Después de largo y sangriento sitio ocupó Hernán Cortés la capital del imperio de Moctezuma; pero quedó la ciudad en tan lastimoso estado, que el conquistador, con su ejército, tuvo que acampar durante algún tiempo en la cercana villa de Coyoacán, porque en México ni lugar pudo encontrarse para el alojamiento de los soldados.
Pocos meses después, los trabajos de la reedificación habían avanzado tanto, que ya el conquistador pudo trasladarse allí, y eran tan activos, que dice el padre Motolinía, en su Historia de los indios de la Nueva España, que «en la edificación de la gran ciudad de México en los primeros años, andaba más gente que en la edificación del templo de Jerusalén; porque era tanta la gente que andaba en las obras, que apenas podría hombre romper por algunas calles y calzadas, aunque son muy anchas».
Y ya entonces el conquistador de México no era Hernán Cortés a secas, sino que se llamaba el muy magnífico señor Hernán Cortés, gobernador y capitán general de Nueva España; que el don aún no lo usaba, porque hasta algunos años después no se lo concedíó el emperador.
Por aquellos días aconteció, según refiere la tradición, que el gobernador y capitán general publicó un bando exigiendo la puntual asistencia de todos los vecinos a las misas que celebraban los padres franciscanos, primeros religiosos que a predicar el cristianismo llegado habían a Nueva España.
La morosidad de los soldados para asistir al Santo Sacrificio, y la indiferencia o poca costumbre que de ello tenían los indios, hacía que muchos llegasen a la iglesia ya pasado el evangelio, o cuando el sacerdote pronunciaba las últimas oraciones, causando con eso escándalo entre aquel rebaño de ovejas recién convertidas al cristianismo.
Quejáronse a Cortés los celosos misioneros, y de aquí nació la disposición del conquistador, para que todos asistieran puntuales a la misa, so pena de que cualquiera que llegase después del evangelio, recibiera de mano de los religiosos quince o veinte azotes, desnudo de la cintura para arriba si era hombre, o sobre las ropas, si era mujer.
Comenzaron a murmurar de tal disposición conquistadores y conquistados, diciendo que no se llevaría eso de los azotes a puro y debido efecto, cuando la pena recayese, bien en capitanes como Pedro de Alvarado. Gonzalo de Sandoval, Cristóbal de Olid y Diego de Tapia, por las atenciones con que los trataba Cortés, o en los grandes señores y caciques de la tierra, de quien podía temerse que, ofendidos, provocaran una nueva y más terrible insurrección.
No podía ignorar Hernán Cortés aquellas murmuraciones; pero jamás dio a comprender que las sabía, y el rumor seguía circulando y tomando creces, sin que nadie cuidase de contradecirlo.
Un día, domingo por cierto, celebrábase la misa en el provisional templo de los franciscanos, y ya pasado había el evangelio, cuando Cortés, sin acompañamiento de ninguna clase, apareció a la puerta de la iglesia, atravesó la nave cruzando entre los asistentes y fue a arrodillarse devotamente en el presbiterio.
Los fieles allí reunidos, si no lo dijeron, pensaron indudablemente que el conquistador había merecido la misma pena por él impuesta, llegando a misa después de haberse leído el evangelio; aunque ninguno, ni remotamente, se figuró que aquello podría tener consecuencias.
Pero con gran asombro, al terminar la misa, vieron a dos franciscanos acercarse a Cortés, y a éste, levantarse humildemente del lugar que ocupaba, y de rodillas delante del altar, despojarse de su ropa, prestar las espaldas desnudas a los misioneros.
Ni la historia ni la tradición han conservado el número de azotes que recibió el conquistador; pero tal resonancia tuvo el hecho, que todavía a principios de este siglo, en una capilla que había en México, que llevaba el nombre de los talabarteros, y que fue destruida por un incendio, existía un gran cuadro, en el que estaba representado Cortés de rodillas, con las espaldas desnudas y la cabeza inclinada, recibiendo los azotes que le aplicaba un misionero franciscano.
Inútil es decir que la lección no pudo ser más provechosa. Si Cortés hizo aquello de acuerdo con los franciscanos y para dar ejemplo de humildad y de respeto a la ley, o si realmente sin previo acuerdo, los franciscanos tuvieron el valor de aplicar el bando, y él la resignación de someterse; con toda seguridad no se puede decir, y en eso cada uno pensará lo que mejor le parezca.