Isabel

Vicente Riva Palacio


Cuento


Isabel amaba a Alberto, y jamás una pareja más feliz y encantadora había cruzado bajo el brillante sol de la primavera, las floridas vegas que aprisionan el canal de la Viga.

Isabel era la mariposa que roba sus colores a las brillantes y gentiles rosas de las chinampas; era la tórtola que calma su sed en las cristalinas aguas de la laguna de Chalco, y entona sus dolientes quejas al crepúsculo de la tarde, entre el dulce murmullo de los sauces que agita la brisa.

Isabel amaba a Alberto con el fuego del primer amor, y el porvenir risueño le brindaba la corona de azahares de la esposa, perfumada y radiante.

Un día el espíritu de la vanidad tocó a Isabel, y sus ojos se fijaron en un hombre rico, muy rico. El ángel de los primeros amores se estremeció, y emprendiendo lloroso su vuelo a la eternidad, Isabel oyó el batir de sus alas y volvió en sí… ¡era tarde!… por mucho tiempo no volvió a ver a Alberto.

Una noche Isabel había llorado; el recuerdo de Alberto se alejaba un momento de su imaginación, para volver después, semejante a esos parásitos color de fuego que revoloteaban alrededor de un granado cubierto de flores.

La luna brillaba con todo su esplendor, y las aguas bebían ávidas su luz melancólica; nada interrumpía el silencio de la noche, porque los ecos de la ciudad morían antes de llegar a los balcones de Isabel.

El canal de la Viga estaba desierto. De repente, como naciendo de la bruma, ligera y graciosa, se adelanta una canoa; el viento no repite el rumor de las aguas heridas por el remo, y la superficie del canal permanente serena como un espejo.

La barca se adelanta, Isabel la sigue con la mirada ansiosa, su corazón se agita, y, ¡Oh Dios!, ¡es Alberto!

Alberto, sereno, altivo, pero amoroso como en los días de felicidad.

La barca se detiene, los amantes se hablan, suspiran, se exaltan en su pasión. Una corta distancia los separa, Isabel la salva, y un momento después se arroja dentro de la canoa en los brazos de Alberto.

¡Cuán dulcemente se desliza la barca sobre la corriente!, ¡cómo embriaga el aliento perfumado de la brisa que gime en esos bosques de rosas y mirtos!, ¡qué apacible se levanta esa monótona canción de los remeros!…

Isabel sueña en el Paraíso, sus manos estrechan las de Alberto, y su aliento agita la rizada melena del mancebo.

Poco a poco la velocidad de la marcha aumenta, poco a poco Isabel siente enfriarse las manos de Alberto, y el canto de los remeros se torna en clamor funerario, y las brisas perfumadas, en las húmedas exhalaciones de una fosa.

—¿Qué es esto, amor mío?, ¿a dónde vamos?

—El tálamo nupcial nos espera, Isabel, la noche de nuestro himeneo comienza. Ven conmigo.

—La luna se oscurece, Alberto, tengo miedo.

—Nada temas, la noche de nuestro himeneo comienza.

Isabel calló, pero su cuerpo temblaba; la canoa cruzaba desiertas lagunas, rápidas como una exhalación; un ruido semejante al de un torrente que se precipita, se dejaba escuchar cada vez más cercano, y un abismo profundo, hirviente, amenazó trozar la barca.

Isabel dio un grito y se arrojó al cuello de Alberto, pero retrocedió espantada: aquél no era ya el amado de su corazón, sino un cadáver descompuesto y horrible, cubierto de plantas acuáticas, y sólo conservando un siniestro brillo en sus ojos. Isabel apartó la vista y sus miradas se fijaron sobre los remeros y… eran dos descarnados esqueletos envueltos en flotantes sudarios. La infeliz se cubrió el rostro con las manos, e invocó a Dios; una carcajada satánica se elevo en los aires… ¡y la barca crujiendo se precipitó en el abismo!

Desde entonces siempre que una joven tentada por la vanidad abandona su amor, escucha en su conciencia la estridente carcajada de Alberto.


Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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