Piedra de Luna

Vicente Blasco Ibáñez


Novela corta



I

Todos los que van por primera vez a la ciudad de Los Angeles, en California, desean visitar la vecina población de Hollywood.

Existe ésta solamente desde hace unos veinte años, o sea de la época en que el arte cinematográfico, monopolizado por los Estados Unidos, empezó a desarrollarse, hasta el punto de llegar a ser la quinta producción nacional.

Establecidas las grandes casas cinematográficas en Nueva York, tuvieron que luchar con la luz gris y brumosa del invierno a orillas del Hudson, y esto les hizo ir en busca de un país de cielo seco, siempre azul, de sol intenso, de atmósfera clara, acabando por fijarse en California, en el antiguo territorio de las Misiones franciscanas, cerca de la mísera parroquia de Nuestra Señora de los Angeles que fundaron los misioneros españoles, y es, en nuestros días, la famosa ciudad de Los Angeles, estación invernal de multimillonarios.

A varios kilómetros de ella, el insignificante pueblecito de Hollywood ha crecido a su vez, en el transcurso de los últimos años, hasta convertirse en la gran metrópoli de la cinematografía.

Todo su vecindario se compone de actores del llamado «séptimo arte» y de los innumerables auxiliares que necesitan éstos para complemento de su trabajo. Artistas célebres en el mundo entero, que ostentan el título de «estrellas», se confunden con numerosos astros secundarios y una nebulosa inconmensurable de figurantes, escultores, decoradores, inventores de nuevas tramoyas, tallistas, carpinteros y audaces manipuladores de la electricidad. Y como único comercio de la población, tiendas de modistas y de sastres, con grandes escaparates ocupados por maniquíes vestidos y largas filas de sombreros de mujer, establecimientos muy visitados por las figurantas en los días de paga.

Cada editor cinematográfico posee un terreno de varias hectáreas, con potente máquina de vapor en la entrada para producir la fuerza eléctrica; edificios permanentes de hierro y cristal, enormes como estaciones de ferrocarril, para «impresionar» en su interior las escenas de toda historia que se desarrollen en locales cerrados, y campos yermos, sobre los cuales se levantan, con una rapidez mágica, en el término de unos cuantos días, calles y plazas, barrios enteros, que desaparecen poco después para dejar sitio libre a las nuevas construcciones de otra obra que será filmada a continuación.

Según los ayudantes de los directores de escena—hombres siempre atareados, corriendo de un lado a otro del pueblo en busca de un artista, necesario a última hora, o de algún objeto perdido en el fondo de los almacenes, y que conocen mejor que nadie la estadística de sus habitantes—, pasan de diez mil las mujeres avecindadas en Hollywood, todas jóvenes y no feas, preocupadas de parecer muy elegantes y hermosas, y llevando ante sus ojos el revoloteo dorado de la ilusión, la esperanza de obtener al día siguiente la riqueza y la gloria.

Los hombres son menos. De todas partes del mundo llegan aquí los peregrinos de la ambición cinematográfica; pero siempre resulta mayor el aporte femenino, no pasando los varones de cinco o seis mil.

No obstante la riqueza de su industria, célebre en el mundo, Hollywood tiene cierto aspecto de vida insegura, de opulencia transitoria, semejante al de las ciudades que surgieron junto a minas famosas y cuyos habitantes no sabían cómo gastar su dinero, ya que continuaban trabajando todo el día.

En Hollywood, ricos y modestos tienen la obligación de levantarse temprano para continuar su tarea. Existen familias de ordenadas costumbres, que llevan una vida de pequeños empleados, acostándose pronto, después de una tertulia en el comedor. Otros artistas, al vivir solos por su celibato, se mantienen en una existencia sin orden, buscando nuevas diversiones con rabiosa tenacidad, cual si hubiesen entablado una batalla con el tedio.

A pesar de las leyes prohibitivas del alcohol, circulan en Hollywood las bebidas terriblemente espirituosas. Además, entre las mujeres se esparce el uso de los estupefacientes. Cerca está la ciudad de Los Angeles, con su vida invernal esplendorosa, sostenida por los multimillonarios venidos de Nueva York y Chicago. Pero los cinematografistas trabajan todo el día, y al cerrar la noche prefieren quedarse en su ciudad propia, divirtiéndose entre ellos.

Junto a los vastos estudios asoman las cúspides de numerosos trípodes de madera de varios metros de altura.

Cada tres postes formando pabellón indican la boca de un pozo de petróleo.

Las antiguas explotaciones petrolíferas han sido abandonadas momentáneamente. Resulta más productivo fabricar cinematografía sobre estos terrenos empapados de aceite mineral.

Cerca de Hollywood existió siempre una «reducción» de indios, campamento con enormes praderas anexas, ocupado por una de las antiguas tribus de pieles rojas. El jefe de la tribu tiene ahora teléfono en su tienda de cueros festoneados, y cuando alguno de los productores cinematográficos necesita figurantes indios para una de sus historias, los pide a cualquiera de las agencias reclutadoras de personal, y ésta llama por teléfono al jefe de la «reducción», llámese Aguila Negra u Ojo de Bisonte:

—Necesito para mañana cincuenta hombres, con sus caballos, sus mujeres, sus niños y sus perros.

Y a la mañana siguiente se presenta en el estudio el empenachado y pintarrajeado escuadrón.

Con el mimetismo extraordinario de los pueblos primitivos, estos pieles rojas han acabado por imitar los gestos y habilidades profesionales de los artistas cinematográficos, trabajando lo mismo que ellos. Algunos sólo se visten ya de indio cuando lo exige su actuación de comediantes, siendo clientes de los mismos sastres que los artistas blancos y llevando una vida idéntica.

Muchos visitantes, al entrar en Hollywood, creen haber caído en otro planeta, de variedad proteica, donde cambia diariamente el aspecto de paisajes y personas. Sus avenidas son de ciudad nueva, enormemente anchas, como las de todas las poblaciones que al nacer cuentan con terreno abundante y barato. La presencia de un estudio se revela por varios centenares de automóviles ante su entrada, todos ellos pequeños y abandonados, sin que se note la presencia de un solo chófer. Hasta los carpinteros encargados de las decoraciones llegan al trabajo guiando su vehículo.

Por encima de las empalizadas ve el transeúnte las más inesperadas perspectivas. En un estudio se yergue la torre Eiffel, y el puente Alejandro lanza su curva sobre las dos riberas de un Sena falso. En otro ha sido edificado el palacio de los Dogos, entre canales venecianos que cortan varios puentes de empinado arco.

Más allá se elevan los minaretes de una ciudad árabe o los campanarios de un pueblo de Méjico, según sea el lugar donde se desarrolla la historia cinematográfica.

Las avenidas principales de Hollywood están orladas de palmeras bajas entre jardines en talud, sobre cuyas cúspides de césped se alzan casas elegantes, todas de madera. Su principal riqueza interior consiste en mullidos tapices de Oriente que cubren sus entarimados.

Reconoce el visitante dichas avenidas: las ha visto muchas veces en el cinematógrafo. En ellas se desarrollan las carreras cómicas que hacen estremecerse de risa al público, las marchas extravagantes de los automóviles, que parecen ebrios, agitándose contra todas las leyes de la gravitación.

Los habitantes más antiguos de Hollywood (una antigüedad de veinte años) muestran al forastero las casas de los artistas más célebres como si fuesen edificios históricos.

El prestigio de unos nombres conocidos en la Tierra entera parece agrandar las proporciones de estos edificios graciosos, cómodos, de apariencia frágil.

Y dichos guías voluntarios, al llegar a las afueras de Hollywood, sonríen, muchas veces, mostrando un edificio más grande que los otros, rodeado de arboledas, casi con el aspecto de una granja rica.

—Aquí—dicen a los forasteros con cierto orgullo local—es donde vive Piedra de Luna.

II

Databa de los tiempos en que la cinematografía de los Estados Unidos empezó a realizar sus primeros avances para apoderarse de la Tierra.

Era la artista de los films larguísimos, divididos en numerosos episodios, novelas de folletón expresadas por la imagen, en donde la heroína pasaba incólume a través de los más horrendos peligros y realizaba las más inverosímiles hazañas.

Todos habían visto a Piedra de Luna montada en corceles desbocados; nadando en pleno Océano, perseguida por tiburones o pulpos gigantescos, y trepando por el pararrayos de un rascacielos; sosteniéndose, en fin, con las manos en la última cornisa de un edificio de cuarenta pisos.

Algunas veces manejaba el revólver o el puñal, matando finalmente al traidor; pero en los más de los episodios se veía raptada por hombres enmascarados, la condenaban a torturantes suplicios, le ofrecían el vaso fatal de veneno o era encerrada en cavernas llenas de serpentones. Mas siempre, en el último momento, surgía una intervención superior y benéfica que la salvaba de tales angustias.

Piedra de Luna era inmortal, y todos habían perdido la cuenta de los sustos, fatigas y golpes que llevaba recibidos en sus interminables aventuras, hasta el punto de parecer inaudito que un organismo humano pudiera llegar a tal grado de resistencia.

Celebraban las gentes de Hollywood la sencillez de gustos de esta actriz de fama universal. En las cortas temporadas que podía dedicar al descanso sentíase seducida por los alicientes de la vida campestre.

Iba por su granja de Hollywood mal vestida, con los tacones torcidos, un cigarrillo entre los dedos de su mano izquierda, examinando el crecimiento de los árboles frutales, hablando a tres cerdos enormes, blancos y sonrosados; a dos vacas y a numerosos gansos y pollos, animalería alojada en un edificio superior a muchas casas habitadas por seres humanos.

De pronto, dando al olvido estos placeres rústicos, se escapaba a Los Angeles para bailar en los dancings y cenar a altas horas de la noche: la misma vida que cuando estaba en su casa de Nueva York.

¿Dónde no era conocida Piedra de Luna?... Sus ojos claros, su sonrisa dulce, que marcaba dos hoyuelos en sus blancas mejillas, y la enorme cabellera rubia, anudada en forma de antorcha sobre el cráneo, con una aureola de pelillos transparentes y luminosos, se mostraban todos los días, al mismo tiempo, en los más diversos lugares del planeta.

Multiplicada hasta el infinito por la fotografía movible, su imagen se desdoblaba en miles y miles de ejemplares, lo mismo en el nuevo mundo que en el viejo, saltando de isla en isla, atravesando océanos y desiertos, llegando hasta los aduares árabes y las poblaciones de madera ocupadas por mineros. Aparecía a idéntica hora en un «cinema» de gran capital, cuya atmósfera estaba saturada de drogas purificantes, y en otros situados en puertos, que olían a tabaco mascado, a whisky y a pipa vieja. Hombres amarillos o cobrizos la contemplaban silenciosos, con pupilas de brasa, sentados en el suelo, las piernas en cruz, mascando betel o fumando opio.

Todos encontraban acertado su nombre de artista: Piedra de Luna. Era blanca, de una blancura selénica, dulce y misteriosa como la luz del astro nocturno. Sus ojos zarcos tenían un azul claro que se armonizaba con esta blancura vagarosa; su cabellera, en fuerza de ser rubia, parecía casi blanca, como un oro cubierto de polvo.

Esta era la Piedra de Luna que conocían todos los públicos del mundo. En Hollywood las gentes del arte cinematográfico sonreían un poco al hablar de su fisonomía universal. Pero era una sonrisa bondadosa de profesionales, familiarizados con las modificaciones y falsías que impone la vida del teatro. A las gentes les gustaba de este modo; con tal aspecto había empezado su carrera, y así debía continuar.

La apreciaban unánimemente por su carácter franco y afectuoso de buena compañera, por la amistad que guardaba con sus camaradas de la época de oscuridad y pobreza, y también porque desconocía las vanidades y orgullos de otras «estrellas» que venían levantándose a sus espaldas.

No intentaba, como éstas, negar o desfigurar su origen. Ella misma había contado a los periodistas que le pedían detalles sobre su existencia anterior, las privaciones sufridas en su niñez y las aventuras de su primera juventud.

El nombre verdadero de Piedra de Luna era Betty Hinston, nombre oficial que le impuso su padre. Pero ella prefería que las personas de su mayor intimidad la llamasen Guadalupe Villa, por ser éste el nombre que le quiso dar su madre al quedar sola con ella.

Era hija de un irlandés, minero en Tejas, y de una mejicana instalada en dicho país. En esta mestiza de sangres tan distintas los ojos eran lo único que recordaba al padre. La raza indoespañola había hecho prevalecer su cobre originario, y Betty (el irlandés había impuesto este nombre por ser el de su madre) tenía la tez morena y la cabellera negra, abundante y un poco dura. Esto lo ignoraba el mundo, y sólo lo sabían, como secreto de poca importancia, los que trabajaban con ella en las historias cinematográficas.

Había muerto el irlandés o había abandonado a la mejicana: nunca se puntualizó bien tal suceso, y la misma Piedra de Luna se abstenía de precisarlo. Guadalupe Villa vivió con su hija, hasta que ésta tuvo catorce años, en un pueblo de Tejas, soportando sacrificios y privaciones para que Betty continuase estudiando en la escuela, al lado de las mejores señoritas del país.

Miraba la mejicana con asombro y cierta animosidad patriótica el citado edificio, sobre cuya puerta ondeaba la bandera de las rayas y las estrellas. Indudablemente, dentro de él enseñaban cosas maravillosas, pero en inglés, lengua que la pobre mujer no había llegado a poseer, después de tantos años de vida en Tejas. Además, ¡esta tierra, que pertenecía a Méjico y la habían robado los yanquis antes de que ella naciese...!

Dejó encargada a unas amigas suyas la vigilancia de su pequeña Lupe. Tenía que ir a Méjico para reclamar cierta herencia de familia, de la que venía hablando muchos años. Esto le permitiría atender mejor a la educación de la niña, haciendo de ella una profesora.

Mas la niña, que parecía haber heredado de su padre el gusto del vagabundeaje, la predisposición a cambiar de oficio, el amor a la vida aventurera, apenas vió lejos a la mejicana, empezó una nueva existencia. Huyó de aquel pueblo de Tejas, cuya vida monótona la hacía bostezar.

En la escuela había adquirido la intrepidez de las mujeres norteamericanas y dos reglas de conducta que son comunes a la mayor parte de ellas. Debía «vivir la vida a su gusto», con absoluta libertad, y para ello la primera condición era trabajar, ganándose el propio sustento, sin tener que acudir a protecciones ajenas. Debía también «hacer experiencias», conocer por sí misma todo lo que la vida guarda de bueno y de malo.

Y guiada por estos dos principios enérgicos, pasó de Estado en Estado, ejerciendo las más diversas profesiones: dependienta de tienda, dactilógrafa, obrera de fábrica, hasta que, encontrándose en una ciudad de Kansas, creyó haber acertado su verdadera vocación.

Uno de los numerosos circos propiedad de los continuadores de Barnum vino a instalarse en dicha población por unas semanas. Betty, empleada en una pequeña imprenta, recibía los encargos de los clientes. Esto la puso en relación con el director del circo, obligado a visitarla para la impresión de sus anuncios.

Era ágil y de una fuerza muscular algo hombruna, En la escuela había llamado la atención como gimnasta. ¿Por qué no hacer lo que aquellas otras mujeres que obtenían salvas de aplausos al voltear en el aire, vestidas de oro y plata, como insectos voladores, envueltas en un chorro de luz? Debía intentar esta «experiencia». Y con el afán de novedad, el atrevimiento juvenil y la fácil adaptación de su raza, concreción vigorosa de todas las razas de la Tierra, pasó de la imprenta al circo, empezando su vida de acróbata.

Mostróse satisfecho el director de la rapidez con que aprendía sus lecciones. Apreciaba, además, su juventud y el arte instintivo con que sabía hermosearse para el público. A las pocas semanas ejecutaba arriesgadas suertes de trapecio junto a la techumbre del circo ambulante.

No era gran cosa su trabajo; pero el público la aplaudía, seducido por su sonrisa, sus ademanes graciosos, su fresca y ágil juventud, la esbeltez escultural de su cuerpo, todo él bien marcado por la ajustada vestimenta de gimnasta.

Así fué recorriendo, durante un año, la mayor parte de los Estados Unidos, hasta que una noche cayó del trapecio, rompiéndose un brazo. Esto la hizo tener miedo a su nueva profesión. Hasta entonces había ignorado la parte terrible de ella, seducida por los aplausos, halagada por la admiración carnal que entreveía en muchos de los espectadores.

Le fué imposible continuar en el circo. Además, esta vida errante había aumentado su afición ambulatoria, heredada del padre. Deseó viajar, pero viendo lejanos países, gentes que hablasen otras lenguas y tuvieran diversas costumbres. No le inspiraba miedo la pobreza. Sentía ciega confianza en su destino. Siempre, en el último momento, lograba encontrar el dinero necesario para seguir adelante.

Es verdad que algunas veces, antes de que llegase tal auxilio, había sufrido grandes privaciones; pero ¡ella las conocía tanto desde su infancia...!

La célebre Piedra de Luna confesaba, sonriendo, en su lujosa vivienda de Nueva York, haber estado en cierta ocasión cuarenta y ocho horas sin comer.

Se embarcó como camarera en un vapor que hacía viajes desde Nueva Orleáns a la América del Sur: Venezuela, Brasil, Río de la Plata. En otros viajes navegó a lo largo del Pacifico, del puerto de San Francisco al de Valparaíso.

Callaba, al recordar esta existencia, sus primeras sorpresas afectivas, sus encuentros iniciales con el amor. Se limitaba a indicar discretamente qué en Buenos Aires había abandonado su buque para dedicarse a «artista», cantando en una taberna de La Boca a la que concurrían los marineros de lengua inglesa.

Era una cancionista bilingüe. Podía entonar estrofas lánguidas en español, oídas a su madre, y todas las romanzas y baladas en inglés aprendidas en Tejas y en sus viajes de volatinera.

Pero su voz era débil, quebradiza, una voz de niña en la que no ha hecho mutación alguna la adolescencia.

Además, este lugar donde había empezado como cantante resultaba por momentos más peligroso que el circo. Mostrábanse los espectadores bestialmente atrevidos con las llamadas «artistas»; muchas noches el espectáculo degeneraba en pelea, cruzándose entre el público tiros y cuchilladas. Un viejo payaso inglés, desdentado y alcohólico, que trabajaba igualmente en el mencionado establecimiento, propuso a sus camaradas de tablado la colocación de un letrero rogando al público que se abstuviese de tirar contra acróbatas y cantores, pues éstos no tenían culpa de nada.

Volvió Betty a ser camarera de vapor; pero esta última domesticidad la aceptó nada más que para regresar gratuitamente a Nueva York. Quería ser cómica, y lo consiguió gracias a la energía de su carácter, llevando una existencia tan pobre como antes, pero embellecida por la ilusión, por la eterna esperanza del mañana.

Al verse ahora célebre en el mundo, reconocía modestamente que nunca habría llegado a ser notable en el teatro.

Iba de un lado a otro, a través de la enormísima República de los Estados Unidos, donde se viaja, como en el Océano, de Este a Oeste, teniendo que adelantar o atrasar todos los días el reloj, ya que se cambia de meridiano cada veinticuatro horas. Era actriz en una de las numerosas compañías llamadas de «una noche», porque sólo dan una representación en cada ciudad. Del teatro se marchan los cómicos al tren, duermen en el vagón, y al día siguiente vuelven a representar la misma obra en un pueblo situado a trescientos o cuatrocientos kilómetros de distancia. ¡Imposible obtener renombre en esta existencia de bólido, pasando ante los públicos más apartados sin fijarse en ellos, sin crear relaciones de afecto, sin que nadie llegue a enterarse del nombre de los actores!...

Afortunadamente surgió un nuevó arte, para el cual parecía que la hubiesen venido preparando misteriosamente las «experiencias» y los proteicos cambios de su vida.

Había sido mediana como gimnasta, como cantora y como actriz; pero todo esto, unido a su intrepidez natural, a su gusto por la aventura, a su osadía ante el peligro, a su afán de continua transformación, la convirtieron en un personaje irreemplazable para la cinematografía, que empezaba a interesar a todo el mundo.

III

Siguiendo sus hábitos de comedianta pobre y ambulante, las primeras veces que fué protagonista de historias cinemáticas se pintó el rostro de blanco, colocándose como remate una gran peluca rubia. Sus ojos zarcos la permitían disfrazar de este modo, sin ninguna inverosimilitud visible, su tez de un moreno algo verdoso y su cabellera negra y fuerte de mestiza.

Dicha peluca rubia hacía más claras sus pupilas azules, dándolas una transparencia de cristal luminoso. Además, con el rostro embadurnado de blanco fotogénico, se notaban mejor los dos hoyuelos de sus mejillas, aliciente principal de una sonrisa simpáticamente contagiosa para el público.

Cuando intentó representar tal como ella era, sus empresarios se opusieron. El público la había conocido de este modo, y así la deseaba siempre. ¡Quién podía tolerar a una Piedra de Luna morena, pelinegra, con una belleza agresiva y ruda, algo salvaje!...

Aceptó Betty su peluca rubia por toda la vida, y lo gracioso del caso fué que las otras «estrellas» cinematográficas surgidas detrás de ella la imitaron en esto, trabajando siempre con una peluca rubia no menos grande, aunque tuviesen los cabellos naturalmente del mismo color.

Durante varios años sólo se vieron en las historias cinemáticas de los Estados Unidos mujeres de ojos claros, cara muy blanca y una cabellera abultadísima, casi alba y luminosa en fuerza de ser rubia. Algunas aumentaban excesivamente el volumen de su peluca, como si ésta pudiese ejercer un influjo misterioso y benéfico en sus éxitos, sin tener en cuenta la propia estatura, imponiendo al gusto del público universal un modelo de mujer pequeñita, con monadas infantiles y exageradamente cabezona.

Conoció Betty la celebridad antes que la riqueza. Los primeros héroes de la cinematografía fueron pagados mediocremente. El negocio no había llegado aún a su grandioso desarrollo internacional. Además, tardó mucho ella en amoldarse a la regularidad disciplinada y metódica de dicho trabajo.

Sus primeras ganancias las gastó en establecerse en Nueva York con arreglo a su creciente fama de «estrella». Su madre, la mejicana, había venido a compartir con Betty esta nueva prosperidad. Luego, cuando aquélla murió, Piedra de Luna, viéndose con cinco mil dólares ahorrados, sintió un deseo vehemente de conocer a Europa.

Era un viaje más en su existencia, pero ahora de pasajera independiente, en otras condiciones que los que llevaba realizados por el Atlántico v el Pacífico.

Dicho viaje lo hizo como rubia. Era demasiado reciente su gloria para renunciar a ella. En Europa los cinematógrafos empezaban en aquel momento a popularizar las primeras aventuras emocionantes de Piedra de Luna.

Seis meses le bastaron para esparcir alegremente sus ahorros, y tuvo que escribir a sus empresarios de Nueva York pidiéndoles que le facilitasen el viaje de vuelta.

Quiso conocer de un golpe la vida de los famosos multimillonarios, tantas veces descrita en los periódicos de su país. Era una «experiencia» más, que podía servirla cuando tuviese que representar en historias cinemáticas a las grandes damas que frecuentan los hoteles mejores de Europa.

Predispuesta instintivamente al bluff, aceptó sonriendo, sin negar ni aprobar, el que la tomasen por una rica de su país. Toda mujer elegante que viene de los Estados Unidos a Europa debe ser forzosamente hija o mujer de un multimillonario.

Bailó en los hoteles más célebres de Londres, París, Niza y Roma. Pasó como una exhalación deslumbrante por las playas veraniegas de moda o por las estaciones invernales que empezaban en aquel momento a verse concurridas.

En Italia se creyó próxima a casarse con un marqués. Éste, que visitaba diariamente los mejores hoteles de Roma, esperando una americana con millones para hacerla su esposa, se imaginó haber encontrado su negocio al hacer amistad con Betty. Le convidaba ésta a comer, escuchando complacida las descripciones de sus viejos palacios, siempre en espera de una nueva marquesa capaz de restaurarlos; de sus colecciones artísticas, necesitadas de que alguien las sacase del poder de los usureros que actualmente las tenían en cautiverio.

Una noche el marqués hizo un esfuerzo de generosidad e invitó a Betty a un cinematógrafo. Sonrió ésta levemente al verse a sí misma en la pantalla. El italiano, que era despierto y receloso, mostró de pronto cierta inquietud, cortando el curso de sus palabras apasionadas y sus disimulados manoseos, favorecidos por la penumbra del salón.

Miró de reojo a la mujer que tenía a su lado, comparándola luego con la cabeza enorme que casi cubría la pantalla. Los ojos zarcos de Betty delataron su identidad. ¡La millonaria era simplemente Piedra de Luna, comiquilla de cinematógrafo que empezaba a conseguir en aquellos momentos un vago renombre!...

Betty no volvió a ver al marqués, y precisamente en los mismos días fué cuando, por falta de dinero, tuvo que pedir auxilio a Nueva York.

Al venir a Europa proyectaba terminar su excursión con una visita a España. Su madre la había hablado con entusiasmo de este país, nunca visto por ella. Como la mayoría de los criollos, aludía la mejicana a la existencia de remotos abuelos españoles, todos, como era de esperar, de rancia nobleza y ocupando altos cargos que les habían dado los reyes. Betty, por su parte, deseaba ver corridas de toros... Pero ¿qué puede hacerse en el mundo sin dólares? Ya volvería otra vez.

Pasaron años y años sin que pudiese cumplir esta promesa hecha a sí misma. La celebridad la fué envolviendo, elevándose en torno a ella como una torre sin puerta.

Hablaron los diarios de sus enormes ganancias, de los contratos que había firmado con las mayores casas cinematográficas, exagerando como de costumbre las cantidades; pero, de todos modos resultaban bastantes considerables.

Unas veces representaba sus novelas mudas de aventuras en los estudios de Hollywood. En otras ocasiones trabajaba sin salir de Nueva York, yendo desde su casa a los enormes edificios de vidrio que las Empresas cinematográficas han levantado para sus producciones en Long-Island o al otro lado del río Hudson, en tierra de Nueva Jersey.

Cuando dichos trabajos eran en verano, la «estrella» abandonaba su casa en Park Avenue, trasladándose a un jardín que había comprado en Long-Island.

Sentía la misma afición de los multimillonarios por las cosas antiguas en este país extremadamente joven. Por eso adquirió una vivienda algo vieja, construida por una antigua familia de holandeses, con unas cuantas docenas de árboles vetustos en torno. Tal vez no llegaban a contar cien años construcción y arboleda; pero esto representaba para Betty y sus convecinos una respetable antigüedad.

No tenía aquí los animales de corral que tanto la recreaban en su granja de Hollywood; pero sentía una satisfacción vanidosa de dama aristocrática instalada en un castillo al contemplar sus árboles enormes, muchos de ellos rajados por la exhalación eléctrica o por los años, con emplastos de ladrillos y cemento que rellenaban sus oquedades, contribuyendo a su sostén. La vida íntima de la «estrella», irregular para un moralista, resultaba aceptable y correcta para el gran público.

Sacudida con frecuencia por repentinos apasionamientos, necesitaba Piedra de Luna cambiar de compañero. Las continuas transformaciones de aspecto y posición social a que la obligaba su arte parecían reflejarse en su vida de hogar. No pasaban dos o tres años sin que reemplazase al hombre que había admitido a vivir con ella. Pero conocedora de los escrúpulos morales de su público, realizaba estas transformaciones siempre de acuerdo con la ley y las conveniencias religiosas.

En resumen: Piedra de Luna se casaba y se descasaba, valiéndose de todas las crecientes facilidades que el divorcio iba alcanzando en su país. Muchos, al hablar de ella, quedaban indecisos, no pudiendo fijar con certeza el número correspondiente al marido actual en la lista formada por sus antecesores. ¿Era el quinto o el sexto de los esposos de Piedra de Luna?...

Celosa de su reciente adquisición, vigilaba al nuevo cónyuge, hacía que la acompañase a todas partes, creyendo tenerlo así más seguro; lo diputaba como plenipotenciario absoluto para que tratase, en su nombre, con empresarios y directores; lo besaba con toda tranquilidad en presencia de las gentes. Un músico, un escritor, un militar bizarro recién venido de la guerra de Europa, un artista cinematográfico célebre por su belleza y dos simples hombres de negocios figuraban, sucesivamente, en la dinastía marital de Piedra de Luna.

De pronto desaparecía el esposo como un personaje de teatro que se va por el escotillón, y otro nuevo acompañaba a la «estrella» día y noche, envuelto en un ambiente de celos y adoraciones.

Hasta hubo una época en que Piedra de Luna se sintió poseída de místico entusiasmo. Fué tal vez un reflejo de la devoción de su madre, la mestiza, que todos los días pasaba media hora de rodillas ante una estampa de la Virgen de Guadalupe. Quiso ser religiosa en un convento de California; pero la Comunidad acabó por sacudirse dulcemente a esta novicia, adivinando lo falso y teatral de su vocación.

Al verse fuera del convento se apasionó por un gran predicador protestante, joven, hercúleo, de varonil elegancia. Quiso casarse con él, importándole poco el cambio de religión.

—Dios—decía—está sobre todo lo que inventaron los hombres.

Mas el predicador, bajo la influencia de su familia escandalizada, acabó por huir de Betty, teniendo ésta que renunciar a ser pastora de hombres durante los cortos años que habría durado tal matrimonio.

Prescindía ahora en su vida íntima de aquella peluca rubia que había sido una de las razones de su éxito, y a la que empezaba a odiar como algo eterno y fatal que gravitaría sobre su persona hasta el momento de la muerte. Deseaba gustar a los hombres tal como era ella, con su belleza ardiente y algo oscura, con el encanto un poco exótico y picante de las beldades producto de sangres mezcladas. Cuando iba de su casa de Long-Island a Nueva York, guiando ella misma su pequeño automóvil, era morena, algo cetrina, con la cabellera negra. Esto la permitía moverse de un lado a otro con entera libertad, sin que nadie reconociese a la famosa Piedra de Luna. No quería imitar a otras «estrellas» más jóvenes que, al trasladarse de California a Nueva York, procuraban que su aspecto en las calles das recordase tal como aparecían en la pantalla, para que así las gentes se fijaran ellas, acabando por aglomerarse a la puerta de las tiendas donde entraban a hacer sus compras.

Betty parecía odiar a la muñeca rubia y blanca que ostentaba en el «cine» el nombre de Piedra de Luna, cual si fuese un remedo caricaturesco de su propia, personalidad. Gustaba de que los hombres la deseasen tal como la había hecho la suerte: morena, pelinegra, con una gracia algo varonil, intrépida y ruidosa; todo lo contrario de la otra, con su sonrisa de hoyuelos y la cara fría de jugadora de poker con que arrostraba toda clase de peligros.

Pero era la muñeca de peluca rubia, la Betty del «cinema», la que obtenía los mayares triunfos, la que contaba los adoradores por millares y millares. La Betty morena, sin engaños ni afeites, sólo llevaba conseguidos unos triunfos muy limitados. ¿Qué hombres, en realidad, habían existido en su vida?

Siete maridos, contando el actual, que ya iba hacia el ocaso, y al que tendría que licenciar de un momento a otro. Además, los varones fugaces y sin nombre que habían atravesado su juventud sin dejar recuerdos, manteniéndose en su memoria como fotografías borrosas y casi disueltas. En total..., ¡poca cosa!

Piedra de Luna, en cambio, recibía cartas de amor de todas las naciones de la Tierra. La casa editorial de Nueva York que la había contratado por varios años tenía que destinar un empleado a la recepción de la enorme correspondencia dirigida a su «estrella».

Una de las muchas oficinas de dicha Empresa, que ocupaban diecisiete pisos en un rascacielos del Broadway, se preocupaba de juntar todas las cartas llegadas para la célebre artista, sin otra indicación que: «Miss Piedra de Luna.—New-York.» Ni más ni menos. Como si le escribiesen al presidente de la República de los Estados Unidos. Llevaban los sobres todos los sellos del mundo. Tres o cuatro veces por semana un mensajero de la casa, montando un side-car, entregaba esta correspondencia a la «estrella» en su dominio de Long-Island.

Manteníase inmóvil el enviado, después de entregar dos o tres columnas atadas de cartas a la doncella de la artista. Esperaba que le diesen los sellos de los sobres. Con ellos llegaría a formar una colección de todos los timbres existentes.

Pero la doncella y el criado de Piedra de Luna lo despedían de mal modo. También ellos formaban colección con el correo de la señora.

IV

Inútil es decir que la «estrella» no se enteraba nunca de esta correspondencia voluminosa. Hubiese necesitado lara ello todo su tiempo.

En los primeros años de su carrera leía repetidas veces, con una vanidad de mujer segura de sus medios de seducción, las contadísimas cartas de adoradores incógnitos que llegaban a sus manos. Luego fueron aquéllas tantas y tantas, que consideró dicha afluencia epistolar algo natural y fatigoso, comparable con las necesidades ineludibles y poco gratas de nuestra existencia física.

Su doncella, una italiana avispada y aficionadísima a las intrigas, y también su ayuda de cámara, irlandés de genio quisquilloso, muy dado a las cosas imaginativas, atendían con una curiosidad insaciable al examen de estas remesas epistolares. Los dos se trataban hostilmente y sostenían frecuentes disputas en los otros asuntos de la casa; pero se buscaban y ayudaban para la lectura de este correo universal. Cerca del comedor habían colocado un enorme cajón de madera blanca, antiguo embalaje de un gramófono gigantesco, y en él iban arrojando las cartas que consideraban dignas de conservación, después de arrancar los sellos de sus sobres.

El irlandés había llegado a imitar, de un modo casi perfecto, la firma de la señora, encargándose voluntariamente de escribir los autógrafos breves de Piedra de Luna solicitados por miles de admiradores. La italiana, que era fea y sentimental, podía darse el placer de vivir una existencia imaginativa como no la había conocido ninguna de las grandes enamoradas de la Historia.

Llevaba adelante a un mismo tiempo varias docenas de flirts, tenía enamorados en todos los continentes e islas de importancia, hombres de diversos colores y temperamentos que sostenían una correspondencia amorosa en inglés, en español o en francés, tres lenguas dentro de las cuales encerraba ella sus distintas procedencias.

Contestaba a todos la doncella, usurpando la adorada personalidad de Piedra de Luna. No parecía fatigarse de este carteo amoroso con todo un harén masculino. Iba agotando en dichas misivas el romanticismo suspirante aprendido en sus novelas favoritas, entusiasmándose a sí misma con dichas pasiones epistolares a enorme distancia. Luego hacía reír a su señora con el relato de tales amoríos.

Su letra femenina y una atención concentrada para imitar la de la famosa artista engañaban a todos aquellos platónicos adoradores, desorientados por los ilusorios espejismos de la ausencia.

Reía también la italiana, pero sintiéndose al mismo tiempo cautiva de su propio engaño. Estas cartas, que eran, según ella decía, de «tono elevado» y sin nada «materialista», verdaderas cartas de amor puro, acababan por conmoverla, creando en su interior predilecciones instintivas.

A muchos les contestaba de un modo maquinal, reproduciendo la misma carta para El Cabo, Shanghai, Milán o Valladolid. Otros le interesaban, sin saber por qué; tal vez una frase feliz que había despertado en ella misteriosos ecos; tal vez una predilección geográfica, sentida en otros tiempos; y a tales favoritos los distinguía como si estuviese enamorada de ellos.

Algunas veces, para librarse del remordimiento de su engaño, mostraba un deseo vehemente de enviarles una corta limosna de verdad.

—Señora, su enamorado de Sevilla pide un nuevo retrato. Debe usted enviárselo, pero con su firma auténtica. ¡Pobre muchacho! ¡Escribe tan bien...! Hay días en que, después de reírme como una loca, me entran ganas de llorar leyendo sus cartas.

En otras ocasiones pedía un retrato con dedicatoria «de verdad» para un austríaco o para un joven francés que estaba empleado en un puerto de la China.

Piedra de Luna, abandonando por unos momentos la alta torre de su vanidad, se mostraba incrédula:

—¿No harán eso por reírse de mí? ¿No escribirán por entretenerse, a falta de una diversión más interesante?

La doncella protestaba. No había más que leer unas cuantas de aquellas cartas para convencerse de la veracidad de los hombres que las suscribían. Consideraba especialmente como un modelo de sinceridad y apasionamiento las del joven español protegido por ella. ¡Pobrecito! ¡Dieciocho años nada más...!

Y rebuscando en los miles de cartas de la caja inmediata al comedor, pescaba una, guiándose por la letra del sobre, la primera que venía a sus manos, para leer a su señora algunos fragmentos de lo escrito por el español. Piedra de Luna hablaba dicha lengua, y la italiana sentíase atraída por el parentesco de ésta con su idioma nativo.

«Ayer la vi, señorita, en un nuevo film, encontrándola más hermosa aún que en los otros, si esto es posible.

Luego no pude dormir en el resto de la noche. Le diré que siento unos celos insufribles. Ríase usted; pero la amistad que existe entre nosotros dos no me permite ver con calma cómo besa usted varias veces en el curso de la obra al hombre que ama y por el cual arrostra tantos peligros. ¡Si yo pudiese algún día ser tan afortunado como él...!»

Y así continuaba el joven desconocido sus vulgares e ingenuas declaraciones de amor, formuladas casi a otro lado de nuestro planeta.

Otra carta:

«Ayer recibí su nuevo retrato. No se enfade, no me riña, como otras veces. Sé los respetos que usted merece. Le he jurado, como me pedía, amarla con un amor puro, elevado, sin materialismos; pero no puedo resistirme a la tentación de hacerla saber que puse su retrato en la almohada de mi cama para hablarle, para besarlo un sinnúmero de veces, acabando por caer en el más dulce de los sueños, como si usted estuviese junto a mí... ¡Ay, cuándo podré verla!... Un viaje a los Estados Unidos es ahora mi única ilusión. Y lo que deseo ver ahí es usted, sólo usted. ¿Qué pueden importarme las maravillas que cuentan de Nueva York?»

Y Piedra de Luna aspiraba este incienso de adoración llegado de todos los extremos de la Tierra.

Un holandés rico, establecido en Java, quería casarse con ella para llevarla a vivir, como una princesa de cuento oriental, en una de las islas Molucas, bajo arboledas que producían las especias más olorosas, entre grupos de bambúes altísimos y arbustos floridos que se movían como incensarios, revoloteando en tomo a ellos colibríes de innumerables colores y sedosas aves del Paraíso. Un joven caíd que la había visto en los «cinemas» de Argel y Túnez la enviaba poesías en árabe, ininteligibles para ella, pero de las cuales parecía ser el alma un perfume ambarino escapado del papel. El heredero de un principado alemán suprimido por la guerra esperaba una palabra suya para ir a Nueva York a ofrecerle su mano, y un duque francés insinuaba con más elegancia idéntico deseo.

En realidad, de seguir ella misma la correspondencia con estos lejanos adoradores y tomar en serio sus deseos, no habría sabido por cuál decidirse. Todos le hablaban de sus ojos clarísimos, que, agrandados por la proyección, quedaban fijos en el público, conmoviéndolo con la dulce ingenuidad de su mirada; todos hacían elogios de su blancura lunar, de su cabellera de oro transparente, alabándola como la beldad rubia más asombrosa de la Tierra.

Y mientras la italiana iba leyendo, algunas veces en voz alta, estas muestras escogidas de una correspondencia universal, Betty, sentada ante el espejo de su tocador, examinaba su hermosura de mestiza indoirlandesa.

En su cabellera empezaban a marcarse algunas canas que aún parecían más vistosas por el rudo contraste con la negrura inmediata.

Iba a ser necesario apelar al engaño del tinte, lo mismo que cuando se acicalaba para las representaciones cinematográficas.

Ya no podía sostener con orgullo la superioridad de su belleza auténtica, morena y sin artificios, sobre aquella muñeca pintada y empelucada, célebre en el mundo entero.

V

¡Cuarenta años!... Pero esta cifra sólo la conoce Betty.

Su cuerpo sigue tan ágil y graciosamente juvenil como en los tiempos que subía al trapecio en un circo ambulante.

El paso de la edad sólo lo nota ella a solas examinando su rostro. Ha bebido demasiado champaña en los dancings; se ha acostado muy tarde, teniendo que levantarse al día siguiente casi al mismo tiempo que el sol, por ser su arte muy mañanero; se ha casado y descasado más allá de los límites admitidos en un país donde tanto abunda el divorcio.

Ella, que sólo atendía antes a los cuidados higiénicos de su persona, menospreciando, por innecesarios, los adornos de tocador, tiene que concentrar actualmente toda su atención en el hábil disimulo de los desperfectos de su rostro.

Ya no sale a la calle con la epidermis al natural, algo tostada por el sol y el aire libre, pátina reveladora de sanos deportes. Este descuido sólo pueden permitírselo las jóvenes. Disimula la naciente hinchazón de sus párpados con círculos azulados; en público se pinta los labios; espolvorea su rostro con polvos rojos, que dán a su rostro una tonalidad de ladrillo cocido. La negrura azulada de su cabello corto ha aumentado en intensidad gracias a la tintura que oculta sus canas.

Esta decadencia física que empieza a iniciarse y disfraza ella hábilmente le quita entusiasmo para su trabajo.

Han surgido muchas artistas jóvenes, cuyos nombres avanzan y avanzan hasta ponerse al nivel del suyo, y algunas empiezan ya a ir más lejos.

Cree llegada la hora de retirarse, pero con lentitud, lo mismo que un combatiente que aún no está vencido y retrocede de espaldas, dando siempre la cara, para defender su gloria evanescente.

Tiene contratos por varios años con las casas cinematográficas que ella enriqueció, recibiendo una parte de sus enormes ganancias. Seguirá trabajando, pero sólo unos meses cada año. Quiere hacer un largo viaje por Europa. Siente un repentino y exuberante entusiasmo por el viejo mundo.

En su país, donde sólo se admira lo que es joven, empiezan a hablar de ella cual si ya hubiese desaparecido. Otras «estrellas», por la fuerza de la novedad, han ocupado su sitio. En cambio, continúa siendo popular en Europa.

Al otro lado del Atlántico suena aún su gloria, como esos ecos lejanos que siguen retumbando mucho después de haberse extinguido la detonación inicial. Los periódicos de Londres y París la nombran ahora con más frecuencia que los de Nueva York. Decididamente, tiene el deber de ir a Europa.

Recuerda que su primer viaje, con el dinero contado y casi desconocida, fué incompleto. Le quedan muchos países por conocer.

Su hombre de negocios le expone el estado de su fortuna. Podía ser enormemente rica, pero dos de sus maridos la metieron en malos negocios, saliendo de ellos casi arruinada y con el imperioso deber de redoblar su trabajo para rehacerse. Otro de sus esposos la robó, huyendo al extranjero. De todos modos, su situación económica resulta desahogada y halagüeña. ¡Ha ganado tanto en quince años de labor incesante!...

Aparte de sus propiedades, tiene en Bancos y en negocios de rendimiento seguro cerca de millón y medio de dólares. ¿Qué más puede desear, ahora que se considera completamente libre, por haberse jurado a sí misma no casarse otra vez, despreciando la fácil emancipación ofrecida por el divorcio?

Piedra de Luna se embarca. El viaje va a durar un año nada más. Luego volverá a Nueva York para hacer dos films, emprendiendo un nuevo viaje a Europa. Para ella la navegación en un transatlántico es como tomar el tranvía.

Los diarios de París publican su retrato, Algunos periodistas la interrogan para que el público conozca sus «impresiones» de Europa. En los bulevares ve su nombre con letras de luz eléctrica sobre las puertas de varios «cinemas». Aún es aquí la famosa Piedra de Luna.

Dos semanas después, los sucesos políticos y la llegada de otros viajeros célebres la empujan al olvido; ningún periódico la nombra. Y se dedica a viajar por Italia, por Alemania, hasta por los países balcánicos.

Ha dado permiso a su doncella para que pase unas semanas en Nápoles con su familia. Va a España, en compañía de un director de escena cinematográfico y su esposa, avecindados en California, a los que conoce muchos años.

Betty realiza este viaje con la misma emoción que si empezara a leer una interesante novela de aventuras. ¡Oh España!...

Conoce bien este país, que evoca en su memoria un sinnúmero de episodios novelescos. Varias veces, terribles bandidos con patillas y aros de cobre en las orejas salieron al camino para robarla, deteniendo su automóvil a puro tiro de pistola y de trabuco... Pero esto fué en historias cinemáticas.

Espera vagamente que la realidad le ofrecerá iguales sorpresas, y se muestra algo desencantada al ver que llega a Madrid con sus compañeros, después de haber viajado en automóvil por varias provincias, sin otros incidentes que la rotura de unos cuantos neumáticos a causa de los malos caminos. Ya no quedan en la vida episodios interesantes, trajes pintorescos ni tipos extraordinarios. ¡Todo igual!

Se consuela asistiendo a las corridas de toros. Ella ha visto en Hollywood muchos toreros, también con patillas cortas, aros de oro pendientes de las orejas y faja de seda con gran lazo al costado, llevando franjas doradas. Por la fuerza de la costumbre le parecen más interesantes y mejor vestidos los matadores vivientes en su imaginación que estos otros auténticos vistos en el redondel, menos grandes y musculosos.

Además, cuando los encuentra fuera de la plaza se sorprende de que vayan trajeados, muchos de ellos, lo mismo que los gentlemen. Uno se ofende cuando la antigua «estrella» le pregunta si no usa alguna vez pendientes.

—¿Por quién me ha tomao usté?... —protesta, escandalizado, el torero—. Aquí, en mi tierra, a un hombre que saliese a la calle con esas cosas en las orejas lo mataban por... escandaloso.

Otra desilusión para Piedra de Luna.

Ha procurado no dar su nombre célebre. Es simplemente mistress Betty Hinston, millonaria yanqui que visita a España por ser procedentes de ella sus abuelos maternos. Ve sus retratos colorinescos en la entrada de muchas salas de «cinema» pero nadie puede reconocerla. En todos ellos, la dama intrépida, a caballo o defendiéndose pistola en mano del traidor que la persigue, es siempre blanca y rubia, la eterna Piedra de Luna conocida en todo el mundo.

Sus compañeros de viaje la abandonan para irse a Gibraltar. Deben embarcarse en un transatlántico inglés que los llevará a Nueva York.

Betty quiere hacer una excursión por Andalucía antes de regresar a París, y toma para ello el tren. Teme aburrirse mucho viajando sola en automóvil.

Vive unos días en Sevilla, acogiendo con escándalo y vanidad al mismo tiempo los atrevidos requiebros qué ciertos hombres garbosos, con el sombrero de ala plana sobre las cejas, dicen en voz baja al pasar por su lado. Encuentran interesante a la extranjera. Un poco madura y muy pintada, pero de todos modos merece que la digan algo, aunque no lo entienda...

Y ella lo entiende todo.

VI

El viaje de Sevilla a Granada lo hace de día, en un vagón de primera clase. Entran y salen numerosos viajeros durante el largo trayecto.

Quien permanece más tiempo es un joven vestido con cierta elegancia, de finas maneras, algo tímido. A pesar de esta última circunstancia, adivina Piedra de Luna que dicho joven iba en otro vagón, y al verla en una de las estaciones, ha cambiado de departamento su equipaje portátil, sentándose luego frente a ella.

Pronto entablan conversación. Este joven considera que es un deber patriótico dar explicaciones sobre el paisaje a las damas extranjeras y ofrecerse como rendido servidor. Así no sufrirán el desencanto de creer muerta la hidalguía española, que él se imagina célebre en todas las partes del mundo.

Al saber que es de los Estados Unidos, se apresura a decir:

—¿Conoce usted a Piedra de Luna?...

Esta demanda inesperada sorprende a la «estrella» y le hace vacilar en su contestación. ¿La habrá reconocido?...

Luego, al darse cuenta de que la pregunta ha sido hecha con inocente espontaneidad, contesta afirmativamente.

Conoce a Piedra de Luna. Es amiga de ella. Hace algún tiempo que no se tratan; pero en el pasado vivieron con cierta intimidad. Seguramente volverán a verse cuando ella regrese a Nueva York.

A partir de este momento, el joven tímido y cortés empieza a hablar con entusiasmo.

También conoce él a Piedra de Luna. En realidad, no la ha visto nunca, pero existen entre los dos relaciones amistosas, algo íntimas; puede afirmarlo.

Tiene en su casa de Sevilla tres retratos de ella con afectuosas dedicatonas, y varias docenas de cartas formando paquetes, como un tesoro escrito que en días melancólicos vuelve a abrir para recrearse con su lectura.

Lleva años pensando en un viaje a los Estados Unidos. Tal vez pueda hacerlo muy pronto. Su padre ha muerto, hombre severo que le echaba en cara la inutilidad de su vida perezosa, llena de «fantasmagorías», según él. La casa está dirigida actualmente por su madre, buena señora que acaba por hacer todo lo que pide su único hijo. Ya está próxima a concederle la autorización y los medios para dicho viaje a Nueva York. Lo ha conseguido con el pretexto engañoso de estudiar los grandes negocios de aquel país. Ahora va a reunirse con ella en un pueblo, cerca de Granada, donde han heredado unas tierras de un hermano de su padre.

Betty le escucha con cierto asombro, acordándose, tras largo olvido, de la gran caja de madera blanca llena de cartas; de su criado irlandés, al que despidió hace mucho tiempo; de su doncella italiana, que vive en Nápoles, y de la correspondencia internacional, grato recuerdo de ésta.

—¿Y usted, como se llama?—pregunta—. Quiero conocer su nombre, para hablar a Piedra de Luna cuando la vea.

El joven se apellida Linares Rioja. Oído horas antes dicho nombre, no hubiera tenido para la célebre artista ninguna significación. Ahora, tras las explicaciones del joven, lo reconoce inmediatamente. Es aquel admirador de Sevilla, protegido de su doncella, que tantas veces intercedió por él pidiendo dedicatorias auténticas.

Empieza a sentir la viajera cierta conmiseración ante el entusiasmo con que habla el joven de las cartas de Piedra de Luna. Esta correspondencia, escrita por la italiana, tiene para él un poder semejante al de los fetiches milagrosos. Adivina que las debe haber besado muchas veces creyendo que la mano de ella pasó sobre el papel.

Linares parece olvidar la existencia de la mujer que tiene delante, hablando sólo de la otra. Unicamente aprecia en ella la valiosa condición de haber conocido a Piedra de Luna y llamarse amiga suya. Va mencionando todas las obras cinematográficas en las que aparece la célebre artista. No hay una sola que él ignore. Las ha visto en Sevilla, en Madrid, cuando era estudiante, en otras ciudades. Hace comparaciones entre ellas, apreciándolas según los papeles más o menos interesantes que desempeña Piedra de Luna, los trajes que luce o la terrorífica dosificación de sus aventuras.

De pronto interrumpe tales recuerdos para pedir nuevos datos a la viajera norteamericana:

—¿Cómo es Piedra de Luna en la intimidad?...

Su carácter lo tiene por dulcísimo. Se adivina en su rostro.

Betty sonríe con una ligera malicia que no puede comprender su interlocutor, y dice para cortar tantas preguntas:

—Piedra de Luna es, poco más o menos, como yo. Muchos dicen que nos parecemos.

La sorpresa del joven es tan enorme, que casi resulta insolente:

—¡Oh señora!... ¡Imposible!...

Luego da explicaciones para justificar su respuesta. Piedra de Luna es rubia, y ella, aunque muy «distinguida», tiene una belleza de otro género. Y se calla la parte más importante de su pensamiento. Piedra de Luna continúa siendo joven en la pantalla de los «cinemas», y su compañera de viaje ya empieza a salirse de la juventud, sin que por esto deje de ser interesante.

Cuando él cambió de vagón llevaba en el pensamiento varias aventuras amorosas en ferrocarril, descritas por algunos novelistas. De no haberle ella manifestado su nacionalidad, tal vez estaría en el presente momento acosándola con ciertas peticiones... Pero es una amiga de Piedra de Luna, lo que borra de su pensamiento todo mal propósito, haciéndole volver a la pasión que llena su juventud y que él titula «idealista».

Este viaje a los Estados Unidos, en el que concentra todos sus deseos, es el gran episodio de su porvenir. Repetirá allá, ante la famosa artista, lo que tantas veces le ha dicho en sus cartas. Y ella podrá declarar, a su vez, de viva voz lo que sólo ha dejado entrever al escribir las suyas, con la prudencia de una mujer célebre que no quiere mostrarse demasiado sincera en unas relaciones sostenidas a tan larga distancia.

Miente de buena fe, enardecido por la casualidad de haberse encontrado con una amiga de Piedra de Luna. Por vanidad juvenil exagera el alcance de las relaciones entre él y la famosa artista. Tiene retratos, tiene numerosas cartas..., ¡no quiere decir más! Y adopta el aire discreto de un caballero que ha jurado no revelar a nadie los grandes éxitos de su vida amorosa.

Aún siente Betty el primer asombro de tal encuentro. ¡Tomar el mismo tren que este joven, al que conoce, y que hace varios años le escribe cartas de amor desde España! Las sorpresas de la vida... ¡Y pensar que ella ha reído muchas veces de los encuentros, amañados e inverosímiles, en historias cinematográficas de las que fué protagonista!

Acaba de irritarse un poco ante la pueril fatuidad con que este hombre de veintidós años habla de sus relaciones con Piedra de Luna. Siente la tentación de hacerle saber el gran secreto. Quiere mostrarle los resortes ocultos de la muñeca célebre: su falsa peluca, su cara de blancura artificial y fotogénica.

—¿Qué diría usted si yo le hicese saber que Piedra de Luna es morena, como yo?

Repite el joven su gesto de inmensa extrañeza, lo mismo que cuando la viajera habló de su semejanza con la famosa artista. Luego, se echa a reír, como si hubiese escuchado algo inaudito. Cree absurdo que Piedra de Luna no sea blanca y rubia, después que así la han conocido todos los públicos de la Tierra.

—Eso se sabría —dice con acento de convicción inquebrantable—. Se sabría en Sevilla y en todas partes.

Siente Betty desvanecerse la creciente irritación que la impulsaba a decir la verdad. ¿Para qué? Es mejor que el joven siga creyéndola rubia, tal como aparece en las pantallas cinematográficas. ¡Feliz el que cuenta en su vida con una ilusión inconmovible!...

Cuando a ella la acometa el tedio, allá en Nueva York, en días de soledad, tal vez le consuele el recordar que existe muy lejos, en España, un joven que piensa en ella y cuyo nombre habrá olvidado de nuevo.

Linares Rioja baja al atardecer en una estación. Se despide de la americana morena y elegante, como si no la viese, hablando siempre de la otra.

Antes de marcharse le pregunta su nombre.

—Betty Hinston—dice ella—. Piedra de Luna lo conoce muy bien.

El anuncia que al día siguiente escribirá a Nueva York contando a la gran artista este encuentro.

Hace varios meses que sus cartas quedan sin contestación. Tal vez está ella en California, trabajando mucho. No importa. Él le relata siempre todos los sucesos interesantes de su propia existencia.

La saluda desde el andén de la estación, agitando el sombrero, mientras su compañera de viaje se va alejando, acodada en la ventanilla.

Cree ver de pronto a la otra. En el momento de la separación columbra en sus ojos algo que le hace recordar a Piedra de Luna. Bien puede ser que se parezcan y él no haya sabido adivinarlo.

—¡Buen viaje, señora!... Encantado de conocerla... Crea usted que ¡no olvidaré nunca este encuentro... ¡Adiós!... ¡ A...di...ós!...

No puede decir más. El tren ha partido, y la viajera se retira de la ventanilla.

Queda en su asiento con aire meditabundo, el rostro apoyado en ambas manos.

Las mejores historias de nuestra vida son, tal vez, las que salen a nuestro encuentro, nos rozan un instante y se alejan, sin haber empezado nunca. ¡Quién sabe!...

—¡Adiós para siempre!—dice ella.

Y no se vieron más, ni el joven recibió nuevas cartas de Piedra de Luna.

«Debe de haberla hablado mal de mí —piensa algunas veces—aquella yanqui morenucha que encontré en el tren.»


Publicado el 6 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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