La Bendición de Abraham

Vicente Riva Palacio


Cuento


Como al mejor cazador se le va la liebre, a pesar de tan diligente y cuidadosa como era el ama del señor cura, una mañana de verano se olvidó de cerrar la puertecilla de la jaulica en que estaba prisionero un gorrioncillo alegre y cantador, que hacía más de un año formaba las delicias de los humildes habitantes de la casa cural.

El gorrioncillo se acercó cautelosamente hasta la puerta de la jaula, y dando saltitos y volviendo la cabeza y piando suavemente, examinó la salida y se puso a reflexionar en las probabilidades de éxito que podía tener la fuga.

La jaula estaba en una solana: el día se presentaba sereno y hermoso; había en derredor de la casa pocas calles, y a corta distancia se veía el campo cubierto de dorados trigales, que ondulaban mansamente al ligero soplo del vientecillo de la mañana.

Tentadoras eran las circunstancias, y el amor a la libertad decidió al prisionero; saltó fuera de la jaula y emprendió el vuelo en el momento mismo en que el ama aparecía en escena.

Como hacía tanto tiempo que el pobre gorrión no ejercitaba sus alas en el vuelo, pesadamente hendía el aire, desfallecía a cada instante, tropezaba con los tejados y se estremecía de terror oyendo los gritos del ama, que decía a los vecinos el rumbo que seguía el fugitivo y la torpeza con que volaba.

Por fin, cansado y sin poder ya continuar, cayó más bien que deteniéndose, de golpe en medio de un campo efe trigo. Allí permaneció largo rato, que él no supo saber cuánto tiempo fue, porque no llevaba reloj, pero es de suponer que fueran más de dos horas.

Se había salvado; había recobrado su libertad, pero tenía un hambre devoradora, porque el trabajo había sido extraordinario y emprendida la fuga antes de tomar el almuerzo.

Es verdad que estaba en un campo de trigo; pero las espigas, todavía recias, no se dejaban arrebatar ni un grano y el gorrioncillo, maltrecho de la caída, no podían entrar todavía en lucha.

En vano buscó algún insectillo, alguna semillita desprendida de su planta; nada, no encontró nada, y el hambre le apretaba más a cada momento.

Comenzó a quejarse tristemente, descansando a la sombra de una hermosa mata de trigo, quizá la más sazonada de todo aquel campo; y tanto dijo el pajarito y tanto se lamentó, que una de las espigas dijo a sus hermanas:

—Muéveme a compasión el dolor de este pobre animalito, y os aseguro que si un ligero vientecillo me ayuda a sacudir mi casa, voy a dejarle caer, por lo menos, la mitad de los granos que guardo; que tanto les dará a ellos pasar por el pico de este gorrión como por las piedras del molino.

Como si el aire hubiese escuchado aquellas palabras con satisfacción, comenzó a agitarse, y una ráfaga más ligera que las otras vino a chocar con la espiga caritativa que, inclinándose, abrió las puertas de sus trojes y regó en derredor del hambriento pajarillo granos de trigo sonrosados y frescos.

Más tardaron ellos en caer que en pasar al buche del animal, que, una vez satisfecho, sintió la gratitud por aquel beneficio, y procuró recordar algo de lo que había oído decir al señor cura, para repetírselo a su benefactor. El gorrioncillo era joven, tenía buena memoria, y poco trabajo le costó hallar lo que buscaba.

Se alzó sobre sus patitas y, tomando un aire solemne, dijo a la espiga aquellas palabras que el Génesis refiere que el Señor dirigió a Abraham:

«Tú serás bendita; se multiplicará tu semilla como las estrellas del cielo, como las arenas en las costas del mar, y tu posteridad poseerá la tierra de promisión».

—Pero ¿cómo podrá ser eso? —decía la espiga—. Porque no me ha quedado más que un solo grano de trigo, pues todos te los he dado a ti.

—Se multiplicará tu semilla —repetía el pajarito—; se multiplicará tu semilla como las estrellas del cielo, como las arenas en las costas de los mares.

Y todas las demás espigas se mecían con el viento, riéndose de las bendiciones del gorrión.

Como todo esto pasaba en España en el año del Señor de 1520, le daremos la palabra, para terminar este cuento, a uno de los conquistadores de México.

En una relación sobre la conquista de México, hecha por Andrés de Tapia, y que titula «Relación de algunas cosas de las que acaecieron al muy ilustre señor don Hernando Cortés, marqués del Valle, desde que se determinó a ir a descubrir en la tierra firme del mar Océano», y la cual relación fue publicada por don Joaquín García Icazbalceta en la Colección de documentos para la historia de México, el año de 1866, en el tomo II, página 592, se lee el siguiente párrafo, con el que puede cerrarse esta narración:

Al marqués, acabando de ganar México (1521), estando en Coyoacán, le llevaron del puerto un poco de arroz; iban entre ellos tres granos de trigo; mandó a un negro horro que los sembrase; salió el uno, y como los dos no salían, buscáronlos y estaban podridos. El que salió llevó cuarenta y siete espigas de trigo. De esto hay tanta abundancia, que el año 39 yo merqué buen trigo, digo extremado, a menos de real la hanega; y aunque después al marqués le llevaron trigo, iba marcado y no nació. De este grano es todo, y hase diferenciado por las tierras do se iba sembrando, y uno parece lo de cada provincia, siendo todo de este grano.

Inútil es decir que ese grano era el que había alcanzado las bendiciones del pajarito, y sé que hasta hoy sigue cumpliéndose la profecía.


Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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