la imaginación sobre las demás facultades mentales.

De vez en cuando cogía uno de los pliegos impresos que arrojaba la máquina, y los examinaba para ver si la tirada seguía bien.

Siempre se marcaba en su rostro una sonrisa de satisfacción, que parecía decir:

—¡Oh! Esta Marinoni. Siempre lo mismo, siempre fiel a su amigo.

Pero cuando verdaderamente había que ver a José era en las noches que el periódico se retrasaba a entrar en máquina.

Los vendedores se arremolinaban impacientes en derredor de la máquina, protestando de la tardanza, y algunos de ellos acosaban al administrador, que con la pluma tras la oreja, los lentes caídos y el aire azorado, corría de un lado para otro, parándose a cada instante frente al reloj.

¡Ah! ¿Qué hora era aquella que sonaba? Las ocho.

Era preciso sacar el periódico a la calle cuanto antes.

Allá arriba, en un viejo balcón que se veía en lo más alto del patio, asomaba el director del periódico su cabeza de moro, adornada con negros bigotazos un tanto canos, para llamar a José.

—¿Qué quiere usted, don Raimundo? —contestaba éste.

—Tirad aprisa, aprisa, aunque se rompa la máquina. Es ya muy tarde.

¡Gran Dios ! ¡Qué estruendo se armaba apenas sonaban tales palabras.

José daba más fuerza al motor, y el volante giraba con tal rapidez, que era imposible mirarle sin sentir la impresión del vértigo. La máquina aullaba como protestando de aquel abuso de sus servicios, y sus mil piezas, al moverse, daban quejidos, amenazando con desunirse.

En aquellos momentos había que ver a José, que a la sucia luz del gas, con el rostro tiznado de tinta y mandil mugriento, semejaba a un gnomo de las leyendas, agitándose en una danza infernal.

Corría de un extremo a otro de la máquina, vigilaba a los aprendices que recibían los pliegos al salir impresos, y daba órdenes a los marcadores, que apresuradamente arrojaban blanco papel en las fauces de aquel mónstruo, cuyo apetito se iba haciendo cada vez mayor.

José parecía un cuerpo de goma, que la fuerza de la máquina arrojaba de un lado para otro.

Con la cabeza acompañaba, como siempre, los rápidos vaivenes de la platina, y en algunos instantes llegaba a manifestar su pensamiento con monólogos incoherentes que apagaba el estruendo de la máquina.

—¡Adelante!, ¡adelante!, Marinoni mía... Cómete todo el papel blanco que hay en la casa... Vamos, date prisa, que ya es muy tarde... Así, no: debes andar más aprisa; a ver esos golpes ...Eso es, rom, rom... eso es... rom, rom.

Y como un director que marca con la batuta los sonidos de la orquesta, José, para estar contento, necesitaba que el canto de la máquina encerrara su ritmo en aquellos gruñidos, con los cuales intentaba dirigirla.

José no había leído Nuestra Señora de París, y sin embargo, junto a su máquina, era el más fiel trasunto de Quasimodo, dirigiendo el vuelo de las campanas de la gigantesca iglesia en los días de gran festividad.

II

Una mañana, a la hora en que se disponía José a destornillar la máquina, para limpiarla, en el piso de arriba estalló un confuso concierto de gritos y palabras malsonantes dichas por voces coléricas.

El maquinista suspendió su trabajo para escuchar.

Aquel tumulto se iba acercando a la puerta de la escalera.

Un pilluelo, que servía de aprendiz en la máquina, guiñó un ojo al oir aquello, y dijo a José con tono confidencial:

—Ya se ha armado allá arriba.

—Pero, ¿por qué?

El maquinista, encerrado siempre en su ensimismamiento, se trataba poco con los cajistas, y de aquí que no conociera, hasta aquel instante, el conflicto que desde algunos días antes venia creándose en el establecimiento.

Los operarios pertenecían a una asociación socialista, y para seguir trabajando, habían acordado imponer al dueño de la imprenta ciertas condiciones un tanto vejativas para éste.

Aquella mañana habían presentado sus proposiciones, y al no quererlas aceptar el dueño, estalló el conflicto.

José estaba sorprendido, y oía con estrañeza tanto los gritos de los de arriba, como las palabras del aprendiz, que saltando alegremente, decía:

—¡Bien, muy bien! Ahora reventaremos al burgués.

Por fin, los que de tal modo gritaban arriba, aparecieron en la meseta de la escalera.

Un grupo, como de veinte obreros, comenzó a bajar los peldaños, mientras que el dueño de la imprenta, pálido, nervioso, con las ropas en desorden y agarrándose convulsivamente a la barandilla de la escalera, gritaba con voz colérica:

—¡A la calle!, ¡a la calle todo el mundo! Yo pago en mi casa a todos los trabajadores; soy, pues, el amo y no aguanto imposiciones de nadie. Antes consentiré en dejar morir el periódico, que acceder a lo que ustedes me proponen.

Los cajistas, bajo aquella rociada de palabras coléricas, descendían por la escalera, sonriéndose como si quisieran decir: «Apuradillo te has de ver sin nosotros.»

A su frente, iba dándose aires de jefe un obrero, que era el orador obligado en todos los meetings socialistas, y que a cada momento hablaba de la explotación del trabajador y de la tiranía de los burgueses, a pesar de ser entre todos sus compañeros, el que menos trabajaba y tenía más jornal.

Cuando este corifeo pasó por junto a José, le dirigió una mirada de superioridad, y le dijo:

—Tú también eres un infeliz explotado; vente con nosotros.

El maquinista, a pesar de esto, permaneció inmóvil.

Miró arriba y vió al amo que, presa todavía de su conmoción nerviosa, gesticulaba gritando:

—Todos a la calle; no quiero a nadie en mi casa.

José creyó que el dueño le decía esto a él, porque le miraba fijamente, y se dió también por despedido.

Además, ¿por qué no debía de irse?

El ningún afecto sentía por aquel señor grave y cejijunto, que todas las mañanas pasaba por su lado contestando a su saludo con un débil gruñido, y que los sábados, al pagarle, apenas si le dirigía una mirada.

¿Qué lazos de afecto existían entre él y el dueño que le pagaba?

Si no sentía por él el menor cariño, ¿por qué no debía seguir el ejemplo de sus compañeros y defender al mismo tiempo los intereses de la clase obrera?

José, después de hacerse tales reflexiones, tomó una resolución, y despajándose de su ennegrecido mandil, siguió a sus compañeros.

Una fiebre extraña se había apoderado de él, y ni se acordó un momento de su querida Marinoni.

Los huelguistas salieron de la imprenta formando un compacto grupo para dirigirse a casa de un compañero, donde pasaron más de una hora ocupados en escuchar los discursos de dos o tres que soltaron sobre los capitalistas e industriales todos los epítetos y dicterios insultantes aprendidos en los folletos y periódicos socialistas.

José se encontraba muy bien en aquella atmósfera de fogosidad que emanaba de los oradores.

Aquel ser tranquilo y silencioso, parecía querer resarcirse del quietismo en que tantos años había permanecido.

Y como consecuencia de esto, gritó, dió fuertes manotadas al espacio y acabó pronunciando una arenga contra la pícara burguesía.

El maquinista no sabía qué estaba diciendo; pero los compañeros aprobaban sus palabras con signos, y esto le entusiasmaba.

Por fin, la reunión se disolvió, acordando sostener la huelga, y hacer que ésta se extendiese todo lo posible.

Cuando José se quedó solo, sufrió una radical transformación. Con el último compañero que se fué, le abandonó aquella excitación febril tan extraña en él, y volvió a ser el mismo de antes.

¿Qué había hecho? ¿Había abandonado a Marinoni, a su querida máquina, para irse tras de aquellos locos?

El maquinista sintió algo semejante al arrepentimiento, y quiso volver a la imprenta.

Entonces se entabló en su interior una ruda lucha; ¿qué dirían sus compañeros si él faltaba a los compromisos adquiridos voluntariamente?

José estaba indeciso. De un lado el afecto que sentía por aquel organismo de hierro que estaba abandonado, y de otro el compromiso adquirido con sus compañeros. El afecto luchaba con sus sentimientos de hombre de honor.

José, entregado a tales meditaciones, pasó muchas horas. Por fin, a mediodía, no pudo resistir más, y dándose por vencido, se dirigió a la imprenta.

Entró en el patio y no vió a nadie.

Allá arriba se oían las voces del propietario y de los redactores del periódico, que discutían sobre el mejor medio de salvar el conflicto.

El obrero miró a los balcones con indecisión algunos instantes, y por fin, se sentó en un estribo de la máquina, hundiendo la cabeza entre sus manos.

III

José no podía acostumbrarse a aquella inacción. Todas las mañanas, a la hora de costumbre, llegaba a la imprenta para pasarse el día paseando en derredor de la máquina, sin saber qué hacer.

En el edificio reinaba un silencio fúnebre.

Aquello tenía algo de la soledad del buque abandonado.

De los redactores, ya no iba ninguno a la imprenta, y si es el director y el propietario del periódico, no aparecían en todo el día, ocupados como estaban en buscar cajistas.

José se entretenía a veces en limpiar la máquina, ue no tenía motivo, en su obligado descanso, de estar sucia.

Algunas veces pasaba horas enteras ocupado en contemplar, con ojos distraídos, las batallas y correrías que allá en lo alto de la escalera verificaban dos o tres gatos que se habían refugiado en la casa.

El maquinista, algunas veces, por distraerse, se paseaba por toda la casa; pero esto le entristecía más.

La vasta pieza donde antes estaban los cajistas, tenía cierta expresión de cementerio, con sus largas filas de cajas abandonadas, y encerrando en sus entrañas días y más días aquellos pedacitos de hierro, que antes volaban de un sitio a otro con la mayor actividad, para exteriorizar el pensamiento humano.

La redacción todavía presentaba un aspecto más triste. José al entrar en ella recordaba las acaloradas discusiones de otros tiempos entre los redactores, o el febril movimiento de a últimas horas, cuando éstos, rascándose la cabeza o mordiéndose las uñas, escribían sin cesar, y no podía menos de emocionarse al verse solo en aquel salón, lleno de mesas abandonadas.

Todas las piezas del edificio repetían los pasos de José con ese eco gigantesco, propio de las casas abandonadas.

Por fin, a las dos semanas de verificarse la huelga, la situación varió por completo.

El propietario encontró cajistas nuevos, y una mañana comenzaron en la imprenta los trabajos de igual modo que antes y como si nada hubiera sucedido.

José estaba radiante de alegría.

¿Quién pudiera pintar su gozo cuando los aprendices llevaron las formas del periódico a la máquina?

Aquel día, la tirada del periódico se hizo con más prontitud que nunca.

El maquinista quería convencerse de que su querida Marinoni estaba tan sana como antes, y la hacía funcionar con la mayor fuerza del motor.

A José le parecía que la máquina cantaba con más gusto que antes. La casa parecía querer venirse abajo con aquel estruendo.

Cuando terminó la tirada, y los empleados en la administración, después de entregar el periódico a los vendedores, se retiraron, un aprendiz se acercó a José, y con aire misterioso, le dijo:

—Señor Pepe, no se marche.

—¿Qué sucede?

—Los de la huelga están ahí.

—¿En dónde?

—Bajo el farol de la esquina. He pasado hace un momento por su lado, y les he oído hablar; quieren pegarle, y dicen que usted es...

—No tengas reparo en decirlo, un traidor.

—Eso es. También quieren hacer no sé qué en la imprenta. Están muy rabiosos, y dicen que usted tiene la culpa de todo, pues si no funcionara la máquina, el periódico no podría salir, y su situación sería menos desesperada. Ellos creían que sin su auxilio el dueño se vería perdido, y ahora se encuentran sin trabajo y sin dinero para poder resistir la huelga. No salga usted, señor Pepe, que le matarán.

Aquello pareció intimidar un poco a José, que, como ya hemos dicho, era bastante tímido.

Serían como las ocho y media de la noche, y desde la tarde que caía una lluvia fina y continua sobre la calle.

La claraboya chasqueaba con las gotas que iban cayendo sobre ella.

El aprendiz abrió la puerta de cristales que daba a la calle, y asomó la cabeza.

—Todavía están bajo el farol —dijo metiéndose dentro—. Sin duda aguardan a que usted salga.

El maquinista pareció cobrar ánimos, y dijo con voz algo colérica:

—Pues si tanto me aguardan, tendré que darles gusto y salir. Márchate tú.

—Adiós, señor Pepe, y tenga usted mucho cuidado.

Apenas salió el aprendiz, José se quitó el mandil, púsose la chaqueta, y cogiendo un gran martillo que tenía para arreglar la máquina, lo colocó a través de la pretina del pantalón.

En la casa no quedaba más que el portero, un viejecito que desde el fondo de su cuartucho, casi subterráneo, situado frente a la máquina, contemplaba los preparativos de marcha de José.

De pronto la puerta de cristales se abrió con violencia, y penetraron en el patio, junto con una bocanada de aire húmedo y frío, un grupo de más de doce hombres, todos con el semblante hosco y amenazador, y empuñando en la diestra nudosos garrotes.

Eran los huelguistas.

José, al verlos, no tembló; al contrario, pareció cobrar mayores ánimos, y con voz de trueno, les gritó:

—¿Qué venís a hacer aquí?

—¡Hola, traidor! —dijo uno de aquellos hombres—. Por tí estamos perdidos, y nuestras familias hambrientas. Venimos a romperte la cabeza y a deshacer la máquina.

Unos cuantos de los huelguistas se arrojaron sobre José, y dirigiéndole insultos y amenazándolo, le hicieron replegarse en un rincón.

En tanto, los otros, como unos furiosos, comenzaron a dar golpes sobre la máquina, cuyas vibraciones metálicas parecían dolorosos quejidos.

Aquello puso fuera de sí a José.

—¿Qué hacéis, canallas? ¿qué hacéis? —rugió el maquinista—. Marchaos, o mato a uno.

Y al decir esto, empuñó su martillo y dirigió un tremendo golpe a los que le asediaban contra la pared.

El martillo chocó contra uno de los garrotes, y con la violencia del golpe se soltó de su mano para caer al suelo.

Entonces, uno de los huelguistas, mocetón atlético, le asestó un tremendo golpe en la cabeza.

La sangre brotó; José sintió algo semejante así como si toda la casa se viniera sobre él, vió muchas luces, y por fin cayó de bruces al suelo.

En el mismo instante, las piezas de la máquina, rotas o desunidas, caían también bajo los furiosos golpes de los huelguistas.

IV

Todos los curiosos que visitaban el Manicomio del célebre alienista Hidalgo, no podían menos de fijar atención en un loco cuya manía era bastante especial.

No era muy viejo, y sin embargo, tenía el cabello y la barba blancos, y el rostro lleno de arrugas.

Cuando por la tarde, a la caída del sol, se paseaba por el jardín del establecimiento, se detenía frente a cada árbol, e imitando con los brazos y la cabeza el movimiento de una máquina, comenzaba a gritar:

—Rom... rom... ¡Eh, muchachos!; cuidado con esa marca, que la impresión no sale ajustada. ¡Más vivos!, que ya es muy tarde... Anda, Marinoni mía; cómete todo el papel que hay en la casa. Es gran cosa esta Marinoni... ¡Eh, canallas! No la rompáis, no la rompáis, si no os mato...

Y así seguía horas enteras hablando y gesticulando solo, ora con dulzura, como el que recuerda una pasada felicidad, ora con acento terrible y ademán amenazador, como el que quiere librarse de un horroroso peligro.

El doctor Hidalgo decía a todos los visitantes que aquel hombre era un infeliz maquinista de imprenta, llamado José, y que su locura reconocía como origen un tremendo golpe recibido en la cabeza, que había llegado a interesar el cerebro.


Publicado el 17 de octubre de 2021 por Edu Robsy.
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