—Yo, señor —dijo Magdalena, el trompeta de la cárcel—, no soy ningún santo; me han condenado muchas veces por robos: unos, verdad; otros, «acumulados». Al lado de usted, que es un caballero y está preso por escribir cosas en los papeles, soy un miserable .. Pero crea que esta vez me veo aquí por bueno.
Y llevándose una mano al pecho e irguiendo la cabeza con cierto orgullo, añadió:
—Robitos nada mas. Yo no soy valiente; yo no he derramado una gota de sangre.
Así que apuntaba el amanecer, la trompeta de Magdalena sonaba en el gran patio, adornando su toque de diana con regocijadas escalas y trinos. Durante el día, con el bélico instrumento colgando de su cuello o acariciándolo con una punta de la blusa para que perdiese el vaho con que lo empañaba la humedad de la cárcel, iba por todo el edificio, antiguo convento en cuyos refectorios, graneros y desvanes amontonábanse con sudorosa confusión cerca de un millar de hombres.
Era el reloj que marcaba la vida y el movimiento a esta masa de carne varonil en perpetua ebullición de odios. Rondaba cerca de los rastrillos para anunciar con sonoros trompetazos la entrada del «señor director» o la visita de las autoridades: adivinaba en el avance de las manchas de sol por las blancas paredes del patio la proximidad de las horas de comunicación, las mejores del día, y pasándose la lengua por los labios, aguardaba impaciente la orden para prorrumpir en alegre toque, que hacía rodar por las escaleras el rebaño prisionero corriendo, ansioso, a los locutorios, donde zumbaba una turba mísera de mujeres y niños: su hambre insaciable le hacía ir y venir por las inmediaciones de la antigua cocina, en la que humeaban las ollas enormes con nauseabundo hervor, doliéndose de la indiferencia del jefe, siempre tardo en ordenar la llamada del rancho.
Los presos «de sangre», héroes del puñal, que habían matado por competencias de bravura o celos amorosos y formaban una aristocracia desdeñosa de los simples ladrones, tomaban al trompeta como paciente juguete en sus ratos de tedio.
—¡Hincha! —le ordenaba brevemente algún hombretón, orgulloso de sus delitos y su valentía.
Y Magdalena cuadrábase con militar rigidez, cerraba la boca e inflaba los carrillos aguardando que dos bofetadas, dadas al mismo tiempo con ambas manos, deshinchasen ruidosamente el globo rojo de su cara. Otras veces, los temibles personajes ensayaban el vigor de sus brazos sobre el cráneo de Magdalena, desnudo por la calvicie de repugnantes enfermedades y reían del daño que las protuberancias del recio hueso causaban a sus puños. El trompeta prestábase a estos martirios con un encogimiento de perro humilde, y creía vengarse repitiendo aquellas palabras que eran para él un consuelo:
—Yo soy bueno; yo no soy valiente. Robitos nada más...; pero de sangre, ni una gota.
A las horas de comunicación presentábase su mujer, la famosa Peluchona, hembra brava que le infundía gran miedo. Era la amante de uno de los bandidos más temibles de la cárcel. Traía a éste la comida diariamente, procurando su regalo con toda clase de viles trabajos. El trompeta, al verla, alejábase del locutorio, temiendo las arrogancias de aquel desalmado, que aprovechaba la ocasión para humillarlo con algún golpe en presencia de su antigua compañera. Muchas veces sobreponíase a su miedo un sentimiento de curiosidad y ternura, y avanzaba tímidamente, buscando más allá de los tupidos enrejados la cabeza de un niño que acompañaba a la Peluchona.
—Es mi hijo, señor —decía con humildad—; mi Tonico, que ya no me conoce ni se acuerda de mí. Dicen que no se me parece. Tal vez no sea mío... ¡Ya ve usted, con la vida que ha llevado siempre su madre, viviendo cerca de los cuarteles, lavando la ropa a los soldados!... Pero nació en casa: lo tuve en mis brazos cuando pasaba enfermedades, y esto tira tanto como la sangre.
Volvía a rondar temeroso, cual si preparase uno de sus hurtos, por cerca del locutorio, para ver a su Tonico, y cuando podía contemplarlo un instante, se apagaban sus cóleras de cordero rabioso ante la cesta repleta con que la mala hembra obsequiaba a su amante.
Magdalena resumía toda su existencia en dos hechos: había robado y había viajado mucho. Los robos eran insignificantes: de ropas o de monederos cogidos en la calle, por no tener ánimos para empresas mayores. Sus viajes habían sido forzados, siempre a pie, por las carreteras de España, marchando en un rosario de presos, entre los charolados o blancos tricornios que custodiaban la «conducción».
Después de ser «educando» en la banda de cornetas de un regimiento, habíase lanzado a esta vida de continuo encierro, con breves periodos de libertad, en los que se encontraba desorientado, sin saber qué hacer, deseando tornar cuanto antes a la cárcel. Era la cadena perpetua, pero cumplida «a pedazos», como él decía.
No organizaban los polizontes una batida de gente peligrosa que no figurase en ella Magdalena, manso ratón cuyo nombre mencionaban los periódicos como el de un temible criminal. Incluíanlo en las conducciones de vagabundos sospechosos, sin delito conocido, que la autoridad enviaba de provincia a provincia, con la esperanza de que reventasen de fatiga en los caminos, y así había corrido a pie toda la Península: desde Cádiz a Santander, desde Valencia a La Coruña. ¡Con qué entusiasmo recordaba sus viajes! Hablaba de ellos como si fuesen alegres expediciones, lo mismo que un estudiante sopista de la antigua Tuna, conviniendo sus relatas en cursos de geografía pintoresca. Recordaba con famélico regodeo la abundante leche de Galicia, los embutidos rojos de Extremadura, el pan castellano, las manzanas vascas, los vinos y sidras de los países atravesados por él con el petate a la espalda, cambiando todos los días de guardianes: unos, bondadosos e indiferentes: otros, malhumorados y crueles, que hacían temer cuatro tiros disparados más allá de la cuneta de la carretera, y luego el papel justificando la muerte con un intento supuesto de fuga. Evocaba con cierta nostalgia las montañas cubiertas de nieve o las rojizas y resquebrajadas por el sol; la marcha lenta por la blanca carretera, que se perdía en el horizonte como cinta interminable; los altos bajo los árboles, en las tórridas horas del mediodía; las tormentas que de pronto los azotaban en los caminos; los barrancos desbordadas que obligaban a acampar a cielo raso; la llegada en plena noche a ciertas cárceles de pueblo, viejos conventos o iglesias abandonadas, donde cada uno buscaba un rincón seco, sin aires exteriores, para tender el petate; el viaje interminable, con la calma de una marcha sin objeto; las largas detenciones en lugarcillos de vida monótona, para los cuales era un acontecimiento la presencia de la cuerda de presos, acudiendo los muchachos al pie de las rejas para hablar con ellos, mientras paseaban a corta distancia las rapazas, a impulsos de una curiosidad malsana, para oir sus cantos y sus palabras obscenas.
—Unos viajes muy divertidos, señor —continuaba el ladrón—; para los que teníamos buena salud y no nos caíamos en el camino, era lo mismo que ir de estudiantina. Algún palo que otro; pero ¡quién hace caso de eso!... Ahora apenas hay conducciones: a los presos los llevan enjaulados en el ferrocarril. Además, yo «estoy de causa» y tengo que vivir encerrado.... ¡encerrado por bueno!
Y volvía a lamentarse de su mala suerte, relatando la última hazaña que lo habla traído a la cárcel.
Un domingo de julio sofocante; una tarde en que las calles de Valencia parecían desiertas bajo el sol ardoroso y un viento de hoguera que venía de las tostadas llanuras del interior. Toda la gente estaba en la corrida de toros o en las orillas del mar. Magdalena se vió solicitado por su amigo Chamorra, antiguo camarada de encierro y viajes, que ejercía sobre él cierta superioridad. ¡Una mala alma el tal Chamorra! Ladrón, pero de los que van a todo, no retrocediendo ante la necesidad de hacer sangre, llevando la navaja pronta en compañía de las ganzúas. Se trataba de «limpiar» cierta habitación a la que había puesto el ojo el temible sujeto. Magdalena se excusó modestamente. Él no era para tanto: no servía. Subir a una azotea y recoger la ropa puesta a secar: apoderarse con rápido tirón del bolso de una señora y salir corriendo... bueno; ¡pero fracturar puertas, arrostrando el misterio de una habitación en la que podían estar los dueños...!
Mayor miedo que este encuentro posible le inspiraba el mal gesto de Chamorra, y acabó por obedecerle. Bueno va: iría como ayudante, para cargar con los fardos pero dispuesto a huir a la más leve alarma. Y no quiso aceptar una faca vieja que le ofrecía el compañero: él era consecuente.
—Robitos, muchos; pero de sangre, ni una gota.
Entraron a medía tarde en la estrecha escalerilla de una casa sin portera y con los vecinos ausentes. Chamorra conocía a su víctima: un artesano acomodado, que debía de guardar buenos ahorros. Seguramente que estaba con su mujer en la playa o viendo los toros. Arriba, la puerta de la habitación cedió fácilmente, y los dos camaradas comenzaron a trabajar en la penumbra de los balcones entornados. Chamorra violentó las cerraduras de dos cómodas y un armario. Dinero en plata, dinero en calderilla, unos billetes enrollados en el fondo de un estuche de abanico, el aderezo de la boda, un reloj. El golpe no era malo. Su mirada ansiosa vagó por la habitación, queriendo apoderarse de todo lo aprovechable. Lamentaba la inutilidad de Magdalena, inquieto de miedo, los brazos caídos, yendo de un lado a otro sin saber qué hacer.
—Coge los colchones —ordenó—. Siempre darán algo por la lana.
Y Magdalena, ansioso de acabar cuanto antes, penetró en la alcoba oscura, pasando a tientas una cuerda por debajo de colchones y sábanas. Luego, ayudado por su amigo, hizo un rollo con todo, precipitadamente, echándose a la espalda el voluminoso fardo.
Salieron sin ser vistos, y marcharon hacia las afueras, a una casucha de Arrancapinos, donde Chamorra tenía su guarida. Éste marchaba delante, dispuesto a huir a la primera señal de peligro; Magdalena lo seguía trotando, casi oculto bajo el fardo temiendo de un momento a otro sentir en su testuz, la mano de la Policía.
Al examinar en el lejano corral el producto del robo, Chamorra mostró una arrogancia de león, entregando a su compañero algunas pesetas en calderilla. Con esto tenia bastante por el momento. Lo hacía por su bien, pues era muy derrochador. Otra vez le daría más.
Luego desliaron el fardo de colchones, y Chamorra se arqueó, con los puños en los costados, riendo estrepitosamente. ¡Qué hallazgo!... ¡Qué regalo!
Magdalena también rió, por primera vez en toda la tarde. Sobre los colchones reposaba un niño pequeño, sin otra ropa que una camisita, los ojos cerrados, la cara congestionada, moviendo angustiosamente el pecho al sentir la primera caricia del aire libre. Magdalena recordó la vaga sensación que había percibido, durante su marcha, de algo vivo que se agitaba a sus espaldas en la gruesa envoltura. Un débil y sofocado gangueo le perseguía en su fuga... La madre había dejado al pequeño durmiendo en la fresca oscuridad de la alcoba, y ellos, sin saberlo, cargaron con él al llevarse la cama.
Los ojos espantados de Magdalena interrogaron al compañero. ¿Qué hacer con el chiquillo?... Pero aquella mala alma rió lo mismo que un demonio.
—Para ti; te lo regalo. Cómetelo con patatas.
Y se fué con todo el producto del robo. Magdalena quedó dudando, mientras levantaba al niño en sus brazos. ¡Pobrecito!... Lo mismo que su Tono, cuando le dormía con el arrullo de sus canciones; lo mismo que cuando estaba enfermo y apoyaba la cabecita en su pecho, mientras él lloraba, temblando por su vida. Iguales piececltos sonrosados y tiernos; iguales carnes mantecosas, de una piel fina, suave como la seda... El niño había cesado de llorar, fijando con extrañeza sus ojos en el ladrón, que le acariciaba como una nodriza.
—¡Ajó, pobrecito! ¡Ajó, rey... Niño Jesús! Mírame: soy tu tío.
Pero Magdalena cesó de reír, pensando en la madre, en su dolor desesperado cuando volviese a la casa. La pérdida de su pequeña fortuna sería lo de menos para ella. ¡El niño! ¿Dónde encontrar el niño? Conocía a las madres: la Peluchona era la peor de las hembras, y él la había visto llorar y rugir ante su pequeño en peligro.
Miró al sol, que comenzaba a descender en un majestuoso ocaso veraniego. Aún tenía tiempo para llevar el niño a su casa, antes de que volviesen sus padres. Y si tropezaba con ellos, mentiría, afirmando haber encontrado al chícuelo en medio de la calle; saldría del mal paso como pudiese. Adelante: nunca se había sentido tan audaz.
Llevando el niño en brazos pasó tranquilamente por las mismas calles que había corrido antes con el trote del miedo. Subió la escalerilla sin encontrar a nadie. Arriba, igual soledad. La puerta estaba abierta aún, con la cerraja forzada. Dentro, las piezas en desorden, con los muebles rotos, los cajones en el suelo, las sillas volcadas y las ropas esparcidas, le infundieron una impresión de terror semejante a la del asesino que vuelve a contemplar el cadáver de su víctima mucho después del crimen.
Dió a la criatura el último beso y la dejó sobre el jergón de la cama.
—¡Adiós, bonico!
Pero al llegar cerca de la escalera oyó pasos, y en el rectángulo de luz difusa de la puerta se marcó la silueta de un hombre corpulento, sonando a la vez con temblores de susto el agudo chillido de una voz femenil:
—¡Ladrones!... ¡Socorro!
Magdalena intentó huir abriéndose paso con la cabeza baja, como una rata asustada; pero se sintió agarrado por unas manos de ciclope, acostumbradas a batir el hierro, y de un empujón rodó escalera abajó.
Aún guardaba en su rostro señales de las heridas al chocar con los peldaños y de los golpes que le dieron los enfurecidos vecinos.
—Total, señor: robo con fractura; me saldrán no sé cuántos años... Todo por ser bueno. Pero ni siquiera me guardan consideración viéndome «de causa» por un robo de mérito. Todos saben que el autor fué Chamorra, al que no he visto más... y se ríen de mí, por tonto.