La Burra Perdida

Vicente Riva Palacio


Cuento


—¿Te acuerdas de Quintín?

—Y bien que me acuerdo. ¿Quintín Guardarelo, aquel muchacho, sobrino de la tía Calixta, que se fue para Cuba y que ahora dicen que está muy rico?

—El mismo, que ya debe tener sus cuarenta años, y que realmente está muy rico. Pues mañana debe llegar aquí.

—¿Aquí?

—Sí, al pueblo. Viene a arreglar su matrimonio. A ver si adivinas con quién quiere casarse.

—Con Gregoria, la hija de don Rufo el del molino.

—No.

—Entonces con Brígida, la del indiano.

—Tampoco.

—Pues con la hermana del juez.

—Menos, que ni la ha oído mentar; y mira, date por vencida, que no acertarás nunca, y yo te lo voy a decir. ¡Asómbrate! Con Serafina.

—¿Qué Serafina?

—¡Toma! Serafina, la chica, la criada que nos sirve, que es su sobrina.

—Pero ¡hombre!, si apenas tiene quince años, y está hecha una brutica…

—Pues con todo y eso, ya mañana será la señorita Serafina; porque él la va a poner en un colegio en seguida, y dentro de dos años volverá para casarse con ella, y ahí tienes a la muchacha convertida en la señora más rica quizá de la provincia.

—¡Pero eso será mentira!

—No; que todo me lo ha dicho esta misma tarde don Félix, que expresamente ha venido a preguntarme por Serafina, encargándome con mucho empeño que tú y yo la preparemos, contándole la fortuna que va a tener, y que mañana, desde temprano, esté vestida lo mejor posible para que le haga buen efecto a Quintín.

—¡Mira tú qué fortuna! Y yo que la he reñido esta tarde tanto, y hasta le arrimé dos bofetones porque no había sacado hierba para la vaca…

—Pues nada, nada; procura contentarla, y no se le cuente lo del tío hasta la noche después de cenar; porque si no, descuida sus obligaciones. Voy mientras al correo a ver si he tenido carta de Madrid, que ya llegaron los coches de la estación, y volveré a cenar.

El tío Santiago tomó un grueso bastón y salió por la carretera, en tanto que la tía Elena se quedaba refunfuñando y murmurando entre dientes:

—¡Qué cosas pasan en el mundo! ¡Quién lo había de pensar!

Las sombras de la noche se condensaban rápidamente. Los colores y los contornos del caserío iban fundiéndose en la obscuridad, y aparecían en algunos puntos pequeñas lucecillas que salían por las ventanas a lo lejos, como el ojo colorado de un gallo negro.

Tranquila estaba la casa del tío Santiago. En el corral las gallinas se acomodaban unas en las perchas, otras sobre los viejos maderos abandonados allí, otras sobre los bordes de los pesebres, esponjando las plumas, acurrucándose unas al lado de las otras, y con ese ronquido tenue que lanzan como un indicio de completo bienestar.

En los árboles se apagaba la bulliciosa conversación que entablan los gorriones antes de dormir; y que semeja el ruido melodioso de un hervor, y unos buscaban la mejor rama para acomodarse, mientras que otros habían metido ya la cabecita debajo del ala para pasar una noche tranquila.

La vaca rumiaba filosóficamente en el establo. La cerda dormía tendida indolentemente, y sólo de cuando en cuando alguno de los lechoncillos mamaba con demasiada energía.

No quedaban en pie más que los gansos que, desconfiados siempre, andaban pausada y cautelosamente, volviendo la cabeza a uno y otro lado, anunciándose con esa especie de carcajadita burlona, como si fueran diciendo: «¡Ajá a nosotros ninguno nos la pega!».

A lo lejos, y como ahogados por la obscuridad, se oían el chirrido de algún carro que volvía del campo cargado de hierba, y el monótono sonar de los cencerros de las vacas que iban recogiéndose en los establos.

Algunas veces los cascabeles de un coche que pasaba rápidamente por la carretera, y, como una nota sostenida, el canto de los grillos entre la hierba.

Y sin embargo, como dicen algunas veces los que describen una fiesta, brillaba por su ausencia en aquel cuadro la Generosa, es decir, la burra de la casa.

Serafina salió para cerrar la puerta que daba al campo y registrar si estaban en su lugar todos los animales. Ya tenía cierta sospecha de que algo pasaba con la burra, porque no la había oído rebuznar, y la chica sabía que los burros rebuznan con una precisión matemática, mejor dicho, astronómica, a cada cuarto de hora, como si llevaran un cronómetro en el cerebro; así es que su primer cuidado fue buscar a la burra, y creyó que soñaba, que era una verdadera pesadilla, cuando, después de registrar por todas partes, adquirió el terrible convencimiento de que la burra no estaba.

¿Qué iba a pasar allí? El maldito animal, encontrando, sin duda, la puerta abierta, se había salido al campo, y la chica sintió que el mundo se le venía encima. Se sintió responsable; creyó la burra perdida para siempre; miró delante como a un fantasma a la tía Elena diciéndole toda clase de improperios y pegándole un número infinito de bofetadas, y mandándola a media noche a buscar la burra; y como la escena de la tarde estaba aún fresca en su memoria, la pobre chica se puso a llorar, y, sin saber lo que hacia, salióse al campo en busca de la burra, a tiempo que pasaba un chico que iba por vino a la taberna.

—¿Adónde vas tan llorona, Serafina? —dijo el muchacho, burlándose de ella.

—¿Qué te importa? —contestó Serafina; y sin detenerse, siguió el primer atajo que se presentó a su vista.

Se había levantado la luna, y con su indecisa claridad, los árboles, las peñas, los matorrales y hasta los accidentes del terreno, fingían extrañas y fantásticas formas. Serafina seguía rápidamente caminando, pero, aunque llorosa, miraba cuidadosamente para todas partes. Cualquier matorral a lo lejos movido por el vientecillo de la noche, le parecía que era la burra, y emprendía el camino hasta desengañarse; el más ligero ruido lo creía un denuncio de la fugitiva, y se figuraba conocer el rebuzno de la Generosa en cualquiera de los muchos rebuznos que se oían a lo lejos.

No sentía miedo al encontrarse sola en el monte en aquella penumbra: el terror que le inspiraba doña Elena y la angustia por la pérdida de la burra, embargaban por completo todas sus facultades, y seguía andando por aquellas largas veredas, que, blanquecinas, se prolongaban entre la vegetación como víboras inmensas, que más crecían mientras más caminaba sobre ellas, y que tenían la cabeza perdida en un horizonte tan vago, que ni era obscuro ni era luminoso.

Por fin, después de tres horas de inútiles pesquisas, fatigada, rendida y sin saber en dónde se encontraba, sentóse a descansar al pie de un árbol. A lo lejos brillaban algunas lucecitas en los caseríos; llegaban desde allí los ladridos de los perros, y alguna que otra vez el sonido de los campanos de las vacas que se movían en los establos. Pero poco a poco a Serafina le pareció que todas aquellas luces se iban extinguiendo; que los ruidos se alejaban; que el terreno se hundía dulcemente; que la obscuridad se hacia más densa: entornó los párpados y se quedó profundamente dormida.

La tía Elena llegó a extrañar que la muchacha no anduviera por la cocina: la llamó; nadie contestaba; entonces salió a ver qué hacía, y no la encontró por ninguna parte. Sólo Isidro, el mozo dé labranza, sentado a la puerta de la cocina, esperaba tranquilamente que le llamaran a cenar.

—Sidro, ¿has visto a Serafina?

—Puede que se haya salido, porque la puerta del campo está abierta.

—¡Demonio de muchacha! ¿Si le habrá ocurrido escaparse por haberle pegado esta tarde?

Y acertó a salir a la puerta del campo en los momentos en que el chico regresaba de la taberna.

—Pedrín —dijo la tía Elena—, ¿has encontrado por ahí a Serafina?

—Cuando pasé a la taberna a comprar el vino para mi padre, salía de aquí, le pregunté a dónde iba y me contestó que no me importaba. Iba llorando.

—De seguro —exclamó en alta voz la vieja—, esa picara se ha escapado; si no fuera…; y luego el compromiso de entregarla mañana; nos van a hacer muchos cargos. ¿Por dónde se fue? —dijo, dirigiéndose al muchacho.

—Pues por ahí, por ese camino.

—Voy a buscarla. ¡Adónde se habrá ido? No tiene pariente ninguno…

Entonces por primera vez se arrepintió de haberla tratado siempre tan mal; no por lástima, sino por las consecuencias que podía traer aquella fuga.

Media hora después llegó a casa el tío Santiago. Los perros salieron a recibirle haciendo fiestas, como quien dice: «Bendito sea Dios que ha vuelto usted, que ya tenemos hambre».

Pero se encontró con la casa a obscuras y por único habitante a Isidro, sentado en la puerta de la cocina.

—¿Dónde están las mujeres? —le preguntó.

—Pues la tía Elena se ha ido a buscar a la Serafina, que creo que se ha escapado porque le pegaron mucho en la tarde.

—Vamos, ¡qué tonta! Iré yo a ver si la encuentro por ahí. ¡Qué compromiso para mañana! ¡Y don Quintín que vendrá temprano a buscar a la chica! Vamos, voy a ver si la encuentro. Me llevaré los perros para que me ayuden.

Silbó ligeramente; los perros comprendieron que se trataba de un paseo a la luz de la luna, y salieron retozando delante del tío Santiago por la puerta del campo.

—Esto de la cena va muy largo —dijo Isidro después de haber esperado más de una hora—. Voy mientras a la taberna a echar un vaso.

Y salió por la puerta de la carretera.

La casa quedó enteramente sola; pero como mientras unos duermen otros velan, los gritos de los gansos y el cacarear de las gallinas y el ruido que se oyó por los establos, no dejaron duda de que los zorros aprovechaban la ocasión. Y aquello fue la catástrofe. Unas gallinas morían, otras se salían por los bardales, otras por la puerta del campo, que se quedó abierta, y entre aquel sálvese el que pueda, hasta los gansos perdieron su dignidad y salieron a escape. Serafina se despertó asustada por el ruido de un carruaje que se acercaba; abrió los ojos, y vio que estaba al borde de una carretera. Comenzaba a amanecer. Sobre el limpio azul del cielo se iba tendiendo como una gasa de color rosa; la luz azulada penetraba ligera por todos los vericuetos de la montaña, como si buscara algo que había dejado olvidado el día anterior; cruzando entre el follaje, se deslizaba hasta debajo de las hojas que había caídas, y todo lo recorría, preparando la tierra para recibir engalanada la visita de los rayos del sol.

Serafina se levantó al tiempo que el carruaje pasaba a su lado.

—¡Serafina! —exclamó uno de los dos caballeros que iban dentro—. ¡Para! —dijo al cochero—. ¡Alto!

El landó se detuvo, y los dos hombres descendieron rápidamente.

—Pero ¿qué andas haciendo por aquí tan temprano?

Serafina reconoció en aquel caballero a don Félix, que había estado la tarde anterior en la casa hablando mucho tiempo con el tío Santiago. Esto la alentó, y no sin llorar algunas veces, contóle lo que había pasado.

—¡Pobrecita! —dijo don Félix—. Pero ¿pero tú no sabías que ayer tarde, y delante de mí, le prestó Santiago la burra a un vecino?

—¡Entonces no se ha perdido! —exclamó la muchacha como si le quitaran un enorme peso del corazón.

—No, no se ha perdido. Pero ahora te vas con nosotros.

—Pero ¿adónde?

—A mi casa con mi mujer y con mis hijos. Este caballero que ves aquí es tu tío Quintín, que ha llegado de América.

—¡Ay, mi tío Quintín! ¡Qué gusto! ¡Cuánto me hablaba mi madre de usted! ¿Cómo le va a usted, tío Quintín? Ahora pondrá usted casa, ¿es verdad? y me llevará usted a servirle: ya verá usted cómo estará contento. Yo soy muy trabajadora, y no quiero volver a la casa de la tía Elena, porque me pega mucho, mucho…

Don Quintín sentía como si se hubiera tragado un pedazo de pan sin masticar, y en los ojos un cosquilleo como si le pasaran caballos por allí.

Estuvo un rato silencioso, y después, fingiendo una tos que no tenía, le dijo a su amigo:

—Regresemos: ya no tenemos para qué ir al pueblo.

El tío Santiago y la tía Elena, que no habían podido dormir en toda la noche, vieron a lo lejos por una carretera, un coche que se alejaba del pueblo; pero era imposible que creyeran quiénes iban adentro aun cuando se lo hubieran dicho; y jamás pudieron saber lo que había pasado, pues lo único que llegó a sus noticias fue que a Serafina la había puesto su tío en un colegio de señoritas en Madrid.


Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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