Era la noche del 31 de diciembre del año de 1800, y en uno de los bosques vírgenes del continente americano, los genios y las hadas celebraron gran fiesta el nacimiento del siglo XIX.
Toda la naturaleza se había empeñado en dar esplendor a esa fiesta; la luna atravesaba majestuosamente sobre un cielo sembrado de estrellas que se eclipsaban a su paso.
Las selvas habían encendido sus fuegos fatuos que se movían inciertos entre la yerba; los bosques lanzaban la claridad fosforescente de los podridos troncos, y los insectos luminosos se cruzaban, arrastrándose unos, y otros volando rápidamente y describiendo líneas rectas en encontradas direcciones.
Los pájaros de la noche cantaban entre las ramas; las auras sacudían las hojas de los árboles, dando las notas bajas del concierto, y se escuchaban en la lejanía el monótono ruido de las cataratas y los acompasados tumbos de los mares.
Los genios y las hadas danzaban y cantaban, y cada uno de ellos había hecho un don al recién nacido, y de ninguno de esos dones se hablaba tanto como del que le habían presentado en extraña unión el agua y el fuego, ofreciéndole que de allí saldría poderosa fuerza que haría mover las más pesadas máquinas, que arrastrarían en vertiginosa carrera enormes trenes, a través de los campos, y llevarían las embarcaciones entre las olas encrespadas, con más facilidad que si soplara un viento protector. Aquel don sería el asombro de la humanidad en el siglo XIX.
Pero entre aquel concurso de genios, había uno que nada hablaba ni nada ofrecía para el que iba a nacer; era un genio de ojos brillantes, envuelto en crespones de color de cielo, y que llevaba por único adorno una chispa sobre la frente; pero tan luminosa, tan brillante, tan intensa, que parecía haberse concentrado allí toda la luz del sol.
—Y tú, ¿quedas al que va a nacer? —le decían los demás—. Nosotros hemos agotado nuestros tesoros en éste y en todos los siglos que han nacido y que han muerto, y tú, hasta hoy, nunca has dado nada, y siempre con ese aspecto misterioso, como si poseyeras inmensas riquezas.
—La hora de mi reino no había llegado aún; pero ha sonado, y abriré para este siglo las puertas de mis tesoros tan desconocidos como inagotables. Yo daré a la palabra la rapidez del rayo, yo daré al oído la finura que vosotros mismos no tenéis; yo haré desaparecer las sombras de la noche, dando a la humanidad para su servicio la luz del relámpago; yo haré cruzar el pensamiento de los hombres debajo de las aguas del océano, y no habrá ni un arte ni habrá una ciencia que no reciban por mí nuevo impulso; que yo mismo apenas conozco los tesoros que guardo.
Los genios y las hadas rieron estrepitosamente de aquellas palabras; pero el genio desprendió la chispa que llevaba en la frente y la colocó en el pecho del recién nacido, en el momento en que pasaba media noche, y el siglo XIX, saliendo de lo infinito, tendía sus alas sobre la tierra.
Los años pasaron con esa rapidez con que hace nuestro planeta su camino; y cuando ya caduco, iba el siglo a hundirse otra vez en la eternidad, las promesas del genio se habían cumplido: los hilos del telégrafo formaban sobre la superficie de las naciones civilizadas, inmensas arpas eólicas, donde al cruzar los vientos sonaba la nota del progreso.
El teléfono llevaba en el secreto la palabra humana en las vibraciones de un alambre; en el fondo del océano, las sirenas se agrupaban a los cables submarinos para sorprender a su paso las noticias de lo que acontecía sobre la tierra; el giro de un botón bastaba para iluminar una ciudad con toda la claridad del día; y la mano de un niño mandaba la chispa que inflamara la mina que despedazaba, en el fondo de las aguas, los más terribles escollos, y hasta el vapor, que tanto había asombrado, iba cediendo su puesto a una fuerza motriz desconocida hasta entonces y misteriosa.
El genio de la chispa luminosa decía muchas veces a sus compañeros: «He cumplido mis promesas, y os advierto que todavía el hombre ha penetrado apenas en el pórtico de mi palacio».