Con decir que era el día de la fiesta titular del pueblo, está dicho todo: porque aquélla era la romería más concurrida y más famosa de los contornos, y aquel pueblo uno de los más fértiles y pintorescos de la montaña de Santander.
Sentado en la pendiente de una loma, con sus casas dispersas y ocultas entre cajigas, castaños, nogales y cerezos, semejaba, más bien que un pueblo con arbolado, un bosque con casas. A lo lejos, y en las ardientes mañanas de verano, aquel pueblo parecía como dispuesto a deslizarse con suavidad por la pendiente para tomar un baño en el si no abundoso, sí fresco y transparente río que, desprendiéndose del valle de Pas después de haber refrigerado a multitud de nodrizas, cesantes unas y en agraz las otras, resbala, buscando la tumba común de los ríos, en una estrecha cañada, a la que, sin duda por adulación o por cariño, han bautizado los montañeses con el pomposo nombre de valle de Toranzo.
Era un día del mes de agosto; la luz brotó por el oriente con todo el encanto de una mañana de fiesta; porque, digan lo que quieran los sabios sueltos o que escriben en los periódicos, la luz de los días festivos es distinta de la luz de los días de trabajo, y en aquél apareció como diciendo: aquí está lo mejor del baile.
Y con un lujo de amabilidad, y con un refinamiento de poesía no comunes, ya jugueteaba sobre las espumas del río; ya iluminaba en su vuelo a las abejas, convirtiéndolas en chispas de fuego que se cruzaban; ya, arrastrándose, venía a esmaltar la hierba de los prados, o a reflejarse sobre un fragmento de vidrio, del que hacía brotar un sol pequeñito, pero deslumbrador, en mitad de la carretera.
Más alegre que la risa de los niños y más precipitada que espantada banda de gorriones, se desprendía por los arcos del humilde campanario el armonioso repique, que iba por el pueblo despertando a los vecinos y por la montaña sacando a los ecos de sus casillas.
En todas las casas había un movimiento inusitado; del fondo del cofre sacaban las muchachas los vestidos más lujosos, y los abanicos y pañuelos para la cabeza más abigarrados, no sin consagrar un recuerdo al indiano pariente a quien, por lo general, debían esas galas.
Por las carreteras llegaban apresurados carros y carretas tirados por bueyes y por burros, llevando las improvisadas fondas o los puestos del comercio trashumante.
En encontradas corrientes iban acercándose a la iglesia curas y feligreses: los muchachos recorrían en grupos las calles, y parecían vestidos de nuevo hasta los que tenían el mismo traje que la víspera. Y espantados de aquel rumor los gorriones y las golondrinas y los vencejos, revoloteaban en el aire sin encontrar lugar seguro donde posarse.
Pero en ninguna casa la agitación doméstica era tan activa como en la de doña Brígida Sarmiento, una de las principales de aquel pueblo. Doña Brígida era una viuda cincuentona, fresca de carnes, de rubicunda cara y abultado vientre, inofensiva si las hay y de carácter tan dulce, que de ella decían siempre sus vecinos que se pasaba de buena. Jamás tuvo querella con alma nacida, y ningún pobre llegó a sonar la campanilla de la cancela que no quedara socorrido, aunque no fuese sino con un pedazo de pan.
Doña Brígida era muy feliz, y pasaba la vida más tranquila que ha soñado viuda alguna. Salía de casa únicamente para ir a la iglesia cuando llamaban a misa o tocaban al rosario por las tardes, y todo su encanto eran sus gallinas; porque, eso sí, no había gallinas como las suyas en veinte leguas a la redonda. Y eso lo decía a voz en cuello la tía Camorra todos los jueves que iba a Torrelavega al mercado para traer en su carrito los encargos de los vecinos.
Doña Brígida se vivía, como se dice vulgarmente, contemplando a sus gallinas; hasta el regajo se oían sus gritos cuando el milano se cernía sobre aquella tribu alada. Y era su encanto, que, al cruzar por el corral, pollas, gallinas y gallo vinieran a rodearla, cacareándola alegremente y picoteando el delantal y la falda como si le dijeran: «A ver qué cosa hay para nosotras».
Para la fiesta del pueblo, el señor marqués, la señora marquesa y la señorita Carmen, habían ofrecido a doña Brígida venir a su casa uno o dos días; y como el difunto de doña Brígida, y ella misma, debían tan grandes favores a los marqueses, y además eran unos señores tan buenos y tan amables, doña Brígida se sentía satisfecha, feliz y orgullosa con aquella distinción; porque tan buena como era, no dejaba de tener ese fondito de malevolencia que tienen siempre todas las hijas de Eva, y allá en su interior sentía un regocijo, un si es no es reprochable, pensando en la envidia que iban a tenerle don Nicolás el del molino, las hijas del alcalde, el tío Pedro, que se tenía por gran personaje, y la tía Faustina, que siempre contaba con un viaje a Santander en el que había tratado íntimamente a la mujer de un cónsul.
Por eso doña Brígida y tres chicas sobrinas suyas que la servían, no daban tregua al trabajo y a los preparativos, y las alcobas estaban listas, y todos los cacharros y la vajilla del comedor limpios y como nuevos, y desde la solana hasta el pajar, todo se había barrido y sacudido cuidadosamente.
Una nubecilla blanca apareció sobre la carretera: se oyó el rodar de un carruaje y el ruido de los cascabeles de los caballos.
—Tía, tía, que vienen… —gritó Regina, que estaba de atalaya. Y pocos momentos después los marqueses hacían la entrada solemne en casa de doña Brígida.
El landó fue colocado bajo el cobertizo que servía para los carros, y los caballos en el establo de las vacas, que se habían enviado al monte para dejar libre su sitio.
Doña Brígida condujo a los huéspedes hasta la sala, y allí, quieras que no, sacudió sus trajes, les hizo tomar una copilla de jerez con unos bizcochos, y en seguida, poniéndose su pañuelo negro a la cabeza, y para que el tiempo no se perdiera inútilmente, los llevó a la plaza, centro de todo regocijo en aquel día.
Allí había mucha gente, mucho calor, muchos gritos; las cabalgaduras y los animales tirando carretas, iban y venían cruzando entre la muchedumbre con tan poco miramiento como si aquello fuera un desierto. Y aunque no mediaba el día ya el baile estaba armado; y al aire libre, y sin más abrigo que la sombra de los árboles, hombres y mujeres bailaban unos frente a otros en dos largas hileras, sin tocarse, y triscando, como allí se dice, los dedos para imitar el ruido de las castañuelas. Y eso al son de los panderos que manejaban desesperadamente dos chicas del pueblo, cantando a grito herido y con envidiables pulmones, alegres coplas de este género:
¡Válgame Dios, marido,
qué feo erés.
Ya no tiene remedio,
mujer, qué quierés!
Y luego:
Adiós, que me despido,
adiós que me voy.
Si no me has conocido
no digas quién soy.
Ni por poco tiempo consiguió doña Brígida que sus huéspedes disfrutaran de aquella diversión; se empeñaron en volver a casa, y como era ya la hora del almuerzo no le pareció mal a la viuda.
Pero antes de salir de aquel emporio del comercio, la señorita Carmen, hija de los marqueses, que contaría de edad unos trece años, se empeñó en comprar una sortija, y la compró Era de reluciente cobre con una esmeralda de vidrió, que en Madrid hubiera costado cinco céntimos, y allí se la hizo pagar el joyero por una peseta.
Alegre fue el almuerzo: doña Brígida estaba contentísima; los marqueses y Carmen comentaban cuanto habían visto, y preguntaban y se prometían pasar una tarde muy divertida y marcharse al siguiente día.
Como cosa muy natural, se habló de la sortija que había comprado la niña. La marquesa quiso verla; pero por más que en uno y otro bolsillo la buscó cuidadosamente la chica, todo fue inútil. La alhaja había desaparecido, y en toda la casa no pudo ser hallada. Quizá se había caído en la calle, y de tantos transeúntes, no faltaría alguno que la hubiera levantado.
Pasó la tarde, cumpliéndose el programa de diversión y entretenimiento que se habían fraguado los marqueses, y a las ocho de la noche, contentos aunque cansados, se sentaron a cenar.
Allí les aguardaba una sorpresa. La viuda presentó ceremoniosamente a Carmen la perdida sortija.
Lo primero que se les ocurrió a los huéspedes fue preguntar dónde la había hallado; y doña Brígida, como quien da una lección de historia natural, refirió que en el buche de una gallina de las que se había matado para la cena; porque las gallinas y los pollos se tragan los objetos brillantes con tal de que sean pequeños, y después, aunque se pase algún tiempo, se les encuentra en el buche o en la molleja. Celebróse mucho el hallazgo y la noticia, y los marqueses se retiraron a descansar.
A la mañana siguiente, doña Brígida escuchó en la alcoba de la marquesa hablar muy alto, y que la señora reñía, y que la doncella que las había acompañado respondía sollozando, y se oían las voces del marqués y de Carmen, interviniendo también en aquella cuestión.
No le costó ningún trabajo saber de lo que se trataba, porque el marqués, tomando un aspecto grave, vino a encontrarla, diciéndole en pocas palabras que la marquesa había perdido una sortija a la que tenía un extraordinario cariño porque, además de ser de gran valor, era un recuerdo de familia. La había buscado inútilmente, y no quedaba más esperanza que la de encontrarla en el buche de alguna gallina, porque la marquesa no se resignaba a la pérdida de la sortija, y el marqués estaba dispuesto a pagar el precio de todas las gallinas que había en el patio, porque era preciso ver si alguna se había tragado aquella alhaja.
Cuando doña Brígida oyó que se trataba de matar a todas sus gallinas, no supo qué creer, le parecía que estaba soñando: que el marqués decía eso de chanza; que no era verdad, o que estaba loco, cuando se atrevía a proponerle semejante cosa; y se dibujó en su boca una sonrisa de estupidez, mientras sus ojos se abrían desmesuradamente. Pero un momento de reflexión le bastó para comprender que aquélla era una espantosa verdad; quiso, haciendo un esfuerzo, salvar a sus queridas gallinas, alegando que podría haberse perdido la sortija en la plaza y aún podía encontrarse. —Nada, nada —interrumpió el marqués en un tono que anunciaba una resolución irrevocable—; no sea usted preocupada, doña Brígida; para usted lo mismo son estas gallinas que otras, y éstas las pagaré muy bien y se las repartiremos a los pobres, que bastante nos lo agradecerán.
La marquesa dice que ayer en la tarde, cuando entró a esta casa, traía la sortija y se la quitó para lavarse las manos, y la olvidó después; de modo que donde ha desaparecido es aquí; conque resuélvase usted, y vamos que los criados comiencen a coger algunas gallinas, porque nosotros debemos marcharnos de seguida.
Una hora después doña Brígida volvía de la iglesia, adonde había ido a refugiarse para no presenciar el terrible acontecimiento.
Procuró tomar aspecto de seriedad que estaba muy lejos de sentir, y encontró en su casa a las sobrinas medio llorosas, pero procurando también disimular. Los marqueses estaban en su alcoba haciendo los últimos arreglos para la marcha: el landó en la puerta; el cochero en su sitio; el lacayo cerca del estribo, y los caballos pateando desesperados por las moscas. Doña Brígida, haciendo un esfuerzo, preguntó a las sobrinas: —¿Pareció? —¡Qué había de parecer! —contestó una de ellas con mal humor. —La viuda se dirigió entonces lentamente al patio en que estaban antes las gallinas. Pero al llegar allí sintió que se anudaba su garganta y sus ojos se llenaban de lágrimas. Una de las chicas la seguía sin decir palabra; aquel patio, otras veces tan animado, estaba silencioso; había plumas por todas partes. ¡Cuántas plumas! —exclamó doña Brígida.
—Con razón —dijo la chica—, como que el cochero y el lacayo, a palos, mataban a esos pobres animalitos.
Doña Brígida se inclinó, levantó del suelo un grupito de plumas suaves y blancas como un poco de nieve, y las guardó como una reliquia entre las hojas de su libro de misa. Dos gruesas lágrimas rodaron por sus encendidas mejillas, sin duda las primeras que había derramado después de la muerte de su marido. En este momento los marqueses salían para tomar el carruaje. La viuda limpió precipitadamente sus lágrimas, y puso una cara de satisfacción que no dejaba adivinar lo que ella sentía. ¿Cómo darles un disgusto por unas gallinas a aquellos señores tan buenos, que le habían hecho el favor de venir a pasar un día en su casa?
La despedida fue rápida, porque la marquesa no quería hablar de lo pasado, y el marqués no encontraba la manera de preguntar a doña Brígida cuál era el precio de las gallinas.
—Le enviaremos un regalo que valga doble o el triple —había dicho la marquesa—, porque ella imposible que quisiera recibir el dinero.
Y con eso tenía mucha razón; porque, apenas el marqués insinuó algo, doña Brígida le interrumpió, diciéndole con resolución:
—No señor; de eso no me hable el señor marqués; que más que eso, y todo, se lo hemos debido, mi esposo, que en paz descanse, y yo.
Entró el marqués en el coche, y ya iba a subir el lacayo al pescante, cuando la marquesa lanzó una alegre carcajada.
—¿Qué pasa? —dijo el marqués. Y ella, pudiendo apenas contener la risa, exclamó como dirigiéndose a doña Brígida:
—Que soy una tonta; al abrir el portamonedas me encuentro con la sortija, que la guardé allí y lo había olvidado.
Chascó el cochero la fusta; partieron los caballos, y el carruaje desapareció a poco entre uno de los recodos de la carretera.