Por España y Contra el Rey

Alfonso XIII desenmascarado

Vicente Blasco Ibáñez


Folleto, panfleto, política, colección, artículos



Explicación del autor

Este libro contiene todo lo que llevo escrito hasta la fecha contra Alfonso XIII y sus generales, restauradores en España del régimen absolutista, con los mismos caracteres de violencia, ignorancia, fanatismo y corrupción que en tiempos de Fernando VII. No necesito explicar los móviles espirituales que me impulsaron a emprender la lucha contra tales gentes, pues el lector los encontrará mencionados en diversas páginas de este volumen. Me limitaré a decir aquí que hice esto por patriotismo, porque mi conciencia de español no permitió mantenerme en cobarde silencio. Y, sin embargo, los panegiristas de Alfonso XIII solo saben decir de mí que soy un mal español, porque ataco a su rey, y que no tengo patria, porque me preocupo de la suerte de mi patria, y me es imposible aceptar su decadencia moral, que la coloca aparte de las demás naciones europeas, siendo su historia cada vez más regresiva.

Lector, tú vas a apreciar, después de haber pasado tus miradas por las páginas de este libro, la veracidad y la justicia del único ataque serio que han dirigido contra mí Alfonso XIII y su séquito. Tal vez después de muchos esfuerzos inútiles, buscando en todos sus capítulos mis famosas manifestaciones de mal patriota, acabarás por irritarte contra esos descarados falsarios que se permitieron la insolencia de hacer tal afirmación. La pobre España ha sido tratada una vez más por la monarquía como si fuese una escuela de párvulos en los que apenas apunta el raciocinio, prontos a tragarse toda clase de embustes, si miedo a que protesten.

Para evitar que mis escritos fuesen leídos en España, Alfonso XIII y el Directorio colocaron tropas en las fronteras de Francia y Portugal, casi un ejército de observación; movilizaron las fuerzas marítimas y aéreas; torpederos e hidroaviones vigilaron el Mediterráneo dispuestos a dar caza a los buques y aeroplanos que transportasen mis folletos. Todos los españoles en cuyos bolsillos encontró la policía alguna de mis publicaciones políticas fueron llevados a la cárcel. Y después de ejecutar este plan de aislamiento para que España no conociese la verdad, los redactores de ciertos periódicos servilmente afectos a Alfonso XIII -unos por vanidosillos, otros por aprovechamiento personal-, emprendieron la refutación de lo que yo había escrito, pero sin permitir que nadie leyera el texto refutado. Fue una conducta semejante a la de los profesores de filosofía en los colegios de jesuitas, que enseñan a sus alumnos las contestaciones a los más célebres filósofos, pero se cuidan de evitar que conozcan lo que estos filósofos dijeron.

No obstante haberse preparado un público a su gusto, dispuesto por ignorancia a aceptar cuanto quisieran decirle, estos panegiristas de Alfonso XIII consideraron peligroso meterse a rebatir mis acusaciones sobre los negocios de dicho rey, y limitaron su acción a dirigirme insultos afirmando en todos los tonos que soy enemigo de España.

Gracias a ellos hay todavía en la península cierto número de infelices que no han podido leer mis escritos -o no quieren leerlos porque les aterra el cruento suplicio de la lectura-, los cuales me consideran un monstruo sin patria. También existen muchas beatas que aceptan con entusiasmo toda mentira favorable a su fanatismo agresivo, y cada vez que suena mi nombre gritan ¡viva España!, como si este grito fuese un exorcismo… Por fortuna queda la mayoría de la nación, que lentamente va enterándose de mi obra -a pesar de las precauciones aisladoras del rey y de su Gobierno-, y se indigna al ver cómo la han engañado, tratando al pueblo español con un desprecio inaudito para sus facultades intelectuales, lo mismo que si fuese una tribu de negros.

Si la actual monarquía de España no hubiese hecho cosas peores, bastaría esta conducta reciente para demostrar su miedo a la opinión pública, su falta de seguridad y la desvergüenza con que se vale del embuste para salir de sus conflictos.

Yo he sido amigo particular de algunos redactores y directores de periódicos que defienden a Alfonso XIII. Cuando empecé a combatir a este, sabía de antemano que iba a luchar con mis antiguos amigos, pero la tal lucha sería, en mi opinión, de ideas, de principios, sosteniendo ellos el régimen monárquico, con razones sinceras y nobles, frente a mis afirmaciones de republicano.

La amistad me hizo ver mal las cosas e incurrir en cándidas ilusiones. Estos hombres son los que inventaron la calumnia de que he escrito un libro contra España, impidiéndome al mismo tiempo, con amenazas de prisión, que lo leyesen los españoles, para que así no pudiesen juzgar la falta de veracidad de sus palabras.

Si tales hombres han mentido “después de haber leído mi libro”, inútil es decir el apelativo que merecen. El lector se lo dará seguramente, llamándoles embusteros a sabiendas, falsificadores de más bajo nivel moral que los que imitan una firma o un billete de Banco, pues estos criminales pueden alegar como torcida excusa de su delito la necesidad de vivir.

Todos podemos equivocarnos con error involuntario; nadie es infalible. Pero dichos hombres han mentido involuntariamente, se han reído de su país diciéndole el embuste más estupendo, y todo el que lea este libro se convencerá de ello.

Después de faltar tan impúdicamente a la verdad, estos personajes seguirán creyéndose caballeros, sacarán su honor a colación en cada momento, darán su palabra de hombres honrados. No tienen derecho a ello. El que miente a sabiendas no puede hablar de caballerosidad ni de honradez.

Estoy satisfecho de que tan inauditos embustes me hayan abierto los ojos, haciéndome ver abismos negros en lo que yo creía conciencias. Acepto la separación y el alejamiento de ellos. Vivimos en planos espirituales y morales muy distintos y no es fácil que volvamos a encontrarnos nunca. Yo soy mal patriota porque digo a mi país la verdad áspera y amarga, como son casi siempre los medicamentos salvadores. Alfonso XIII y sus feudatarios son buenos patriotas cuando engañan a España como si fuese un tropel infantil, contándole a su modo un libro que no dejan llegar a sus manos.

Por un resto de consideración a hombres que traté en otros tiempos, quiero suponer que han hablado de mis escritos “sin leerlos”. Esto no debe considerarse extraordinario en la Prensa de Madrid. Es un resultado de la ligereza de conciencia, del menosprecio por los asuntos verdaderamente importantes para la patria que ha procurado inculcarnos una educación dirigida por los reyes y sus auxiliares.

Pero tal excusa, de ser cierta, demostraría el deplorable estado de alma de los que se creen directores de la opinión española bajo el reinado de la mentira consciente, de la moral perdida, del escepticismo grosero y falsamente alegre, que es el de Alfonso XIII.


V.B.I.

Marzo, 1925


El presente volumen contiene dos folletos: “Una nación secuestrada” (en francés, inglés y otros idiomas, “Alfonso XIII desenmascarado”), que publiqué en noviembre de 1924 y “Lo que será la República española”, publicado en mayo de 1925.

Entre ambas obras encontrará el lector varios artículos escritos para “España con Honra”, periódico que hemos fundado en París un grupo de patriotas. Este periódico es el único de toda la Prensa española que puede decir la verdad, no estando sometido a la previa censura de Alfonso XIII y el Directorio.

Una nación secuestrada

El Terror Militarista en España

I. Al lector

Vivo hace años alejado de la política, pero la situación actual de España me obliga a salir de mi retiro, empujándome otra vez a unas luchas que creí abandonadas para siempre.

Confieso que he vacilado mucho antes de adoptar tal resolución. Mis gustos de novelista se complacen mejor en una existencia aislada y laboriosa. Mas por deber es preciso que combata como en otros tiempos, y sabido es que el deber resulta las más de las veces de un cumplimiento áspero y cruel.

Nada voy a ganar con la actitud de ataque que adopto ahora, y, en cambio, tal vez pierda mucho. Había yo llegado a la mejor situación que puede conquistar un escritor. Los más de los españoles eran amigos míos, agradeciendo, por solidaridad nacional, el prestigio más o menos grande que he podido obtener en el extranjero. Ahora tendré que renunciar a la amistad de algunas personas que, por interés o por convicción, transigen con el estado presente de España. Siento mucho apartarme de ellas: pero cuando se trata de cumplir un deber, el hombre honrado no debe vacilar entre los efectos individuales y las imposiciones de su conciencia.

España es hoy una nación que vive secuestrada. No puede hablar porque su boca está oprimida por la mordaza de la censura. Le es imposible escribir porque tiene las manos atadas. El instinto de conservación impide que las gentes salgan a la calle para protestar contra tal esclavitud. Un ejército poseedor de todos los medios destructivos oprime al país y le es fácil borrar con fusiles y ametralladoras las quejas de la muchedumbre desarmada.

La palabra «ejército» resulta impropia en el presente caso. Después de la última guerra europea, que fue una guerra de pueblos, «ejército» significa nación armada, conjunto de todos los ciudadanos que sin distinción de creencias ni categorías sociales empuñan las armas en defensa de su patria. En España, el ejército es una clase aparte, una especie de casta social como en la Prusia del siglo XVIII durante el reinado de los primeros Hoenzollern. Existe el servicio militar obligatorio para ser soldado, pero no para ser oficial. Sólo son oficiales los militares de profesión, que se consideran de esencia distinta a la de sus compatriotas. De aquí que el país no sienta interiormente gran simpatía por su llamado ejército, que en realidad no tiene nada de nacional.

Es a modo de una organización pretoriana para la defensa de la monarquía. Los hechos se han encargado recientemente de probar tal afirmación. Este ejército que consume la mayor parte de los recursos de España y al que se prodigan oficialmente alabanzas de heroísmo mayores que la que merecieron los ejércitos más famosos de la Historia, resulta derrotado indefectiblemente en toda operación emprendida fuera del país. No se debe esto a la falta de valor de sus individuos. La culpabilidad verdadera de su eterno fracaso hay que atribuirla a la organización especial de este llamado ejército, que no es de España sino del rey.

Repito que el título de ejército no es exacto. Mejor le conviene el de gendarmería. Sus únicas victorias las puede conseguir en las calles de las ciudades donde amenaza con ametralladoras y cañones a muchedumbres que solo llevan cuando más una mala pistola en sus bolsillos.

España hace un año que no puede hablar. Vive dentro de Europa como una mujer secuestrada en el interior de un cuarto forrado de colchones que impiden oír sus gritos. El español no puede escribir porque los periódicos de su país, antes de imprimirse, pasan por la previa censura del Directorio militar. Leer un diario español es leer simplemente la literatura de Primo de Rivera, autor extravagante que sólo inspira un interés festivo.

Hasta en las épocas de mayor reacción fue respetado el libro en España. Jamás existió en los tiempos modernos la censura para el volumen impreso. Un escritor podía emitir sus ideas con toda libertad. El Directorio de generales ha apelado a un recurso hipócrita para esclavizar igualmente la emisión del pensamiento por medio del libro. Pretextando la necesidad de impedir la difusión de cierta literatura inmoral existente en España —como existe en otros países— ha ordenado, bajo las más severas penas, a los dueños de las imprentas, que no entreguen a un autor la edición de su obra sin que antes presente éste una autorización sellada y firmada por los militares del Directorio o sus acólitos.

Para combatir la literatura inmoral bastaba con castigar a uno o dos editores sin escrúpulos, imponiéndoles una multa y una corta prisión. Esto lo saben todos en España. Pero lo que menos le importa al militarismo triunfante es la persecución del libro inmoral. Lo que desea es someter a esclavitud a los escritores españoles. No han dicho nada los actuales dominadores de España sobre plazos para autorizar la salida de las obras ni sobre garantías a los autores. El que escribe un tratado de matemáticas, de filosofía, o simplemente un libro de cocina, tiene que someterlo al capitán o coronel encargado de la censura. Este, pretextando sus muchas ocupaciones, puede tardar meses y meses en conceder su autorización, con lo cual el pensamiento queda sometido al capricho del censor y un libro que no convenga a los intereses del Directorio permanecerá indefinidamente sin publicarse.

En todo el siglo XIX, ningún pueblo de Europa occidental se vio en una situación semejante a la de España en los presentes momentos. Únicamente la Rusia de los Romanoff, en el período más absolutista de su historia, pudo ofrecer este espectáculo de generales crueles e iletrados o de generales parlanchines y grotescos, esclavizando espiritualmente a un país y ejerciendo la censura sobre su pensamiento.

Confieso que al volver, hace pocos meses, de un viaje alrededor del mundo, quedé sorprendido viendo hasta donde había llegado la disparatada tiranía de un grupo de generales sobre mi patria. Todos estamos sujetos a la debilidad y la imperfección humana, y un sentimiento egoísta me hizo vacilar algún tiempo, antes de emprender esta lucha contra el militarismo español. ¡Llevaba yo una existencia tan dulce, dedicada al trabajo literario, lejos de las impurezas de la realidad!...

Pero un escritor no debe imitar al flautista que se recrea haciendo sonar su instrumento en las soledades. Yo soy un hombre de mi época y además soy español. Por azares de la suerte tal vez más que por los propios méritos, mi nombre es conocido en una gran parte de la tierra y cuento con numerosos lectores en todos los países. Llevo recibidas centenares de cartas de compatriotas míos residentes en Europa y en América, pidiéndome que hable, que emplee los medios difusivos de que puedo disponer, para que el mundo conozca la vergonzosa situación de España. He pasado noches enteras sin dormir:

—¿Tienes derecho, egoísta —me decía una voz interior— a permanecer impasible viendo la anormalidad en que vive tu país, como si fueses un hombre sin patria?... La mejor de las ficciones novelescas que puedas inventar permaneciendo tranquilo, no valdrá nunca lo que un grito de protesta, sincero y enérgico, ante la cruel situación de los tuyos.

Y a la mañana siguiente, presenciando la salida del sol en uno de los lugares más hermosos de la Costa Azul, en mi sonriente jardín de Mentón, frente a la planicie azul del Mediterráneo, rodeado de un ambiente favorable al trabajo y al ensueño, sentía el mismo remordimiento que si cometiese una acción reprochable.

Me ha sido imposible callar más. Cuando tantos españoles se ven imposibilitados de hablar dentro de su país, yo debo hablar por ellos.

Y así va a ser. Mas ya que me decido a ser la voz de mis compatriotas, ocurra lo que ocurra, arrostrando todas las consecuencias, debo decir la verdad; la verdad entera.

Me sería fácil limitar mis ataques a los generales del Directorio que hoy tiranizan a España. Es muy posible que, aparte de ellos, todo el resto del país, sin distinción de creencias políticas, encontrase mi actitud muy simpática. Mas mi ataque, en esta forma limitado, resultaría incompleto y hasta injusto.

Esos generales no son más que figurantes, unos de historia lúgubre, otros verbosos y en perpetuo matrimonio con el fracaso. Al restablecerse la legalidad constitucional, después de la muerte del Directorio, hasta habría podido volver a España con aires de triunfador...

Pero ya que me decido a hablar, después de larga reflexión, no debo mentir ni valerme de anfibologías y atenuaciones para desfigurar la realidad. Sí abandono mi dulce retiro es para decir las cosas tales como son, señalando al verdadero autor de los males que sufre España.

Recuerdo, al llegar aquí, las órdenes de combate que daban los antiguos almirantes a sus artilleros, en tiempos de la marina a vela:

—¡No tiréis a la arboladura! ¡Tirad al casco!

La arboladura en el presente caso son los generales de opereta o de drama policíaco que forman el Directorio. El casco es el rey.

Y yo, español, declaro desde el primer momento, por patriotismo, por decoro nacional, que tiro contra Alfonso XIII.

II. El rey

Reconozco que el actual rey de España ha sido durante algunos años para la opinión internacional, un personaje simpático. Su juventud, su carácter decidor a estilo madrileño y una intrepidez alegre de subteniente, hicieron de él ese «personaje simpático» tan amado por el vulgo que le ves de lejos y sólo aprecia las exterioridades.

Pero ocurre con los «personajes simpáticos» que al transcurrir los años, su «simpatía» va resultando terrible Persisten en ellos las condiciones propias de la adolescencia y éstas resultan inoportunas y peligrosas en la edad madura; sobre todo cuando se trata de hombres que desempeñan altísimos cargos y sobre los cuales pesan inmensas responsabilidades.

El Rey de España ha sido igual a esos niños prodigios que llaman la atención por sus facultades precoces mientras son pequeños. Luego, al convertirse en hombres, sin evolucionar oportunamente, resultan insufribles y peligrosos por su estacionamiento mental, y por la vanidad omnisciente que les infundieron los éxitos y adulaciones de su adolescencia.

Alfonso XIII es un Borbón español que tiene todas las malas condiciones de su bisabuelo Fernando VII. Para los historiadores de Napoleón, ha sido siempre un problema obscuro cómo, este hombre genial, de pensamiento clarividente, pudo emprender la desastrosa guerra de España. El mismo, en su retiro de Santa Elena, reconoció dicha empresa como el mayor error de su vida. Para mí el asunto resulta clarísimo. Es que tuvo que entenderse con los Borbones españoles y especialmente con el joven Fernando VII (tan simpático en su juventud como Alfonso XIII), el cual con sus astucias, sus faltas a la palabra, sus malicias y deslealtades, era capaz de desorientar y perturbar al cerebro más poderoso.

El bisabuelo de Alfonso XIII, al mismo tiempo que pedía casi de rodillas a Napoleón que le permitiera casarse con una mujer de su familia, cediéndole espontáneamente la corona de España, se presentaba a los españoles como un triste prisionero del emperador francés. Se comprende el engaño de Napoleón. Juzgando al pueblo español por los reyes miserables que venía tolerando, lo creyó un pueblo envilecido y cobarde y se lanzó a una invasión fatal para él. Igual equivocación sufriría ahora el que juzgase al pueblo español actual por la persona del rey que aguanta.

Fernando VII jamás en su larga historia tuvo una palabra mala ni una obra buena. Sin embargo, muchos de sus contemporáneos le admiraron en su juventud como monarca simpático que sabía decir frases chistosas. Cuando consiguió que Luis XVIII enviase a los llamados Cien mil hijos de San Luis para batir a los liberales españoles y reponerle en su trono de monarca absoluto, agradeció tal apoyo restableciendo la Inquisición y fusilando a un sin número de liberales que se habían rendido fiados en la presencia de las tropas francesas.

Ni aún para los mismos partidarios de su absolutismo tuvo Fernando VII amistad ni lealtad. Se consideraba más allá de los amigos y los enemigos. Reía igualmente de unos y de otros. En España solamente debía existir el rey; los demás eran un mísero rebaño. Azuzaba a los absolutistas contra los liberales y, al vencer éstos, les pedía el exterminio de las mismas gentes que él había incitado a sublevarse

Los españoles clarividentes, lo apodaron, a causa de su nariz borbónica y su rostro carrilludo, «Narizotas, cara de pastel». Este Tiberio conocía el apodo que le daban los liberales llamados «negros» y los absolutistas descontentos de su falta de lealtad que se titulaban «blancos». Y algunos de sus íntimos contaron que cuando estaba a solas en su palacio, tomaba una guitarra para canturrear la siguiente canción:


Este narizotas, cara de pastel
a blancos y negros, los ha de j...


Efectivamente, durante el reinado de Fernando VII, murieron innumerables «blancos» y «negros» por sus diabólicas combinaciones para destruir a unos y a otros.

Repito que este Borbón fue en su juventud tan simpático y chistoso como su biznieto Alfonso XIII. Por esto su recuerdo ha resucitado en España durante los últimos años, comparándose la conducta del rey presente con la de su bisabuelo.

—Es igual a Fernando VII —dicen muchos que le han estudiado de cerca y hasta fueron sus ministros.

—Algo más —repuso uno de los personajes más eminentes de la política de la derecha en España— Es Fernando VII y pico.

Para hablar de Alfonso XIII es preciso traer a colación a Guillermo II. Del mismo modo que en el teatro existe la contrafigura que pasa por el fondo del escenario, imitando al protagonista de la obra, que se halla en primer término, Alfonso XIII ha sido siempre un imitador, un reflejo del Kaiser.

Existe en Cataluña un fabricante de champagne español, llamado Codorniu, y aunque su vino no es malo, los burlones ríen de él al compararlo con el champagne legítimo, haciendo de dicho vino un símbolo de todo lo que es imitación más o menos grotesca. Por ejemplo, de un mediocre poeta dicen que es Víctor Hugo Codorniu, de un general malo Napoleón Codorniu, etcétera. A Alfonso XIII le llamaban en los años anteriores a la guerra el Káiser Codorniu.

El emperador viejo y el rey joven se detestaban cordialmente como dos cómicos de edad diferente e historia diversa que pretenden desempeñar el mismo papel. Pero los dos eran idénticos; el mismo afán de cabotinage, la misma ansia de llamar la atención, de intervenir en todo, de dirigirlo todo, de pronunciar discursos, de creerse aptos para todas las manifestaciones más brillantes de la vida.

Iguales aficiones a la mascarada, Alfonso XIII se viste a las dos de la tarde de almirante, a las tres de Húsar de la Muerte, a las cuatro de lancero. No hay hora del día que no aparezca con un uniforme distinto. Y además de los trajes militares, se cubre con unas vestiduras de clown para jugar al polo, ridículas hasta el punto de que en cierta época tuvieron que prohibir a los periódicos ilustrados de Madrid que reprodujesen las fotografías de Su Majestad, en estos trajes deportivos de su invención, para que no riesen las gentes.

Es indiscutible que Alfonso XIII ha odiado siempre a Guillermo II. Por la ley física que obliga a repelerse a dos nubes de la misma electricidad, histriones reales que se detestan siempre de un modo irresistible.

Guillermo II no prestó nunca un apoyo franco al ensueño de ciertos allegados y consejeros de Alfonso XIII, consistente en matar la República de Portugal y crear un Imperio Ibérico para que el biznieto de Fernando VII pudiera darse aires de emperador. Por su parte, el rey de España hizo todo cuanto pudo para molestar a su maestro imperial, hasta el día en que estalló la guerra.

Alfonso XIII es hijo de una austríaca y aunque en los tiempos de su adolescencia se mostró como un colegial travieso que desobedece las órdenes de mamá, al transcurrir los años ha recobrado la madre sobre él un poderío enorme y con ella toda su corte de archiduques arruinados y de superiores de órdenes religiosas.

Además, si Alfonso XIII aborreció la persona de Guillermo II, admiró siempre sus ideas políticas, su tendencia al absolutismo. La mejor demostración la ha dado recientemente al matar en España el régimen constitucional y favorecer el triunfo da la dictadura militar.

Hábil comediante, como su bisabuelo Fernando VII, que engañó a Napoleón, engañó a Luis XVÍII y engañó hasta a sus más fervorosos amigos, Alfonso XIII se dedicó durante los cinco años de la guerra europea a mentir a los beligerantes, haciendo creer a cada uno de ellos que se hallaba a su lado. Pero bien claramente se vio de qué parte estaban sus simpatías.

Alfonso XIII fue germanófilo, como su madre y toda su corte. Y no solamente fue germanófilo sino que se permitió con Francia las ironías más crueles. El, que ha sido siempre el verdadero dueño de España y no ha hecho más que su voluntad, se fingió una víctima, rodeado de enemigos y peligros a causa de su amor a Francia, y dijo en cierta ocasión:

—En España los únicos francófilos somos yo y la canalla. ¡Y pensar que ha habido numerosos tontos en Francia que han repetido y celebrado esta ironía cruel! «LA CANALLA» éramos nosotros, los escritores, los profesores de Universidad, los artistas, todos los españoles intelectuales que estuvimos al lado de los aliados desde el primer momento. Sin duda, para el biznieto de Fernando VII las únicas gentes distinguidas eran la aristocracia ignorante y devota, el populacho campesino, reaccionario y feroz, que aplaudían los crímenes de la invasión alemana en Francia y los torpedeamientos de los submarinos.

Yo no conozco personalmente a Alfonso XIII. Nunca he querido dejarme presentar a él. Pero le sigo desde hace años con el interés del novelista que estudia un documento humano, y lo conozco mejor que muchos de los que lo han visto de cerca.

Una de las razones por que me negué siempre a verle fue porque adivinaba que tarde o temprano tendría que escribir contra él, diciendo la verdad. ¡Lo que he sufrido durante la guerra, no pudiendo hablar libremente para advertir a los aliados quien era este hombre que se declaraba partidario de ellos en unión con «LA CANALLA»!... Pero en aquél momento decir la verdad equivalía a un escándalo sin resultado, que sólo podía alegrar a los alemanes. Además, los diversos gobernantes franceses sabían tanto como yo qué clase de amigo de Francia es Alfonso XIII ¡Si pudieran revelarse ciertas notas y documentos secretos que existen en los archivos de París!...

Pero al fin ha llegado la oportunidad de hablar de lo que es público, aunque lo ignoran la mayoría de las gentes, de exponer la verdad para que este personaje de carácter complicado y tortuoso ocupe el lugar histórico que le corresponde.

Ya he dicho que estos Borbones españoles fueron siempre astutos y con cierto talento diabólico para sortear las complicaciones de la vida, haciendo al mismo tiempo su voluntad. Las resoluciones más extremas y violentas las revisten hipócritamente de una forma paternal. Fernando VII, fusilador de liberales, ordenó estos suplicios por el bien de la patria, de tal modo que las muchedumbres imbéciles lo consideraban un padre.

Alfonso XIII ama el despotismo, pero procura atacar las libertades públicas como si le obligasen a ello los que le rodean, para después, en caso de un fracaso, dejar que castiguen a los otros y declararse inocente. No creyó hasta el último momento en el triunfo de los aliados, pero como era vecino de Francia no quiso tampoco mostrarse enemigo de ellos.

Para favorecer la política germanófila buscó antes una coartada, y ésta fue la oficina que montó en su Palacio para el canje de prisioneros. Unas mesas y unos cuantos empleados le sirvieron para darse aires de rey providencial y benéfico, haciendo en pequeño y con enormes anuncios lo que hicieron con menos ruido y más intensamente la Cruz Roja y otras sociedades benéficas de Suiza.

Mas en fin, si se hubiere limitado a esto, merecería elogios, aunque no tan exagerados como los que le tributaron sus aduladores. Gracias a su intervención hubo prisioneros franceses y belgas que regresaron a sus casas, como también los hubo alemanes y austriacos que volvieron a las suyas. Pero al mismo tiempo que el rey de España se preocupaba en público de tales canjes, favorecía del modo más descarado e insistente las operaciones navales alemanas en las costas de España.

Durante tres años los submarinos germánicos se avituallaron en los puertos españoles, del modo más cínico. En la desembocadura del Ebro, junio a Tortosa, ciertos puertos antiguos y abandonados que solo sirven de refugio a barcos pescadores, fueron empleados como lugar de descanso por los submarinos de Alemania. Un personaje alemán, el Barón de Rolland, actuaba en Barcelona con el mayor descaro de proveedor de esencia para estos buques. Además tenía a sus órdenes una partida de malhechores para aterrorizar a los que denunciasen sus manejos. Un comisario de policía llamado Bravo Portillo, que después fue asesinado en Barcelona, se valía de su empleo oficial para averiguar la salida de los vapores aliados y denunciarla al tal barón. Este a su vez daba aviso a los submarinos por medio de varías instalaciones de telégrafo sin hilos que funcionaban con entera libertad.

Alfonso XIII se ocupó aparentemente en canjear franceses e ingleses por alemanes y austríacos, pero estos prisioneros eran seres vivos. Lo terrible es que al mismo tiempo produjo centenares de muertos, dejando actuar con toda libertad a los submarinos alemanes. Rara fue la semana en que no torpedearon éstos, dentro de las aguas españolas, alguna vez a la vista de la gente agolpada en la costa, buques franceses e ingleses, dedicados al comercio, y hasta vapores correos que iban a Argelia o venían de ella.

Buscaban los buques el amparo de las costas de España, fiados en las palabras de la monarquía española, creyendo que su rey defendería la neutralidad de sus aguas, y precisamente al hacer esto se lanzaban en pleno peligro, pues los submarinos tenían sus bases en los puertos pequeños de la costa y contaban con numerosos agentes en las principales ciudades del litoral, los cuales trabajaban tolerados por el gobierno y ayudados por bajos personajes de la policía.

Una vez se dio el caso de que los viajeros del tren correo entre Valencia y Barcelona, cuya vía se desarrolla a lo largo de la costa, pudieron contemplar desde sus vagones, en las primeras horas de la tarde, cómo un submarino alemán atacaba a un vapor aliado cerca de la orilla, a la vista de todos.

El dulce y poético Mediterráneo arrojaba todas las semanas a sus playas numerosos cadáveres, y pedazos de buques rotos por la explosión de los torpedos. Yo tengo a orillas del mar, cerca de Valencia, una casa llamada Malvarrosa. Mientras estuve en París los cinco años de la guerra haciendo propaganda en favor de los aliados, mis amigos me escribieron repetidas veces dándome cuenta de los terribles hallazgos con que les sorprendía el mar algunas mañanas. Sobre la arena de la playa, junto a la escalinata de mi casa, aparecieron repetidas veces cadáveres hinchados por una larga permanencia en el mar; pobres cuerpos desfigurados por las mordeduras de los peces o la violencia de la explosión, mujeres y niños que venían como pasajeros en buques procedentes de Argelia; tripulantes de vapores aliados que transportaban artículos de comercio o primeras materias para la guerra. Todos habían ido hacia la muerte, fiando en la neutralidad, ya que no en la lealtad de un rey que se titulaba francófilo en compañía de «la canalla».

Al mismo tiempo, los fabricantes españoles que elaboraban materia de guerra para los aliados, tenían que desafiar los mayores peligros. Fué en Barcelona donde los industriales españoles trabajaron más para el ejército francés; unos produciendo piezas sueltas de armamento, otros calzados, tejidos, etc. Los alemanes, para asustar a los fabricantes de Cataluña que trabajaban para Francia, organizaron otra partida de bandidos encargada de arrojar bombas en las fábricas y asesinar a sus dueños si era posible. Esto parece de una novela de Ponson du Terrail y sin embargo no puede ser más exacto.

La tal banda era mandada por un titulado barón de Koenig. Hay que decir que así como el barón de Rolland, encargado del avituallamiento de los submarinos, fue un personaje auténtico, este barón de Koenig era un antiguo camarero de hotel, un tipo rocambolesco que había hecho su carrera a fuerza de asesinatos. La banda del barón de Koenig cometió sus crímenes atribuyéndolos a los anarquistas o terroristas. Así mató al fabricante Sr. Barret, profesor de la Universidad catalana, que era entusiasta de los aliados y dedicó sus talleres a la fabricación para las tropas francesas. Y si no mataron a más industriales aliadófilos fue porque éstos tomaron grandes precauciones.

El comisario de policía Bravo Portillo actuaba de acuerdo con el titulado barón de Koenig, lo que proporcionaba a éste una completa impunidad. Además dicho policía le facilitaba toda clase de informes. Al terminar la guerra, viéndose sin ocupación el facineroso alemán, se ofreció con toda su banda a los industriales conservadores y de carácter agresivo, para matar obreros fomentadores de huelgas, empezando desde tal momento el período de asesinatos y represalias entre un bando y otro, que aún dura en la actualidad aunque amortiguado, y que por desgracia, tal vez volverá a reproducirse. (Pero esta «es otra historia» como dicen en los cuentos orientales. Volvamos al rey).

Jamás hizo nada Alfonso XIII por impedir las hazañas de los alemanes, terrestres y marítimas, dentro de su reino. Como una excusa previsora inventó la frase de que en España no había más francófilos que él y la canalla, queriendo hacer ver con ello que no era rey más que de nombre, que no tenía ningún poder, y en España todos eran germanófilos y le atropellaban a él, pobrecito francófilo

¡Mentira! Para desgracia de España, él ha hecho siempre lo que ha querido. Últimamente consideró que era de su conveniencia matar la Constitución, suprimir todas las manifestaciones de una política moderna, volver el país a los tiempos del absolutismo, gobernar como los Zares antes de la primera Duma, y apelando a sus generales cortesanos lo hizo con toda decisión.

Si hubiese querido intervenir en favor de los aliados o simplemente guardar una neutralidad honrada, lo hubiera podido hacer en 1914 sin ningún obstáculo y hasta con aplauso de una gran parte del país, pues nosotros, «la canalla francófila», éramos muchos. Precisamente en aquel tiempo aún no había desarrollado él sus terribles pedanterías militares en Marruecos y guardaba cierto prestigio de mozo atolondrado pero «simpático». Afirmo que no habría encontrado obstáculo alguno. Mas dejó hacer a sabiendas a los alemanes todo lo que quisieron dentro de España, y lo que es de mayor gravedad, impidió que sus ministros tomasen ninguna iniciativa contra la insolencia germánica.

En 1918 se formó en España un Ministerio llamado nacional en el que figuraban personajes de distintos partidos políticos. El Sr. Dato, ministro de Estado, recibió de sus compañeros el encargo de presentar una nota al Gobierno alemán, protestando del descaro con que los submarinos germánicos utilizaban los puertos de España y sus agresiones en aguas nacionales, que destruyeron muchas veces a buques que llevaban en su popa la bandera española. Esta nota sirvió para desenmascarar al rey, dejando asombrados a sus ministros ante la inaudita duplicidad de su conducta.

Era embajador en Berlín un Sr. Polo de Bernabé, gran admirador del káiser, que sentía temblar sus entrañas de emoción al verse recibido con familiaridad, él y su esposa, por el emperador y la emperatriz. Este embajador se guardó la nota del Gobierno y no quiso presentarla. Cuando el Sr. Dato indignado por tal silencio le repitió desde Madrid la orden para que presentase la nota, este embajador le contestó la respuesta más fantástica que se conoce en la historia de la diplomacia.

—La nota es muy fuerte —dijo— y no quiero presentarla al emperador. Sería darle un disgusto y... ¡es tan excelente persona!

El Gobierno, aunque presintió desde el primer momento que la personalidad de Alfonso XIII debía andar mezclada en el asunto, pues de otro modo no era comprensible la insubordinación del embajador, dio un decreto relevando al Sr. Polo de Bernabé de su Embajada por desobediencia a sus superiores y llevó el citado decreto a la firma del rey.

Alfonso XIII se negó a firmar y casi dio una respuesta semejante a la del embajador. El apreciaba mucho a su representante en Berlín y no podía darle el disgusto de firmar su destitución.

En resumen: que el rey, a pesar de ser un monarca constitucional, consideraba a sus embajadores y ministros plenipotenciarios como representantes diplomáticos de su persona y no de la nación española. Se entendía con ellos directamente a espaldas de sus ministros responsables y lo mismo hacía con los generales, despreciando la mediación constitucional del ministro de la Guerra. En realidad, no hizo nunca ni más ni menos que su viejo y detestado maestro Guillermo II.

Otro detalle: durante el curso de la guerra, Alfonso XIII, que desea aparecer como una gran capacidad militar (¡siempre Guillermo II!), hablaba frecuentemente con el agregado militar de la Embajada francesa en Madrid para enterarse de la marcha de las operaciones y, después, con el agregado militar de la Embajada alemana. Los franceses habían conseguido descubrir la clave secreta usada por la Embajada alemana de Madrid, leyendo gracias a ella los despachos que enviaba por telegrafía sin hilos a Berlín. Gracias a la posesión de dicha clave, pudieron descubrir la existencia y traiciones de la bailarina espía Mata Hari que acabó siendo fusilada en París.

Pronto notaron los franceses que el agregado alemán en Madrid comunicaba a su Gobierno muchas cosas de un carácter extremadamente confidencial, que el agregado francés había contado a Alfonso XIII. Para poner a prueba a éste, le comunicó dicho agregado algunas mentiras atribuyéndolas a su Gobierno, y, efectivamente, horas después, la Embajada alemana en Madrid transmitía tales noticias falsas a Berlín.

Inútil es decir que los franceses no quisieron hacer más confidencias a Alfonso XIII.

No tengo empeño en mostrar esto como un espionaje interesado, como una deslealtad voluntaria a una nación que él llamaba amiga; pero supone por lo menos una abominable ligereza de carácter, una absoluta falta de seriedad, una tendencia a tratar los graves asuntos de Estado lo mismo que una conversación en la Potinier de Deauville.

Mientras duró la guerra, los agentes alemanes con sus bandas de asesinos y contrabandistas proveedores de esencia, intentaron aterrar a los partidarios de los aliados —lo que no consiguieron— y avituallaron públicamente a los submarinos, lo que fue causa de muchas matanzas. Hasta se dio el caso, junto á la entrada del puerto de Valencia, de que unos alemanes hiciesen instalaciones flotantes en el mar con pretexto de que eran aparatos de ensayo para estudio y explotación de la fuerza de las olas. A estos espías disfrazados de sabios se les ocurrió tal invento en plena guerra y no encontraron en todos los mares del planeta lugar más apropósito que el pacífico golfo de Valencia, en mitad del camino entre Marsella y Argel.

Para examinar sus aparatos situados a pocas millas de la costa, se embarcaban a todas horas en botes automóviles de su propiedad. Inútil es decir que estos aparatos eran simplemente boyas llenas de esencia; depósitos que surtían a los submarinos. La gente protestó muchas veces de los tales sabios y su misterioso invento. ¡Voces perdidas en una soledad absoluta! Nadie podía oírlas cuando todos en España estaban convencidos de que el rey era alemán. Nosotros, los francófilos, no creíamos un solo instante en sus palabras. ¿Cómo podíamos creerle si jamás vimos en él un verdadero acto a favor de Francia y sus aliados? En cambio, por todas partes encontrábamos la complicidad proalemana.

El, como Primo de Rivera y tantos otros ignorantes con entorchados de general solo fueron aliadófilos cuando se convencieron, al fin, todos ellos del inmediato triunfo de los aliados.

Yo, que en Agosto de 1914 solo me vi unido a una docena de amigos españoles como sostenedor de la causa francesa, y en 1915, al ir a España por primera vez en plena guerra, casi fui asesinado en Barcelona por las bandas de facinerosos que sostenían allí los alemanes, y además me vi «invitado» por la autoridad, con una solicitud algo sospechosa, a salir cuanto antes de mi patria porque había vuelto a ella para hablar a favor de una honrada neutralidad, río ahora con una risa de desprecio cuando leo que Alfonso XIII afirma que fue amigo de los aliados y cuando Primo Rivera, dice lo mismo.

No sé lo que haya podido ser Primo Rivera en los primeros años de la guerra. Ni dijo nada ni hizo nada. Sí fue francófilo —según él afirma— debió ser en los últimos tiempos, cuando todos se apresuraron a serlo, porque veían próxima la victoria de los aliados.

Perdió una hermosa ocasión para él y para muchos de sus compañeros permaneciendo mudo en los primeros tiempos de la guerra. Hubiera prestado un verdadero servicio al generalato español hablando entonces.

De los muchos centenares de generales que existen en España, solo unos pocos, que no conozco personalmente, pero que a juzgar por sus escritos son militares de ciertos estudios, mostraron un criterio independiente y claro interpretando las operaciones de la guerra. Los demás fueron simplemente despreciables.

Guardo unas declaraciones que hicieron al principio de la guerra, comentando la batalla del Marne, algunos generales españoles de los más bullangueros, los cuales si no forman parte del actual Directorio, deben medrar cuando menos a la sombra de él.

Lamento que no viva en nuestra época el gran Flaubert. Hubiese llorado de emoción al entregarle yo este documento para que lo hiciese figurar en la grande obra que preparaba en sus últimos años el «Diccionario de la Estupidez Humana».

III. Cómo el rey preparó el golpe de estado

Mientras Alfonso XIII fue joven, cifró los éxitos de su vida en ser un automovilista vertiginoso, un buen tirador de pichón, un jugador de polo, etc. Resultaba el primero en toda clase de deportes, lo que nada tiene de extraordinario pues bien sabido es que los reyes siempre son los primeros, cuando viven rodeados de sus cortesanos.

Educado para rey y con una mentalidad puramente sensual, creyó que su paso por el mundo debía ir acompañado de toda clase de placeres materiales y satisfacciones de la vanidad. Esto, tampoco lo considero extraordinario, pues muchos sin ser reyes piensan lo mismo. Los elogios de sus allegados y una fe orgullosa en su propio valer, le hicieron creerse el primero en todo. Alfonso XIII no se limita a ser rey. Es, además, el primer soldado de España, el primer agricultor, el primer marino, el primer... (aquí ponga el lector lo que le parezca). Solo le ha faltado pintar cuadros o escribir libretos de ópera como su maestro Guillermo, «el del brazo corto». Pero todo llegará con el tiempo.

Por lo pronto, este joven «simpático» que en los banquetes se limitaba a contar cuentos graciosos o decir chistes chulescos, se ha metido a orador y pronuncia casi tantos discursos como Primo de Rivera.

Se lanza intrépidamente a la oratoria, como un nadador se arroja de cabeza en un mar de olas encrespadas superiores al vigor de sus brazos, lo que hace que éstas se lo lleven de un lado a otro, a merced de sus agitaciones caprichosas. En vez de mandar a las palabras, son las palabras las que tiran de él y le hacen decir cosas que le conviene callar, comprometiéndole con toda clase de indiscreciones. Prueba de ello el discurso de Córdoba y otros de los que hablaré más adelante.

Al crecer en edad y sentirse capaz de pronunciar discursos en público con un tono y una voz que según dicen sus oyentes tienen algo de monjil, este joven que era simpático como un subteniente alegre, ha acabado por creer en su genio de hombre de Estado considerándose superior a todos los políticos servidores de la monarquía.

España, según Alfonso XIII, era desgraciada porque el régimen constitucional le tenía a él encadenado, lo mismo que a los reyes de Inglaterra, de Italia y otros países europeos, indudablemente inferiores a su persona. ¡Que le dejasen gobernar solo, como su bisabuelo Fernando VII, y entonces se vería con qué facilidad cambiaba la historia de la nación, haciéndola entrar en un período de grandezas y prosperidades!... Dicho prodigio podría, realizarlo gracias al ejército que debe ser del rey más que de la nación.

A cada momento, este portador de uniformes dice: "Yo que soy un soldado" o "Nosotros los soldados".

Una vez, al repetir en pleno Consejo de Ministros: "Nosotros los soldados", uno de aquellos, le contestó que él era un rey y no un soldado.

—Y un rey —continuó diciendo el ministro— debe mantenerse por encima de los militares y de los civiles, para en caso de conflicto tener ambos, poder guardar su imparcialidad.

Este soldado de innumerables uniformes, que además sugiere planes estratégicos a sus generales en Marruecos, —planes que tienen siempre como final horribles matanzas y fracasos irreparables—, es un soldado que se mantiene tenazmente lejos de la guerra. Pero la imparcialidad me obliga a añadir que tanto los generales como los cortesanos le aconsejan dicho alejamiento, no solo por espíritu adulador, sino, también porque tienen miedo a su orgullo omnisciente, a su megalomanía, a su facilidad para creer que lo sabe todo y puede aconsejarlo todo.

Hablando, lejos de España, con un amigo de Alfonso XIII, manifesté mi extrañeza de que "el primer soldado español" no fuese nunca a la guerra, a pesar de que ésta dura en Marruecos muchos años.

—¡Ah, no! que no vaya —dijo asustado el cortesano—; lo embrollaría todo y las operaciones marcharían aún peor que en el presente.

Además del vanidoso deseo político de ser rey absoluto y gobernar la nación a su antojo, este hombre ha sentido una necesidad particular de suprimir el régimen constitucional, gobernando por sí mismo, sin la colaboración de ministros.

Alfonso XIII se considera pobre. Cobra todos los años una lista civil respetable, superior indudablemente a la vida económica de España, pero esto no basta para los gastos de su lujo y el de su familia, cada vez más grandes. Su madre, la reina regente, consiguió reunir una fortuna enorme durante el período de su gobierno. Debo añadir inmediatamente que esta fortuna fue de legítimo origen, consistiendo simplemente en un ahorro tenaz y austero de los millones que le entregaba la nación. La madre de Alfonso XIII vivió durante la menor edad de éste con gran modestia, sometiendo el presupuesto interior del palacio real a una estricta economía, como una simple burguesa que hace ahorros en los gastos de su casa. La única preocupación de dicha señora fue impedir que se derrumbase la monarquía, después de las derrotas en Cuba y Filipinas, y educar a Alfonso XIII, fortaleciendo su salud de hijo de moribundo engendrado en las últimas semanas de la vida de su padre.

Según cuentan las gentes de la Corte española, y es bien sabido en Madrid, la reina madre siempre tuvo miedo a un destronamiento de la familia y creyó, en cambio, inmortal al Imperio Austríaco, por cuyo motivo confió una parte de sus millones a un archiduque tío suyo. Este guardó dichos millones como un administrador de confianza, pero al morir, hace pocos años, no tuvo la precaución de marcar previsoramente en su testamento qué bienes eran suyos y cuales otros pertenecían a su sobrina Doña Cristina, y ésta se vio en una situación dificilísima para recobrar las enormes cantidades de dinero que había ahorrado.

Los herederos del archiduque, todos ellos parientes de la reina madre, se opusieron a entregarle lo que era suyo, y al fin hubo un arreglo amistoso; pero dicha señora solo pudo recobrar, según parece, una fracción mínima. El resto de sus economías lo arriesgó en negocios austríacos y alemanes que hicieron bancarrota después de la guerra.

Don Alfonso, que se titula "rey moderno" y no espera heredar mucho de su madre, solo ansia una cosa: acumular dinero. Gasta considerablemente más de lo que le proporciona la lista civil, y como por otra parte no tiene la seguridad completa de que continuará siendo rey hasta su muerte, apela a los negocios para juntar una fortuna rápidamente. Por esto ha arriesgado muchas veces el prestigio de la monarquía comprometiéndose, con la ligereza propia de su carácter, en todos los negocios que le proponen. Pero deben ser negocios en los que no arriesgue ningún dinero, aportando solamente a ellos su influencia personal.

Algunos periódicos han hablado de acciones liberadas que le entregó la fábrica de automóviles la Hispano-Suiza, establecida en Barcelona, y que tiene depositadas a nombre de uno de sus cortesanos. También han hablado de acciones de la compañía de navegación llamada Trasmediterránea y de miles de acciones del Metropolitano de Madrid, cuya concesión se otorgó ilegalmente, pues otra empresa había solicitado antes ejecutar dichas obras. Pero al rey, le convino apoyar a la actual empresa del Metropolitano de Madrid, e impuso su voluntad al alcalde de la capital en aquella época.

Todo el mundo sabe la estrecha amistad del rey de España con el belga M. Marquet, personaje cuyo único título importante es ser dueño de la ruleta y el treinta y cuarenta en el Casino de San Sebastián.

Alfonso XIII ha buscado hacerse amigo de los grandes multimillonarios de los Estados Unidos, y cuando llega a San Sebastián o Santander el yate de cualquiera de ellos, hace mayores extremos de sumisión y admiración que si fuese la galera del Papa, pero hasta el presente no ha podido conocer otros hombres de negocios que M. Marquet, dueño de la ruleta de San Sebastián, M. Cornuché, dueño de los juegos en Deauville, y un Sr. Pedraza del qué hablaré más adelante.

Tal es la amistad de Alfonso XIII con M. Marquet, que hace unos cuantos años empezaron a decir las gentes que Alfonso XIII iba a darle un título nobiliario, nombrándole Barón, unos decían que del "Pleno" otros del "No va más" y otros del "Negro y Encarnado". Pero fueron tales los comentarios de los belgas al enterarse de este honor presunto de su compatriota, que el rey y el agraciado tuvieron que desistir de tal proyecto.

Como el Casino de San Sebastián solo funciona en verano, M. Marquet que piensa indudablemente con envidia en la continuidad anual del Casino de Montecarlo, quiso inventar algo para sejuir explotando a los españoles durante el invierno, y fundó en el centro de Madrid el llamado «Palacio de Hielo» en cuyo piso inferior se patina y cuyos pisos superiores están destinados al treinta y cuarenta y otras amenidades. Los reyes de España asistieron a la inauguración de esta casa de juego polar, instalada en el corazón de su capital. M. Marquet, como dueño del establecimiento, tuvo el honor de entrar a la reina de España, dándola el brazo, para mostrarle todas las suntuosidades del edificio.

Últimamente Alfonso XIII ha formado una cuadra de caballos de carrera y se dedica a hacerlos correr, especialmente en San Sebastián. La gente aristocrática, bien enterada de esto, murmura que Don Alfonso no tiene dinero para sostener la caballeriza y sospecha que ésta pertenece en realidad a M. Marquet El caballo Ruban es la bestia más importante de dicha cuadra. Cuando corre en las carreras de San Sebastián gana siempre. Esto no lo considero extraordinario. La pista de San Sebastián es tierra española y por lo mismo pertenece a Alfonso XIII, que puede hacer de ella lo que quiera.

Los que apuestan contra Ruban y pierden el dinero, gritan siempre, como reos de lesa majestad, afirmando que les han robado, pero yo no puedo creer en sus afirmaciones irreverentes. Es verdad que Ruban al correr en Bélgica llega siempre el quinto o el sexto. Pero esto solo significa que, como su amo es español, corre mejor dentro de casa, en terreno bien preparado.

El otro hombre de negocios de Alfonso XIII es M. Cornuché, que organizó como una apoteosis su viaje a Deauville hace tres años.

Hay que recordar como fue este viaje. Las tropas españolas habían sufrido meses antes una de las derrotas más inauditas que se conocen en la historia de las guerras coloniales. Únicamente la del general italiano Barattieri en Abisinia puede compararse con ella. Mil quinientos españoles estaban prisioneros de los marroquíes de Abd-el-Krim. Hay que saber lo que significa ser prisionero de los rifeños. Para muchos hombres es peor esto que caer en manos de una tribu de antropófagos de la Oceanía. Resulta preferible la muerte a sufrir los ultrajes y vilipendios que infligen a los prisioneros europeos estos bárbaros que han heredado las corrupciones antinaturales de lejanos siglos.

En dicho período yo me sentía triste a todas horas al pensar que muchos centenares de compatriotas míos estaban en el peor de los cautiverios, sufriendo toda clase de penalidades, escaseces y atropellos. Y fue en este momento cuando el rey de España, aceptando una invitación de Cornuché, marchó a Deauville para que apreciasen su hermosura graciosa en la Potiniére y en el Casino, oyéndose llamar «simpático» por un sinnúmero de damas pintarrajeadas que formaban su cortejo admirativo.

No quiero creer que Alfonso XIII al realizar tal viaje tuviese en su memoria a los españoles prisioneros. Le hago el favor de pensar que se había olvidado de ellos y si obró de un modo tan monstruoso fue con la inconsciencia propia de su carácter frívolo. Pero de todos modos, el espectáculo resultó tan inaudito que muchos periódicos de diversos países censuraron al rey de España, y los cancioneros de Montmartre le hicieron objeto de sus sátiras, teniendo que intervenir oficiosamente ei Embajador español en París para que no se hablase más de Alfonso XIII, héroe de la Potiniére de Deauville, en canciones y revistas.

El heredero de Fernando VII le tomó gusto a visitar los dominios de M. Cornuché. Este explota, en verano, Deauville y, en invierno, Cannes. Empezó a anunciarse para el invierno siguiente la visita a Cannes del rey de España. El pretexto del viaje era una visita a los Borbones destronados de Nápoles, o sea a los duques de Caserta, que viven retirados en Cannes. Pero en realidad la visita estaba destinada a Cornuché, que empezó a hacer gastos para comodidad y boato de su rey "anuncio" el cual iba a dar prestigio con su presencia a los juegos de Cannes, estableciendo una rivalidad con los de Montecarlo.

Pero en España hubo un movimiento de indignación, tal vez más en las clases superiores que en las inferiores, que ignoran lo que es Deauville y lo que es Cannes. Hasta en la Cámara de Diputados hablaron las oposiciones del próximo viaje del rey al Casino de Cornuché en la Costa Azul, y aquél tuvo que desistir.

Tal vez murmuró entonces como su abuela, la sentimental Isabel II, cuando en plena ancianidad la separaron de su último secretario:

—¡Qué oficio el de rey! ¡Siempre le contrarían a uno en sus gustos y placeres!...

En los últimos años, creyó Don Alfonso haber encontrado el hombre de negocios que necesita para hacerse rico. Es éste un Sr. Pedraza, español que ha rodado mucho por los Estados Unidos y la América del Sur; hombre listo, inteligente, y al cual por su historia llena de altibajos dan algunos el título de aventurero.

Creo que si se atreven a llamarle así es porque el Sr. Pedraza ha sido llevado algunas veces a la cárcel por asuntos comerciales, no sé si con razón o sin ella.

Con este señor entabló Alfonso XIII una íntima amistad. Fue, y no sé si es todavía su gran agente de negocios.

Como el rey de España tiene un carácter ligero y, este Sr. Pedraza parece ser un fantaseador de gran verbosidad que habla de sus amistades con los multimillonarios del Wall Street y de la City, el rey lo aceptó como una especie de Morgan o de Rockefeller que iba a enriquecerle en unos cuantos meses, a costa de España.

El Sr. Pedraza, que estuvo en la cárcel de Barcelona por asuntos comerciales, ha enseñado telegramas y cartas firmadas Alfonso R. (Alfonso, Rey), que es como éste firma.

Los planes financieros de Pedraza fueron brillantes vaguedades sin nada determinado, en los que se mezclan la verdad y la mentira, y cuyo único resultado cierto habría sido lanzar en el mundo centenares de millones de valores, representando su emisión cincuenta o cien millones de dinero positivo para los autores del negocio, o sean el rey y su agente.

Este Sr. Pedraza prometió el auxilio de un grupo de financieros e industriales, ingleses y americanos, que llevarían a España miles de millones para colocarlos en negocios, pero con unas garantías que equivalían a un monopolio sobre todos los recursos nacionales. Para endulzar la terrible operación, prometió construir el ferrocarril directo de Madrid a Valencia y otro desde la frontera francesa a Algeciras.

Los banqueros españoles se escandalizaron ante una operación que tenía por objeto apoderarse de todos los negocios de España. El regio socio de Pedraza iba a vender la nación por varios millones recibidos de golpe. La prensa financiera combatió igualmente los planes de Pedraza.

Afortunadamente, ocupaba en aquél entonces el Ministerio de Hacienda el Sr. Pedregal, antiguo republicano pasado a la monarquía, pero hombre íntegro que guarda en su conducta la austeridad de su origen democrático. El señor Pedregal se opuso enérgicamente, y los capitalistas que estaban detrás de Pedraza tuvieron que retirarse, dejando en manos de éste, según han dicho algunos, cíen mil libras de comisión que había recibido anticipadamente. Pero esto es cosa insegura, como también es inseguro saber a qué manos fueron a parar las cien mil libras, caso de que existiesen.

Lo cierto es que, desde el fracaso de Pedraza Alfonso XIII solo tuvo una idea: gobernar sin las trabas constitucionales: ser «el amo único» como manifestó pocos días después del triunfo Directorio.

Fácil resulta imaginarse la psicología de un monarca que se considera pobre a causa de sus muchos gastos y no puede contar con otros recursos que los que le señala el poder legislativo, como rey constitucional. Su deseo es ser rey absoluto, no tener ministros que le puedan exigir cuentas, confundir su fortuna propia con la del país, como lo hicieron en otros siglos monarcas dilapidadores que acabaron provocando revoluciones.

Además, teniendo ministros constitucionales a los que es preciso consultar a cada momento y con los cuales hay que contar para que firmen los decretos, no son posibles negocios en grande, como los del amigo Pedraza. Es preciso ser rey absoluto para hacer dinero, verdaderamente.

Debo advertir, que Alfonso XIII desistió por el momento de realizar la combinación Pedraza, al ver que sus ministros constitucionales no la aceptaban. Luego, en tiempos recientes, al quedar suprimido el régimen constitucional y vivir España esclavizada por el Directorio, el rey creyó llegado el momento de reanudar el gran negocio de su vida. Pedraza que andaba por el extranjero, recibió un telegrama de su regio socio el cual fue enseñando a los capitalistas de Londres y de otros países para que le apoyasen en su asunto.

«Ven pronto —decía el telegrama—. Todo está preparado. Alfonso R.»

Pero Primo de Rivera y los demás generales del Directorio tampoco quisieron aceptar el plan financiero patrocinado por Alfonso XIIL Esta negativa no fue por virtud. Como el Directorio busca su sostén en las gentes de la derecha, tuvo miedo a enajenarse las simpatías de los banqueros españoles y las clases capitalistas. Además, entró en esta negativa el egoísmo personal. Primo de Rivera sabe, como todos los españoles, que esto de Pedraza es un negocio enorme del monarca y ¿por qué lo iba a aprobar él, cargando con toda la responsabilidad, sin lograr ningún resultado positivo?

Otra razón tuvo Alfonso XIII para desear ser monarca absoluto en tiempos del último gobierno constitucional.

El ministro de Hacienda Sr. Pedregal había cortado con su enérgica negativa el negocio de Pedraza, y la guerra de Marruecos había puesto en evidencia la responsabilidad personal del rey en los fracasos sufridos por el ejército español.

La pobre España es para Alfonso XIII algo así como una caja de soldados de plomo de las que se venden en los bazares. El eterno adolescente quiso jugar a monarca importante en Europa, y para serlo aceptó en Algeciras el protectorado sobre el Rif, o sea sobre una región que figura como perteneciente a Marruecos y donde jamás en el curso de los siglos pudieron ejercer su autoridad efectiva los sultanes marroquíes.

En el banquete diplomático de Algeciras a España le dieron el hueso, lo que nadie podía tragar, el indomable Rif; pero Alfonso XIII lo aceptó gozoso, con una alegría de subteniente, igual a la del Kronpriz cuando hablaba de «la guerre fraíche et jóyeuse». Lo importante para él era mostrarse tan caudillo como Guillermo II.

Así empezó la guerra española de Marruecos, la más incomprensible y absurda que se conoce en la historia. España ha tenido en Marruecos, desde hace catorce años, el ejército más grande que existió nunca en África; más de cien mil hombres. Algunas veces 120.000 y todavía más. Los adversarios que combatió siempre este ejército son ocho mil o diez mil montañeses, con cartuchos escasos; y sin embargo, el ejército español no ha obtenido jamás una victoria decisiva y ha sido derrotado numerosas veces.

Hay que añadir para que la cosa resulte aún más inexplicable, que el español se bate valerosamente. Yo he hablado con militares franceses de gran valía que han visto esta guerra de cerca y todos se muestran acordes al afirmar que el oficial español lucha algunas veces con una audacia casi suicida. El soldado se limita a batirse resignadamente. No siente ningún entusiasmo por una guerra que nada le importa. Pero, en fin, cumple su deber; va adelante y se deja matar.

Los oficiales por espíritu profesional dan su vida con una generosidad exagerada... Y sin embargo las derrotas siguen a las derrotas. Es la demostración de que este ejército es una obra dinástica y no una institución nacional.

Los españoles se ven obligados a batirse porque el rey ha querido hacer figura de gran caudillo en Marruecos, y él y sus allegados tienen esperanzas de poseer las minas del Rif, minas algo fantásticas cuyo verdadero valor no conoce nadie y que Abd-el-Krin negocia con gentes de todas las naciones, como un tesoro de cuento oriental.

Para explicar el eterno fracaso de España en Marruecos, bastará decir que es Alfonso XIII el que en realidad dirige las operaciones desde Madrid. ¿Cómo no iba a mezclarse en la guerra este joven que nació sabiéndolo todo y se titula «el primer soldado de España»?

Todos recuerdan la gran catástrofe que sufrió el ejército español en 1921, o sea la inmensa derrota de Annual.

Alfonso XIII se entendió directamente con el general Silvestre, gobernador de Melilla, para realizar una operación rápida y decisiva que permitiese a las tropas españolas ir a través del Rif hasta la bahía de Alhucemas, apoderándose de todo, obligando a las tribus a una instantánea sumisión, deslumbradas y anonadadas por la estrategia fulminante del rey.

El general Silvestre era un soldado valeroso pero de cortos alcances, un combatiente heroico excelente para obedecer; un guerrero del arma de caballería, insustituible para ser mandado por un caudillo de talento; algo así como un Murat o un Lasalle, guardando las proporciones del medio.

Alfonso XIII fue el Napoleón de este húsar heroico y se puso de acuerdo con él, sin consultar para nada a su ministro de la Guerra. Tan en secreto llevaron los dos la operación, que el general Berenguer, Alto Comisario de todo Marruecos (el único que ha dirigido dicha guerra con alguna habilidad) casi recibió al mismo tiempo la noticia del avance de Silvestre y la noticia de su inmensa derrota y su muerte.

El general Silvestre, antes de emprender este ataque disparatado, fue a España para ponerse de acuerdo con su «general en jefe», el rey. En un banquete al que asistieron en Valladolid con motivo de una fiesta de la Academia de Caballería, los dos chocaron sus copas.

—El 25 de Julio, día de Santiago —dijo Silvestre— prometo a Su Majestad que llegaré a la bahía de Alhucemas.

—¡Olé los hombres! —contestó el rey— El 25 te espero.

Si no profirió Alfonso XIII en tal momento estas palabras, las dijo más adelante por escrito en un telegrama, del que hablaré oportunamente.

El general Silvestre volvió a Melilla, y emprendió la operación con arreglo a su estrategia de jefe de caballería y a la gran ciencia militar de Alfonso XIII.

No podía ser más sencillo el plan; marchar adelante ¡siempre adelante! Yo que soy un hombre civil, tal vez hubiese discurrido la cosa con mas precauciones y complicaciones.

Pero Alfonso XIII tiene la genialidad de los grandes capitanes. «¡Adelante! ¡siempre adelante!»

El general Silvestre arrolló al principio a cuantos moros le salieron al paso. Al tomar en los primeros días de avance un monte famoso por su valor estratégico, envió un telegrama al rey. Este le contestó empleando el lenguaje de las corridas de toros «¡Olé los hombres! El 25 te espero» (Textual).

¡Ay! todavía no ha llegado el 25. Van transcurridos cuatro años y aun está esperando el Káiser Codorniu.

Las tribus de Abd-el-Krim dejaron avanzar a intrépido Silvestre, que en su ardor agresivo apenas si se preocupó de mantener el contacto a sus espaldas con las bases de refuerzo y avituallamiento. Lo cercaron, lo aislaron, cortando su retaguardia, y murió combatiendo lo mismo que tantos miles de españoles. Únicamente lograron salvar su vida como prisioneros, unos mil quinientos, con el general Navarro.

Se calcula que en este desastre perecieron 12.000 españoles, recogiendo los rífenos sobre el campo de batalla un material de guerra que representaba muchos millones de pesetas.

Para olvidar este pequeño incidente, el amigo de M. Cornuché, pocos meses después, se marchó a Deauville. Mas no por esto dejó de pensar en el fracaso.

Como todos los artistas mediocres, de quisquillosa vanidad, estaba convencido de que su plan era magnífico, y echó la culpa de la falta de éxito a la cobardía de los ejecutantes.

En España cuentan muchos una frase de este joven ingenioso. La gallina es allá el animal que simboliza la cobardía. Cuando los rífenos exigieron cinco millones de pesetas por dejar en libertad a los prisioneros en la derrota en Annual, Alfonso XIII dijo con su gracia chulesca:

—¡Qué cara cuesta la carne de gallina!

Los españoles cultos se dieron cuenta de la responsabilidad que incumbía a Alfonso XIII en el desastre de Annual. Por primera vez, en muchos años, el Parlamento español dio señales de vida, enérgica e independientemente. Se formó una Comisión en la Cámara de Diputados compuesta de individuos de los diferentes grupos dinásticos y de las oposiciones. Esta Comisión llamada de los Veintiuno por el número de los individuos que la componían, abrió una información, haciendo comparecer ante ella a numerosos generales.

Por primera vez se vio también en España a los militares, —siempre orgullosos y convencidos de pertenecer a una casta superior—, prestar declaración ante un tribunal civil como testigos o como futuros acusados.

Según se dice, la Comisión recibió testimonios y documentos que demostraron cómo el general Silvestre se había movido siguiendo las órdenes y los planes estratégicos del rey. Además, una parte de la documentación cambiada entre el monarca y el general Silvestre fue descubierta por un procedimiento algo novelesco.

Recordará el lector que después de la inesperada y completa derrota de Silvestre, los rifeños vencedores avanzaron hasta las puertas de Melilla y si no entraron en ella fue por falta de decisión. Sólo algunos grupos de soldados enfermos guarnecían la plaza. Para dar ánimos al vecindario las bandas de música recorrieron las calles haciendo sonar sus instrumentos. Todo estaba abandonado. En tal situación, llegó el general Berenguer con las primeras fuerzas que pudo embarcar en el Marruecos occidental perteneciente a España. Y fue en estos momentos de confusión, cuando alguien, no se sabe quién, descerrajó la mesa del despacho del general Silvestre ya difunto, encontrando en un cajón parte de su correspondencia con Alfonso XIII.

Allí estaba el famoso telegrama «¡Olé los hombres! El 25 te espero». Allí también, entre otras cartas, una en la que el rey aconsejaba a Silvestre, lo siguiente: «Haz lo que yo te digo y no te preocupes del Ministro de la Guerra, que es un imbécil».

Este ministro de la Guerra tratado de imbécil por un rey constitucional que obraba a sus espaldas, era un hombre civil, el vizconde de Eza. Me dicen que al enterarse de tal carta estuvo mucho tiempo sin querer ver al rey, para evitarse la molestia de saludarlo. Ahora tal vez le salude, pues para los hombres que tratan reyes, representa muchas veces una muestra de cariñosa confianza, ser tratados de imbéciles.

La comisión de los Veintiuno después de oír a numerosos testigos, dio por terminado su expediente. La culpabilidad del rey resultaba visible por las declaraciones y los documentos.

Alfonso XIII siguió con inquietud el trabajo de esta Comisión cuyas funciones eran completamente nuevas. Se iban a hacer públicas en el Parlamento su desdichada intervención en la guerra, sus actos de rey absoluto, su desprecio a la Constitución.

Había que ahogar este escándalo enorme y para ello apresuró el golpe de Estado, que estaban preparando los militares y que produjo el Directorio actual.

Una parte del ejército venía conspirando de acuerdo con el rey, pero la fecha de la sublevación se había fijado para más adelante. Al saber Alfonso XIII que la Comisión de los Veintiuno había terminado su información e iba a hacerla pública el 20 de Septiembre, dio orden a Primo Rivera para que adelantase el golpe de fuerza. Primo Rivera, acelerando sus preparativos, con la seguridad que le daba el apoyo del rey, se sublevó en Barcelona el día 13.

Uno de los primeros actos de los militares triunfantes fue enviar un oficial de gran confianza al palacio del Congreso en Madrid, seguido de fuerte escolta. En una de las secciones, dónde se había reunido la Comisión de los Veintiuno, estaba guardado el famoso expediente sobre las responsabilidades de la derrota de Anual.

El enviado del Directorio se incautó de él y nadie ha sabido más de tan importante legajo. Deben haberlo destruido.

Pero los individuos de la Comisión viven todos y muchos de ellos guardan notas de las declaraciones que escucharon y los documentos que leyeron.

IV. Primo de Rivera y sus acólitos

En el curso de los últimos cincuenta años, la monarquía española únicamente ha pensado en halagar al ejército.

Creyó que teniendo a sus órdenes la fuerza armada no debía preocuparse de otra cosa. Al que protestase se le ametrallaría. Contando con la adhesión de las tropas podía permitírselo todo y vivir descansadamente.

El resto del país no ha existido para los reyes. Debo valerme de una imagen para expresar con más exactitud las relaciones de la monarquía con España. Los Borbones han considerado al pueblo español como si éste fuese una máquina de vapor que les estorbaba con su movimiento ruidoso.

Prefirieron los reyes el silencio, la calma absoluta de la nada, y dedicaron su tiempo y sus energías a la supresión de dicha máquina. Colocaron puntales sobre los émbolos para ahogar su ruidoso dinamismo; apagaron sus fuegos; dejaron correr el agua sobre los hogares generadores de fuerza y otras partes de la maquinaría nacional. Esta ha acabado por paralizarse y oxidarse. Se han roto sus engranajes y se está deshaciendo pieza a pieza.

Yo, español, declaro con dolor y vergüenza, que España es, en estos momentos, el país más desorganizado de la tierra. Sus regiones más ricas y laboriosas muestran una tendencia instintiva al separatismo. Son miembros que aún laten con vida propia, y quieren separarse del resto de un organismo qué consideran podrido. Tal es el caso de Cataluña y otras provincias.

Además, durante medio siglo, la monarquía ha convertido en un pueblo materialista y de profunda bajeza moral, a esta España que fue antes una nación romántica, con ideales tal vez equivocados, pero siempre generosos.

Hasta hace un cuarto de siglo, existieron dos Españas: una tradicionalista y otra liberal; una partidaria de las glorias del pasado, otra deseosa de implantar los progresos más audaces; pero ambas tenían sus ideales respectivos y estaban dispuestas a dar su vida por algo generoso. La monarquía de Alfonso XIII y de su madre ha creado una España cínicamente materialista, que solo piensa en los provechos vulgares e inmediatos, no cree en nada, no espera nada, y acepta todas las vilezas del momento actual porque le falta energía para arrostrar las aventuras del porvenir, al otro lado de las cuales se halla su libertad.

El país de Don Quijote, gracias a la monarquía de los Borbones, se ha Convertido en el de Sancho Panza, glotón, cobarde, servil, incapaz de ninguna idea que exista más allá de los bordes de su pesebre.

Las clases acomodadas muestran la crueldad del miedo, que es la peor de las crueldades. Temen moverse, cambiar de postura, aún con la certeza de que este cambio puede ser favorable para el país, y proclaman con brutalidad su amor al garrotazo, declarándose partidarios de toda solución que prometa el fusilamiento como primera medida. Las masas obreras por su parte muestran una violencia más extremada que en ninguna otra nación. Cada vez que han exteriorizado sus deseos se han visto ametralladas en las calles por toda respuesta. El obrero desarmado, como no puede batirse con el militar poseedor de las herramientas de muerte más perfeccionadas, apela al atentado personal. En resumen, las luchas sociales que se desenvuelven en los demás países en una forma más o menos atenuada, adquieren sobre el suelo español, gracias a la monarquía, el carácter de una guerra salvaje.

En cincuenta años, los reyes de España no han creado escuelas, no se han preocupado del progreso intelectual del país. El pueblo español se ve elogiado en todo lo que tiene de más bárbaramente tradicional. Los defectos seculares son considerados y ensalzados por los monarcas como virtudes patrióticas. Fernando VII, Isabel II, Alfonso XII, y su hijo Alfonso XIII, imitaron siempre el lenguaje y las acciones de los toreros y los «golfos» de Madrid, considerando esta degradación como algo nacional. Los españoles que muestran una cultura con arreglo a la civilización de otros pueblos, son tachados de malos patriotas y de extranjerizantes.

Al llegar aquí, considero conveniente decir algo, aunque sea en breve aparte. La actual reina de España que es inglesa por su nacimiento, resulta una especie de prisionera moral dentro del palacio de Madrid. Durante la guerra que arrebató a un hermano suyo, oficial inglés, vivió en resignado aislamiento, en medio de una Corte donde todos eran germanófilos, incluso su marido. En los momentos actuales esta señora, a causa de su educación británica, debe sentirse asombrada viendo como su país, uno de los primeros del mundo, es gobernado por hombres civiles, por hombres liberales, mientras la atrasada monarquía española rasga su Constitución y es regida por una tiranía militar como la Rusia de los Zares.

Prosigamos hablando de la vileza actual de España, obra del régimen monárquico.

Alfonso XIII acabó por no poder vivir tranquilamente a consecuencia de los males provocados por su mismo régimen: Por un lado el separatismo; por otro la guerra social; por otro la debilidad de los gobiernos, que mejor merecían el título de desgobiernos, debilidad que es también de origen monárquico; un resultado de las intrigas a que se muestra tan predispuesto el rey.

En tiempos de Alfonso XII y de la reina regente sólo había dos partidos dinásticos, el liberal y el conservador, dirigidos por Cánovas y Sagasta. Este turno en el disfrute del gobierno resultaba una comedia ridícula, pero como los jefes solo eran dos, inspiraban respeto a los reyes y les era fácil entenderse para imponer su voluntad a la familia real y sus cortesanos. Alfonso XIII, en su deseo de ser monarca absoluto y quebrantar el régimen constitucional, se ha dedicado a fraccionar y subdividir los antiguos partidos gobernantes. Por medio de intrigas y enredos sublevó a los lugartenientes contra sus jefes, premió a los traidores, apoyó a los disidentes e hizo de cada uno de ellos el jefe de un nuevo grupo al que prometió el poder. De los dos antiguos partidos hizo surgir una docena, siguiendo la jesuítica máxima de «divide y vencerás».

Gracias a esta política de fraccionamiento, ningún partido gobernante tuvo desde hace años fuerza suficiente para mantenerse en el poder. Cada gabinete solo pensó en defenderse de sus rivales, en sostenerse a toda costa, y para conseguirlo, el gran medio, fue mostrarse obediente a las insinuaciones del rey.

Un país corrompido moralmente por la monarquía, agitado por el separatismo, mal gobernado por unos ministerios que solo podían pensar en su propia existencia, marcha fatalmente a la ruina. La monarquía española ha sido víctima de su propia obra. Asustada por las luchas sociales, ha buscado remedio en una dictadura militar que podía favorecer al mismo tiempo sus instintos absolutistas. Pero es la misma monarquía la que creó la enfermedad nacional que ha pretendido curar luego por medio de la brutalidad militarista.

La influencia fatal y corruptora que los Borbones españoles ejercieron sobre toda la nación la han hecho sentir igualmente sobre el ejército.

Durante el siglo XIX, el ejército español intervino frecuentemente en la vida política, unas veces en sentido liberal, otras en sentido reaccionario. Pero los militares mostraban en sus sublevaciones cierto idealismo, liberal o retrógrado, y este idealismo pudo representar en ciertos momentos una esperanza para el país. Alfonso XIII, y antes de él su madre, mataron también este espíritu del antiguo ejército, convirtiendo a los militares en unos burgueses sindicados, que solo se preocupan de las ganancias de su profesión.

Así surgieron las llamadas Juntas militares, en 1917. Estas Juntas fueron sencillamente unos soviets; pero soviets con uniforme, en los que, solo figuraban militares de subteniente a coronel. Tales soviets de casta, copia a estilo retrógrado de los de Rusia, fueron la manifestación de las aspiraciones de una categoría social que se había dado cuenta de su importancia y quería explotarla.

Ya hemos dicho como los reyes pensaron únicamente en halagar y formar el ejército a su semejanza, para estar seguros de su apoyo. El ejército, al tener conciencia de lo necesario que resultaba para la monarquía, empezó a exigirle por medio de sus Juntas, aumentos de sueldo y absorbentes privilegios, acabando por formar dentro de la nación una casta aparte, con leyes especiales que lo han hecho intangible e indiscutible: En España se puede discutir todo hasta la existencia de Dios; pero el que discute un acto de los militares va inmediatamente a la cárcel y se vé sometido a un consejo de guerra, aun cuando sea paisano.

Tal fue la soberbia de los directores del militarismo al tener plena conciencia de su importancia dentro de la monarquía, que las Juntas discutieron con el rey y le impusieron su voluntad. Pero Alfonso XIII, considerando el ejército como una creación de su familia, aceptó tales faltas de respeto cual un mal pasajero, y creyó que gobernando con personajes militares sería más dueño del país qué acompañado de hombres civiles.

Durante cuatro años se vino preparando el golpe de fuerza que ha suprimido el régimen constitucional y dado principio al régimen militar. El rey con su característica imprudencia no supo guardar el secreto. En 1922, a los postres de un banquete en Córboba, Alfonso XIII dejó ir su lengua. Esto nada tiene de extraordinario, pues en Córdoba abunda el vino de Montilla, que hace olvidar toda discreción a los postres de un banquete. Inexperto orador que se echa a nado a través de sus discursos, habló con amargura de su papel de rey constitucional, dando a entender que en el porvenir sería amo absoluto.

Las Juntas militares deseaban también gobernar a España. Según ellas, los fracasos del ejército en Marruecos se debían a los gobiernos constituidos por hombres civiles, a «los políticos» que eran para el rey y para los militares una especie de víctimas expiatorias. Todos los males del país debían atribuirse a los tales políticos. El día en que el rey y media docena de generales gobernasen España a su capricho, empezaría una época de venturas y el ejército obtendría victorias cada veinticuatro horas.

Primeramente los militares metidos a políticos pensaron dar la dictadura al general Aguilera. Este señor, que era entonces presidente del Tribunal Supremo de Guerra y Marina, resulta un personaje menos bufo y de costumbres más honestas que Primo de Rivera. Pero una tarde surgió inesperadamente en el Senado una discusión entre personajes civiles y militares. El general Aguilera dijo que el honor de un militar es superior al honor de un hombre civil, y el Sr. Sánchez Guerra, antiguo presidente del Consejo de Ministros, político conservador y hombre de temperamento nervioso, le contestó dándole dos bofetadas como demostración de que un civil puede ser tan hombre como un militar.

Gran escándalo parlamentario, explicaciones, todo lo propio del caso, pero Aguilera a pesar de que es un hombre de historia valerosa, tuvo que quedarse con las dos bofetadas y no las pudo devolver. Después de este incidente, ya no era lógico pensar en dicho general para que fuese el dictador. ¿Qué miedo puede infundir un guerrero que recibe dos manoplazos de un simple abogado?

Y fue entonces cuando el rey pensó en Primo de Rivera, general desprestigiado por su conducta particular, poco querido en el ejército, por la rapidez de su carrera, pero que estaba ocupando la Capitanía general de Cataluña.

De todos los generales del ejército español el menos indicado para representar una revolución moralizadora es Primo de Rivera.

No quiero valerme de la vida particular de mis enemigos, pero con Primo de Rivera resulta inútil este escrúpulo. El mismo, dándose cuenta de su situación, ha hablado varias veces, como si hiciese penitencia pública, de la existencia que llevaba hasta hace poco más de un año o sea antes de ser dictador. (Según dicen muchos españoles, continúa llevando en la actualidad la misma existencia, pero con un poco más de recato).

Durante más de treinta años, cuando los militares españoles querían mencionar un caso de favoritismo inaudito, de despotismo escandaloso, mencionaban a Miguelito Primo de Rivera. En la actualidad las gentes siguen llamándole Miguelito porque, aunque es teniente general y gobierna arbitrariamente a toda España, imponiendo sus voluntades al mismo rey, continúa siendo tan Miguelito, como en la época que era teniente. Su carácter no ha cambiado.

Fue sobrino del capitán general Primo de Rivera que traicionó al gobierno revolucionario en 1874, ayudando a restaurar la dinastía de los Borbones. Este señor que no tuvo hijos concentró toda su influencia y su cariño en Miguelito para hacer de él en poco tiempo un continuador de las glorías de la familia.

Pocas veces se ha visto una carrera tan rápida. Ascendió casi tan aprisa como los generales de la primera República francesa y de Napoleón. Este mozo no pudo hacer un gesto sin que resultase un acto heroico. Allí donde España tuvo una guerra, allí estuvo él y a las veinticuatro horas de llegar ya había hecho algo extraordinario, únicamente comparable con las hazañas del Cid.

Reconozco que debe ser un apreciable subalterno, un oficial valiente, como los posee a miles el ejército español. Lo malo para estos miles de oficiales es que ellos, no han tenido un tío como el capitán general Primo de Rivera, y sus actos habituales de valor, solo merecen cuando más una pequeña nota en la hoja de servicios. En cambio Miguelito no desnudó jamás el sable sin que obtuviese un grado o un nuevo título de heroísmo.

Durante el período de las guerras coloniales su tío hizo de él, una especie de viajante comisionista del heroísmo militar. Lo envió a la guerra de Cuba para que obtuviese varios grados y cuando ya no era decente pedir más para él, lo remitió a Filipinas para que hiciese nueva cosecha. En resumen: que poco después de los treinta años ya era general; el general más joven del ejército español.

Jamás mandó un ejército. Ha sido siempre un subalterno. La primera vez que actúa de general en jefe es ahora como presidente del Directorio, asesorado por otros camaradas no menos cubiertos de entorchados, condecoraciones y fajas. Estos oropeles vistosos no les libran a todos ellos de la vergüenza de ser zarandeados y golpeados por Abd-el-Krim, que fue su maestro de árabe y su compañero de juergas cuando vivía en Melilla como empleado del Gobierno español.

En Primo de Rivera, el individuo, resulta tan interesante como el «héroe». Yo he hablado con él dos veces nada más, pero como no resulta un personaje de grandes complicaciones intelectuales, hay de sobra con eso para conocerle. Nació en Jerez, la tierra del vino generoso, y tiene la verbosidad del meridional. Esto no significa una censura. Su facundia podía resultar un instrumento útil al servicio de una verdadera inteligencia. Pero Miguelito es algo así como un primo hermano de Alfonso XIII; un hombre de carrera fácil que se lo encontró todo preparado, por el hecho de nacer, y cree saberlo todo y haber venido al mundo para solucionar los más difíciles problemas, diciendo una serie de perogrulladas.

Con su palabrería, suficiente y segura, me recordó a muchos generales improvisados que he conocido en Méjico y algunas pequeñas repúblicas de la América del Sur. Solo le falta escribir versos malos para ser un perfecto héroe como los otros. Pero a falta de ello, redacta manifiestos casi pornográficos en los que alude a los órganos masculinos, echa requiebros a las mujeres españolas y comete otras extravagancias que hacen de él un personaje de horribles consecuencias para sus compatriotas, pero ameno y pintoresco para los extranjeros.

Tiene la locuacidad disparatada de un barbero a la antigua con faja de general, de un Fígaro que mientras afeita al parroquiano arregla con su interminable y segura facundia la suerte de su país y la de todos los países de la tierra. Diré más adelante cuales fueron los primeros actos de gobierno del moralizador Miguelito. En realidad, resulta una ironía de la suerte haber escogido a este alegre soldado para defensor de los principios morales. Primo de Rivera es eternamente joven, con una juventud vulgarota y escandalosa, buena para una guarnición de provincia. Recuerdo lo que contaban de él en Valencia cuando era capitán general de dicha región. Una vez la gente se indignó contra él porque en el palco de un teatrillo lo sorprendieron con una corista, consumando casi en presencia del público lo que los demás solo se atreven a hacer a puerta cerrada.

De sus tiempos juveniles guarda la afición a visitar por la noche ciertas viviendas que en Francia ostentan un gran número sobre la puerta.

Aun en la actualidad, siendo dueño absoluto de España, los trasnochadores de Madrid, encuentran muchas veces su automóvil oficial detenido en las cercanías de las más reputadas casas de lenocinio. Estas casas quedan cerradas para sus habituales parroquianos, cuando las visita por la noche Su Excelencia y sus amigos. Además Primo de Rivera es uno de los más famosos jugadores de España. No hay círculo de juego que no lo haya tenido por cliente. Se ha jugado lo suyo y lo de otros, y cuando se apoderó del gobierno para moralizar a España, andaba según dicen muy falto de dinero.

El último gobierno lo envió de capitán general a Cataluña por un azar, porque no había disponible para dicho puesto otro general.

Desde el primer momento explotó su situación, ofreciéndose como un héroe a las clases más conservadoras y retrógradas de Barcelona. Este hombre tiene la monomanía de los órganos sexuales y a cada momento los alude en su conversación o los menciona en sus documentos políticos. Atropellando a los distintos gobernadores civiles que pasaron por Barcelona, hizo intervenir su autoridad caprichosa en todos los conflictos sociales. Muchas veces los patronos quisieron transigir con los obreros en huelga, por considerar de poca importancia las diferencias que les separaban; pero él se opuso a todo arreglo.

—Déjenme a mí —decía— ya es hora que estos canallas se encuentren con un hombre de muchos... como yo. Voy a meterlos en un puño.

Desde la Capitanía general de Cataluña se entendió con el rey para un golpe militar que derribase el gobierno constitucional. El tal golpe no pudo ser más fácil. El Gobierno presidido por el marqués de Alhucemas, era un gobierno de gente débil que no opuso la menor resistencia. Además el general Aizpuru, ministro de la Guerra en dicho gabinete, fue un hombre desleal y sin escrúpulos, un traidor que se entendía con sus compañeros sublevados y desde el Ministerio ayudó y facilitó su complot. Por esto el Directorio una vez triunfante lo premió nombrándole Alto Comisario en Marruecos.

Si Alfonso XIII hubiese querido cortar la sublevación militar de Cataluña podía haberlo hecho dirigiendo un simple telegrama al coronel de la guardia civil de Barcelona. Con ir éste en busca del Capitán general, agarrarlo de una oreja y llevarlo a la cárcel, hubiese terminado la insurrección, sin ningún otro incidente.

La sublevación militar de Primo de Rivera, lo mismo en Barcelona que en Madrid y otras poblaciones, fue una sublevación puramente de oficiales. Estos hablaron y amenazaron en nombre del ejército, pero el ejército permaneció encerrado en los cuarteles. Los oficiales muestran cierto miedo a sacar los soldados a la calle. Temen lo que puedan hacer al verse en la vía pública, bajo el mando de jefes insubordinados que han suprimido las libertades de su país. Bien podría ocurrir que en vez de tirar contra el pueblo, tirasen contra los que tuviesen más cerca.

Pero el hecho es que Primo de Rivera realizó sin ningún obstáculo y de acuerdo con el rey, la sublevación militar de Cataluña. Es más, la realizó en medio del ruidoso entusiasmo de ciertas clases sociales.

Esto lo reconozco y me lo explico perfectamente. Miguelito, brillante hablador, algo retorcido y desleal en sus promesas, mostró entusiasmo por el catalanismo, aun cuando las palabras de dicho entusiasmo fueron muy vagas. Pero esto bastó para que los catalanistas ricos admirasen en él a un sostenedor de la autonomía de su región. Además los industriales y capitalistas más agresivos, al verse amenazados en su lucha con los obreros, lo aclamaron como un heroico paladín de la sociedad presente.

Todos estos elementos al marchar él a Madrid, le saludaron en Barcelona, como si fuese la aurora de un día glorioso. La gente inconsciente que al verse en una mala posición desea un cambio, sin pararse a determinar la forma de dicho cambio, vitoreó igualmente al vencedor sin combate.

Ya he dicho cómo la monarquía, en cincuenta años, ha desorientado a los españoles, envenenando su juicio. Existe en España un rebaño considerable que acepta las ideas, siempre que sean simples y fáciles, aun cuando resulten absurdas. El trabajo de la monarquía ha consistido en hacer creer al país que todo lo malo que ocurre es por culpa de los políticos, y si de vez en cuando, hay algo bueno, esto no es obra de dichos políticos, sino del rey. El pobre monarca es un dechado de bondad; él haría toda clase de cosas buenas en favor de su pueblo, pero no le dejan los picaros políticos que viven en torno de él. Y los pobres políticos que no han sido más que unos domésticos de la monarquía, se ven atribuir toda clase de vicios y crímenes.

El vulgo español educado por los reyes tiene un apelativo fácil que aplica a todos sus gobernantes:

—¡Ladrones! ¡Todos ladrones!

Y Miguelito, barbero locuaz con faja de general, que tiene una mentalidad poco más o menos como la del vulgo, encontró fácilmente el programa revolucionario para entusiasmar a la masa imbécil.

«El rey es un grande hombre; casi tan grande, tan moral y tan puro como yo. Todos los políticos que han gobernado hasta ahora son un atajo de ladrones. Yo los desenmascararé y los meteré en la cárcel».

Y después de esta solemne promesa, el hombre providencial regenerador de la monarquía emprendió el camino de Madrid, para purificar a España.

V. El fracaso del Directorio

El primer acto de Primo de Rivera, fue lanzar un manifiesto en el que incitaba a todos los españoles a que ejerciesen la delación, prometiéndoles una impunidad absoluta. Su ideal fue volver España al tiempo de las acusaciones sin prueba, de los autos de fe, ejerciendo de Gran Inquisidor. Todos podían llevarle delaciones con la certeza de que él guardaría un secreto absoluto sobre su origen.

Afortunadamente para la honra de España, muy pocos respondieron a este manifiesto desmoralizador e infame.

Como había iniciado su revolución al grito de ¡Abajo los políticos ladrones!, necesitó probar que todos sus antecesores en el Gobierno, habían hecho escandalosos robos, pero hasta la fecha, después de trece meses de dictadura, todavía no ha podido probar nada.

El personaje civil objeto de sus odios y persecuciones, fue el Sr. Alba. Este ministro de la monarquía, relativamente joven y de convicciones liberales, resultó una especie de «bestia negra» para Primo de Rivera y sus acólitos del Directorio. Se explica esto, por el hecho de que durante sus períodos de gobernante el Sr. Alba intentó establecer un impuesto sobre las utilidades de los aprovechadores de la guerra; decretó que la enseñanza católica no debía ser obligatoria en las escuelas, respetándose las creencias de los niños cuyas familias no profesan la religión oficial, e impuso por primera vez el pago de tributos a las órdenes religiosas, igualándolas con las asociaciones civiles. Esto bastó para que las gentes de la derecha, sostenedoras del Directorio, lo mirasen como un demagogo digno de sus ataques y calumnias.

Además, el rey odia a Alba porque siendo ministro se atrevió a discutir con él, cuando pretendía salirse de sus atribuciones de monarca constitucional. Por otra parte, dicho ministro osó realizar por cuenta propia el rescate de los españoles prisioneros en el Rif, rescate que no hubiesen conseguido nunca los generales, y poco antes del golpe de Estado hizo relevar a algunos de éstos por ineptitud o desobediencia.

Los pretorianos del Directorio en el momento de su triunfo, habrían asesinado al Sr. Alba de permanecer éste en San Sebastián al lado del rey. No ignoraba Alfonso XIII tales propósitos y sin embargo no dio ningún aviso a su ministro. Este, afortunadamente para él, pasó la frontera ,y se refugió en Francia. Dejándose matar habría perdido no solo la vida sino también la honra, cayendo envuelto en las acusaciones de latrocinio que el verboso Miguelito distribuye con su inagotable generosidad de charlatán. Nombró éste, nada menos que a un ayudante suyo, juez especial en el proceso formado por el Directorio al Sr. Alba. Todos los papeles particulares de dicho ministro hasta los más íntimos, cayeron en poder de los militares vencedores, y sin embargo no ha podido probársele hasta la fecha, un solo hecho delictuoso. Primo de Rivera, creyendo en la torpeza de su ayudante, designó a un juez civil, un juez de carrera, hijo de un antiguo criado de su familia. El nombramiento no podía ser más parcial e interesado. Y sin embargo, este juez doméstico se ha visto obligado a absolver a Alba, después de ocho meses de una rebusca arbitraria y de amenazar a los testigos para que dijesen cosas contrarias a la verdad.

Igual fracaso ha sufrido la tiranía militarista al buscar pruebas de sus afirmaciones calumniosas, procesando a otros hombres políticos. Los terribles ladrones, cuya impunidad justificaba según algunos la sublevación de Primo de Rivera, no han aparecido por ninguna parte.

El Directorio hizo una revolución contra la inmoralidad y resultó desde los primeros días de su triunfo que la inmoralidad llegaba con él. Todos conocen uno de los primeros actos del dictador Primo de Rivera, eterno tertuliano de las casas de juego y las casas de ventanas cerradas donde se expende el amor fácil.

La familia de un empresario de teatros de Madrid, reblandecido por los años y los excesos, denunció a la justicia el secuestro en que se hallaba éste bajo el poder de cierta trotadora de aceras, apodada la Caoba sin duda por el color de su pelo. El juez al enterarse de que la Caoba daba cocaína y otros estupefacientes a su viejo amigo, ordenó su procesamiento... Y es al llegar a este punto cuando el dictador encargado de hacer la felicidad de España, olvida sus importantes ocupaciones para concentrar todas sus facultades de guerrero y estadista en la solución de dicho caso. Sin duda, las amigas que le tutean por la noche en los burdeles de Madrid solicitaron su auxilio:

—Miguelito, tú que eres tan bueno, debías socorrer a la pobre Caobita.

Y Miguelito, escribió al juez para que diese por terminado el asunto no molestando más a la cortesana de bajo vuelo. El juez en defensa de sus derechos y de la potestad civil, repuso que la justicia no recibe órdenes y él continuaría ajustándose a su deber, añadiendo que iba a hacer figurar en el proceso la carta que le había enviado el dictador. Este apeló entonces al presidente del Tribunal Supremo, jefe de la justicia española, para que castigase al juez. El presidente contestó que su subordinado había procedido con rectitud no atendiendo ninguna recomendación y que él aprobaba su conducta de juez íntegro. Entonces Miguelito, por dar gusto a sus amigas matriculadas en el Gobierno civil de Madrid, persiguió al juez y obligó al Presidente del Tribunal Supremo a que pidiese su retiro. Todo por «la Caobita». ¡Viva la moralidad!

Este dictador que proclamó la delación una virtud pública, ejerce como dogma de gobierno la violación de la correspondencia, y hace abrir las cartas, condenando a los ciudadanos por lo que dicen en ellas confidencialmente. Mi amigo, el eminente escritor Miguel de Unamuno, una de las inteligencias más poderosas de la Europa contemporánea, y varón de austeras virtudes, fue sentenciado a la deportación en una isla de Canarias por haber escrito una carta a un amigo suyo de la Argentina, manifestando sus impresiones sobre el Directorio, carta que dicho amigo publicó por su cuenta en un diario de Buenos Aires.

También el ex-ministro conservador Sr. Ossorio y Gallardo envió una carta al Sr. Maura, político de la extrema derecha, contándole un negocio sucio que acababa de realizar el Directorio. Primo de Rivera hizo abrir la carta y metió en a cárcel al Sr. Ossorio y Gallardo.

Otras veces, basta un artículo de periódico de carácter profesional, en el que no se ha fijado la previa censura, para que su autor se vea perseguido. El marqués de Cortina fue deportado a Canarias por un estudio financiero en el que hablaba de los errores económicos del Directorio.

Primo de Rivera que se preocupa como un comediante de sus efectos escénicos y desfigura la verdad tranquilamente para conseguir un aplauso momentáneo, sabe que él y sus compañeros de generalato no pueden continuar en el poder si muestran una brutalidad descaradamente soldadesca. Por eso se ha preocupado de fundar un partido civil titulado la Unión Patriótica, con el propósito de dejar aparentemente el poder en manos de estos comparsas vestidos de paisano, y continuar él gobernando, metido entre bastidores.

El dictador como muchos de sus compañeros de gobierno y de mando militar sirve para todo... ¡para todo! menos para su oficio, que es hacer la guerra con éxito. Este hombre que asesinó la Constitución de su país, con el pretexto de que así podrían dirigir los militares con más soltura las operaciones de guerra, ha pasado diez meses sin acordarse de la guerra ni del ejército que vivía casi olvidado en Marruecos, en una inactividad inexplicable, hasta que la ofensiva de los marroquíes vino a sorprenderle en peores condiciones que en 1921, o sea cuando gobernaban los hombres civiles. Primo de Rivera se ocupaba mientras tanto en ir de provincia en provincia recibiendo ovaciones preparadas casi a viva fuerza por sus acólitos, y organizando la llamada Unión Patriótica.

El lector sabe que todos los hombres políticos de España, —incluso el Sr. Maura, al que es justo reconocer que siempre fue un recio sostenedor del poder civil—, se retiraron de la vida pública, dejando a Primo de Rivera que lo arreglase todo por sí mismo, ya que es el Mesías español y los demás unos ladrones.

Miguelito ha intentado copiar a Mussolini, pero torpemente, con un mimetismo de histrión, como él hace todas las cosas. Mussolini viene de abajo, tiene un partido detrás de él, se apoya en masas populares que lo elevaron hasta el poder. El sobrino «heroico» del viejo Primo de Rivera ha empezado por asaltar el poder, y luego intenta fundar, de arriba a abajo, un partido político para dar cierta justificación a su escalo del gobierno, realizado con las agravantes de fractura y nocturnidad.

Como tiene unos cuatro mil militares colocados con triple sueldo al frente de los ayuntamientos y otros organismos, los cuales ejercen una especie de Terror, ha ido formando, gracias a esta red de pequeños procónsules, las primeras agrupaciones de la llamada Unión Patriótica. A pesar de que ofrece carteras de ministros a todo el que quiera figurar en el futuro gabinete, no ha encontrado un personaje conocido que se preste a ser su comparsa, actuando en un falso ministerio civil que sería la segunda evolución de su dictadura.

La gran página de la vida política del dictador, es el viaje a Italia con su protegido y prisionero Alfonso XIII. El tirano con uniforme se fue a banquetear con Mussolini, tirano cursi de chaqué y polainas blancas, al que hay que reconocer sin embargo una gran superioridad sobre este militar verboso.

Sin duda el antiguo obrero italiano, que cultiva la anchura de su frente a lo Napoleón y únicamente permite que le encuentren cierto parecido con Julio César, a causa de su porte majestuoso, debió torcer el gesto cada vez que Miguelito lo trató como un compañero, titulándose a sí mismo el «Mussolini de España».

Alfonso XIII, por su parte, dio pruebas de discreción, oportunidad y espíritu moderno, leyendo ante el Papa su famoso discurso. Para descargo del monarca, debo hacer público que el tal discurso no es suyo. Se lo escribió el Padre Torres, famoso jesuita residente en Madrid, y la obra resulta digna de su verdadero autor. Hasta el Papa, según parece, se espantó de una intransigencia religiosa tan absurda, de un espíritu católico tan estrecho, burdo y retrógrado.

El rey de España habló en nombre de los españoles, todos los cuales son católicos según él, olvidando que hay españoles protestantes y muchísimos más españoles de creencias puramente civiles. A juzgar por el discurso de Alfonso XIII, únicamente se puede ser español y persona honrada, siendo católico.

Además con una discreción, que no podía resultar más inoportuna, recordó que España se había batido siempre contra los musulmanes y añadió que seguiría batiéndose en África par a implantar la cruz, imponiéndola a los secuaces de Mahoma.

Los representantes de España en Marruecos, para conseguir la sumisión de los rifeños, vienen desde hace años afirmando que el gobierno español reconocerá la religión de los mahometanos y la respetará, como Inglaterra, Francia y otros países respetan en sus colonias las religiones de los habitantes. Pero el biznieto de Fernando VII, en unos cuantos minutos, destruyó esta obra de propaganda, leyendo el discurso escrito por el Padre Torres, según el cual España tiene la misión de imponer la cruz a los mahometanos.

Abd-el-Krim, que es una especie de español vestido de moro, y por haber pasado la mayor parte de su vida en Melilla al servicio de España, conoce perfectamente a muchos de sus generales y a Alfonso XIII, no despreció una ocasión tan propicia para sus planes, e hizo traducir al árabe la pieza literaria del jesuita leída por el rey, repartiéndola en todas las tribus del Marruecos que la monarquía española considera bajo su protectorado.

Hay que saber lo que significa para los mahometanos el Papa, y una promesa como la que hizo en el Vaticano Alfonso XIII. El tal discurso, reanimó la causa de Abd-el-Krím dando a éste más partidarios que si repartiese millones. La guerra tomó un carácter religioso gracias al discurso del rey, extendiéndose a la parte occidental, pacífica hasta entonces. ¡Pensar los muchos centenares de españoles que van muertos por esta discreta y oportuna pieza oratoria de Alfonso XIII y el Padre Torres!... Si el discurso no fue acogido con una tempestad de aplausos, hay que reconocer que ha provocado una tempestad de balas.

Cuando en el viaje a Italia pasó Alfonso XIII por Valencia, pronunció otro discurso a los postres de un banquete. El rey de España y Miguelito siempre se sienten oradores a los postres de los banquetes y se expresan con la prudencia del ebrio, si es que no cuentan de antemano con un discurso escrito por un jesuita, y les obligan a improvisar.

El rey afirmó que los políticos que habían gobernado con él eran ladrones en su inmensa mayoría y todos ellos ineptos en absoluto, añadiendo que si el Directorio no los hubiese arrojado del poder, habría acabado él solo por encargarse de hacerlo. Tan estúpido e inoportuno resultó el discurso que, no obstante ser obra del rey, los individuos del Directorio residentes en Madrid, que por no haber asistido al banquete tenían el cerebro más claro para juzgar las cosas, prohibieron a los diarios que lo publicasen.

Pero el discurso existió y es oportuno que no caiga en el olvido. Ahora el rey es prisionero del Directorio y recuerda con nostalgia sus dúctiles y obedientes ministerios de hombres civiles que le ponían a veces algunas trabas, pero acababan por cumplir sus voluntades. Le ha ido muy mal con los soldados del Directorio, por ser gentes de su misma especie y mentalidad. Sueña con que el tiempo y los desastres le libren de estos crueles preceptores y en tal caso buscará con su hipocresía sonriente el apoyo de sus antiguos ministros. No sé si éstos se acordarán entonces de este discurso alcohólico pronunciado en Valencia: «Casi todos mis ministros fueron ladrones y todos ellos, en absoluto, ineptos e imbéciles».

El fracaso del Directorio no puede ser más absoluto en todos los órdenes de su actividad política y militar. Habló de numerosos ministros que iba a meter en la cárcel; de terribles inmoralidades que pensaba descubrir. Hasta ahora no ha metido en la cárcel más que a gentes honradas a quienes abrió las cartas como un ratero. No ha descubierto ninguna inmoralidad de políticos conocidos y eso que apeló a los mas innobles e inquisitoriales procedimientos contra Alba y otros personajes. Toda su moralización ha consistido en dejar cesantes a unos cuantos empleados que iban tarde a sus oficinas y en procesar a secretarios de pequeños ayuntamientos que cometieron irregularidades de poca monta o descuidos propios de una administración estacionaria.

Algunos de estos empleados insignificantes, gentes tímidas, aterradas por el despotismo militar, se han suicidado. El pueblo español convencido de la mentira moralizadora del Directorio, repite una frase cruel:

—Nos prometió carne de ministro, y solo nos ha dado huesos de pobres empleados.

En cambio se ha hecho patente la inmoralidad más repugnante y descarada en el seno del ejército. La actual guerra de Marruecos resulta un pretexto para el latrocinio. Jamás se conocieron en el ejército español tantos robos, y como en él existen muchos hombres honrados que callan por disciplina, puede decirse que el ejército en general sufre una vergüenza silenciosa por las rapiñas de una minoría que el Directorio no ha castigado hasta el presente, y no castigará nunca. Los militares que viven austeramente de su sueldo y cuyas familias no gastan un lujo de millonario, desean ver sentenciados a los compañeros indignos que se enriquecen con la guerra. Primo de Rivera no quiere este castigo, no le conviene, pues disgustaría con él a muchos allegados suyos que le apoyan.

El general Bazán, espíritu justiciero, fue comisionado para averiguar los robos cometidos en el ejército de Marruecos y desde los primeros momentos de su honrada gestión empezaron a salir a luz enormes rapiñas que representaban muchos millones de pesetas.

Pero Miguelito, por compañerismo, o lo que sea, echó tierra al asunto y hasta ahora nada se ha hecho que demuestre un deseo de moralización enérgica. El Directorio solo ve ladrones allí donde hay hombres civiles; el que lleva uniforme no puede robar. Y los militares que verdaderamente no han robado, sufren por esta falta de justicia, pues sirve para que confundan a los buenos con los malos y aumente el escepticismo general.

Pero donde el fracaso del Directorio resulta más extremado y tristemente grotesco es en lo referente a las operaciones de guerra. Jamás en tiempos de los ministerios civiles sufrieron las tropas españolas un fracaso tan enorme como el último, ni se sublevó la parte occidental de Marruecos.

Uno de los motivos de animadversión de los generales ineptos contra el último gobierno constitucional, fue que según ellos los ministerios de hombres civiles no le permitían con sus restricciones, hacer una guerra victoriosa. Al Sr. Alba, que presentó con frecuencia objeciones a los disparatados planes de los generales, le odiaron como un traidor a la patria y desearon su muerte «porque estaba quitando al ejército días de gloria».

Triunfó el Directorio completamente; no tuvo ningún obstáculo, prodigó con el mayor derroche dinero y hombres, y sin embargo el fracaso no ha podido ser más ruidoso. Por lo pronto, estos generales metidos a gobernantes que debían haber hecho la guerra inmediatamente, permanecieron diez meses sin acordarse del ejército. Las tropas se mantuvieron todo este tiempo en sus antiguas posiciones, sin intentar ningún avance, lo mismo que estaban en tiempos del gobierno constitucional. Únicamente se han movido cuando Abd-el-Krim, que es el que dirige en realidad las operaciones, las atacó, derrotándolas.

Miguelito después de recibir el último golpe y verse obligado a una retirada, intenta justificar los porrazos que le han dado, diciendo que él siempre fue partidario del repliegue de las tropas a las posesiones de la costa.

Si es así ¿por qué no realizó esta retirada desde el primer momento de su gobierno? ¿A qué sublime plan estratégico ha obedecido el permanecer quieto diez meses, haciendo viajes de triunfador por España y dejando olvidado al ejército?... Este rayo de la guerra lo que hizo fue creer ilusoriamente que podría mantener las tropas en sus antiguas posiciones todo cuanto le diera la gana, esperando una ocasión propicia para conseguir algún avance que proporcionase falsa gloria a su Directorio. Pero no contó con que Abd-el-Krim, su antiguo compañero en Melilla, es más general que él. No pudo sospechar que éste se correría de la zona oriental a la occidental, llevando la guerra a territorios hasta hace poco relativamente tranquilos.

Además, Primo Rivera ha contribuido poderosamente a este desastre con uno de sus discursos. La oratoria de él y de Alfonso XIII no pueden ser mas fatales para España. Estos dos aprendices de tribuno, moviendo sus lenguas causan más daño a la nación que las armas de los enemigos.

Ya hemos dicho cómo el regio lector de la elucubración del jesuita Torres prestó un servicio sangriento a España. Miguelito, no menos discreto y prudente que el rey, creyó necesario a los postres de un banquete en Málaga, (¡siempre a la hora de las grandes copas!), comunicar a sus compañeros de mesa, los planes militares en Marruecos, y anunció en un discurso, reproducido luego por los periódicos, que iba a abandonar gran parte de los territorios ocupados en África, limitándose a defender las antiguas plazas españolas.

Yo sé que el mariscal Lyautey, gran especialista en asuntos marroquíes, se llevó las manos a la cabeza, escandalizado por la imprudencia estúpida de tal discurso.

—Esas cosas —dijo— se hacen si son necesarias, pero no se publican con anticipación.

Efectivamente, el discurso de Miguelito anunciando su retirada, fue traducido al árabe por Abd-el-Krim, para que circulase entre las tribus de occidente y produjo un efecto fulminante. Los moros amigos de España o simplemente neutrales, se apresuraron a sublevarse contra los españoles, atacándolos. Necesitaban tomar una actitud antes de que les dejasen solos nuestras tropas en retirada y quedasen ellos sometidos al vencedor Abd-el-Krim. Quisieron ser amigos de éste cuanto antes; hacer méritos para evitar su castigo... Y todos marcharon con belicosa emulación contra los soldados españoles, gracias a la imprudencia del hablador y petulante Miguelito.

El desastre en Marruecos occidental ha sido mayor, durante las últimas semanas, que el desastre de Annual en 1921. El ejército guiado por él Directorio ha sufrido 17.000 bajas. En poder de Abd-el-krim existen en este momento más de dos mil prisioneros. Han quedado abandonadas en manos de los marroquíes cantidades considerables de artillería y municiones. El caudillo rifeño se ha apoderado de parques enteros.

Además muchos de los naturales de esta zona, sublevados previsoramente por el aviso que les dio el discurso de Primo de Rivera, estaban armados con fusiles que les habían entregado, los mismos generales de España.

Abd-el-Krim sonríe ante las afirmaciones de ciertos bodoques amigos del Directorio, que dijeron en otro tiempo, por espíritu reaccionario, que era Francia la que daba a los rífenos armas para luchar, y ahora aseguran que es Inglaterra la que proporciona dicho material.

—¿Para qué necesito que me den armas las otras naciones de Europa? —contesta el jefe marroquí—. Me basta con las que me proporcionan los generales españoles en sus retiradas y sus derrotas.

Y así es; tal vez no llegue a emplearlas todas. Con tanta abundancia se las regalan Primo de Rivera y sus colegas en desastres.

Mientras el dictador hacía discursos de propaganda en Galicia, las tropas permanecieron olvidadas en sus posiciones, en una situación tal vez peor que la de 1921. Cinco mil marroquíes al mando de Abd-el-Krim, corriéndose de oriente a occidente, han bastado para hacer sufrir este desastre, peor que el de Annual, a un ejército de cien mil hombres. Es verdad que este ejército tiene al frente a Napoleón Primo.

La derrota de la zona occidental ha abundado en episodios de heroísmo... pero, al fin, es una derrota. Muchas posiciones, solamente se rindieron cuando lo ordenó por telégrafo el presidente del Directorio. En una de ellas, un oficial encargado de su mando, sabiendo lo que es caer prisionero de los marroquíes, remató con su revólver a los heridos y luego se mató él. Mas, antes de suicidarse, dejó escrita una breve carta en la que maldice a Primo de Rivera y lo envía a... donde merece. La carta de este mártir del deber es el mejor comentario del fracaso militar del Directorio.

Ha fracasado igualmente en la cuestión social. No ha hecho nada para resolverla o aminorarla, ni podrá hacerlo. La gente que solo ve las exterioridades y no se para a reflexionar, dirá que en este momento no hay atentados en Barcelona y otras ciudades. Efectivamente, no los hay porque el país se halla en estado de guerra. Tampoco los hubo cuando era gobernado por ministerios civiles y estos declaraban el estado de guerra. Pero dicho estado excepcional no puede prolongarse indefinidamente, así como tampoco se prolongan en el cuerpo humano las situaciones excepcionales creadas por anestésicos y soporíferos. Algún día será preciso volver a la normalidad y seguramente se reproducirán entonces los mismos atentados, pues el Directorio militar no ha suprimido sus causas, antes bien las ha exacerbado. Los atentados por cuestiones sociales, solo pueden remediarse sustituyendo completamente el régimen actual.

Como la situación perpetua de guerra en que ha sido colocada España por el Directorio y las arbitrariedades del despotismo militar, fomentan la inseguridad y el miedo, las gentes viajan menos, cada uno permanece en su casa, los hoteles están vacíos y el comercio sufre la consecuente paralización. Gracias al Directorio la peseta baja de valor todos los meses y el precio de las cosas sube de un modo alarmante. Las subsistencias resultan cada vez más caras. La vida del español pobre, va siendo casi imposible bajo el gobierno de estos sostenedores del orden a estilo de cuartel y fomentadores del hambre que favorece la obediencia. Un año más de Directorio y se completarán la catástrofe financiera y la bancarrota nacional.

Hay que decir, aunque sea brevemente, lo que ha hecho este gobierno moralizador en el orden económico. Podía haber realizado reformas con más facilidad que los ministerios civiles por no tener que vencer obstáculos tradicionales. Pero no ha hecho otra cosa que consagrar los viejos abusos y suprimir las pocas reformas liberales que en el orden financiero habían hecho los ministerios civiles. Por ejemplo, ha exonerado a las asociaciones religiosas de pagar contribución, suprimiendo la ley que les obliga a ello. Pero, temiendo los comentarios, ha prohibido a la prensa que hable de esta medida retrógrada.

Ha fingido economías que no existen; ha amortizado algunos empleos pequeños y al mismo tiempo ha creado grandes plazas para generales. El mismo Primo de Rivera se ha aumentado el sueldo, atribuyéndose 50.000 pesetas para gastos de representación, lo que no había osado hacer ningún presidente civil de los gobiernos anteriores.

La deuda flotante ha aumentado en un año de Directorio cerca de MIL MILLONES de pesetas. Durante el régimen constitucional, o sea hasta hace un año, la peseta se cotizaba con 26 céntimos de pérdida, relativamente al tipo oro. Ahora, bajo el despotismo de los generales, pierde ya la peseta el 50 por ciento y su caída irá continuando mansamente.

Para conservar bien supeditado al país, prodiga el Directorio dietas y gratificaciones, como no lo hizo ningún gobierno. Existen actualmente 4.000 militares con empleos civiles. Unos son delegados del gobierno. Otros ocupan puestos en la administración pública. Los delegados militares que figuran al frente de los distritos fiscalizan los municipios, hablan a gritos a los alcaldes como si fuesen reclutas, gobiernan los pueblos lo mismo que cuarteles y dan sus disposiciones, conservando en la mano el latiguillo de montar. Estos delegados cobran su sueldo de oficial, una gratificación del gobierno y una remuneración votada por los ayuntamientos que viven aterrados bajo su arbitrariedad de pequeños procónsules. Total tres pagas. Aparte de esto los ayuntamientos tienen obligación de proporcionarles casa gratuitamente para ellos y sus familias.

Todos los comisarios del Terror-militarista son protegidos de Miguelito y forman el principal núcleo de sus admiradores y sostenedores. Cuando el dictador viaja por las provincias, estos delegados con espuelas, llevan a los ayuntamientos lo mismo que si fuesen rebaños a tributar ovaciones a Miguelito, proclamándolo el Salvador de España.

Como el presidente del Directorio es hombre sin escrúpulos, que vive alegremente con la mentira y busca éxitos escénicos lo mismo que un comediante, se vale de todas estas gentes aterradas para engañar a su vez al país. Alcaldes y secretarios de ayuntamiento firman por miedo, todo lo que les exigen los delegados militares, y de este modo el Directorio, con estadísticas falsificadas, pretenden hacer creer que bajo su mando se han conseguido las mayores moralizaciones y aumentando de un modo nunca visto los ingresos públicos. Miguelito en el fondo no es mala persona. Aprovecho la ocasión para declararlo. Hasta ahora no ha matado a nadie y le creo incapaz de ordenar el asesinato de Matteotti. Es verdad que tampoco necesita preocuparse de estas iniciativas. Tiene dentro de casa quien se encargue de asesinar.

El y casi todos los generales del Directorio son simplemente unos figurones, cuyo mayor defecto consiste en creerse con una superioridad mental y una sabiduría guerrera que nunca tuvieron. Tal es la ridícula soberbia de estos pobres hombres que acusan a todo el que los censura, de enemigos de la patria. ¡Como si ellos fuesen la patria!... Pero al lado de dichos Arlequines funciona como ministro de la Policía, un verdadero facineroso, el general Martínez Anido que todo el mundo conoce en España. Este individuo lleva sobre su conciencia (si es que la tiene), más de quinientos homicidios cometidos por medio de asesinos llamados «pistoleros» que matan a sus órdenes.

Todos los criminales encerrados actualmente en los presidios españoles, tienen una historia más corta que la de este hombre. Martínez Anido ni siquiera puede ofrecer la excusa de ser un terrible y desinteresado verdugo al servicio del orden, como los generales que dirigían la policía de los Zares en tiempos del absolutismo ruso o como su difunto cómplice, el coronel Arlegui, alcohólico y demente. En él van unidos la voluptuosidad roja de la matanza y el amor al dinero.

Los que conocen su vida como gobernador de Barcelona, calculan que se llevó de allá mucho más de un millón de pesetas. Al mismo tiempo que ordenaba diariamente asesinatos, se hacía pagar contribuciones cuantiosas por las casas de juego, las casas de prostitución y los espectáculos lascivos. Una parte de esos tributos deshonrosos, los destinaba a establecimientos benéficos. El resto se lo guardó siempre sin dar cuentas. El diputado Layret (un paralítico) se propuso hablar de esto en el Congreso, pero antes de que pudiera hacerlo fue asesinado en una calle de Barcelona.

Primo de Rivera y los otros generales del Directorio, pueden darse el lujo de parecer bondadosos y falsamente tolerantes. Su camarada Martínez Anido se encarga de matar por ellos.

Uno de los asuntos más urgentes de España es atender a la enseñanza pública. En ninguna de las naciones de Europa se nota más la falta de escuelas. Todos los partidos, hasta los de la más extrema derecha, convienen en que el país está falto de enseñanza elemental. Según ciertos cálculos, necesita unas 50.000 escuelas nuevas para colocarse al nivel de los grandes pueblos europeos. El Directorio no ha hecho nada en esta materia durante el período de su mando. Dirá seguramente como todos los gobiernos monárquicos, que no tiene dinero para la enseñanza pública. Pero el dinero ¡ay! se encuentra siempre en España para hacer guerras que sirvan de entretenimiento a un rey deportivo, deseoso de jugar a los soldados.

La guerra de Marruecos cuesta actualmente CINCO MILLONES DE PESETAS todos los días. Con la mitad de esta suma se podrían sostener las 50.000 escuelas modernas que hacen falta, cambiando totalmente la faz moral de la nación. La mayor parte de los males de España, tienen como causa la falta de nuevas escuelas y la mediocridad y defectos tradicionales de las que existen.

Otro de los fracasos del Directorio, ha sido su actuación en Cataluña. Primo de Rivera inició su movimiento contra la legalidad constitucional, apoyándose en la burguesía catalana y halagando a los catalanistas. Al usurpar el poder, los trató luego con una brutalidad desleal, que indigna a todo espíritu honrado.

Autorizó fiestas públicas organizadas por catalanistas, para darse luego el gusto de arrojar la caballería sobre la muchedumbre, sableándola a su placer. Ha preparado emboscadas para golpear al pueblo catalán, creyendo aterrarlo de este modo. Tal conducta ha servido para excitar más el resquemor de los catalanes, agrandando el abismo entre ellos y el resto de la nación.

El Directorio ha fracasado en todas las cuestiones de interés nacional. No ha hecho nada nuevo ni positivo.

VI. El peligro del militarismo español y la necesidad de su muerte

El Directorio representa un peligro para el mundo. Las naciones de régimen democrático, como son hoy las directoras de la humanidad, deben fijar su atención en el actual gobierno de España, anacronismo absurdo y peligroso.

Las naciones de la América llamada latina sufren la influencia de este gobierno ilegal. Desde que existe el Directorio, algunos presidentes tiránicos de repúblicas sudamericanas, ven una justificación de su conducta en este gobierno militarista de España, a la que llama «la madre patria».

Alfonso XIII ha ido como un monarca de la Edad Media a leer ante el Papa un discurso en el que no reconoce otros españoles que los católicos, haciendo abstracción de los que viven aparte de tal creencia religiosa, como si los protestantes o los racionalistas no tuviesen derecho a vivir.

Gracias al gobierno del Directorio, el jesuitismo se está apoderando de España. Alfonso XIII durante su permanencia en Roma, invitó al general de la Compañía de Jesús a que visitase lo que él llama «mi nación».

Creo que por primera vez, desde los tiempos de San Ignacio de Loyola, el general de los jesuitas ha viajado oficialmente por España, y en el momento que escribo estas líneas aun está en ella, recibiendo toda clase de homenajes como una especie de «Rey Negro» que se considera en el fondo de su pensamiento, el verdadero rey de la nación. Alfonso XIII ha pronunciado un discurso más en la Universidad que los jesuitas tienen en Deusto. La Compañía de Jesús aprovecha esta racha de influencia que le proporciona el Directorio, y pretende que Miguelito la conceda el privilegio de la enseñanza de la religión en las Universidades, medio seguro de tenerlas bajo su influencia.

Ser protestante o tener otras ideas religiosas que la católica, es en España algo vergonzoso que hay que mantener oculto. Los templos no católicos solo pueden existir en el interior de los edificios, sin tener signos exteriores sobre la calle, disimulándose como si fuesen lugares de perdición.

La persistencia del Directorio militar en el Gobierno y de Alfonso XIII en el trono de España, representan un peligro para la paz del mundo. Alfonso XIII está a suelo de la casa Krupp y de todas las casas alemanas que quieran darle una buena propina.

He dicho en otro capítulo que el rey de España es accionista de la Compañía de Navegación Trasmediterránea. Tiene 3.000 acciones liberadas que le regalaron a cambio de que apoyase con su influencia a la citada compañía. Esta es la que hace con sus vapores el servicio de tropas y el transporte para la guerra de Marruecos. De ello resulta que el rey tiene un interés financiero en que dure la guerra.

Mientras más se prolongue, la Compañía Trasmediterránea hará negocios mayores y él podrá cobrar mejores dividendos. La Trasmediterránea poseía unos astilleros importantes en el puerto de Valencia y los ha vendido recientemente a la casa alemana de Krupp. Los accionistas de dicha Compañía de navegación con motivo de tal venta se dividieron en dos grupos. Uno estaba compuesto de accionistas de ideas liberales partidarios de los aliados. Dicho grupo se resistía a vender los astilleros a Krupp por ser una casa alemana, adivinando la finalidad que perseguía al querer realizar dicha compra. Pero el rey con sus 3.000 acciones, que están representadas por uno de sus cortesanos, se decidió en favor de la venta, y ésta fue acordada por enorme mayoría. Desde hace meses los importantes astilleros de Valencia pertenecen a la casa Krupp.

Además la misma casa Krupp acaba de comprar valiosas fundiciones de hierro en Barcelona y va a adquirir otros establecimientos en Tarragona para hacer instalaciones marítimas y grandes talleres. Todo bajo la protección y el apoyo oculto de Alfonso XIII. No hay más que examinar un mapa de la costa mediterránea de España. Barcelona, Tarragona y Valencia, todo es ya de Krupp a estas horas, y se dice que el movimiento de expansión alemana va a continuar bajo el protectorado de Miguelito y Alfonso XIII, instalándose nuevos establecimientos de Krupp en Málaga y también en Algeciras, junto a Gibraltar. Francia e Inglaterra, dirán qué les parece todo esto.

Los establecimientos Zeppelín van a instalarse igualmente en Sevilla. Con el pretexto de intentar una comunicación aérea entre España y la América del Sur, creará Alemania en el corazón de la península un centro productor de máquinas volantes de guerra.

España, tiranizada en su vida íntima, se ve arrastrada exteriormente a desempeñar un papel desleal y odioso ante las naciones más afines a ella. Hora es ya de que termine esta indigna y equivoca situación y eso solo puede conseguirse echando abajo al causante de todos los males actuales, al que representa la institución corruptora que ha arrastrado a España a su triste situación actual. Alfonso XIII debe desaparecer del suelo español. El y algunos generales del Directorio tienen tal conciencia de su fracaso que en estos momentos solo piensan en hacer dinero para asegurar su porvenir.

Nunca en la historia de España se vio tal avidez por saquear a la nación favoreciendo negocios particulares. En solo un año de gobierno militarista se han consumado negocios inauditos. Van dadas concesiones escandalosas a compañías de ferrocarriles. Se ha otorgado el monopolio de los Teléfonos en toda España a una sociedad, sin concurso ni subasta, gracias a enormes propinas repartidas previamente. Hasta se ha hecho un privilegio de la reventa de espectáculos (teatros, cinemas y corridas de toros), confiando dicho privilegio a un individuo, por un millón de pesetas anuales que entrega ostensiblemente a la hacienda pública y algo más que repartió en secreto a los que le proporcionaron tan bonito negocio.

Agentes que presumen de estar bien apoyados, van proponiendo monopolios a banqueros de Francia, de Inglaterra, y de los Estados Unidos, a cambio de gruesas comisiones. Yo he tenido el honor de estorbar algunos de estos negocios y aprovecho la ocasión para decir a los capitalistas de todos los países:

—No aceptéis negocios con la actual tiranía militar, ni con Alfonso XIII, el rey de las comisiones y las acciones liberadas. Cuando España recobre su vida legal y vuelva a vivir en pleno goce de sus derechos, someterá a una revisión todos los negocios de la época del Directorio y es casi seguro que se negará a reconocerlos, primeramente por haber sido realizados en una época ilegal y en segundo término porque la mayoría de ellos son un resultado del soborno.

La monarquía que ha envenenado la mentalidad nacional y reblandecido el carácter viril del español, cuenta con la indecisión y el miedo de las clases conservadoras.

—Si se va el rey ¿qué pasará? —se preguntan millares de gentes simples.

Seguramente que no pasará nada tan terrible y absurdo como la presente guerra de Marruecos, y España en cambio se colocará en una postura de pueblo moderno, siendo mejor considerada por las grandes naciones civilizadas, que bien lo necesita.

Después de la última guerra han desaparecido de Europa unos 18 reyes y las naciones no han muerto por eso. Alfonso XIII será el 19 y España vivirá mejor que ahora.

Estas gentes asustadizas, de inteligencia vacilante y miedo pueril obran lo mismo que si al sentir arder sus vestiduras inferiores no se atrevieran a moverse, por miedo al cambio de postura. De continuar inmóviles acabarán por arder vivas, pero cuando intenten defenderse ya será tarde.

Gastamos en la guerra CINCO MILLONES DE PESETAS todos los días. ¿Puede esto prolongarse? España es pobre. La guerra europea hizo entrar en el país doce mil millones oro, lo que produjo un bienestar pasajero que hubiera podido prolongarse, dedicando esta riqueza inesperada a las obras de la paz. Pero la mayor parte de tal riqueza la ha consumido una burguesía imbécil que se dejó timar por los alemanes, comprándoles marcos, y el resto, se disuelve en los derroches de una guerra infructuosa, que nadie quiere.

Yo comprendo la guerra y la muerte por defender el territorio nacional; por mantener la integridad de la patria; pero ¿qué nos importa a nosotros Marruecos?... Podrá importarle a Alfonso XIII, que desea jugar al Káiser, empleando la juventud española como si fuese una caja de soldados de plomo. Le puede importar a la parte del ejército inconsciente o rapaz, que necesita una guerra para adquirir ascensos o hacer negocios, aunque perezca el país. Le puede interesar a los fanáticos que hablan aún de la cruz, de la media luna, y quieren continuar la guerra contra los moros, como en la Edad Media.

Mas hay una parte del ejército que es honrada, verdaderamente patriota, y maldice en silencio esta guerra estúpida, inútil, sangrienta y de inciertos resultados; guerra que es del rey y no de la nación. Existen las madres y las esposas españolas que lloran una lucha sin gloria, en la que han perecido más de 25.000 hombres, o sea la cuarta parte del ejército combatiente. Existimos todos los españoles que estamos pagando desde hace catorce años, este capricho real del eterno adolescente.

—¿Qué pasará sí se va el rey? —vuelve a repetir con tono de balido el rebaño de los simples y los miedosos.

Pasará que todos los españoles de buena voluntad nos juntaremos para crear de nuevo una nación española, que hace años dejó de existir. Todos podrán colaborar en esta obra santa: los que trabajan con sus manos, los que producen con su cerebro, los que llevan al cinto una espada honrada o empuñan un fusil, y desean servir con sus armas a la nación, no a una dinastía, ni a una clase determinada; todos los españoles en fin, que amen a España y deseen verla gobernada por ella misma.

Que hable por primera vez, después de medio siglo de silencio, la voluntad nacional. Que desaparezcan esos hambrientos de placeres y de riquezas que van de uniforme a todas horas, y dicen vanidosamente a cada momento «Nosotros los soldados» y no sirven para ser soldados, pues harto lo han demostrado en una guerra que ellos mismos provocaron y cultivaron.

La monarquía de los Borbones fracasó completamente. El Directorio que es su última obra, ha fracasado también, pero al morir se agarra al rey con los brazos succionantes del pulpo y lo retiene prisionero para arrastrarlo en su ruina.

Alfonso XIII vive en la actualidad cautivo de Primo de Rivera, su cómplice en el asesinato constitucional. El dictador conoce, bien el carácter falso del rey, su deslealtad con los amigos, su afición a enredos y conspiraciones. Sabe que busca el auxilio de otros generales para hacerle caer y no oculta el concepto que le merece por tales manejos. Como respeto la vida interior de las familias, no me atrevo a repetir las palabras injuriosas y soeces con que Primo de Rivera designa muchas veces a su rey.

Alfonso XIII evita mostrarse en público. Pasa semanas enteras en sus posesiones reales y ni aún así consigue verse libre de la vigilancia recelosa de Primo de Rivera. Dos capitanes designados por el Directorio le siguen de lejos en sus paseos, le espían o permanecen de guardia en su antesala. La censura del Directorio abre todas las cartas dirigidas a Alfonso XIII. Primo de Rivera teme que se entienda con otro general cortesano, —como se entendió con él— preparando un segundo golpe de Estado, contra el Directorio.

Según parece, entre los generales españoles afectos a la monarquía, existen ya varios grupos que se miran con hostilidad. Gracias a Alfonso XIII el generalato español es hoy un generalato a estilo de Méjico. Sobre sus gorras con entorchados se ve el gigantesco sombrero á la mejicana de Pancho Villa. Pero hay que añadir en honor de los generales mejicanos que éstos, a lo menos, cuando se odian se hacen la guerra y se fusilan tranquilamente. Los Obregones de España se tienen miedo unos a otros y únicamente se molestan con chismes, murmuraciones e ironías femeninas, como la de Primo de Rivera al echar de España a su rival Cavalcanti, enviándolo a estudiar la organización de los... ejércitos balkánicos.

No es difícil reconstituir a España en una forma moderna, tranquila y progresiva.

Ante todo que se vaya el rey. Haremos lo que acaba de hacer Grecia. Se constituirá un Gobierno provisional compuesto de todos los elementos no contaminados por el régimen caído, y la nación podrá expresar su pensamiento libremente al restablecerse la vida constitucional y recobrar todos los individuos el absoluto goce de sus derechos.

Durante dos o tres meses se hablará con libertad, se discutirá serenamente aleccionados por esta pesadilla que estamos sufriendo, y será organizado un plebiscito nacional en el que votarán todos los ciudadanos la forma definitiva del gobierno español.

Si la inmensa mayoría del país se decide por la monarquía, así será, aunque indudablemente la tal monarquía tendría que ser con un rey más limpio y probo que el actual.

Digo esto como muestra de imparcialidad y de respeto a la opinión española; pero sé bien que la hipótesis de que la forma monárquica surja triunfante de un plebiscito, después de lo que está ocurriendo en el presente, es como hablar de la probable salida del sol a media noche. Alfonso XIII el autor del desastre de Annual del telegrama «¡Olé los hombres!», se ha encargado de demostrar, hasta los más tardos de inteligencia lo que cuesta a un pueblo tener por rey a un Borbón.

Si dicho plebiscito proclama la República, tendremos una República verdaderamente nacional, en la que se podrán desenvolver todas las aspiraciones de los españoles, las cuales aunque parezcan contradictorias, estarán guiadas por el común deseo del bien de la patria.

La República es la paz, es la escuela, es el respeto y la libertad de todas las opiniones, es el ejército verdaderamente nacional al servicio de la ley, sin aventuras y sin robos, con el militar conociendo bien su oficio; un ejército como los de Francia, de Suiza, de los Estados Unidos; ejércitos de república, que han cumplido mejor sus deberes profesionales que él organizado corruptoramente por la monarquía española.

Dentro de la República, vivirán como adversarios corteses y tolerantes, los españoles que hoy se hacen una guerra civil sin entrañas, justamente indignados por los atropellos y los crímenes de que han sido objeto. Las masas obreras, perseguidas brutalmente como bandas de animales feroces, se mostrarán iguales a las de otros países, defendiendo sus derechos, pacífica y razonadamente, dentro de un régimen de libertad, bajo una ley igual para todos. Las clases capitalistas no verán su dinero derrochado por la guerra, ni tendrán que dar propinas corruptoras para emprender negocios de pública utilidad. El capital y el trabajo, vivirán como en los grandes países civilizados. En ninguno de ellos se ha encontrado todavía la solución para sus antagonismos seculares, pero los conflictos económicos se van resolviendo en una forma culta y no por el asesinato, como lo ha venido haciendo la monarquía española. Los partidarios de la vida autonómica regional no tendrán que apelar a un separatismo, que resultaría inútil y pernicioso para ellos mismos. Podrán vivir una existencia propia, como la viven los Estados autónomos dentro de las repúblicas federales de Suiza y los Estados Unidos de América.

Mas para que resulte posible esta transformación nacional es preciso que primeramente desaparezca el rey.

Mientras exista dentro de España, debe considerarse grotesco todo intento de gobierno nacional y de plebiscito. Es un enredador, un intrigante, un biznieto de Fernando VII, que esparce en torno de su persona una acción corrosiva, semejante a la tinta que secretan ciertos moluscos.

Además sería un bien para él y una tranquilidad para los nuevos gobernantes, el verle lejos de España.

Alfonso XIII debe ser procesado al recobrar la nación su vida normal. Es de justicia. VEINTICINCO MIL CADÁVERES DE ESPAÑOLES, cuyos huesos blanquean sobre la tierra de África, lo exigen con la voz silenciosa del más allá.

Y los procesos de los reyes, cuándo éstos no se alejan previamente, acaban a veces, de un modo trágico.

De esto saben algo, la Inglaterra de Cromwell y la Francia de la Convención.


París, Noviembre, 1924.

El novelista y el rey

Artículos publicados en «España con honra»

La pluma y la revolución

Alfonso XIII y el Directorio creyeron hasta hace pocas semanas haber conseguido enteramente su propósito de dominar a España como un organismo sin voluntad y sin voz.

Tienen una concepción material y grosera de la historia moderna. Se imaginan que amordazando el periódico y el libro, anulando el derecho de reunión y sacando las tropas a la calle al menor intento de protesta, conseguirán someter a España a un eterno silencio y engañar a los países civilizados, para que no conozcan su verdadera conducta. Estos pobres ignorantes creen en la eficacia absoluta de la fuerza brutal; no saben que en el mundo contemporáneo existen unos poderes impalpables e indefinidos que ejercen honda influencia en la historia humana, poderes que alguien definió con el título de «imponderables».

De estos imponderables el más temible y arrollador de todos es la opinión pública. Guillermo II venció muchas veces en los campos de batalla y, sin embargo, sus repetidas victorias no le permitieron avanzar un paso más hacia el triunfo decisivo. Tenía contra él la opinión del mundo entero. Desde los grandes centros de civilización como París, Londres, Nueva York, etc., hasta las islas más pequeñas y aisladas en medio de las soledades del Pacifico, todos los hombres se mostraron adversarios de la tiranía militarista alemana, y esta opinión universal, compuesta de millones de opiniones individuales, guiadas por una propaganda justa, acabó por sobreponerse a la fuerza de las armas, cambiando felizmente el curso de la Historia.

Algo semejante obtendremos nosotros dentro de los límites de nuestra patria. La verdad nos acompaña y acabará por triunfar. Haremos que el mundo entero conozca lo que ocurre en nuestro país, y cuando la opinión universal proteste contra la tiranía militarista que tiene secuestrada a la pobre nación española, las armas no servirán de nada al rey ni a sus generales compañeros de despotismo. Ametralladoras y fusiles tal vez acaben por volverse contra ellos.

Creyeron que, arrebatando a España los medios de expresión hablada o escrita, ésta no sería oída por más que gritase, dentro de su encierro, pidiendo socorro. Se equivocaron completamente. Somos muchos los que hemos oído sus voces y abandonando nuestro trabajo de los tiempos de paz dedicaremos nuestra voluntad y nuestras fuerzas a libertarla.

El intento de secuestrar a España ha resultado inútil. Puede repetirse en este momento, con oportunidad y justicia, la frase célebre de Zola: «La Verdad está en marcha y nadie la detendrá».

Hace un mes, todavía existían en el mundo millones de engañados o de indiferentes que, por error o pereza mental, creían en un Alfonso XIII verídico, simpático, amigo de los Aliados, popular en su país. Hoy empieza a saberse, gracias a nosotros, que es un personaje desleal a su palabra, mentiroso, germanófilo, predispuesto por su educación a retrogradar hacia la monarquía absoluta, amigo de tahúres y negociantes sucios —como su bisabuelo Fernando VII fue amigo de la más abyecta canalla— y pronto a recibir propinas y acciones liberadas de toda empresa que quiera buscarle.

Y el mundo sabe igualmente quién es el fatuo y parlanchín Primo de Rivera, general eternamente derrotado, y Martínez Anido, el verdugo negociante, y otros comparsas del Directorio, tristes personajes que, valiéndose de las Celestinas de la diplomacia española y de generosas retribuciones a los periódicos de alquiler, intentaron crearse una reputación internacional de superhombres providenciales, venidos a la vida con la misión de salvar a España.

Aún estamos ahora al principio de nuestra labor. Seguiremos, seguiremos, seguiremos.

Ya que España no puede hablar, nosotros hablaremos por ella.

El rey de Marquet y los individuos del Directorio, no sabiendo de qué modo hacer frente a la verdad, han dado la consigna a sus panegiristas asalariados para que engañen una vez más a los españoles ignorantes.

Hablar mal de Alfonso XIII, de Primo de Rivera y los demás cómplices equivale, según ellos, a ser mal español y hacer daño a la patria. ¡Como si España estuviese representada únicamente por el monarca socio de Pedraza y el general en jefe de la derrota de 1924, más terrible y mortífera que las de los años anteriores!…

Para los pobres imbéciles que se tragan esta propaganda del rey y del Directorio somos malos españoles los que pedimos que nuestro país deje de gastar cinco millones de pesetas por día en una guerra sin resultado; los que reclamamos la moralización de España, los que exigimos responsabilidad por la muerte de 25.000 combatientes, torpemente sacrificados.

Poco nos importa la palabrería de ciertas personas que nunca tuvieron opinión propia y toman la de sus opresores porque esto les resulta más cómodo y menos arriesgado, librándoles además del cruel trabajo de pensar.

Menos nos importa aún lo que puedan decir los mercenarios de la pluma, acostumbrados a cambiar de opinión según el alza o la baja de los valores en el mercado político.

Mis compañeros y yo sabemos adónde vamos y cuál es el rumbo que debemos seguir.

Es inútil que nos ladren desde los linderos del camino. Ni haremos alto en nuestra marcha ni nos saldremos de él. Sabemos que con la pluma no se realiza completamente una revolución, capaz de derribar un trono. Pero estamos convencidos de que con la pluma se preparan las revoluciones.


20 de diciembre de 1924.

Ladridos junto al camino

Durante mi juventud, siendo periodista y hombre político, me batí en duelo numerosas veces a consecuencia de mis polémicas. En dos de estos lances fui herido de gravedad, librándome de la muerte de un modo casi milagroso, lo que demuestra la importancia excepcional de dichos encuentros. No necesito dar pruebas de valor. Bastantes di en mi pasado.

Al escribir mi folleto contra Alfonso XIII y la tiranía militarista que impera en España adiviné que aquél iba a ser explotado por ciertos individuos, como un medio para proporcionar notoriedad a sus nombres, y me propuse desde el primer momento no darles gusto. Los que me atacan ahora en España, unos son antiguos protegidos de los generales que tiranizan al país y buscan hacer méritos, para ser mejor recompensados; otros desean aprovechar simplemente la ocasión de que su apellido suene, adquiriendo de este modo una fama que jamás pudieron conseguir con su pluma. De vez en cuando (entre muchísimas felicitaciones), recibo injurias y provocaciones a duelo de gentes que no conozco, o me creo en el caso de no escuchar, por conocerlas demasiado. Yo sólo admito un duelo con Alfonso XIII, con Primo de Rivera o cualquiera otro de los individuos a los que ataco, por defender la libertad de mi patria. No admito delegaciones ni sustituciones en representación de personas que tienen menos años que yo. Y en cuanto a ciertas amenazas de agresión personal, sólo debo contestar que quien desee hacerlas puede intentarlo, con la seguridad de que no se irá sin recibir la correspondiente y legitima respuesta.

Me he propuesto cumplir una misión noble y grande, y la cumpliré sin vacilaciones ni miedos, marchando por donde yo considere mejor y no por donde intenten llevarme los enemigos de mi patria.

He abandonado mi vida tranquila de novelista para ser en el extranjero, con otros españoles eminentes, la voz de una España que vive atada y amordazada. Todo el mundo sabe cuál es la situación de nuestro país. Periódicos y libros están sometidos a la censura militarista, y sólo puede imprimirse lo que autoricen los delegados nombrados por el Directorio.

Gracias a tal esclavitud del pensamiento, Alfonso XIII y sus generales creyeron haber suprimido toda protesta de España y se imaginaron igualmente engañar al resto del mundo haciéndole ver como conformidad del país lo que dice una prensa sometida a la previa censura. No contaban con que protestaríamos los intelectuales españoles residentes en Francia. Y una consecuencia de esta inesperada protesta es la enorme y ruidosa cólera del rey y los dictadores militares, cólera que aún se ha hecho más violenta al leer mi folleto contra Alfonso XIII y sus consocios en despotismo. Así se explican las enormes cantidades de dinero que el monarca de España y el Directorio dedican actualmente a pagar periodistas mercenarios y toda clase de individuos que puedan estorbar nuestra propaganda justiciera en favor de la libertad española.

Pero pierden el tiempo con sus ataques por delegación. Tenemos gloriosos maestros cuya conducta pensamos imitar. Víctor Hugo, durante su campaña de dieciocho años, dirigida desde la isla de Guernesey contra el despotismo de Napoleón III, no hizo caso de injurias ni de retos. Emilio Zola en el proceso Dreyfus marchó contra los enemigos de la Verdad, no concediendo atención a las vociferaciones de adversarios oscuros. Nosotros seguiremos igualmente una marcha rectilínea, sin oír a los perros que ladren en los bordes del camino.

De mí puedo afirmar que aún estoy al principio de mi jornada. Pienso escribir muchísimo más de lo que llevo escrito. Preparo nuevos artículos que afirman y amplían todo cuanto dije. Y el resto de mi existencia lo dedicaré por entero, si es necesario, a combatir la más afrentosa de las reacciones.

Para dar idea de la mentalidad de esta tiranía española basta mencionar que lo único que sus escritores mercenarios saben decir de mi es que soy «un mal español» porque he revelado a los países extranjeros la opresión en que vive España. Según ellos, esto no debe contarse más allá de la frontera. Hay que decirlo dentro de la Península y únicamente para los españoles. Pero ¿cómo decirlo allá, si no existe libertad para el periódico, libertad para el libro, libertad para reunirse, y una simple conversación en un café basta para que el Directorio meta a un español en la cárcel?…

Otro de los pensionados de la tiranía militarista cuenta que los Soviets me han entregado cuatro millones para hacer propaganda revolucionaria en España. Esta invención mediocre hace reír a todos los que me conocen. Bien sabido es que yo no tengo nada de comunista. Soy simplemente un republicano que desea para su país una República con muchas escuelas (bien las necesita, ¡ay!, la ignorancia española), con muchas economías en el presupuesto de gastos, con mucha paz y trabajo, con un respeto absoluto para todas las creencias religiosas y morales, y con la implantación de cuantas reformas beneficiosas a la clase obrera existen hoy en los países más adelantados.

Dentro de la España de Alfonso XIII y Primo de Rivera aparezco como un terrible revolucionario, enemigo del presente orden económico, porque deseo tales reformas, lo que da la medida de hasta dónde llega la ignorancia bestial de tales gobernantes. Siendo ciudadano de Francia, de los Estados Unidos u otra República, resultaría yo un personaje casi conservador para muchos; un hombre de gobierno, igual a los que dirigen actualmente dichas naciones republicanas.


3 de enero de 1925.

La verdad en marcha

La llamada «afirmación de monarquismo» que ha provocado en España mi folleto sobre Alfonso XIII me proporciona, con todas sus protestas ruidosas, la misma satisfacción que siente el tirador cuando se entera de que ha dado en el centro del blanco.

Las autoridades nombradas por el Directorio en cada provincia recolectan firmas para los mensajes en loor del socio de Pedraza, huésped de Cornuché y protector de Marquet. También hacen firmar a las señoras un mensaje en honor de la reina, a la que nadie ha aludido, y que sólo menciono una vez en mi folleto con palabras respetuosas para la dama y elogios para su nacionalidad de origen.

Este alarde de monarquismo ha llegado a adquirir un aspecto carnavalesco. El cabildo de Barcelona, para protestar con más eficacia contra el impío Blasco Ibáñez, «enemigo de la patria», renueva a Alfonso XIII su nombramiento de canónigo honorario de dicha catedral. El Ayuntamiento de Madrid y otros Ayuntamientos de ciudades importantes nombran a los reyes Alcalde y Alcaldesa honorarios de su población. Estos Ayuntamientos no hacen con ello más que devolver un obsequio. Ninguno de los que existen en España actualmente es de elección popular. Todos deben su nombramiento al favor del mismo monarca que ahora elogian.

Hasta el momento presente los coristas de la tiranía española sólo han sabido gritar «¡Viva el Rey!», sin limpiarlo de ninguno de los hechos censurables e inmorales que le atribuyen en voz baja la mayoría de los españoles y que yo no he hecho más que imprimir en mi libro, para que los conozca el mundo entero.

Los constructores del Metropolitano de Madrid han confesado que el rey es su consocio, aunque presentan tal asociación como un acto de gran patriotismo. Algo hemos adelantado con ello. Hace un par de años, los que insinuaban siquiera que el rey podía tener participación en dicha empresa se veían amenazados como reos de lesa majestad.

En cambio, los directores de la Compañía Trasmediterránea de Navegación han preferido guardar un discreto silencio. No han negado que Alfonso XIII es poseedor de tres mil acciones de dicha Sociedad y viene figurando desde hace años en sus libros con un nombre supuesto. Su mutismo revela la convicción que tienen de la inmoralidad que representa tal negocio.

Aunque dijesen que las acciones no son liberadas, sino pagadas por el rey —lo que les resultaría fácil, por ser ellos los que pueden manejar a su gusto los libros de la Sociedad—, no por eso dejaría el llamado Segundo de Rivera de aparecer como un monarca venal y negociante. La Trasmediterránea desempeña un servicio público, cobra por él muchos millones al Estado, y el hecho de que el rey figure entre sus principales accionistas representa una protección determinada a una empresa mercantil, con sus correspondientes favoritismos y propinas especiales. El día que cese la funesta guerra de Marruecos. La Compañía Trasmediterránea de Navegación, que sólo vive del apoyo del rey, verá terminados sus negocios, y Alfonso XIII ya no recibirá dividendos por sus tres mil acciones. De aquí su deseo de que la guerra dure mucho, ¡muchísimo!…, como cualquiera de los «mercantis» que venden arroz averiado y zapatos de cartón para el ejército, dando propinas a ciertos generales.

Tampoco el coro de loadores de la monarquía ha dicho una palabra para negar las amistades de su soberano con dueños de timbas españolas y extranjeras, con negociantes presidiables y con tiburones del océano financiero que preparan sus mordiscos a la Hacienda española, bajo la real protección.

Los defensores de la monarquía demuestran lo limitado de su caletre, no encontrando más que dos argumentos. Todos los que censuramos el modo de gobernar de ese chulillo ignorante, osado y vividor, somos malos españoles, enemigos de la patria, como si la gran patria española que no vive únicamente en Europa, pues se halla extendida sobre la mitad del planeta, formando veinte naciones que hablan nuestra lengua, estuviese contenida en la persona de ese pobre zanquilargo, deportista admirado por sus aduladores y preparador de derrotas nacionales, siempre a la espera de nuevos negocios, que, física y mentalmente, es a modo de una resurrección de Carlos II, «el Hechizado», aunque más parlanchín y funesto que éste.

El segundo insulto que lanzan, especialmente contra mí, es que ataco al rey «por ganar dinero». ¡Pero si yo tengo más dinero que Alfonso XIII!… Comparados nuestros gastos, nuestra manera de vivir y lo que cada uno de los dos gana al año (yo trabajando y él sin hacer nada), el novelista resulta mucho más rico que el rey.

De la decadencia en que vive actualmente cierta parte de la nación española, lo más vergonzoso es su corrupción psicológica, su bajeza intelectual, que le hace sospechar un interés pecuniario, un negocio recóndito y misterioso en todo acto desinteresado cuya generosidad no alcanza a comprender. Viendo esto, parece imposible que nuestro pueblo haya sido el de Don Quijote y el de muchos grandes escritores y hombres de acción que llevaron una vida de nobles aventuras. La monarquía, con medio siglo de educación frailunotaurina, ha dado a sus partidarios una mentalidad de cocinera que ve en todo acto un motivo de sisa.

Algún día, cuando se pueda hablar sin comprometer a mis amigos, contaré todo lo que llevo gastado de mi bolsillo en estos últimos meses para hacer surgir a nuestro país de su abyección presente. Veremos entonces si algún monárquico ha gastado en defensa de la monarquía lo que yo he desembolsado y lo que seguiré desembolsando por la libertad y la dignidad de mi patria.

No soy tan rico como muchos creen, pero he conseguido, trabajando, una fortuna que resulta considerable para mi, gracias a la modestia de mis gustos y a la relativa sobriedad de mi existencia. Esta fortuna la he ganado toda ella con mi pluma, desde la primera peseta hasta la última. Puedo justificarla, dólar por dólar.

El producto de mis obras en español no lo cobro yo; hace años que lo cedí a mi familia, y toda mi fortuna actual la debo a los públicos extranjeros. Mi representante en los Estados Unidos, que es The Foreign Press Service, de Nueva York, puede presentar cuentas exactas de todo lo que he ganado en los países de lengua inglesa, con el volumen impreso y con adaptaciones de mis novelas para el teatro y el cinematógrafo. En Francia pueden ofrecer iguales cuentas mis editores Calmann-Lévy y Flammarion, y lo mismo harán mis otros editores en Italia, en Hungría, en Alemania, en Checoslovaquia, en Japón, etc. Estoy dispuesto a aceptar un tribunal, formado por los monárquicos más irracionales y más obtusos de España; los de más notoria brutalidad. Yo les presentaré un estado de lo que poseo (que no es poca cosa), y casas extranjeras de una respetabilidad universal justificarán todas las cantidades que me han dado por mis trabajos literarios, desde el primer dólar hasta el último.

Tengo la certeza de que Alfonso XIII y la mayoría de sus partidarios no tendrán el valor de hacer esta misma prueba. El actual rey de España no aceptará seguramente una revisión de sus cuentas particulares por un tribunal internacional compuesto de personajes de notoria imparcialidad. Tendría que explicar muchos ingresos extraordinarios, y así como yo presento a los editores que me pagan por mi trabajo, él se vería obligado a hacer mención de Pedraza, de Marquet, de la Trasmediterránea y otros consocios que no llegaron a «cuajar» por culpa de la resistencia de sus gobiernos, pero habían preparado negocios terribles para la nación.

Esta fortuna personal que yo he reunido con mi trabajo la empleo y la emplearé en favor de la libertad y la dignidad de España. Los malos patriotas gastamos nuestro dinero en defender a nuestra patria. Es lo único que podemos hacer para distinguirnos de los «buenos patriotas» defensores de Alfonso XIII, que toda su vida la pasaron viviendo a costa de la pobre España, unas veces directamente, como funcionarios pagados dos veces (sueldo y propinas), otras indirectamente, como manipuladores de la opinión, para hacer negocios.

Nadie como nosotros defiende la honra de España. Gracias a nosotros el pueblo español guardará una postura digna ante la historia futura.

Hay algo mucho peor que el estado de atraso de la España presente, que los negocios de Alfonso XIII, que la derrota preparada por su imbecilidad presuntuosa en Annual, que el repliegue catastrófico de Primo de Rivera hacia la costa, y esto, verdaderamente horrible, habría sido el hecho inaudito de que nuestro país viviese, como vive actualmente, sin que nadie protestase, sin que un solo español alzara su voz desde el extranjero en nombre de la patria encadenada y sometida al silencio.

Por suerte para la dignidad nacional, un grupo de españoles que siempre fuimos más apreciados en el extranjero que Alfonso XIII y su cortejo de generales ignaros, hemos preferido las nobles amarguras de la proscripción a los vulgarísimos y denigrantes placeres de un Madrid sometido al régimen zarista, y protestamos desde el otro lado de los Pirineos para hacer saber al mundo que siguen existiendo dos Españas como existieron durante la gran guerra europea.

La una es la España de los germanófilos, del comediante Alfonso XIII, que engañó a todo el mundo, de los generales matamoros en perpetuo contacto con el coscorrón y la derrota, del fanatismo y de la ignorancia que ahora bailan libres y vociferan dentro de la Península, como las ratas cuando el gato está lejos. La otra es la España de nosotros y de tantos españoles animosos e inteligentes que se ven obligados, por las condiciones de su existencia, a seguir viviendo dentro de una patria a la que aman por lo que será indudablemente en el porvenir, pero que en el presente sólo les inspira lástima y les hace pensar a todas horas en una revolución que pueda salvarla.

Gracias a nosotros, España no aparece ante la historia como una nación muerta definitivamente, sin energías para protestar. Gracias a nosotros, el mundo civilizado abriga aún la esperanza de que nuestro país pueda ser en lo futuro un pueblo como los otros, libre, progresivo, respetuoso para todas las creencias.

Porque somos patriotas, profundamente patriotas, no con vocinglerías retribuidas, sino por impulsos de la razón y de un noble sentimentalismo, persistiremos en nuestro ataque contra una monarquía que cada vez embrutece más a España; contra el despotismo de unos generales que ni siquiera saben su oficio, y han perdido la cuenta de sus fracasos; contra una España negra que cada quince o veinte años va ciegamente a un derrumbamiento, a una nueva decadencia, defendiendo siempre la solución más absurda y más antipatriótica; la España desorientada de la guerra de las Colonias y de la «Marcha» de Cádiz, la España germanófila de la guerra europea, la España de la actual guerra de Marruecos que considera patriótica una lucha sin objeto, a razón de cinco millones de pesetas por día y de veinticinco mil españoles muertos en tres años.

Y como sentimos en nuestro corazón la energía de un verdadero patriotismo, cumpliremos nuestro deber, todo nuestro deber, sin miedo alguno.

Pueden calumniarnos. Se cansarán de inventar estúpidas mentiras antes que nosotros de defender a España. Pueden movilizar bandidos de la pluma pagándolos a tanto la línea; pueden enviarnos «pistoleros» de Martínez Anido o antiguos propietarios de casas de juego amamantados por éste; pueden pensionar ratés literarios que consideran llegado el momento de levantarse unos centímetros sobre el nivel de su habitual mediocridad, como el escarabajo se eleva montándose sobre la bola excrementicia que fabricó tenazmente, gracias a su falta de olfato.

¡Seguiremos!… «La Verdad está en marcha y nadie la detendrá».


24 de enero de 1925.

El rey contesta al novelista

Alfonso XIII ha contestado dos veces a mi primer folleto sobre su reinado fatal y sus negocios; en una carta al obispo de Coria y en un discurso pronunciado en Córdoba, algunos días después.

En esta lucha entre nosotros y el rey hemos conseguido una victoria desde las primeras semanas: «democratizar» al heredero de los Austrias, obligar al monarca de la ceremoniosa Corte de Madrid a defenderse directamente, por medio de cartas y discursos, como un presidente de República.

Hay que advertir, sin embargo, que esto lo ha hecho, no por gusto (a pesar de su reciente manía oratoria), sino obligado por la necesidad, al ver que nadie le defiende. Ninguno de los hombres eminentes de la monarquía española (los antiguos jefes de Gobierno) ha dicho nada para librarle de mis acusaciones. Únicamente algunos exministros de última fila, jornaleros de la política provechosa, coristas humildes de todos los Gobiernos antiguos, al exigirles una declaración los periodistas asalariados del rey, han dedicado a este unos cuantos elogios, productos del miedo más que de una sincera voluntad. Y con ellos, unos cuantos alquilones de la pluma, ganosos de trabajo bien retribuido, que lo mismo vendrán a buscarnos a nosotros al día siguiente del triunfo de la República, y si no vienen, será por miedo a que los recibamos como merecen.

Mientras se preparaba Alfonso XIII el propio homenaje de los alcaldes nombrados por él acto triunfal, con acompañamiento de coros y bailes como una zarzuela, que ha costado a los contribuyentes españoles varios millones de pesetas, —se defendió por sí mismo en la carta y el discurso mencionados.

La carta dirigida al obispo de Coria dice así:

Estoy recibiendo protestas y manifestaciones de adhesión que me confortan y me animan. A mí nadie me preguntó si quería ser rey. Aquí me colocaron y aquí tengo que seguir procurando hacer el bien, prescindiendo de las flaquezas que algunas veces sienten los hombres a quienes todos habíamos admirado antes, porque, indudablemente, no son ellos los que tienen la culpa, sino el medio ambiente en que se mueven y la mala información recibida, o el mal pensamiento de un momento dado. Hemos de perdonarlos, esperando que en lo sucesivo, en vez de escribir libelos, vuelvan a escribir novelas interesantes que podamos todos leer y alabar.

No agradezco este último elogio de mi enemigo, porque sé que es una de sus muchas falsedades. El no ha leído novelas mías ni de nadie. Necesita su tiempo para los deportes y los negocios. Pero dejemos esto que no es del caso.

Lo único gracioso en su carta es la afirmación de que nadie le preguntó si quería ser rey… Pero aunque no se lo preguntaron, lo es, y cobra por ello una cantidad considerable de millones todos los años.

Tampoco al pueblo español, que no intervino para nada en su engendramiento, le preguntaron si quería que el hijo de Doña Cristina fuese rey, y, sin embargo, le obligan a que le pague todos esos millones.

Ahora, muchos españoles le piden que deje de ser rey y él finge que no se entera de tal exigencia. Tal vez para sincerarse menciona el homenaje que él mismo se preparó y otras manifestaciones de lealtad y entusiasmo de sus amigos, los cuales parecen muchos porque disponen del poder y no pasarían de cien si estuviesen en la desgracia y en la proscripción.

Para que la verdad triunfe definitivamente podríamos hacer lo que yo he propuesto en mi primer folleto. Organicemos un plebiscito libre del pueblo español y que este diga qué prefiere, si la República o la monarquía. Concretando todavía más el caso, podría preguntarse igualmente a España si dentro de la monarquía prefiere a Alfonso XIII o a cualquier otro rey, aunque sea un rey de la baraja.

Si la mayoría de los españoles vota libremente por él, yo me callaré para siempre. Pero no hay que esperar que esta consulta al país pueda realizarse bajo su reinado, que es el del fingimiento hipócrita y la eterna mentira.

Y pasemos al discurso de Córdoba.

En 1921, Alfonso XIII fue a dicha ciudad, le dieron un banquete, se embriagó en él —como va siendo su costumbre según aumenta en años—, y a los postres, arrastrado por su manía oratoria, pronunció un discurso terriblemente imprudente, en el que dejó ver el fondo de su pensamiento, anunciando la supresión del régimen constitucional y la instauración de una dictadura militar, proyectos que Primo de Rivera ejecutó bajo sus órdenes algún tiempo después.

Ahora ha vuelto a Córdoba, le han dado otro banquete y se ha emborrachado de nuevo, pronunciando un segundo discurso que no puede ser más estrafalario e incoherente.

He aquí lo que dijo en sustancia pretendiendo atacarme:

Al hablar de esa campaña difamatoria a que ha aludido el alcalde de Córdoba, yo tengo que deciros que he cumplido en todo momento con mi deber, y es una íntima satisfacción de mi conciencia. Cuento con mi pueblo, y os aseguro que el Rey morirá incluso en su puesto, pero el lodo no lo manchará. Cuando hay en Marruecos hombres que, bajo la bandera, luchan y mueren, hablar mal de ellos es ser traidor a su Patria. Es preciso ir allí para encontrarse de cara a la muerte, antes de difamar a los que luchan y a los que sufren. Se ha calumniado a mis oficiales, cuando hay en Marruecos cementerios llenos de quienes dieron gloriosos su sangre y su vida. Tales calumnias no pueden verterse impunemente. Esto no puede decirse contra quienes tienen sus pechos acribillados a balazos. Quien así habla fuera de España, sin haberla ofrendado su sangre, vertiendo injurias y especies calumniosas, es un enemigo de su bandera. ¡Que Dios ilumine a ese mal patriota y le perdone el daño que hace a España! ¡Valiera más que, en vez de esas campañas, empleara su pluma en cánticos gloriosos a la epopeya, siempre noble, de su país!

Todo el que haya leído Una nación secuestrada notará enseguida la frescura con que faltó a la verdad este mentirosillo coronado, que pasa su vida engañando a sus cortesanos, como su bisabuelo Fernando VII, y cree que puede hacer lo mismo con la opinión de las naciones.

Precisamente yo hago justicia en mi libro al valor infructuoso y mal dirigido del ejército en Marruecos y lamento que hayan muerto veinticinco mil españoles en una guerra sin más objeto que dar importancia militar a este imitador de Guillermo II, que nunca se ha batido. Además creyó emplear un argumento sin réplica acusándome de no haber derramado nunca mi sangre por la patria. ¿Cuándo podía haberla derramado? ¿Cuándo ha sido invadido el suelo de España y han corrido todos los españoles a defender su integridad?…

Durante mi vida, España sólo ha tenido dos guerras. Una fue la guerra en sus últimas colonias de Ultramar, y yo, como otros hombres de ideas liberales, me mostré partidario de que se reconociese la independencia de Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Ahora hay la guerra de Marruecos y soy enemigo de ella, pues no es una guerra nacional, sino una guerra para satisfacer la vanidad de Alfonso XIII y para los negocios sucios de las gentes que le rodean.

Además, yo no soy militar de profesión, no he cobrado nunca un céntimo del Estado español, ni tengo uniforme alguno. Ninguna obligación pesa sobre mí de ir a luchar en una guerra colonial de la que abominan los más de los españoles.

En cambio, Alfonso XIII, desde que empezó a mamar el pecho de su nodriza, empezó igualmente a recibir siete millones de pesetas por año. Tiene ahora unos treinta y nueve años, de lo que resulta que lleva cobrados del pobre pueblo español 273 millones hasta el presente momento. Esto sin mencionar lo que cobra cada uno de sus hijos y sin tener en cuenta igualmente los cuantiosos y secretos negocios que, según dicen muchos españoles y extranjeros, ha podido realizar gracias a su influencia de rey.

Y lo único que ha hecho, a cambio de tan enormes ganancias, es vestirse al día una docena de uniformes (trabajo semejante al de los maniquíes en los salones de los modistos célebres), y cuando surge una guerra inventada por él, como la de Marruecos, se cuida prudentemente de no ir a ella para no derramar su preciosa sangre.

Su único acto de gran guerrero ha sido hasta ahora irse a la casa de juego de Deauville mientras morían en África más de diez mil españoles por haber seguido sus disparatados planes estratégicos, y mil de ellos gemían de miseria, prisioneros de los rifeños.

El deseo de Alfonso XIII parece que sería ver a Blasco Ibáñez dedicado a escribir «cánticos a la gloria de la patria», o sea, a la gloria de él mismo, pues el biznieto de Fernando VII considera modestamente que la patria es su persona.

Verme escribiendo las glorias de Alfonso XIII, la espantosa matanza de Annual organizada por su ignorancia, la retirada catastrófica de Primo de Rivera, la miseria, la incultura y el fanatismo religioso fomentados por él en España, etc., resultaría una vergüenza aún mayor que todas las vergüenzas que sufre actualmente mi patria bajo su reinado.


26 de enero de 1925.

Alfonso XIII, intenta perseguirme en Francia

Por la publicación de mi primer folleto —a pesar de que fue impreso en París— se me han instruido dos procesos en España, como «reo de lesa majestad y de tentativa contra el orden público»: uno por un juez civil y otro por un juez militar, ordenando ambos el embargo de mis bienes.

Pero a Alfonso XIII le pareció poco esto, y tuvo la osadía de querer extender su persecución a Francia, como si aún reinasen en ella los Borbones, como si no hubiese existido la famosa Revolución, ni el pueblo francés fuese una República.

Después de dos meses de inútiles tentativas diplomáticas y de rebuscar varios jurisconsultos bien pagados en la balumba de leyes viejas y olvidadas, encontraron una Ley de Prensa, nacida en tiempos de Napoleón III y reformada después, en la cual se penan los ataques contra un soberano extranjero. A continuación, el embajador de España (tal vez a regañadientes, por ser hombre que conoce bien el espíritu francés) presentó al Gobierno de la República, en nombre de su rey, una petición para que los tribunales de París me procesaran por mi folleto titulado en la traducción francesa Alfonso XIII, desenmascarado.

No necesito decir aquí, pues el hecho es reciente y todos pueden recordarlo, la indignación que despertó tal demanda. Muchos periódicos protestaron ruidosamente contra la pretensión de Alfonso XIII; otros mostraron con su silencio la inoportunidad de tal acto, a pesar de ser órganos de la derecha. Los escritores, en nombre de la libertad del pensamiento, abominaron igualmente del escandaloso e inaudito proceso. También considero inútil hacer mención de las muestras de simpatía y los elogios que me fueron dedicados como respuesta a tales persecuciones.

El diputado monsieur Paúl Laffont interpeló al Gobierno francés sobre dicho asunto en la sesión de 16 de enero, y la Cámara entera manifestó unánimemente su sorpresa ante las inauditas pretensiones de Alfonso XIII.

Hablaron igualmente los diputados monsieur Ernest Lafont, monsieur Mario Moutet y el jefe del Gobierno, monsieur Herriot. El exministro monsieur Paúl Boncour terminó el debate con unas frases elogiosas para mí y mi obra, y amenazantes en el fondo para el monarca español, pues hizo ver con ellas lo ridículo de su intento y lo peligroso de persistir en tal actitud.

«Después de los sentimientos —dijo monsieur Boncour— que acaban de manifestarse en todos los bancos de la Cámara en honor del gran escritor Blasco Ibáñez, el Gobierno debe hacer comprender al representante diplomático de España que este proceso, que es para Francia más que desagradable, pues le resulta doloroso, no puede traer nada bueno para su propio Gobierno». (Grandes aplausos).

Después de este acto hostil de la Cámara Francesa, que fue al mismo tiempo un homenaje para mi, asustado Alfonso XIII de la necedad que iba a cometer, se apresuró a enviar un telegrama al jefe del Gobierno francés diciendo que desistía de perseguirme.

Monsieur Herriot, presidente del Consejo de Ministros, cargo que obliga muchas veces a respetos protocolarios débilmente sentidos, creyó oportuno, al dar cuenta a la Cámara de la huida de Alfonso XIII, endulzar esta derrota alabando al derrotado por su decisión, a la que dio el nombre de «acto de liberalismo».

En vista de esto, y para manifestar mi agradecimiento a la opinión francesa, envié la siguiente carta al jefe del Gobierno:


«Al señor E. Herriot.

Presidente del Consejo de Ministros.

París.

Ilustre compañero de Letras y amigo:

Le agradezco de todo corazón las palabras afectuosas que me dedicó en su discurso al comentar ante la Cámara de Diputados la demanda de Alfonso XIII para mi procesamiento en Francia por el libro que he escrito contra él y contra la tiranía militarista. Pero veo que al dar cuenta, días después, ante la misma Cámara, de que el citado rey había desistido de sus persecuciones contra mí, fue usted demasiado modesto al suponer este acto como una demostración de «liberalismo» de Alfonso XIII.

El rey de España no ha desistido de perseguirme por «liberalismo», sino simplemente porque ha tomado miedo a la opinión del pueblo francés, luego de los discursos que pronunciaron en la citada sesión los diputados M. Paúl Laffont, M. Ernest Lafont, usted como jefe del Gobierno, y M. Paúl Boncour; así como a la protesta de la mayor parte de los periódicos de París y de provincias.

Resulta una ironía hablar del liberalismo de Alfonso XIII, cuando por orden suya se me han confiscado los bienes que tengo en España, se me siguen dos procesos, uno por el Tribunal Civil y otro por el Tribunal Militar; se ha borrado mi nombre de todas las calles y plazas que lo ostentaban, y hasta los amigos del rey proyectan quemar solemnemente mis obras literarias en uno de los paseos de Madrid, como en los buenos tiempos de la Inquisición.

El diario y el libro siguen en la España de Alfonso XIII sometidos a la previa censura; nadie puede hablar, nadie puede escribir, sin el visto bueno del Directorio. Hace dos meses nada más que los jueces de un consejo de guerra se vieron condenados a arresto por haberse negado a sentenciar a muerte, sin prueba alguna, a tres infelices obreros. El fiscal del Consejo Supremo de Guerra fue obligado también a pedir su retiro, porque se negó a acusar sin pruebas.

Después de este procedimiento aterrorizante, el gobierno formó un segundo tribunal más dócil, para que sentenciase a muerte a los tres procesados de Vera, ejecutándolos por medio del llamado garrote vil.

Alfonso XIII ha desistido también de perseguirme al enterarse de que en mi proceso iban a comparecer más de cien testigos de nombre célebre, escritores famosos de Francia y del extranjero, antiguos jefes de gobierno, ilustres políticos de Francia, Inglaterra, Bélgica, Italia, España, etc. Este proceso, en el que me habrían condenado cuando más a un franco de multa, iba a convertirse en el proceso de Alfonso XIII y la tiranía militarista española ante la opinión del mundo entero. Y el comediante de siempre ha querido presentar su pánico y su huida como un acto generoso.

Usted ignora, M. Herriot, la rara credulidad de los pobres españoles sometidos a la mentirosa educación monárquica y cómo se desfiguran los hechos al otro lado de los Pirineos. A estas horas, en muchos pueblos de España, los alcaldes, que son ahora todos ellos nombrados por el rey, los comisarios del Directorio, representantes del terror militarista y demás encargados de fomentar la barbarie nacional se harán lenguas seguramente de la magnanimidad del rey que «me ha perdonado en París».

Hace unas semanas los diarios de Alfonso XIII anunciaban el ridículo proceso mío ante los tribunales de Francia, afirmando que la República Francesa iba a decretar mi extradición y la entrega de mi persona al gobierno español, lo que representa un insulto para este noble país, pues sólo los reaccionarios españoles son capaces de suponer en él tal villanía.

Ahora dirán que los Tribunales de París iban a sentenciarme a ser guillotinado, y gracias a la intervención de Alfonso XIII, que desistió de perseguirme, he podido salvar mi cabeza, acto magnánimo reconocido hasta por el propio M. Herriot, que felicitó al rey por su conducta liberal. Y añadirán que yo, por ser de corazón más duro y de ideas más impías que el jefe del gobierno francés, no sabré agradecer nunca a Alfonso XIII el haberme salvado la existencia, pidiéndole perdón de rodillas.

Mi agradecimiento sólo puede ser para Francia, mi segunda patria, que ha cortado el paso a Alfonso XIII en su intento de perseguirme dentro del territorio francés, como me persigue actualmente en España. Hace meses que no recibo ninguna carta de allá. Yo, por mi parte, no escribo a nadie, pues recibir una carta mía representa para un español motivos de persecución y de cárcel.

En resumen, el rey de España lo que ha hecho simplemente es huir ante la opinión francesa. Nosotros procuraremos en el porvenir que huya igualmente ante la opinión española resucitada.

Afectuosos saludos de su amigo y admirador.

Vicente Blasco Ibáñez.

Mentón, 29 de enero de 1925»>

Contestación a Mr. Poincaré

Mi ilustre y respetado amigo M. Poincaré, varón de costumbres republicanas, que cuando abandona el gobierno de su país toma la pluma para colaborar en diarios y revistas, atendiendo al sostenimiento de su austera vida con esta labor literaria, ha dado a La Nación, de Buenos Aires, un artículo en el que me alude con tono afectuoso, que le agradezco, e intenta defender al mismo tiempo la conducta de Alfonso XIII durante la guerra europea.

No me extraña esto en M. Poincaré. Posee las más nobles virtudes humanas, y una de ellas, tal vez la mejor, es ser fiel a la amistad. Alfonso XIII se ha sentado a su mesa en el palacio del Elíseo, cuando era él presidente de la República. M. Poincaré le devolvió la visita en Madrid.

Tal vez supongan algunos que los íntimos de Alfonso XIII son los que han solicitado de M. Poincaré esta defensa. Reconozco que da motivo a ello la actividad con que se mueven dichos agentes de la monarquía pidiendo «certificados de buena conducta» para su rey a todos los personajes importantes; y bien se conocen las respuestas despectivas que les han dado Maura, Sánchez Guerra, Alhucemas, etc., antiguos jefes de Gobierno en España. Pero yo prefiero creer que la defensa de M. Poincaré es espontánea. El publicista ha visto un tema de actualidad en mi folleto contra Alfonso XIII, y ha escrito simplemente un artículo sobre el asunto.

Lo malo para Alfonso XIII es que el señor Poincaré no lo defiende en nada, y esto lo reconocen muchos diarios franceses al comentar su artículo.

Podía haber anulado para siempre las acusaciones formuladas por mí contra el rey de España en lo que se refiere a sus actos de germanófilo hipócrita. Nadie mejor enterado que él, por haber sido presidente de la República francesa durante la guerra. Y, sin embargo, no dice en su artículo ni una sola palabra sobre dichas acusaciones.

M. Poincaré se limita a hacer saber que Alfonso XIII dio seguridades de que España se mantendría neutral en caso de un conflicto entre Francia y Alemania. Yo no he desmentido esto ni he hablado de ello, y por lo mismo nadie puede comprender la necesidad ni la pertinencia de tal afirmación. En mi folleto no digo una palabra sobre la neutralidad de los hombres de Estado españoles antes de la guerra. Tampoco niego que, durante dicha guerra, Alfonso XIII estableciese servicios humanitarios en Madrid para el canje de prisioneros, etc.

Lo que sí afirmo en mi libro, y sigo sosteniéndolo, es que este servicio humanitario organizado por Alfonso XIII en su palacio, con unos cuantos empleados, resulta una especie de coartada, como las que emplean los delincuentes para desfigurar o disimular sus malas acciones. Repito que, al mismo tiempo que el rey de España canjeaba franceses por alemanes, permitía que en las costas de su reino los submarinos de Alemania organizasen y efectuasen mortales agresiones contra los buques aliados y que bandas de asesinos actuasen en Barcelona y otros puertos, para intimidar a los partidarios de Francia y para la información y avituallamiento de la piratería submarina.

Además, la actuación humanitaria de Alfonso XIII ha sido exagerada de un modo escandaloso, siendo más un alarde de comediante que una obra serena, desinteresada y generosa de verdadero filántropo.

La oficina central de la Cruz Roja en Ginebra hizo mil veces más que el rey de España. El pueblo suizo realizó modesta y tenazmente la misma obra, con mayor resultado. En Ginebra, hombres y mujeres de las más elevadas clases sociales llenaban las oficinas, trabajando día y noche, repartidos en diversos turnos. Pero como su obra fue anónima, una obra democrática y desinteresada, un esfuerzo colectivo de pueblo republicano, nadie se acuerda de la Cruz Roja de Ginebra, y los elogios son para el actor coronado de Madrid, que, al mismo tiempo que canjeaba públicamente hombres vivos, contribuía a la matanza en los mares de tripulaciones y pasajeros, favoreciendo o tolerando una desvergonzada campaña submarina en las costas de su país.

En resumen, todo lo que afirma el señor Poincaré en su artículo es que Alfonso XIII se declaró neutral al empezar la guerra y que organizó en Madrid servicios humanitarios. No dice más y es lástima, pues él, por haber sido presidente de la República francesa, sabe más que yo. No procura rebatir mi afirmación de que Alfonso XIII, por germanofilia o por ligereza de carácter, proporcionó informes a la Embajada alemana de Madrid sobre operaciones militares de los franceses. No menciona ciertos telegramas del agregado alemán en Madrid, que fueron sorprendidos y descifrados por las autoridades francesas. Tampoco habla en su artículo de lo que yo he dicho sobre los torpedeamientos de la marina aliada en las costas españolas, ni de la opinión que durante la guerra tenían sobre la conducta de Alfonso XIII muchos personajes que fueron ministros bajo la presidencia de M. Poincaré.

Otro suceso que podía haber aclarado definitivamente este ilustre escritor y hombre de Estado es decirnos cuál fue el motivo secreto que impelió a Alfonso XIII a pedir al presidente M. Poincaré que retirase cierto agregado militar de la Embajada francesa en Madrid.

Sobre la conducta de Alfonso XIII durante la guerra, M. Poincaré podría hablar como nadie, pero sus escrúpulos personales o su discreción de antiguo gobernante ante los llamados «secretos de Estado» le impiden expresarse con amplitud y entera libertad.

«Entonces —pensarán muchos lectores—, ¿por qué se ha tomado la molestia de escribir sobre tal asunto?…».

Yo siento por M. Poincaré una simpática admiración. Durante la guerra seguí atentamente sus esfuerzos de gran patriota, y jamás me permitiré con él nada que pueda ser interpretado como una crítica malévola. Únicamente me atrevo a decir que periódicos importantes de Francia, por ejemplo. La Dépéche, de Toulouse, que tira más de un millón de ejemplares y es el diario de tradición más republicana, declaró en un artículo que «los argumentos de M. Raymond Poincaré resultan mudos sobre los puntos más esenciales del folleto de M. Blasco Ibáñez y no refutan ninguna de sus críticas importantes».

Reconozco la conducta noble y elevada de M. Poincaré, que ha querido defender a un amigo, aunque evitando la parte verdaderamente interesante de dicha defensa, por resultar peligrosa.

El acto es admirable, digno de su autor; pero, según declaran muchos periodistas franceses, completamente inútil hasta el presente.

Después de su artículo en La Nación, el ilustre republicano M. Poincaré continúa siendo el M. Poincaré de siempre, digno de un gran respeto.

Y Alfonso XIII es «mi» Alfonso XIII.

Sigue en pie, tal como lo he retratado en mi libro.

A un amigo de Alfonso XIII

L’Echo de París, que según parece es el diario predilecto de la Embajada de España en Francia, publica una interviú del general francés Denvignes pretendiendo responder a lo que dije en mi folleto Alphonse XIII demasqué. Como se trata de una interviú y no de un artículo con firma, ignoro si su autor dijo exactamente lo que aparece en el periódico, pero mientras no conozca una rectificación de él, debo ceñir mi respuesta a lo publicado.

No conozco al general Denvignes. Sólo sé que en los primeros años de la guerra europea figuraba como agregado militar a la Embajada de Francia en Madrid, siendo gran amigo de Alfonso XIII. Hasta creo que jugaba al polo con él, conversando ambos de caballos y otras cosas del gusto de dicho monarca. Luego me enteré por los periódicos de que tuvo la desgracia de extraviar varios documentos importantes de Estado, descuido por el cual un tribunal militar le sentenció a perder su graduación, marchando finalmente a la guerra, donde se portó valerosamente, como todos los soldados y jefes franceses.

Menciono esto para justificar mi afirmación de que me parece muy bien que el citado general defienda al rey de España. Los amigos deben salir en defensa de sus amigos, y el agradecimiento por las atenciones recibidas es una de las principales virtudes del caballero. Pero después de hecha tal salvedad, debo decir a dicho señor —con todos los respetos que me merece un general de la República francesa— que sus argumentos en defensa de su real amigo carecen de base, siendo en extremo fácil el contestarlos. Además, cuando se rebate lo que dice un libro, se le examina en bloque, se contesta a todo, absolutamente a todo lo que se dice en sus páginas; no se va como un pájaro, picando a un lado y a otro aquello que se juzga favorable y fingiendo no ver lo que se considera de imposible contestación, que es lo que han hecho con mi folleto el respetable M. Poincaré y este general que pretende seguir sus huellas.

Si le contesto es para demoler definitivamente tres argumentos infundados que emplean en Francia los escasos amigos de Alfonso XIII, deseosos de que este germanófilo hipócrita siga figurando como gran amigo de Francia, casi como un salvador de los aliados.

El primer argumento es que Alfonso XIII, al estallar la guerra, dio palabra de que no colocaría un ejército en los Pirineos, lo que permitió a Francia enviar al frente muchas tropas que hubiera tenido que situar en observación ante las fuerzas españolas. Si alguien cree esto de buena fe, será porque tiene una mentalidad medieval y se imagina que en España sólo existe el rey, y el país no cuenta para nada, ni tiene opinión.

Los españoles sabemos más de esto. Al estallar la guerra hubo en España muchos germanófilos; existió un grupo más pequeño, que luego fue creciendo, de partidarios de los aliados, y la inmensa mayoría del país se mostró simplemente enemiga de unos y otros, adversaria de la guerra y de todo lo que pudiera mezclar a España en el conflicto europeo. Yo mismo, fervoroso amigo de Francia, por haber hecho campaña a favor de una neutralidad simpática a los franceses, me vi acusado por los germanófilos de querer arrastrar España a la guerra, lo que me valió una impopularidad momentánea, pero formidable, y numerosos insultos proferidos por gentes de buena fe, prontas a sublevarse contra toda posibilidad de intervenir en la contienda.

El bisnieto de Fernando VII, picarescamente hábil para hacer valer como favores sus propias conveniencias, titula servicio voluntario a Francia lo que sólo fue necesidad ineludible. Hubiera resultado interesante verle decretar en 1914 la neutralidad armada y la movilización, colocando un ejército amenazador en la frontera francesa. De haberlo realizado, hace años que ya no estaría en el trono de España. La orden de movilización habría sido la señal de numerosas insurrecciones. Y éstas no habrían resultado obra de los partidos avanzados, sino simplemente una protesta espontánea de la masa neutra del país, contraria a intervenir en la guerra, con una aversión irreductible a sacrificarse por unos ni por otros, y capaz de las más extremadas resoluciones para evitarlo.

La guerra fue para Alfonso XIII un período difícil. Tuvo que actuar como el jugador que emplea a un tiempo dos barajas, halagando por un lado a Francia y por otro a Alemania. ¿A cuál engañaba de las dos?… Yo creo que a Francia, por lo que diré más adelante.

Otro de los argumentos en su favor es mencionar los auxilios que la industria y la minería españolas prestaron a la fabricación de municiones en Francia; la introducción de las piritas de España, tan necesarias para los explosivos, y las grandes remesas de los talleres de Cataluña. Oyendo a estos contadísimos panegiristas que Alfonso XIII tiene en París, parece que sea él quien lo ha hecho todo, y que los productores españoles únicamente sirvieron a Francia por dar gusto a su monarca. Fingen ignorar la existencia de la nación, su vida económica, sus necesidades de vender, el apetito comercial que siente todo pueblo cuando puede aprovecharse de los apuros del vecino, realizando enormes ganancias. Olvidan igualmente, con inexplicable ligereza, que el Atlántico y el Mediterráneo estaban dominados por las marinas aliadas, y los alemanes no podían enviar sus barcos mercantes a hacer compras en España. Los dueños de las minas españolas vendieron todo cuanto se les pidió. Algunos de ellos, por ser germanófilos, lo hubieran vendido con más gusto a los alemanes; pero, como los únicos clientes eran los aliados, procuraron aprovechar las circunstancias.

También hubiera sido interesante ver a Alfonso XIII prohibiendo a los mineros y a los industriales españoles, en nombre de una absoluta neutralidad, que vendiesen sus productos a Francia e Inglaterra. Muchos de los que proporcionaban las piritas y demás materias necesarias para la guerra, aunque amigos íntimos de Alfonso XIII, habrían sido los primeros en sublevarse contra él, de impedirles éste la realización del negocio más enorme de su vida. ¿Quién sabe además si el mismo rey llevaba o no llevaba una participación mercantil en muchas de las exportaciones?… La suposición no es aventurada, ya que posee acciones en la mayor parte de los grandes negocios de mi país.

Resulta, pues, lógicamente, que España, como todos los pueblos neutrales de Europa y América, aprovechó la guerra para vender sus productos a precios nunca vistos, que los vendió al que tenía más cerca, al que podía venir a comprarlos, y Alfonso XIII jamás habría podido oponerse a esta prosperidad nacional. Así entraron en España doce mil millones de pesetas oro, que no han servido para el progreso del país, y con los cuales se mantiene la fatal guerra en Marruecos.

De la producción industrial de Cataluña, región que fue a modo de un taller inmenso de Francia, bastante digo en mi folleto. Los productores catalanes más entusiastas y decididos no eran amigos del rey. Trabajaron muchos de ellos por un fervor político que intensificaba su laboriosidad industrial. Uno de los más activos murió asesinado por lo agente alemanes, instalados tranquilamente en Barcelona y en amistosas relaciones con la policía de Alfonso XIII. Pero nada de esto, a pesar de que figura en mi libro, lo han leído los defensores de dicho monarca, o procuran pasarlo por alto, a pesar de su calidad de franceses.

Y vamos al tercer argumento, el más repetido y sobado de todos: la intervención humanitaria del rey de España en la guerra, sus canjes de prisioneros. Ya he dicho en varias ocasiones que esto no fue más que una coartada para disimular sus ocultos manejos de germanófilo. Los vecinos de Ginebra y otras ciudades de Suiza hicieron muchísimo más en esta obra humanitaria, y sin embargo los que muestran tan enorme entusiasmo por las gestiones de Alfonso XIII no tienen para ellos el menor recuerdo, sin duda porque su trabajo fue de una modestia republicana.

Aceptemos el número de 60.000 prisioneros aliados que el rey de España consiguió devolver a sus países. Este número indudablemente lo ha proporcionado el mismo Alfonso XIII y no debe ser rigurosamente exacto. Pero, en fin, admitamos 60.000 y si quieren 80.000 o 100.000; para mí es lo mismo, pues esos 60.000 franceses, ingleses y belgas representan simplemente otros 60.000 prisioneros alemanes que Francia y las naciones aliadas tuvieron que poner en libertad a ruegos de Alfonso XIII, para que le escuchasen en Alemania. De lo que resulta que a estas horas un general alemán puede cantar las glorias de Alfonso XIII —con iguales razones que el general Denvignes— por su intervención en favor de Alemania.

Los defensores de Alfonso de Habsburgo tal vez intenten presentarlo en último recurso como un espíritu sublime que vive más allá de las mezquinas diferencias de patrias y de razas, como un superhombre que se mantiene au dessus de la mélée, contemplando solamente seres humanos, allí donde los demás ven franceses y alemanes. No sé si los que han tratado de cerca a Alfonso XIII podrán imaginárselo así. Creo que no, pues hasta los más íntimos le tienen por un alegre gozador, muy apegado a las materialidades de la vida, y poco propenso a idealismos. Suponerle virtudes de filósofo haría reír a todos los que le rodean, y a él igualmente.

Si unos poquísimos franceses lo proclaman gran amigo de su país porque imitando a la filantrópica oficina de Ginebra gestionó la libertad de 60.000 prisioneros aliados, con igual motivo los alemanes pueden glorificarlo como gran amigo de Alemania, ya que libertó al mismo tiempo 60.000 de los suyos.

Puedo afirmar que los alemanes, nacionalistas y francófobos lo consideran como cosa propia. Tengo pruebas recientes de ello. Mi folleto contra Alfonso XIII ha sido traducido a todas las lenguas de Europa, menos al italiano y al alemán. En Italia varios traductores se quedaron sin poder imprimir su trabajo, lo que no resulta extraordinario, por ser la dictadura mussolinista prima hermana de la dictadura militarista española. En Alemania no solamente mi libro ha quedado sin traducir, sino que además todos los periódicos reaccionarios y patrioteros, comentando la edición francesa, han escrito contra mí peores artículos que cuando publiqué Los cuatro jinetes del Apocalipsis, dedicando al mismo tiempo enormes elogios a Alfonso XIII. Y vuelvo a preguntar: ¿a cuál de las dos partes engañó este hombre?…

A Francia y a los aliados. Bien claramente lo explico en mi libro cuando menciono las pruebas de la germanofilia de Alfonso XIII, pruebas que pasan por alto los contados franceses que han pretendido justificar la conducta del rey de España durante la guerra. Yo sigo acusándole (y esto es lo más importante de cuanto llevo escrito) de haber apoyado la campaña de los submarinos alemanes, permitiendo que se mantuvieran al acecho en aguas españolas siempre que les convenía, y se guareciesen en los abrigos poco frecuentados de sus costas.

Alfonso XIII, que es escéptico en punto a sentimientos y va donde puede ganar más, tuvo una opinión fija en los últimos años de la guerra. Creyó, como muchos, en el triunfo final de Alemania. No pensó nunca, sin embargo, en colocarse francamente contra Francia e Inglaterra, por ser operación peligrosísima, si se tiene en cuenta que la mayor parte de los puertos españoles son abiertos. Además, le bastaba, para conservar sus amistades germánicas, con seguir tolerando la campaña de los submarinos en aguas españolas. Su madre, la archiduquesa austríaca, las damas de la Embajada alemana en Madrid, el embajador de España en Berlín y otras gentes, mantenían sus buenas relaciones con el kaiser, aunque ambos no hubiesen simpatizado personalmente, en tiempos de paz, por rivalidades de histrionismo.

Sus esperanzas estaban del lado de Alemania. La victoria de los aliados no podía darle nada. En cambio, de triunfar Guillermo II, los intermediarios germanófilos le hacían entrever la posibilidad de suprimir la República de Portugal, falta de apoyo por el vencimiento de Inglaterra, coronándose a continuación como emperador de toda la Península Ibérica.

El general Denvignes se entretiene contándonos que los submarinos alemanes, como todos los buques beligerantes, tenían derecho a permanecer veinticuatro horas en un puerto neutral, y Alfonso XIII no hizo más que obedecer la ley cuando permitió que aquellos anclasen en Cartagena y otros puertos españoles, durante el plazo mencionado. Esto, general, los sabemos perfectamente todos los que hemos seguido de cerca la guerra, y resulta inútil el recordarlo. Pero no se trata de puertos frecuentados, donde era indispensable cumplir la ley. Lo que yo he dicho y sigo diciendo es que Alfonso XIII toleró en Barcelona agentes alemanes, con cuadrillas de asesinos que pretendieron aterrar a los industriales afectos a los aliados, y que otros agentes alemanes, a la vista de las poblaciones de la costa, avituallaban a los submarinos germánicos, les daban informes, etc.

Con una atención que le agradezco, siempre que habla de mi el mencionado señor y pretende desmentirme, dice que «me informaron mal», como si yo fuese un niño que repite lo que le cuentan, con la inconsciencia de una papagayo. Tal vez creerá que en el periodo de la guerra estuve metido en mi casa, sin saber más que lo relatado por los periódicos. A pesar de que él fue agregado dos años a la Embajada de Madrid, sus ocupaciones cerca del rey no le permitieron enterarse de que yo andaba por el mundo haciendo voluntariamente todo lo que podía a favor de Francia.

Como hijo del Mediterráneo, con numerosos amigos políticos y particulares establecidos en sus costas, pude enterarme, viviendo en París —donde escribía a favor de los aliados—, de la insolencia con que los alemanes favorecían en España a los submarinos de su flota, y de la tolerancia inexplicable del Gobierno español. Yo he sido fundador y consultor de asociaciones de pescadores en la costa mediterránea, conozco igualmente otras sociedades de cargadores de los puertos, y queriendo servir a los aliados fui espontáneamente a España en 1916 para ver si me era posible impedir, por medio de mis amigos (todos francófilos, o sea, de la «canalla», según Alfonso XIII), el avituallamiento de los submarinos alemanes. Algunos diputados franceses que conocían mi propósito se lo hicieron saber al ministro de Marina de entonces, y al llegar yo a Barcelona me encontré con un agregado naval de la Embajada francesa en Madrid, M. De Roucy, joven héroe que había recibido numerosos balazos durante la gloriosa resistencia de los fusileros marinos en Dixmude. Un año después, este teniente de navío falleció a consecuencia de dichas heridas.

Él y yo trabajamos por estorbar o impedir completamente el avituallamiento de los submarinos en las costas de Cataluña y Valencia. Debo confesar ahora que, para conseguirlo, no sólo me avisté con los presidentes de las asociaciones de pescadores y obreros de los puertos. También tuve una conferencia con los jefes de varias sociedades de contrabandistas. No hay que escandalizarse de esto. El más importante de los contrabandistas de España, que no pudo asistir a nuestra reunión por estar en Mallorca, es ahora gran amigo de Alfonso XIII y hasta su compañero de ganancias, pues ha proporcionado al rey numerosas acciones en otros negocios que él dirige.

Volviendo a la campaña submarina diré que anduve oculto, corriendo la costa, para ver a las personas que podían darme informes, y así empecé a convencerme de la conducta doble y falsa del rey, al cual había yo considerado hasta entonces como amigo de Francia, por culpa de las afirmaciones sobradamente ligeras de ciertos periódicos de París.

Los carabineros que guardaban el litoral mediterráneo tenían la orden de ser ciegos para los alemanes. Los agentes de éstos iban a su voluntad de un lado a otro. Los germanófilos españoles (en todo pueblo había un grupo mayor o menor) favorecían tales manejos, con el entusiasmo del que se ve exento de peligro. Yo tuve que viajar por mi propio país disfrazado y con minuciosas precauciones para no ser reconocido por los alemanes, que un año antes habían organizado contra mí una traidora manifestación en Barcelona, de la cual pude librarme revólver en mano.

Los submarinos germánicos tuvieron sus estaciones en la costa de España. Nadie me lo ha contado. Soy yo quien puedo contarlo, por haberlo inquirido directamente.

En la desembocadura del Ebro existe un puerto olvidado que lleva el nombre catalán Port Fangós (Puerto Fangoso). Nadie se acuerda ya de él, aunque sirvió en la Edad Media para numerosas expediciones marítimas de los reyes de Aragón. En Port Fangos, donde solamente se refugian algunas barcas de pesca, entraban los submarinos alemanes como en su casa, y hasta hacían en él pequeñas reparaciones. Igualmente frecuentaban las islas Colúmbrelas, frente a Castellón, y otros lugares de las costas catalana y valenciana, casi olvidados, y que únicamente buscan los pescadores cuando necesitan un refugio. Recuerdo que algunos diarios de París publicaron en varias ocasiones cartas de marinos alemanes enviadas a diarios de Berlín, y en dichas cartas hablaban de su campaña submarina junto a las costas españolas, con el regocijo del que está en su propia casa, seguro de que tiene las espaldas bien guardadas.

Fuese quien fuese el presidente del Consejo de Ministros, los alemanes podían continuar su actuación en España libremente, lo mismo por mar que por tierra. Puedo repetir un hecho concluyente que los amigos de Alfonso XIII no han mencionado ni mencionarán nunca, y que tenían el deber de no pasar por alto, si es que verdaderamente han leído mi libro antes de pretender rebatirlo. Me refiero a lo del señor Polo de Bernabé, embajador de España en Alemania.

El Gobierno llamado nacional, constituido por todos los partidos monárquicos de España, irritado justamente por el torpedeamiento de buques en aguas españolas, envió una nota enérgica al Gobierno alemán por mediación del citado embajador, pero éste contestó que no quería presentarla a Guillermo II, para evitarle un disgusto. Y cuando el Gobierno quiso destituir a este funcionario desobediente, al servicio de Alemania más que de su propio país, Alfonso XIII se opuso a tal medida, diciendo que el embajador interpretaba su voluntad. ¿Por qué no contestan algo acerca de esto los que intentan presentarnos a Alfonso XIII como un salvador de la Francia, solamente porque dejó que su país fabricase, comerciase y se enriqueciese, lo mismo que los demás países neutrales de Europa?…

Voy a terminar. El respetable general, basándose en los datos que le han facilitado, tal vez de parte del rey, afirma en su interviú, como una prueba concluyente a favor de la inocencia de Alfonso XIII, que sólo se recogieron en las playas españolas, durante la guerra, trece cadáveres de marinos aliados. Teniendo en cuenta lo poco que representan trece marinos para la tripulación de un solo buque, habrá que aceptar, de acuerdo con tal estadística, que los alemanes sólo echaron a pique en toda su campaña la cuarta parte de un vapor…

Creo que el mencionado general no habrá querido decir en su interviú que los submarinos alemanes sólo mataron durante la guerra a trece marineros aliados. Además yo en mi libro hablo de marinos y «de pasajeros» muertos.

Y aparte de todo esto, general, aunque solamente hubiese perecido un marinero francés, uno nada más, víctima del torpedeamiento de los sumergibles alemanes, ¿no le parece que si este marinero resucitase encontraría un poco raro ver cómo hombres de su misma patria regatean el mayor o menor número de víctimas, para quitar importancia a la guerra submarina, favorecida por Alfonso XIII?


Abril, 1925.

Lo que será la República Española

Al País y al Ejército

I. El espantajo rojo y la mentirosa propaganda de los monárquicos

El miedo a los trastornos que puedan ocurrir en lo futuro es lo que hace permanecer a muchos españoles vilmente resignados ante la tiranía que sufre nuestro país.

—Esto es malo —dicen—; Alfonso XIII y los generales eternamente derrotados del Directorio no valen gran cosa; pero si ellos se van, ¿qué es lo que vendrá después?…

Una propaganda de los monárquicos falsaria e ilógica explota la credulidad de la gente simple, recordando a cada momento el bolchevismo ruso para infundir miedo. El dilema que presentan todos ellos no puede ser más absurdo.

—Debes sostener la monarquía —dicen al país—. Alfonso XIII y Primo de Rivera son el orden y la tranquilidad. No oigas a los revolucionarios cuando afirman desde París que el rey te arruina haciéndote gastar cinco millones todos los días en la empresa de Marruecos, o que mata a miles de tus compatriotas en una guerra provocada por él para jugar a los soldados. Piensa que si la monarquía se derrumba vendrán los bolcheviques y se apoderarán de todo lo tuyo.

Y los ignorantes, los pobres de espíritu, aunque no sientan entusiasmo por el Gobierno actual, desean su continuación, viendo en ello la seguridad de que seguirán poseyendo su casa, su mesa, su lecho, la paz de su familia, y no serán repartidos sus bienes.

Algunos españoles de las clases superiores creen que si desapareciese el comediante Alfonso XIII se verían pidiendo limosna inmediatamente en los bulevares de París, como los antiguos señores rusos, y eso les hace sostener al rey, a pesar de que conocen su carácter mentiroso, su falta de seriedad y los negocios audaces que realiza valiéndose de su cargo.

Tal propaganda representa un embuste que únicamente puede obtener éxito en un país de analfabetos de levita, que son los ignorantes más temibles. En otra nación las gentes se indignarían contra los miserables que osan decirles tales falsedades, viendo en ellas un insulto para su dignidad intelectual.

El hecho de destronar a un rey nocivo como Alfonso XIII no significa, ni remotamente, que por ello deba caer el país en la anarquía o el comunismo.

En toda la tierra sólo existe en la actualidad una nación de régimen comunista, Rusia, y su comunismo no está exento de discusión, pues hasta el presente lo único positivo, estable e indestructible que han hecho los Soviets es dar las tierras a sus cultivadores, con lo cual los enemigos de la propiedad han creado ocho o diez millones de nuevos propietarios. Repito que existe un país comunista, nada más, representante del extremismo rojo; y naciones anticonstitucionales, dictatoriales, de régimen tiránico representando al extremismo negro, sólo hay dos: Italia y España. El resto del mundo civilizado se compone de docenas y docenas de repúblicas y algunas monarquías de indestructible régimen liberal, con reyes que deben su corona a un cambio revolucionario, no a momificadas tradiciones, como son los de Inglaterra, Bélgica, etc…

¿Por qué si destronamos a Alfonso XIII hemos de caer inmediatamente, de un modo fatal, en el comunismo? ¿Es que somos de una materia distinta a la de otros hombres, más bárbaros que todos ellos, incapaces de regeneración, y no podemos hacer lo que realizaron al otro lado del Océano los nietos de los españoles, constituyéndose en repúblicas, las más de ellas progresivas y florecientes?… Desde la última guerra europea, en el curso de siete años, la Humanidad ha suprimido cinco emperadores y veinte reyes, sin caer por esto en el comunismo. ¿Valemos nosotros menos que los habitantes del centro de Europa y otros pueblos, de corta y oscura historia, que acaban de imitar, constituyéndose en repúblicas, el hermoso ejemplo de los Estados Unidos, de Francia y otras naciones democráticas, directoras de la vida moderna?…

España puede vivir sin reyes, puede convertirse en República, sin que por ello corran ningún peligro nuestras organizaciones económica y social, cimientos profundos e invisibles de la nación, que se mantienen, más allá de las variaciones del régimen político.

A combatir esta propaganda mentirosa del rey y del Directorio, necesitados de asustar al pueblo español con el espantajo del comunismo para que se mantenga quieto y puedan ellos prolongar su tiranía y sus negocios, van encaminadas las presentes líneas. Esto no es un manifiesto de partido, formulado con la gravedad dogmática y oscura que las más de las veces tienen tales documentos. Es simplemente la opinión de un escritor que ha viajado mucho, estudiando los adelantos políticos de las primeras naciones de la tierra; de un español que ama a su patria, habiendo hecho gratuitamente por su prestigio en el extranjero mucho más que los explotadores que la gobiernan actualmente y que los periodistas falsarios que los adulan mintiendo a sabiendas, como malhechores, cada vez que hablan de mi.

Deseo la desaparición de la monarquía, a causa de la decadencia presente de mi país, resultado fatal de una mala educación que intencionadamente le han dado los reyes, y a esta patriótica empresa dedicaré los años que me queden de vida y todo cuanto llevo ganado con mi pluma.

No basta para que triunfemos una labor negativa y demoledora de lo existente. Hay que hacer afirmaciones para que la pobre España, desorientada por sus malos pastores, sepa qué es lo que puede reemplazar beneficiosamente a la monarquía. Y yo, simple ciudadano español, hablo para decir «Lo que será la República española» según mi pensamiento, dirigiéndome a las diversas clases en que se hallan agrupados mis compatriotas.

II. Al ejercito

La falsedad que emplean con más frecuencia los monárquicos es afirmar que nosotros odiamos al ejército como enemigos irreconciliables.

¡Mentira! De mí puedo decir que en mis viajes he dedicado siempre una observación especial a los ejércitos de las repúblicas que son hoy precisamente los vencedores, los más progresivos y los más simpáticos. Quiero para España un ejército menos numeroso y más perfecto que el que hoy existe; un verdadero ejército, como el de Francia, el de los Estados Unidos, el de Suiza, etc., que sirva para defender la patria y no para oprimir a la patria; que inspire afecto a los españoles y no recelos o repulsión disimulada; que sea, además, un ejército de verdaderos combatientes, con oficiales ilustrados, conocedores de los últimos progresos de su arte, y no una muchedumbre uniformada, mal organizada, costosa, únicamente apta para mantener a la nación en esclavitud por la fuerza brutal, haciéndola figurar al margen de los países constitucionales.

He dicho en Una nación secuestrada que España no tiene un verdadero ejército como los países democráticos, y lo que sustenta es una especie de gendarmería del rey. No me desdigo de ello. Esta crítica es para el ejército institución, tal como lo ha organizado la monarquía, y no toca a los individuos que lo componen.

Los oficiales del ejército español que han viajado o gracias a la lectura tienen un concepto más o menos completo de lo que pasa en el resto del mundo, se lamentan, lo mismo que yo, de los defectos fundamentales y la inutilidad de un ejército cuya importancia numérica no está ni remotamente en relación con su eficacia, y que consume sin éxito la mayor parte de los recursos del país. Las tristes y continuas derrotas de Marruecos hacen innecesario el insistir sobre esto. Los fracasos no pueden ser más grandes en lo que se refiere a la alta dirección, mientras abajo, entre oficiales y soldados, abundan el sacrificio y las abnegaciones heroicas. Este ejército, obra de Alfonso XIII y los generales favorecidos por él, recuerda el de Napoleón III en los primeros meses de la guerra de 1870, ejército que al batirse valientemente de derrota en derrota fue llamado «tropa de leones mandada por asnos».

Nuestro ejército cuenta con algunos buenos generales; pero, como no han sido cortesanos y deben su carrera al propio esfuerzo más que a las adulaciones al rey, éste los mantiene postergados, y si alguna vez buscó su apoyo fue para engañarlos.

En la guerra de Marruecos hemos tenido unos cuantos generales hábiles. Yo he oído a militares célebres de Francia hacer elogios de ellos. Tal vez por sus méritos se ven ahora olvidados y viven en España, en vez de estar en África. No quiero citar nombres; bastaría que yo los designase para que se viesen perseguidos; pero su situación demuestra que Alfonso XIII no puede aguantar en torno de él generales serios, estudiosos y competentes. Sólo acepta caudillos juerguistas, palabreros y achulados que tienen poco más o menos su misma intelectualidad.

Primo de Rivera, que nunca pasó de ser un jefe subalterno, se ha metido a gran estratega y nadie podrá disputarle su título de «el general más derrotado de toda la historia de España».

Nuestro país ha tenido generales derrotados, como todos los países; pero en sus fracasos se retiraron luchando con tenacidad o murieron heroicamente. El Gran Capitán del reinado de Alfonso XIII, Miguelito de Jerez (como el otro fue Gonzalo de Córdoba), ha inventado un nuevo procedimiento táctico: dar dinero a los moros para que le dejen replegarse en paz y regalarles encima fusiles y toda clase de materiales de guerra que les sirven para continuar atacando a nuestros soldados. Y cuando vuelve a la Península hay gentes que salen a recibirle y le arrojan flores, organizando igualmente en su honor procesiones rústicas de alcaldes y otros regocijos triunfales, con público de la época rupestre. El resto del mundo mira con extrañeza tales actos llamándolos «cosas de España», y se pregunta si somos todavía una nación o una casa de locos.

La República española no se mostrará enemiga del ejército; es más, aspira a crear un ejército nacional, el primero que habrá existido en nuestra historia. Hasta el presente —salvo los casos en que el pueblo se armó para defender la integridad y la libertad de la patria—, el ejército español no ha sido de España, sino de la monarquía. Sus generales, si usan el nombre de la patria, es uniéndolo siempre al nombre del rey, y muchas veces ponen este delante del otro, como más importante. El pueblo, que instintivamente adivina la realidad de las cosas, se muestra lógico al hacer mención del servicio militar, cuando sus hijos son llamados a él. Rara vez dice de un soldado que está sirviendo a la patria: siempre afirma que «está sirviendo al rey».

Como la República española no va a vivir dirigida por comediantes que usen media docena de uniformes todos los días y se crean genios militares, no se verá envuelta en guerras. Su ejército y su marina servirán para la defensa del suelo nacional en el caso de una invasión, cada vez menos probable, y para el sostenimiento de los Gobiernos democráticos, votados por el sufragio libre de todo el país, y no impuestos por la fuerza bruta, ni por la corrupción armada.

Este ejército joven será elástico en su organización, como el de los Estados Unidos. Si hay que sostener una guerra nacional entraremos todos en él, figurando al lado de los militares de profesión. En tiempos de paz este ejército maniobrero vivirá en los campos más que en las ciudades, ejercitándose a todas horas en su carrera ensayando los últimos adelantos de otros países.

Será un ejército de militares jóvenes, instruidos, respetuosos con la ley, que es la más sagrada manifestación de la patria, y eternamente deseosos de aprender.

Veinte años de República bastarán para que desaparezca el militar juerguista e ignorante, despreciador instintivo del español civil, con limitados horizontes mentales, y hábil únicamente para las estrategias del dominó y la baraja en el Casino de la población. Este tipo de militar existió en otros países, pero fue hace muchos años, tal vez cerca de un siglo, y hoy, cuando los oficiales extranjeros visitan a España o pueden encontrarlo fuera de ella, lo examinan con una curiosidad burlona, como si viesen un fósil.

Existen indudablemente dos ejércitos, dentro de nuestro país, como existen dos Españas: una estacionaria, amiga de los procedimientos bárbaros, que cuando le echan en cara el atraso del país cree sincerarse gritando «¡Viva España!». Es la España de Alfonso XIII, la de Miguelito, la que mete a los jesuitas en los centros de enseñanza, la que fue germanófila durante la guerra europea. La otra España es la nuestra, la del porvenir, la de la futura República, la única que respetan en el extranjero como una esperanza consoladora, la que no atrae la ironía de los intelectuales del resto del mundo.

Hablo a los militares de tierra y de mar que pertenecen a nuestra España, hombres de honor, verdaderos patriotas, que no pueden mantenerse tranquilos ante las vergüenzas del país y para los cuales el «¡Viva España!»… debe ir seguido de las dos palabras «¡con honra!», grito que fue el de Prim y otros generales y almirantes que valían algo más que los del Directorio. En nuestro país, el ejército ha servido muchas veces a la reacción, pero sería injusto no reconocer que él y la marina sirvieron en más numerosas ocasiones a la causa de la libertad. Riego en 1820 y Prim en 1868 representan los dos movimientos más importantes de nuestro progreso político.

Ahora, el ejército español, gracias a Alfonso XIII y a los generales derrotados del Directorio, vive fuera de sus tradiciones en una actitud que resulta antipática para el mundo entero. El país y el ejército deben ser la misma cosa y quererse mutuamente. En la actualidad se aborrecen, y el uno pesa sobre el otro. El pueblo no puede amar a un ejército que le priva de sus libertades. Esto deben pensarlo a todas horas los españoles de buena voluntad que visten uniforme.

Los generales de indiscutible competencia a los que he aludido antes no deben mantenerse en una protesta pasiva. Esto significa para ellos un suicidio moral, la anulación de su nombre en el porvenir. La historia no querrá creer nunca en sus méritos, si continúan sometidos como subalternos a la dictadura del más incompetente de los militares, sólo porque lo protege el más incompetente de los reyes.

Resulta vergonzoso para jefes de limpia y gloriosa historia estar sosteniendo con su silencio al sobrino de su tío, que hasta hace dos años era en el ejército uno de tantos —notable únicamente en tácticas alcohólicas y prostibularias—, y metido ahora a estratega soborna al enemigo para que le permita retirarse. Si esto sigue, la opinión futura juzgará a estos generales ilustres como inferiores al Primo de las derrotas.

Es preciso, por el prestigio del ejército y la marina, que los hombres de guerra anticortesanos, que son de España y no del rey, reparen el crimen de lesa nación cometido por el biznieto de Fernando VII y su banda de generales gozadores, al instaurar en 1923 un absolutismo hipócrita. Deben sublevarse contra lo existente, con la certeza de que realizan un acto patriótico.

La disciplina significa para ellos, en los momentos actuales, lo que el Código penal cuando prohíbe a un hombre honrado que hiera. Si encuentra en la calle a un ladrón que está estrangulando a un transeúnte para robarle, el hombre honrado se olvida del Código, y cayendo sobre el bandolero lo mata si es preciso, en nombre de una moral superior a la ley escrita.

Españoles que representáis la fuerza en armas al servicio de la nación: defended a la nación estrangulada y robada en sus derechos por unos generales presidiables, mientras Alfonso XIII actuaba de cómplice, asomado a una esquina, para engañar con sus mentiras a los que acudiesen en auxilio de la víctima.

Marchad contra ellos, seguros de que al hacerlo servís a vuestra patria.

Ellos os dieron el ejemplo quebrantando la disciplina para asesinar el régimen liberal. Vosotros, al quebrantarla de nuevo para resucitarlo, representáis la legalidad. En cambio, de permanecer indiferentes, consumaréis con vuestra apatía un asesinato nacional.

Venid a la República sin miedo a deslealtades de su parte. La República española necesita el apoyo de una fuerza armada, como el ser humano necesita el aire, la nutrición y el vestido para vivir.

Sabemos que se verá obligada a defenderse de numerosas asechanzas. Todas las Repúblicas han pasado en su juventud por un período defensivo, y en España aún resultarán más temibles y frecuentes los ataques, pues la ignorancia de unos y la maldad de otros, cultivadas por la monarquía durante siglos, serán materias explotables para crear obstáculos al nuevo régimen democrático.

La firme voluntad que tenemos los republicanos de defender la República es la mejor garantía para el futuro ejército nacional.

Muchos ignorantes se imaginan que la República española va a ser un período anárquico, de perpetuo desorden, en el que todos harán lo que les venga en gana y servirá para desacreditar al régimen republicano por medio de falsos apóstoles y agitadores pagados, pudiendo así restaurarse algún tiempo después la monarquía, con un carácter más despótico. Se equivocan. La República española será guiada por ideales generosos, pero sin que pierda de vista las exigencias de una realidad inmediata. Respetará la emisión del pensamiento, los derechos individuales (entre ellos figura el de la propiedad); dejará a la idea hablada o escrita todo el amplio espacio que merece; pero, si los enemigos intentan matarla, hará un llamamiento a su ejército republicano, a su marina, y sabrá defenderse, como lo hace Francia, como lo hacen los Estados Unidos y otras democracias.

Tal vez cuando, transcurridos muchos siglos, hayan perdido los hombres hasta los últimos restos de su primitiva animalidad, vivirán entre ellos pacíficamente, sin más guerras que las de la palabra, dentro de una reposada discusión; pero mientras esto no llegue (y va para largo), resulta necesaria la fuerza armada para el sostenimiento y el respeto de unas leyes sancionadas libremente por mayorías democráticas. Basándose en esta necesidad indispensable, la República española tendrá su ejército, amándolo con el cariño que inspira un hijo respetuoso, incapaz de atentar contra su madre.

Militares españoles: la República significa la existencia de un ejército moderno de mar y tierra, en armonía con el país, querido por todos los ciudadanos, sin favoritismos, sin tíos ni sobrinos Primo de Rivera, con sus ascensos abiertos al mérito, dedicado al servicio de la patria y no a sostener un rey maniquí, portador de uniformes.

Cargad vuestros fusiles, desnudad vuestras espadas por la República, sin miedo a que después os olvide. Haced en favor de ella lo que hizo Riego por el régimen constitucional, y Prim y sus compañeros por «la España con honra», cuando expulsaron a la abuela de Alfonso XIII, digna representante de la llamada «raza espuria de los Borbones».

III. A los contribuyentes

Temerosa la monarquía de que la derrumben, hace continuos llamamientos a los «elementos de orden», especialmente a los propietarios y a los tenedores de valores públicos. Le conviene difundir la especie de que desapareciendo el rey, los elementos que viven al calor del presupuesto perderán la seguridad y tranquilidad que ahora disfrutan.

Esto resulta una mentira más de las propagadas por la monarquía. La verdad es todo lo contrario, pues sólo la República española puede salvar a los rentistas de la inmediata ruina que les amenaza.

Una nación únicamente puede soportar la existencia de los rentistas mientras los gastos correspondientes al servicio de la deuda pública no sobrepasan la debida proporción con los ingresos. Cuando se rebasa ese límite y los intereses dedicados a la deuda nacional amenazan con devorar los ingresos necesarios para el pago de otras atenciones imprescindibles en la vida de un Estado, la Hacienda procura solucionar el problema buscando nuevos medios pecuniarios que le permitan satisfacer las necesidades públicas. Estos medios son dos: aumento de las contribuciones e impuestos, y aumento de la circulación fiduciaria.

Ambas soluciones las está empleando ahora la monarquía, y la clase media sufre sus consecuencias más que el resto de la nación. El aumento de los impuestos gravita especialmente sobre las pequeñas rentas, por ser el régimen monárquico un régimen de favoritismo que dedica su protección a los grandes poseedores, para que le apoyen con su influencia. El resultado inmediato del aumento de las contribuciones y los impuestos sobre el consumo es una subida del precio de las cosas, y la clase rentista, que ha visto reducirse la cuantía de sus recursos por el aumento de los impuestos que gravan sus valores, ve disminuir a la vez el poder de compra de las rentas que percibe, a causa del acrecentamiento del costo general de la vida.

Los industriales, los comerciantes y los obreros disponen para defenderse de armas económicas que faltan a los rentistas y a los que ejercen una profesión liberal. Industriales y comerciantes pueden aumentar sus precios según aumenta la carestía de la vida; los obreros exigen mayores salarios para que sean proporcionados al aumento de los artículos alimenticios.

El rentista no tiene estos medios defensivos y ve descender su situación rápidamente. Las rentas que hace pocos años le permitían vivir con desahogo no le bastan ahora para las necesidades más elementales de su existencia.

El empleado, el médico, el abogado, etc., cuyos sueldos y honorarios no están sujetos a la ley de la oferta y la demanda, siempre llegan tarde en sus reclamaciones. Cuando consiguen elevar sus ingresos, un nuevo aumento del costo de la vida los ha hecho ya ilusorios.

Por otra parte, las clases más elevadas de la sociedad se ven en la obligación de restringir sus gastos, y los artistas, que viven de lo que les sobra a aquéllas —por ser las artes generalmente un artículo de lujo—, tocan igualmente las consecuencias del nuevo estado de cosas.

Una Hacienda republicana, inspirada verdaderamente en el interés del país, puede solucionar esta mala situación haciendo economías, aminorando considerablemente los gastos. La monarquía española no puede economizar, y, por el contrario, aumenta todos los años su despilfarro.

Los malos gobiernos, cuando se hallan en apuro, acuden al socorrido expediente de forzar la máquina productora de billetes, pero esta inflación ficticia, este remedio pasajero, conduce a la depreciación de la moneda, a la subida enorme de los precios, a la carestía de la vida.

Hay que fijarse (aunque la materia resulte algo árida) en el desastre económico de nuestra patria durante los últimos años, o sea desde que al eterno niño que aguanta España en el trono, cansado de vestirse de payaso para jugar al polo y de correr en automóvil, se le ocurrió echarlas de general metiéndonos en la terrible e inútil aventura de Marruecos.

En los primeros años del siglo XX los presupuestos se saldaban con superávit, gracias a la enérgica reforma realizada por Villaverde, poco después del desastre colonial. A partir de 1909 empiezan a conocer el déficit y éste se convierte en una enfermedad crónica, que tendrá fatal desenlace si la situación presente continua. Dos grandes empréstitos fueron necesarios en 1917 y 1919 para enjugar la deuda flotante en circulación, pero la persistencia del déficit —gracias a Alfonso XIII y la estúpida aventura de Marruecos— ha hecho necesaria una continua emisión de bonos del Tesoro, hasta alcanzar la deuda flotante la cantidad fabulosa de 4325 millones de pesetas. La deuda pública desde 1910, o sea en catorce años, ha aumentado cerca de 7000 millones de pesetas, y este aumento se debe principalmente a los gastos enormes de la campaña de Marruecos, empresa favorecedora de robos y despilfarros.

La deuda de España es desproporcionada con los medios de que dispone la Hacienda española. En un presupuesto que no alcanza a 3.000 millones, más de 730 millones están destinados a pago de intereses de la deuda. Si a este pago de intereses se añade lo mucho que cuesta la guerra en Marruecos, sólo queda una exigua cantidad de millones para atender a las otras obligaciones del Estado.

La ruina nacional nos espera en un porvenir no lejano si continúa el régimen monárquico. La deuda seguirá avanzando progresivamente mientras no abandonemos Marruecos. Y a tal abandono se opone Alfonso XIII, que ha convertido en cruzada religiosa una simple acción de protectorado, excitando el sentimiento musulmán de los marroquíes. Éstos consideran guerra santa la guerra contra nuestro desgraciado país, incapaz de respetar por su educación monárquica las creencias de los otros hombres como las han respetado siempre Francia, Inglaterra y Holanda en sus colonias.

Se oponen también el militarismo español (militarismo no es lo mismo que ejército), y un generalato superior en número al que tenía el imperio alemán de Guillermo II cuando peleó contra el mundo entero.

La solución que pretende Primo de Rivera al establecer una nueva línea y mantenerse a la defensiva no aminorara en un céntimo los gastos de esta lucha infructuosa y antipática. Los técnicos militares que conocen a fondo el problema marroquí consideran que la línea ideada por Primo de Rivera es más extensa que la anterior, y exige fuerzas más considerables para su defensa.

Este general invicto y su protector y cómplice Alfonso XIII, después de haber enriquecido a los moros con el dinero del pueblo español, de haberlos pertrechado a la moderna, regalándoles miles y miles de fusiles de tiro rápido, y haberlos envalentonado con las derrotas preparadas por su ineptitud y su pedantería, creen que la nueva línea podrá contener a Abd-el-Krim y sus listos cabileños, los cuales ven el mejor de los negocios en hacer la guerra a la España monárquica, y que esta persiste en mantenerse sobre el teatro de sus derrotas.

El Directorio ha hablado de economías, pero todas resultan charla huera, digna de Miguelito. Sus únicas reformas visibles representan pérdidas cuantiosas de dinero. Como una habilidad diplomática y para que no se considere internacionalmente al rey y a sus colaboradores con el desprecio que merecen, han eximido los hombres del Directorio a las sociedades industriales y bancarias extranjeras de la obligación que tenían de presentar las declaraciones de capital que sirven de base a su tributación. Agradecidos, además, al apoyo que les proporcionan las comunidades religiosas, las han liberado de pagar contribuciones.

No queda otro recurso económico a la monarquía para sostenerse que emitir nuevas obligaciones del Tesoro y aumentar la circulación de billetes, sostén semejante al de la cuerda que mantiene al ahorcado. En los últimos meses, esta circulación ha ido aumentando de un modo alarmante. A ello se debe la depreciación de nuestra moneda, depreciación que no comprenden los extranjeros cuando España ha ganado 12 000 millones oro durante la guerra europea, y en los años siguientes al armisticio nadaba en la abundancia. Consecuencia del despilfarro monárquico y militarista es la carestía presente, y si no termina pronto la estúpida empresa de Marruecos, echando abajo al actual régimen, los rentistas y los empleados pueden prepararse a llevar una vida de ayunos y mortificaciones como los de algunos países del centro de Europa, arruinados por la guerra.

Hoy España es el país más caro del mundo. Mientras en muchas naciones se inicia una baja importante en los productos alimenticios, ocurre lo contrario en nuestro país y los artículos indispensables para la vida suben de precio incesantemente. Ésta es la verdad; pero como la monarquía no puede rebatirla, acude a sus habituales argumentos fabricados para estúpidos, y encarga su difusión a escritores venales o a periodistas vanidosos que se consideran grandes personajes nacidos providencialmente para salvar al rey.

Todos los que hacemos ver la obra nefasta de la monarquía somos enemigos de la patria; a nuestras críticas justas sólo saben contestar con la tenacidad imbécil del loro: «¡Viva España!». Como si no fuesen ellos los que matan a España. Además fomentan el miedo, asustan a los «elementos de orden» con el monigote del terrorismo rojo —que les hace reír a ellos cuando están a solas—, para que de este modo corran a cobijarse bajo la bandera de la monarquía, único refugio que en su opinión puede encontrarse.

Contribuyentes españoles: no os mováis; permaneced quietos admirando a Alfonso XIII y al Directorio. Así no será preciso que venga la revolución comunista, para veros despojados de vuestra propiedad particular. Los autores de la guerra de Marruecos se han encargado de liquidaros poco a poco.

Unos cuantos años más de monarquía al estilo borbónico y quedaréis limpios. El despilfarro negro va a ser para vosotros de tan ruinosas consecuencias como el reparto rojo.

IV. A los trabajadores

Lo que quiere la monarquía española es que las masas trabajadoras, en el taller, en el campo, produzcan lo más posible para las clases privilegiadas y se contenten con lo que éstas quieran darles, viendo en perpetuo silencio, cohibidas por el terror. Cada vez que los obreros formulan una protesta, los sostenedores de la monarquía creen llegado ya el momento del temido «reparto» y apelan a la represión brutal, con gran contento de los ignorantes.

La España de Alfonso XIII es el país donde más se habla del peligro comunista para asustar a los burgueses, y tal vez el menos amenazado de tal peligro en toda la tierra.

Primeramente, el proletariado industrial es en España una minoría, en relación con las masas enormes que trabajan los campos. Dentro de dicho obrerismo industrial, los comunistas resultan inferiores en número, comparados con otros grupos revolucionarios que siguen fíeles las doctrinas del anarquismo. Por encima de comunistas y anarquistas están las organizaciones obreras, más numerosas y conscientes, que sin dejar de ser radicales actúan con un oportunismo cuerdo dentro de la vida del Estado. Así es la Unión General de Trabajadores y así serán otras organizaciones proletarias dentro de la República. Esta representa una vida de legalidad, inflexiblemente respetuosa con los derechos de las clases productoras e inflexible igualmente en la aplicación de la justicia para castigar violencias.

Pero a la monarquía le conviene que una burguesía iletrada, capaz de llegar en su miedo a las mayores ferocidades, ignore la verdadera constitución de la masa obrera española, y apoyándose en su incultura supina, que desconoce la irreductible oposición existente entre la Tercera Internacional, los anarquistas y los socialistas, siempre que surja un conflicto, englobe a los trabajadores sin excepción, viendo en todos ellos combatientes de la revolución roja, y los venerables presidentes de círculos católicos y adoraciones nocturnas puedan gritar para servir a Alfonso XIII:

—Nada de distingos… Todos son unos. ¡Duro con ellos!

El trabajador que no calla y se niega a la resignación es un enemigo del orden y de la patria. La mayor parte de las perturbaciones sociales ocurridas en España fueron obra directa o indirecta de los Gobiernos de la monarquía. La anormal situación de Cataluña, durante los últimos años, puede resumirse en un doble movimiento semejante al de la balanza cuyos platillos suben o bajan según cambian las pesas de sitio.

La burguesía industrial catalana fue nacionalista, y continúa siéndolo, a pesar de los tránsfugas que por vanidad política o conveniencia individual sirven ahora a Alfonso XIII. Cuando este nacionalismo catalán adquiría grandes vuelos, el Gobierno de Madrid azuzaba, con toda clase de tretas, los rencores del proletariado contra los patronos, para que estos últimos se aterrasen buscando el amparo de la monarquía. Apenas los industriales, asustados y contritos, se refugiaban en los brazos protectores del poder central, la generosidad de los ministros de Alfonso XIII no conocía límites y los patronos recibían en pago de su «patriotismo» la destrucción de las organizaciones sindicalistas, el apoyo absoluto de la fuerza pública para toda clase de atrocidades. Como en la actualidad una parte mínima de la burguesía catalanista se ha hecho monárquica y sostenedora del Directorio, se dedica a proceder a la vez contra las organizaciones obreras que pretenden mantener su independencia y contra sus antiguos hermanos los nacionalistas catalanes, de espíritu liberal y progresivo, refractarios a transigir con la tiranía militarista.

El problema obrero en España es por el momento un asunto de justicia social, de comprensión de los tiempos modernos, de respeto a las organizaciones, de equidad por parte de los gobernantes en la resolución de los conflictos que surjan entre el capital y el trabajo. Esto puede hacerlo una República: jamás lo hará un Borbón.

Sería absurdo esperar que la República española resuelva las cuestiones sociales en veinticuatro horas. Ni en veinticuatro meses ni en veinticuatro años llegará a realizar esta labor completamente.

Los pueblos más adelantados de la tierra, que llevan sobre nosotros la ventaja de un siglo de progreso, no han conseguido aún soluciones definitivas en dicha materia. Es una obra de evolución, de educación, de espíritu de justicia, que irá avanzando a medida que se sucedan los años, desenvolviéndose el altruismo social y la mentalidad de las nuevas generaciones. Pero si la República establece en España las grandes reformas sociales implantadas ya en otros países, y cuya eficacia está demostrada prácticamente, habrá hecho más en poco tiempo por el bienestar y la dignidad de los trabajadores que la monarquía en siglos y siglos.

Además, la República española no teme a los obreros ni los mantendrá alejados de su Gobierno, como lo hacen Alfonso XIII y sus hombres, para los cuales no hay más obreros que los de los Sindicatos católicos. Al que se ama no se le teme, y la República ama a los trabajadores.

Todas las organizaciones obreras serán consultadas por la República y colaborarán con ella para una legislación del trabajo. Desde el primer momento, un programa mínimo, inspirado en los ejemplos que ofrecen los pueblos más progresivos, será implantado en España, amplificándose después según lo vaya permitiendo el desarrollo de la nueva República, pues esta habrá de hacer frente a los ataques traidores de los partidarios del pasado.

A nadie en pleno uso de su inteligencia se le ocurrirá que el pueblo español, ignorante por culpa de sus reyes, y que aún tiene en campos y montañas defensores de la monarquía absoluta y de la Inquisición, puede lanzarse desde los primeros momentos de su República a implantar reformas extremísimas, nunca ensayadas por ningún otro país en el curso de la historia, o intentadas con ruidosos fracasos. Nosotros debemos limitarnos a imitar lo que hayan experimentado ya pueblos más fuertes y adelantados, que llevan sobre España el avance de un siglo.

Además, un pueblo no es una cobaya, un conejito de Indias, de los que emplean los sabios en sus laboratorios para hacer descubrimientos útiles a la humanidad. Los más de estos animalillos mueren cuando el experimento no obtiene resultado, y sólo cuesta el reemplazarlos unas pesetas, pero la vida de todo un pueblo es difícil de rehacer y los ilusos que la perturban con ensayos audaces y sin precedentes no tienen derecho a salir del mal paso derramando unas cuantas lágrimas y gimiendo: «Me equivoqué».

Venga con nosotros la audacia contra un pasado nocivo, y adoptemos sin temor todo lo nuevo, lo grande, lo beneficioso y justo que existe en otras naciones y lleva años de ordenado funcionamiento, estando garantizado por la experiencia. En cuanto a ciertos ensayos generosos, pero inciertos, pueden intentarlos las naciones que marchan a la vanguardia del progreso humano, y si obtienen un éxito completo en el porvenir, ya los copiaremos nosotros o nuestros hijos.

En las masas obreras de España hay un espíritu de justicia, una visión de la realidad que no sospechan sus enemigos. Las persecuciones de que han sido objeto en tiempos del rey actual, las cacerías a que las han sometido los gobernantes, representan una provechosa lección, y todo trabajador bien equilibrado, que no quiera servir de autómata a sugestiones ocultas o anónimas, debe reconocer que vale más para su clase una República donde las Sociedades obreras gocen todas las libertades legales y donde la escuela prepare a las futuras generaciones para la verdadera conquista del poder, que la monarquía de Alfonso XIII, con asesinos como Martínez Anido y fantoches habladores como Primo de Rivera, que sólo respetan el obrerismo cuando está dirigido por los jesuitas.

Si existe en España un peligro comunista es en los campos. La monarquía española, siguiendo las huellas de su maestro el zarismo ruso, cultiva inconscientemente el llamado «peligro rojo». La distribución de la propiedad de la tierra en algunas provincias españolas es idéntica a la estructura agraria de Rusia en tiempos de su imperio.

En todo el siglo XIX y lo que va del presente, rara vez ha transcurrido una década sin que en los campos de Andalucía dejen de sonar las voces coléricas o dolorosas de los campesinos, protestando contra una existencia a estilo medieval. Pero los Gobiernos monárquicos, cuando ven en peligro las cosechas o temen una explosión de rebeldía, inundan las zonas peligrosas de guardia civil, y dan con esto por resuelto el problema.

Los reyes de España sólo piensan en el empleo de la fuerza para resolver momentáneamente los conflictos; jamás intentan darles fin con una solución legal. Los hombres de la monarquía son incapaces de implantar una reforma agraria como las que han realizado las naciones de la Europa del Centro. Los gobernantes de estos pueblos se convencieron de que las bayonetas serian incapaces de contener la avalancha comunista y expropiaron mediante indemnización a los grandes terratenientes, para repartir sus dominios entre los campesinos. Ahora los pequeños propietarios nacidos de esta gran reforma constituyen en dichos países la base más firme de la democracia.

Es indudable que en Rusia la revolución comunista no habría vencido al Gobierno republicano de la Asamblea Constituyente sin la fuerza que le proporcionó la muchedumbre de los campos, deseosa de poseer la tierra. La Revolución francesa ha acabado por triunfar, después de un siglo de alternativas, porque repartió oportunamente la tierra, monopolizada por la antigua nobleza, entre numerosos millones de pequeños propietarios.

Ni en Francia ni en los pueblos de la Europa central que hicieron la reforma agraria podrá triunfar nunca el bolchevismo. Las doctrinas comunistas contradicen los intereses del pequeño propietario. Este defiende la democracia porque la democracia lo creó como clase social. La aspiración de una República democrática no es suprimir la propiedad; muy al contrario, lo que desean las Repúblicas es aumentar indefinidamente el número de los propietarios, por pequeños que estos sean, considerando que todo hombre tiene derecho a la propiedad.

El ideal de las democracias no es agachar a los hombres, pasando una guadaña segadora sobre ellos para que todos queden al mismo nivel. A lo que aspira es a elevarlos, dándoles toda clase de medios para que suban según sus fuerzas. Es indiscutible que la propiedad puede reformarse, y debe reformarse cuando resulte necesario. En el curso de la historia no se ha hecho otra cosa, y son abundantes sus transformaciones hasta el presente. Pero esto no significa que la República considere necesaria su absoluta supresión. El derecho de propiedad es uno de los derechos del hombre, y por pequeña que sea la propiedad contribuye a la independencia del ciudadano.

Conociendo el peligro que representa la organización territorial de ciertas regiones de España, dedicará la República desde el primer día su acción a la reforma agraria. No debe perdurar en nuestros campos la vergonzosa desigualdad actual, después de un siglo de liberalismo y desamortización, que ha pasado sin dejar huella sobre ciertas regiones de España.

En dichas regiones todo está lo mismo que en la época de Carlos III. La encuesta que sirvió de base a la ley agraria de entonces parece ser todavía un documento del presente. Los males del siglo XVIII continúan aquejándonos en idénticas proporciones. El absentismo de los propietarios tiene ya un carácter crónico. En determinadas comarcas, grandes masas de tierra llevan siglos sin cultivo, mientras en otras regiones adquieren pequeñas parcelas un precio de arrendamiento superior a lo que producen; mal que ya señalaban los reformadores de dicho reinado.

Los subarriendos persisten hoy como entonces. El señorito se desentiende de las pequeñas molestias de tratar con los colonos, y un intermediario se encarga de esta función, procurándose una segunda renta. Los jornales, además de resultar exiguos, sólo se ofrecen en determinadas épocas del año, y no pueden sostener a una población agrícola cuya pobreza moral y agotamiento físico son proverbiales en toda Europa.

Los latifundios españoles, igual a los de la Prusia oriental y de la Rusia prerrevolucionaria, resultan numerosos en las provincias andaluzas, en Extremadura, Salamanca y otras regiones. La situación puede resumirse diciendo que cuatro quintas partes de la tierra de España se hallan en manos de una quinta parte de la población.

La reforma agraria no es solamente una medida de profilaxis y justicia sociales; constituye además la base de la grandeza económica de España en lo futuro, y guarda una fuente de recursos, insospechados hasta ahora por la Hacienda.

Habrá menos toros para las corridas, pero miles y miles de españoles que viven ahora como mendigos podrán cultivar la tierra, encontrando más abundante su pan.

La parcelación de las grandes propiedades creará una masa de pequeños propietarios, defensores de la República contra la reacción y contra el bolchevismo.

Los propietarios actuales del suelo, al ser expropiados de él, recibirán una indemnización en títulos cotizables, como se ha hecho en otros países, y el resultado de dicha reforma, al aumentar el valor de una parte considerable del suelo nacional, representará una nueva movilización de la riqueza y proporcionará capitales a obras de interés público que mencionaré más adelante.

V. Los tributos y el progreso del país

La República terminará con los privilegios fiscales y la desigualdad tributaria.

Todos los españoles deben contribuir por igual a los gastos del Estado, sin privilegio alguno de clase, y no es justo que continúe la situación presente, en la que el pobre y el pequeño propietario pagan más que los ricos.

No pensará la República en aumentar los tributos actuales ni en crear otros nuevos; harto pesan los que existen sobre el ciudadano español. Pero con el presupuesto de tres mil millones que tenemos ahora, suprimidos los gastos de la guerra en África, reducido el ejército a las exigencias de un pueblo peninsular de 23 millones de habitantes que sólo puede ser invadido por Francia (y la España republicana vivirá en eterna paz con la República francesa), suprimidos igualmente lo que nos cuesta la Casa Real y otras calamidades anexas, la República española podría hacer en pocos años verdaderos prodigios, dedicando los millones ahorrados a Instrucción pública, Fomento, Beneficencia y Legislación social.

Lo apremiante es un reparto equitativo de los tributos, pues las grandes fortunas contribuyen generalmente en proporción inversa a sus riquezas.

Además, una República española, pasadas las primeras dificultades de su instalación, atraerá las grandes e inteligentes iniciativas del industrialismo de los Estados Unidos, Bélgica, Francia y otros países, fomentando igualmente la actividad del industrialismo español. En la situación presente, sólo aventureros de más o menos audacia vienen a implantar negocios en España, y estos negocios son de tal clase, las más de las veces, que no los aceptaría ningún Gobierno honrado.

Los que vienen a proponerlos se preocupan ante todo de la enorme comisión que desean cobrar y del regalo no menos cuantioso que deben ofrecer a los personajes españoles que les apoyan. En la España de Alfonso XIII únicamente hombres de rapiña pueden implantar negocios regalando antes acciones liberadas.

Toda empresa, cuando nace, lleva el peso de las sumas enormes que hubo de entregar como soborno para que el proyecto fuese aceptado. La España de Alfonso XIII es la de los negocios de Pedraza, la del escandaloso monopolio de los teléfonos, la del ferrocarril de Ontaneda-Calatayud, con sus 35 millones de acciones liberadas para el rey y consocios, la de la precipitada prórroga a la Transatlántica y otras empresas futuras de las que se habla con escándalo.

Con una República, las puertas de España quedarán abiertas para las empresas que no quieren dar sobornos, y son las más importantes y poderosas del mundo. Los grandes capitanes de la industria y del dinero acudirán, sin duda, a contribuir al engrandecimiento industrial de nuestra patria en lícita competencia con el capital español, para el cual ha de reservar la República una patriótica predilección, hasta que logremos nuestra absoluta independencia económica, que es un ideal republicano. Y quienes acudan con sus iniciativas al futuro régimen lo harán, con toda seguridad, sabiendo de antemano que ninguno de los gobernantes de la República va a pedirles propina por su apoyo ni a oponerles obstáculos interesados.

España no tiene las exageradas riquezas naturales que algunos han supuesto, pero cuenta con muchas reales e indiscutibles, que bien explotadas pueden aumentar considerablemente la importancia económica de nuestro país. Posee grandes yacimientos minerales, y aunque no sea abundante en aguas, el considerable desnivel peninsular entre su meseta central y las costas la hacen rica en «hulla blanca». Pueden crearse en las caídas de sus ríos focos considerables de producción eléctrica, alimentadores económicos de nuevas industrias. Servirán también para la electrificación de las líneas que se construyan, completándose de tal modo nuestra red de ferrocarriles.

La República española representa el trabajo, la paz, las relaciones morales con las empresas extranjeras y del país, la creación de recursos, el aumento de la riqueza sin necesidad de forzar el mecanismo tributario, la percepción de nuevos ingresos con que atender a los grandes fines culturales y sociales.

VI. La república y el separatismo

Solamente la República puede evitar la disgregación nacional que ha empezado a iniciarse en España, especialmente en Cataluña y algunas provincias del Norte.

Este separatismo no es más, en el fondo, que una tendencia instintiva de los órganos que aún gozan una existencia propia a separarse de la monarquía española, que consideran muerta. Abominan de España porque esta carece de libertad, y a causa de la política de sus reyes forma aparte de las demás naciones de Europa, como si perteneciese a otro continente, menos civilizado. Además desean una amplia autonomía, en relación con su enérgica individualidad, y esta autonomía resulta incompatible con la constitución monárquica.

Dentro de una República española desaparecerá el separatismo. Nadie quiere irse de allí donde se ve respetado y atendido, gozando el pleno uso de sus derechos.

La República española será federal, siguiendo así las verdaderas tradiciones de España. Grandes geógrafos como Reclus, célebres viajeros que estudiaron atentamente la constitución física y étnica de nuestro país, están acordes en afirmar que España, por la conformación de su suelo, por su historia y por la diversidad de sus razas, debe ser una nación federal. En ella, el unitarismo es obra de los reyes, ansiosos de autoridad absoluta; nunca lo fue de la voluntad de los pueblos.

Pero el federalismo dentro de la República española no será general, instantáneo y obligatorio. El federalismo no debe imponerse. Son imprescindibles una educación preparatoria y un deseo unánime, para obtener su instauración.

Yo he vivido en varias Repúblicas federales, especialmente en la más importante de ellas, los Estados Unidos de América. No todos los componentes de una República federal son Estados autónomos, en el pleno uso de su soberanía. Hay porciones de terreno, menos preparadas para la vida particular e independiente, que mientras realizan su evolución educativa para llegar en lo futuro a ser Estados se llaman simplemente «Territorios» y dependen del Gobierno central.

En los Estados Unidos quedan ya pocos «Territorios». Algún tiempo antes de la guerra europea, el presidente Wilson elevó casi todos ellos a la categoría de Estados, considerando que estaban ya en condiciones para una vida autonómica; pero hace veinte años, nada más, el número de los Territorios era todavía considerable en la gran República de la Unión.

La España republicana, una vez resueltos los primeros problemas de su vida, cuando sea oportuno arrostrar nuevas reformas, podrá constituirse siguiendo las mismas reglas de los Estados Unidos y otras Repúblicas federativas. Existirán en ella, a un mismo tiempo. Estados regionales con Gobierno autónomo, y provincias que dependerán del Gobierno central de la República.

Cataluña y otras regiones, si las hay, que deseen unánimemente un Gobierno autonómico, podrán constituirse en Estados regionales, dentro de la gran República española. Y las más de las antiguas provincias, en las cuales el absolutismo de Austrias y Borbones borraron a sangre y fuego el espíritu autonómico representado por los Fueros, podrán ir haciendo poco a poco dentro de la República su educación federalista, su aprendizaje de vida autónoma, hasta que suprimido el antiguo caciquismo y habiendo adquirido cada grupo provincial una nueva vida orgánica, reclame su autonomía, constituyéndose en Estado.

¡Ojalá en lo futuro toda la Península, desde los Pirineos al Estrecho, del Mediterráneo al Atlántico, sea una confederación de Estados autónomos con vida propia, un conjunto de organismos robustos, en admirable equilibrio, sin sobreponerse unos a otros, que unan, para la gloria de una patria común, las diversas lenguas, los múltiples caracteres, las variadas crónicas de su riqueza histórica, y ostenten con noble orgullo el título de «Estados Unidos Hispano-Lusitanos», gran República Federal de Iberia!

VII. La iglesia

La Asamblea Constituyente de la República española legislará sobre las futuras relaciones entre la Iglesia y el Estado, como sobre todos los asuntos que afecten a la vida interior y exterior de nuestro país. Ella será la soberana. Yo hablo aquí de los primeros meses de la República, de lo que debe hacerse en mi opinión durante el período intermedio entre la caída del régimen monárquico y la reunión de las Constituyentes.

El primer Gobierno de la República respetará el Concordato con Roma, pero exigiendo su exacto cumplimiento. Además, el hecho de que la mayoría de los españoles profesa la religión católica no significará que sigamos ofreciendo al mundo el espectáculo más inaudito de intolerancia que se conoce.

Dentro del catolicismo existe una subdivisión a la que muchos dan el título de «catolicismo a la española». Yo conozco en naciones de Europa y América católicos eminentes que muestran cierta tristeza al hablar de este catolicismo español. En algunos escritores católicos de espíritu elevado se nota una tendencia a no hablar de nuestro país, como si la intolerancia española fuese un mal ejemplo, una especie de peso muerto que dificulta el avance del catolicismo en las otras naciones.

El católico español si va a Inglaterra o los Estados Unidos, países protestantes, encuentra natural y lógico que en la calle más céntrica de Londres o Nueva York exista una catedral católica, y numerosos templos de la misma religión en las vías secundarias. En cambio, si le dicen que va a establecerse un templo protestante en la calle de Alcalá, en Madrid, es posible que su indignación le haga rugir como una bestia feroz. Y no mencionemos siquiera la hipótesis de abrir una sinagoga en la capital de España. Esto haría reír a muchos católicos como algo estrafalario, más allá de los límites de lo verosímil, y a muchas devotas les proporcionaría un síncope, si lo tomaban en serio.

En mi viaje alrededor del mundo he visitado islas de la Polinesia donde hace cincuenta años los naturales se comían asados a los misioneros. Hoy, en las capitales de dichas islas del Pacífico, se ven templos de todas las religiones que tienen una base moral, alineados en la misma calle, tratándose los fieles de tan diversas creencias con el respeto que merecen hombres que sienten en común el mismo amor a Dios y al bien de sus semejantes. El catolicismo «a la española», el que sostiene al rey y al Directorio, está muy por abajo moralmente de estos nietos de antropófagos.

Cuando en una nación de Europa o América se cuenta que existe un país europeo llamado España donde las señoras protestan indignadas si una capilla protestante se atreve a poner en Madrid una cruz sobre su puerta (como si esta cruz fuese un símbolo inmoral) y donde los que no son católicos, para ir los domingos a su casa de oración, tienen que buscarla en el fondo de un patio o disimulada por los árboles de un jardín como si entrasen en un lugar vergonzoso, las gentes quedan asombradas y dudan de que esto sea verdad. Y, sin embargo, así es, bajo el reinado de Alfonso XIII.

La República española reconocerá el Concordato en lo que se refiere al mantenimiento del culto católico, por ser éste el de la mayor parte de los españoles, pero reconocerá igualmente la libertad religiosa, el respeto de todas las creencias basadas en la moral, aunque sus adeptos sean pocos; y con ello no hará más que lo que hacen todos los pueblos civilizados. Será un acto de reciprocidad para las grandes naciones que no siendo católicas aceptan y protegen el catolicismo, sin fijarse en el número de los que lo profesan.

La conducta de los católicos españoles, que se alegran de encontrar en los países protestantes templos católicos y en cambio no permiten que en su patria viva libremente otra creencia religiosa, recuerda la lógica inquisitorial del reaccionario Luis Veuillot cuando decía a los liberales: «Si triunfáis me debéis la libertad, porque figura en vuestro programa. Si yo triunfo, no os la daré, porque no figura en el mío».

Este absurdo, que nos coloca aparte entre los pueblos, como una excepción vergonzosa, lo hará desaparecer la República. Amparará a la Iglesia católica y pagará a sus sacerdotes en cumplimiento del antiguo Concordato, pero permitirá que se establezcan en España las demás religiones de los pueblos civilizados, con entera libertad, disfrutando de las mismas garantías y respetos que encuentran todas las «casas de oración» en las primeras capitales del mundo.

También considerará la República española de indiscutible justicia hacer una reforma en la distribución de los millones que el Estado entrega a la Iglesia para su sostenimiento. Hora es ya de que llegue la revolución para el clérigo, como para el contribuyente, el obrero de la ciudad y del campo, y todos los españoles que han vivido hasta hoy bajo un régimen de injusticias y privilegios.

Nadie tan víctima de la desigualdad como el sacerdote del clero bajo. Sólo entre los pobres trabajadores del campo, en ciertas regiones de España, se encuentran jornales comparables a la retribución que perciben algunos clérigos. Los hay que cobran menos de dos pesetas diarias y son los que trabajan más en las funciones del sacerdocio, los que se levantan a horas avanzadas de la noche para asistir a los moribundos, los que cumplen las más penosas y monótonas funciones de su ministerio.

Es cosa corriente ver en España clérigos sucios, astrosos como mendigos, con un aspecto de miseria mal disimulada. También se les ha visto a veces en las calles de Madrid pidiendo limosna. En cambio, el alto clero tiene obispos y cardenales (no todos, justo es decirlo) que visten y viven como si fuesen cocotas eclesiásticas, arrastrando vanidosamente faldas de seda y encajes, luciendo en las tertulias de señoras las joyas de sus manos y de su pecho con afeminada rivalidad, vanidosos príncipes de la Iglesia que no satisfechos con hacer eso dentro de España —en la que sostienen por afinidades de histrionismo a Alfonso XIII y al Directorio—, se lanzan a viajar a través de las tierras de América, como un exponente grotesco de nuestra nación.

El presupuesto del clero debe repartirse equitativamente. Algunos sacerdotes llevan una vida igual a la de los villanos de la Edad Media, oprimidos por sus señores feudales, sin poder protestar cuando les arrebatan el producto de su trabajo.

La República reconocerá el derecho de estos oprimidos a intervenir por primera vez en el manejo y reparto de lo que les pertenece.

Los clérigos podrán constituirse en sindicatos, para la defensa de sus intereses; podrán crear Juntas de defensa parecidas a las que tuvieron los militares, o una asamblea que, a semejanza del antiguo Estado llano, pida a los magnates de su clase un reparto más equitativo del dinero, una abdicación de sus privilegios abusivos, una igualdad evangélica, inspirada en las primeras enseñanzas del cristianismo.

VIII. Los hombres que gobernarán nuestra república

La República es la paz. Vosotras, mujeres españolas, que cada veinte años tenéis que derramar lágrimas por culpa de una guerra sin objeto en la que se abusa del nombre de la patria y que patriotas verdaderos podrían evitar fácilmente, debéis ver en la República vuestra futura tranquilidad.

La República española no inventará guerras exteriores que nos arruinen y arrebaten las vidas de miles de españoles, vuestros hijos, vuestros esposos, vuestros hermanos. ¿Quién puede atacarla?… Al Norte está Francia, una República; al Oeste está Portugal, otra República. Y las tres Repúblicas fraternales se entenderán siempre en todos los asuntos que les sean comunes, y si llegan momentos de peligro se prestarán ayuda con la instintiva solidaridad de los que pertenecen a una misma familia.

Los hombres de la República española no verán un ejemplo de simiesca imitación en los grandes carniceros humanos cual Guillermo II, ni buscarán guerras como un deporte, para admirarse a sí mismos. Serán ciudadanos, verdaderamente amantes de su patria, convencidos de que los países únicamente son grandes en relación con su grado de libertad, de prosperidad y de instrucción, dedicando todas sus energías a las obras de la paz.

«¿Y quiénes son esos hombres?», preguntarán muchos españoles al leer esto, pues la educación materialista y de limitados horizontes que nos han dado, durante tantos años, la monarquía y el fanatismo religioso nos impulsa a buscar la persona con preferencia a la idea.

Esos hombres los creará la República, los hará surgir el movimiento profundo que trae consigo un cambio de régimen. No temáis que falten. En todos los países y todas las épocas aparecieron puntualmente, en el momento preciso.

Recordad las floraciones brillantes y espontáneas que produjo la revolución española de 1868. La mayor parte de sus personalidades eran completamente desconocidas poco tiempo antes.

Los hombres que gobernarán la República española trabajan en este momento como médicos, ingenieros o abogados, escriben en una redacción de periódico o en un despacho comercial, explican sus lecciones en Universidades e Institutos, son obreros de carácter grave y meditativo que estudian en sus horas de reposo, vigilan el funcionamiento de una máquina o navegan frente a nuestras costas. Actualmente lamentan los males de la patria y ven en la República su único remedio, pero la desorganización que la monarquía ha creado interesadamente en nuestro país los mantiene esparcidos, como el polvo sideral. Han vivido hasta ahora lo mismo que los componentes de una nebulosa, pero van a concretarse haciendo surgir un mundo nuevo.

La República no debe ser únicamente para los republicanos; la queremos para todos los españoles. Claro está que para los españoles de buena fe que no sean sus enemigos y finjan servirla para traicionarla con más seguridad, y favorecer de este modo la vuelta a los antiguos tiempos.

Los republicanos que ya vamos siendo viejos queremos el triunfo de la República para que España se salve, importándonos poco lo que podamos ser dentro de ella. Nos basta con la satisfacción de haber cambiado beneficiosamente el curso de la historia de España. Veremos con orgullo cómo un tropel de atletas jóvenes y desconocidos se lanza por el camino que nosotros trazamos.

Sé por experiencia que las más de las veces el que derriba una puerta no es el primero que entra por ella. Igual a todos los precursores que lucharon para echar abajo los duros restos del pasado, soy objeto de una campaña de injurias y calumnias pagada por la monarquía. Desprecio sus ataques, pero hay uno de ellos que necesito rebatir.

Como los sostenedores de lo existente no pueden explicarse en ningún hombre acciones generosas y desinteresadas, por hallarse estas muy por encima del plano de su mentalidad, han supuesto que hago la guerra a Alfonso XIII y deseo el establecimiento de la República como un medio de satisfacer ambiciones personales, de ocupar los más altos cargos en el régimen republicano. Los que me conocen de cerca o los que tienen una noción aproximada de lo que es un escritor, acostumbrado a vivir absolutamente libre con arreglo a sus gustos, no pueden hacer gran caso de tales suposiciones.

Deseo una República española porque soy más español que Alfonso XIII y los que le rodean, porque he sido siempre republicano, y en los últimos años, mis viajes han servido para aumentar todavía más mi republicanismo. Estoy dispuesto a hacer cuanto pueda para que España viva sin reyes; pero una vez triunfe la República, mi conveniencia personal, mis aficiones, me harán desear que surjan nuevos hombres para que unidos a los antiguos gobiernen la joven República y me dejen a un lado, saboreando silenciosamente el placer moral de haber hecho una gran cosa en bien de mi patria.

Representaría una mala acción que yo abandonase a la República desde el primer momento de su triunfo, precisamente en el período constituyente, que es el más difícil y requiere la cooperación de todos los republicanos. La ayudaré mientras me lo pida y en el sitio donde quiera colocarme.

Y cuando la República ya no me considere necesario, mi gusto será volverme a mi jardín de Mentón, a escribir novelas, como uno de aquellos republicanos de la antigua Roma que después de servir a la República volvían a trabajar su campo.

IX. Lo que podemos hacer nosotros y lo que harán las generaciones venideras

Adivino las objeciones de algunos lectores. Lo que llevo dicho sobre la futura República española lo considerarán un programa harto moderado y prudente, lo que se llama un programa mínimo, y harán memoria de que he defendido ideas más radicales en muchas de mis obras.

Es verdad; no lo niego. Además quiero aprovechar la ocasión para proclamarlo, y que no haya equívocos. Existen en mi dos órdenes de creencias. Unas, las que me han proporcionado la observación y la lectura, aceptándolas por considerarlas justas, sin preocuparme de las condiciones impuestas por el espacio y el tiempo, reconociendo que muchas de ellas sólo podrán realizarse para bien de la humanidad en el curso de los siglos.

Otras, que por ser más limitadas y elementales considero de inmediato implantamiento, sin perder de vista el estado de atraso de nuestro país, y seguro de que éste no corre peligro alguno al adoptarlas.

Sé muy bien cuál es la mentalidad de la mayoría de los españoles, especialmente de la población de los campos. Y la llamada burguesía, o sea la gente miedosa, capaz de aplaudir el crimen con tal de que el orden no se turbe, no posee por regla general una intelectualidad superior a la del labriego.

La República, más difundida hoy en todo el mundo que la monarquía, resulta aún para muchos españoles algo audaz y peligrosísimo. Dejando a un lado los reyes negros de África con taparrabos y los reyes amarillos de Asia, en los países cultos del resto de la Tierra las Repúblicas son más numerosas que las monarquías. Cada año disminuye el gremio de los reyes. Y sin embargo en las ciudades y los campos de España todavía hay gente que se espeluzna de espanto al oír el nombre de República.

Debemos procurar ante todo que la República exista en España y el pobre español ignorante se acostumbre a ella, viendo cómo transcurren un año, dos, tres, cuatro, cinco, sin que tiemble el suelo ni caigan los astros, a pesar de que los reyes se fueron de Madrid y hay un jefe de Estado elegible, que representa a la nación.

Vivimos esclavos del tiempo y del espacio, y por más esfuerzos que hagamos, jamás nos libertaremos de su tiranía. ¿Qué es nuestra vida individual? Unos cuantos años nada más que representan dentro de la historia de nuestro país menos que una millonésima de segundo en nuestra propia existencia. Y, sin embargo, tal es la vanidad de nuestro entusiasmo, que en el curso de esta rápida vida queremos llevar a la práctica, de un solo golpe, todas las hipótesis generosas leídas en los libros; realizar en los estrechos límites de un cuarto de siglo lo que exigirá tal vez miles de años.

Si fuese posible, además, en el breve espacio de nuestra vida, realizar instantáneamente todos los nobles ensueños de pensadores y poetas en pro de la felicidad humana, suprimiendo cuantas desigualdades e injusticias existen, ¿qué les dejaríamos por hacer a las generaciones que vendrán después de nosotros?… Se aburrirían al encontrarse en un mundo donde todo estaba resuelto y realizado; perderían el gusto de vivir ante una vida sin objeto; tal vez por entretenerse, reharían la historia en sentido inverso, proclamando el encanto y la novedad de la barbarie, el despotismo, etc.

No, la vida no termina mañana, no se extingue con nosotros: le quedan aún miles y millones de años. Nuevas generaciones nos sucederán para ampliar y perfeccionar lo que iniciemos nosotros, como nosotros nos hemos aprovechado de las iniciativas y los sacrificios de nuestros precursores. Muchas de las ideas cuya contemplación embellece mis horas meditativas, únicamente serán realizadas por los hombres del porvenir.

Vivamos el presente, el corto momento de nuestra pobre existencia humana; hagamos lo que podemos hacer con éxito, en los pocos años que nos quedan… Y si conseguimos implantar en España una República estable, una República que acostumbre a toda nuestra generación a existir sin reyes; una República que dé a las organizaciones obreras una vida de libertad, serena, tranquila y progresiva, implantando las reformas sociales que existen en los países más adelantados; una República que establezca la libertad religiosa, con el respeto a todas las creencias y eduque a los españoles en una tolerancia mutua; una República que abra veinte mil escuelas de las cincuenta mil que necesita España para estar al nivel de otros países y convierta al maestro, personaje hoy despreciado, en uno de los primeros funcionarios del país, podremos morir tranquilos, con la certeza de haber hecho en unos cuantos años lo que la monarquía no supo hacer en muchos siglos.

Y los que vengan después, ya irán perfeccionando y agrandando nuestra obra.

X. La República tiene un ideal

La España monárquica vive sin ideal, y por ello su situación angustiosa resulta semejante a la del que intenta avanzar dentro de un callejón sin salida. Carece de horizontes, se mira a sí misma, su historia es comparable a la de los «sablistas» que viven al día, confiando en el azar para que prolongue su existencia hasta el día siguiente.

Una vida sin ideal no vale la pena de ser vivida, para los hombres ni para los pueblos.

La vieja España tuvo su ideal, pero este ideal ha muerto hace siglos, dejándonos como triste herencia la antipatía de una gran parte de la tierra, precisamente la que guía ahora los destinos humanos. El ideal español fue servir al rey y al Papa, extender la unidad católica sobre toda Europa, impedir que los pueblos se constituyesen libremente, ahogar los primeros intentos democráticos. Las naciones que son ahora las más adelantadas del mundo vieron en la vieja España un peligro para su desarrollo. Fuimos, como reconocen eminentes escritores católicos, una «democracia frailuna y militarista», al servicio de un ensueño de despotismo universal.

Estos tristes ideales se desvanecieron y, como premio de un heroísmo desorientado e inútil, hemos heredado la antipatía preconcebida, la apasionada parcialidad que muestran las grandes naciones del presente cada vez que hablan de nosotros. Yo reconozco que esta predisposición contra la llamada «España negra» abunda en injusticias y exageraciones, y las he combatido con mayor éxito y tenacidad que la mayor parte de los patriotas optimistas e inútiles que abundan en Madrid; mas no por ello deja de ser cierto que el antiguo ideal de nuestro pueblo, impuesto por sus monarcas, nos da el triste privilegio de una situación aparte en el mundo.

Muchos escritores que comen a costas del patriotismo ciego o lo explotan como un medio de abrirse camino, intentan hacer creer al pobre pueblo español que es admirado en toda la tierra. No les creáis, españoles. Ocurre todo lo contrario, ya que por culpa de la monarquía española somos el país más calumniado y menospreciado, muchas veces injustamente.

Para mantener el engaño os repiten los elogios de unos cuantos viajeros literarios o simples dilettanti que encuentran atractiva la vieja España por su atraso «pintoresco». Son espíritus que sólo pueden paladear la emoción artística en el pasado, por sentirse ahítos de la civilización de su patria; pero esos elogiadores de la España monárquica y fanática, después de entonar su romanza admirativa, se apresuran a marcharse, necesitados de la vida superior de sus países. Yo también he encontrado muy interesantes y dignas de curiosidad naciones de Asia y África con una gran historia muerta, pero sentiría desesperación si me obligasen a quedarme en ellas.

La monarquía española no tiene más ideal que mantenerse al día: «ir tirando».

Alfonso XIII, que ama la gloria escénica con un anhelo de histrión y por su mentalidad de rey sólo puede aceptar las aspiraciones del pasado, quiso tener un ideal español, y como este ideal era absurdo y extemporáneo, sólo ha conocido fracasos. Durante la guerra europea deseó el triunfo de Alemania, creyendo que con su apoyo podría matar a la República de Portugal, constituyendo un imperio ibérico. Luego ha creído en un imperio africano, tomando por base una porción de Marruecos de escasa importancia, por su extensión y sus riquezas, si se le compara con el resto del imperio marroquí, que ocupan los franceses.

Éste es todo el ideal de la monarquía española: imperios a estilo de la Edad Media constituidos por la fuerza, sin ninguna simpatía de los pueblos anexionados; guerras invasoras a las que se da el nombre de cruzadas, y que irritan el sentimiento religioso del país, seguidas de derrotas inauditas y gastos ruinosos.

He aquí el resumen de la historia pasada; la historia de la monarquía.

Con la República empezará España una nueva historia. Sólo la República puede dar a nuestra nación un ideal glorioso, nuevo y pacífico. Queremos el agrandamiento de nuestro horizonte nacional, pero sin imposiciones de la fuerza, sin guerras ni conquistas, por la influencia del espíritu, por los parentescos de la raza y el común amor a la libertad.

La monarquía española jamás se entenderá con los pueblos de nuestra lengua que existen en América y Oceanía. Todo cuanto se declame sobre uniones iberoamericanas es pura charla oficial y sus fiestas deseos nobles, pero vagos y mal encaminados, que no encarnarán en la realidad.

América es el continente de la República. El alma de Washington, paladín heroico y sin mancha de la democracia, flota desde un extremo a otro del llamado Nuevo Mundo. Pudo ser rey, pues sus mismos soldados le pidieron que aceptase la corona, y él repelió tal proposición como la mayor de las ofensas. La República democrática implantada por este héroe, bondadoso y justo, en las antiguas posesiones inglesas, fue imitada por Francia en su primera revolución, y ha servido de modelo a todas las naciones del continente americano.

La América entera es republicana. Los monárquicos de Madrid, que todo lo saben mal, o no saben nada, creen de buena fe que casi todos los americanos de habla española están arrepentidos de que sus países sean Repúblicas y nos envidian la enorme felicidad de tener por rey a Alfonso XIII.

Contribuye al mantenimiento de este error la llegada, de vez en cuando, a Madrid de ciertos snobs de la antigua América española que tienen la manía de la nobleza y se han inventado una colección de abuelos marqueses y duques, como si únicamente se hubiesen embarcado para las Indias Occidentales, en otros siglos, emigrantes con pergaminos nobiliarios.

Estos cursis del otro lado del mar solicitan ver al rey, le sacan una fotografía firmada, y después regresan a su patria para dar envidia a los amigos con tal amistad. Llaman familiarmente «Alfonsito» al monarca español, y no saben que el tal «Alfonsito» apenas vuelven ellos la espalda les apoda «indios» con su desparpajo chulesco, y afirma que se les ven las plumas por debajo de los trajes recién comprados en París.

Estos pobres burgueses de la América de habla española que tienen la manía del pasado y de los títulos mobiliarios no representan nada en sus respectivos países y la gente ríe de ellos cuando osan mostrar en público sus disparatadas aficiones.

El intento de establecer un trono en América haría sonar una carcajada inmensa desde los lagos fronterizos del Canadá al vértice montañoso del Cabo de Hornos. En las Repúblicas más retardatarias y belicosas, donde todavía en determinados momentos una parte de la nación se bate contra la otra, con odios que parecen inextinguibles, bastaría iniciar la idea de un gobierno monárquico, como medio de robustecer el orden, para que inmediatamente se juntasen todos los hijos del país, hasta los enemigos más encarnizados, en defensa de la República.

Una monarquía española no se entenderá jamás con las Repúblicas que hablan nuestra lengua. Una República española penetraría directamente, sin esfuerzo alguno, en el corazón de sus hermanas de América, sin necesitar ceremonias de encargo, vanas pompas oficiales y demás mentiras que presenciamos actualmente para disfrazar una unión imposible entre el bisnieto de Femando VII y los bisnietos de los españoles de América que se emanciparon para siempre de los fatales reyes de Madrid.

Otros parientes cercanos tiene España que también abominaron del régimen monárquico, habiéndose constituido en República. Portugal y Brasil son de la misma familia que nosotros, aunque hace siglos vivan de espaldas a nuestra patria. El pueblo español no tiene culpa alguna de la tiranía que sus reyes austriacos impusieron a Portugal, haciéndola perder ricos fragmentos de su territorio en los mares de Asia y Oceanía. Aun hoy la República portuguesa mira con inquietud a España, presintiendo el peligro de una invasión por su línea fronteriza, y necesitada de fuertes amistades, busca a toda costa el apoyo de Inglaterra.

Con una República española, la República portuguesa volverá la cara hacia nosotros, creándose dentro de la Península Ibérica una fraternidad, una confianza, un amor, que nunca se vieron hasta el presente en nuestra historia común.

El ciudadano español que se toma pocas veces el trabajo de reflexionar sobre la situación política de su patria debe darse cuenta de la triste excepción que representamos, dentro del movimiento progresivo de las gentes que hablan nuestro idioma o proceden de nuestra Península.

Existen sobre la Tierra más de cien millones de seres de habla española. A estos hay que añadir veinte millones de sangre y lengua portuguesa, o sea, los habitantes de Portugal y del Brasil. Estos ciento veinte millones de personas forman veintitrés naciones, y de las veintitrés naciones, veintidós son Repúblicas (veinte de lengua española y dos de lengua portuguesa). Sólo existe una monarquía, la de Alfonso XIII y Primo de Rivera.

¿Cómo pueden entenderse de verdad estas Repúblicas con una monarquía que representa una excepción anacrónica y grotesca, un motivo de risa y de orgullo hasta para las naciones más pequeñas de América, cuando se comparan con nosotros?… Hace año y medio nos quedaba aún el recurso, para consolarnos de nuestra abyección monárquica, de hablar contra el militarismo de ciertas Repúblicas y sus generales gobernantes. Hoy nuestra situación afrentosa no nos permite ya este procedimiento consolador. En ninguna República de América, hasta en las más revueltas, existe una dictadura tan despreciable y envilecedora como la del Directorio español.

Primo de Rivera resulta un mamarracho si se le compara con muchos generales improvisados de las últimas Repúblicas americanas. A lo menos estos «macheteros» se han hecho la carrera ellos solos; tienen mucho de heroico en sus aventuras y sus atrocidades; repiten, aunque sea sin comprenderlas, palabras de libertad que en otros países más ordenados resultan sagradas; no deben su fortuna a ningún tío protector y algunas veces triunfan en sus combates, lo que no le ha ocurrido jamás a nuestro Narváez de opereta, asaltador del Gobierno con escalo y nocturnidad, al que meteremos en presidio cuando triunfe la República.

¿Quién sabe hasta dónde podrá esparcirse el ideal de la República española, entendiéndose fraternalmente con todas las Repúblicas del Viejo y el Nuevo Mundo, unidas a ella por la sangre y la historia?… La España republicana, pacífica, de ideas generosas, no inspirará miedo a nadie y difundirá en cambio una atracción simpática. Su vida interna federal será una garantía y un imán para las otras Repúblicas hermanas.

Tal vez, en el porvenir, se realice de verdad aquella España inmensa, pero insegura y áspera, de los tiempos del descubrimiento de América, en la que nunca se ponía el sol. Pero será una España sin reyes, sin coronas; una confederación sentimental gobernada por el espíritu, donde cada pueblo guardará su gobierno propio y su independencia, teniendo como únicos magistrados supremos, como presidentes perpetuos, de indiscutible reelección, a Cervantes y Camoens.

Algunos dirán que todo esto no es más que una fantasía de novelista, completamente irrealizable. Más irrealizable es que Alfonso XIII se apodere de Marruecos y, sin embargo, llevamos derrochados en ello miles de millones y perdidas las vidas inútilmente de treinta mil españoles.

El ideal de la República española no costará nada, y nada perderemos intentando su realización. Además, el que tiene un ideal, aunque éste no llegue a realizarse, resulta más digno de respeto que las gentes vulgarotas, de animalesca materialidad, capaces únicamente de vivir al día, sin otra ambición que la de apoderarse de lo del vecino.

Solos los que poseen un ideal pueden figurar en la aristocracia humana.

XI. Y creyendo en este ideal quiero vivir y morir

Porque creo firmemente que la República es la única solución posible de los males que sufre España actualmente; porque considero que esta forma de gobierno puede torcer en una buena orientación el curso de nuestra historia, elevando a cierta parte del pueblo español sobre el escepticismo repugnante o la bestial indiferencia en que le han educado los reyes y sus auxiliares; porque siento en mí una chispa del nuevo ideal que debe reemplazar al ideal muerto, y bien muerto, que en otros tiempos guió a nuestra raza, poseo la energía de una segunda juventud y marcho adelante, ignorando el miedo al obstáculo y al peligro.

Todos los días recibo amenazas de muerte, cartas groseras o anónimas repletas de insultos y calumnias. Creo inútil repetir aquí las persecuciones de que soy objeto por parte del rey y de sus defensores, gentes que sólo son capaces de emplear la injuria y no pueden alegar en defensa de dicho monarca una sola razón que resulte aceptable ante la opinión universal. Con las pesetas de los contribuyentes españoles pagan a mercenarios de la pluma y a pobres diablos ganosos de notoriedad, para que escriban contra mí, sea lo que sea.

Si esperan cansarme o infundirme miedo, pierden el tiempo. Jamás me he sentido tan fuerte, tan satisfecho de mí mismo, con la tranquilidad interior que proporciona el cumplimiento del deber.

Hace cuatro meses nada más, antes de que publicase mi primer folleto sobre Alfonso XIII y la tiranía del Directorio, era yo, para los diarios monárquicos de Madrid, un gran novelista, una gloria nacional, comentando con satisfacción patriótica mis triunfos en el extranjero y los honores de que era objeto. Después de haber escrito contra Alfonso XIII, soy para los mismos periódicos un cualquiera, un escritor despreciable, y como no pueden negar mis éxitos fuera de España dicen que dentro de ella mis novelas son poco leídas, cuando algunas han llegado, como es sabido, a la más alta cifra de tiraje conocida en la época presente, tanto en España como en la América de lengua española.

Esto demuestra el apasionamiento grotesco y la pequeñez de espíritu de los que pretenden dirigir la opinión desde Madrid, bajo el reinado de Alfonso XIII. Para ser escritor en este desgraciado país hay que creer en la gloria militar y la sabiduría política de ese métome-en-todo coronado que quiso hacer una prueba de monarquía absoluta con un general presidiable, y ahora no sabe cómo salir del atolladero.

Repito que me siento satisfecho de mi cambio de existencia.

Podía haber permanecido indiferente ante los males de mi patria. Para algunos españoles a lo Sancho Panza esto hubiera sido lo oportuno. Los grandes diarios de Madrid, al servicio del rey, me habrían declarado genio, al envejecer un poco; los honores oficiales habrían llovido sobre mí; tal vez hubiese gozado el altísimo honor de que Alfonso XIII me diese algún día la mano, dedicando elogios a mis novelas (sin haberlas leído, pues los deportes no le dejaron nunca tiempo para leer), «honor» que trastornó las cabezas de algunos españoles ilustres, ya desaparecidos o anulados actualmente por su servilismo para la vida ciudadana, los cuales hicieron palpable con dicho trastorno lo poco que valían como hombres.

Pero en tal caso las gentes habrían recordado mi ignominia, hasta después de mi muerte, diciendo así: «Hubo un escritor que en pleno despotismo pudo protestar. Tenía todo lo necesario para cumplir este deber patriótico: vida independiente, fortuna, un nombre conocido en el mundo. Sus escritos eran traducidos a los idiomas más importantes, podía contar con el apoyo de miles y miles de diarios extranjeros, y sin embargo permaneció callado, indiferente a los males de su país. Fue un mal español, un individuo de crueles egoísmos, tal vez obró así por miedo. Dejemos aparte al novelista y digamos que el hombre fue digno de eterno menosprecio».

No; pase lo que pase, estoy tranquilo, y contemplo sin miedo el porvenir porque sé que este dirá de mí:

«Pudo mantenerse al margen del combate y, sin embargo, se lanzó a él, convencido de que no iba a ganar nada y en cambio iba a perder mucho. Se unió sin vacilar con Miguel de Unamuno, con Eduardo Ortega, que luchaban valerosamente por la dignidad española antes de su llegada, sin fijarse en si sus nuevos compañeros de combate eran pocos o muchos. Dedicó el resto de su vida a la resurrección de España, al triunfo de la República, y sólo tuvo una ambición: ocupar el extremo más saliente de la primera línea de asalto, donde se reciben los golpes más terribles, donde pueden devolverse más directos y certeros».


París, abril, 1925.

Anexo

Cómo entraron en España los folletos de Blasco Ibáñez

Vicente Marco Miranda


Apenas regresé de París me ocupé activamente en buscar los medios para introducir en España los cien mil ejemplares de Una nación secuestrada. Llevaba cartas de Blasco Ibáñez para amigos de Valencia que podrían ayudarme en la empresa, y con ellos hablé. Me expusieron las dificultades que tal empeño ofrecía; pero uno de ellos, don Vicente Ferrer Peset, ex diputado a Cortes, ya fallecido, prometió realizar los trabajos necesarios. Otros aportaron dinero con que atender a los gastos. A ellos contribuyó últimamente el propio Blasco Ibáñez.

Ferrer Peset me explicó su proyecto. Se trataba de depositar la mercancía en Cette, meterla en unos toneles, llamados bordelesas, y transportarla en un barco a Valencia. Así lo comuniqué a París y los folletos fueron facturados a la citada ciudad francesa y depositados en un almacén de vinos, propiedad de un comerciante francés. Lo dispuso así un médico notable de Cette, de grandes simpatías en la población.

Pasaba el tiempo y no había manera de conseguir nuestro objetivo. Cuando ya todo parecía resuelto favorablemente, surgían nuevas dificultades. Blasco Ibáñez, con la natural impaciencia, me apremiaba por medio de Esplá. Yo, a mi vez, apremiaba a Ferrer Peset, que había estado en Cette y volvía desalentado. En París vio a Blasco y le expuso los inconvenientes, casi insuperables, con que tropezaba. Era indispensable un barco cuyo capitán, cuando menos, se decidiera a admitir la carga. De otro modo, nos amenazaba el peligro de que fuese descubierta.

Abandoné, por fin, aquel procedimiento y busqué a un hombre decidido, práctico en el contrabando, para exponerle el plan que en París acariciara Blasco Ibáñez. Le pareció realizable y así se lo comuniqué al ilustre novelista.

A poco vino a verme aquel hombre para comunicarme que teníamos a nuestra disposición una barca de vela de las que hacen la travesía de Valencia a Mallorca. Su dueño y patrón se encargaba de cargar los folletos en Cette y llevarlos a una playa próxima a Valencia. La descarga debía realizarse de noche y mediante los necesarios hombres que, llevando sendos bultos, los depositasen en una casa aislada en el monte. Los gastos ascendían a unas quince mil pesetas, sin contar los que había de ocasionar el reparto de folletos por toda España.

Acepté, sin embargo, el ofrecimiento, y me dediqué a buscar el dinero necesario. No era cosa fácil hallar en unos días tan crecida cantidad, y, por otra parte, me pareció que no debía pedírsela a Blasco, que había gastado ya mucho más en la impresión del folleto, que debía repartirse gratis. Cuando ya casi triunfaba en mi empeño, contando con promesas de dinero, ocurrió que la barca, después de esperar unos días en el puerto de Valencia, había tenido que salir para las Baleares. ¡Nueva desilusión!

Entre tanto, en España habían entrado ya folletos, aunque en escaso número, y las autoridades vigilaban con mayor celo. Blasco, para despistarlas, había dicho que unos aeroplanos volarían por toda la Península y la llenarían de papel. Echóse a volar la fantasía de las gentes y cada día aseguraban que los aeroplanos habían volado en un punto de la nación. Tan pronto se les veía en Burgos como en San Sebastián o Coruña. ¡Y la carga dormía en el almacén de Cette!

Se organizó un servicio desde Orán y alguna de nuestras plazas de Marruecos y de allí venían a Valencia y Alicante algunos envíos. Blasco Ibáñez redoblaba sus excitaciones, mientras pasaba yo los naturales apuros al verme caído en el ridículo o poco menos.

Por fin, encontré los ansiados medios. Ya teníamos barcos y buenos amigos que me ayudasen. Sin embargo, era necesario cambiar los envases. No servían las bordelesas, pues pareció mejor utilizar grandes bocoyes. Había que rellenar de papel las curvas, de suerte que el centro quedara libre, para transportarlos como vacíos. El peso de los bocoyes, de los de mayor tamaño, bien podía admitir unos kilos más de papel sin que suscitara sospechas. Acepté el plan y salí para París y Cette con mi buen amigo José Miralles, muy entendido en las artes de la carpintería.

En París expusimos nuestro proyecto a Esplá, que nos proporcionó cartas de identidad para los amigos de Cette, y desde esta población escribí a Blasco Ibáñez, que se hallaba en la Costa Azul. ¡Llegaba la hora!

Entramos en París por la mañana y salimos por la tarde, con gran desconsuelo de Miralles, que nunca había visitado la capital de Francia y apenas si pudo ver algunas calles, con la rápida visión de quien las recorre en automóvil. Pero no había que perder una hora, que harto tiempo habíamos gastado, mientras en España esperaban el folleto con el ansia natural.

Ya en Cette, Miralles examinó los bocoyes y aconsejó lo que con ellos había que hacer para acondicionar el papel debidamente. Aun hubo que hacer otro viaje para ultimar los trabajos. La carga había de ser desembarcada en el puerto de Alicante, y allá fui para ponerme de acuerdo con los excelentes amigos a quienes se debió principalmente el buen éxito de la aventura. Próxima la llegada del barco, esperé su paso por Valencia, puerto en el que había de realizar operaciones de carga y descarga. Se trataba de vigilar lo que ocurriera para comunicar a Alicante el resultado, favorable o adverso, pues desde algunos días antes las autoridades del puerto registraban todos los buques.

No se libró de ello el nuestro. Llegó por la noche y a bordo subieron los carabineros, policía y autoridades de Marina. El registro fue minucioso. Tuve la impresión de que de Cette había llegado alguna denuncia. Acaso se sospechó al cargar los bocoyes. Mis temores aumentaron al saber que las autoridades pretendían que fuesen descargadas todas las mercancías del buque. El capitán se negó, alegando, con razón, que las mercancías destinadas a Alicante allí debían ser descargadas, y si se sospechaba de ellas bastaba con avisar a las autoridades de aquella capital.

Llegó el barco y a nadie se le ocurrió practicar registros. Entre los amigos necesarios para la recepción del contrabando se hallaba un obrero que había de dirigir la descarga de los bocoyes y su traslado a los carros que los transportaran a un gran almacén de vinos. Colgando estaba de la grúa el primer bulto, cuando se rompió la cadena y el bocoy cayó desde una regular altura. Creían que se había desencuadernado e iba a vomitar folletos en presencia de carabineros, empleados de Aduanas y otros funcionarios; pero no ocurrió así, aunque llegó a romperse la madera del fondo, pero no de modo que la mercancía quedara al descubierto. Nos decían aquellos amigos que difícilmente ocurre un caso semejante: el de romperse la cadena de las grúas.

Más tarde se hizo otra expedición. Los folletos, que apilados formaban un montón muy respetable, fueron depositados en gran número de cajones, en los que pegamos elegantes etiquetas, impresas al efecto. Unas llevaban la dirección con nombres supuestos. Otras, el contenido del cajón: botellas de tinta, objetos de ferretería, de cristal, con el «frágil» consiguiente. Todas indicaban la procedencia, como si fueran de paso para Alicante. Procedían de Ibiza, Barcelona, Valencia, etc. Y el tren se las llevó a Madrid, Barcelona, Coruña, Zaragoza, Valladolid, Valencia y otras capitales. Desde algunas fueron reexpedidas a otros puntos, y casi el mismo día apareció España inundada de folletos. Sólo una caja fue descubierta en Vigo, porque por error no fue a retirarla quien poseía el talón.

En Madrid y Barcelona fueron repartidos más de veinte mil ejemplares y diez mil en Valencia. En esta ciudad se había hecho unos días antes una tirada de cuatro o cinco mil. En ella intervinieron Sígfrido Blasco, Just, Senén Pons y otros amigos.

El segundo folleto, Lo que ha de ser la República española, que apareció algún tiempo después, no vino de París. Blasco decidió que se hiciese en España, vistas las dificultades que ofreció la entrada del otro. Se encargó de ello Sígfrido Blasco, hijo del insigne novelista y actual director y propietario de El Pueblo, ese diario glorioso, fundado por aquel gran valenciano. Dirigía entonces el periódico Félix Azzati, el amigo inolvidable, y allí se hizo la tirada. Ayudaron a Sígfrido en la distribución Just, Pons y otros amigos de Valencia y otros puntos de la provincia y el resto de España.

Sígfrido Blasco, joven decidido, que heredó de su padre, entre otras cualidades, su ímpetu y sus entusiasmos por la República, fue perseguido, como lo fuera más adelante. A don Pedro Fernández, ex alcalde de Requena, hombre de tantos arrestos como simpatía, se le detuvo y encerró en la cárcel del partido, como supuesto autor del reparto de folletos en aquel distrito. En infecto calabozo pasó no poco tiempo y fue puesto en libertad, sin proceso alguno.


Publicado el 31 de julio de 2024 por Edu Robsy.
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