Primera parte. Juan Morgan
I. Brazo-de-acero
Casi en el corazón de la rica y dilatada isla «Española», florecía a mediados del siglo XVII la pintoresca aldea de San Juan de Goave, célebre entonces por la clase de habitantes que contenía.
La aldea de San Juan tenía el aspecto más encantador, rodeada de jardines, de florestas y de prados, en los que se apacentaban a millares las vacas y los toros salvajes.
Sus habitantes eran en lo general o cazadores o desolladores de bestias, que comerciaban sólo con los cueros y el sebo de los animales, y presentaban la más confusa mezcla de negros y blancos, mulatos y mestizos, españoles y franceses, ingleses e indios; pero todos llevando la misma vida, todos tratándose con la igualdad de los hijos de una misma raza, todos trabajando con afán por hacerse de algunos puñados de dinero, que venían a perder entre la multitud de mujeres prostituidas que allí había, o sobre la carpeta de una mesa de juego, o entre los vapores del aguardiente.
La vida de aquellos colonos era una extraña mezcla de asiduidad en el trabajo y prodigalidad en los vicios, de religiosa honradez en sus contratos y de relajación de costumbres en su vida, de franqueza y fraternidad con los desgraciados, y avidez y codicia en el juego.
Los vicios y las virtudes llevados a la exaltación. Los vicios y las virtudes viviendo en los mismos pechos, realizado el ensueño de la edad de oro en que las ovejas y los lobos dormían bajo la misma sombra, el milano y la paloma descansaban en la misma rama, el tigre y el loro bebían en el mismo arroyo. Todo aquello era sin duda inexplicable para la civilización del siglo XIX, en que apenas el ciudadano pacífico duerme tranquilo, cuando está bajo el mismo techo que el gendarme.
En una especie de taberna que tenía por muestra un cuadro detestable representando un toro pintado con humo y un letrero que decía: Al Toro Negro, alderredor de una mesa de madera blanca, y sobre la cual se ostentaba un tarro con aguardiente y tres vasos, conversaban negligentemente tres hombres, con los codos apoyados sobre la mesa, las gorras puestas, y fumando todos tres grandes pipas de madera toscamente labradas.
Aquellos tres hombres tenían el pelo y la barba sumamente crecidos y espesos. Los tres parecían jóvenes, sólo que dos eran rubios, tenían el aspecto de ingleses, con sus ojos claros y azules, y el otro con el pelo, la barba y los ojos negros, y su color trigueño, parecía pertenecer a alguna de las razas meridionales.
Sus trajes eran muy semejantes entre sí, pero casi sería imposible describirlos: calzones de cuero ajustados a la pierna, polainas de cuero también, fuertemente ceñidas, y una especie de gabán también de cuero.
En la cintura una especie de talabarte, de donde pendía un largo y ancho cuchillo, y una gorra también de cuero.
Éste era el extraño atavío de aquellos personajes, que parecían tener una gran pereza, y que hablaban en medio de una espesa nube de humo de tabaco.
—Brazo-de-acero tiene razón —dijo uno de los ingleses—. Esta vida es triste y se gana poco.
—Poco —agregó el otro inglés— sobre todo si se atiende a que tenemos que tratar con esos diablos de gachupines, como él les llama, y que vienen a comerciar aquí desde el pueblo de Aso.
—Yo me muero de fastidio —contestó lanzando una bocanada de humo el que había sido llamado Brazo-de-acero, que era el de la barba negra— casi, casi, extraño mi tierra.
—¿Es por ventura tu tierra más bella que este país? —dijo un inglés.
—Sin duda, Ricardo —contestó Brazo-de-acero suspirando— México es una de las mejores tierras de la tierra.
—¿Entonces por qué la dejaste? —preguntó el otro inglés.
—¡Ay! es una historia.
—¿Por pobreza?
—Soy allá tan rico como un príncipe.
Los dos ingleses se miraron entre sí con aire de duda.
—¿Entonces por amores?
—Ya os lo diré más tarde.
—¿Hicisteis muerte de hombre español?
—Ya os lo contaré. Entretanto, aquí me fastidio.
—¡Oh! eso dices tú que tienes amor con la duquesa de Pisaflores.
—Dejad de hablar de esa pobre niña, que mil mujeres hay de quienes ocuparse en San Juan.
—Pero no tan bellas.
—Ni tan interesantes; cien cazadores se mueren de envidia al verte salir con ella camino a las «Palmas Hermanas», como que allí os pasareis ratos deliciosos: ese bosquillo es un paraíso.
—Nada pasa allí de lo que vosotros podéis pensar. Quiero a Julia como si fuera mi hermana, y nada más: conque vámonos ya.
—No, no, acabemos esta conversación. ¿Nada tienes tú, Antonio, con esa niña? —preguntó con seriedad Ricardo.
—No —contestó Brazo-de-acero—. Su padre era, como sabes, un francés amigo mío, que murió de la peste, y Julia y su madre encuentran en mí un protector, y no más. Pero ¿por qué me preguntas eso?
—Lo pregunto —dijo flemáticamente Ricardo— porque si tienes amores con ella, será prudente advertirte que hay un rival que va navegando en tus aguas…
—¿Y quién se atrevería? —preguntó Brazo-de-acero con los ojos brillantes y encendido el rostro por la ira.
—Algo tienes con ella: en fin, nada me importa; pero somos amigos y le lo advierto. El otro se está a la capa, pero tiene buena arboladura, y si logra una racha, te pasa por ojo.
—¿Pero quién es?
—Cuídate, y además está seguro de que yo te cuidaré también; somos amigos, y ya sabes cómo…
Los dos jóvenes se apretaron las manos con efusión, pero Brazo-de-acero quedó desde aquel momento sombrío y preocupado; por el contrario, los claros ojos del inglés veían con todo el brillo que suele comunicarles un corazón tranquilo.
El otro cazador seguía fumando tan indiferente como si nada hubiese oído.
—Estás preocupado —dijo Ricardo después de un largo rato de silencio—. Salgamos a ver si se hace en la tarde algún negocio, y si no, creo que será prudente irnos esta noche, aprovechando la luna, a nuestros montes queridos, en donde tienes menos que sentir que aquí.
—Tienes razón —contestó Brazo-de-acero— salgamos, que este aire me entristece. —Y sacudiendo su negra cabellera, como para disipar un pensamiento importuno, se levantó, y los tres salieron de la taberna.
Las calles de la aldea de San Juan de Goave estaban llenas de gente; habían llegado aquel día nuevos comerciantes del pueblo de Aso, que era grande, y venían como de costumbre a comprar pieles, o a cambiarlas por objetos de mercería y lencería con los cazadores y desolladores de San Juan.
La tarde estaba tibia y serena, soplaba una brisa agradable, y las mujeres salían a ver las curiosidades que en la plaza exponían al público los buhoneros y comerciantes recién venidos.
Los tres cazadores entraron entre la muchedumbre y se dirigieron a una especie de tienda, en la que había una gran cantidad de cueros de toro a la vista. Los dos ingleses penetraron y comenzaron a hablar con el que parecía dueño de la casa, y Brazo-de-acero quedó en la puerta.
A este tiempo, muy cerca de allí, pasaban dos mujeres. La que iba por delante era ya como de cuarenta años, y la que le seguía era una joven de dieciséis, blanca y rubia, con los ojos de un verde tan obscuro, que pudieran haberse tomado por negros; delgada, esbelta y graciosa.
Las dos mujeres vestían casi iguales, trajes azules y delantal y sombrerito blanco; parecían ser pobres, y a primera vista hubiera podido asegurarse que pertenecían a la colonia francesa de la isla Española.
La joven descubrió a Brazo-de-acero y se puso encendida, y procurando que la mujer que iba por delante no observase, se acercó al cazador.
—Antonio —dijo la joven— ¿estás enojado?
—No, Julia —contestó el cazador, procurando dar a su semblante un aire amable.
—Sí, Antonio, tú tienes algo, dímelo.
—Necesito hablarte.
—¿Cuándo?
—Esta misma noche.
—Está bien ¿adónde?
—En las Palmas Hermanas.
—Iré, Antonio, iré, pero no estés enojado. Adiós.
—Hasta la noche.
Y la joven corrió a reunirse con la anciana, que distraída, no había observado nada.
En cambio, había un observador que no había perdido ni una sola palabra de aquel diálogo.
Era un hombre de corta estatura, pero sumamente ancho de las espaldas, con el pecho levantado, la cabeza casi hundida entre los hombros; el pelo, las cejas y la barba negras y pobladas, los ojos pardos, pequeños, encapotados, pero brillantes como dos brasas.
Las manos pequeñas y gruesas de aquel hombre estaban cubiertas de vello como las de un mono.
No vestía el traje de cuero de los cazadores; pertenecía a los desolladores de reses y parecía ser rico, porque sobre su traje de vellorí se ostentaban algunos botones de oro y una gruesa cadena del mismo metal, y en su ancho sombrero brillaba un joyel de piedras preciosas.
Era éste un rico desollador y comerciante, español, llamado Pedro de Borica, y conocido en la aldea por el sobrenombre del «Oso-rico».
II. Pedro el desollador
Pedro había llegado a la Española en uno de los navíos que hacían la travesía a Nueva España. Sin conocimientos y sin relaciones en la isla, determinó unirse a los cazadores y desolladores que entonces ocupaban la mayor parte de aquel territorio.
Internóse en la isla y llegó a San Juan de Goave; allí comenzó a trabajar, primero al servicio de un paisano suyo, y luego, haciendo ya negocios por cuenta propia, hasta que ayudado por la fortuna, y merced también a su asiduidad y resistencia para el trabajo, había llegado a ser uno de los más ricos del lugar.
El Oso-rico, como le llamaban allí todos, nunca jugaba, porque era avaro; se refería sólo que una vez se puso a echar las cartas con un amigo suyo, y perdió; al día siguiente aquel amigo fue encontrado en una de las huertas con el corazón atravesado por una puñalada.
Todos culparon a Pedro, pero nadie le dijo nada: en aquella rara colonia nadie se metía a vengar más injurias que las propias.
Pedro trataba a las mil mujeres de mala vida que habitaban entre los cazadores; pero ellas huían de su amistad no más porque era brusco y avaro.
El rico desollador vivía en una gran casa en la aldea de San Juan, pero sin familia, con una multitud de criados que le ayudaban a cuidar los ganados, a matar y a encerrar, y vender los cueros.
La tarde en que comienza nuestra historia, Juan había permanecido largo rato parado en la plaza, dirigiendo a todos lados miradas inquietas con sus ojos pequeños y chispeantes. Cuando Julia y su madre aparecieron en el mercado, el Oso-rico comenzó a seguirlas hasta que oyó la conversación de Julia con su amante.
Si alguien hubiera observado en aquel momento el rostro del desollador, hubiera podido notar que se ponía horriblemente pálido, y que sus dientes, pequeños y unidos entre sí como si fueran una cinta de marfil, rechinaban; pero nadie paró en esto la atención, en medio del bullicio de los esclavos y de los comerciantes que iban y venían por todas partes.
Julia y su madre siguieron su camino, pero ya entonces Juan no las seguía, sino que, apartando bruscamente a los que le impedían el paso, se dirigió a la gran taberna del Toro Negro, en donde el lector hizo conocimiento con los primeros personajes de esta historia. La taberna estaba en aquellos momentos casi sola; comenzaba a ponerse obscuro, y todo el mundo estaba en la plaza.
El desollador se sentó en una de las mesas más retiradas, y gritó como hubiera podido hacerlo a un toro:
—¡Isaac, Isaac!
Un viejo alto, delgado y pálido, con un gran gorro en la mano, se presentó inmediatamente.
—Ven acá, perro judío —dijo el desollador tomándolo de una mano y haciéndole sentar a su lado—. Siéntate aquí, hijo de Moisés.
—Convertido, convertido, si gustáis, señor —contestó el hombre haciendo una reverencia y sin extrañar el trato que recibía—. Convertido, que aunque no hay aquí Inquisición, siempre son buenas las cosas claras, como el rayo de la luz.
—¡Mal rayo te caiga! Déjate de hipocresías y contesta. ¿Me has engañado?
—Que el Dios de mis padres me castigue si miento alguna vez.
—¿No me contaste que ese maldito cazador mexicano, Brazo-de-acero, no tenía amores con Julia?
—Que yo ignoraba semejante cosa os dije, y nunca que no existía, que entre ambas cosas va mucha diferencia.
—Perro judío, te he de desollar como a un novillo.
—Que el Dios de David me libre de semejante tribulación; pero siempre no me haréis nada.
—¿Que no te haré nada? ¿Y por qué lo crees así?
—Mucho es lo que me necesitáis y mucho lo que os sirvo para que os arrojarais a semejante cosa.
—Eres un tuno. Vamos a cuentas, pues sé a no dudarlo que Julia y el cazador se aman.
—Puede ser —dijo hipócritamente el judío.
—¿Puede ser? ¡Sobre que yo lo afirmo, perro miserable! —contestó con impaciencia el desollador sacudiendo un puñetazo sobre la mesa, que la hizo bailar.
—Cuidado —exclamó con mucha sangre fría el judío— cuidado, que vais a romper una mesa, y están hechas de maderas exquisitas, que os costaría mucho pagar.
El desollador lo miró con desprecio, empujó un poco la mesa, y luego continuó:
—¿Qué hacemos? Esos amores desbaratan mis planes. Julia no me querrá por marido, y ahora comprendo por qué me ha despreciado siempre, por ese cazador. ¡Ah! estos malditos cazadores que nos tratan siempre con tanto desprecio, que nos llaman siempre «carniceros», cuando ellos casi todos son ladrones. Y luego que cuanta muchacha bonita hay en la aldea es para ellos, amén de las que van a traerse a Santo Domingo y Nuestra Señora de Altagracia, y a Aso, y a todas partes: como cargara con todos la peste, la isla Española sería un paraíso.
—¡Hum! —dijo taimadamente Isaac.
—Bien ¿y qué hago? Aconséjame, que bastante dinero te doy para que me ayudes en mis empresas.
—Robaos a Julia.
—¡Buena es ésa! Para que si el cazador lo sabe me ensarte en su lanza o me encasquille una bala en la frente como si fuera un toro bravo. No, no soy tan tonto; piensa en otra cosa.
—Pero si vos tenéis unas fuerzas que os hacen capaz de matar a un buey de una puñada; y luego echároslo al hombro, y luego devorarlo, como cuentan de Milón de Crotona.
—No importa; pero no quiero rencillas con los cazadores. Vamos: otro plan.
—¿Cómo sabéis que Julia y Brazo-de-acero se aman?
—Porque esta misma tarde acabo de oírlos darse una cita para esta noche.
—¿Y dónde es la cita?
—Fuera de la aldea, en las Palmas Hermanas.
—Bueno; pues oíd un plan: supongo que a ese lugar el cazador bajará del bosque adonde duerme con sus amigos los ingleses, y Julia irá desde su casa ¿es verdad?
—Puede ser.
—Y que terminada la cita, que por fuerza tiene que terminar, él se vuelve a su cabaña y ella a su casa…
—Debe ser.
—Que ella irá sola y sola volverá.
—Ha de ser.
—Entonces esperad que vuelva, atended si viene sola; os emboscáis, y al pasar la atrapáis, que de seguro que no os conocerá… y después venís a decirme si persistís en hacerla vuestra mujer, o preferís dejársela al cazador.
—Entiendo —contestó riéndose el desollador— ¿y si me conoce?
—Procurad ir disfrazado; de noche y con un disfraz no será fácil que adivine: además, el susto…
—¿Y cómo me disfrazaré?
—Tomad el traje de los cazadores, y ponéos además un antifaz de cuero y una capa.
—Excelente: si logro salir bien, creo que se me acabará el capricho, o ella no tendrá dificultad en ser mi mujer; si me va mal, entonces ya pensaremos otra cosa mejor.
—Está bien pensado.
—Adiós, voy a prepararme. ¡Ah! si tienes por ahí un esclavo, envíale a mi casa, para mandarte el cuero de una becerrilla que tengo allá; estará bueno para tu pequeño Daniel… no lo olvides.
Juan salió tan alegre con su plan, que casi no reparó en un hombre alto, envuelto en una capa negra, con un sombrero negro también, coronado por una pluma de guacamaya, que estaba en la puerta, y que entró a tiempo que él salía.
El recién llegado se dirigió sin ceremonia al judío, y con una voz imperativa, como el que está muy acostumbrado a mandar, le preguntó:
—¿Quién es ese hombre?
—Señor —contestó Isaac— le llaman Juan-el-Oso-rico.
—¿Es marino?
—No, señor; desollador.
—¡Bah! —contestó el recién venido con un ademán de profundo despecho— creí que fuera un marino. ¿Y de quién hablaba?
—De Julia, una joven de aquí.
—Bien, ¿y qué Julia es esa?
—Julia de Lafont.
—¿Hija de Gustavo de Lafont?
—Si, señor.
—¿De ese valiente marino que murió aquí de la peste?
—Del mismo.
—¡Miserable! Ya se cuidará el carnicero de tocar un cabello de esa joven —dijo el recién venido como hablando consigo mismo, y luego continuó:
—¿Esta noche es la cita de que le hablaste?
—Sí, señor.
—¿En las Palmas Hermanas?
—Sí, señor, al sur…
—No necesito explicaciones; toma.
—¿Qué me dais?
—Una onza española.
—Pero, señor, ¿por qué?
—Por tus noticias. Adiós.
El judío, espantado de aquella generosidad, se deshacía en cumplimientos y en caravanas con aquel hombre, que sin volver a mirarle siquiera, se salió de la taberna alzándose el embozo.
—¡Dios de Israel! —exclamaba el judío— ¡Dios de Abraham! éste debe ser un duque; ¡qué duque! un príncipe: más, más; quizá un monarca. ¡Una onza de oro por una noticia!
Y se metió a contar el lance a su mujer y a esconder su oro.
Cuando Juan el desollador salió de la taberna, comenzaba ya a oscurecer, y sin pérdida de tiempo se dirigió a su casa, cuidando antes de pasar por la de Julia, que estaba casi a la orilla de la aldea, en medio de un bosquecillo de arbustos cubiertos de flores.
El Oso-rico rodeó, como un chacal que acecha su presa, por toda la barda del pequeño jardín.
Por las ventanas de la casa se observaba luz, y en un punto en que la barda estaba más inmediata a la habitación se puso a escuchar, porque oyó voces.
Julia hablaba en voz alta con su madre.
—Ahí está —dijo alegremente Juan— ya nos veremos en la noche.
Y se puso en marcha para su casa, saboreando el éxito de su plan, como se saborea el tigre que olfatea de lejos la sangre.
III. En las «Palmas Hermanas»
ERA ya cerca de la media noche y la aldea de San Juan estaba en el más profundo silencio, que no interrumpía sino de cuando en cuando el canto de algún gallo, o el mugido de alguno de los toros encerrados en los corrales de los desolladores.
La casita en que vivían Julia y su madre estaba envuelta en esa penumbra que se derrama en la tierra cuando la luna no alumbra con toda su plenitud. Todos indudablemente estaban entregados al sueño, porque no se veía ni una luz y no se sentía el más leve rumor en la habitación.
Sin embargo, por la parte de afuera de las tapias del jardín podía observarse un bulto que estaba como en acecho; era un hombre, y un hombre que evidentemente se impacientaba, porque pasaba unas veces a lo largo de las paredes, y otras se detenía procurando observar por encima de las tapias lo que pasaba en el interior del jardín.
Largo rato permaneció aquel hombre en aquella monótona ocupación, y parecía ya próximo a abandonar su empresa cuando, en una de las veces que se asomó sobre la tapia, le pareció escuchar un ruido ligero que salía de una de las puertas.
Contuvo la respiración, aplicó el oído, y procuró penetrar con su mirada entre esa confusa mezcla de luz y sombra que envolvía la casa, y a fuerza de mirar logró distinguir algo.
Una de las puertas de la habitación que caían al jardín se abrió poco a poco como con gran precaución, y por allí se deslizó una persona que volvió a cerrar la puerta con el mismo cuidado.
—Ella es —dijo el hombre de la tapia, dejando escapar el aliento, que había contenido en su pecho durante un rato—. ¡Es Julia!
La mujer salió al jardín y comenzó a caminar por él con timidez; de repente se detuvo como espantada: había sentido que alguien la seguía. Volvió el rostro, y a pocos pasos de ella y mirándola amorosamente estaba parado un hermoso lebrel blanco y negro, de esos que acostumbraban tener los cazadores de la isla Española.
—Vaya, Titán —dijo la joven volviendo en sí de su espanto— buen susto me habías dado: quédate aquí, que necesito que cuides la casa mientras vuelvo.
El inteligente animal se detuvo, y la joven siguió andando hasta llegar a una de las tapias del jardín que estaba literalmente cubierta de enredaderas; se acercó allí, comenzó a apartar los bejucos, y luego se inclinó como para pasar.
—Vamos —dijo entre sí el hombre de la tapia— he aquí una entrada que yo no conocía; bueno es saberlo, ya nos aprovecharemos de ella.
La joven había salido al campo del otro lado de la tapia, y allí se detuvo a examinar con curiosidad por todos lados. El hombre se dejó caer entre los matorrales y permaneció sin moverse, sin respirar siquiera. La joven pareció estar tranquila y segura de que nadie la veía, y cubriéndose con un ancho abrigo negro, se puso a caminar tan ligera y tan serena como si se deslizara sobre la tierra.
El camino que eligió pasaba cerca, muy cerca del lugar en que el hombre estaba oculto, y el traje de la joven rozó el rostro del hombre. Si el perro hubiera acompañado a su ama, indudablemente no hubiera dejado de descubrirlo; pero como Julia iba muy distraída y preocupada con lo que esperaba y con lo que temía, nada advirtió, y sin vacilar un instante tomó el camino que conducía a las Palmas Hermanas, que era una veredita angosta que serpeaba entre los árboles y las malezas del prado.
El hombre dejó alejarse a la joven, y luego, levantándose, siguió tras ella. En aquella especie de persecución Julia no notaba siquiera que alguien venía tras ella, y se deslizaba entre un bosquecillo de yupinas y de cazemitus, que se iba haciendo cada vez más espeso.
El hombre la perdía de vista algunas veces, porque la escasa claridad de la luna penetraba apenas entre el follaje, y entonces se detenía hasta que un rayo de luz, que se deslizaba por donde era menos espesa la bóveda de verdura, le hacía volver a distinguir la sombra de Julia, que seguía caminando.
La joven llegó así hasta una gran plazoleta despojada de árboles y que comenzó a atravesar sin detenerse, siguiendo el sendero trazado entre las yerbas, y que se distinguía como una inmensa culebra que iba a esconderse en un bosquecillo que servía de fondo a la plazoleta, y sobre el cual se levantaban, erguidos y ondulantes, los penachos de dos gigantes palmeras.
—He aquí las Palmas Hermanas —dijo el hombre— me parece prudente quedarme aquí esperando la vuelta de esa ternerilla blanca: aquí la veré cuando salga del bosque; veré si viene sola y podré tomar mis providencias. Pongámonos en acecho buscando una postura cómoda… porque me parece que es cosa de esperar un rato largo…
Y se sentó en un tronco, procurando quedar oculto enteramente.
Julia entretanto se había internado al bosque, y comenzaba ya a buscar al cazador dando ligeros gritos.
De repente oyó un ruido como si se agitase violentamente la maleza, y dos enormes lebreles, semejantes al que había quedado en su casa, llegaron a sus plantas arrastrándose, moviendo alegremente la cola y dando esos pequeños aullidos con que los perros demuestran el exceso de su alegría.
—Buenas noches, Tízoc, buenas noches, Maztla —decía la joven acariciando alegremente las enormes cabezas de los lebreles con sus manitas blancas y pequeñas— ¿dónde está vuestro amo?
La maleza se agitó de nuevo y apareció entonces Brazo-de-acero con el mismo traje que llevaba en la mañana, teniendo en su mano derecha un mosquete.
—¡Antonio! exclamó la joven tendiéndole los brazos.
—Julia mía —dijo el cazador estrechándola entre los suyos y estampando en su frente un beso que no escucharon ni las auras del bosque— Julia mía, pobrecita ¿has tenido miedo para llegar hasta aquí?
—No, Antonio ¿cuándo tengo yo miedo tratándose de verte?
El cazador la miró con ternura y volvió a estrecharla entre sus brazos.
—¿Y aquí conmigo no tienes miedo a nada, alma mía?
—¿Y a qué podía yo temer estando contigo, Antonio? ¿No eres tú mi amante, mi padre, mi hermano? ¿Adónde más segura que a tu lado?
—¡Inocente!
—Sí, Antonio; tú eres todo para mí. Ven, siéntate aquí, en este tronco, y óyeme; ahora que me acuerdas eso, te contaré.
Julia se sentó al lado del cazador y comenzó a hablarle jugando infantilmente con los negros y rizados cabellos del mancebo. Aquél era un grupo artístico; la luna resbalaba sobre la tostada frente de Brazo-de-acero, hiriendo sus ojos brillantes e iluminando el semblante encendido de la doncella, que le miraba arrobada y que estaba como suspendida en sus brazos.
—Óyeme, Antonio, pero no te rías de mí. Desde que yo era niña me enseñaba mi madre a rezar todas las noches al ángel de mi guarda, y yo lo quería mucho. ¡Qué bonitos serán los ángeles! Me decía mi buena madre que el ángel era muy bello, muy fuerte, que me defendería del demonio y de mis enemigos, que combatía contra los que me querían hacer mal, y que los vencía. Entonces era niña y ya me figuraba yo cómo debía ser aquel ángel, tan fuerte, tan gallardo, tan valiente, y tenía yo confianza en él, y nunca sentía el miedo; pero ¿lo creerás, Antonio? desde que te conocí, desde que me dijiste que me querías, me parece que siempre me representaba yo al ángel de mi guarda como eres tú, tan bello, tan valiente, tan bueno, siempre cuidándome y siempre pensando en mí ¿es verdad?
—¡Julia! —exclamó el cazador, que la escuchaba con la sonrisa de la felicidad en los labios, y contemplando aquella inocencia casi con adoración— Julia ¡qué buena y qué inocente eres!
—¡Ah! —exclamó de repente la joven— ¿y qué me querías decir?
—Nada —contestó el cazador, avergonzado de haber desconfiado un solo momento de aquel ángel— nada, no más decirte que te amo cada día más.
—No, no era eso, no; tú estabas triste ¿crees que no te conozco? Y bien ¿qué tenías? Dime, dime, o yo me voy a poner triste también.
—Óyeme, Julia ¿tú nunca tienes celos?
—¡Celos! ¿Y qué son celos? Yo oigo hablar de eso y no lo entiendo.
—Es decir, temor de perderme, de que ame yo a otra mujer, de que otra me ame.
—¡Ay! sí, temor de perderte, sí; y me entristezco mucho, mucho, porque allá en el pueblo nos cuentan que hay toros muy bravos en los montes, que se arrojan sobre los cazadores y suelen matarlos. Cuando pienso en esto, tengo miedo por ti y rezo mucho a la Virgen. Que tú quieras a otra y que te quieran a ti: si vieras qué gusto me da que las muchachas digan de ti cuando pasas: ¡qué hermoso es el mexicano!, ¡qué valiente Brazo-de-acero! Me pongo loca de gusto, y digo dentro de mí: «Para eso que es mío y muy mío, y me quiere como a las niñas de sus ojos». ¿Es cierto?
—Verdad, verdad, Julia ¿y otros hombres no te dicen amores?
—Sí, sí, muchos; me mandan flores y cartas y se me quedan mirando, y me suspiran ¡pobres! Y yo digo ¿en qué pueden compararse éstos con mi Antonio? Pero me da gusto que me llamen bella y hermosa, y todo eso porque yo lo creo y estoy contenta, porque entonces creo también que si a ellos les agrado, te agradaré a ti, que es mi único deseo.
—Eres adorable, adorable ¿y me quieres mucho?
—Mucho, mucho, y me da placer repetírtelo, y repetir a mis solas, cuando estoy regando mis flores o en los quehaceres de mi casa, allá dentro de mí, como si estuvieras presente y me oyeras decir cada momento: «Antonio, te quiero mucho; quiéreme mucho; yo no puedo vivir sin ti ¿cuándo viviremos juntos?». Y todo esto me da mucho consuelo repetirlo, y cuando nada tengo que hacer voy a sentarme en el jardín y estoy mirando esas montañas por donde me figuro que andas. ¡Ah!, ¿te acuerdas el otro día que estuviste en casa en el jardín?, ¿que el suelo estaba mojado? Sí ¿es verdad? La huella de uno de tus pies se quedó señalada en la tierra, y yo estaba cuidando aquella señal para que no se borrase: duró muchos días, hasta que el viento la fue haciendo desaparecer y me entristecí. ¡Qué pies tan chiquitos tienes! parecen de mujer…
La joven contemplaba al cazador y sonreía de felicidad.
De repente los perros levantaron sus hermosas cabezas y dieron muestras de inquietud. Julia lo notó.
—¡Ay, Antonio! —exclamó— quién sabe lo que pasa; tus perros están inquietos.
—Nada temas, alma mía; habrán olfateado algún toro: si hubiera un peligro, ya los verías; estos animales conocen más que un hombre cuando hay necesidad de estar alerta.
Los perros parecieron comprender aquella alabanza y se llegaron al grupo de los jóvenes moviendo las colas y apoyando las cabezas en los regazos de Julia y de Brazo-de-acero.
—¡Pobrecitos! —dijo la joven acariciándolos— ¡cuánto los quiero! porque siempre te acompañan, porque te cuidan como me cuida a mí el Titán que tú me regalaste.
—Vale ese perro más que un esclavo…
—Ya me voy —dijo de repente Julia.
—¡Tan pronto!
—Sí; no vaya a despertarse mi madre…
—¡Pobre de la señora Magdalena! Siento tener que engañarla.
—Es verdad, pero ella tiene la culpa; te quiere como a su hijo, y sin embargo, está encaprichada en que no me he de casar sino con un paisano mío, con un francés, y yo te quiero a ti que eres indiano.
—Con el tiempo llegará a convencerse.
—Dios quiera, pero me parece imposible. Adiós…
—Adiós, mi Julia, adiós; te acompañaré.
—No, no, vete; está eso tan tranquilo, y es tan cerca y conozco tanto ese camino, que no vale la pena. Adiós, adiós.
Julia abrazó al cazador y se enderezó sobre la punta de sus piecesitos para alcanzarle la boca; dió y recibió un beso, se envolvió en su manto, y ligera como una gacela, desapareció entre un grupo de guayacanes.
El cazador se quedó un momento escuchando el ruido que hacían los vestidos de Julia entre la hojarasca, y luego, cuando todo quedó ya en silencio, lanzó un suspiro, se terció en el hombro su mosquete y se perdió en el bosque por el opuesto rumbo al que había tomado la joven.
Julia atravesó el bosquecillo y llegó a la gran plazoleta, la cruzó distraída, y se internó en la arboleda que había en el lado opuesto.
Pero había apenas penetrado unos cuantos pasos, cuando sintió un gran ruido; volvió el rostro, y de la espesura se desprendió un hombre que la tomó violentamente entre sus brazos.
Julia gritó, pero el terror la había enmudecido, y su grito produjo apenas el ruido que causa una rama al caer; quiso resistirse, pero aquel hombre la sujetaba como pudiera haberlo hecho con un niño, y la joven se estremeció de horror, porque lo primero que aquel hombre hizo fue imprimir un beso en su boca.
Julia huyó el rostro; pero el hombre besó entonces su cuello, y la seguía conduciendo a un lado del camino, y la seguía besando. ¡Cómo se arrepentía entonces Julia de no haber admitido la compañía del cazador, de no haber llevado siquiera al Titán! Él la hubiera defendido, y en aquel momento se encontraba sin amparo.
Toda lucha fue inútil, y así llegaron hasta un lugar apartado.
—Aquí, gacela —dijo el hombre— aquí, ven a decirme si me quieres; aquí vas a ser mía por tu voluntad o por la fuerza.
—¡Infame! —exclamó Julia—. No, no, y mil veces no.
—¿Y quién te protegerá? —continuó el hombre oprimiéndola entre sus brazos y procurando acariciarla al mismo tiempo.
—¡Dios! —dijo con suprema angustia la joven.
—¡Dios! —repitió una voz grave y serena entre la maleza.
El raptor alzó el rostro con espanto, y Julia lanzó un grito de placer. La maleza crujió bajo los pies de un individuo, y un hombre alto, embozado en una capa negra, se presentó en el lugar de la escena.
El raptor, que no era otro que el Oso-rico, tuvo un relámpago de audacia, y tomando a Julia de la mano izquierda, la cubrió con su cuerpo, desnudando al mismo tiempo un enorme cuchillo con la derecha.
La luz de la luna hizo brillar el acero; pero el recién venido impasible siguió avanzando, y el desollador retrocedió un paso arrastrando a Julia, que contemplaba aquello sin comprenderlo.
—Deja a esa niña —dijo el desconocido con un aire resuelto de mando.
El Oso-rico quiso luchar aún, y haciendo un esfuerzo de valor, contestó:
—¿Y quién sois vos para darme una orden, ni meteros en lo que no os toca? Idos, y dejadme en paz si en algo estimáis vuestra vida.
—¡Ah! no os vayáis, señor —exclamó Julia—. Protegedme.
—Calla —dijo el desollador oprimiendo la mano de la joven.
—¡Ay! —exclamó Julia sintiendo el dolor de su brazo.
El desconocido no esperó más, y de un salto, como el de un tigre, cayó sobre el desollador, le arrancó el cuchillo de la mano y le hizo rodar entre la yerba, pero todo esto con la rapidez de un pensamiento.
El Oso-rico se levantó casi en el mismo instante, y sin volver siquiera el rostro, echó a huir por el bosque, exclamando:
—¡Jesús me ampare! ¡Es el demonio, el demonio!…
—Niña —dijo el desconocido dirigiéndose a Julia, que había quedado desmayada— niña, ven; te llevaré a tu casa.
Sin saber por qué, la joven tuvo confianza en aquel hombre, y sin darle las gracias por lo que había hecho por ella, le tomó familiarmente del brazo.
El hombre miró a la luz de la luna el cuchillo que había quitado al desollador, y luego con un ademán de profundo desprecio, le arrojó lejos de sí.
Caminaron los dos en silencio hasta llegar a la casa de Julia.
—Hasta aquí, y gracias, señor —dijo la joven.
—¿Aquí es tu casa, niña?
—Sí, señor. Adiós.
Julia se desprendió del desconocido, que se quedó un rato parado. De repente la joven volvió, y acercándose a él, le dijo con candor:
—¿Cómo os llamáis?
El hombre vaciló un poco, y luego como resolviéndose, le dijo:
—Juan Morgan.
—¿Juan Morgan?
—Sí; pero guarda el secreto. Adiós. —Y sin decir más se alejó de la joven.
IV. Los cazadores
Brazo-de-acero caminaba seguido por sus perros, trepando por un sendero escabroso, con tanta facilidad como si anduviera en un salón alfombrado; de cuando en cuando se detenía, y quedaba pensativo; pero no era la fatiga la que lo hacía pararse: era que su pensamiento, ocupado enteramente en el recuerdo de Julia, embargaba algunas veces su voluntad.
De repente los perros lanzaron un aullido y dieron muestras de inquietud, pero el cazador iba tan preocupado que no lo advirtió y siguió su camino.
A poco, los perros volvieron a dar muestras de inquietud; Brazo-de-acero lo notó.
—¡Hola, Tízoc! ¡Hola!, ¿qué pasa? ¿Qué tienes, buen mozo? —dijo inclinándose.
Los perros olfateaban y se volvían al sur.
—Algo debe pasar —dijo el cazador— porque estos animales no se engañan nunca. —Y registró la ceba de su mosquete—. ¡Quizá alguien que no es de los compañeros, anda por aquí perdido! Veremos; al fin no tengo sueño.
Empuñó entonces su arma, silbó a los perros, y con acento cariñoso les dijo:
—Vamos, chiquillos; sus, sus, vamos.
Los perros saltaron entre la maleza y comenzaron a correr, deteniéndose a cada paso y volviendo la cabeza como para ver si su amo los seguía.
Así caminaban entre el bosque, sin llevar al parecer un rumbo fijo y olfateando de cuando en cuando al aire. Por fin, parecía que habían dado en la pista, porque echaron a correr con más velocidad, llevando las narices casi pegadas a la tierra.
El cazador los perdió de vista entre la espesa charamasca que cubría el suelo, y sólo a lo lejos oía el ruido que formaban al romper la maleza.
Así los seguía. De repente oyó los ladridos furiosos que lanzaban los dos lebreles.
—¡Están enojados! —exclamó, y preparando su mosquete se dirigió al rumbo en que ladraban los perros.
Llegó por fin a un pequeño claro en aquel bosque, y allí comprendió lo que pasaba.
Al pie de un grueso tronco de guayacán, un bizarro toro se defendía de los ataques de Maztla y de Tízoc, que daban vueltas en derredor de él, procurando furiosos atacarle por los costados; el toro tenía el anca apoyada en el tronco del árbol, y presentaba a sus adversarios su ancha frente armada de dos agudos y poderosos cuernos, tirándoles un bote siempre que los veía a su alcance, pero sin apartarse del árbol.
Los perros huían el golpe y volvían de nuevo a la carga, redoblando sus ladridos como para llamar al cazador.
—¡Vaya una cosa rara! —dijo Brazo-de-acero— un toro que no huye, que se empeña en cuidar un árbol como si fuera un centinela, y luego estos perros tenaces como nunca.
Y dando una vuelta fue a colocarse casi en frente del toro, a corta distancia.
—Aquí está seguro —pensó— sólo que es preciso que esos perros me lo dejen sosegar un momento. —Y luego gritó:
—Tízoc, Maztla, aquí —y lanzó un silbidillo muy conocido sin duda para los perros, porque vinieron inmediatamente a su lado.
El toro se vio libre de sus enemigos pero no abandonó su puesto; al contrario, irguió la cabeza y miró con dos ojos como dos brasas al joven que estaba a corta distancia.
El cazador con una admirable sangre fría apoyó en su hombro la culata de su mosquete, alzó el cañón y permaneció como un segundo inmóvil.
Brilló un relámpago rojo, el estampido del mosquete atronó el bosque perdiéndose entre las selvas, y el toro dando un salto terrible hacia adelante, cayó muerto a los pies de Brazo-de-acero: tenía una bala en medio de la frente. Como impulsados por un resorte, los dos perros se lanzaron sobre el toro.
—Bendita sea María Santísima que me ha librado de tan grave peligro —dijo una voz en lo alto del árbol que servía de fortaleza al toro.
El cazador alzó la vista y descubrió entre el follaje a un hombre que hacía esfuerzos para descender.
—¿Quién sois? ¿Qué ha pasado? —dijo Brazo-de-acero al hombre que bajaba del árbol.
—¿Quién soy? Un desgraciado que por probar ajeno oficio estuve a punto de dejar de existir, si no ha sido por vuestro oportuno auxilio.
El hombre tenía el traje de los cazadores y la cara cubierta aún en el antifaz de cuero.
—¿Pero vos sois cazador? —dijo Brazo-de-acero reparando en su traje.
—No, Dios me libre: por capricho me puse este vestido; pero juro a Nuestro Señor que no me volverá a suceder.
—¿Y qué vais a hacer ahora?
—Ahora me vuelvo a la aldea, de donde nunca debiera haber salido, dándoos las gracias…
—Bien, id con Dios.
—¿Queréis vender vuestro toro? que vuestro es, pues le matasteis.
—Sí; ya sabéis el precio.
—En tal caso, hacedle vuestra señal, y yo enviaré mañana mismo por él.
Brazo-de-acero sacó su puñal y cortó las orejas al toro muerto, y entregándolas al hombre del árbol le dijo:
—Aquí tenéis la propiedad de la res.
—Muy bien; vuestro dinero mañana en la taberna del Toro Negro. ¿Cómo os llamáis?
—Me dicen Brazo-de-acero —contestó el joven.
El hombre se estremeció como si le hubiera picado un escorpión.
—¿Qué os pasa? —dijo advirtiéndolo el joven.
—Nada, nada; un dolor, quizá a causa de la emoción y la humedad de la noche.
—Está bien —agregó el joven volviendo a cargar de nuevo su mosquete, y con la mayor indiferencia y marcialidad se lo puso al hombro, silbó a sus perros y se perdió en el bosque sin hablar más.
El falso cazador se quedó un momento inmóvil, con las orejas del toro en la mano.
—Vamos —exclamó— si pasan en el mundo cosas que parecen milagros: ¡quién diría que me ha salvado este mismo a quien por poco le birlo la muchacha! ¡Oh, y si él lo hubiera sabido, de seguro que esa bala me la coloca a mí en la frente, y a mí es a quien corta las orejas: cuidado! Ea, vámonos: lo que es por esta noche, escapó Julia merced a ese demonio, que Dios sabe de dónde salió; y yo escapé gracias al novio de Julia… pero lo que es la muchacha, más tarde, más temprano, mía ha de ser.
Y apretando entre sus manos las orejas del toro, echó a caminar para la aldea, no sin volver continuamente el rostro por todas partes, temiendo un nuevo encuentro con fiera o con cazador.
La luz de la mañana blanqueaba ya el horizonte cuando Brazo-de-acero llegó a la montaña.
En lo más áspero de la selva había varias cabañas fabricadas con hojas de palmera, que servían de guarida a los terribles cazadores, y estas cabañas se apoyaban en los gigantescos troncos de los cedros, de los palmeros o de los guayacanes.
Allí pasaban los cazadores su vida salvaje persiguiendo a los toros o a los jabalíes, y de ahí bajaban a las aldeas y las ciudades de la isla a contratar con los desolladores, con los plantadores o con los dueños de los navíos, carnes y pieles.
Los cazadores eran dueños ya de casi toda la grande isla Española: valientes, aguerridos, conocedores diestros del terreno, ni temían a las fieras, ni a las tempestades, ni a la peste, ni a las tropas españolas que había en Santo Domingo y en Alta-Gracia.
De la gran isla Española menos de una tercera parte estaba en poder de los españoles, y el resto lo ocupaban los cazadores y plantadores, que no tenían entre sí ley y, si acaso, algunas veces llegaban a obedecer las órdenes de los reyes de Francia.
Brazo-de-acero llegó a su cabaña, que estaba amueblada como todas las otras: algunas grandes pieles de buey, algunos troncos de árbol que servían de asientos y de mesa, y algunas armas.
Contra todo lo que esperaba el joven, encontró a una multitud de cazadores reunidos y hablando entre sí con gran calor, mientras que devoraban, por decirlo así, su alimento cotidiano, compuesto de un gran trozo de carne asada y de una especie de ensalada que hacían de los retoños tiernos de la palma.
Brazo-de-acero debía tener sin duda gran prestigio y ascendiente sobre los cazadores, porque, al verle llegar, se levantaron a recibirle con muestras de cariño.
—A tiempo llegas —díjole uno de los cazadores— y ya extrañábamos tu ausencia.
—He pasado la noche paseando el bosque —contestó con indiferencia el mexicano.
—Hace poco —agregó otro cazador— que oímos un tiro, y Ricardo sostenía que tú lo habías tirado, porque dice que conoce perfectamente el ruido de tu mosquete.
—Y aún lo afirmo —dijo Ricardo.
—Tienes razón —contestó el joven— he matado allá abajo un torete; pero me extraña que hayáis estado despiertos a esas horas.
—Es que tenemos una gran novedad —dijo Ricardo.
—¡Novedad! ¿Y cuál es?
—Anoche ha estado aquí con nosotros Juan Morgan.
—¡Juan Morgan! —exclamó admirado Brazo-de-acero.
—El mismo —contestó Ricardo con el orgullo del que da una buena noticia.
Para que se comprenda la causa de aquella admiración y del efecto mágico que el nombre de Juan Morgan producía entre aquellos hombres de temple de fierro, bueno será decir dos palabras acerca del que llevaba ese nombre, y que debe hacer un papel muy importante en esta historia.
Juan Morgan había nacido en Inglaterra en la provincia de Walis; su padre era un labrador rico y lleno de buenas cualidades; pero el hijo no tuvo inclinación por la agricultura y se lanzó a los mares en busca de aventuras: entró en calidad de criado en un navío que iba para la isla Barbudos, y al llegar allí lo vendió su patrón.
Logró su libertad, pasó a Jamaica y entró al servicio de los piratas que comenzaban entonces a atacar a los buques españoles.
Sus hazañas fabulosas de valor, su prodigalidad con los marinos y la buena suerte que siempre le había acompañado, bien pronto hicieron de Juan Morgan el héroe popular de todos los piratas, cazadores y plantadores que habitaban en las Antillas, y no esperaban todos sino que él los llamase para presentarse al servicio. Juan Morgan era más que el jefe de aquellos hombres, era su Mesías.
Los plantadores, los piratas y los cazadores no vivían como unos salvajes, separados de la sociedad, sin pensar en el porvenir; tenían, por el contrario, todos ellos un gran pensamiento político, que no necesitaba sino un jefe para tomar cuerpo. Aquellos hombres meditaban apoderarse de las Antillas y formar con todas aquellas islas un reino, una nación poderosa que fuera independiente de las coronas de Francia, de España y de Inglaterra.
Una tras otra las islas debían ir cayendo bajo su dominación, y las dos escogidas como principio de aquella empresa lo fueron la Española y la de la Tortuga.
La Española era grande y rica, y estaba casi toda en poder de cazadores y plantadores; los piratas se encargaron de la de la Tortuga.
Como la Francia comprendía la preponderancia que le daba a España la posesión de las islas del mar de las Antillas, procuró favorecer, aunque ocultamente, los designios de los piratas, y llegó hasta el caso de mandar a Monsieur Le Vasseur con un navío cargado de soldados para echar a los españoles de la Tortuga.
De este modo, todos aquellos hombres no esperaban más que un jefe para comenzar sus hostilidades contra el comercio, la marina y los habitantes españoles, y aquel jefe lo veían en Juan Morgan.
He aquí por qué todos, incluso el mismo Brazo-de-acero, que era mexicano, se exaltaban al oír hablar siquiera del célebre pirata.
—¿Aquí estuvo? —preguntó otra vez Brazo-de-acero.
—Aquí mismo, y en ese lugar en que estás tú.
—Y decidme ¿qué dijo?
—Eso es lo grave; vino a anunciarnos que prepara una gran asonada, que necesita víveres y hombres de marinería y de desembarco.
—¡Soberbio! —exclamó el mexicano entusiasmado.
—Que él promete un año rico en acontecimientos, en aventuras, en presas de mar y tierra; en fin, que moverá el mundo.
—¡Magnífico! ¿Y vosotros qué le habéis dicho?
—Unos han ofrecido ayudarle para los víveres que necesita, y los otros se han comprometido a seguirle.
—¿Y tú qué has dicho, Ricardo?
—¿Yo? Que le sigo.
—Y yo también, y yo también —exclamó Brazo-de-acero—. ¿Dónde le veremos otra vez?
—Mañana en la noche en San Juan de Goave; pero es preciso disimular para que nada llegue a conocimiento del gobernador español.
—¿Entonces?
—Si quieres ser de la partida, yo te instruiré de todo.
—Sí.
—Bien; pues al obscurecer partimos para la aldea.
Los cazadores siguieron conversando. Brazo-de-acero se entró a su cabaña, se tendió sobre un cuero, y acompañado de sus perros se quedó dormido.
V. La señora Magdalena
La aldea de San Juan de Goave tenía siempre una gran población, pero de esa que pudiera llamarse flotante, porque iba y venía y cambiaba a cada paso.
San Juan era, por decirlo así, la capital, el cuartel general de los cazadores, y allí, por esa razón, concurrían multitud de mujeres aventureras, que iban siempre al husmo del dinero que con tal profusión derramaban aquellos hombres.
Había en San Juan, pues, multitud de jóvenes hermosas, pero ninguna de ellas podía competir con Julia, que además de su belleza, contaba con su modestia y con una gran reputación de pureza que la hacía respetable.
Julia, como todas las mujeres honradas, sentía el desdén más profundo hacia toda aquella colonia de mujeres perdidas que veía en su alrededor, y por eso sus relaciones se reducían a las familias honradas de la aldea, y por eso, disgustadas por aquel aislamiento, que ellas calificaban de orgullo, las muchachas alegres habían bautizado a Julia con el nombre de la «duquesa de Pisaflores».
El padre de Julia, marino francés, había muerto de la peste poco tiempo después de haber llegado a la isla Española con su hija y con su mujer, la señora Magdalena, como la llamaban en la aldea.
La señora Magdalena, con el pequeño capital que dejó su marido, había comprado una casita en la aldea de San Juan, y se dedicaba al comercio de pieles y a la educación de su hija, y en ambas cosas había sido afortunada, porque Julia era un ángel y la pobreza nunca había asomado en su casa.
La señora Magdalena tendría cuarenta años, pero se conservaba fresca como una mujer de treinta, y no faltaban algunos que la hacían objeto de sus amores. Pero hasta entonces ninguno podía gloriarse de haber alcanzado ningún favor, aunque en verdad ninguno había hablado de boda a la fresca viuda.
Uno de los personajes más importantes en la aldea de San Juan, era sin duda Isaac, el patrón de la taberna del Toro Negro. Judío y amigo de los cristianos en todo lo que podía producirle alguna ventaja, Isaac era centro de mil intrigas amorosas, depositario de todos los secretos de las expediciones piráticas, y además usurero, con cuyas cualidades era tan conocido como necesario.
La taberna de Isaac estaba construida a propósito, y con tales circunstancias, que al mismo tiempo podían tener lugar en ella la cita de dos amantes, una conspiración de piratas y una comida de cazadores, estando todos tan seguros y tan independientes como si una cosa pasara en la España y otra en Jamaica o en la Tortuga.
Y sin embargo de todo, Isaac tenía un gran prestigio con el gobernador español, porque le había hecho entender que era su agente, su espía y el hombre necesario para ponerle al tanto de todos los proyectos de los piratas y cazadores que eran en aquel tiempo la pesadilla de la corona de España.
La mañana siguiente a la noche en que Julia salió a ver a su amante a las Palmas Hermanas, la taberna de Isaac estaba casi sola, y él se entretenía en embotellar una media barrica de vino, al que prudentemente mezclaba cierta cantidad de agua.
Llamaron a la puerta del aposento en que él estaba y procuró ocultar el agua, y luego gritó:
—Que pasen.
Abrióse la puerta y se presentó Juan el desollador.
—La paz del Señor venga con vos —exclamó el judío hipócritamente al verle entrar.
—Buenos días, maese Isaac —dijo el Oso-rico sin quitarse el sombrero— ¿estás solo?
—Solo, para lo que gustéis mandar —contestó el judío.
—Bien; deja eso, siéntate y hablaremos.
El judío cerró la cuba, arrimó un asiento al desollador y se sentó también sobre un barril.
—Estoy a vuestras órdenes —dijo.
—En primer lugar, te participo que el negocio de anoche salió mal.
—¿Salió mal? ¿No fue la muchacha a la cita?
—Sí fue, pero pasó lo que no te importa ni quiero contarte, pero nada se consiguió. ¿Qué hago?
—¿Qué hacéis? No es tan fácil decíroslo; sobre todo ignorando lo que pasó anoche.
—Pues eso no lo sabrás, perro judío, curioso.
—No señor, no tengo curiosidad; pero bueno sería saber para poderos decir un plan que no se oponga con lo que os ha pasado anoche.
—Bueno, bueno; di tu plan y te diré si se opone o no, y estamos del otro lado.
—Como gustéis. ¿Estáis decidido a que esa muchacha sea vuestra?
—Sí.
—¿A costa de cualquier sacrificio?
—Sí, con tal que no sea cosa de andar a cuchilladas con esos malditos cazadores.
—Entiendo: voy a proponeros el único plan que encuentro; vos me diréis si os parece demasiado costoso para haceros de la muchacha.
—Veamos.
—El grande obstáculo que aquí tenéis para lograr vuestros deseos, es ese maldito cazador Brazo-de-acero, de quien está enamorada Julia ¿es verdad?
—Sí, es verdad.
—¿De manera que si lográis estar en un lugar solo con ella sin su amparo y sin la señora Magdalena, todo saldría a medida de vuestros deseos?
—Exactamente, y eres un hombre sabio.
—Se trata, pues, de encontrar esa oportunidad…
—Eso es, esa oportunidad.
—Pues casaos con la señora Magdalena.
—¡Ave María Purísima! —exclamó el Oso-rico dando un salto— tú estás loco o quieres burlarte de mí.
—Calma, señor, ni uno ni otro. La señora Magdalena ni es tan vieja ni es tan fea que le hicierais un desaire a no estar enamorado de la hija.
—Lo creo.
—Os casáis con la señora Magdalena, os vais de la isla, os trasportáis a México, a Panamá, con las dos, y en el camino, en la navegación, la madre puede morirse, caer al mar, y vos quedáis solo con la chica y libre de todos los cazadores del mundo, y sacáis además la ventaja de haber sido dueño de la madre y de la hija… La verdad, como a mí me gusta tanto la señora Magdalena, quizá por eso me hace ilusión este plan.
El desollador meditaba; sin duda le parecía la cosa digna de atención.
Por fin levantó la cabeza y dijo:
—Me parece muy bien, muy bien; la esposa que me has escogido no me disgusta, y así como así, a mí me conviene salir de esta maldita isla y dejar estos demonios, con los que tiene uno la vida en un hilo: soy ya bastante rico… pero… ¿crees que la señora Magdalena querrá?
—Depende eso del modo con que se maneje el negocio.
—¿Y cómo sería bueno hacer? Comenzaré a dirigirle miradas tiernas y sospechosas, a suspirar cuando esté a su lado…
—Con eso no conseguiríais sino quedar en ridículo. A las mujeres de esa edad y cuando se trata de matrimonio, no se las conquista de esa manera; se reiría de vos como de un chiquillo.
—¿Pues cómo?
—Abordadla de frente, por la proa, sin andar con rodeos, sin darle caza; entrad a su habitación, suplicadle que hable con vos a solas, y decidle que a ella y a vos os conviene casaros y salir de la isla; ofrecedle vuestra mano, y casi estoy seguro de que acepta.
—¿Pero si dice que no me tiene amor?…
—En todo caso, aun cuando os diga que os le tiene, no creáis que se casará con vos más que por su conveniencia, y siempre un matrimonio a su edad, en sus circunstancias y con un hombre como vos, es cosa que le convendrá, os lo aseguro.
—¿Y si salgo mal?
—¡Oh! entonces ya veremos lo que se piensa en ese caso; por ahora valor y al abordaje.
—Dices bien, mañana iré.
—¿Y por qué no ahora mismo?
—¿Ahora?
—Sí ¿por qué no? Mientras más pronto, mejor; la duda es uno de los tizones del infierno.
—Dices bien; ahora mismo voy.
Y como haciendo un esfuerzo de energía, el desollador se levantó y salió de la taberna.
La señora Magdalena cosía sentada en un taburete cerca de una puerta que caía al jardín de la casa, y a su lado estaba Julia, cosiendo también. Tenían entre las dos una conversación que debía preocuparlas, porque algunas veces dejaban la costura y quedaban como distraídas y sin hablar.
—Lo que más me atormenta —decía la señora Magdalena— es que el día menos pensado Dios me llama a sí y tú quedas tan joven y abandonada.
—No digáis eso, madre mía —contestaba Julia— tenéis buena salud y sois joven aún; muchos años faltan para que llegue ese día tan temido.
—No lo creas, la muerte no viene sólo a los ancianos; puedo morir, y quizás en otra tierra no temería tanto por ti; pero en ésta y con tal sociedad… ¡Oh! si yo pudiera salir de aquí, moriría tranquila aun cuando tú quedaras huérfana…
—Madre mía, no os aflijáis…
—Si al menos pudiera verte casada, establecida ya.
La joven se puso encendida.
—Pero aquí ¿con quién? —continuó la señora Magdalena— uno que otro joven francés que hay, pertenecen también a estos cazadores, que me parecen detestables para maridos.
Julia se puso entonces pálida, y la madre lo hubiera advertido si no hubiera llamado su atención un hombre que atravesando el jardín se dirigía al lugar en que ellas estaban.
Era Juan el desollador que se acercaba, y las saludó cortésmente, aunque con algún embarazo.
—Dispensadme —dijo a la señora Magdalena— que me atreva a venir así a vuestra casa, pero deseo hablaros de un asunto de importancia…
—Decid, señor —contestó la señora Magdalena.
—Desearía poderos hablar a solas.
La señora hizo una seña a Julia, y la joven se retiró inmediatamente.
—Podéis hablar —dijo la señora.
—Pues señora —comenzó a decir Juan tosiendo y revolviéndose en su asiento— es el caso… que… la verdad es que no sé por dónde comenzar.
—Hablad —dijo sonriéndose la señora Magdalena.
—Pues señora, yo soy hombre honrado y trabajador.
—Es cierto.
—Soy, en lo que cabe, rico.
—Lo creo.
—No soy joven, pero ni viejo.
—Eso está a la vista.
—Y deseo, es decir… me conviene… pues, necesito… quiero casarme, vaya.
—Muy buena resolución.
—Ya lo creo, muy buena; pero es… que la mujer… es decir… la dama que yo he escogido… en fin, la que me conviene sois vos… ya lo solté…
La señora Magdalena esperaba que le pidiera a Julia, y en ese caso hubiera contestado con una sonora carcajada; pero quedó absorta al saber que se trataba de ella.
El Oso-rico daba vuelta a su sombrero entre sus manos como el hombre que está fuera de su papel y de su carácter.
—¿Y hacéis eso con formalidad? —dijo la señora Magdalena.
—Sí, señora, porque lo he pensado bien y creo que nos conviene a los dos.
—¿Nos conviene a los dos? ¿Y cómo?
—Mirad, señora, ni vos ni yo somos ya jóvenes, y no estamos para esos amores de muchachos ¿es verdad?
—Es cierto.
—Pues, y como yo no puedo ya vivir solo, y vos necesitáis un hombre que cuide y mire por vos y vuestra hija, y yo… en fin, no estoy tan despreciable… porque tengo un buen capital… y soy trabajador, y vos que sois económica, y mujer de experiencia… y que tenéis una carita fresca y rosada como una muchacha de quince…
La señora Magdalena se ruborizó, pero fue sin duda por orgullo.
—Digo —continuó el desollador— nos conviene casarnos y salir de esta isla en la que el día menos pensado se arma una que sólo Dios sabe, con estas gentes… y que aquí no estamos bien… Conque ¿qué decís?
—Debéis suponer —contestó la señora Magdalena— que esta cuestión no es de resolverse así no más; necesito pensar, porque francamente, nunca había soñado en casarme por segunda vez: además, vosotros los españoles no me inspiráis mucha confianza para maridos.
—Señora, ésa es una preocupación, ya veréis; admitid mi ofrecimiento, y no tendréis de qué arrepentiros, porque muy pronto quedaréis satisfecha de que valgo tanto yo para marido vuestro como el mejor francés.
—Bien, lo pensaré, lo pensaré; ya vendréis a saber mi resolución.
—¿Esta noche?
—No, no tan pronto; dentro de tres días.
—¡Oh, señora! Es demasiado: pongámonos en un justo medio entre vuestra prudencia y la impaciencia que me devora; mañana sabré vuestra resolución, y espero que será favorable.
—No lo sé yo misma; pero para que veáis que soy condescendiente, mañana venid.
—¿En la mañana?
—No, en la tarde.
—Sea como queréis. Hasta mañana en la tarde.
—Hasta mañana.
El desollador salió de la casa diciendo:
—En verdad que me va gustando también la viuda; creo que si no fuera porque esa muchacha me baila todo el día en la imaginación, quedaba yo satisfecho: ¡cómo somos los hombres!
La señora Magdalena quedó distraída, y en toda la tarde no habló una sola palabra. Julia la observaba con inquietud y hacía mil esfuerzos por adivinar lo que aquel hombre había dicho a su madre, que la había puesto tan sombría. Había ya obscurecido cuando la señora Magdalena llamó a su hija y se encerró con ella en una estancia.
La joven temblaba figurándose lo que iba a pasar; quizá la señora Magdalena sabía ya sus amores con Brazo-de-acero.
—Hija mía —dijo la señora— tengo que decirte una cosa importante.
—¿Cuál es, madre mía?
—Hija, tú comprendes que vivimos aquí solas, sin amparo, sin auxilio, en fin, sin un hombre en nuestra familia…
—Sí, señora.
—Que aquí estamos rodeadas de peligros, y sobre todo, tú que eres joven y bella…
Julia creía adivinar.
—Es necesario, pues, sucumbir a las circunstancias, es preciso que un hombre entre en nuestra familia con un título legal, para ser nuestro protector y sacarnos de esta isla.
—¡Madre mía! —exclamó Julia, creyendo que se trataba de casarla.
—Hija mía, Julia, es preciso; bien comprendo que tú lo sentirás, pero es necesario.
—¡Pero, señora! —Julia comenzaba a llorar.
—No me atormentes, hija mía, que bastante sufro yo; pero nos conviene a las dos, y estoy resuelta a casarme…
—¡Ah! —exclamó la joven como si le quitaran un peso inmenso del corazón.
—¿Qué te parece?
—Señora, sois dueña de vuestra voluntad, y siempre estaré contenta cuando vos lo estéis.
—Lo he meditado bien, y veo que es la única esperanza que nos queda para salir de aquí.
—¿Y quién es, señora, el hombre que merece vuestra confianza?
—A ti, hija mía, nada te ocultaré; ese hombre es el que has visto esta tarde aquí.
—¡Juan!
—El mismo, un hombre de bien, aun cuando es algo rudo… ¿No te agrada, hija mía?
—Con tal de que os quiera bien y os haga feliz, madre mía, le querré como si fuera mi padre.
—¡Dios te bendiga!
La señora Magdalena besó la frente de su hija, y se separó de su lado tranquila y satisfecha.
Aquella noche volvió a tener la señora Magdalena sueños de novia.
VI. El enganche
Pedro Juan de Borica el desollador, salió tan alegre de la casa de la viuda Lafont, que hubiera podido conocérsele de muy lejos su satisfacción.
Para él era ya negocio arreglado, y el plazo que le había pedido la señora Magdalena, no tenía más objeto que salvar las apariencias.
Aquella tarde les refirió el proyecto de su boda a cuantos conocidos encontró, y, calculando que a todos les había de parecer tan buen negocio como a él, se gloriaba de su conquista.
Por supuesto que no era así, y todos reían de aquel matrimonio celebrado entre un hombre feo, tonto y cobarde, con una mujer viuda y vieja. Por supuesto que toda aquella tarde y la noche, el enlace de Juan con la señora Magdalena fue el platillo de conversación en la aldea.
Contra lo que tenían de costumbre los cazadores, aquella noche había muchos de ellos reunidos en la taberna del Toro Negro; bebían y fumaban, y conversaban con tanto descanso como si no hubiera una sola vaca en toda la isla Española.
El judío Isaac estaba por supuesto contentísimo; aquélla era para él una gran cosecha; pero era quizá en la aldea de los muy pocos que no se admiraban de aquella inusitada reunión de cazadores.
En uno de aquellos grupos se veía a Brazo-de-acero que hablaba, aunque un poco apartado de los demás, con su amigo Ricardo: la conversación estaba muy animada.
—Veo que aún tienes ideas inexactas de la vida que nos ofrece Juan Morgan —decía el inglés— ¿temes los peligros o las penalidades?
—Ni una ni otra cosa —contestó Brazo-de-acero.
—¿Entonces qué puede detenerte para tomar parte con nosotros en la expedición? ¿Te hace daño el mar?
—No es eso; pero tengo obstáculos insuperables para abandonar la isla.
—Dímelos.
—Imposible.
—Vamos ¿me permites que adivine?
—Sí.
—Pero a condición de que si es cierto me lo digas.
—Convenido.
—Óyeme: tú no quieres abandonar la isla porque estás enamorado.
—¡Ricardo!
—Lo convenido, ésta es la verdad, y además, estás enamorado de Julia, de la bella francesita, de la duquesita de Pisaflores.
—¡Qué demonio! es verdad —dijo el joven.
—Pero tú lo negabas: ahora comprendo por qué te impresionó tanto lo que te dije ayer acerca del oculto rival.
—En efecto, y ahora quiero que me lo expliques…
—Afortunadamente, tengo en eso buenas noticias que darte, y que tal vez influirán en tus determinaciones.
—Habla.
—Pues bien ¿conoces tú a Pedro Juan de Borica?
—Sí; Pedro el desollador, Juan el Oso-rico, el español, ese hombre que estuvo a punto de nacer mico o toro.
—El mismo: pues hace algunos días supe que rondaba con empeño la casa de tu Julia.
—¡Rayo de Dios! —exclamó Brazo-de-acero levantándose como un tigre.
—Calma, calma, mi buen señor —continuó tranquilamente el inglés—. Tú no debías llamarte Brazo-de-acero, sino Corazón de Pólvora: siéntate, y oye la historia.
—Pero ese hombre es un miserable, que se atreve a poner sus ojos donde los pongo yo.
—Me causarías lástima si eso fuera cierto.
—¡Cómo!…
—Escúchame y lo verás.
Brazo-de-acero, en cuyo corazón pasaban como ráfagas de viento estos accesos de ira, volvió a sentarse.
—Pues el Oso-rico hacía de centinela en la casa de Julia —continuó el inglés: Brazo-de-acero se agitó en su asiento con impaciencia— y como allí la joven, y la bella, y la codiciada es tu Julia, todo el mundo pensó: «Julia es el objeto de esos amores», y yo también lo pensé; pero he aquí que se descorre el velo, y cae como rayo la noticia de que Pedro el desollador, Juan el Oso-rico, se casa con la honorable señora Magdalena, viuda de Lafont.
—¿Es verdad? —exclamó asombrado el mexicano—. ¿No será una calumnia, una burla?
—Todo el mundo lo sabe, menos tú que debieras ser el primero en tener la noticia.
—Pero es imposible; Julia me lo hubiera dicho.
—Quizá tampoco ella lo sabía. ¿Cuándo le hablaste?
—Anoche.
—La noticia es de hoy.
—Estoy espantado.
—Y hay además otra cosa que te puede interesar.
—Dime.
—La boda debe celebrarse muy pronto, y la feliz pareja, llevándose por supuesto a Julia, se retira de la isla para ir a radicarse a México o a Guatemala.
—Eso no puede ser; Julia no podía habérmelo ocultado.
—Te aseguro que es la verdad; y ausente Julia ¿para qué quieres permanecer aquí? ¿No te valdrá más ajustarte con Juan Morgan?
—En efecto —contestó preocupado Brazo-de-acero— pero debo cerciorarme…
—Bien pensado, bien pensado; procura averiguar bien la verdad, y si las cosas pasan tal como tú me dices ¡qué demonios! vente con nosotros.
—Sí, sí; voy en busca de Julia para que ella me diga.
—Ve y háblale; pero no pierdas tiempo, ni olvides que esta noche ha citado Morgan a los que quieran formar parte de la expedición, para hacer un arreglo, y que Morgan parte mañana antes de amanecer.
—Voy y vuelvo ¿pero si no te encuentro aquí?
—Isaac te dará el camino por donde debes encontrarnos.
—Adiós.
Y el mexicano, componiéndose el sombrero, salió de la taberna.
—Sería una lástima —dijo Ricardo— que ese Brazo-de-acero no fuera de los nuestros; es inteligente y valeroso.
—¿Y qué, se resiste? —preguntó uno de los cazadores.
—Creo que ya no: tenía algunas dificultades; pero ya están vencidas, y juzgo que será de la partida.
—Es una alhaja —dijo un cazador tomándose un vaso de aguardiente; y todos siguieron bebiendo y fumando sin hablar más del asunto.
La noche estaba obscura, y el joven cazador salió de la taberna y se dirigió a la casa de Julia, sin encontrar a ninguna persona en su camino.
Aun estaba despierta la familia de la señora Magdalena, porque las ventanas estaban abiertas y había luz por dentro.
Antonio dio una vuelta alrededor de las tapias del jardín, y llegó a un lugar en el que la tapia era menos elevada, y había una gran piedra colocada allí, sin duda a propósito.
El joven se paró sobre la piedra y dominó perfectamente el jardín: enfrente tenía una ventana de la casa; por allí también salía luz.
Brazo-de-acero silbó de una manera particular, imitando el canto de un tordo, y casi en el momento la silueta de Julia se destacó en el cuadro luminoso de la ventana.
El cazador la conoció y volvió a silbar. Julia se retiró por un momento de la ventana y volvió luego con una luz, que sopló y apagó allí mismo, quedando obscura la pieza.
Esto en el lenguaje convencional de aquellos enamorados, quería decir: «Mi madre aún no duerme; espera, yo iré a verte».
El cazador se retiró de la tapia, y fue a sentarse cerca del lugar por donde hemos visto salir la noche anterior a Julia. Pasó allí mucho tiempo, pero sin dar muestras de impaciencia, sin moverse siquiera.
Tenía la convicción de que Julia no podía salir, y por esto se resignaba.
Por fin sonó la yerba, y Antonio escuchó que le llamaban.
—¡Chist, chist! Antonio.
—Julia mía —contestó el cazador llegando.
—Un momento hablaremos, porque mi madre está esta noche muy inquieta, y tengo mil cosas que decirte.
—¿Qué hay? —dijo Brazo-de-acero, disimulando que algo sabía.
—¿Qué hay? Cosas muy graves; esta tarde me ha dicho mi madre que está resuelta a casarse.
—¡Julia! ¿Y con quién?
—Con un hombre muy repugnante, con Pedro Juan de Borica.
—¿Pero está loca la señora Magdalena?
—No es eso lo peor, Antonio, sino que quieren que nos vayamos de la isla, y esto me mataría. —Y Julia se puso a llorar.
—Julia mía, no llores —decía el cazador— tú eres muy buena, y no es posible que Dios te abandone así.
—Sin verte. ¡Oh Dios mío! ¡Dios mío! ¡Qué desgracia!
—Pero Julia ¿por qué ha sido esto?
—No lo sé, no lo sé, ni sé tampoco cómo no me puse a llorar cuando me lo anunció mi madre.
—¡Oh, Julia! Esta separación es imposible; no te irás…
—¿Y quién será capaz de impedirlo? —dijo una voz detrás de Julia.
Julia lanzó un grito de espanto, porque había conocido la voz de la señora Magdalena.
—Antonio —dijo gravemente la señora Lafont— habéis hecho mal en alimentar esa pasión que yo no consentía, porque no seréis el marido de Julia nunca.
—¿Por qué, señora? —preguntó Antonio, tranquilizándose al ver la calma de la señora Magdalena.
—Porque las madres queremos lo mejor para nuestras hijas, y yo no sé ni quién sois, ni cuál es vuestra familia, ni cuáles vuestros antecedentes. Os he querido como a un amigo; pero de eso a fiaros el porvenir de mi hija, hay una distancia inmensa: la vida que lleváis no es tampoco para tranquilizarme. ¿Entendéis lo que esto quiere decir?
—Sí, señora —contestó el cazador.
—Julia, retírate a tu aposento —continuó con severidad la señora Magdalena.
Julia vaciló un momento, miró a su madre con aire suplicante; pero al contemplar aquella fisonomía adusta, inclinó la cabeza y se retiró llorando.
—Señora —exclamó Brazo-de-acero conteniendo apenas sus salvajes impulsos— ¡señora!
—¿Me amenazáis? Hacéis bien: a una mujer débil y desvalida, a una madre que con sus santos derechos os reclama la tranquilidad de su hija, bien podéis amenazarla, herirla; es una acción heroica de valor, digna de un cazador que lleva por nombre de guerra Brazo-de-acero.
—¡Señora! —volvió a decir el joven, no sabiendo ni qué contestar.
—Os han tratado como a hijo en una casa, y seducís a la hija de aquella familia, y en recompensa de un cariño noble y desinteresado, queréis sembrar la desolación y la tristeza.
—Señora, cuando amo a Julia, es para hacerla mi mujer.
—¿Y qué nombre daríais a esa pobre muchacha, cuando no os llaman más que Antonio Brazo-de-acero?
—Señora, soy tan noble y tan rico como un príncipe.
—Decidme entonces vuestro nombre, y explicadme por qué andáis aquí siguiendo esa vida errante y salvaje de los cazadores.
—Más adelante sabréis todo eso.
—En tal caso, más adelante podéis aspirar a la mano de la hija de Gustavo Lafont; entretanto, si es cierto que en algo apreciáis la tranquilidad de Julia, retiraos.
—Pero, por Dios…
—Lo he dicho —contestó la señora Magdalena, y se retiró sin decir una palabra más.
El cazador quedó un largo rato pensativo; después, como tomando una resolución sacudió su rizada cabellera y exclamó:
—Está bien; más adelante. —Y se preparaba a partir, cuando de entre el follaje que cubría el muro, volvió a salir Julia.
—Antonio —dijo la joven llorando— ¿no hay esperanza?
—Sí, Julia; tú serás mía.
—Nunca contra la voluntad de mi madre.
—Contaremos con ella.
—¿Cuándo?
—Muy pronto, si cuento con que no me olvides.
—Eso, jamás, jamás.
—Entonces ten fe, que seremos felices.
—Adiós —dijo Julia— bésame por la última vez.
—Adiós —contestó el cazador, poniendo sus labios en la frente de la doncella.
—Adiós —repitió Julia besando la mano de Brazo-de-acero y precipitándose al interior del jardín.
—Mía y muy pronto —exclamó el cazador, y tomó el camino de la taberna del Toro Negro.
Cuando llegó allí, la taberna estaba desierta y un candil moribundo ardía apenas, suspendido del techo por una corta cadena de hierro, sucia y oxidada.
—¡Isaac, maese Isaac! —gritó el cazador.
Rechinó una puerta y el judío apareció en el despacho.
—¡Ah!, ¿sois vos? —dijo—. Ya iba a cerrar, cansado de esperaros.
—¿A dónde están esperándome?
—Mirad —dijo el judío saliendo a su puerta— ¿veis ese grupo de árboles que tenemos enfrente, aquí muy cerca?…
—Sí.
—Pues a la derecha encontraréis una senda; seguid, seguid, hasta llegar a una casa arruinada; allí encontraréis lo que buscáis…
—Está bien —contestó el cazador— y siguió el rumbo que le había indicado el judío.
A pocos pasos de la casa estaba, en efecto, el grupo de árboles, y a la derecha un sendero que guiaba entre la yerba.
La luna alumbraba lo bastante para no perder el camino, y además, el cazador conocía palmo a palmo todo aquel terreno.
Siguió atravesando una pequeña sabana y volvió a encontrarse en un bosque; pero el sendero estaba siempre abierto: caminó aún un gran trecho, y de repente vio alzarse delante de sí las sombrías paredes de una casa.
—Aquí es —dijo— buscaremos la entrada.
Comenzó a dar vuelta alrededor de las tapias, cuando oyó que le llamaron por su nombre.
La voz del inglés le era demasiado familiar y la reconoció al momento.
—Antonio ¿qué hay por fin? —le preguntó el inglés con impaciencia.
—Soy de los vuestros.
—Venga esa mano; eres todo un hombre. Ahora, vamos a ver a Morgan, que te espera con impaciencia.
—¿Me conoce acaso?
—Todos le han hablado de ti.
—Vamos.
Atravesaron primero por un gran patio cubierto de yerba y de arbustos; luego por varias habitaciones, cuyos techos habían caído y estaban sólo iluminadas por la luna, y llegaron por último a una puerta por la cual salía la luz de una hoguera.
—¿Aquí? —dijo Brazo-de-acero.
—Más adelante.
Entraron a una gran estancia iluminada por una gran hoguera que ardía en el centro, y alrededor de la cual había varios hombres asando grandes trozos de carne.
Ninguno de aquellos hombres fijó su atención en los que entraban.
El inglés y Brazo-de-acero llegaron a otra puerta que estaba en el fondo de aquella estancia, y allí escucharon el rumor de muchas voces.
—Aquí —dijo el inglés.
Empujó la puerta, entró, y el mexicano que le seguía se encontró en medio de una reunión numerosa y extraña.
En una estancia más reducida que la anterior, enteramente desamueblada, estaban reunidos un gran número de cazadores, marinos, plantadores y desolladores.
Unos sentados sobre piedras, otros sobre sus capas, en el suelo, otros sobre troncos de árboles: tenían en el centro a Juan Morgan, que más bien estaba reclinado que sentado al pie de una de las columnas de madera que sostenían el rústico techo.
Aquella escena estaba alumbrada por una gran cantidad de torcidas que habían sido colocadas en el suelo unas, y otras contra las paredes.
La frente despejada y el ardiente brillo de los ojos, hubieran denunciado a Morgan como el jefe de aquella reunión, si no lo hubiera dado a conocer el respeto y casi la admiración con que los demás le contemplaban.
Al entrar Brazo-de-acero, Morgan le saludó con una finura y una distinción tal en sus modales, que a primera vista manifestaban que aquel hombre tenía una educación superior a cuantos le rodeaban.
Brazo-de-acero tomó asiento; Morgan hablaba, y todos le escuchaban en el más profundo silencio.
—Tengo —decía el terrible pirata— grandes proyectos, que con auxilio de vuestro valor, espero llevar muy pronto a cabo. Mansvelt, nuestro antiguo almirante, ya sabéis que ha dejado de existir; el gobernador de Tierra-firme, don Juan Pérez de Guzmán, ha conseguido sobre nosotros un triunfo en la isla de Santa Catalina; pero yo os prometo que repararé todos estos desastres; nuestras serán todas esas islas que están ahora en poder de los españoles, nuestras serán sus ciudades y sus aldeas de las costas; dueños y señores seremos del mar de las Antillas, y dueños y señores de todos esos mares que bañan las costas de las Indias. Yo os respondo: oro, mujeres, todo lo tendréis, y lo tendréis en abundancia; pero necesito que me sigáis, que me ayudéis, contar con vosotros como cuento con mi brazo y con mi corazón, mandar en vosotros como mando en mi brazo y en mi espada, gobernaros y dirigiros como gobierno y dirijo mi navío: ¿estáis conformes?
—¡Viva el almirante! —gritaron todos entusiasmados. Por un largo rato Morgan no pudo dominar el confuso vocerío que se escuchaba en la estancia.
Por fin se calmó, y Morgan continuó diciendo:
—Como sabéis, es costumbre entre nosotros firmar una escritura con nuestro convenio; cada uno de vosotros tendrá que llevar las libras de pólvora y balas que juzgue necesarias; habránse de separar, ante todo, los sueldos del carpintero del navío y del cirujano: en cuanto a los navíos, nada tendréis ahora que pagar, porque tengo lista ya una escuadra respetable. El que pierda el brazo derecho en el combate, tendrá una recompensa de seiscientos pesos o seis esclavos; si es el izquierdo, quinientos pesos o cinco esclavos; por la pierna derecha, igual precio; por la izquierda, cuatrocientos pesos o cuatro esclavos; por un ojo, cien pesos o un esclavo; cuyas recompensas saldrán ante todo de las ganancias de la expedición: del resto, el capitán cinco porciones, y lo demás se dividirá con igualdad entre todos: éstas son las bases del contrato; las escrituras están hechas. ¡A firmar!
Uno de los hombres que acompañaban a Morgan, sacó unos grandes pergaminos y un tintero con algunas plumas.
—Vos el primero —dijo Morgan a Antonio.
Brazo-de-acero tomó una pluma y firmó: el pirata se inclinó para ver lo que escribía, pero Antonio puso nada más: Antonio Brazo-de-acero.
Todos aquellos hombres fueron unos en pos de otros poniendo sus firmas, o una cruz los que no sabían escribir, y otro ponía el nombre por ellos.
Terminó aquella operación y Morgan volvió a hablar:
—Estáis ya solemnemente comprometidos, y ya sabéis cómo se cumplen entre nosotros los compromisos; dentro de quince días un navío se avistará por el lado occidental de la isla, por el cabo del Tiburón, y ese navío os recibirá a bordo a todos. La contraseña será un gallardete amarillo izado en el trinquete, y estas palabras que dirán o contestarán los de los botes que vengan a tierra: «Morgan, Santa Catalina», porque antes de un mes la isla de Santa Catalina será nuestra, y doce de nuestros mejores navíos se encontrarán en las aguas del sur de la isla de Cuba, delante de los puertos de Santiago, Bayamo, Santa María, Trinidad, Sagua y cabo de Corrientes. Allí a presencia de los españoles, delante de la más rica de sus islas, celebraremos consejo para determinar cuál debe ser la primera posición atacada y tomada por nosotros ¿lo entendéis?
—Sí, —contestaron todos.
—Pues yo, Juan Morgan, que nunca he prometido nada en balde, os prometo haceros ricos y poderosos.
—¡Viva el almirante!
—Ahora retiraos, y mucho secreto.
Todos los que allí estaban comenzaron a salir humildemente; aquel hombre ejercía sobre todos un ascendiente extraordinario, y una indicación suya era una orden que nadie se atrevía a contradecir.
Brazo-de-acero salía también; pero Morgan le hizo una señal para que se detuviese.
Todos se retiraron, y el pirata y el cazador quedaron solos en la estancia.
Morgan se sentó e hizo una señal al cazador para que hiciera lo mismo.
Antonio obedeció y los dos quedaron un momento en silencio.
VII. Planes y confidencias
—¿Sois el célebre cazador mexicano, conocido con el renombre de Brazo-de-acero? —dijo Morgan.
—Sí —contestó el joven.
—¿Antonio?
—Así he firmado mi escritura.
—¿Queréis decirme de dónde os viene el ser llamado Brazo-de-acero?
—Señor —contestó el mexicano— salí ya casi hecho un hombre, y no un niño; en mi país los hombres juegan con los toros más pujantes, y con una pica los dominan o con un lazo los aprisionan; o con sólo un estoque y una capa, los llaman y les dan la muerte: todos estos ejercicios, que son enteramente desconocidos a los cazadores de la isla y que yo conocía perfectamente, me valieron el nombre con que soy conocido.
—Bien; pero ni ese nombre ni el de Antonio son vuestros, son de vuestra familia.
El cazador miró al pirata con fiereza, como disgustado de aquellas palabras; pero Morgan continuó sin inmutarse:
—No sé cuál será en verdad vuestro nombre, pero no quiero tampoco saberlo por ahora: sois valiente y tenéis una inteligencia clara y un brazo firme, y esto es bastante para mí. ¿Aborrecéis la dominación española?
—¡Mucho! —dijo con exaltación Brazo-de-acero.
—¿Habéis comprendido mis planes?
—Creo haber comprendido que se trata de quitar a España el predominio de estos mares y la posesión de sus islas; que se trata de interrumpir su navegación y arruinar su marina.
—Y eso ¿qué os parece?
—Tan bueno, que no he vacilado un momento en ser de los vuestros, sin que me guíe el mezquino interés del oro.
—¡Bravo! ¡Bravo! —exclamó con alegría el pirata—. Hombres como vos son los que necesito.
—Temo que no seamos bastante fuertes para consumar nuestra empresa.
—¿Eso decís? Callad, joven, que el hombre de corazón no debe nunca desconfiar de su poder. Mi voluntad es de acero como vuestro brazo, y yo os aseguro que todo sucederá como os lo he prometido: antes de un año las Antillas serán nuestras; los navíos españoles llevarán nuestra gente y nuestras banderas, y sus costados vomitarán fuego sobre las armadas de los reyes de Castilla; nuestro nombre sonará del uno al otro mundo, y será escuchado con terror por los marinos de todas las naciones, y las costas de la Tierra-firme serán tributarias de nuestros soldados. Y todo esto sucederá ¿lo entendéis? tengo fe de que ha de suceder; y entonces, cualquiera tierra que diga yo «es mía», mía será; y trazaré una barrera que ningún marino será osado de traspasar en los mares, con sólo la estela de luz que dejen al cruzar mis naves sobre las aguas del océano; y tendremos en donde quiera que rueden sus olas, el poder que tienen los reyes sobre los pueblos.
El cazador escuchaba con agitación el discurso de Morgan; el valor, el miedo, el entusiasmo, todos los afectos y todas las pasiones se comunican cuando el que habla está poseído de ellas.
Los ojos del pirata brillaban con la fosforescencia de las olas; su rostro se encendía, su voz tomaba el timbre sonoro de la inspiración, y la fe se revelaba en todas sus palabras, en todas sus acciones; parecía tener delante realizado ya aquel soberbio cuadro que le representaba su imaginación; creía ver los navíos españoles arriando sus banderas, creía escuchar el zafarrancho de combate, el ruido de la fusilería, el rugido de los cañones, los gritos de las chusmas; sentía en su rostro el calor del fuego o el soplo de los vientos terrales de las costas de México o de Tierra-firme. Morgan estaba completamente trasportado a las escenas que iba describiendo.
Brazo-de-acero le seguía en su entusiasmo y en su alucinación, y sus ojos brillaban también, y había llevado la mano al pomo de su gran cuchillo de monte.
—¡Eso es!, ¡eso es! —exclamó sin poderse contener—. Nuestras serán las islas, nuestro el dominio de los mares; la bandera española no cruzará ya por estas aguas, y México será libre, libre, porque entonces nosotros le arrancaremos de la corona de Carlos V y de Felipe II.
—Joven —dijo el pirata— la fe se enciende ya en vuestro corazón.
—Ansío el momento de comenzar la lucha, el instante de abordar, seguido de un grupo de valientes, uno de esos soberbios navíos de nuestros dominadores…
—¿Sois marino? ¿Sabéis manejar las armas?
—Soy marino, y sé manejar tan bien el puñal o el hacha de abordaje como el mosquete de cazador de toros.
—¿Queréis esperar la nave que venga a recoger a vuestros compañeros, o preferís partir conmigo?
—Partiría mejor con vos, si tuviera tiempo de despedirme antes de la mujer que amo.
—¿Amáis?
—¡Con todo mi corazón! ¡Con delirio!
—Ahora estoy más contento de vos; corazón que ama con tanto ardor, es corazón grande, porque es capaz de grandes pasiones, es capaz de acciones heroicas. Si esa mujer no vive lejos de aquí, aún podéis despediros, porque está amaneciendo ya, y yo no partiré hasta mañana antes de amanecer; tenéis, pues, a vuestra disposición un día y casi toda una noche.
—Es suficiente; partiré con vos.
—Antes sabed qué nuestro viaje estará lleno de peligros; podemos caer en manos de los españoles, podemos zozobrar, porque atravesaremos el mar en una canoa.
—No importa, contad conmigo.
—Entonces hasta mañana antes de amanecer. ¿Y adónde os encuentro?
—Buscadme en el cabo del Tiburón.
—No faltaré.
Y aquellos dos hombres se estrecharon la mano con efusión y salieron juntos de la casa.
Morgan se perdió entre un bosque de mangles y Brazo-de-acero tomó el camino de la aldea de San Juan.
Comenzaba a amanecer; en aquella hora, el lugar en que se habían reunido los conspiradores era ya un desierto, sin que pudiera adivinarse que había habido allí gente, más que por las columnitas de humo que se levantaban aún de algunas hogueras convertidas en ceniza y próximas a extinguirse.
Cuando el cazador llegó a la aldea, comenzaba ya a notarse el movimiento de la población, que salía del sueño; había abiertas algunas casas, en donde brillaba la luz artificial, porque la del día aun no alumbraba bien.
El judío Isaac estaba ya de centinela en la puerta de su taberna.
Brazo-de-acero pasó de frente sin saludar al judío, y siguió caminando tan distraído, que durante un largo rato no observó que un perro le seguía a muy corta distancia.
Casualmente se detuvo, y el animal se detuvo también; entonces Antonio lo miró y lo reconoció; era el Titán, el perro que él había regalado a Julia, pero que venía adornado con un hermoso collar.
Seguramente aquello tenía para el amante alguna significación, porque sus ojos brillaron de alegría y la nube que ofuscaba su frente se disipó; y sin detenerse un momento, y sin hacer siquiera un cariño al perro, comenzó a caminar precipitadamente, dirigiéndose a uno de los bosquecillos que rodeaban la aldea.
Llegó así basta lo más espeso, miró si alguien le observaba, y acercándose al perro le quitó el collar.
Aquel collar tenía un secreto; era una especie de bolsa, formada de la misma piel de que estaba forrado, pero hecha con tal disimulo que, a menos de conocerla con anticipación, hubiera sido muy difícil encontrarla.
Allí había una cartita que Brazo-de-acero sacó y abrió con mucho cuidado; la carta era de Julia y decía:
Antonio:
Somos muy desgraciados: ¿esperas como yo en Dios? A media noche ven, y espérame en el jardín.
Adiós.
JULIA.
Brazo-de-acero cortó una de esas primorosas flores color de violeta de que se viste el guayacán, y la puso en el lugar en que estuvo la carta; aquello era ya una contestación. Volvió a colocar al Titán su collar, y le dijo mostrándole el camino.
—Vamos; vete, vete.
El inteligente animal agachó las orejas y partió corriendo; el cazador leyó todavía diez veces aquella carta y la guardó. Atravesó en seguida la aldea, y una hora después los cazadores le veían llegar meditabundo y encerrarse en su cabaña.
El amor, el patriotismo, la ambición de gloria y las esperanzas del porvenir, levantaban una tempestad en el corazón de aquel hombre, que se sentía capaz de todo lo grande, y veía abierta para él una senda de aventuras maravillosas en su enganche con Morgan; que comprendía cuán feliz podía ser al lado de Julia y la perdía; que conocía que iba a romper los últimos vínculos que le unían con la sociedad, y alejarse así para siempre de la mujer que amaba.
Por eso en todo el día no salió de su cabaña, y por eso se fingió dormido cada vez que alguno de los cazadores llegaba a hablarle.
El pasado y el porvenir, el temor y la esperanza, se presentaban en su imaginación con colores exagerados, como les sucede a todos los hombres cada vez que tienen que dar un gran paso en su carrera.
Durmió un rato, y soñó que Julia y Morgan echaban suertes sobre su corazón. Despertó sobresaltado y volvió a la realidad.
Era que el pirata había ganado la partida.
VIII. La última cita
Pedro Juan de Borica no faltó a la casa de la señora Magdalena para saber su resolución, que ya desde antes comprendía que le sería favorable.
Como todos los tontos, Pedro Juan era presuntuoso, y como todos los hombres que padecen esta debilidad, pensaba mucho en sus atractivos personales, y creía que una sortija, una cadena más, o una rica joya en el sombrero, son el mejor adorno de un pretendiente y el mejor anzuelo para una dama.
Estos hombres piensan que las mujeres son como las aves, que caen desvanecidas con la luz del sol que hiere sus ojos reflejándose en un espejo, y tienen a la parte más espiritual y más bella de la humanidad, a la mujer, en el mismo concepto en que ellos merecen que se les tenga.
La señora Magdalena esperaba ya a Juan; la señora Magdalena no era una mujer vulgar que se dejara seducir por el rico traje y las alhajas del desollador; pero conseguir un marido rico y tonto a los cuarenta años de edad, es una tentación a la que muy pocas damas no sucumbirán.
El matrimonio que el desollador proponía a la madre de Julia, era para ella, que había perdido hasta la idea de las segundas nupcias, una especie de milagro, un don maravilloso de la Providencia; por eso esperaba impaciente al español, no sin sentir vagos temores de que se hubiera arrepentido. Era natural, y nadie dejará de disculpar a la juiciosa viuda de Lafont.
Al mirar al desollador que entraba al jardín, la señora Magdalena, a pesar de sus cuarenta abriles, se puso encendida y procuró tomar un aire interesante, y su corazón latía con violencia: una mujer tiembla para decir que sí, y permanece serena cuando esta decidida a decir no. Esto no arguye mucho en favor del sexo hermoso.
—Señora —dijo Juan después de saludar— vengo a saber mi sentencia —y agregó en su interior— es buena moza ¿cómo no me había fijado en ello? Sería porque no era mía.
—Caballero —contestó la señora Magdalena bajando la vista y encendiéndose más— casi no be pensado…
—¿No habéis pensado, señora? ¿Tanto así me despreciáis?…
—¡Oh! despreciaros, no; por el contrario.
—Entonces ¿seréis mi esposa? —exclamó el desollador tomando una de las manos, todavía bonitas, de la señora Magdalena.
—No sé qué deciros —contestó ella sin retirar su mano.
¡Audacia! —pensó Juan, y llevando a sus labios aquella mano, exclamó:
—Señora, no me hagáis sufrir más… ¿Seréis mi esposa?
—Sí —contestó trémula la señora Lafont, abandonando su mano a los apasionados besos del Oso-rico.
En aquel momento Juan se hacía la ilusión de que amaba de veras a aquella mujer, y ella por su parte lo creía y comenzaba a sentir también ilusión por aquel hombre.
Es que el amor es una pendiente en la que basta creer que se desciende para descender sin remedio; es bastante creer que se ama para amar de veras.
—Magdalena —dijo el desollador tomando ya un lenguaje más franco— ¿cuándo queréis que se haga la boda?
—Cuando vos lo dispongáis —contestó con alguna timidez la señora Lafont.
—En ese caso, cuanto más pronto es mejor, porque deseo cuanto antes salir de aquí ¿os parece, hermosa mía?
Muchos años habían pasado sin que la señora Magdalena se oyera llamar «hermosa mía», y aquella frase cayó en su corazón como un baño de felicidad.
—Sí, cuanto más pronto mejor —contestó comenzando a animarse—. Saldremos de la isla; pero si os parece a vos, ante todo es fuerza salir de esta aldea.
—Por supuesto; afortunadamente todo mi capital puede realizarse en un solo día, digo lo que aún tengo en mercancías; y esta vuestra casa, sobrarán personas que la compren luego que sepan que está de venta, y en el momento nos vamos para Santo Domingo, y ya en la ciudad, podremos con calma pensar el punto a que debemos ir a radicarnos para vivir felices y tranquilos.
—Eso es muy bien pensado, muy bien pensado.
Y pensando en la vida dulce que les esperaba, y mezclando estos planes con frases de amor que la señora Magdalena oía con gusto y que Pedro Juan decía casi de buena fe, aquella conferencia se prolongó por más de una hora, hasta que el desollador se despidió para ir a preparar el matrimonio y el viaje.
—Pues no estaría yo disgustado —decía él entre sí y caminando para la casa— si tuviera necesidad de vivir siempre con la madre; está fresca la viuda y buena moza, y además es amable, y tiene unas manitas… Vamos, si es la raza, la raza… me gustan las francesas…
Julia no había oído nada de lo que la señora Magdalena había hablado con Juan; pero lo comprendió, porque le vio salir a él muy alegre, componiéndose el jubón, y encontró a su madre con el rostro encendido y la sonrisa en los labios.
Tal impresión y tan grata había causado a la señora Magdalena aquel inesperado matrimonio, que casi ni había reconvenido a Julia por sus amores con Brazo-de-acero: la madre, entregada completamente a su felicidad, había olvidado la conducta de su hija.
Julia temió al principio una tempestad doméstica; pero las horas habían pasado y la señora Magdalena tenía para ella sonrisas y buen humor; la joven cobró ánimo y se atrevió por eso a dar una cita a Brazo-de-acero.
Llegó la noche, y Julia contaba los minutos con impaciencia; le parecía que la señora Magdalena tardaba demasiado en retirarse a su estancia; pero procuró disimular, hasta que por fin llegó la hora del silencio.
Julia se cercioró ante todo de que su madre se había recogido, y luego se dirigió a la ventana de su estancia que caía al jardín, y se puso a esperar.
Los vientos de la noche mecían las copas de los árboles con un rumor melancólico y dulce; la luna iluminaba débilmente los horizontes, dando al firmamento un color verde y apacible, y el silencio de los bosques se interrumpía por el canto de algunas aves nocturnas o por el mugido de las vacas.
Julia esperó largo tiempo; pero en aquel tiempo su imaginación viajó por el pasado, exploró el porvenir desconocido, y se fijó con tristeza en el presente.
Estaba profundamente distraída, cuando un rumor ligero en el jardín la hizo volver en sí.
A la luz de la luna reconoció el joven cazador que se acercaba.
—Espérame —dijo Julia en voz baja.
El cazador se ocultó bajo la sombra de un árbol, y poco después vio llegar a Julia.
—Mi madre duerme profundamente —dijo— pero creo que podemos hablar con más tranquilidad fuera del jardín.
Y sin esperar más respuesta, se dirigió a la salida que estaba en la tapia, oculta por la maleza y las enredaderas: Brazo-de-acero la seguía sin hablar.
Salieron al camino y se internaron en un bosquecillo.
—Antonio —dijo Julia de repente deteniéndose— ¿es verdad que somos muy desgraciados?
—¡Sí, Julia mía, lo somos!…
—¿Y qué piensas hacer tú ahora?
—Julia, si yo no te amara con tanta pureza, si mi pasión no igualara a mi respeto, yo te diría: Julia, sígueme, huyamos, y serás mía en los bosques, y vivirás en mi cabaña, y serás la mujer del cazador, y nuestros días se deslizarán llenos de encanto y dulcemente como las auras que pasan entre las flores. Pero no, amor mío, tengo aún más amor por ti que tú; comprendo que entonces seríamos felices, pero que te arrancaría yo de la sociedad, del mundo, adonde tú y yo debemos volver algún día, adonde te llevaré con orgullo llamándote mi esposa; comprendo que si huyeras así conmigo, si abandonaras así a tu madre, después de la dicha de los primeros días vendría para ti el remordimiento y el pesar y el hastío, y me dejarías de amar.
—¡Antonio! no digas eso.
—Sí, ángel mío, te lo digo porque es la verdad. Yo soy caballero, soy noble; si me miras viviendo en la montaña, unido con los cazadores, no es porque yo sea un aventurero sin nombre, sin familia, sin fortuna, no, Julia; en esta noche, que precede quizá a una larga separación, quiero decirte esto: quién soy, algún día lo sabrás; por ahora, alma de mi vida, bástete saber que no soy un hombre indigno de tu amor.
—Quien quiera que seas, Antonio, noble o plebeyo, poderoso o miserable, marqués o cazador de toros, te amo y te amaré siempre por ti, por ti no más; respetaré tu secreto, sin pretender saberlo, acataré tus determinaciones cualesquiera que ellas sean, porque te adoro, porque no tengo más voluntad que tu voluntad, más deseos que tus deseos, más esperanzas que tus esperanzas: habla, di, manda, Antonio; tuya soy, y tú dispones de mi vida, de mi honra, de mi porvenir.
—¡Alma de ángel! —exclamó el cazador, estrechando a Julia entre sus brazos— tu inocencia y tu amor son las murallas de tu virtud. Escúchame: mañana debemos separarnos; pero júrame que me serás fiel, y yo te respondo del porvenir, y yo te aseguro que seremos felices.
—¡Te lo juro! —dijo la joven con exaltación.
—¿Sean cuales fueren las peripecias de tu vida y de la mía?
—Sí.
—¿Aunque te ofrezcan un brillante matrimonio?
—Sí.
—¿Aunque oigas decir de mí cuanto malo hay sobre la tierra, aunque te digan que soy infiel a tu amor, que he muerto?
—¡Sí, sí! —exclamó Julia llorando.
—Julia, no olvides ese juramento que Dios recibe en estos bosques.
—¡Nunca! —dijo la joven, cada vez más exaltada.
Y aquellas dos almas ardientes se confundieron en un beso prolongado.
—Adiós, Antonio —dijo Julia arrancándose de los brazos del cazador— adiós. ¿Volveré a verte pronto?
—No, Julia, mañana partiré.
—¿Vas a partir? —exclamó espantada la doncella— ¿y para dónde?, ¿para dónde?
—No lo sé; voy a seguir mi destino, voy en busca de la libertad y de la venganza de mi país.
—Explícate, explícate, por Dios; tus palabras envuelven para mí un misterio que me causa miedo. Antonio ¿a dónde vas?, ¿qué vas a hacer?
—Julia, mañana parto de la villa con Morgan; soy ya de los suyos.
—¡Dios mío! ¿Tú con Morgan, Antonio? ¿Tú, tan noble, tan bueno, tú partir con ese pirata, cuyo solo nombre causa terror? ¿Tú pirata también? ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué va a ser de mí? ¿Qué va a ser de nosotros?
—Cálmate, ángel mío, cálmate…
—¿Calmarme, Antonio? ¿Pero tú crees que yo no comprendo los peligros inmensos que te esperan? ¿Crees que yo no sé que va a comenzar para ti una vida de escenas y de combates terribles, espantosos? ¿Ignoro acaso, Antonio, que todos los piratas están sentenciados a morir, y con una muerte vergonzosa, con la muerte de la horca? ¿Y quieres que me calme cuando veo el rayo sobre tu cabeza? Es imposible, imposible…
Julia, como loca, lloraba y alzaba los brazos al cielo.
—¡Julia! ¡Julia! —decía el cazador, espantado de aquel arranque de desesperación— ¡Julia, en nombre del cielo, por nuestro amor, te lo suplico; cálmate y escúchame!
—¿Y qué puedes decirme que calme mi aflicción? ¿Tú que vas a exponer tu vida, sin pensar que esa vida es la mía, que la idea sola del peligro que vas a correr será la causa de mi muerte?…
—Es, Julia mía, porque tú crees que esos peligros son tan grandes y tan continuos como piensa el vulgo: no, amor mío, todas son exageraciones de la fantasía. Óyeme ¿recuerdas cómo te pintaban la vida de los cazadores? ¿Recuerdas que temblabas por mí a cada instante? Y bien ¿qué ha sucedido, amor de mis amores? ¿No estoy a tu lado vivo y tranquilo? ¡Oh, Julia! no creas en esas leyendas, que no servirán más que para hacerte desgraciada.
—Antonio, tú me engañas, tú dices todo eso por darme valor para calmarme, pero no lo crees así tú tampoco; la vida de los cazadores es azarosa, pero no puede compararse con la de los piratas; yo lo sé, Antonio, lo sé; y si temblaba por ti cuando cazabas en las montañas ¿qué sentiré ahora que vas a vivir con los piratas, con ese Morgan, con ese hombre infame a quien detesto desde hoy porque ha venido a comprometerte, porque ha venido a arrebatarme la calma, la felicidad, la vida?
—No pienses así, Julia, porque me despedazas el corazón; te amo más que a mi misma vida; nada hago, nada digo sin pensar en ti; tú eres mi espíritu, mi aliento, mi inspiración; por ti siento la sed de la gloria y de la ambición, por ti quiero vivir, por ti desprecio los peligros, y sin ti, norte de mi existencia ¿qué puede halagarme ni sobre la tierra ni en el cielo? ¿Qué soy sin tu amor? Arbol seco, fuente agotada, hoguera que se apaga; máquina triste y miserable que se arrastra penosamente sobre la tierra, sin fe, sin esperanza, sin porvenir. Y cuando tanto te amo, y cuando no más en ti y en tu amor pienso ¿crees, Julia mía, que quisiera perder la vida, para separarme eternamente de ti, para herir tu corazón?…
A medida que Brazo-de-acero hablaba, el rostro de Julia se iba poniendo radiante, sus ojos brillaban de placer, y aun el viento de la noche no oreaba las lágrimas que como brillantes temblaban entre sus sedosas pestañas, y ya una sonrisa de inefable felicidad asomaba en su boca fresca y purpurina.
—Antonio, amor mío —exclamó sin poderse contener— ¡cuán feliz soy con que me ames así!, ¡cuán feliz soy! ¡Dios mío! ¡Dios mío, mándame todas las desgracias de la tierra, pero no me quites este amor! ¡Antonio, ya no lloro, tú me amas, tú tienes nuestra dicha en tus manos! ¡Adiós!, ¡adiós! Haz lo que quieras, pero ámame y seré feliz.
—¡Adiós! —exclamó el cazador.
Y la joven, ligera como una gacela, se desprendió de sus brazos y se entró al jardín.
IX. La primera empresa
Un mes había pasado desde aquella despedida de Julia y su amante, y en un mes todo había cambiado.
Pedro Juan de Borica el desollador se casó con la señora Magdalena, y abandonaron la aldea de San Juan de Goave y se retiraron a la ciudad de Santo Domingo a esperar una oportunidad para embarcarse y pasar a la Nueva España. La señora Magdalena había llevado naturalmente consigo a Julia.
Pedro el desollador se retiraba muy rico de su comercio, la casa de Julia había sido vendida a más precio, y todos calculaban que el desollador llevaba un fuerte capital para emprender grandes negocios en México.
Al mismo tiempo se había sabido la noticia de que un gran número de cazadores habían desaparecido, y se aseguraba que estaban ya enganchados con los piratas.
Esta noticia, que corrió veloz, alarmó a los gobernadores españoles de las islas del mar de las Antillas, y muy pronto se despacharon cartas a la corte de España anunciándole que el temible Juan Morgan preparaba alguna cosa grave e importante contra los intereses de la corona.
Un día, en las aguas que bañan las costas del sur de la isla de Cuba, confundiéndose casi en el horizonte, se alcanzó a divisar una vela que avanzaba ganando tierra; aquella vela se acercaba y crecía, cuando otra apareció tras ella, y luego otra y otra y otra, hasta contarse doce, que como una parvada de garzas blancas que vuelan sobre la superficie del mar, se allegaban cada momento más y más a la tierra.
Era de tarde; el mar estaba tranquilo y las olas venían, como lánguidas y perezosas, a chocar en las rocas de la playa, agitándose apenas aquel inmenso espejo de plata líquido y movedizo.
El viento era favorable, y aquellos navíos podían haber llegado hasta la costa, y aquellas tripulaciones podían haber efectuado un desembarco sin obstáculo; pero no fue así, y a corta distancia, cuando el grito triste del hombre que echaba la sonda en la embarcación que venía por delante anunció que podían echarse las anclas, el bajel, como un caballo refrenado por su jinete, se detuvo estremeciéndose. Se oyó después el ruido de las cadenas, el pito del contramaestre, el golpe del ancla en las aguas, y el navío quedó balanceándose sin avanzar.
Las demás embarcaciones imitaron la maniobra de las primeras, y poco después toda aquella flota estaba anclada a la vista de la isla.
Un hombre contemplaba desde el alcázar del primer navío todas aquellas maniobras, y las contemplaba con cierta especie de indiferencia y desdén.
Cuando todos los navíos estuvieron anclados, aquel hombre dio una orden, y una bandera y un gallardete fueron izados inmediatamente en el palo mayor. Entonces de todos los demás buques se botaron al agua las lanchas, se pusieron escalas, y de todos ellos bajaron algunos que parecían jefes, y se dirigieron a fuerza de remos al buque que había hecho la señal: casi todos llegaron al mismo tiempo, y todos subieron, dejando alrededor de aquel navío sus botes con sus marineros.
El hombre que había dado la señal era Juan Morgan, el almirante de aquella armada de piratas, y llamaba a los capitanes de los navíos para tener con ellos su primer consejo, como se los había anunciado al engancharlos.
Estaban en las aguas del sur de la isla de Cuba; tenían una armada respetable; iban a decidir de la suerte del comercio y de la marina española, a fijar el punto y el día para el primer combate y la primera empresa.
Juan Morgan cumplía su palabra.
La tarde era apacible y la brisa fresca agitaba la bandera y el gallardete izados en el navío del almirante.
Sobre la cubierta de aquel navío, los piratas tenían su consejo, como hubieran podido celebrarlo los generales de un ejército en un campamento la víspera de una batalla.
—Una escuadra española —dijo gravemente Morgan— debe llegar en estos días a la isla Española; lleva destino de custodiar las urcas y los navíos que el virrey de la Nueva España debe enviar cargados de reales; lleva también encargo de proteger unas naves con ricos cargamentos que envían a Veracruz los de Maracaibo; con la flota vienen también algunos navíos de España, y es el almirante de ella don Alonso del Campo y Espinosa. —Ha llegado, pues, el momento de obrar, y voy a daros cuenta de mis planes.
Todos los piratas redoblaron su atención.
—Nos presentaremos a la vista de la escuadra española y procuraremos aprovechar la más ligera oportunidad de apoderarnos de alguno de sus navíos, sin presentarles nunca una batalla. Si la suerte nos favorece, bien; sí, por el contrario, nada conseguimos, al dirigirse los españoles a las costas de Yucatán o de Veracruz, nosotros embestiremos a Panamá o a Cartagena. Después ya veremos ¿os parece?
—Sí —contestaron todos los piratas.
—Pero todo esto requiere otra especie de organización: nuestra armada se dividirá en dos partes; la una, que irá delante de las naves españolas, distrayéndolas; y la otra, cuyo mando conservaré yo, irá a tomar la isla de Santa Catalina, que debe ser nuestra base de operaciones para atacar las ciudades y pueblos de Tierra-firme.
Los capitanes hicieron un signo de aprobación.
—¡Brodeli! —exclamó Morgan.
Un hombre de elevada estatura, que estaba entre los capitanes, se puso en pie.
—Te nombro —dijo Morgan— vicealmirante y jefe de la segunda flota; toma los navíos que quieras, haz lo que he dicho, y cuando hayas cumplido, vuelve a la isla de Santa Catalina, que será ya nuestra. Esta noche te entregaré por escrito mis instrucciones, y antes que el sol se levante, si el viento es favorable, toda la escuadra habrá levantado anclas ¿entendéis?
Todos se inclinaron.
—Podéis retiraros.
Los piratas se levantaron y comenzaron a descender a sus botes y a marchar a sus respectivos navíos; entre aquellos hombres había ingleses, franceses, italianos; pero todos obedecían sin replicar las órdenes del almirante que habían elegido: entre aquellos hombres reinaba una subordinación y una disciplina que hubiera podido envidiar la armada real de España.
Sólo el italiano que había respondido al nombre de Brodeli y que había sido nombrado vicealmirante así, de una manera tan sencilla, permaneció en el navío de Morgan, como esperando nuevas órdenes.
—Escúchame —le dijo el almirante— lo que te he encargado tiene, además del objeto de distraer al enemigo, el de conocer el número y la clase de su tripulación; su armamento, sus pertrechos, sus intenciones, si es posible, y el carácter y la índole del almirante.
—Está bien —contestó Brodeli.
—He aquí cómo debes de manejarte para saberlo: la armada debe tocar en la Española; uno de los nuestros, el más valiente, el de mayor inteligencia, el de más confianza, debe desembarcar también en la isla y acudir al puerto adonde vaya a anclar la armada; allí averiguará cuanto pueda; después tomará servicio con el almirante español, y servirá con actividad, a ganar, si le es posible, alguna confianza, y luego, cuando tenga ya suficientes noticias, que procure volver a reunirse contigo o conmigo, es indiferente.
—¿Pero esto, cómo le será posible?
—Él lo procurará; si muere, será su destino; si lo consigue, es su deber.
—¿Y quién será ese hombre? porque yo no creo que tengamos en la escuadra uno a propósito para tanto.
—Es porque aún no conoces la gente; yo te le daré.
Morgan se separó del italiano, desapareció por una escotilla, y volvió poco después, seguido de Brazo-de-acero.
—Aquí le tienes —dijo el almirante.
Brodeli examinó por un momento la figura interesante de Antonio, que estaba delante de él mirando distraídamente las olas que venían de lejos a chocar en los costados del buque.
—¿Sabrá algo de la maniobra? —dijo Brodeli—. Porque…
—Vale tanto como el mejor piloto.
—¿Está instruído de lo que va a hacer?
—Sí, y además, tú te encargarás de decírselo.
—Perfectamente. ¿Partirá conmigo?
—En este momento.
—¿Cómo se llama?
—Antonio.
—¿No más?
—En el mar, no más.
—Bien ¿y el pliego de instrucciones?
—Tómale —dijo Morgan, dando al italiano un grueso pergamino— nada falta aquí.
—¿Puedo retirarme?
—Retírate, y hasta vemos en las costas de Santa Catalina.
—Seguidme —dijo Brodeli a Antonio.
El joven sin replicar, siguió al italiano; al llegar a la escala, sintió que le tocaban el hombro; volvió el rostro, y era Morgan que le tendía la mano de despedida.
Antonio estrechó sin hablar aquella mano, y descendió al bote.
Poco después llegaron al navío que montaba Brodeli.
La noche tendió su manto negro sobre los mares, y entre las sombras se oyeron ruidos y voces de mando, y los silbidos de los pitos de la maniobra.
Cuando la aurora volvió a brillar, todos aquellos buques habían desaparecido, y apenas en el horizonte se alcanzaban a ver algunas velas que se alejaban.
Iba a comenzar una época de combates, que debía costar muy caro a la monarquía española.
X. Santa María de la Victoria
Como lo había anunciado Morgan, los habitantes de la isla Española vieron llegar a sus costas una poderosa escuadra con la bandera de Castilla, y convoyando algunos navíos mercantes que llevaban destino a Nueva España.
La escuadra debía detenerse allí muy poco tiempo, porque según se susurraba, el almirante tenía orden de buscar aquellas aguas para perseguir y ahuyentar a los piratas que hostilizaban a los buques españoles.
Algunos oficiales saltaron a tierra, y la isla pareció animarse, porque hasta el interior llegó luego luego la noticia de la llegada de aquellos navíos.
A la segunda tarde de permanecer la armada en las aguas de la Española, uno de los oficiales del navío «Santa María de Gracia» caminaba con algunos de sus amigos conversando alegremente, cuando se presentó delante de ellos un hombre, joven aún, y con el traje de la clase pobre.
—Perdóneme su señoría —dijo dirigiéndose al oficial— yo no sé cómo se entenderán esas cosas entre los señores, pero yo quisiera irme en esos navíos.
—Irte ¿a dónde? —dijo el oficial, procurando comenzar una conversación burlesca con aquel hombre.
—Adonde vayan; es decir, acomodado, enganchado.
—¿Sí? Pues fácil es como entiendas tú algo de la maniobra.
—No quedaría disgustado su señoría.
—¿Sabes los nombres de toda la cabullería de maniobra y su laboreo?
—Sí, señor, y cuanto su señoría mande; correr un montón, abarbetar, embragar, tomar un rizo, pasar una boza y aguantarla…
—Bien ¿y sabrás bogar?
—Manejo el bichero como el que mejor lo haga, y sé gobernar una lancha tanto con timón como con espadilla…
—¿Y qué más sabes?
—Conozco bien la rosa de los rumbos, y sé cuartear la aguja náutica como un timonel.
El oficial comenzaba a mirar con atención a aquel hombre.
—¿Has sido marino? —le preguntó.
—No, señor.
—Entonces ¿cómo sabes todo eso?
—Mi padre era español, rico, y dueño de algunos navíos; vivimos en un puerto muchos años, y así se comprende cómo conozco la maniobra.
—¿Y ahora? —preguntó el oficial, siguiendo sin querer la historia que le dejaba adivinar aquel hombre.
—Ahora, mi padre perdió su fortuna, murió pobre, yo quedé lo mismo, y quiero ver si logro siquiera ganar el pan para vivir.
—¿Y quieres tú pertenecer a la marinería o a la gente de guerra de la armada?
—Me es igual; con tal de que me consiguierais una plaza, os viviría yo muy reconocido.
—¿Conoces también el ejercicio de los cañones?
—Cuando era yo joven lo vi practicar muchas veces; creo que me sería muy fácil recordarlo.
—Perfectamente; mañana temprano espera en este mismo lugar, que vendrán a buscarte.
—Sí, señor.
El hombre se quitó del camino y se inclinó con gran respeto al pasar el oficial, y éste, por su parte, siguió su paseo diciendo alegremente.
—Yo conozco mucho a la gente de mar, y este hombre es para nosotros una buena adquisición…
Aquella noche debió haberse arreglado todo, porque a la mañana siguiente una lancha tocaba el costado del navío «Santa María de la Victoria», y el primero que tomaba la escala de cuerda para subir, era el hombre que hemos visto hablar con el oficial. Nuestros lectores habrán conocido sin duda que aquel nuevo voluntario de la armada española, no era otro que Antonio el cazador.
El almirante dio por fin la orden para levantar las anclas al siguiente día, y entonces comenzó en tierra y a bordo, sobre todo en los navíos mercantes, una agitación extraordinaria.
La inseguridad en que se encontraban los habitantes de la isla Española por motivo de las incursiones de los piratas, había hecho que muchos de ellos no estuviesen esperando sino que hubiera un convoy bien custodiado para trasladarse a otra parte, y aquella ocasión había llegado, y muchas familias emigraban a la Tierra Firme o a México.
Naturalmente esto producía gran movimiento, y las aguas del puerto estaban sembradas de canoas y de botecillos que iban y venían en todas direcciones. La playa era un anfiteatro cubierto de espectadores, y sobre la cubierta de los navíos, los que iban a abandonar quizá para siempre aquella tierra, la contemplaban con melancólica atención.
Los navíos de guerra parecían contemplar con todo el desdén de un veterano aquellas escenas de familia, porque apenas se veía algún marinero que cruzara por ellos, y sólo se distinguían a los centinelas que, como una parte del mismo buque, parecían no parar en nada su atención.
Las olas, suaves algunas veces y fuertes otras, venían a azotar los costados de los buques, se resbalaban después por ellos como ríos de plata y de brillantes, y seguían su eterno movimiento hacia la playa.
Poco a poco los navíos comenzaron a desplegar su velamen blanco y majestuoso, y aquella escuadra, que a lo lejos parecía un bosque de encinos en invierno, se convirtió en una especie de ciudad con altos y grandes edificios.
Sonó el cañonazo y, rompiendo las aguas, abrieron las quillas un camino espumante sobre el mar, que quedaba aún señalando el paso de los buques cuando éstos se alejaban ya.
Soplaba el viento favorable, henchíanse las lonas y las embarcaciones se deslizaban oscilando graciosamente. Aquella partida era de buen agüero para los marinos.
El día se pasó en esa monotonía del mar; olas y cielo siempre iguales, las unas en eterno movimiento, el otro en inmovilidad eterna. La tierra iba desapareciendo entre brumas que envolvían el horizonte como nubes de polvo, y el sol comenzaba ya a hundirse en el occidente.
Las sombras de la noche ennegrecieron primero las olas, después el firmamento; luego la luz se extinguió, y el mar con sus forforescencias interrumpía sólo de cuando en cuando aquella uniformidad triste, aquel inmenso crespón negro tendido sobre el universo.
El navío almirante encendió tres faroles en la popa y uno en la gavia, y todos los demás navíos encendieron entonces un farol en la popa.
—¿Qué señal tenemos? —preguntó Antonio a un marinero con quien había procurado intimarse.
—En esta escuadra, esa señal quiere decir que no hay peligro.
—¿Y pensáis que pueda haberle?
—¡Mil demonios! ¿De dónde salís vos, que no habéis oído hablar de esos demonios de piratas que abundan por estos rumbos?
—He vivido en tierra, en la que no les temen.
—¿No les temen? Mala racha me hunda: ¿es decir que creéis que yo les temo?
—No tal; juro…
—Así salieran todos ellos con el mismo Morgan, que nuestra «Santa María de la Victoria» tiene tantas bocas de bronce, que habían de recibir más consejos esos demonios que su obra muerta había de parecerse a mi camisa vieja.
—Ya lo creo…
—Y luego que el capitán don Andrés Zavalociten es una fiera, así le abordaran un navío como a mí hacerme decir misa.
—¿Valiente?
—Al zafarrancho de combate se pone contento como con la música: yo quisiera que se ofreciera; por el alma de mi padre que os había de gustar.
—¿Y tendremos que caminar mucho tiempo por aquí?
—Es la verdad que yo no lo sé bien; pero por lo que oímos nosotros, hasta acabar con los piratas y llevarle a S. M. las cabezas de todos esos perros, que Dios confunda.
En este momento un relámpago que parecía salir del seno del mar, brilló en el espacio, y luego se escuchó una detonación sonora y prolongada.
—¡Cañonazo! —exclamó Brazo-de-acero.
—Señal —contestó el otro.
Y el capitán apareció inmediatamente sobre cubierta, y todos los marineros y los soldados se pusieron a escuchar con ansiedad.
Pasaron algunos instantes, y luego sonaron tres cañonazos consecutivos, y luego silencio.
—¿Qué indica? —preguntó Antonio muy bajo.
—Que se descubren embarcaciones sospechosas.
—¿Y quién dio la señal?
—Uno de los navíos cazadores que va a la descubierta.
El capitán permaneció inmóvil sobre cubierta. En el navío almirante se apagó el farol de la gavia, y todos los demás navíos lo imitaron, apagando también el farol que llevaban encendido en la popa.
—Puede que no haya nada, y lo sentiré —dijo el marinero— que los únicos que podrían peligrar serían estos mercantes, porque una bala les arranca toda la cáscara.
Volvió a sonar un cañonazo, después de un intervalo otro, y trascurrido un minuto cinco seguidos.
—Escuadra enemiga, y huye —dijo el marinero.
Antonio comprendió ya lo que era; la segunda escuadra de Morgan, mandada por el vicealmirante, comenzaba a maniobrar según las instrucciones que tenía; aquella alarma debía de durar o convertirse en un combate.
Las señales de los cañonazos seguían, y el marinero explicaba a Brazo-de-acero su significado.
—El enemigo navega en popa o largo.
—Piden permiso para continuar la caza.
—El navío almirante contesta concediendo.
Así pasó más de una hora, hasta que sonó una señal que hizo levantar el rostro al marinero como con asombro; fue un cañonazo, y luego tres, y luego otros tres.
—¿Qué hay? —preguntó Antonio.
—Que el enemigo vira de bordo.
—¿Creéis que quiera combate?
—¿Pues para qué virar? Sólo que vengan a darse prisioneros.
—¿Otra señal?
—Sí… ciñe a babor.
El navío almirante disparó dos cañonazos, y luego uno, y después dos.
—¡Ahora sí! —dijo el marinero enderezándose.
—¿Qué es eso?
—Formar una pronta línea de combate.
—¿Sin tocar zafarrancho?
—Esta señal lo previene.
En efecto, en aquel mismo momento se sintió en todos los navíos un movimiento activísimo, y en todos ellos se escuchó el toque de zafarrancho.
Como corceles dirigidos por diestros jinetes, todos los navíos se movieron a tomar su lugar en la línea de combate, que se formó sobre la columna de los que iban a Sotavento, y muy pronto pudo, a pesar de la obscuridad de la noche, comprenderse que la línea estaba ya formada y los navíos mercantes a retaguardia.
Entonces comenzaron ya los preparativos para el combate.
XI. «El Ilustre Cántabro»
Entre los navíos mercantes que caminaban al amparo de la real flota española, se contaba uno que más parecía bogar por la fe de su capitán y por un prodigio, que por la disposición de su aparejo y la resistencia de su casco.
Llamábase pomposamente «El Ilustre Cántabro», y viejo y mal servido, parecía arrastrarse sobre las olas como una gaviota herida de una ala, y apenas soltando todo su velamen podía seguir la derrota de sus protectores los navíos de la real armada.
El capitán de aquel milagro náutico se llamaba don Simeón Torrentes, viejo marino, gruñón aunque taciturno, que decía cada juramento que hacía temblar la arboladura, y que dirigía a la tripulación con menos miramientos que un tratante de mulas en la Nueva España a su mercancía.
Los marineros, cortados por el mismo molde, eran casi todos viejos, y habían visto crecer su barba y encanecer su pelo en los vaivenes de su buque; y si no pareciera una exageración, podría decirse que hasta los grumetes de «El Ilustre Cántabro» peinaban canas.
Este navío recibió como pasajeros que se dirigían a la Veracruz, a tres personajes conocidos nuestros: a la señora Magdalena; a Julia de Lafont, su hija, y a Pedro Juan de Borica, el ex-desollador de la aldea de San Juan de Goave.
Ningún pasajero más se atrevió a fiar su vida a la suerte que corrieran las mal seguras tablas de «El Ilustre Cántabro», y bien por esto o por otras razones que no están a nuestro alcance, el mal genio de don Simeón Torrentes se exacerbó, y Pedro Juan, el Oso-rico, con todo y su nueva familia, fue secamente recibido a bordo.
—Mala facha tiene este hombre —dijo Pedro a la señora Magdalena.
—Como todos los españoles —contestó ella indiferentemente.
—¡Magdalena! ¡Magdalena! —dijo Juan— ¿esto es lo pactado? Conviniste conmigo desde el día de nuestra boda en que no volverías a hablar mal de los españoles.
—Es cierto, y perdóname —contestó ella— pero algunas veces estas cosas las digo sin reflexionar.
Juan comenzó a sentir a poco los síntomas del mareo, y determinó dar un paseo sobre cubierta para buscar el aire que soplaba favorable a la embarcación.
«El Ilustre Cántabro», desplegando todas sus velas, se arrastraba pesadamente sobre las olas, con un movimiento verdaderamente infernal.
El capitán fumaba una pipa sobre cubierta cuando apareció por una de las escotillas la cabeza del desollador. El capitán lo vió y apartó los ojos con disgusto, lanzando entre dientes una maldición. Era indudable que Juan merecía todo el desagrado de don Simeón Torrentes.
Juan dió algunos pasos, y fue después a recargarse en la obra muerta, mirando tristemente el horizonte. Don Simeón continuaba tranquilamente fumando y lanzando al aire enormes bocanadas de humo, y dirigiendo de cuando en cuando rencorosas miradas a Juan, que ni siquiera le veía.
«El Ilustre Cántabro» parecía más pesado en estos momentos, y las nubes de humo que arrojaba la pipa del capitán flotaban sobre su cabeza un rato sin disiparse, y luego en ligeras espirales se elevaban al cielo.
Era que el viento había aflojado y las velas comenzaban a deshincharse.
—¡Mil rayos en la «santa-bárbara»! —gruñó el viejo capitán—. He aquí el viento que se nos va…
Y se puso a contemplar el horizonte.
—Y sin razón, y sin razón —continuó—. Trágueme el agua si todas las señales no son favorables; pero «El Ilustre Cántabro» está más pesado que si corriéramos el viento en una mar de miel… Por vida del demonio, esta mala facha de pasajero tiene la culpa; él nos espanta el viento: pese a Dios que si no se baja, esta noche se lo doy de cenar a los tiburones.
Juan, que buscaba fresco y aire sobre cubierta, sólo encontró sol y calma, y no sintió alivio, y entonces volvió a dirigirse a una escotilla y desapareció.
Por una casualidad, en el momento en que el capitán le perdía de vista, una ráfaga de viento fresco que venía rizando las olas, pasó sobre «El Ilustre Cántabro», haciendo tenderse sus lienzos y rechinar su vieja arboladura. Don Simeón Torrentes lanzó una exclamación, no de gusto, sino de ira.
—¡Por todas las tempestades del infierno! Ya está claro: ese condenado, que confunda Dios, ese pasajero que más parece un oso que un cristiano, y a quien en mala hora admití; ése, claro está, ése es el que espanta los vientos y el que en un descuido nos da un día fatal. Pero si se alborotan las aguas, lo juro por los regaños de mi abuelo, que le encajo al mar hasta que los tiburones den cuenta de él.
El viento siguió soplando hasta la tarde, en que volvió a aflojar completamente, en el momento en que Juan quiso llevar a la señora Magdalena sobre cubierta.
Entonces el capitán no estaba allí, y no pudo ver a Juan; pero debió notar el movimiento tardío de «El Ilustre Cántabro», porque a poco se apareció, dirigiendo una mirada inquieta a las velas que colgaban flojas e inmóviles: paseó después la vista en su derredor, y descubrió a Juan y a la señora Magdalena.
Su furor no conoció ya límites, porque para él Juan era el que le hacía mal al viento, el que lo espantaba; era, por consiguiente, el que causaba el retardo y el peligro con los piratas, si andaban cerca, como se decía.
Don Simeón se dirigió precipitadamente a Juan, que hablaba con la señora Magdalena, mirando al mar; llegó hasta donde ellos estaban sin que lo advirtiesen, y parándose detrás de ellos, exclamó, dando una tremenda patada que hubiera hundido la cubierta de otro buque menos acostumbrado a ellas que «El Ilustre Cántabro».
—¡Por vida de todos los diablos y demonios del infierno!…
Juan y su mujer se volvieron a verle espantados. El capitán, apretando los dientes y los puños, miraba al desollador moviendo al mismo tiempo la cabeza; Pedro Juan hubiera retrocedido si le hubiera sido posible.
—¡Hum!… —decía don Simeón, procurando contenerse.
—¿Pues qué mandabais? —preguntó haciendo un esfuerzo Juan.
—¡Mirad! —le contestó el capitán, tomándole de un brazo y mostrándole las velas casi inmóviles.
—¿Amenaza mal tiempo? —preguntó candorosamente Juan.
—Lo que amenaza es que os prohibo volver a poner un pie sobre cubierta mientras dure este viaje.
—¿A mí?
—Sí, a vos; o por el alma de todos los ahogados, os juro que os mando arrojar al mar si dejáis de obedecerme.
Juan palideció.
—¿Y por qué? —preguntó con energía la señora Magdalena.
—¿Por qué? ¿Y preguntáis eso, señora? ¡Con dos mil rayos! ¿No estáis viendo que el aire afloja y se va en cuanto este hombre se aparece por aquí?
—¡Pero eso es imposible! ¿Qué tiene que ver? —insistió la señora Magdalena.
—Vos sois la que nada tenéis que ver, señora, porque así entendéis vos de marina como yo de Papa. Éstas son cosas que no alcanzan las mujeres: idos a hacer calcetas por allá abajo, y llevaos a este hombre, si tanto os interesa, porque os aseguro, por el día en que me coman los tiburones, que no me contengo y os mando arrojar al agua, si no lo hacen antes de por sí los marineros.
—¡Dios nos ampare! —exclamó Juan.
—Pero ésta es una injusticia —dijo la señora Magdalena.
—¡Qué sabéis vos! Injusticia o no, el navío no anda y puede perderse, y yo soy responsable, y aquí sólo yo mando, y no más.
—Vámonos —dijo tristemente Juan, y tomando de la mano a la señora Magdalena, volvieron a bajar a su cámara.
Julia pasaba triste y silenciosa sus días; tenía fe en las promesas y en el amor de Antonio, y sin embargo, se había apoderado de su corazón una profunda melancolía, y no hacía otra cosa que llorar cuando estaba sola, y pensar en Brazo-de-acero cuando estaba delante de otras personas. Los bosques de la isla Española, las montañas que recorrían los cazadores, las callecitas tristes de la aldea de San Juan de Goave, todo, todo era para aquella pobre Julia un recuerdo dulcísimo, pero un puñal para su corazón.
Todos han hablado de eso que se llama ausencia, mal unos, bien otros, perfectamente otros, y sin embargo, nadie comprende su amargura si no la siente o la ha sentido alguna vez.
La ausencia de una persona amada, es indudablemente una de las especies más terribles de ese mal que ha convenido en llamarse nostalgia. Es la contrariedad del deseo con la fijeza de un recuerdo, la impotencia de la voluntad para apagar la memoria o para dominar al corazón; es un mal que no tiene más que dos remedios, pero que son casi un imposible: u olvidar o dejar de amar; esto es, recordar sin pasión, o dejar aquella pasión en el olvido: de esta lucha viene el desaliento, la tristeza, la misma muerte.
Julia se sentía desfallecer recordando la isla Española, donde se había criado; creía que cuando volviese a encontrar a Brazo-de-acero, en ninguna parte sería tan feliz como en la aldea de San Juan.
La pobre niña no había visto más que una faceta de ese brillante que se llama la vida, y creía, como todos los que comienzan a entrar en ella, que sólo por un lado destella.
Julia había visto al mundo por el agujero de una llave, y aún no lo entendía.
La señora Magdalena, en su segunda luna de miel, apenas hacía caso de su hija; en cuanto a Juan, miraba a Julia cada día con más ilusión, saboreando en su interior el día de su triunfo, que creía tan seguro como cercano.
El trato diario e íntimo no había hecho sino encender más y más la pasión y el deseo en el pecho de Juan. Cuando un hombre concibe un amor por una mujer y vive a su lado, si este amor no es correspondido, si lo ignora la misma que lo causa, entonces se convierte en una pasión volcánica y en un tormento infernal; un descuido, una casualidad, una ligera falta de precaución, hacen entrever a aquel desgraciado tesoros, para él infinitos, de gracia y de placeres, que por lo mismo que le parecen imposibles de obtener, son el incentivo más poderoso de aquella pasión.
Así había sucedido con Pedro Juan, aunque él alimentaba la esperanza de que por fuerza, o de grado, aquella mujer debía ser suya, y en su cerebro comenzaba ya a germinar la idea de acortar el plazo y precipitar el desenlace.
El Oso-rico luchaba con ese pensamiento, que no lo dejaba tranquilo un solo instante, aumentando así el malestar que sentía en «El Ilustre Cántabro»; por eso buscaba aire sobre cubierta, por eso sentía que se ahogaba en la cámara.
Cuando Pedro Juan y la señora Magdalena volvieron al lado de Julia, ésta fingió dormir porque no turbasen sus meditaciones, porque pensaba en Antonio, que debía estar muy lejos y expuesto sin duda a grandes peligros.
El desollador, a pesar de que nada se había atrevido a decir al capitán, estaba furioso, y su mujer procuraba calmarlo.
—¡Esto es inaudito —decía Juan— prohibirle a uno que paga su dinero, sí, su dinero, para venir cómodo, prohibirle que suba a tomar el aire! ¡Infame sayón!
—Cálmate —contestaba la señora Magdalena— cálmate, que ésas son preocupaciones de los marinos españoles…
—Mira ¿volvemos a lo de los españoles? ¿Tú no recuerdas que yo también soy español?
—No, no lo digo por desagradarte; tú eres mi marido, y ¿qué podré yo decir contra ti? Pero tú ves el trato tan brusco de ese español…
—¡Y toma con lo español! Eso no lo hace por español, que lo mismo diría cualquier francés…
—No, Juan, no; mis paisanos son otra cosa…
—¿Cuánto vamos apostando a que este sayón resulta francés?
—Dejemos eso, hijo mío, que sea cual fuere su nación, a mí me ha indignado lo que ha hecho contigo; pero ten calma, al fin serán pocos días.
—Sí, pocos días, quince cuando menos, o sabe Dios…
—Es cierto…
—Si estos capitanes de los navíos son unos tiranos que nos tratan a los hombres de tierra como carga, peor: como negros.
—¡Eso es infame!
—¿Sí? pero lo que soy yo, no lo he de obedecer así no más, que no es el rey de España, y de subir tengo a la cubierta, mal que le pese, y si mucho me hace, hasta la cofa, o como se llame…
—¡Dios nos ampare!
—Dentro de un momento vuelvo.
—Haz lo que quieras; pero procura tener prudencia, y que no te vea, siquiera para evitar un disgusto.
—Bueno, bueno; ya veremos.
Algo más calmado de ánimo, aunque más agitado por el mal de mar, Pedro Juan procuró descansar un momento; se recostó y procuró dormirse, pero le fue imposible. La noche había cerrado, y él no encontraba postura cómoda.
Levantóse violentamente y como con rabia, trepó la escalera y volvió a encontrarse sobre cubierta; el viento fresco de la noche refrescó su frente, y se sintió mejor.
No parecía por allí el furibundo don Simeón, y las velas no se aflojaron.
Así pasó largo tiempo sumido en profundas meditaciones; acababa de ver uno de los piecesitos de Julia, y aquel pie pasaba y repasaba ante sus ojos, iluminado por un resplandor diabólico, y lo miraba en el aire, en las sombras del firmamento y en el negro fondo del océano.
Sacudía la cabeza para ahuyentar aquella tentación; pero el piececito se multiplicaba, y Pedro Juan se lamía los labios como el lebrel que mira destasar una pieza de caza.
En estos momentos, rompiendo el aire, llegó hasta los moradores de «El Ilustre Cántabro» el eco sonoro del primer cañonazo de las señales de la escuadra.
Como era natural, casi instintivamente, como una sombra evocada por un conjuro, apareció el terrible capitán seguido de varios marinos.
Hablaban y juraban, sin poner atención en Juan, que escuchaba espantado aquella conversación, que se hacía más y más animada a medida que las señales eran más alarmantes y que se vieron desaparecer las luces de popa de los navíos.
«El Ilustre Cántabro» cubrió también su farol.
—¡Por todo el infierno! —decía el capitán— esto se pone serio. ¡Mal rayo!… y quizá vamos a tener combate, y «El Ilustre Cántabro» tendrá que mantenerse a la capa, porque no tiene ni una mala boca de fuego.
Las señales seguían, y la escuadra comenzaba a maniobrar formando la línea de combate.
El viento trajo hasta el capitán el toque de zafarrancho de combate.
—¡Doscientas mil centellas! ¡Zafarrancho, zafarrancho de combate! ¡Ahora sí fue de veras!…
Y como un loco se dirigió casualmente al lugar en que estaba Pedro Juan escuchando.
—¡Ah! —exclamó al verle— sois vos, sois vos; con razón sucede todo esto, si estáis aquí; habíais de hacer de mal ojo: voy a mandaros arrojar al mar ahora mismo.
Y se volvió para llamar a un marinero.
Pedro Juan comprendió que sería capaz en aquel momento de hacer lo que decía, y a pesar de su torpeza, se escurrió por una escotilla.
Cuando el capitán volvió el rostro a buscarle, había desaparecido, y quizá hubiera seguido en su persecución si los cañonazos de señal no hubieran llamado su atención.
—El enemigo ciñe a babor —exclamó— es necesario estar listo.
Y comenzó a disponer la maniobra para el caso de peligro.
XII. El combate y la tempestad
Al escuchar el almirante de la armada la señal de que el enemigo viraba de bordo, y después que ceñía a babor, comprendió que trataban los piratas de dar un ataque, y como apenas conocía las naves con que ellos podían contar y su número, determinó violentamente prepararse, y dio orden de formar una pronta línea de combate sobre la columna que marchaba a sotavento.
Esta operación, según la táctica de marina, es semejante a lo que los soldados llaman pronta maniobra. La vanguardia de la escuadra se pone en facha, y el centro y la columna de barlovento arriban y se ponen también en facha hasta que llegue la de sotavento y quede establecida la línea; pero cada embarcación, si la línea es pronta, procura tomar un lugar, sin atender a que otros queden atrás, y abriéndoles paso para la colocación si llegaren a tiempo.
Pero esta maniobra sólo se ejecuta en momentos supremos, y cuando el peligro es inminente y no da el tiempo preciso para establecer otro orden en la línea de combate.
El nombre que los piratas habían llegado a adquirir por sus hazañas fabulosas de valor y de arrojo, hacía a los almirantes tomar toda clase de precauciones con aquellos hombres, que se habían convertido ya en una verdadera potencia marítima.
El toque de zafarrancho seguía sonando, y los preparativos para el combate se hacían con la mayor precipitación. La tropa y los hombres de mar se habían dividido en grupos, y se había dado a cada uno su colocación. Diez artilleros para los cañones de 36, nueve para los de 18, siete para los de 12. El segundo piloto con dos hombres estaba listo en la «santa bárbara».
El primero, en el alcázar rodeado de pilotines y meritorios para atender al timón, banderas y faroles; los grumetes y los criados, unos esperando en grupos para retirar muertos y heridos, y otros encartuchando en el pañol de la pólvora y conduciendo municiones hasta la boca de la escotilla; los contramaestres en el castillo y en el alcázar con sus gentes.
Entretanto, los hombres destinados a dar o a rechazar el abordaje, formaban tres trozos, recibiendo con un silencio sombrío y aterrador, los unos, fusiles, pistolas, sables, granadas de mano, frascos de fuego; los otros, chuzos, arpeos, o chicotes de gancho y hachas.
Todo era movimiento, pero todo en silencio.
Se hacían parapetos, se zafaba, se destrincaba y se ponía en batalla la artillería; se municionaban las chilleras y se formaban depósitos de balas, palanquetas y metralla.
Todo estaba listo; el plan general del combate arreglado, y en cada punto, en el alcázar, en el castillo, en toldilla y baterías, fijadas tarjetas de pergamino que contenían la parte correspondiente a los que allí servían.
El comandante del «Santa María de la Victoria» pasaba su visita de ordenanza, y luego el capellán, en medio del más religioso silencio, bendijo a aquellos hombres que iban a combatir, y les dio la absolución. Acto continuo, los comandantes de los puntos levantaron la voz intimando la pena de muerte al que se portase con cobardía, abandonase su puesto o desobedeciese. Cerróse la escotilla del pañol de pólvora, y todos quedaron como estatuas, silenciosos e inmóviles, esperando el momento del combate.
Antonio había sido destinado al castillo con el segundo capitán. Aunque Antonio era hombre de un valor a toda prueba, sin embargo, aquellos preparativos no podían menos de emocionarle. Conocía el carácter de hierro y la indomable voluntad de los piratas, contemplaba el orden y la decisión de los marinos españoles y veía sus elementos, y por todo podía inferir que un abordaje dado por cualquiera de los dos, debía ser una cosa terrible.
Con los ojos fijos en el horizonte y procurando penetrar con la vista entre las sombras que le envolvían, Brazo-de-acero esperaba el momento en que sonara el primer cañonazo, seguro de que ciego por el ardor del combate, arremetería quizá contra los mismos soldados de Morgan, sus compañeros, si un rayo de reflexión y de prudencia no venía en su ayuda.
Los navíos de la armada española habían puesto por contraseña una cruz hecha con dos bota-varas, que llevaba en cada extremo un farol. Así se distinguía la línea de combate como una constelación en medio de la noche. Los cazadores no habían vuelto a dar señal ninguna.
Antonio seguía observando, y de repente vio brillar un relámpago, sonó un cañonazo a corta distancia, y un proyectil pasó entre la arboladura del «Santa María de la Victoria», rompiendo la driza de la bandera y causando algunas averías.
Casi en el mismo instante el navío se estremeció, y llamas, y humo, y proyectiles, brotaron de uno de los costados. Era que los marinos españoles contestaban al saludo de los piratas.
Aquello parecía el principio de un gran combate naval: los piratas contestaban el fuego de los españoles, y casi toda la línea había comenzado ya a hacer fuego.
El día iba asomando entre nubes de humo, y a cada momento la claridad de la mañana eclipsaba más y más el rojizo resplandor de las bocas de fuego.
La caída bandera del «Santa María de la Victoria» había vuelto a izarse entre el estampido de los cañonazos.
La luz del día animaba a los tímidos: no hay peligro que espante más que aquel que se siente en lo desconocido; nada hay más pavoroso que un combate en la obscuridad; nada hay más triste que la idea de recibir la muerte entre las sombras; es como morir lejos de los amigos y de la familia, dejar la luz sin haberle dado un eterno adiós.
Muchos que desafían la muerte cuando el sol está sobre el horizonte, tiemblan de encontrarla cuando la noche cubre la tierra con su manto: es el horror que siente el alma a todo lo que no es luz, a todo lo que es desconocido; es la tendencia del espíritu a la verdad y a la claridad, aun cuando en ellas venga la muerte y el no ser; es que quiere ver, aunque vea que nada va a ver; es que hasta la muerte la quiere recibir envuelta en la vida que es la luz.
Había amanecido, pero el día estaba siniestro; el mar estaba tranquilo como si se hubiera congelado de repente: ni una ráfaga de viento en la atmósfera, ni una nube en el firmamento; calma, calma repentina, mortal; nada se movía ni en el espacio ni en el firmamento.
El sol con su aparente movimiento avanzaba, lanzando en su luz torrentes de fuego. Colgaban de los mástiles, lánguidos e inmóviles, los estandartes, las banderas y los gallardetes. Las velas desfallecidas se embarraban entre la jarcia, dibujándose en ellas, como las venas en la piel de un gigante, los cables y las drisas.
El humo de los cañones flotaba como una nube de algodón sujeta a los navíos sin desprenderse de ellos, y apenas en tardas y pesadas espirales se disipaba de una manera casi insensible.
Las dos armadas enemigas habían quedado a tiro de cañón y como clavadas en el océano.
Aquello podía llamarse encallar en las olas; no eran los navíos los que habían ido a dar sobre un banco de arena; era el mar que los había aprisionado, como el amigo que muere estrechando la mano de un amigo; la muerte enfría aquella mano, la da su rigidez, y aquella mano ya no se abre, y la otra queda aprisionada.
Pero las dos armadas comprendieron que existía para ellas un peligro mayor que el de un combate con los hombres, la lucha con los elementos, porque aquéllos eran presagios de una tempestad. Tras de la tempestad viene la calma, dicen los poetas; pero los marinos dejan decir a los poetas lo que quieran, y saben que la calma es anuncio de la tormenta.
La naturaleza se reconcentra para entrar en esa que para nosotros, débiles y pequeños, es una lucha; llama a sus vientos, y a sus aguas, y a su electricidad, como el general que reconcentra sus fuerzas para emprender el asalto: así se comprende esa calma.
El azul del cielo era oscuro y profundo, el mar estaba verde y trasparente, los horizontes se desvanecían en una ligera tinta naranjada. Todas las miradas sondeaban el espacio; el fuego de los cañones seguía como maquinalmente.
En aquellos momentos, como por una común inspiración, como siguiendo las órdenes de un solo almirante, piratas y españoles comenzaron la maniobra más activa. Velas, juanetes, rizos, todo bajaba, todo se arriaba; parecía que el lienzo más pequeño entre la arboladura era una amenaza de muerte; parecía que las dos escuadras habían recibido orden para correr un temporal a palo seco.
Los últimos girones de lienzo se recogían en los navíos, cuando una ráfaga de viento fresco y ligero cruzó como arrastrándose sobre la superficie de la mar. Como una golondrina que vuela sobre un lago tocando el espejo de las aguas.
Aquello era un explorador, un heraldo de la tormenta.
Las aguas saludaron su venida, y el mar pareció hervir, y millones de olas pequeñísimas y coronadas de espuma blanca y ligera saltaron por todas partes, produciendo, más que un rugido, un murmullo, que fue propagándose a lo lejos, hasta formar un terrible y sordo rumor.
El horizonte comenzó, por decirlo así, a condensarse: no era una tempestad que avanzaba; era la tormenta que se formaba allí, allí mismo. Estamos acostumbrados a ver que las tempestades vienen ¿pero dónde se forman?, ¿cómo?
Terribles creaciones, a cuyos misterios sólo asisten los hombres que viven en las montañas, o los que pasan su existencia en el océano. El viento se adivinaba, se veía, se sentía llegar, porque había en la naturaleza un estremecimiento de pavor.
¿Y qué se estremecía?
No el mar tranquilo, no los buques, no los hombres.
¿Pues qué?
Ese algo desconocido que se comprende y no se explica; ese espíritu universal, eso que se llama naturaleza, eso que nadie sabe lo que es, pero que todo el mundo concibe sin poderlo explicar, sin poder siquiera designarlo con un nombre.
Por fin llegó el viento, y las jarcias lanzaron un gemido al sentirlo pasar, y todas las cuerdas se quejaban, silbaban, aullaban en diversos tonos, pero de una manera tan pavorosa, como si lloraran, como si sintieran, como si anunciaran el peligro y la muerte; era un concierto triste.
Donde quiera que había una cuerda o una hendidura entre las tablas, de allí salía un gemido.
¿Quién no ha oído gemir al viento? Y ¿quién ha oído en su vida otra cosa más triste y que más comprima el corazón, que estos gemidos, que se prolongan como el grito supremo de agonía de un ser débil y desgraciado?
La lucha con los elementos iba a comenzar, y el combate entre los hombres había cesado. El sol palideció y se eclipsó, velado por un vapor amarillento, y luego aquel vapor, condensándose, tornóse en nubes, pero sombrías, pesadas, con formas caprichosas, con colores diversos, con perfiles más o menos luminosos, que las hacían aparecer separadas unas de otras como un rebaño de ovejas gigantescas y cubiertas de cieno.
Allí, en aquel cielo, había todos los matices que entristecen, desde el color sepia hasta el color del torbellino, que nadie define ni imita. Se adivinaba en aquellas nubes encerrado un diluvio de agua, y el rayo con sus giros caprichosos, y todo próximo a desprenderse sobre el océano, que levantaba sus gigantes olas desafiando o enamorando a la tempestad.
Aquella masa inmensa y pesada de nubes, que casi no podía ni flotar en la atmósfera, comenzaba ya a arrastrarse sobre las olas; la tempestad no se desprendía de las alturas, bajaba al mar compacta y aterradora, y para moverla era preciso el soplo gigantesco del huracán, que movía y jugaba con los poderosos navíos de guerra como hubiera podido hacerlo con la hoja de un árbol.
Las dos escuadras estaban en medio de la tormenta; la obscuridad era completa, densas columnas de vapor atravesaban entre las jarcias y los palos, impulsadas violentamente por el huracán; todo estaba mojado, y sin embargo, no pasaba eso que se llama llover, pero las naves sufrían una inmersión en las nubes.
Relámpagos ardientes y continuados brillaban por todas partes; pero no se sabía si el rayo subía o bajaba, ni se sabía más sino que había una tempestad, y retumbaban las descargas de la electricidad como si dos mundos se estuvieran batiendo con una artillería fabulosa.
El mar tomaba su parte en aquel desorden de la naturaleza. Olas inmensas se levantaban y corrían, y se chocaban y azotaban los costados de los navíos, y pasaban sobre los puentes, y hacían gemir los aparejos y estremecer a las tripulaciones.
Casi se había perdido la esperanza.
Todos los agujeros que daban al mar se habían tapado; el timón y las velas eran cosas inútiles; la maniobra hubiera sido una fatuidad, y abandonados casi al destino, los navíos, sin más defensa que su propia ligereza, saltaban entre las olas, ora cubiertos de agua y de espuma, ora como el fantástico remate de una ola inmensa, llevando a sus oficiales, y a sus marinos y a sus soldados, como una porción de hormigas que sorprendidas por una corriente se aferran al trozo de una caña seca que flota en el río.
Los buques españoles y los de los piratas, sin orden ni concierto, sin precaución, pasaban unos entre los otros sin conocerse, sin verse algunas veces, y casi rozándose.
Dios había mandado allí la paz con el peligro.
«El Ilustre Cántabro» zozobraba, zozobraba. Habían picado ya los palos, y el viejo casco amenazaba, de un momento a otro, con abrirse y depositar para siempre su carga en el seno del océano.
El capitán ya no juraba. Pedro Juan había llegado al embrutecimiento. La señora Magdalena y Julia procuraban rezar.
XIII. La primera presa
Agitándose unas veces espantosamente y sosegándose otras, aquella tempestad duró casi veinticuatro horas.
A la mañana siguiente, el sol que asomaba por el oriente, alumbró una mar tranquila y un cielo puro y trasparente; pero no más. La escuadra había sido completamente dispersada, y cada navío no podía descubrir en el ancho y dilatado horizonte más que cielo y agua; ni una vela, ni un puerto, nada, nada; agua y cielo, las ondas y el firmamento.
Uno de los navíos, sin embargo, pudo alcanzar algo más en lontananza; era el «Santa María de la Victoria», y su capitán, explorando el mar, distinguió en aquella inmensa extensión algo que flotaba, algo que no parecía un buque, y que sin embargo, no podía ser otra cosa.
Aquel objeto estaba en la ruta del «Santa María»; el viento soplaba fresco y favorable, y las proporciones de aquello que causaba la curiosidad de la tripulación iban aumentando, hasta poderse distinguir perfectamente.
—Es un navío —gritó uno de los marineros.
—Que ha perdido su arboladura —contestó Antonio, que miraba también.
—¿Habrá perecido la gente?
—No; ya se mira mover algo sobre cubierta…
—Hacen señas…
—Piden socorro.
—Mirad; en una bota-vara levantan una bandera…
Estaban ya cerca de aquella pobre embarcación.
—¡Ah!, ¡ah! —dijo Antonio— un hombre sobre cubierta, con una bocina; va a hablar.
—¡Silencio! —dijo un oficial.
El hombre de la bocina la llevó a sus labios y gritó:
—¡Socorro! ¡Socorro!
—Ea, muchachos —dijo el capitán— a botar las lanchas al mar, a recoger esos hombres.
En un instante los botes se echaron a flote, y del navío que pedía socorro, también se botó una lancha; Antonio quedó en el «Santa María».
Poco después, tres lanchas cargadas de gente, volvían a tocar los costados del buque de guerra sin haber dejado en el otro ni un ser viviente. Todos fueron recibidos en el «Santa María», y como si sólo esto hubiera esperado, el viejo y desarbolado casco comenzó a hundirse y a crujir, dio luego rápidamente dos vueltas, y desapareció en el abismo, dejando no más sobre la superficie del mar un gran espacio en que el agua hirvió arremolinándose.
Después todo había terminado.
Aquél había sido el trágico fin de «El Ilustre Cántabro».
Antonio Brazo-de-acero ayudaba a recibir a bordo del «Santa María» a la tripulación del perdido buque. El capitán, el contramaestre, el piloto, los marineros, todos se habían salvado; pero entre aquella gente venían dos señoras.
Antonio las miró comenzar a subir la escala y sintió que su corazón daba un vuelco. Creyó reconocer a Julia y a la señora Magdalena. Entonces su espíritu desfalleció considerando el peligro que habían corrido.
Julia subía la primera, y Antonio se adelantó a recibirla: la joven llegaba preocupada aún y no alzó el rostro sino hasta que sintió que la tomaban de la cintura; reconoció a Brazo-de-acero y lanzó un grito que no podía saberse si era de espanto o de alegría.
Antonio procuró arrastrar violentamente a Julia lejos de allí, mientras otro marinero recibía a la señora Magdalena.
—Silencio, por Dios, Julia —le dijo por lo bajo Antonio.
—¿Qué sucede, hija mía? —dijo llegando precipitadamente la señora Magdalena—. ¿Te ha sucedido algo?
Brazo-de-acero se apartó con disimulo como para ir a recibir a otros náufragos.
—No, madre mía —contestó Julia aparentando tranquilizarse— la alegría de verme aquí me hizo lanzar un grito de júbilo.
—¡Bendito sea Dios que nos ha salvado! —dijo Pedro Juan llegando hasta donde estaban las dos señoras.
Julia seguía inquieta con la vista a Brazo-de-acero, y su mente se perdía en un mar de conjeturas. Ella sabía que su amante se había enganchado con los piratas, con el mismo Juan Morgan. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Habría caído prisionero en el combate?
¿Habría venido, como ella, a refugiarse al buque español por haber perdido el suyo en la tormenta? ¿Sería quizás aquel un navío de los piratas, adonde sin saber y obligados por la necesidad, habían venido solos a entregarse?
Julia no sabía qué pensar; pero esta última idea fue la que más le impresionó; casi sin poderse contener preguntó a Juan:
—¿Qué navío es este?
—De guerra español —contestó con cierto orgullo de nacionalidad el Oso-rico— pero voy a preguntar cómo se llama.
Apartóse Juan con un oficial, y luego volvió pavoneándose a decir:
—Navío de guerra de S. M. católica el rey de España (q. D. g.), llamado el «Santa María de la Victoria», por una especial que alcanzó contra los holandeses, con cuarenta cañones por banda y doscientos hombres de guerra, terror de holandeses y piratas y guarda del comercio de las Indias occidentales.
Pedro Juan se descubrió con fatuidad al dar esta pomposa relación, y la señora Magdalena le hizo una corta reverencia.
—Ya veréis, queridas —continuó el Oso-rico— que S. M. católica tiene tan soberbia marina como la cristiana soberanía del rey de Francia, y que las armas de la monarquía española lucen con orgullo en estas zonas, llevadas por tales bajeles.
El Oso-rico mostró a las dos mujeres la bandera amarilla y encarnada que flameaba con los frescos vientos de la mañana.
Julia sintió crecer sus dudas, y quiso, sin embargo, salir de ellas.
—¿Y qué sucedería con los piratas? —preguntó.
—Esa misma duda tuve —contestó Juan— y la misma pregunta hice a un oficial; pero me contestó que apenas comenzaba el cañoneo, la tormenta dispersó las escuadras, y no se sabe qué navíos, de una u otra, habrán perecido. El único que han encontrado es el nuestro.
Entonces Julia conoció que Brazo-de-acero no había sido recogido por los españoles. ¿Qué hacía, pues, en aquel navío? ¿La habría engañado?
No; hubiera preferido cualquiera otra cosa a saber que Antonio se había burlado de ella. La duda la mataba, y determinó hablar, a cualquier costa, con su amante.
Antonio por su parte, no deseaba otra cosa que hablar a Julia, y acechaba una oportunidad; pero era casi esperar un imposible. La severa disciplina de los buques de guerra dejaba a Brazo-de-acero sin libertad, y la señora Magdalena y Pedro Juan, al verse en medio de tantos soldados y marineros, no se separaban de Julia un solo instante.
El celo del enamorado por una parte, y el amor de la madre por otra, unidos a la disciplina, levantaban una muralla entre Brazo-de-acero y Julia.
Los ojos hablaban, pero los ojos de los enamorados no tienen más que una sola frase:
—¡Te adoro!
Fuera de ahí nada saben y cuando quieren decir algo, no dicen lo que desean, no más:
—Te amo.
Es un vocabulario muy reducido el de los ojos; en cambio hay palabras que valen por todo un idioma, y los ojos del hombre y de la mujer que se aman, tienen esa frase.
Toda diligencia era, pues, inútil, y los amantes se contentaron sólo con mirarse, procurando siempre Antonio huir de Pedro Juan y de la señora Magdalena, que podían fácilmente haberle reconocido.
El navío «Santa María de la Victoria» estaba enteramente separado de la flota y casi perdido de rumbo; pero por las instrucciones del almirante, en caso de temporal o dispersión, la isla de Cuba debía ser el punto de reunión, caso de que no pudiese algún buque incorporarse a la escuadra en la navegación.
El capitán se dirigió al Poniente; no conocía aquel mar y necesitaba orientarse: los libros y las noticias no dan nunca la seguridad y el acierto si no los acompaña la práctica.
El viento sopló favorable, y el navío parecía volar; así se pasó la mañana. Por la tarde el viento se aflojó y los trapos comenzaron a colgarse. Aquello era un peligro; porque quizá los piratas andaban cerca, y, separada aquella embarcación de la armada, corría el riesgo de caer prisionera.
El capitán contemplaba con ansia febril la bandera, que apenas se movía, y el horizonte, que permanecía puro.
Antonio comprendió lo que pasaba en aquel cerebro, y como su misión era ganarse la confianza del jefe, se acercó a él respetuosamente:
—Señor.
—¿Qué se ofrece? —dijo con orgullo el capitán.
—¿Me da vuesa merced permiso de decir una cosa?
—Di y vete.
—Señor, conozco este mar…
—Bien ¿y qué?
—Señor, el viento afloja, y quizá por algunos días; anuncia calma.
—Ya lo veo ¿y qué con eso?
—En este tiempo hay una corriente por este rumbo que lleva el rumbo a Cuba.
—¿Por qué rumbo?
—Por el mismo que llevamos; procurando granjear hasta encontrarla, a su favor iremos bien.
—¿Podrías buscarla?
—Sí, señor.
—Vamos a la maniobra.
La suerte parecía favorecer a Brazo-de-acero; el navío caminaba apenas, y el astuto cazador tenía la vista fija en las movedizas aguas. Así permaneció una hora, y de repente exclamó:
—¡Ahí está!
—¿A dónde? —preguntó el capitán, que estaba a su lado.
—¡Mirad, señor! —contestó Antonio, mostrándole un punto cercano en el mar.
—¡En efecto! —exclamó el capitán— una corriente favorable.
Y era la verdad: en medio de la mar podían distinguir, unos ojos de marino, una superficie más tersa y más llana, en donde el agua tenía un color azulado y claro. Era una corriente; sus bordes o veriles se marcaban por una línea formada por un borbotón y que algunas veces parecía hervir. El alga del golfo era abundante fuera de aquellos bordes, y escasa por dentro.
Todas las señales que tenían los marinos para conocer una corriente, estaban allí, y el navío la ganó muy pronto. A favor de la corriente el navío avanzaba con rapidez.
De repente se dio la señal de tierra, y, al mismo tiempo, de una pequeña isleta que estaba ya a la vista, se desprendió una ligera embarcación, mientras que algunas velas se avistaron a lo lejos.
—¿Qué isla es esa? —preguntó el capitán a Brazo-de-acero, de quien había llegado a tener confianza—. ¿Será las Hormigas, o los Cayos de Morante?
—Señor, es la Navaza.
—¿Y esas velas parecen enemigas?
—Son los piratas —dijo Antonio.
Aquellas palabras cayeron como un rayo en medio de la tripulación.
La situación era crítica; virar de bordo era imposible; aquel navío tan pesado nada podía hacer si le daban caza los piratas; acercarse a la isla era imposible sabiendo qué isla era aquélla: el capitán conoció que sólo por la costa del oeste podía fondear a media milla; pero allí el desembarco era muy difícil, porque la brisa levanta mucha marejada: además, hubiera sido vergonzoso huir un combate que la suerte hacía casi inevitable.
Las velas se acercaban y crecían, y estaban ya a tiro de cañón. En el «Santa María» todo estaba listo para el combate.
Antonio reconoció el buque que montaba Brodeli: de allí se desprendió un bote que llegó a tocar los costados del buque de guerra español; dos vogas y un oficial era todo lo que pudo descubrirse en su interior; por eso se le dejó acercar.
El oficial pirata hizo seña, y bajó la escala por la que él subió resueltamente.
El capitán salió a su encuentro.
—Brodeli, vicealmirante del gran Morgan —dijo el pirata con altivez— a ti, comandante de este buque de guerra español, te intima rendición, y te propone que le entregues el navío y cuanto en él se contenga, garantizando tu libertad y vida y la de todos los tuyos.
—Contéstale a ese tu jefe —dijo con majestuosa calma el capitán— que los marinos que sirven al rey mi señor, no saben qué quiere decir eso de rendirse; que los españoles no capitulamos con los piratas, y que de nuestras vidas y libertad puede disponer a su antojo si llegamos a ser sus prisioneros: su majestad nos permite morir en su servicio, pero nunca perder la honra en el nuestro. Anda, y di lo que has oído.
El pirata sin saludar, giró sobre sus talones, tomó la escala, descendió a su bote y volvió al navío de Morgan.
Un momento después, una nubecilla de humo se levantó de una de las portas del buque pirata, y una bala vino a clavarse en uno de los costados del «Santa María de la Victoria».
Era la señal para comenzar el combate.
Los piratas estaban resueltos a apoderarse de la presa, y el español a defenderla a costa de su vida. Aquello no fue lo que esperaba el capitán del «Santa María de la Victoria», que fiaba en sus cañones y en la pericia de sus artilleros, y que creía echar a pique o desarbolar en un momento los buques de sus enemigos.
No se disipaba aún el humo de la primera andanada, y los piratas abordaban por la proa al navío español.
Más que hombres, los piratas parecían una jauría de perros rabiosos; armados casi todos de hachas y de puñales, subían por la proa y se arrojaban sobre los españoles, que se defendían bizarramente; la cubierta estaba regada de muertos, las puertas de las escotillas, hechas pedazos, chorreaban sangre, y el capitán con la cabeza hendida de un hachazo, yacía en el alcázar.
Los piratas eran dueños del «Santa María de la Victoria». Media hora de combate les había dado el triunfo y la primera presa…
Brodeli, el vicealmirante de Juan Morgan, había sido el primero en tomar parte en el abordaje, y con el pelo en desorden, cubierto de sangre el traje, y llevando un ancho sable en la mano derecha y una pistola en la izquierda, bajó a la cámara, seguido de un grupo de los suyos.
Julia, la señora Magdalena y Pedro Juan de Borica se habían refugiado allí. El desollador temblaba, y las dos señoras lloraban y rezaban. Los piratas forzaron la entrada, y Brodeli se precipitó sobre las dos mujeres.
Aquello era para él botín de guerra; las mujeres eran de quien las tomaba, a menos que quisiesen cederlas a la compañía. La belleza de Julia impresionó al vicealmirante, a pesar de la excitación rabiosa en que se encontraba; era una presa que no tenía obligación de dividir con nadie.
Púsose en el cinto la pistola, y tendió su mano para tomar la de Julia, que le miraba absorta de pavor, cuando un hombre se interpuso violentamente entre el pirata y la joven, exclamando:
—¡Perdón, señor! pero esta mujer me pertenece.
Brodeli alzó admirado el rostro, procurando adivinar quién era el atrevido que así se oponía a su voluntad; por el momento no pudo reconocerlo, y dio un paso atrás levantando el sable.
—Cuidado, señor —dijo el hombre— no hagáis armas contra mí, porque puede costaros muy caro.
—¿Pues quién eres? —preguntó el vicealmirante, sorprendido de aquella audacia y de aquella sangre fría.
—Antonio Brazo-de-acero —contestó el hombre.
Brodeli bajó su arma y rechinó los dientes.
—¿Y por qué es tuya esta mujer?
—Porque es la mía, que hice embarcar en la Española; el almirante me mandó venir en los buques españoles, por eso ella viene aquí: si no hubiera sido por esa orden, ella vendría en uno de nuestros navíos.
—¿Pero a dónde llevas a esa mujer?
—A Santa Catalina o a la Tortuga, que deben ser en lo de adelante nuestra residencia, estoy en mi derecho, sirvo bien, no falto a mi contrato, y tengo derecho de ser respetado ¿es cierto, compañeros? —agregó dirigiéndose a los demás piratas, que miraban asombrados aquella escena inesperada.
—Es verdad, tiene razón —dijeron todos.
Brodeli se mordió los labios hasta hacerse sangre, y procuró disimular.
—¿Y esa otra mujer? Supongo que no será tuya también, y podremos disponer de ella.
La señora Magdalena se puso pálida; temió que no le alcanzara la defensa de Brazo-de-acero.
—Esa mujer —dijo Antonio con gravedad— es la madre de la mía, como ese hombre es su marido; estas tres personas son mi familia, sagrada para todos mis jefes y mis compañeros, y si hubiese alguno que se atreviese a faltarles en lo más pequeño, todos los compañeros saldrían en su defensa, y ese hombre moriría, aun cuando fuese el mismo almirante. Así son nuestras leyes; la familia y la honra de uno de nosotros es la de todos, porque si hoy se hiciera una vileza conmigo y los demás la vieran cometer impasibles, mañana ellos serían víctimas, y todos los vínculos se romperían entre nosotros ¿es verdad, compañeros?
—Sí, sí —gritaron los piratas.
Brodeli lanzó una especie de bufido de rabia, y salió seguido de los piratas.
En la cámara, Brazo-de-acero quedó solo con Julia, la señora Magdalena y Pedro Juan.
—Sois todo un hombre —dijo Juan estrechando la mano de Antonio.
—¡Gracias, gracias! —exclamó llorando la señora Magdalena.
Julia, aprovechando un momento en que no la observaban, puso sus labios sobre la mano de Brazo-de-acero, diciendo muy bajo:
—Eres un ángel, Antonio… te adoro.
Antonio se estremeció de placer.
Entretanto se oían los gritos de los prisioneros, la algazara de los piratas y la voz del vicealmirante que comenzaba a ordenar algo de la maniobra.
—Oídme —dijo Antonio— antes de que vengan aquí otra vez es preciso hablar; aun no estamos salvados; quizá dentro de un momento, embriagados por el triunfo y por el aguardiente que hayan encontrado en el navío, venga a insistir en sus pretensiones el vicealmirante; pero yo os defenderé a costa de mi vida. Julia debe pasar por mi mujer; el navío se dirigirá ahora a Santa Catalina; es una isla que Morgan ha elegido para su cuartel general: llegando allí, con el favor de Dios, espero poder proteger vuestra salida para México, adonde estaréis tranquilos.
—¿Y tú? —dijo imprudentemente Julia.
—Yo —contestó Antonio— te seguiré cuanto antes.
La señora Magdalena estaba tan acobardada, que no puso atención en este diálogo entre Julia y Antonio.
—Júramelo —dijo Julia procurando que su madre no lo oyera.
—Te lo juro; ten confianza en mí —contestó el joven— y la mano de la doncella estrechó con emoción la suya.
El buque crujió y comenzó a navegar.
XIV. Puerto Príncipe
Como un toro reprisionado y rodeado de lebreles, navegaba el navío de guerra español rodeado de las embarcaciones de los piratas.
Aquella hazaña había enorgullecido de tal manera a los soldados de Juan Morgan, que no temían ya encontrarse con el resto de la armada española.
Se dirigían en busca de la pequeña isla que llamaban de Santa Catalina, inmediata a la de Cuba, con objeto de unirse al almirante.
Al siguiente día del combate, se descubrieron en el horizonte unas velas. Brodeli se disponía a luchar si eran españoles de guerra, o a dar caza si eran mercantes; todo estaba ya listo, cuando se reconoció la pequeña armada que había quedado al mando del almirante Morgan.
Muy pronto los navíos estuvieron cerca, y Morgan, instruido de lo que había acontecido, dio orden de seguir sus aguas y dirigirse a Puerto Príncipe.
Entre aquellos hombres, los jefes daban la razón de todas sus disposiciones, y muy pronto hasta los simples marineros estuvieron al tanto de que la villa de Puerto Príncipe había sido escogida por los jefes para dar un asalto, valiéndole esta preferencia la consideración de que sus habitantes eran ricos porque no habrían sufrido ningún saqueo.
Merced a la energía de Antonio y a las grandes consideraciones que Morgan le guardaba, y a su ascendiente sobre muchos de los soldados que habían sido cazadores en la Española, Julia, Pedro Juan y la señora Magdalena nada habían tenido que sufrir; seguían con Brazo-de-acero, que formaba parte de la tripulación del prisionero navío español.
Morgan había declarado almirante a este navío y lo mandaba en persona, de manera que la situación de Julia y de su familia había mejorado notablemente. Sin embargo, Julia no había sido vista por el almirante, que sabía sólo que iba en aquel navío la familia de Antonio; pero el vicealmirante Brodeli guardaba en su pecho el rencor contra Brazo-de-acero, que le había arrebatado a la que él consideraba ya como su presa, y sólo esperaba un momento favorable para perderlo.
Una imprudencia patriótica del Oso-rico se la presentó.
Se avistaban ya las costas de Puerto Príncipe; entre los piratas comenzó la ansiedad, y los prisioneros españoles contaron con un poco de más libertad para comunicarse entre sí y con la tripulación.
Don Simeón Torrentes, el capitán de «El Ilustre Cántabro» se encontraba entre ellos, y valido del desorden que comenzaba a reinar en el navío de Morgan con los preparativos del desembarque, logró llegar hasta donde estaba Pedro Juan. Los dos se reconocieron, y la desgracia les hizo olvidar las antiguas querellas.
—El demonio nos persigue —dijo don Simeón.
—Sí —contestó Juan— y para colmo de desgracias estos hombres dan sobre Puerto Príncipe y entran a saco, porque esas pobres gentes están desprevenidas.
—Por el timón del diablo, que si yo fuera más joven y más robusto, me siento tan buen español, que sería capaz de echarme a nado para ir a prevenir al gobernador; pero soy viejo, y no hay otro yo.
—Cuidado, paisano, que mucho decir es ése: si buen español sois y amante al servicio de Dios y de su majestad, quizá lo sea yo más.
—¡Voto a tal! Que si yo tuviera vuestras fuerzas y vuestra edad, y con esas franquicias de que vos gozáis, ya iría nadando hasta ganar la tierra. Pero vos ni sabréis nadar ¿es cierto?
—Como un pez; y a no saber, probaría a llegar o ahogarme, que soy tan buen español como el que mejor.
—¡Calle!, ¿seríais capaz de emprenderla?
—¿Y por qué no?
—Pues yo os aseguraría que con tal servicio hecho a S. M., más tardáis en hacerlo vos que el rey en enviaros la recompensa. ¿Sois noble?
—No.
—Pues noble os haría, que el servicio lo vale, y quizá os den un escudo de armas con campo de gules, y un pez de oro…
—S. M. sabrá lo que hace conmigo —dijo con fatuidad y pavoneándose Juan, que ya se soñaba con lo que le decía el otro, noble y con escudo de armas— aunque en todo caso creo que convendría mejor para esto, campo de plata con roeles de oro.
—¡Por el alma del diablo! ¿Ignoráis que metal sobre metal sólo las casas reales? Vaya, S. M. sabrá lo que dispone, aunque tengo para mí que vos no acometéis la empresa.
—¿Creéis que será un señalado servicio al rey nuestro señor?
—De los primeros.
—¿Y creéis que S. M. hará lo que pensáis?
—Ya lo creo.
—Entonces, contadlo por seguro: iré.
—Y seréis noble…
Unos piratas se acercaban, y don Simeón se separó de Juan.
Pero la idea del capitán Torrentes había impresionado profundamente al desollador; la empresa le parecía fácil; la costa estaba cerca, él era un buen nadador, y eso de llamarse el señor don Pedro Juan de Borica, era para él una gran ilusión.
Meditó y meditó, y cada vez le pareció la cosa más fácil y el premio más apetecible; nada quiso decir a la señora Magdalena, por temor de que se opusiese; procuró aligerar sus vestidos, y en el momento en que comprendió que nadie le observaba, se arrojó al mar.
El ruido de la caída llamó la atención de un marinero, que dio el grito de:
—¡Hombre al agua!
Multitud de marineros se dispusieron a salvar al que creían que había caído al mar por casualidad, y examinaban la superficie del agua, esperando que volviese a salir el que se había sumergido, para auxiliarlo.
Pero en vano. Pedro Juan era un diestro nadador, y caminó debajo del agua largo tiempo, de modo que cuando volvió a la superficie para tomar aire, ya estaba lejos de los navíos.
Uno de los piratas alcanzó a verlo, y gritó:
—Allá va; es uno de los prisioneros que se escapa…
Todos volvieron el rostro al lugar que señalaba aquel hombre, y distinguieron al fugitivo, que nadaba a brazo partido y que se encontraba ya muy cerca de la costa.
—Echaremos un bote —dijo uno.
—Es inútil —contestó un pirata— dentro de un instante estará ya ese hombre en la costa: lo que importa es dar parte al almirante.
En efecto, avisaron a Morgan lo ocurrido, y dio orden inmediatamente de pasar lista a los prisioneros.
Poco después, uno de sus oficiales avisó que los prisioneros estaban todos, y sólo faltaba el marido de la señora Magdalena, de la madre de Julia, que pasaba por mujer de Antonio.
En el momento en que avisaban esto a Morgan, Brodeli, el vicealmirante, se encontraba allí y lo escuchó todo.
—¿Qué pensáis de esto? —le dijo Morgan.
—Pienso que hay aquí algo de más grave que la simple fuga de un prisionero.
—¿Por qué?
—Ese hombre no venía en calidad de tal, pasaba por pariente de ese Brazo-de-acero, y quizá esté más enterado de lo que debiera de nuestros planes.
—¿Pero qué importa?
—Quizá dé parte de todo en la villa.
—Aun cuando así fuera ¿creéis que podrán resistirse?
—Tal vez teniendo un anuncio anticipado se atrevan a hacerlo; pero lo que es más que seguro, es que los habitantes todos van a ocultar sus bienes, y perdemos lo menos dos terceras partes del botín.
—Tenéis razón; ha sido un gran descuido.
—Quizá un gran delito. ¿Creéis que ese hombre sólo por buscar su libertad se ha fugado, cuando no venía en calidad de prisionero? ¿Y creéis también que sin tener otro gran interés habría abandonado a su mujer y a su hija, si es que la joven realmente lo es? Aquí se encierra un misterio, y quizá una traición.
Morgan quedó meditabundo, con la cabeza inclinada y los ojos clavados en el piso; Brodeli lo contemplaba con curiosidad.
—¡Pero Antonio! —exclamó el almirante, y después de un rato— es incapaz de una traición; comprendo su carácter, y yo no me engaño al juzgar a los hombres…
—Tal vez Antonio ignore lo que iba a hacer el otro —contestó Brodeli, no queriendo cargar en el punto en que sentía fuerte al almirante—. Pero él ha sido culpable, porque se opuso a que ese hombre quedara preso con los demás.
—¿Pero si es realmente de su familia?
—Entonces debe saber por qué se ha fugado.
—O no —contestó Morgan, procurando defender a Brazo-de-acero hasta el último atrincheramiento— o no; que razón tenía el otro para desconfiar de Antonio al verle con nosotros.
—En todo caso —dijo Brodeli, queriendo llevar la cuestión a otro terreno— por el bien de todos nosotros es preciso hacer una averiguación pronta y enérgica, comenzando por esas mujeres; quizá ellas declaren además de todo lo que respecta a la fuga, el verdadero vínculo que las une con Antonio.
—¿Aún insistís en desconfiar de ese joven? Bien; haré la averiguación a presencia vuestra, y quedaréis convencido.
—Ojalá.
Morgan llamó a un oficial, e hizo conducir a su presencia a la señora Magdalena y a Julia.
Como la fuga de Pedro Juan se sabía ya por todos, las dos mujeres comprendieron el objeto de aquel llamamiento, y llegaron temblando a la presencia del almirante.
—Vais a confesarme la verdad, señoras —dijo severamente Morgan— la verdad, porque de lo contrario os hago colgar de una antena ¿lo entendéis?
—Sí señor —contestó la señora Magdalena.
—En primer lugar, señora ¿vuestra hija es la mujer de Antonio?
La señora Magdalena pensó que si decía una mentira, el pirata sería capaz de conocérsela en la cara, y contestó:
—La verdad, no, señor.
Morgan, a su pesar, alzó el rostro para mirar a Brodeli, que lo contemplaba con diabólica alegría.
—Os lo había dicho —exclamó éste.
—Bien; dad orden de que pongan preso a Brazo-de-acero inmediatamente.
—¿Qué pensáis hacer? —exclamó Julia espantada.
—Ya lo veréis —contestó Morgan, dominado por la cólera de haber sido engañado, y por la humillación de tener que confesar a Brodeli su triunfo.
—¡Señor!, ¡señor!, ¿qué vais a hacer con Antonio? —dijo Julia temblando, por la severidad que manifestaba el almirante.
—Señora, a castigar ejemplarmente con la muerte al que se ha atrevido a engañar a sus jefes.
—¡Con la muerte!, ¡con la muerte!, ¡Dios mío!, ¿pero qué ha hecho Antonio? ¿Qué crimen ha cometido, señor? No le matéis; os lo pido de rodillas ¿qué os ha hecho?
—Ha impedido que se tome una presa —dijo Brodeli— que era buena presa, y él es la causa de la fuga de un hombre que va sin duda a difundir la alarma en Puerto Príncipe.
—¿Pero cómo ha hecho eso, señor? —decía Julia de rodillas.
—Engañándonos; contando que erais su mujer, cuando vuestra misma madre dice que es falso —dijo Morgan.
—¡Madre mía!, ¡madre mía!, ¡mirad lo que habéis hecho!
—Sólo he dicho la verdad —contestó la señora Magdalena.
—¿Lo oís, lo oís? —dijo Morgan—. No hay duda, ese hombre nos ha engañado, burlado, y morirá.
—Pues bien, no morirá —exclamó Julia, levantándose con energía.
—¿No morirá? —dijo Morgan.
—No morirá, o vos cometeréis una injusticia, porque cuanto Antonio ha dicho es la verdad: ¡soy su mujer!
—¡Julia! —exclamó la señora Magdalena— ¡Julia!, ¿qué dices?
—La verdad, la verdad; soy su mujer.
—Bien ¿pero qué pruebas daréis? Porque no podemos creer vuestras palabras, cuando vuestra madre misma dice lo contrario.
—Tengo una gran prueba.
—Dadla.
—Un testigo que podrá declarar, y su declaración me salvará.
—¿Y quién es ese testigo? nombradle —dijo Morgan.
—Vos —contestó Julia.
—¿Yo? —exclamó Morgan admirado.
—Sí; vos, Juan Morgan el almirante.
Brodeli, la señora Magdalena y los oficiales que presenciaron esta escena, miraban alternativamente a los dos interlocutores.
—¡Yo! —repitió Morgan.
—Sí; oídme. Yo soy la mujer de Antonio Brazo-de-acero, sin conocimiento y contra la voluntad de mi madre…
—¡Infeliz! —exclamó la señora Magdalena.
—Dejadla que continúe —dijo Morgan.
—Cuando mi madre dormía, salía yo a ver a Antonio. Estábamos en la isla Española, Antonio era cazador: una noche regresaba yo de haberle visto; la cita había sido en las Palmas Hermanas. Al atravesar un bosquecillo, un hombre se apoderó de mí y me arrastró consigo; estaba yo perdida, porque aquel hombre era muy fuerte; grité y llamé a Dios, y Dios me envió un salvador, y el hombre que se había apoderado de mí, huyó; mi salvador me acompañó hasta mi casa, y allí le pregunté: —¿Cómo os llamáis? —Juan Morgan —me contestó— pero silencio. —Y silencio guardé hasta hoy, por obedecer a mi protector, y ni a Antonio mismo he dicho nunca nada, porque yo sé hasta dónde obliga la gratitud. ¿Recordáis, señor, esta historia?
Morgan había seguido con interés la relación de la joven, y cuando ésta terminó, el pirata se levantó de su asiento y exclamó, tomando una mano de Julia:
—¡Es verdad!, ¡es verdad! Habéis guardado mi secreto, aunque poco importaba; me habéis obedecido por gratitud; decís la verdad, que quien tal hace no puede mentir. ¡Señora, a pesar de lo que vos decís, esta joven es la mujer de Antonio! Volved a su lado, y todos os respetarán.
Los oficiales miraban con gusto aquel desenlace, y sólo Brodeli estaba sombrío.
—¿Qué has hecho, desgraciada? —dijo la señora Magdalena cuando salieron de allí—. Deshonrarte…
—¡Salvarle, madre mía, así como él nos salva! ¡Salvar a mi esposo, que creo mi deber!
XV. Puerto Príncipe (continúa)
Pedro Juan, llegó felizmente a la playa, y en pie ya en tierra, exploró el horizonte para ver si en su persecución venía alguna lancha de los piratas; convencido de que no había peligro, quiso descansar un momento para ponerse en marcha.
Aquel terreno era desconocido para él, y no sabía qué camino podría conducirle a la villa; pero firme en su resolución y con la idea de hacer un gran servicio al rey, se levantó y tomó sin vacilar el primer sendero que se le presentó a la vista. La fortuna lo favoreció, y después de cuatro horas de camino se encontró en la villa.
Su aspecto, sus palabras, el riesgo próximo que iba anunciando, hizo que los habitantes de Puerto Príncipe lo vieran con extraordinaria atención, y poco después estaba ya en presencia del gobernador, refiriéndole cuanto sabía acerca de la expedición y desembarco de los piratas y del gran riesgo que corría la villa.
La más espantosa alarma produjeron las relaciones de Pedro Juan; unos se apresuraban a esconder sus riquezas, y llevarlas a los montes inmediatos; otros se preparaban a resistir, y otros que creían que nada tenían que perder, resolvíanse a esperar con tranquilidad la llegada de Morgan y de los suyos.
El gobernador despachó por todas partes correos pidiendo auxilio, y comenzó con increíble actividad a levantar las milicias y hacer sus preparativos de defensa.
Todos los caminos que conducían de la mar a la villa fueron obstruidos completamente con troncos de árboles y peñascos, y ya el gobernador a la cabeza de sus tropas esperaba al enemigo, cuando llegó la noticia de que los piratas efectuaban su desembarco.
Morgan había quedado convencido de la lealtad de Antonio, pero Brodeli no estaba satisfecho. La escena que había pasado entre el almirante y Julia había llegado a noticia de Brazo-de-acero, que comprendió desde luego que el vicealmirante tenía contra él un rencor profundo, y que la señora Magdalena estaba también terriblemente indispuesta: él y Julia se encontraban, pues, en medio de enemigos.
A pesar de todo, por las mismas circunstancias la madre de Julia procuraba disimular fingiendo una gran conformidad con todo lo acontecido, aparentando no tener más anhelo que volver a reunirse con Pedro Juan y encontrarse libre para partir a Nueva España.
Había llegado el momento del desembarco; botes y lanchas cargadas de piratas se desprendieron de los buques y llegaron a las playas.
—¿Dejáis en el navío a Brazo-de-acero? —preguntó Brodeli a Morgan.
—Sí —contestó el almirante.
—Podía seros muy útil en tierra; ha sido cazador, y podría muy bien servir más a vos que mandáis el desembarque y vivís entre peligros, que a mí que ando mandando la escuadra y en perfecta tranquilidad.
Morgan no sabía u olvidaba el rencor que Brodeli guardaba a Antonio, y se dejó engañar por el vicealmirante.
—Tenéis razón —dijo— me lo llevaré.
Y dio orden para que Brazo-de-acero se encargara del mando de uno de los pelotones de desembarco.
Antonio, aunque ignorando todo esto, tuvo, sin embargo, un triste presentimiento al separarse de Julia, pero no comprendió la extensión del mal.
Brodeli quedaba al mando de la escuadra, Antonio iba a tierra; Julia quedaba enteramente a merced del vicealmirante.
Ricardo, el antiguo cazador, era de los que quedaban en la custodia de las naves, y precisamente en el navío almirante; en él vio Antonio una esperanza.
—Ricardo —le dijo Antonio— voy a mandar uno de los pelotones de desembarco.
—Dichoso tú —contestó el inglés— vas a cambiar de vida, a entrar en combate, a tener emociones, mientras que yo seguiré aquí consumiéndome de fastidio y esperando noticias de tierra.
—Pero óyeme, Ricardo; dejo en la armada mi vida, la mitad de mi alma; Julia se queda aquí…
—Comprendo tu sentimiento; pero confío en que a ti no te sucederá nada, y que tendrás la seguridad de que tu Julia no corre aquí ningún peligro.
—Por el contrario, amigo mío, esa seguridad es la que no llevo; Julia corre aquí un peligro inmenso.
—¡Peligro!, ¿y por qué?
—Óyeme: el vicealmirante tiene respecto de ella perversas intenciones, lo he comprendido, y al verla sola, sin defensa, quizá quiera aprovecharse de la situación.
—¡Oh, eso no! ¿Por ventura no estamos aquí tus amigos? ¿Somos tan débiles?…
—Ricardo, ésa es mi única esperanza, mis amigos, y sobre todos tú, tú.
—Sí, yo que cuidaré de ella como de mi hermana.
—Sí, Ricardo ¿me prometes cuidar de mi Julia?…
—Antonio, parte tranquilo, nada hay en el mundo que no sea yo capaz de hacer por esa niña; hasta dar muerte a Brodeli si fuere necesario: los ingleses que vienen con nosotros me apoyarán. Ve tranquilo y nada temas por tu Julia; yo quedo aquí.
—Gracias, gracias, me vuelves la dicha —exclamó con efusión Brazo-de-acero estrechando la mano de su amigo— adiós, Ricardo; algún día te pagaré este servicio. Adiós.
Y los dos amigos se separaron. Antonio desde su bote contemplaba a Ricardo, a Brodeli, a Julia y a la señora Magdalena, que lo miraban alejarse: tres distintos pensamientos agitaban aquellos cuatro cerebros.
—Te llevas mi alma —pensaba Julia.
—He triunfado —decía Brodeli.
—Cumpliré lo que he ofrecido —decía Ricardo.
—Ojalá y encuentres la muerte —pensaba la señora Magdalena.
Y entretanto Antonio meditaba y confiaba en Dios.
Juan Morgan desembarcó el primero, y poco después toda su tropa, que era en número bastante reducido.
Comenzaron a explorar los caminos, y resultó que todos ellos estaban obstruidos; los españoles habían creído impedir así que los piratas siguiesen adelante. Pero aquellos hombres no se detenían delante de ningún obstáculo; las dificultades no hacían sino enardecer más sus ánimos y afirmarlos más en sus resoluciones.
Morgan organizó su gente en una columna, y sin buscar camino y sin seguir más que el rumbo, se internó en los bosques espesísimos que se interponían entre él y la villa.
Terriblemente penosa era aquella travesía: la maleza y los arbustos formaban una muralla, las lianas tejían inmensas y apretadas redes por todas partes, que era necesario cortar a cada paso; los árboles estaban algunas veces tan cerca unos de los otros, que apenas se podía cruzar entre ellos. Cascadas, torrentes, peñascos, todos eran obstáculos, dificultades y peligros en aquella marcha; todo retardaba, todo amenazaba, y, además a cada momento se esperaba una emboscada o una sorpresa por parte de los enemigos de la villa.
Pero los piratas no hubieran cejado aunque hubiera estado de por medio el infierno, y Morgan era de un carácter de hierro y conocía la gente que llevaba.
Los cazadores de la Española, acostumbrados a la vida salvaje de las montañas, hacían allí el principal papel; ellos eran, por decirlo así, la descubierta y los zapadores de la columna, porque ellos exploraban el terreno y procuraban con sus hachas de abordaje y sus anchos cuchillos de monte expeditar en lo posible el camino.
Antonio mandaba esta descubierta, y en medio de todas aquellas penalidades, la imagen de Julia no se apartaba un solo instante de su pensamiento; algunas veces se la figuraba tranquila y pensando en él, y entonces trabajaba con furioso ardor; otras la veía luchando en los brazos de Brodeli, y el hacha caía de sus manos, y sacudía la cabeza temiendo volverse loco con este pensamiento.
Los celos y el amor luchaban en el corazón de Brazo-de-acero, y cada hora que pasaba era para él un siglo.
La columna de los piratas caminó dos días entre los bosques, y al tercero, cuando el sol estaba en mitad del cielo, los exploradores dieron un grito de alegría.
Habían llegado al límite del bosque; delante de ellos se extendía una inmensa llanura, una gran sabana, y a lo lejos se percibían ya algunas habitaciones. La situación de la columna de los piratas había cambiado, y se sentían cerca del objeto de todos sus esfuerzos.
Comenzó la columna a salir a la sabana, y casi al mismo tiempo se avistó a lo lejos una gallarda tropa de caballería que venía sobre ellos. Era el gobernador de la villa a la cabeza de un escuadrón, que creía atemorizar a los piratas, ponerlos en fuga y destruirlos completamente; pero no conocía la índole ni el valor de aquellos hombres.
Morgan mandó desplegar sus estandartes, formó su gente en semicírculo, y al son del tambor y poniéndose al frente, comenzó a avanzar sobre el regimiento español, que por su parte se acercaba con bizarría.
Quizá en los tiempos modernos, con los adelantos de la táctica, con el principio científico de que la caballería en los ejércitos es un inmenso proyectil, aquella formación semicircular que había dado Morgan a su tropa, no hubiera podido resistir la primera carga, no de un escuadrón, pero ni de una compañía.
Entonces se pensaba de otro modo, y las batallas, más que los cañones, las dan los cerebros.
Morgan y el gobernador de Puerto Príncipe avanzaban, y llegaron por fin a ponerse a tiro; se escuchó primero la detonación de una arma de fuego, luego otra y otra, hasta que el combate se hizo general.
Españoles y piratas peleaban con encarnizamiento; el combate había durado ya tres horas, y la suerte estaba aún indecisa para conceder la victoria.
El gobernador español recorría su línea, animaba a sus soldados, cargaba personalmente cuando los piratas cerraban demasiado, y era, en fin, el alma y el valor de los suyos. Morgan, por su parte, hacía lo mismo; pero uno y otro ganaban y perdían terreno alternativamente.
Antonio luchaba como un león a la vista de los tercios españoles; había sentido encenderse su sangre, olvidó a Julia, y no pensaba más que en combatir; hacía prodigios de valor, y el almirante lo contemplaba con entusiasmo.
—Bien, Antonio, bien —dijo una de las veces que pasó a su lado— es preciso cargar, porque estos españoles se baten como valientes.
—Si tuviéramos siquiera veinte jinetes de mi tierra —contestó Brazo-de-acero— sería ésa ya cuestión terminada.
Morgan no replicó, sonrió al mexicano, y siguió reconociendo la línea.
Brazo-de-acero, seguido de algunos cazadores, se avanzó demasiado sobre los enemigos. El gobernador de la villa lo notó, y a la cabeza de algunos jinetes se arrojó sobre ellos; aquella carga no podía evitarse, ni los cazadores podían huir; era preciso resistirla a pie firme, sin más esperanza que rechazarla o morir.
Antonio cargó su mosquete y esperó; sus compañeros le imitaron.
Entre una nube de polvo, haciendo un ruido semejante al de un huracán, se acercaban a escape los jinetes españoles, y el gobernador por delante animándolos con sus gritos y su ejemplo.
Antonio y los que le acompañaban apuntaron al grupo aquel; brilló un gran fogonazo, resonó la descarga, silbaron las balas, y el humo y el polvo ocultaron por algún tiempo el desenlace; pero la caballería siguió la carga, porque el polvo que levantaba avanzó un poco.
Al disiparse aquella nube se comprendió lo que había pasado; Antonio había derribado muerto al gobernador; muchos de los que acompañaban a éste habían caído; pero los caballos ya sin jinete, siguieron su carrera e hicieron rodar entre el polvo a Brazo-de-acero y a algunos de los piratas.
Los españoles que no perecieron se reconcentraron al grueso de su fuerza, llevando la triste noticia de la muerte del gobernador.
Sin embargo, los españoles no desmayaron y continuó el combate con el mismo encarnizamiento.
Brazo-de-acero se levantó, y cerca de allí vio al caballo del gobernador que cruzaba espantado entre los piratas; salió a su encuentro, logró tomarlo de la brida, y montó sobre él con tanta ligereza y gallardía, que arrancó entre los suyos un grito de entusiasmo.
Desde aquel momento, Antonio se creyó completamente fuerte y capaz de combatir; varios piratas que lograron tomar caballos de los que vagaban sin jinete, le imitaron, y muy pronto se encontró Brazo-de-acero a la cabeza de una pequeña tropa de caballería.
Era lo que había deseado, y el problema se iba a resolver en favor de Morgan.
Antonio comenzó a escaramucear con sus jinetes, los piratas de infantería cerraron sobre sus enemigos, y bien pronto se introdujo el desorden entre los de la villa. Morgan comprendió lo que pasaba, y caminó sobre ellos a paso veloz, entre los gritos de triunfo de los suyos.
Los españoles emprendieron su retirada, buscando el asilo del bosque; pero el bosque estaba lejos, y los piratas tenían su caballería para perseguirlos, que se aumentaba a cada momento con los caballos de los que caían muertos o heridos.
Cuatro horas había durado la batalla, después seguía la matanza; pocos alcanzaron a llegar a los bosques, y casi todos quedaron muertos en el campo.
Morgan organizó su gente sin perder un instante; sus pérdidas, comparadas con las de los españoles, habían sido muy pequeñas, y dio orden para dirigirse inmediatamente sobre la villa.
La columna, compuesta ya de caballería, que iba al mando de Brazo-de-acero, y de infantería, se puso en marcha, y pocas horas después llegaba a Puerto Príncipe.
Allí esperaba a los piratas un nuevo combate, aunque no tan reñido como el anterior, porque antes de salir de allí el infortunado gobernador dejó la plaza guarnecida, y a pesar del mal éxito de la batalla, los defensores del lugar no quisieron rendirse sin hacer antes un último esfuerzo para salvarse de los piratas.
Rindióse la guarnición, y algunos vecinos intentaron defenderse dentro de sus casas, pero bien pronto tuvieron que sucumbir.
Hasta aquel momento, Antonio no había conocido verdaderamente la clase de hombres con quienes se había reunido. Creía que todo lo que se decía de los piratas era una calumnia levantada por los españoles; pero nada de lo que había oído contar pudo igualarse a lo que entonces vio.
Apenas se vieron dueños de la villa, comenzaron los piratas por aprisionar a los habitantes: hombres, mujeres, niños, ancianos, esclavos, todos, sin excepción, fueron encerrados en las iglesias, y ya las casas solas, entregáronse a su placer al pillaje.
Antonio miraba el saqueo de las habitaciones, y entrar y salir hombres cargados con los despojos de aquellos habitantes, y arreglar y disponerlo todo para el embarque.
Brazo-de-acero sintió la indignación, y buscó al almirante para saber lo que de él se podía esperar.
Juan Morgan no tomaba parte en aquellos desórdenes, y descansaba tranquilamente en la casa que había sido del gobernador. El almirante, al ver entrar a Brazo-de-acero, comprendió sin duda lo que había pasado en el corazón del joven cazador; estaba solo, y no vaciló en hablarle.
—Podría apostar mi cabeza —dijo el almirante— a que adivino lo que trae tan preocupado a mi nuevo amigo.
—Difícilmente, señor, y puede ser que yo mismo no me atreva a decíroslo.
—Haríais mal, y probaríais que tenéis poco conocimiento de los hombres.
—Tal vez, señor.
—Pues oídme: vos, joven, honrado, valiente, incapaz de una mala acción y dispuesto a todo lo noble y a todo lo grande, os habéis horrorizado al ver lo que hace la gente en la villa ¿no es verdad?
—Es cierto, señor —contestó Antonio, animado por el aire de franqueza y cordialidad de Morgan.
—Tenéis razón; por eso no salgo, por eso me encierro…
—Pero si tanto os disgusta ¿por qué no impedirlo?
—Joven sois, y os falta mucha experiencia todavía: ¿creéis que sería fácil impedir ese pillaje? ¿Creéis que no sería yo la primera víctima si tratara de contener a los soldados? Y aun en el caso de alcanzar a reducirlos ¿suponéis que antes de veinticuatro horas no estaríamos vos y yo, si con vida, enteramente solos?
—Entonces ¿para qué dirigís esta expedición, sembrando por todas partes el terror, la desolación, la muerte?
—Escuchadme, Antonio; voy a abriros mi corazón, porque vos sólo sois capaz de comprenderme y de ayudarme en esta empresa. Tengo aquí, aquí —y Morgan señalaba su frente— un proyecto, un gran proyecto, que todos adivinan, por el que todos anhelan, pero que nadie, sino yo, es capaz de llevar a cabo: la independencia de las Indias Occidentales.
—¡La independencia!…
—Sí; escuchadme sin interrumpir mi relación. Yo he viajado por todas esas colonias que la Europa posee en tierra firme; yo he visto la tiranía y la esclavitud dividirse a los habitantes; yo he vislumbrado para esos pueblos una era de libertad, y tengo la convicción de que yo puedo hacer que luzca ese día de emancipación. ¿Cómo? Mirad: hay en el océano unas islas que son parecidas, que han brotado en medio de las ondas, ya las conocéis. Cuba, la Española, Jamaica, en fin, todas esas, cuyos habitantes y cuyas guarniciones tiemblan ahora al escuchar nuestro nombre y se estremecen al ver una vela en el horizonte; pero bien, estas islas son la llave del mar, son la muralla entre los dos mundos; formar de todas ellas una sola nación, poderosa por sus riquezas y temible por su marina, cortar la comunicación entre Europa y sus colonias, destruir las armadas de los opresores, animar con esto a los oprimidos, y ayudarles y aconsejarles la insurrección que sus dominadores no podrán sofocar ¿no es esto dar la libertad a medio mundo? ¿No es esto desencadenar cien naciones? Y para esto, es preciso comenzar de alguna manera, hoy como piratas, valiéndonos de la gente perdida, de los hombres que no van más que tras de la codicia. Es preciso hacernos grandes y respetables por el terror, ya que somos pequeños por nuestros elementos; pero mañana, mañana, yo os lo aseguro, estos navíos piratas serán ya escuadras armadas, tan moralizadas como las del mismo rey de España, y las ciudades y aldeas no temblarán de nosotros como de sus verdugos, sino que nos llamarán como a sus salvadores, y el viento agitará sobre nuestras embarcaciones una bandera nuestra, una bandera hermosa de una nación nueva, pero libre, grande, poderosa; y los reyes tratarán de igual a igual con nosotros, y humillaremos su soberbia, y habrá un pueblo que tendrá, como Roma, un puñado de bandidos y de piratas por ascendientes, pero que conquistaron medio mundo; y hará caer de rodillas a los que antes eran los tiranos de la humanidad. ¿Me comprendéis, Antonio, me comprendéis?
—¡Sí, sí os comprendo, señor, y os seguiré!
—Dejad a esos miserables que hagan su botín; ellos no piensan sino en el día de hoy: reptiles que se arrastran sobre el cieno y que no tienen para el firmamento ni una mirada; pero yo, de esa chusma, de esos hombres sin corazón y sin inteligencia, de esa plaga de la sociedad, haré salir una nación, y los que hoy me apellidan pirata infame, mañana me bendecirán libertador, y más tarde me alzarán monumentos y me erigirán estatuas. Si Dios, que ve y juzga mis intenciones, me presta su amparo, antes de un año el mundo sabrá lo que valgo y lo que soy capaz de hacer…
Brazo-de-acero escuchaba a Morgan con admiración; iba a contestarle cuando se escuchó en la calle un gran rumor: el almirante y el cazador salieron a la ventana y descubrieron a todos los ingleses que venían en la expedición, que dando gritos de furor conducían un cadáver.
Aquella comitiva, gritando justicia unos y venganza otros, llegó con el cadáver hasta la casa del almirante.
El cadáver tenía el rostro cubierto con un paño; Morgan lo apartó, y Antonio lanzó una exclamación de espanto. Era el cadáver de Ricardo, del amigo de Brazo-de-acero, del que había quedado encargado por él de proteger a Julia.
XVI. Ricardo y Brodeli
Julia se encerró en la cámara y no quiso volver sobre cubierta para nada; se sentía sola, enteramente sola, porque la señora Magdalena apenas le dirigía la palabra, y aprovechaba toda oportunidad para alejarse de ella.
En el concepto de la señora Magdalena, Julia había deshonrado a la familia declarándose esposa de Brazo-de-acero, que cuando más era un cazador de toros en la Española, y cuando menos un pirata.
Ricardo y Brodeli espiaban a la joven, aunque con diversas intenciones; Ricardo para protegerla, Brodeli para hacerla suya; pero la ventaja estaba de parte de aquél, porque conocía a su enemigo, mientras éste ignoraba que hubiera en el navío otra persona que se interesara por Julia, fuera de la señora Magdalena.
Ante todo el inglés creyó que era necesario que la joven supiera que Antonio le había dejado un protector, y ponerse de acuerdo con ella. Aprovechando, pues, un momento en que la señora Magdalena había dejado sola a su hija, se acercó a hablarle.
—Julia —dijo Ricardo acercándose.
La joven quizá no recordaba haberle visto, porque levantó el rostro con extrañeza.
—¿Qué queréis? —dijo.
—Necesito hablaros un momento.
—Y bien, decid.
—Seré breve, porque nos observan: Antonio me ha encargado de custodiaros, de ayudaros ¿qué se os ofrece?
—Gracias; por ahora, nada absolutamente.
—En todo caso, sabed que tenéis aquí un amigo; tal vez Antonio os habrá hablado de mí; soy Ricardo.
—En efecto —contestó Julia con más amabilidad y tendiéndole una mano— sé que sois su verdadero amigo.
—Contad, pues, con esa amistad, y adiós, porque me parece que he visto a Brodeli que nos observa: no os olvidéis, aquí estoy.
Y Ricardo estrechó la mano de Julia y se retiró.
En efecto, a poco encontró al vicealmirante, que le dijo con aire de suma severidad:
—¿Podéis decirme el negocio que os llevaba cerca de esa joven?
—Una visita de simple amistad.
—Está bien; pero espero que eso no se repetirá…
—¿No se repetirá? ¿Y por qué? ¿Falto en algo a nuestra contrata con eso?…
—No precisamente a la contrata, pero sí a las costumbres establecidas entre nosotros, y a la prudencia…
—¿Cómo?
—El marido de esa joven está en expedición con el almirante, y no le parecería muy bien el saber que andáis en amistades con una mujer que es suya; esto podría traernos grandes disgustos entre los nuestros…
—Pero si yo…
—Además, entre nosotros se respetan como sagradas las propiedades, y esa joven ha quedado bajo la garantía de los jefes de su marido, que deben cuidar del honor de sus soldados como del suyo propio…
—Pero…
—Dejadme concluir: si esto se tolerase, ninguno saldría a campaña con tranquilidad dejando a su familia, porque temería que durante su ausencia se burlaran de él…
—Es que yo no he tenido la menor intención…
—No estoy yo aquí para juzgar de intenciones, sino de hechos; y os advierto, bajo las penas más severas, que no volváis a andaros en amistades con esa joven ¿lo entendéis?
Ricardo comprendió cuánta maldad encerraban estas reconvenciones, y se mordió los labios hasta hacerse sangre.
Brodeli tendía astutamente un lazo para separarle de Julia, para dejarla sin amparo, y esto con el hipócrita pretexto de cuidar el honor de los soldados que andaban en campaña. Ricardo determinó callar y observar.
El vicealmirante rondaba todo el día alrededor de Julia; esperaba una oportunidad y ansiaba un medio para apoderarse de ella.
La víspera misma del día en que los piratas tomaron la villa, Ricardo, que estaba siempre en acecho de Brodeli, oyó que éste hablaba con uno de los jefes; era el capitán de un navío, propiedad del mismo Brodeli, y que se llamaba el «Cisne».
Ricardo se ocultó de modo que no pudieran verle y que él pudiera oír cuanto hablaban.
—Tened todo dispueso —decía Brodeli— y aparejado para darnos a la vela mañana mismo: no es posible seguir así al lado de Morgan, perdiendo tiempo cuando podemos hacer por nosotros tan buenos negocios, teniendo necesidad de partir nuestras ganancias con estos ingleses que Dios confunda.
—Tenéis razón —contestaba el otro— cinco de los buques que forman esta armada son franceses, y nos seguirán; además, creo que éste en que estamos es una presa hecha por nosotros y nos corresponde.
—Así debía ser; pero es preciso tener alguna condescendencia, y quiero que nos separemos de Morgan y de los ingleses, de amigos y sin desaveniencia alguna; ya listo todo para darnos a la vela, salto a tierra, le aviso de mi resolución y nos vamos.
—Perfectamente.
—Antes tengo que deciros: mañana al amanecer llevaré allá dos mujeres, bellas las dos; la más joven es mía, cuidádmela y respetadla; en cuanto a la otra, tomadla si os place o dadla en mi nombre a quien mejor os parezca.
—¿A qué hora las espero?
—Antes de que amanezca enviad por ellas a vuestro bote; yo daré aquí cuatro marineros de confianza, porque quizá se resistan.
—Lo haré; mañana antes de amanecer.
Esta conversación la habían tenido en francés Brodeli y el otro; pero Ricardo comprendía perfectamente ese idioma, y no perdió una sola palabra.
El plan de Brodeli estaba claro, llevarse a Julia y separarse de Morgan con todos los navíos franceses. Ricardo se puso a meditar un medio de salvar a Julia y de impedir la traición del vicealmirante.
La guardia que custodiaba los prisioneros españoles era de ingleses. Ricardo habló con ellos; no tenían orden para impedir que los prisioneros anduvieran a su voluntad por todo el navío, y sólo su consigna era de vigilarlos para que no tramasen una sublevación. Esto era cuanto Ricardo necesitaba saber.
Comenzó a estudiar el rostro de aquellos españoles, a ver cuál prestaba más confianza, y se fijó precisamente en el viejo capitán don Simeón Torrentes.
—Oídme, amigo —dijo acercándosele.
El capitán dio casi un bufido y volvió el rostro a otro lado.
—Oídme —continuó Ricardo— ¿queréis huir?
—¡Hum! —dijo don Simeón— ¿qué decís?
—Que si queréis huir de aquí; es decir, que si queréis vuestra libertad.
—¿Habláis de veras?
—De veras.
—Entonces ¡con mil rayos!, ¿cómo preguntáis a un prisionero si quiere su libertad?
—Supongo que querréis; pero lo que deseo saber es si tendréis valor para arrostrar el peligro que os ha de hacer libre.
—Sí que le tendré. ¿Pero a mí quién me asegura que vos obráis conmigo de buena fe, y que no es una celada para asesinarme?
—¿Y qué interés podría yo tener en vuestra muerte?
—No lo sé; pero vale más estar siempre prevenido.
—Tened confianza en mí, que no tengo pruebas que daros de mi buena fe: si queréis, creedme; si no, al otro lado; nada le hace.
Don Simeón reflexionó un momento, y luego exclamó:
—¡Con cien legiones de demonios! decid, os creo; me fío de vos: si me engañáis, Dios que os lo demande. ¿Qué hay que hacer?
—En primer lugar, escoged entre vuestros compañeros, otros tres, valientes y buenos bogas.
—¿Y luego?
—Esta noche os daré cuatro trajes semejantes a los nuestros, para que no os conozcan; esperáis a que os llame, tomáis por fuerza a dos mujeres que vienen en este navío, y las metéis a un bote que debe venir por ellas; dejáis que se aleje un tanto el bote, entonces os arrojáis sobre los piratas franceses que van en él, los matáis, los echáis al mar, y libres y con el bote a vuestra disposición, bogáis hasta la playa, y Dios os ayude.
—Y en caso de que todo salga bien ¿qué hacemos de esas dos mujeres?
—Ésa es precisamente la condición que os pongo: salvadlas de los piratas franceses, y ponedlas en tierra en lugar seguro.
—¿Y si no nos llamáis?
—Entonces paciencia; señal será de que se perdió el golpe.
—Buscaré a mis compañeros.
Ricardo se separó de don Simeón, pensando cómo haría para sustituir a los cuatro españoles en el lugar de los cuatro marineros que debían trasbordar a Julia y a la señora Magdalena.
Pasó la mayor parte de la noche meditando, llevó los vestidos a don Simeón y a sus compañeros, y la idea que necesitaba no venía; pero una casualidad le sacó de aquella ansiedad.
La noche pasó, y se anunciaba la mañana, cuando Brodeli se presentó delante del inglés.
—Para que veas —le dijo— que creo en tu enmienda, te voy a confiar una comisión.
Ricardo tembló, creyendo que se trataba de separarle del navío, y enviarle a tierra.
—Busca cuatro marineros de toda confianza para que conduzcan al «Cisne» a esas dos señoras que están siendo aquí objeto de cuestión y fuego de discordia.
Ricardo apenas daba fe a lo que oía; ni en sueños le había ocurrido que Brodeli le había de elegir para semejante comisión; y fingiendo indiferencia preguntó:
—¿Para cuándo han de estar listos esos hombres?
—Ahora mismo; ve en su busca.
Ricardo, como para mostrar subordinación, se levantó violentamente y llegó donde estaban los prisioneros.
—Arriba —dijo a don Simeón.
—¿Ya es hora? —preguntó el viejo.
—Sí ¿dónde están los compañeros?
—Aquí.
Levantáronse los cuatro y siguieron a Ricardo.
—Los llevo de orden del vicealmirante a presentárselos —dijo el inglés a un oficial que los custodiaba.
Cuando Ricardo llegó donde le esperaba Brodeli, el bote del «Cisne» estaba ya esperando.
—Aquí están —dijo el inglés, presentando en la obscuridad a sus hombres.
—Baja con ellos —contestó el almirante— y apodérate de las dos mujeres, y de grado o por fuerza las traes aquí.
Ricardo, seguido por los españoles, obedeció.
Julia y la señora Magdalena dormían vestidas, y despertaron espantadas con aquellos hombres.
—Seguidme, señoras —dijo Ricardo.
—¿Pero a dónde?
—Ya lo sabréis; seguidme.
—¡Ricardo! —exclamó Julia— ¿a dónde nos llevan?
—No lo sé, señora; es orden del vicealmirante. —Y luego acercándose a ella, le dijo muy bajo—: Id sin desconfianza, os lo ruego.
—¡Vamos, madre mía! —exclamó Julia.
—¡Vamos! —dijo la señora Magdalena.
Ricardo se presentó, seguido de las señoras y de sus marineros.
—Aquí están —dijo a Brodeli.
—¿Se han resistido?
—Tanto, que creo que es preciso irlas cuidando mucho, porque capaces son de arrojarse al mar, de desesperación.
Julia miró espantada a Ricardo; aquélla era una horrible mentira.
—Bien; bajadlas: dos hombres para cada mujer.
Dos marineros se apoderaron de la señora Magdalena, y dos de Julia.
Así las bajaron al bote, en el que no había sino dos remeros y un hombre que llevaba el timón.
—Ricardo bajó hasta dejarlas en el bote, y dijo al oído a don Simeón:
—Todo está como os lo prometí. ¡Valor!
—Descuidad; todo saldrá bien.
El inglés volvió a subir, y el bote se desprendió: a pesar de que la operación se había comenzado de noche, empezaba ya a brillar la mañana.
Ricardo estaba desesperado, porque ya desde el navío se podía distinguir algo de lo que pasaba en el mar, y el vicealmirante no despegaba su vista del bote que se alejaba.
De repente Brodeli exclamó:
—¿Qué es eso?, ¿qué pasa allá? Parece que se baten en ese bote.
En efecto, don Simeón y sus compañeros, armados de grandes cuchillos, se habían lanzado sobre los marineros del bote.
Los piratas resistieron un momento; pero desprevenidos como estaban, pronto sucumbieron, y uno en pos de otro, sus cadáveres fueron arrojados al mar.
El combate duró un momento; los españoles se apoderaron de los remos, y con toda la energía de la desesperación comenzaron a bogar.
—¡Se sublevan y se roban el bote! —exclamó Brodeli, ciego de furor—. A botar al mar las lanchas ¡fuego sobre ese bote que huye!, ¡fuego!
Pero ni los botes estaban dispuestos, ni la artillería lista, ni los fugitivos lejos de la playa; de manera que cuando quisieron perseguirlos, habían saltado a tierra y perdídose en los bosques, dejando el bote salvador flotando entre la marejada de la costa.
XVII. La salvación
El Vicealmirante no conoció entonces límites en su furor, y pasó por su cerebro la idea, como un relámpago, de que todo aquello era obra de Ricardo.
Inmediatamente le hizo venir a su presencia.
—¡Qué marineros habéis sacado para conducir a esas mujeres! —le preguntó ronco de ira.
—Cuatro que me habéis pedido.
—¿Quiénes eran ellos?
—Ignoro sus nombres —contestó desdeñosamente Ricardo.
—¡Atad a ese infame! —gritó Brodeli a los marineros que escuchaban.
—¡Infeliz del que se atreva a tocarme! —gritó Ricardo sacando su cuchillo.
Los marineros, que en su mayor parte eran ingleses, y que detestaban al vicealmirante, fingieron terror y no se movieron.
—¿No lo oís? —exclamó Brodeli—. Atadle, cobardes.
Nadie se movió.
—¿Conque es decir que nadie me obedece? ¿Es decir que os rebeláis por miedo? Bien, cobardes; lo que no os atrevéis a hacer todos juntos, lo haré yo solo…
Y diciendo esto, dio un paso para acercarse al inglés.
—¡Brodeli! —gritó Ricardo— te lo advierto; si te pones al alcance de mi mano, eres hombre muerto.
—¿Seréis capaz?
—Sí, lo seré contigo.
—¡Soy el vicealmirante!
—¡Eres un monstruo que abusas de tu posición, que has querido seducir y robar la mujer de uno de nuestros hermanos ausente y que en estos momentos combate por nosotros, y yo no te lo he permitido…!
—¿Es decir que confiesas que tú has sido el que protegió la fuga de esas mujeres?
—Sí, yo fui…
—Entonces, más terrible será tu castigo.
Y fingiendo retroceder, Brodeli sacó una pistola, y antes de que Ricardo hubiera tenido tiempo para huir el cuerpo, disparó, atravesando con la bala el corazón del joven inglés.
Ricardo lanzó un gemido, abrió los brazos dejando caer el cuchillo que tenía en la mano, y su cadáver rodó a los pies del vicealmirante.
Un grito de indignación partió de la boca de aquellos marineros ingleses que presenciaban la escena, y todos se arrojaron sobre el vicealmirante, gritando:
—¡Venganza!, ¡venganza!
Brodeli desprendió de su cinto otra pistola y se puso en guardia; pero los ingleses estaban furiosos y seguían avanzando sobre él.
La gente que acompañaba a Morgan era, puede decirse, una reunión de hombres que representaba todos los países, todas las naciones. Había entre ellos italianos, españoles, negros, americanos y hasta chinos; pero la mayor parte eran franceses e ingleses.
Los ingleses reclutados por el almirante, y los regularmente adictos a su persona, estaban siempre en rivalidad con los franceses, que seguían a Brodeli, y varias ocasiones había sido necesario todo el gran prestigio de Morgan para contener los desórdenes que de esa rivalidad habían nacido.
Naturalmente, cuando el almirante eligió para sí el «Santa María de la Victoria», lo tripuló con ingleses, y el vicealmirante se encontró allí rodeado de hombres que no le querían, y por eso, en los momentos del conflicto, no encontró ni un solo defensor.
Brodeli comprendió perfectamente la situación en que se encontraba, y que sólo con un rasgo de audacia podía salvar.
Retrocediendo, y amagando con la pistola a los que le amenazaban, llegó hasta el punto que creyó conveniente para su plan. Entonces descargó la pistola contra el que tenía más inmediato; los demás retrocedieron por un momento, y antes de que se disipara el humo de la descarga, y antes que los ingleses le acometieran de nuevo, se arrojó al mar, y procuró, a fuerza de brazo, ganar el costado de uno de los navíos que estaban tripulados por franceses.
Llegó, en efecto, a uno de ellos, bajaron la escala, y el vicealmirante subió, lanzando desde allí un grito de desafío a los ingleses.
A bordo del «Santa María» había vuelto a restablecerse la calma; se levantó el cadáver de Ricardo y fue colocado en un bote, y acompañado por algunos de sus amigos, que determinaron llevarlo a tierra y conducirlo a presencia de Morgan, para pedir justicia o venganza.
Ésta fue la razón por lo que llegaron hasta la villa y la casa en que se alojaba el almirante.
Morgan escuchó con serenidad la relación de aquel accidente y prometió hacer justicia, agregando a los ingleses que toda la fuerza debía embarcarse en aquella misma tarde.
Brazo-de-acero quedó consternado; había muerto Ricardo por servirle, por ser fiel a su promesa, por salvar a Julia; ¿pero a dónde estaría Julia?, ¿qué habría sido de ella?
Perdida en los bosques, y en compañía de hombres que poco debían conocer el terreno, corría peligro de caer en manos de los piratas otra vez, o de morir de hambre en las selvas.
Antonio pensó en salir a buscarla, y casi se lo dijo al almirante, con quien comenzaba ya a tener confianza.
—Imposible es eso que vos pretendéis —contestó Morgan.
—¿Por qué?
—Porque vos no conocéis estos terrenos, y porque dentro de pocas horas debemos darnos a la vela: unos de los nuestros que han salido de la ciudad esta mañana, ha hecho prisionero a un negro que traía cartas para nuestros prisioneros; en ellas les dicen que nada paguen por su rescate, que mañana mismo estará aquí un poderoso auxilio, tal vez toda la armada española, que nos busca para vengar la presa del «Santa María» y rescatarle; no podemos perder ni un instante.
—¿Pero yo puedo dejar a Julia así, abandonada?
—¿Y qué remedio? ¿Os quedaréis solo? ¿Os expondréis a ser ahorcado sin remedio, quizá delante de esa misma mujer que buscáis?
—¡Quizá moriré, pero yo no puedo abandonar a Julia!
—¡Antonio!
—Señor, si tenéis confianza en mí, dejadme, que pronto os alcanzaré. ¿Cómo? Dios me iluminará; pero si no, hacedme conducir preso a vuestro navío, porque yo voluntariamente no dejaré esta isla hasta saber que Julia está en salvo.
—Haced lo que os parezca, Antonio; pero yo os aconsejo que no permanezcáis aquí por más tiempo; mañana llegarán las tropas españolas.
—Es inútil cuanto más digáis, señor; estoy resuelto a buscar a Julia, a encontrarla, y la buscaré y la encontraré…
—¡Sois libre!…
Antonio procuró cambiar de traje inmediatamente, y sin esperar más, salió de la villa y tomó el rumbo que le indicaron que habían seguido en el bosque los fugitivos españoles y las señoras. Caminó mucho tiempo sin encontrar a nadie por en medio de los bosques desiertos.
Por fin, comenzó a escuchar el ruido del océano; estaba cerca de una playa. Salió del bosque y se encontró en la orilla del mar.
Inmensos peñascos salían de entre las aguas, y se alzaban unas veces negros y erguidos, y desaparecían otras entre inmensas olas, que levantaban crestas y penachos de espuma blanquísima y luciente, como si derramaran sobre los riscos, cascadas de perlas y de diamantes.
Antonio conoció que estaba en la playa opuesta a la que tenían ocupada los piratas. Quizá allí había buscado Julia un refugio.
Había una senda estrecha por la arena; de un lado bosque espeso, de otro mar. Antonio siguió resueltamente aquel sendero.
Algunas veces el océano retiraba sus olas, que iban alejándose como un inmenso manto que se arrastra; otras venía furiosa la marejada a morir hasta el pie de los árboles. Brazo-de-acero sentía llegar las olas y se detenía; lo cubrían algunas hasta la cintura, se retiraban, y volvía a ponerse en camino.
El sendero se internaba en la selva, separándose de la playa; Antonio lo siguió, caminó entre el bosque un largo rato, volvió a escuchar los tumbos de la mar, miró adelante y se encontró con que había llegado a una gran ensenada.
Allí había gente. A lo lejos navíos a la ancla, gente pacífica que miraba desde la playa, soldados en gran número que desembarcaban. Por un movimiento instintivo, Antonio retrocedió y volvió a ocultarse en el bosque; si hubiera sido conocido, indudablemente le hubieran ahorcado.
Oculto permaneció entre los árboles, procurando observar; habían desembarcado muchas tropas, y artillería, y pertrechos de guerra, y luego aquellas tropas se organizaron y formaron en columna, y tomaron uno de los caminos y se pusieron en marcha.
Era el auxilio que iba a batir a los piratas; pero de seguro que cuando llegaran a la villa, ya Morgan y los suyos se habrían dado a la vela.
La tarde iba expirando, el océano se envolvía en sombras, el bosque estaba ya en la obscuridad, las olas se distinguían apenas por sus crestas espumosas, los árboles se dibujaban vagamente en el azul obscuro del firmamento, los tumbos de la mar se hacían más solemnes, y de la selva se levantaban mil rumores, mil cantos, silbidos de insectos, cantos de aves, murmullos de ríos, crujidos de troncos y de ramas, ruido monótono del viento entre la fronda.
La noche sobre las aguas y la noche sobre la tierra en el océano; silencio pavoroso, interrumpido sólo por el chocar de las aguas contra las rocas; en el bosque rumor confuso, interrumpido de cuando en cuando por causas que no alcanza ni la ciencia misma.
Antonio esperó, esperó; las luces de los navíos se apagaron, pero en ellos velaba la tropa que allí había quedado; en la playa ardían algunas lumbradas que fueron poco a poco extinguiéndose.
Reinó el mayor silencio entre los habitantes de aquella improvisada colonia; sólo se escuchaban algunas veces los ladridos de los perros que contestaban al lejano grito de alguna fiera de las selvas.
Antonio se atrevió entonces a salir de su emboscada, y a la escasa luz de las estrellas comenzó a caminar.
Siempre recatándose, siempre procurando marchar entre la maleza y no separarse mucho del bosque, llegó hasta un punto en que le pareció oír el rumor de algunas personas que hablaban en voz baja; dio un paso más, y descubrió un grupo de hombres que conversaban sentados en el suelo. Todos tenían armas, y debían ser sin duda algunos isleños emigrados de la villa, porque cerca de ellos había algunas cajas, y algunas mujeres dormían en el suelo cerca de allí.
Antonio se ocultó y procuró escuchar, y a las primeras palabras de aquella conversación, comprendió que había llegado al término de su viaje.
—Para que veais —decía uno de aquellos hombres— cómo Dios premia en esta vida las buenas acciones; os encontráis libre, y sano y salvo, y os reunís, cuando menos lo esperabais, con vuestra familia.
—Mucho tengo que agradecer a su Divina Majestad —contestó una voz demasiado conocida para Antonio.
—¿Y decís llamaros? —preguntó un tercero.
—Don Pedro Juan de Borica y Lenguado —contestó el hombre de la voz conocida, que era nada menos que el desollador, que ya creía tener segura su carta de nobleza.
—¿Y pensáis quedaros con nosotros?
—De seguro que no —contestó Pedro Juan— si me es posible, al regreso de esta armada me embarco para la Nueva España.
—Haréis bien, porque ya en esta isla no es posible vivir con tales cosas como en ella pasa. Además, estas dos señoras han padecido tanto, que necesitan mucho reposo, que aquí de seguro no tendrán.
—¡Pobrecitas! —dijo Pedro Juan— sólo Dios las pudo haber salvado de esos infames piratas.
Su conversación giró entonces sobre la vida y costumbres de aquellos hombres, a los que pintaba el desollador con los colores más espantosos que pudo encontrar en la escasa paleta de su imaginación.
Antonio estaba ya seguro de que Julia y la señora Magdalena estaban con seguridad y reunidas con Pedro Juan, a quien él miraba como una Providencia para aquellas dos mujeres.
Podía, pues, retirarse tranquilo; nada tenía que temer por su amada, ni nada tampoco podía hacer por ella; así se lo aconsejaba la prudencia; pero Brazo-de-acero estaba enamorado, y los enamorados casi nunca tienen que ver con la prudencia; es una virtud que les estorba, y Antonio no estaba exento de esa regla: quiso partir, pero quiso antes que Julia supiera que estaba cerca de ella, que la cuidaba, que la seguía, y que se separaba de ella cuando la miraba ya tranquila y fuera de riesgo.
Hablarle en aquellos momentos era imposible; escribirla ¿cómo?
Antonio recordó sus costumbres de la isla Española; caminó, dando un rodeo, hasta quedar en la parte opuesta donde se encontraba al principio, y cerca siempre del grupo en que estaba Julia, y comenzó a silbar una de las cancioncillas con que avisaba a la joven su presencia en la aldea de San Juan.
Los hombres, como era natural, no hicieron caso de aquello; pero Julia, que no dormía, se figuró al principio que soñaba, y lloró. Pero luego comprendió que no era sueño, y creyó que por una casualidad había alguien que silbara así para atormentarla con recuerdos tristes, y procuró no escuchar.
Antonio varió de aire, y entonces Julia se incorporó, sintiendo que se volvía loca. —¡Antonio! —exclamaba— ¡Antonio! ¡Imposible! ¿Cómo?
Brazo-de-acero seguía silbando; la señora Magdalena dormía, y Julia llegó a comprender que su amante estaba cerca de ella.
Antonio, a la escasa luz de la moribunda hoguera, vio la sombra de Julia que se incorporaba; no podía seguramente reconocerla; pero supuso que ninguna otra mujer hubiera fijado su atención en lo que él tenía por contraseña con la joven.
Los dos, pues, se habían reconocido, los dos sabían que estaban muy cerca el uno de la otra, y los dos comenzaron luego a meditar una manera de hablarse.
Julia, miedosa y tímida, la creyó imposible; Antonio, audaz y enamorado, la juzgó sencilla.
Comenzó a arrastrarse entre la maleza, que era más y más escasa a medida que se acercaba al lugar en que estaba la familia de Pedro Juan; además, la conversación de éste continuaba y era muy fácil que la descubriera; pero él quería hablarle a Julia, y estaba resuelto a conseguirlo a toda costa.
Por fortuna, los hombres estaban muy entretenidos, y la señora Magdalena dormía tranquilamente.
Antonio logró por fin estar cerca de su amada.
—¡Antonio, por Dios! —le dijo la joven en voz tan baja que parecía un suspiro— ¿qué haces?, ¡te van a descubrir!
—¡Julia! ¿Crees que podía yo abandonarte?
—¡Pero Antonio! estoy en seguridad. ¡Huye, aléjate de aquí! ¡Sálvate, yo te lo ruego!
—Ángel mío, no temas; me alejaré; pero he querido hablarte antes, para que sepas que velo por ti, que no te abandono…
—¿Piensas que lo he dudado nunca? ¡Ah!, ¿no te conozco? Pero ¡aléjate, por Dios!, ¡por nuestro amor! ¡Tengo miedo, mucho miedo por ti! ¡Si llegaran a descubrirte, me moriría yo de pesar! ¡Hazlo siquiera por mí, aléjate, amor mío!…
—Bien, Julia, te obedezco, pero no me olvides ni un instante.
—¡Nunca, nunca! ¡Tú eres mi solo pensamiento!
—¿Me amarás siempre?
—¡Siempre!, ¡siempre!
—¡Adiós! Ten fe en mis promesas.
—¡Adiós! ¡Fía tú en mis juramentos!
Julia tendió su mano, Brazo-de-acero la atrajo suavemente y depositó en ella un beso tan callado, que no lo escucharon ni las brisas del mar; y luego, con la misma precaución de antes, comenzó su retirada.
Julia escuchaba; el menor rumor, el ruido de la brisa entre la yerba, la espantaban, y creía que habían descubierto a Brazo-de-acero; los tumbos del mar que le impedían oír, la impacientaban.
Así permaneció más de una hora, y entonces exclamó:
—¡Dios mío, quizá ya estará en salvo!
Antonio, no sólo contento, sino verdaderamente orgulloso, se retiró del lado de Julia, y a fuerza de astucia logró ganar, sin que nadie le sintiera, la orilla de los bosques.
Para el hombre que ama de veras, la aprobación de la mujer que adora es la más hermosa de las victorias, porque en ella reconcentra él todo su mundo, y nada le importa el desprecio en la sociedad entera si ella está contenta.
Una mujer que es amada así, puede decir con orgullo: yo he inspirado esa acción grande; a mí me debe mi patria este héroe; a mí me debe la humanidad ese libro, esa institución benéfica; yo sostengo en la batalla ese corazón, en la ciencia ese cerebro, en la virtud ese ánimo; porque ese hombre lo hace todo por mí, por mí no más.
Brazo-de-acero pensaba en esto, y estaba orgulloso con el orgullo de su Julia, y meditando en esto, se recostó al pie de un árbol y se quedó dormido.
La juventud y el cansancio reconcilian el sueño aun en medio del mayor peligro. Antonio ni reflexionó siquiera el lugar en que se encontraba.
Durmió mucho tiempo, y soñaba con Julia; de repente sintió que le movían; abrió los ojos, y despertó.
Una multitud de gente le rodeaba.
—Éste es de los piratas —decía uno.
—Sí, es pirata —repetían otros.
—Levántate —le dijo uno de ellos, sacudiéndole fuertemente el brazo.
Antonio se levantó.
—Contesta ¿eres pirata?
—Venía yo con ellos —dijo Antonio con serenidad.
—¿Entonces eres pirata?
—Si lo fuera ¿estaría yo aquí durmiendo con tal tranquilidad?
El argumento debió parecer de mucha fuerza a aquellos hombres, porque se miraron unos a los otros.
—¿Pues cómo venías con ellos? —insistió uno.
—Cautivo desde la isla Española.
—Bueno sería preguntar a los otros prisioneros —agregó un tercero.
—Sí, sí —dijeron todos.
—Es ya imposible —replicó el que hacía de jefe— mirad que se hace a la vela el navío en que se van.
Todos volvieron el rostro en la dirección que aquél les indicaba, y Brazo-de-acero vio un navío de guerra que comenzaba a deslizarse majestuosamente sobre las aguas. Fijó su atención, y alcanzó a distinguir a Julia sobre la cubierta.
Antonio sintió que contra su voluntad, un suspiro salía de lo más hondo de su pecho. Aquella separación iba quizás a ser eterna, y este pensamiento le preocupó de tal manera, que se dejó atar sin hacer la menor resistencia.
Poco después, Brazo-de-acero caminaba hacia la villa, custodiado por un grupo de paisanos furiosos que le amenazaban a cada instante con darle la muerte.
Segunda parte. Los condes de Torre-Leal
I. La familia del conde
Una de las habitaciones más suntuosas entre las que habían construído en México los conquistadores españoles y sus descendientes, era sin duda la que ocupaban los condes de Torre-Leal.
Como todas, aquella aristocrática residencia estaba situada en la calle real de Ixtapalapa, que eligieron entre todas las de la ciudad los nuevos señores para levantar aquellos edificios que se llamaban en México modestamente casas, y que hubieran en otra parte podido apellidarse palacios.
Los condes de Torre-Leal descendían de una noble familia española, y a creer lo que decían los nobiliarios de la nueva colonia, sus antepasados habían resistido en una torre una invasión de los moros, y guardado el dominio de una comarca a don Alfonso el Batallador, o a alguno de los otros reyes de la península ibérica, que conservaron y ensancharon sus dominios merced a la grandeza heroica de sus corazones y al vigor de su brazo.
Sea de esto lo que fuere, los condes ostentaban en el escudo de armas de su familia, como recuerdo de aquella hazaña, en uno de los cuarteles, una torre de oro en campo azul, y llevaban el título antiquísimo, según ellos, de Torre-Leal.
Las crónicas o las tradiciones referían que el primer conde que llegó a México, vino como soldado de Hernán Cortés en busca de aventuras, gustó de la tierra, y se quedó de colono el que había venido de conquistador; tomó «solar» entre los que repartió Cortés, edificó casa, tuvo familia, y quedóse su descendencia en la Nueva España, siendo cada día más rica, más considerada y, al mismo tiempo, más orgullosa.
En los años que vamos a presentar a la casa al lector, el conde era el anciano don Carlos Ruiz de Mendilueta, y la condesa doña Guadalupe Salinas de Salamanca y Baus. El conde contaba ya sesenta inviernos, mientras doña Guadalupe tenía apenas veintidós primaveras.
La razón de esta diferencia era que don Carlos, viudo hacía ya muchos años, había pensado contraer segundas nupcias, y se fijó para ello en una joven hermosa y cándida, pero pobre, que vio casualmente una mañana en una iglesia. Aquella joven era Guadalupe.
El conde la observó durante la misa, la siguió a su casa, y se informó con los vecinos de su nombre y calidad. Ocho días después se presentó a pedirla en matrimonio. El conde era noble, rico, buen cristiano, tenía un genio bondadoso, y Guadalupe tenía quince años, era lo que puede llamarse una muchacha excelente: el matrimonio se arregló, y muy pronto don Carlos llevó al altar a su joven esposa, que se encendía de rubor bajo las curiosas miradas de la multitud que asistía a la ceremonia.
Don Carlos había tenido de su primer matrimonio dos hijos; el mayor, Enrique, pasaba en la ciudad la plaza de un calavera, y la menor, llamada doña Consuelo, había profesado en uno de los conventos de México.
Cuando don Carlos contrajo segundas nupcias, Enrique no manifestó el menor disgusto; por el contrario, conociendo que el aislamiento en que vivía su padre podía serle dañoso, celebró aquella boda como si hubiera sido la suya, y recibió a Guadalupe, si no con el respeto de un hijo, porque su misma edad se lo impedía, sí con el cariño de un hermano. El conde estuvo con esto contentísimo.
Un año después, Guadalupe fue madre, y Enrique llevó al niño a la fuente del bautismo.
Guadalupe tenía un hermano de mucha mayor edad que ella; llamábase don Justo, y era un hombre sombrío, taciturno, místico y avaro, según decía el vulgo.
Un mes hacía que el hijo de Guadalupe había sido bautizado, cuando don Justo se presentó en la casa del conde con el objeto de felicitar a su hermana.
Guadalupe estaba casualmente sola, y su hermano se acercó a la cama, colocó allí un sitial y se sentó.
—¡Tienes un hermoso niño! ¡Gracias a Dios! —dijo don Justo.
—Está muy hermoso ¿es verdad? —preguntó Guadalupe con todo el orgullo de una madre.
—Mucho; parece un ángel: Dios me perdone la comparación.
Guadalupe besó a su hijo, y lo miró y volvió a besarlo.
—Dios te lo conserve, hermana, y lo haga un santo, y muy feliz ¡pobrecito! —agregó don Justo con aire compungido— ¡qué lástima me da!
—¿Por qué? —preguntó espantada Guadalupe.
—¿Por qué? Vaya, bien lo comprendes tú; no finjas.
—¡Ay, no! Dime, por Dios ¿amenaza alguna desgracia a mi hijo?
—¿No nos oirá nadie?
—No.
—Pues óyeme —dijo don Justo en voz muy baja— ¿qué no te parece desgracia que este angelito que es nuestra sangre, no sea el heredero del condado de Torre-Leal, y vaya a ser un triste segundón?
—Dios lo ha dispuesto así —contestó Guadalupe— además, el conde me quiere demasiado, y no dejará a su hijo en la miseria.
—No, no digo yo tanto; pero siempre… eso de que tú fueras la madre del conde, y yo su tío…
—Pero ésa es la fortuna del que nació antes que mi hijo.
—¿Y si se pudiera en esto hacer alguna cosa?…
—¿Alguna cosa? —preguntó con extrañeza Guadalupe— ¿qué quiere decir eso?
—Pues… ya supondrás; todo el obstáculo para que tu hijo sea el conde, es ese calavera de don Enrique.
—¿El heredero legítimo?
—Sí; pero si él faltara…
—Entonces mi hijo sería el conde.
—Y es fácil que muera.
—¿Quién?
—Don Enrique.
—Ya lo creo; con esa vida de disipación que lleva, espadachín y quién sabe qué más… muchas pesadumbres le da a su buen padre.
—Sería bueno ayudarle al destino.
—¿Cómo?
—Sí; procurar que desaparezca el don Enrique.
—¡Un crimen! ¡Dios mío, qué horror!
—No, no precisamente un crimen.
—¿Pues qué?
—Así, algo, un plan; no sé cómo explicarte…
—No, Justo, no me hables de eso; Dios sabe lo que dispone, y me conformo con su voluntad.
—Piénsalo bien…
—Eso no tiene ni qué pensar, Justo…
—La suerte de tu hijo…
—Dios cuidará de él.
—Vaya, eres una niña, nada quieres hacer; pero al fin sobrino mío es, y yo veré lo que hago.
—Justo, no harás nada; te lo suplico.
—Déjame obrar.
—No, no quiero.
—Eres una tonta, hermana. Adiós.
—Justo… Justo… —gritó Guadalupe.
Pero don Justo, sin detenerse ni contestarle, había salido ya de la estancia.
II. Las primeras asechanzas
Don Enrique era un joven a quien pocas mujeres podrían resistir; rico hasta la opulencia, dotado de una figura arrogante, de un ingenio claro, heredero de un antiguo título de nobleza, valiente hasta la temeridad, gran jinete, diestrísimo en el manejo de las armas y en todos los ejercicios corporales, con tanta facilidad improvisaba un romance o unas seguidillas como manejaba una lanza.
Por esto mismo, don Enrique se sentía dueño de toda la tierra que pisaba, y no había empresa a la que no acometiese, con tanta indiferencia en el peligro como en el triunfo; y sin embargo, don Enrique tenía el corazón más bien formado que el cuerpo; hubiera sido capaz de arrojarse al fuego por salvar a un desconocido, o arremeter contra cualquiera porque le veía maltratar a un niño; muchas veces le veían servir de diestro a algún ciego para atravesar una bocacalle, formando el más notable contraste su rico traje de seda y terciopelo, cubierto de oro, y su robusta juventud con los harapos y ancianidad del mendigo.
Don Enrique era conocido y querido de todo el mundo.
Pero el diablo le había tentado por el lado del amor, y el diablo, que no debe tener mucha dificultad para conocer el flanco débil de los hombres, se convenció de que por este lado poco tenía que luchar con aquella alma para vencerla, y sopló, y don Enrique resultó más enamorado que un gallo.
Las muchachas, que tenían ojos, como todas las hijas de Eva, para su perdición, no dejaban pasar desapercibidas las cualidades del doncel, y a pesar de la bien merecida fama que gozaba de voluble, nunca cobraron experiencia en cabeza ajena, y esperando cada una, cegada por su amor propio y fiada en sus gracias, fijar aquel corazón, fueron, una en pos de otra, muchas, galanteadas, amadas y olvidadas. Sólo que don Enrique tenía el talento de separarse de los amores de una dama, conservándola como su amiga.
En la época a que nos referimos, el heredero del conde de Torre-Leal bebía los vientos, como dice el vulgo, por la lindísima doña Ana de Castrejón, hija única de un español rico que había muerto hacía pocos años.
Doña Ana era una joven de esas que ahora se distinguen con el apodo de coquetas; vivía sola con su madre, gastaba con profusión el dinero, asistía a todos los bailes y a todas las diversiones, tenía un gran círculo de adoradores, y era en esto de constancia y de fe con sus amantes, digna representante de don Enrique entre el bello sexo.
Ana y don Enrique se encontraron en el mundo, y cada uno de ellos comprendió al otro, y se respetaron como enemigos poderosos que no se atrevían a medir sus fuerzas: cada uno de ellos conoció que era aquélla, si se empeñaba, una lucha muy peligrosa, y durante mucho tiempo pasaron indiferentes uno al lado del otro, deseando cada uno que su enemigo emprendiera un ataque para vencerlo o para sujetarlo enteramente.
Pero ninguno de los dos, por más que lo deseaban, se atrevía a tomar la iniciativa.
—Esta mujer —pensaba don Enrique— desea que yo la galantée para burlarme y vengar a su sexo. ¡Cuidado!
—Este hombre —pensaba doña Ana— quiere hacerme creer que no fija su atención en mí, para interesar mi amor propio y hacer más fácil su conquista. ¡Cuidado!
Y los jóvenes decían a don Enrique:
—¿Quieres explicarnos por qué tú, tan enamorado, no piensas jamás en galantear a la hermosísima doña Ana?
—Yo mismo no lo sé —contestaba don Enrique.
Y las muchachas decían a doña Ana:
—¿Qué milagro es ese de que no hayas hecho caer a tus pies a don Enrique?
—Nunca he pensado en ello —contestaba Ana, y seguía hablando de otra cosa.
Así pasaban los días, y don Enrique y Ana se encontraban continuamente, fingiendo que ni se miraban, pero pensando siempre el uno en el otro, y haciendo ya un negocio de orgullo aquel triunfo, en el que realmente poca parte debía tener el corazón.
Por fin, un día la suerte tuvo que decidirse, y en un baile los dos jóvenes se encontraron y tuvieron que hablarse, y aquella conversación se animó y se prolongó, y nadie quiso interrumpirlos, porque conocieron que había llegado la hora de la lucha, y todos tenían deseos de saber quién vencería.
—Ha ya algún tiempo —decía Ana— que os miro triste —y esto era falso, pero Ana creyó que así podría emprenderse el combate.
—Señora —contestó don Enrique, conociendo la intención de la dama y aceptando el terreno en que se preparaba la batalla— quien tiene el corazón herido, mal puede mostrar alegría en el rostro.
—¿Estaréis apasionado? —dijo la joven, entrando audazmente en materia.
—En la juventud, señora ¿quién no lo está? —contestó don Enrique, esquivando el golpe.
—Puede ser que sea la enfermedad de la juventud; pero o yo no soy joven, o debo ser de distinta naturaleza, porque ya no siento aún esa enfermedad.
—Casi es imposible, señora.
—Podéis creerme.
—¡Vos, tan hermosa, tan interesante, tan pretendida!…
—¿Quizás poetizáis?
—¡Señora, si la verdad es poesía, poetizo!
—Soñando.
—Digo lo que siento y lo que veo…
—Esta noche estáis por demás galante.
—Esta noche digo lo que otras muchas he pensado.
—¿De veras?
—Podría jurarlo.
Doña Ana lanzó a Enrique una mirada llena de fuego, que él contestó con el mismo entusiasmo.
A partir desde aquellos momentos, las relaciones amorosas entre ambos fueron haciéndose más estrechas y más públicas cada día.
Doña Ana no dejaba de sonreír dulcemente a todos sus otros apasionados, ni don Enrique perdía ocasión de galantear a otras damas; pero en el fondo todos comprendían que esto no era sino efecto de sus antiguas costumbres, y que o bien por amor o bien por orgullo, don Enrique y doña Ana se guardaban fidelidad.
La gente comenzaba a creer que al fin los dos se habían ya fijado para siempre y que aquello pararía en un matrimonio.
La madre de doña Ana se llamaba doña Fernanda, y estaba tan orgullosa de la beldad de su hija y de sus triunfos amorosos, que jamás entró en su cerebro la idea de reconvenirle. Doña Ana había llegado a ser el ama en su casa, la dueña absoluta de sus acciones, y su madre no hacía sino acompañarla a las tertulias y a las diversiones.
Los amores de don Enrique con doña Ana causaron a doña Fernanda el mayor placer; casar a su hija con el heredero de Torre-Leal, hubiera sido para ella la suprema felicidad, y aunque jamás había hablado con su hija de esta clase de asuntos, aquella ocasión le pareció indispensable tratar con ella el modo de realizar el matrimonio, ayudando con su experiencia a la hermosura y a la seducción de Ana.
Una noche que estaban solas la madre y la hija, doña Fernanda quiso aprovechar la oportunidad.
—Hija mía —le dijo— quizá te parecerá extraño lo que voy a decirte, porque no me he mezclado jamás en tus asuntos; pero hay cosas en las que me parece muy prudente y de estrecha obligación aconsejarte.
—¡Vaya un milagro, madre! ¡Y cuándo os acordáis de eso!, ¡ahora que soy ya una mujer formal y que he adquirido en el mundo tanta experiencia!…
—Ni en la misma vejez, hija mía, es bastante la experiencia adquirida; escúchame. ¿Qué tal vas en tus amores con don Enrique?
Ana miró a su madre con extrañeza y como admirada de aquella intempestiva pregunta.
—No te admires —continuó doña Fernanda— eres mi hija, deseo ante todo tu bien, y te hago esta pregunta porque creo que en esas relaciones debes tener muchísimo cuidado.
—¿Creeis, madre mía, que soy una niña a quien podrá burlar a su antojo Enrique?
—No; creo que tienes demasiado mundo, y lo que temo no es que se burle de ti, sino que tú no tengas bastante destreza para obligarlo a casarse contigo.
—No he pensado en eso.
—Ahí está precisamente el mal, y por eso he querido hablarte.
—Pues hablemos, madre mía.
—Ana, tú eres joven y bella, a mi lado nada te falta, y el día que yo muera, serás lo que puede llamarse una persona rica; pero las mujeres solas no están bien en la sociedad; las mujeres hemos nacido para casarnos; es fuerza que tú tengas un marido, y nadie puede convenirte mejor que el conde de Torre-Leal.
—Aun no es conde.
—Pero lo será, y muy pronto; conque vamos a lo que importa. ¿Jamás te ha hablado de matrimonio?
—Nunca; pero dice que me quiere mucho ¿no es bastante?
—He aquí cómo sois las jóvenes; con palabras tiernas os dais por satisfechas…
—¿Pero qué he de hacer si él no me dice?
—Pues obligarle, obligarle.
—¿Y cómo?
—¿Le has dicho tú que le amas?
—Sí, madre mía.
—Eso es, por eso son ellos tan volubles; nada de dificultades, nada de lucha; como agua que va en el arroyo, todo se les viene a las manos a pedir de boca.
—¡Pero madre mía!…
—Vaya, por eso hoy una niña cuesta tal trabajo cuidarla. En mi tiempo, hija mía, el sí se daba en cambio de la palabra de casamiento; éramos muy prudentes…
—Vamos, madre mía, no me burléis así, que segura estoy de que mi abuelita os dijo a vos lo mismo que ahora me decís, y que ella lo oyó también de boca de su misma madre…
—Será lo que tú quieras, pero lo que te digo es la verdad.
—Bien, lo será; pero si ya alcanzó don Enrique mi correspondencia sin condiciones ¿qué remedio me queda?
—Veremos, veremos; es preciso para exaltar su pasión, ponerle infinitas dificultades, que ya no vengan de ti, sea yo quien las presente.
—¿Vos?
—Yo, yo misma; dirasle que me opongo a vuestros amores porque llegué a saber que es un hombre de mala cabeza, y que te he amenazado con meterte de monja antes que consentir en vuestro matrimonio.
—Pero si él nada me ha dicho de matrimonio.
—Por eso soy yo la primera que menciono tal cosa ¿entiendes? Esa palabra que tú pones en mi boca, pero él oye de la tuya, abre un camino nuevo a vuestras amorosas relaciones.
—¿Y si por esto se desalentase?
—No lo creas; tú no conoces a los hombres: quizá le produzca mal efecto al principio; pero después será más ardiente y apasionado. Y aquí en confianza te diré que don Justo, el hermano de doña Guadalupe la condesa, me ha referido que don Enrique se muestra cansado…
—¡Ay Dios, madre mía!…
—Precisamente éste es el resultado de la falta de obstáculos, y ésta es la que vamos a remediar: conque ten confianza en mí y haz lo que te digo, y verás, verás.
—Bien, madre mía, lo haré.
—Pues aprende bien la lección: de hoy en adelante me pintarás a sus ojos como un enemigo terrible de vuestros amores; me opondré a que lo veas, y llorarás, y le darás citas a deshora, cortas, llenas de sobresalto y de zozobra; al llegar le saludarás apenas, y luego huirás, diciendo: «¡Idos, idos, por Dios, don Enrique, viene mi madre! ¡Somos perdidos!».
Ana lanzó una alegre carcajada oyendo el relato de aquellas comedias que se preparaban; jamás había tenido amores de esa clase, y le parecían muy divertidos.
—Yo —continuó doña Fernanda— te privaré muchas veces de ir a bailes y paseos…
—¡Ay madre mía, qué rigor!
—Es fuerza hacerlo; de otro modo nada creería, y no se aventajaba nada.
—¡Es lástima!
—Algunas veces te encerraré, y no le verás a él ni a ningún otro, y entonces le enviarás una esquela llena de quejas y de protestas amorosas.
—Pero si apenas sé poner mi nombre, y eso tan mal, que vos misma no lo entendéis.
—Eso nada importa. Yo no, porque no sé; pero un amigo de confianza, el mismo don Justo, que me ha prometido ayudarme en todo, las escribirá, o nos valdremos del padre Fray José del Carmelo.
—Mejor de don Justo, porque con fray José me confieso, y me causaría mucha pena.
—Bien, del que tú quieras, eso no importa; hágase el bien, y no importa quién.
—Perfectamente; me gusta, me gusta.
—¿Conque ya comprendes?
—Sí, comprendo.
—Pues adelante. Desde mañana mismo comienzas, y me dices cuanto te pase, y yo te aseguro que antes de cuatro meses, si Dios no dispone otra cosa y el viejecito conde se va a gozar de su Divina Majestad, tú eres la señora condesa de Torre-Leal.
—Dios quiera, porque me habéis hecho pensar en ello y desear lo que no me había imaginado. Ya veréis, ya veréis si soy capaz de hacer todo eso que me habéis dicho, y mucho más.
Doña Fernanda se retiró, orgullosa de la lección que había dado a su hija y de la inteligencia de ésta.
Ana comenzó a soñarse desde aquella noche la condesa de Torre-Leal y figurarse el blasón que pondría en la puerta de su carroza, y las armas bordadas en el pañuelo, y las libreas de sus lacayos, y todo aquel tren aristocrático y suntuoso de la antigua nobleza.
Ana había pensado antes en el triunfo de tener por adorador a Enrique; desde esa noche quiso tenerle por esposo.
III. El Indiano
Uno de los hombres más notables en México en aquella época, era don Diego de Álvarez, conocido en la ciudad con el sobrenombre del Indiano. Mozo aún, rico, espléndido y amigo de diversiones, don Diego era uno de los jóvenes a la moda entonces.
Contaba el Indiano cuando más treinta años, y su fisonomía revelaba que pertenecía a raza indígena pura: esbelto, robusto, con el pelo negro y lacio, la tez cobriza, escaso bigote y sin barba, cualquiera le hubiera podido señalar como un legítimo descendiente de Motecuzoma.
Don Diego había llegado a México muy rico, pero sin saber nadie su procedencia; unos le creían originario de las provincias internas, otros de Antequera, los otros de Zempoala o de las márgenes del Grijalva, y algunos aseguraban que había venido de la Cuba o de la Española. Él por su parte jamás dio explicaciones, y su origen quedó envuelto en el misterio, formándose sobre él extrañas leyendas que aumentaban su prestigio entre las mujeres.
A pesar de esto y del poco aprecio que se hacía entonces a los criollos, las riquezas de don Diego hicieron olvidar pronto cuanto de él se decía, y le dieron un lugar preferente entre la buena sociedad, y sólo los virreyes, que no podían aclarar sus dudas y que de todo desconfiaban, no se dieron por satisfechos y siguieron con su mirada indagadora hasta las acciones más insignificantes del Indiano.
Don Diego fue uno de los más ardientes adoradores de doña Ana, y precisamente fue el que cayó de su gracia cuando el noble heredero de los condes de Torre-Leal se apoderó del amor de la joven. De aquí nació entre ellos una rivalidad que bien pronto, con el desdén de la dama para uno y el favor para el otro, se convirtió en un odio terrible que ambos alimentaban en silencio, esperando un momento oportuno para satisfacerlo.
Don Enrique se había gloriado un día públicamente de haber quitado la dama a su rival, y éste se pavoneaba con el orgullo de haber sido el primer dueño de aquella hermosura. Estas palabras imprudentes llevadas por amigos más imprudentes aún, hicieron casi imposible toda reconciliación entre aquellos dos hombres.
Don Diego meditaba proyectos de venganza que don Enrique presentía y procuraba prevenir viviendo en guardia.
Doña Ana con los sabios consejos de su madre comenzó a cambiar de táctica con su amante; algunas veces se pasaban varios días sin que éste pudiera hablarla, y llegó por fin a hacerle comprender que había entre ellos obstáculos casi insuperables.
Por supuesto que tales manejos no podían menos de dar el resultado que se deseaba, y don Enrique comenzando por un capricho sus amoríos con Ana, llegó por este medio a estar completamente apasionado.
Cuando un hombre llega a esta situación, por clara que sea su inteligencia y grande la fuerza de su voluntad, sigue como un niño las menores indicaciones de la mujer que ama, no comprende jamás que se engaña, se irrita contra el que intenta sacarle de aquella esclavitud, y no vive sino para aquella mujer, que es siempre para él o la redención o el abismo.
Los viejos y los hombres que se llaman de mundo, son generalmente los que se encuentran más expuestos a padecer esta terrible enfermedad de corazón, y don Enrique y don Diego habían llegado a padecerla simultáneamente por la misma mujer.
La pérdida repentina del amor de doña Ana en el uno, y los obstáculos imprevistos en la pasión del otro, habían inflamado aquellos dos corazones jóvenes y ardientes.
Don Enrique se sentía capaz de cualquier sacrificio por Ana, pero la idea de casarse con ella le parecía un sacrilegio. Por nada en el mundo hubiera prescindido de aquella mujer; pero las ideas de nobleza que le habían infundido desde su niñez, le hacían ver como imposible una boda con una mujer que, además de ser hija de un comerciante que no era ni aun hidalgo de aldea, gozaba de no muy buena reputación en la corte por los constantes galanteos de que había sido objeto, y que, según opinión general, había recibido con buena voluntad.
Acercábase el día de San Hipólito, y la ciudad de México disponía magníficas fiestas para celebrar el 13 de agosto la entrada de Hernán Cortés a Tenoxtitlán y la caída del imperio de los aztecas.
Las damas preparaban galas y joyas, los donceles soberbias cabalgatas; se adornaban ya con anticipación las fachadas de las casas; en las calles por donde debía pasar la comitiva que sacaba en triunfo el pendón del conquistador, levantábanse tablados para decir loas y para contemplar el paseo, y hasta los templos comenzaban a disponerse para celebrar aquel día de gloria para los españoles y de luto y tristeza «para los criollos».
Según decía el vulgo, jamás se había visto un lujo semejante; el cabildo y las autoridades que funcionaban en aquel año querían eclipsar a todos sus antecesores y mostrar su lealtad y adhesión a S. M. con músicas y cabalgatas, luces y saraos, y toros y cañas, y loas y gangarillas.
Era ya la víspera del día grande, y la animación en la ciudad era extraordinaria; por todas partes se veían sastres y talabarteros, y bordadores y tiradores de oro, y lacayos y esclavos, ir y venir, llevando con gran cuidado loza de china, riquísimas faldas bordadas, gregüescos y ropillas de terciopelo, monturas y sillas recamadas de oro y plata, plumas, flores, joyas, costuras de brocado, en fin, objetos de fabulosos precios que apenas podía adivinarse el uso que se iba a hacer de ellos.
En los balcones de las casas había elegantes cortinajes de damasco, de burato, bordados de sedas de colores, y se habían colocado allí en aparadores hechos a propósito, vajillas de plata, de oro y de porcelana del Japón, flores y plantas raras y exquisitas en fantásticos tibores de China, formando todo aquello una mina de riquezas capaz de ser el precio de un reino.
Don Enrique paseaba con algunos de sus amigos, divirtiendo su ánimo con estos preparativos, y alimentando su esperanza de ver al siguiente día a doña Ana, y de lograr en el bullicio de las fiestas una oportunidad para hablarla.
Pasaba por la Plaza, frente a la capilla que se llamaba de los Talabarteros, por pertenecer a su gremio los encargados de cuidar y sostener su culto, cuando advirtió que un negrillo le seguía y le hacía señales de quererle hablar.
El joven vaciló un momento, dudando si a él se dirigía el negrillo; pero distrájose luego con la gente y no pensó más en él. Llegaron así a la esquina de la calle de Tacuba, el joven mirando a los balcones y el negrillo siguiéndole sin poder alcanzarle por la multitud de gente que entre ellos se interponía.
Por fin, don Enrique se detuvo un momento; el negro se aprovechó, llegó a su lado y le tiro discretamente del ferreruelo. Volvió el joven la cabeza, y entonces el negrillo le enseñó una esquela, llevando al mismo tiempo un dedo a sus labios para indicarle silencio.
Había cerca el zaguán de una casa; don Enrique se dirigió a él y entró seguido del negrito. Los amigos, que comprendieron que se trataba de alguna aventura amorosa, quedaron afuera cubriendo la entrada, y don Enrique, considerándose seguro porque no podían verle los que pasaban por la calle, abrió la esquela y púsose a leerla. Decía la carta:
Amor mío:
Mañana esperaba yo verte y hablarte, pero es imposible; soy muy desgraciada: mi madre sabe que te preparas a salir capitaneando una de las cabalgatas, y no me dejará salir a la calle en el día, ni asistir en la noche al sarao.
Si me amas, si quieres que tenga yo la inefable dicha de hablarte y de estrechar siquiera tu mano, a las doce de la noche de mañana te espero en la reja del piso bajo, en mi casa. ¿Vendrás? Creo que sí, porque no querrás que muera yo de pena un día en que todos gozan tanto.
Tuya hasta la muerte.
ANA.
—¿Te dijo algo tu señora de palabra? —preguntó Enrique al negrito, después que hubo leído la carta.
—Mi señor, mi amita que besa las manos de mi señor, y que usía es muy su dueño; que ahí dice que mañana no dejarán salir a mi amita porque no vea a mi señor; pero que lo espera a las doce de la noche en las rejas de un cuarto bajo que da a la calle, a esa hora que dormirá ya mi ama grande.
—Bien ¿y crees tú que podrá estar allí?
—Mi señor, sí, porque es el cuarto de Faciquía, la nanita que fue de mi amita, y que sabe los asuntos de mi señor tan bien como yo, y Faciquía cuidará si baja el ama grande.
—Pues dile a tu amita que no le escribí porque me diste la carta en la calle; pero que antes faltaría el sol en nacer mañana, que yo en ir a la cita.
Don Enrique sacó de una rica limosnera una moneda de oro que entregó al negrillo, y le dijo con dulzura:
—Vete, y no olvides lo que te digo.
—No, mi señor —contestó el negro, besando la moneda y saliendo a la calle.
Don Enrique guardó cuidadosamente la esquela, y salió después, seguido de sus amigos.
Aquella escena había tenido un testigo, que si nada había oído, casi lo había adivinado todo. El Indiano estaba casualmente en una casa que estaba en frente del zagúan en que don Enrique se había entrado con el negrillo, y por la altura en que se encontraba, podía dominar muy bien el espectáculo, y ver por encima de las cabezas de los que cerraban la entrada.
Conoció desde luego a su rival, y la agitación que sintió en el alma, le hizo comprender que allí se trataba de doña Ana.
Aquella carta, aquel negrito que hablaba a don Enrique con tanto misterio, la alegría que se pintaba en el rostro del heredero de los condes de Torre-Leal, el dinero que daba el emisario, y el cuidado con que guardaba el billete, todo le hizo sospechar de lo que se trataba; así es que luego que vio salir al negro, tomó su sombrero, y mirando antes el rumbo que tomaba, se precipitó a la calle en su seguimiento.
El negro caminaba de prisa; pero el odio y los celos daban ánimo al Indiano que iba en su persecución, y al llegar a la Plaza Mayor logró alcanzarle.
El negro sintió que le tocaban por detrás, volvió a ver quién era, y quedó admirado al encontrarse con un caballero tan ricamente vestido.
—¿Eres esclavo de mi señora doña Ana?…
—Sí, mi señor —dijo el negrito, sin dejarle concluir— soy esclavo de mi señora doña Ana, para servir a vuestra señoría.
—¿Quieres que te haga yo un negro muy rico?
—Como quiera mi señor —contestó el negro, más admirado.
—Pero me vas a decir una cosa.
—Sí, mi señor.
—¿Qué viniste a hacer, y qué dijiste a ese caballero con quien acabas de hablar?
—Mi señor, yo no he hablado con ningún caballero —contestó hipócritamente el negrillo.
—Vamos, no mientas. ¿Cómo te llamas?
—Juaniquillo me dice mi amita.
—Bueno, Juaniquillo ¿qué le decías a ese caballero con quien hablabas en la calle de Tacuba?
—Mi señor, ése es un secreto de mi amita.
—Cuéntamele.
—¡Ay, mi señor, imposible! ¡Me pegaría mi amita!
—Pero si no lo sabe, y yo te doy un regalo.
—Sí lo sabe, sí lo sabe, y me pega.
—Vamos, no seas tonto; dime, mira, esto te doy —y el Indiano enseñaba al negrillo una hermosísima cadena de oro que traía al cuello.
Juaniquillo lanzó una mirada ardiente a la cadena, y extendió su mano instintivamente.
—Tuya será —dijo el Indiano retirándose— pero dime lo que te pregunto.
El negrillo reflexionó un momento, y luego dijo:
—Se lo diría a mi señor; pero el pobre de Juaniquillo tendría que huir con los cimarrones.
—No, entonces no; yo quiero que continúes en la casa, para que me sigas dando razón siempre que te pregunte.
—¿Y siempre me dará mi amo cadenas de oro? —preguntó el negro con alegría.
—Cadenas y otras cosas mejores.
—¡Ah! bueno, mi señor.
—¿Te conviene?…
—Sí; le gusta a Juaniquillo muchas cosas ricas y buenas.
—Dime ¿qué viniste a decir?
—Que mi amita le envió papel a don Enrique, y que lo espera mañana a las doce de la noche.
—¿En dónde?
—En la casa, en las rejas del cuarto de Faciquía, la nana negrita de mi amita.
—¿Y él qué dijo?
—Que iría, mi señor.
—Bien, toma la cadena, y pasado mañana me buscas por aquí en el día; pero pones mucho cuidado de cuanto se diga en la casa.
—Sí, mi amo.
—¿Puedes oír lo que allí hablan?
—¿Mi amita y mi ama grande?
—Sí.
—Por supuesto.
—Todo necesito saberlo pasado mañana.
—Lo sabrá mi amo.
—Vete, pues.
El Indiano desprendió de su cuello una riquísima cadena, y la puso en manos del negro.
Juaniquillo la miró, y luego guardándola en el seno, apretó a correr para su casa.
El Indiano se quedó mirándole, y cuando el negro torció por la calle de Ixtapalapa, él se dirigió para la de Tacuba, y entró en la casa de donde le hemos visto salir.
IV. Marina
La casa en que entró don Diego en la calle de Tacuba, era grande y suntuosa; había en el patio muchos esclavos y lacayos que se descubrieron respetuosamente al ver al Indiano. Don Diego subió lentamente la escalera y penetró en las habitaciones, hasta llegar a una hermosísima sala.
Los muebles, los tapices y todos los adornos eran de un gusto exquisito; pero se notaba a primera vista que las costumbres españolas estaban todavía en lucha allí con las de los naturales del país.
Los adornos eran, en lo general, ricos penachos de exquisitas plumas de todos colores; los tapices eran de algodón bordados y recamados de oro y de plumas, y a los pies de los estrados había tendidas enormes pieles de tigres, de leones y de osos, que conservaban las cabezas de las fieras y que tenían las garras de oro y de plata.
Había allí algunas mesas cargadas de figurillas, también de plata y de oro, y de jarrones del Japón, y de flores lindísimas que perfumaban el ambiente.
La sala estaba enteramente desierta cuando entró en ella don Diego; pero casi al mismo tiempo se abrió una de las puertas y apareció una mujer. Aquella mujer era joven, y nadie entonces hubiera vacilado en reconocerla como una mexicana de sangre pura.
Sus ojos eran negros y ardientes, su pelo azuleaba como el ala de un cuervo, sus labios rojos y sumamente delgados dejaban entrever unos dientes blancos, iguales, y con un esmalte tan brillante como el del marfil. El color de su rostro no era cobrizo como el de don Diego; era lo que puede llamarse una trigueña del color del trigo.
Vestía una túnica azul bordada de negro, sin mangas ni justillo, y ceñida al cuerpo por una gruesa cadena de oro que, dando algunas vueltas a su cintura, dejaba colgar sus dos puntas por delante. Llevaba en sus desnudos brazos ricas pulseras de oro, y sujetaba su negro cabello una especie de diadema muy angosta y de oro también.
El Indiano al verla entrar, se levantó y se dirigió a su encuentro.
—Don Diego —exclamó la joven— estaba triste porque creía que no volvías.
—¿Estabas triste, doña Marina?
—¿Estarán alegres las flores cuando se oculta el sol?
—Pero el sol, señora, vuelve siempre porque sabe que le esperan las flores, y brilla sólo porque brilla por ellas.
—¿Es verdad?
—Señora, cuando no hay una flor en el invierno, el sol se entristece, y se cubre con sus nubes porque no hay flores.
—No, don Diego; mueren las rosas porque el sol se cubre.
—Doña Marina ¿por qué tardó mi dicha hoy, y no te vi temprano?
—Cuando salí en tu busca habías partido. ¿Te cansó el esperarme?
—Salí para volver muy pronto y repetirte mi amor.
Doña Marina tomó a don Diego de la mano y lo atrajo con dulzura hasta sentarlo a su lado.
—Don Diego —dijo, mirándole con ternura— ¿por qué te empeñas en permanecer aquí? Este aire es fatal para nosotros: el árbol que crece en las selvas, languidece con el ambiente de las ciudades; la flor de los campos muere en los jardines: vámonos, señor; volvamos a nuestras selvas y a nuestras campiñas, allí, donde me decías cosas tan bellas, a la luz de la luna; allí donde el viento iba cantando nuestros amores; allí donde el arroyo repetía nuestros besos. Aquí todo lo que nos rodea es triste, sombrío; aquí ni flores, ni árboles, ni arroyos; hombres y mujeres que nos observan con curiosidad; aquí los rostros, y las armas, y las fiestas de los conquistadores: ¿por qué se empeña mi amor en vivir en esta cárcel?
—Tienes razón, doña Marina; es preciso huir de este ambiente emponzoñado: aquí las mujeres no aman con el corazón sino con la cabeza; la mano que estrecha la nuestra, busca sólo probar nuestra pujanza para combatir con nosotros; aquí se respira el aliento de la esclavitud. Sí, nos iremos; pero más tarde, más tarde.
—¿Por qué más tarde, señor? ¿Es porque ya no me amas como antes? ¿Es porque mis ojos ya no son bellos para ti, ni dulce mi aliento, ni grata mi voz, ni bello mi rostro?
—Doña Marina, no digas eso; cada día te amo más, porque te comparo con las otras mujeres, y si alguna de ellas ha podido alucinar a mi alma un momento, su hermosura se ha eclipsado a tu solo recuerdo, como palidecen las estrellas al nacer el sol.
—¡Oh, ésa sería para mí la suprema felicidad! Te adoro, don Diego, y soy tuya, tuya desde que éramos niños; tú me amabas también, pero quisiste venir a México, y yo callé y lloré; lloré porque temía perderte; pero luego dije para mí: sí, que vaya, que vaya; creerá que hay en el mundo una mujer que ame como yo sé amar; que vaya, que conozca cuánto engaño, cuánto doblez encierran en su pecho todas esas damas cuyas historias nos refieren aquí los viajeros; que las ame, que le hagan padecer, y entonces volverá sus ojos a mí, y me encontrará digna de él, y guardando su amor, como guarda su perfume el capullo de la rosa. Esto dije, y me consolé, don Diego; y como se cierran las flores cuando el sol se oculta, para abrir su cáliz puro con la aurora; llegó la noche de la ausencia, y mi alma se cerró esperando la mañana de tu amor, y esperé, y esperé, y con los vientos que venían te enviaba mis besos y mis suspiros, y a los que iban les preguntaba por ti, y tu imagen estaba allí, y la buscaba en las sombras de nuestros bosques y al margen de nuestros arroyos. Los soles pasaban, y moría una luna y nacía otra, y en vano te esperaba; los árboles perdían sus hojas, y luego volvían a vestirse, y cuando veía yo sus tiernos brotes, decía: «Antes que caigan esas hojas estará aquí». Los vientos fríos arrastraban aquellas hojas secas entre el bosque, y yo lloraba porque tú no estabas allí.
Dos lágrimas rodaron por las mejillas de la joven. Don Diego la estrechó contra su pecho y besó su frente.
—Por fin, me decidí; sentía la muerte que se acercaba, y no temía morir, sino morir lejos de ti y sin verte: emprendí mi viaje, y después de muchos días llego a tu lado, en esta ciudad en que todo me asombra y me da miedo: ¡ay don Diego!, ¿y cómo te encuentro? triste, sombrío. Apagado el brillo de alegría de tus ojos con las huellas del padecimiento impresas en tu rostro, señor; tú has sido desgraciado aquí; por eso odio a estas mujeres; no porque me han robado algunos días tu amor, sino porque no han sabido comprenderte; porque tímidas o engañosas palomas, no han podido seguir en su vuelo al águila de nuestros bosques.
—¡Doña Marina!, ¡qué criminal soy! porque jamás debí haber puesto mis ojos sino en ti, tan noble, tan bella, tan digna; pero el cielo se ha encargado de la venganza: yo no comprendí ni tu amor ni la grandeza de tu alma, y estas mujeres, señora, no me han comprendido, ni han medido la altura de mis pensamientos.
—Don Diego, me horrorizan esas mujeres, porque yo conozco tu corazón, y comprendo lo que te habrán hecho sufrir; pero, amor mío, vuelve a mí, vuelve; te adoro como siempre; pura está para ti mi alma; el fuego de mi pasión ha vivido inextinguible en mi pecho, y sólo tiemblo ante la idea de que no seas ya para mí lo que eras antes.
—¡Marina! ¡Marina! el frío del infortunio ha tostado mi frente, ha apagado el ardor en mis miradas, pero aun está virgen mi corazón; porque estas mujeres que han reído de mí, que han querido jugar con mis sentimientos, no son capaces de amar, y por eso no pueden inspirar una verdadera pasión, una pasión ardiente, pura, como la que he sentido siempre por ti, y que se ocultaba avergonzada al encontrarse entre los placeres de esto que se llama sociedad.
—¿Pues por qué no nos vamos?
—Doña Marina, pronto regresaremos a nuestra patria; pero antes necesito algunos días…
—¿Y para qué?
—¡Para vengarme!
—¿Vengarte?, ¿y de quién?
—De un hombre que me ha burlado, de una mujer que me ha despreciado.
En las pupilas de la joven brilló rápidamente un relámpago de furor.
—¿Amas acaso a esa mujer? —preguntó con voz sorda.
—No la amo, la odio.
—¿Entonces la amaste?
—Tampoco; creí llegar a amarla, y me despreció.
—¿Y ese hombre?
—Es su amante.
—¿Tienes celos?
—Te he dicho que no amo a esa mujer.
—¿Me lo juras?
—¡Te lo juro!
—¿Por la sombra de nuestros padres?
—¡Por la sombra de nuestros padres!
—¿Tardará mucho tu venganza?
—Tal vez no.
—Te ayudaré si quieres; pero partamos pronto.
—Partiremos el mismo día.
—¿Cómo se llama esa mujer?
—Doña Ana de Castrejón.
—¿Y su amante?
—Don Enrique Ruiz de Mendilueta.
—Te ayudaré si me crees útil.
—Quizá serás el instrumento que Dios me envía.
Doña Marina se arrojó en los brazos del Indiano, y con una especie de furor unió su boca a la del joven en un ardiente y prolongado beso.
La tarde expiraba, y en la penumbra que envolvió la estancia brillaban como dos estrellas los ojos de doña Marina.
V. El Pendón
El 13 de agosto de 1521, después de setenta y cinco días de asedio, cayó en poder de los españoles la capital del poderoso imperio mexicano, y Hernán Cortés realizó la conquista de un inmenso, poblado y rico territorio, coronando el éxito más favorable la empresa más atrevida, y quizá la menos meditada, pero sin duda la más hábil y valerosamente ejecutada de cuantas registra la historia desde los fabulosos tiempos de los semidioses.
Guatimotzín, que defendía con el valor y la constancia de un héroe la capital de su imperio, quiso salvarse de la cautividad para seguir la guerra, y por donde después se fundó el convento del Carmen, salió en una canoa, seguido de su familia, de algunos nobles, y de los reyes de Tacuba y Aculhuacán; pero fue alcanzado y hecho prisionero por el bergantín que mandaba García de Holguín.
El desgraciado monarca sólo pidió la muerte como única gracia al vencedor.
Estos sucesos celebraban cada año con gran pompa el cabildo y la ciudad de México, y a uno de esos aniversarios vamos a asistir en nuestra historia.
Mientras que el Indiano hablaba con doña Marina, comenzaban las ceremonias y festividades de la víspera del paseo, es decir, era la tarde del 12 de agosto.
Don Enrique guardó la carta que acabara de recibir de manos del negrillo, y profundamente preocupado, se dirigió por las calles de Tacuba, dando vuelta a la izquierda, hasta desembocar en las del nuevo monasterio de San Francisco.
Toda la calle, desde la puerta del palacio de los Virreyes hasta la esquina de San Francisco, y desde allí hasta la de San Hipólito, estaba completamente llena de gente que esperaba el Pendón de Cortés, que se iba a depositar aquel día a la última de estas iglesias, para pasearlo en triunfo a la mañana siguiente y llevarlo a las casas consistoriales.
Por todas las calles que debía recorrer la procesión había arcos, enramadas, cortinas y adornos en las puertas, en las ventanas y en las azoteas.
Don Enrique iba de tal manera preocupado, que nada advertía, ni nada llamaba su atención.
Los miembros de la noble familia de Torre-Leal tenían casi una obligación de formar parte de la comitiva que acompañaba al alférez real, que conducía, seguido del virrey, de la audiencia, del ayuntamiento y de las corporaciones, el Pendón, y don Enrique estaba dispuesto a concurrir, pero la carta que acababa de leer le había contrariado de tal manera, que no pensó siquiera en asistir a la solemnidad. Confundido entre el gentío miró pasar la procesión, y casi maquinalmente caminó con la multitud, que formó una cauda inmensa a la comitiva.
Llegaron a la iglesia de San Hipólito, en donde se depositaba el Pendón, por ser este santo patrón de México, en razón de haberse tomado la ciudad en su día; se cantaron allí unas vísperas solemnes, y luego se disolvió aquella muchedumbre, en medio ya de la obscuridad de la noche.
Don Enrique distraídamente habíase quedado separado de sus amigos, y así regresaba por las calles de San Francisco, cuando una vieja le detuvo misteriosamente.
—¿Sois el caballero don Enrique Ruiz de Mendilueta? —le preguntó.
—El mismo, señora —contestó don Enrique.
—Tomad.
—¿Qué me dais?
—Ya lo veréis, una esquela.
—¿De parte de quién?
—Las letras lo dirán. Adiós.
—Oíd; decidme…
—Nada más tengo que agregar, adiós.
Y la vieja se perdió entre la gente.
Don Enrique pudo ser conocido por la vieja, merced a la multitud de faroles y hachas de cera y de brea que había en las ventanas, balcones y azoteas, con motivo de la solemnidad; pero para leer la esquela, aquélla no era luz suficiente, y tuvo necesidad de acercarse a una de las hogueras que ardían en medio de la calle.
La esquela no tenía en el sobre ni armas, ni cifras, ni nada absolutamente que indicara de la persona que la dirigía.
Don Enrique la abrió y leyó:
Don Enrique:
Si el amor propio no me engaña, creo que soy bella, noble y discreta; podréis juzgar en parte de estas cualidades mañana cuando paséis con la cabalgata por la calle de Tacuba; mi casa queda entonces para vos del lado de vuestro corazón.
Si me encontráis bella, quizá se realice lo que es hoy para mí una ilusión encantadora.
No quiero deciros más.
Y la carta no llevaba firma. Don Enrique la leyó varias veces, queriendo adivinar algo más de lo que decían aquellos pocos renglones, y no entendía más sino que una dama deseaba que la viese; pero no contenía ni siquiera una declaración formal de amor.
Don Enrique se quedó pensando, con la esquela en la mano, qué podría ser aquello, y si debía tomarlo seriamente o por una burla.
Por más humilde que sea un hombre, una carta así de una mujer, y sobre todo, de una dama desconocida, le causa un cierto movimiento de orgullo, que le preocupa y que difícilmente puede contener.
—Iré a ver a esa dama —dijo don Enrique, guardándose la esquela—. Será bella, y sobre todo, disipará esta aventura extraña esa sombría nube de tristeza que ha caído sobre mi frente con la carta de Ana.
Y embozándose en su ferreruelo, se dirigió apresuradamente para su casa.
Amaneció el 13 de agosto, día de San Hipólito, y desde muy temprano reinó en la ciudad la mayor animación. En esta mañana, la comitiva que conducía el Pendón debía pasar por las calles de Tacuba, dar vuelta por enfrente de las casas del marqués del Valle, que hoy se llama calle del Empedradillo, y luego a las casas consistoriales.
Por todas aquellas calles se veían, como en las de San Francisco, arcos y cortinas, desplegándose un fausto y una ostentación de riqueza que en estos tiempos parecerían fabulosos. Los arcos estaban formados de mantones y pañolones chinos, de bordados de seda de vivísimos colores; las cortinas de los balcones eran de brocado, y lucían en inmensos aparadores las vajillas de oro y de plata.
La gente se agrupaba en las aceras y llegaba casi hasta la mitad de la calle, y multitud de damas hermosísimas lucían en los balcones sus galas, sus alhajas y la belleza de sus rostros.
Sobre un soberbio potro negro como la noche, con los ojos ardientes y que piafaba de orgullo, con toda esa altivez que siente un jinete que oprime los lomos de un buen caballo, se presentó frente a San Hipólito, seguido de una espléndida cabalgata, en la que todos montaban caballos negros, don Enrique Ruiz de Mendilueta.
La silla y la brida del joven eran de las que se llamaban de corte, adornadas de oro. Toda la cuadrilla que le seguía vestía traje semejante al suyo, calzones de escudero y ropilla color de violeta, acuchilladas de blanco, medias calzas de venado con espuelas de oro, sombrero de anchas alas con pluma blanca, y talabarte bordado con espada de corte.
Al mismo tiempo que don Enrique llegaba a San Hipólito, desembocaba por otro lado otra cuadrilla que montaba caballos blancos, y vestía trajes encarnados con acuchillados blancos, y plumas rojas en el sombrero.
A la cabeza de esta cuadrilla caminaba el Indiano sobre un fogosísimo caballo, blanco también, que llevaba la montura cubierta con una gran piel de tigre: todos los que le seguían llevaban pieles semejantes en sus monturas.
Las dos cuadrillas se colocaron una al lado de otra, y los capitanes se hicieron con la cabeza un saludo tan ligero, que no habría podido conocerse sin la oscilación de las plumas; pero pudo advertirse que los dos caballos que montaban los jefes se movieron con violencia, lo que probaba que habían sentido alguna contracción nerviosa en el brazo que regía las bridas, y que las espuelas de los jinetes habían tocado sus flancos.
Organizóse la marcha de la procesión; todos iban a caballo. El alférez real tomó en sus manos el Pendón del conquistador, colocáronse a sus lados el virrey, los oidores, los alcaldes y todas las autoridades y funcionarios, y siguieron los gremios y las corporaciones.
Había llegado el momento de que tomaran su colocación las cuadrillas de los jóvenes caballeros. El lugar de preferencia entonces, como en todos los casos semejantes, era el más inmediato a las primeras autoridades; de manera que la mayor distinción era ir delante, como en otras veces lo es ir atrás.
Así lo comprendieron sin duda las dos cuadrillas, porque apenas acabaron de pasar las corporaciones, cuando las dos se lanzaron violentamente, sin consideración de ninguna especie, a ocupar el lugar. Como era natural, hubo un punto en el que ambas se encontraron, y como ninguna de ellas quería ceder, resultó un choque semejante al de un combate o de un torneo.
De uno y otro lado rodaron por tierra algunos jinetes y cayeron algunos caballos; los que quedaron firmes sobre los estribos más se indignaron, y metiendo mano a los estoques, arremetieron los unos contra los otros, conociéndose los enemigos por los colores de los otros caballos, de las ropas y de las plumas.
Como es de suponerse, don Diego y don Enrique se buscaron inmediatamente; además del antiguo rencor que ardía en sus pechos, se creían en obligación de pelear cada uno de ellos con el capitán de la cabalgata enemiga; pero el tumulto era tan grande y tan densa la nube de polvo que se levantaba, que casi les fue imposible el hallarse.
Crecían el tumulto y los gritos de combatientes y espectadores, encendíase más y más la refriega, brillaban entre el polvo y a la luz del sol de la mañana los aceros, y alzaban un pavoroso rumor las pisadas de tantos caballos en movimiento.
Huían los pacíficos por todas las calles; la comitiva se detuvo, y se escucharon aquellas palabras terribles que en todo caso surtían un efecto prodigioso:
—¡Ténganse a Su Majestad! ¡Ténganse a la justicia! ¡Favor al rey! ¡Favor a la justicia!
El virrey mismo en persona, y seguido de muchos caballeros, alcaldes, alabarderos y gentes de justicia, llegó al lugar del combate.
—¡Ténganse al rey!
—¡Aquí está Su Excelencia!
—¡Favor a Su Majestad!
Gritaban alguaciles y caballeros, y repetía la gente que había permanecido contemplando la lucha.
Apenas se oyeron estas voces, como por encanto todos los caballos quedaron sin moverse, y todos los estoques se bajaron, y todas las lenguas enmudecieron, y el polvo se disipó, y pudo verse lo que había pasado.
Entretanto, a los gritos de «favor al rey, favor a la justicia», una multitud de gente armada se había reunido enderredor del virrey.
Afortunadamente pocas y muy leves habían sido las heridas que de aquel lance resultaron. Armados todos aquellos caballeros con espadines cortos, apenas habían podido tocarse, y sólo algunos sacaron rasgadas las ropillas, y en el cuerpo piquetes de tan poca consideración, que era difícil distinguir las pequeñas manchas de sangre que aparecían en uno que otro justillo.
El virrey, después de reconvenir acremente aquella falta, en vista de que no había desgracia que lamentar, en consideración a que todo se había producido por la exaltación en honra de S. M., y atendiendo a la grandeza del día, perdonó aquel desorden, y para cortarlo definitivamente sin ofensa de nadie, acordó que marchasen las dos cuadrillas mezcladas, caminando ambos a dos por delante los belicosos capitanes.
Aparentemente todo quedó tranquilo, y don Enrique y el Indiano, cediéndose con la mayor urbanidad el lado de la espada, se pusieron en marcha, devorando sus corazones el rencor y el deseo de la venganza. Por lo demás, como entre el resto de las cuadrillas no existían los mismos antecedentes, muy pronto reinó entre los caballeros la mayor cordialidad y alegría, alentados por la fingida amistad que parecía unir a los capitanes.
En los acontecimientos de la mañana don Enrique olvidó por un momento la carta de la dama desconocida que había recibido la víspera; pero al llegar cerca de la calle de Tacuba se acordó, y determinó fijar su atención, esperando reconocer entre la multitud de señoras que estaban en los balcones y ventanas, por alguna seña a la que le había escrito.
Comenzó, pues, a examinar a todas, recordando que la esquela decía que en una casa del lado de su corazón. Iba ya terminando la calle, y nada podía descubrir que le diera la más pequeña luz.
Por fin sus ojos se detuvieron en unos balcones riquísimamente adornados y en donde no había más que una sola mujer; pero aquella mujer era muy bella, vestía de negro, y en su traje y en su tocado, y en sus manos y en su garganta y en sus brazos, brillaban como soles soberbios diamantes.
Aquella mujer tenía algo de fantástico, parecía la virgen de la noche de alguna leyenda india; y aquella mujer que la gente toda se paraba a contemplar admirada, era doña Marina.
Era doña Marina, que miraba con indiferencia pasar a toda la comitiva.
—¡Si ésta fuera! —exclamó en su interior don Enrique, fascinado de aquella hermosura.
Doña Marina, al ver al joven, hizo un movimiento que no se ocultó a la penetración de éste, y dejó escapar una flor que tenía entre sus dedos.
—¡Es ella! —pensó el joven, y lanzó su caballo hacia el pie de los balcones, para recoger la flor, que le entregó uno del pueblo que la había alzado.
Don Diego le miró sonriéndose, y luego alzó el rostro para ver a la dama, y una mirada de inteligencia cruzó entre los dos.
Don Enrique colocó la flor en su pecho, y volvió a ocupar su lugar al lado del Indiano.
VI. Los planes de don Justo
Mientras esto pasaba, don Justo no podía sosegar, meditando un plan para hacer que desapareciera don Enrique, a fin de que quedase como heredero del título y de las riquezas de los condes de Torre-Leal el hijo de su hermana.
Don Justo miraba mucho en el porvenir; el conde era viejo y podía tardar mucho en morir; faltando don Enrique, su sobrino sería el heredero, y entonces indudablemente don Justo sería llamado a la administración de todos aquellos bienes por su misma hermana Guadalupe, y esto era para él como fijar un clavo de oro en la rueda de la fortuna.
Esto era muy sencillo; la única dificultad que se le presentaba, era encontrar un medio a propósito para deshacerse del heredero legítimo.
El carácter de don Enrique podía presentar una ocasión oportuna, porque era amigo de galanteos y de aventuras, y en esta clase de vida un hombre está muy propenso a morir de una estocada o a caer bajo el puñal de un asesino; pero en compensación el joven era tan diestro en el manejo de las armas, que pocos camorristas se atrevían a emprenderla con él; y su carácter franco, generoso y jovial, hacía, por otra parte, que fuese en lo general muy querido.
Don Justo se desvelaba pensando en esto, y averiguando por todas partes quién era enemigo de don Enrique.
Cuando un hombre se fija en un pensamiento, cuando pretende a toda costa conseguir algo, cuando tiene la suficiente fuerza de voluntad para perseverar día con día y sin interrupción en el plan que se ha propuesto, es difícil que no logre su objeto.
Una mañana don Justo se despertó contento; había, a su juicio, encontrado, si no todo, parte de lo que apetecía.
La hermana de don Enrique era monja profesa del convento de Jesús María, y con la abadesa de aquel convento don Justo había tenido «en el siglo» grande amistad, y la conservaba todavía.
Allí creyó aquel hombre prudente comenzar.
Vistióse precipitadamente, se desayunó de prisa como el que no quiere perder un instante, y salió a la calle, dirigiéndose con rapidez al convento de Jesús María.
Preguntó por la abadesa y solicitó el hablarla; pero la abadesa sin duda estaba ocupada o tenía pocas ganas de hablar con don Justo, y no hubo más remedio que aguardar hasta el día siguiente, que por ser el 13 de agosto, día de la gran fiesta del Pendón, supuso con motivo don Justo, que habría muy poca gente que fuera a ver a las monjas.
No se perdió aquella tarde, porque don Justo averiguó en ella que, por motivo de los amores de don Enrique con doña Ana, don Diego, el Indiano, era un enemigo mortal y poderoso del heredero del conde de Torre-Leal.
—¡Oh! —pensaba don Justo— decididamente me protege la fortuna: con este auxilio y con el plan que pienso poner en el convento, el triunfo es mío o soy el hombre más torpe de la tierra. Mañana a las once hablaré con la abadesa, y en la tarde buscaré al Indiano, que agradecerá mi buena voluntad para ayudarle contra su enemigo…
Y don Justo se retiró a su casa temprano, después de haber hecho la visita de costumbre a su hermana Guadalupe, callándole por supuesto todos sus planes.
A la mañana siguiente salió de su casa hasta cerca de las once, y ya para ir al convento y en la calle, comenzó a saber por sus conocidos la noticia del terrible escándalo que habían dado en la calle de San Hipólito las dos cuadrillas de jinetes capitaneadas por don Enrique y el Indiano.
Como sucede siempre en estos casos, las noticias al pasar de una boca a la otra aumentan, y el que la refiere, por darle más interés abulta o agrega, y siempre creciendo y siempre desfigurándose, aquella noticia vuela con una rapidez maravillosa, y se difunde por todas partes.
Cuando don Justo la recibió, se contaban ya por docenas los muertos y los heridos, y se referían pormenores de estocadas, mandobles dados por los capitanes, y se agregaba que era cosa premeditada, porque los jinetes iban armados de «punta en blanco», y se daba la causal de aquel encuentro en los amores de doña Ana con los dos capitanes.
En el fondo el vulgo había dado con el verdadero motivo; pero era más porque lo inventaba que porque lo comprendía.
A cada persona que le daba un nuevo dato de aquel lance, don Justo se frotaba las manos y se iba diciendo en su interior:
—¡Soberbio, magnífico, admirable! Esto marcha mejor de lo que yo esperaba; todo se redondea de la manera más milagrosa; y luego los dos negocios a la vez se preparan perfectamente, lo del convento y lo del Indiano… ya no temo perder en balde mi tiempo. —Y pensando en esto, llegó hasta Jesús María.
La fortuna parecía sonreírle, porque antes de media hora estaba ya hablando con la madre abadesa.
—Quisiera yo —decía don Justo— poner en conocimiento de su reverencia cosas que pasan en el mundo y que no son muy convenientes para el convento.
—¡Válgame mi Dios y Señor! —contestó la abadesa espantada— ¿pues qué hay, hermanito? ¿Si habrá algo contra esta pobre comunidad?
—Aún no, madrecita; pero fácil me parece que suceda.
—¡Madre y señora mía del Amparo! ¿Acaso nosotras, humildes siervas de Jesús, María y José, habremos dado un motivo? ¿O estamos siendo, Dios no lo permita, causa de algún escándalo en el mundo?
—Perdóneme su reverencia que por cariño a su respetable comunidad y por honor de mi madrecita su digna abadesa, me atreva yo a darle este mal rato, que Dios nuestro Señor me perdone, y me lo aplique para descargo de mis culpas por lo que me hace padecer.
—Amén.
—Pero me veo en precisa necesidad de dar a su reverencia parte de esto, que puede ser motivo de escándalo para su respetable comunidad y para el mundo, que en esto no distingue, como dicen los libros santos, la mies de la cizaña.
—Habla, hermanito, que me tienes perpleja con ese preámbulo, y pido a Dios me dé fortaleza para escucharle, si tan grave y doloroso es para su sierva lo que tiene que comunicarme. Deus in adjutorium meum intende.
—Domine ad adjuvandum me festina.
—Pues diga por Dios, hermano.
—Voy con ello, madrecita, aunque casi no sé por dónde comenzar. Su reverencia tiene en esta sagrada comunidad una hermana que es hija del señor conde de Torre-Leal.
—Y muy virtuosa, y muy santa, y muy ejemplar religiosa.
—Tanto peor.
—¿Cómo tanto peor, hermano?
—Tanto peor digo a su reverencia, madrecita, por lo que su reverencia oirá después. Como sabrá su reverencia, el señor conde casó en segundas nupcias con mi hermana doña Guadalupe.
—Sí, una de nuestras santas bienhechoras, a quien Dios dé salud y bienes por muchos años.
—Por eso me interesa a mí también el negocio que hay de la familia.
—Verdad es.
—Pues tiene el señor conde un hijo heredero de su título y riquezas, por desgracia suya y de mi familia, y sobre todo, de esta santa comunidad.
—¿Cómo así?
—Así mismo; porque ha de saber su reverencia que este joven, como dejado de la mano de su Divina Majestad, escandaliza toda la tierra con su vida relajada y costumbres públicamente depravadas; y en lugar de ser honra de su linaje y apoyo de la vejez de mi señor el conde, no se ocupa sino de mancebías y fiestas profanas, sin dar nada de su tiempo a Dios y al buen nombre de su casa; todo esto con perjuicio de su familia y con desdoro y mengua de esta comunidad, en donde todo el mundo sabe que tiene una hermana de su misma sangre y estirpe.
—¡Ave María Santísima, y qué cosas!
—El mal es más grave de lo que parece; pero no se mienta al hermano sin hablar de la hermana, y de ella nada se dice que no recuerde a las santas religiosas de esta comunidad; y como los desmanes y escándalos del mancebo son cuotidianos y grandes, no pasa un día de Dios en que esta santa casa no ande en lenguas, tanto más ligeras y fáciles de mover, como son poco cautos los que las ejercitan en difamar bien sentadas honras y bien arraigadas virtudes.
—¡Jesús nos acompañe! ¡Qué cosas, qué cosas! ¿Y qué remedio tendría este mal?
—Preciso y urgente será buscarle, y calculo que después de consultarlo con quien deba y más sepa, bueno sería fijarse en acudir a S. E. el virrey, que representa aquí la majestad y poder de nuestro católico monarca (q. m. a. g.), para que él como patrono y defensor de la Iglesia y de su honra, se digne tomar providencia que no está en nuestras manos el dictar.
—Oportuno me parece el consejo, y mucho, hermanito, lo agradezco; cuidaré de consultarlo a nuestros padres capellanes para que ellos lo hagan, si así lo juzgan conveniente, con el señor arzobispo.
—Eso es lo que debe hacer su reverencia; que luego ayudaréla yo en lo que me sea posible para salvar la honra de su convento.
—Gracias, hermanito.
—A Dios son debidas.
Separáronse los dos interlocutores, él enteramente satisfecho del giro que tomaba el asunto, y ella escandalizada de lo que había sabido, y temerosa de que aquello siguiera adelante con mengua del respeto y obediencia que debía inspirar su comunidad.
—Ahora —pensó don Justo— ya que por aquí la semilla parece haber caído en buen terreno, por la candidez de la madre abadesa, necesario será que veamos a ese don Diego, que siendo tan enemigo de don Enrique, fuerza es que me sirva de auxiliar poderoso, si no para arrostrar de frente esa enemistad y causar la caída perpetua de don Enrique, sí al menos para proporcionarme los medios de que los escándalos del señorito se repitan con mayor frecuencia y con mayor solemnidad… Esto es hecho.
Las ceremonias habían ya concluido, el Pendón estaba depositado en las casas del ayuntamiento, y como eran ya las dos de la tarde, todo el mundo se había retirado a su casa, porque entonces aquella era la hora precisa de comer.
Don Justo creyó prudente hacer lo mismo, porque además de que era hombre, y sujeto por desgracia como todos a tal necesidad, a la hora de la comida en aquellos tiempos felices, no podía emprenderse nada.
A las dos de la tarde, todas las puertas de las casas se cerraban con llave, y durante el tiempo de la comida y aún el de la siesta que dormían casi todas las personas que gozaban de alguna proporción, los zaguanes de las casas no se abrían a nadie ni para nada; por consecuencia, se hubiera tenido por una imperdonable falta de urbanidad llamar en una casa a esas horas, aun siendo persona de confianza, y no siéndolo, además de ser inoportuno, se corría el peligro de que el portero, apoyado en su consigna y en su costumbre, hubiera dejado al imprudente en la calle.
Nada de esto ignoraba nuestro hombre, y así es que siguiendo la general costumbre, se puso a comer a puerta cerrada, y después se entró tranquilamente a dormir la siesta, guardando para la tarde la visita que pensaba hacer a don Diego el Indiano.
VII. El gran escándalo
Doña Ana de Castrejón había seguido al pie de la letra los consejos que recibió de su madre, y procuraba por cuantos medios estaban a su alcance, desesperar a don Enrique y exaltar su pasión más y más.
De eso provenía la esquela que le había enviado la víspera del día de San Hipólito, y todo se hacía de acuerdo con doña Fernanda, que dirigía todas aquellas operaciones.
Doña Ana no se privó del placer de divertirse con las cabalgatas el día de la fiesta del Pendón, no más que cuidó bien de que su novio no supiera dónde iba a ver desfilar la comitiva, y procuró ocultarse cuando él pasó.
Pero todo en el mundo está admirablemente compensado, porque en aquellos momentos el enamorado caballero pensaba más que en doña Ana en la dama que le había enviado el billete misterioso, y después de que la conoció, o que creyó conocerla, más que en la cita que tenía pendiente para aquella misma noche, se ocupó el galán en averiguar quién era aquella mujer tan misteriosa y de una tan rara belleza.
Cuando la comitiva se disolvió, doña Ana volvió a su casa en una carroza cerrada, a preparar la comedia que tenía dispuesta para aquella misma noche, y don Enrique tornó a pasar por la calle de Tacuba en busca de doña Marina; pero los batientes de las ventanas estaban cerrados, y nadie aparecía por allí. Determinó esperar, confiado en que una mujer que se había atrevido a escribirle, debía indudablemente procurar o expeditar los medios para ponerse en comunicación con él.
La noche se acercó, y doña Ana tuvo que sacrificar aquella noche sus deseos y sus placeres a sus proyectos, y en vez de los brillantes adornos y los provocativos atavíos del sarao, púsose un traje oscuro y humilde; necesitaba representar el papel de víctima, y era preciso comenzar por el vestido.
—Espero —decía doña Fernanda— que esta noche hagas algo de provecho, y decidirás a ese hombre a pedir tu mano.
—Tan ardiente es su amor, que no dudo alcanzar el triunfo, que tal está para él la situación, que la única esperanza que le resta es el matrimonio —contestó doña Ana.
—Procura también que no sólo por amor, sino por amor propio y por orgullo de caballero, comprometa su palabra.
—¿Y si él llegara a proponerme esta noche la fuga?
Doña Fernanda no contestó inmediatamente a la pregunta, sino que se puso a reflexionar durante un largo rato.
—Tal vez sería conveniente que aceptaras, porque esto daría lugar a un escándalo, cuya reparación debería ser el matrimonio.
—¿Pero si se resiste después?
—Fácil será obligarle por justicia.
—¿Y debo seguirle muy lejos?
—No; me avisas en el momento, y voy tras de ti, y vuelvo a traerte a la casa, después de haber hecho constar el rapto por algunas personas que me acompañen…
—Me parece muy bien.
—Lo que importa es que procures por cuantos medios te sea posible exaltar su amor, que santo y bueno es esto, porque el fin que te has propuesto es lícito y honesto.
La madre y la hija siguieron hablando hasta muy avanzada la noche, y como el corazón de una y otra se interesaban muy poco en aquel amor de cálculo, una y otra comenzaron a sentir cansancio.
—¿Qué hora es? —preguntó doña Ana con negligencia.
—Apenas las diez y media —contestó doña Fernanda con todas las señales del fastidio, mirando una magnífica muestra que había sobre una mesa.
—Todavía hora y media de espera.
—Y lo que siga después.
—¡Qué contentas estarán las que hayan ido al sarao!
—Dicen que se preparaba espléndido.
—Casi casi me arrepiento de no haber ido por esperar a este pobre de mi futuro; ahora bailaría yo, en lugar de estar aquí consumiéndome de tedio… no lo volveré a hacer…
—Siempre serás niña, Ana. ¿Qué importa un baile más o menos cuando se trata de tu porvenir? Saraos hay muchos, y maridos como don Enrique son muy escasos: ya te preguntaré qué ha sido de ese arrepentimiento el día que te llamen la señora condesa y que puedas divertirte a toda tu satisfacción.
Doña Ana se sonrió, y las dos volvieron a quedar en silencio. De cuando en cuando aquel silencio se interrumpía por las alegres voces de algún grupo de paseantes que atravesaban cantando por la calle, y entonces doña Ana preguntaba:
—¿Qué hora es?
Doña Fernanda alzaba el rostro, y con los ojos entrecerrados por el sueño o porque la luz le parecía demasiado fuerte, contestaba:
—Las once.
—¡Qué noche tan larga! —decía doña Ana, y volvía la hija a meditar, y a dormitar la madre.
Por fin, a una de las preguntas doña Fernanda contestó:
—Van a dar las doce.
—¡Bendito sea Dios! Voyme para el cuarto de Faciquía a esperar a don Enrique.
—Procura antes refrescarte —dijo la madre— que tienes que atravesar el patio, y la noche está fría.
Doña Ana se levantó y fue a mirarse en una pequeña luna que había en uno de los ángulos de la estancia; estudió, sin duda, algunas miradas y algunas sonrisas, y hubiera quizá permanecido allí más tiempo si doña Fernanda no hubiera dicho:
—Las doce.
—Me voy —exclamó doña Ana, y salió precipitadamente, cubriéndose con un manto de lana negra.
Doña Ana descendió ligeramente la escalera y se entró a uno de los aposentos del piso bajo.
Allí cosía a la luz de un candil una negra anciana, con la cabeza envuelta en un pañuelo de lana encarnado y amarillo.
—Faciquía —dijo doña Ana al entrar.
—¡Niña! —exclamó la negra, levantando la cabeza.
—Nana, apaga el candil y salte, que es ya la hora.
La negra se levantó e iba a apagar el candil.
—Espera, espera —exclamó la joven— quiero llegar a la ventana para abrirla, porque a obscuras no daré con ella nunca.
La negra esperó hasta que la joven llegó a la ventana, sopló al candil y salió cerrando tras sí la puerta.
Entonces doña Ana abrió con precaución los batientes de la ventana, que estaba guardada por una gruesa reja, y miró curiosamente para la calle; cerca de allí había un hombre embozado; por lo demás, todo estaba enteramente desierto, aunque brillaba hermosa la claridad de la luna.
La casa de doña Fernanda y de doña Ana formaba la esquina de aquella cuadra, por el frente la calle real de Ixtapalapa, y por uno de los costados un ancho callejón, para donde caían las ventanas por la que debían hablar y habían hablado ya otras veces don Enrique y la joven.
Cuando el hombre embozado notó que la ventana se abría, se llegó a ella con mucha cautela y poco a poco.
—Don Enrique —dijo doña Ana.
—Ángel mío —contestó el joven.
—Acércate, mi bien ¡qué miedo tengo!
—¿Miedo? ¿Y de qué, vida de mi vida? ¿Quién hay que pudiera ofenderte estando yo a tu lado?
—¡Ay, don Enrique! quien puede tardar nuestra dicha está libre de los golpes de tu espada.
—¿Tu madre, Ana? Pero ¿por qué me odia? ¿Acaso no ama ella a los que te aman a ti? ¿No soy bastante noble y bastante digno para llamarte mía?
—Don Enrique, no digas eso, tú tan caballero, no; tu nobleza es tan alta como la de un rey, y muy dichosa debe ser la mujer que pueda llevar tu nombre y llamarte suyo; pero…
—¿Qué? Amor mío, habla, no te detengas…
—Don Enrique, mi madre ha dado oídos a tus enemigos, y cree que no me amas, que pretendes sólo burlarte de su hija.
—¿Cree que no te amo, señora? ¿Lo cree, cuando quizá hasta que te conocí supe lo que era amar? Pero ¿qué me importa que ella no crea en mi amor si lo crees tú? Tú, para quien sólo quiero ser digno y bueno. Dime, Ana ¿crees que te amo?
—Si no lo creyera así, habría muerto.
—Y tú ¿me amas?
—Más cada día, más…
Y a través de la reja la joven asomó el rostro, don Enrique se acercó, y aquellas dos bocas se unieron en un beso que parecía ser eterno.
—¡Ana! —exclamó repentinamente con terrible violencia el joven, dando vuelo a la pasión que sentía en aquel momento— ¡Ana!, ¿dices que me amas?
—Más de lo que tú puedes creer.
—¿Serás capaz de hacer cuanto te diga?
—Sí, aunque me mandaras darme la muerte.
—¡Alma de mi alma! Pues bien, Ana, huye conmigo.
—¡Huir! —contestó la joven, fingiendo un gran espanto que estaba muy lejos de sentir, pues iba casi preparada para aquella proposición—. ¡Huir!, ¿y a dónde?
—Conmigo, en mis brazos y a mi lado.
—Don Enrique ¿me amas, y me propones la fuga, el escándalo, la deshonra?
—No, Ana, no es la deshonra; a mi lado te espera el amor, la felicidad, y entonces tu madre no podrá oponerse y tendrá que consentir en nuestro amor, y serás muy pronto la condesa de Torre-Leal. Ana ¿te negarás a seguirme?
—¡Oh!, ¡eres todo un caballero, y te adoro, don Enrique! Te seguiré hasta el fin del mundo.
—¡Me das la felicidad!
—¿Y cuándo quieres que salga de aquí?
—En este momento.
—¿Tan pronto?
—Un siglo es para mí cada momento que retardas mi ventura, amor de mis amores; ven, no tardes.
—Bien; voy, voy, espérame —dijo doña Ana retirándose.
—¿En el zaguán de la casa? —preguntó don Enrique, poseído ya de este temblor nervioso que acomete a los hombres en los momentos de una grande excitación.
—No, ahí mismo.
—¡No tardes, ángel mío!
—Pronto estaré a tu lado; ¡mira cuánto te amo!
La ventana se cerró, don Enrique se embozó en su capa y se puso a esperar.
Doña Ana salió precipitadamente, subió la escalera y se dirigió a la estancia de doña Fernanda.
—¿Qué pasa? —exclamó ésta al verla entrar.
—Llegó el momento, madre mía.
—¿Te propuso la fuga o el matrimonio?
—Las dos cosas.
—¿Cuál primero?
—La fuga —contestó sonriéndose doña Ana.
Doña Fernanda se sonrió también, y contestó:
—No es tonto, pero yo tampoco; estamos prevenidas.
—Vamos, madre, no se fastidie.
—¡Niña, poco conoces todavía a los hombres! El más impaciente aguarda un día contento, por una muchacha que le guste.
—Pero vamos.
—Parece que a ti también te corre prisa, sin pensar en que apenas te dejaré andar con él una o dos calles.
—Como gustéis; pero despachemos.
—Es preciso avisar a don Justo, que escribió la carta y que se quedó aquí esta noche para ayudarnos.
—Id a avisarle mientras me dispongo.
Doña Fernanda salió, y entretanto Ana volvió al tocador a componerse más. Quería aparecer muy bella a los ojos de su amante. La madre volvió seguida de don Justo.
—Estamos listos —dijo.
—Vamos —contestó doña Ana.
Y los tres bajaron al patio.
—Tú saldrás sola —decía doña Fernanda mientras llegaban a la puerta— te dejamos partir, y luego salimos en tu busca y te rescatamos.
—¿Solos?
—No, con los lacayos que están ya dispuestos —repitió don Justo, mostrando en el fondo del patio a varios lacayos con faroles y hachas.
—¿Sabéis, madre, que comienzo a tener vergüenza de que tantas personas se enteren del negocio?
—¡Vaya, qué tonta! Mañana lo sabrá todo México. ¿Qué importa que hoy lo vean unos cuantos?
—Pero todo México no me verá a mí, y éstos van a presenciar…
—Si tienes miedo, aún es tiempo.
—No… —replicó doña Ana, abriendo el zaguán resueltamente y saliendo.
Don Justo cerró por dentro.
En aquel instante se oyó un grito de doña Ana, y un ruido semejante al que produce una lucha.
—¿Oís? —dijo espantada doña Fernanda— salgamos.
—No tengáis cuidado ¿queréis que ella no finja sorpresa y resistencia?
Callaron ambos, y por allí no se escuchó ya nada; iban a salir, cuando en la calle se escuchó el ruido de espadas.
—¡Salgamos!, ¡salgamos! ¡Quién sabe lo que pasa! —dijo doña Fernanda.
—Ahora sí lo creo prudente —contestó don Justo abriendo; y los dos, seguidos de muchos lacayos, salieron a la calle.
Cerca de la esquina, un hombre, con el estoque en la mano, se defendía de tres o cuatro que le atacaban vigorosamente; aquel hombre perdía terreno y se batía en retirada. Iba casi a sucumbir, cuando aparecieron don Justo, doña Fernanda y los lacayos.
Los que atacaban huyeron, y doña Fernanda y don Justo reconocieron en el que habían salvado, a don Enrique.
—¿Y mi hija? —preguntó espantada la madre de doña Ana.
—No lo sé, señora —contestó don Enrique.
—¿No lo sabéis? —dijo imprudentemente doña Fernanda— ¿no lo sabéis, cuando salió de mi casa para huir con vos?
—Por mi honor os lo juro —contestó el joven, sin reparar en que aquella mujer decía lo que debía ignorar— díjome que la esperara a la vuelta, y en su lugar han aparecido cuatro asesinos.
—¿Pues en dónde está mi hija? Don Justo ¡mi hija!, ¡buscadla!, ¡buscadla! ¡Aquel grito, aquella lucha!… ¡Oh, yo os decía bien, debíamos haber salido!
—¡Pronto corred por esas calles! ¡Buscad a la señorita! —dijo don Justo a los lacayos—. No volváis sin traer razón.
Los lacayos se dispersaron corriendo en todas direcciones y haciendo cundir el escándalo por toda la ciudad.
Doña Fernanda, desesperada, volvió a entrar a su casa, sostenida por don Justo; y don Enrique, sin saber qué pensar de aquello, se embozó en su ferreruelo y se echó a caminar a la aventura, esperando encontrar la llave de aquel misterio.
Cerca del amanecer regresaron los lacayos unos en pos de otros; ninguno había podido averiguar nada. En cambio la noticia de la fuga de doña Ana y del escándalo que había ocasionado, se esparció instantáneamente y sin saberse quién la había llevado, en el sarao que para celebrar la fiesta del Pendón daba el ayuntamiento, y en el que se hallaba reunida la gente más noble y principal de la ciudad.
VIII. Retrocediendo
Vamos a encontrar la explicación del extraño rapto de doña Ana, retrocediendo solamente algunas horas.
Don Justo levantóse de dormir la siesta, a las cuatro de la tarde del día de San Hipólito; vistióse con gran cuidado y salió a la calle en busca, ante todo, del Indiano, en quien esperaba encontrar un auxiliar poderosísimo.
Era el Indiano muy conocido en México por sus riquezas y por su espléndido lujo, y cosa fácil fue para don Justo encontrar su habitación. En la prolongación de las calles de Ixtapalapa y en dirección al santuario de la Virgen de Guadalupe, a la derecha del palacio de los Virreyes, tenía don Diego una magnífica casa.
Don Justo se presentó allí, preguntó a un lacayo por su señor, y supo que allí se encontraba disponiéndose para salir a la calle a paseo.
En efecto, un palafrenero tenía del ronzal a un soberbio potro de gran alzada, bayo-lobo, con la crin, la cola y los cabos negros y ricamente enjaezado, que levantaba inquieto la cabeza, y relinchaba y rascaba el suelo con las manos, tascando el freno como ansioso por salir a ostentar su brío y su hermosura.
Don Justo subió las escaleras, y al llegar al corredor de la casa, se encontró con el Indiano que se disponía ya a bajar.
—Dios guarde a su señoría muchos años —dijo don Justo.
—Para serviros —contestó don Diego.
—Tengo que hablar con vos un instante acerca de negocio grave, si tenéis a bien escucharme.
—A fe que será una honra para mí: pasad.
—Honra es la que de vos recibo.
El Indiano condujo a don Justo a una estancia pequeña, pero tapizada y amueblada con exquisito gusto.
—Hacedme la gracia de sentaros —dijo mostrándole uno de los sitiales, que eran de sándalo con brocados de oro.
—Después que vos; que no debo sentarme estando en pie persona tan distinguida.
—Ambos a dos.
Sentáronse, y don Justo, casi sin saber por dónde principiar la conversación, dijo tímidamente:
—Caballero, sin duda extrañaréis esta visita cuando apenas tengo la honra de ser conocido hasta hoy por vos.
—Esa honra es para mí.
Levantáronse un poco los dos de sus asientos, y se saludaron ceremoniosamente. Don Justo continuó:
—Pero hay ocasiones en que dos personas están identificadas por intereses sin conocerse, y en este caso, la reunión de esas personas es una cosa muy provechosa para ambos ¿no os parece?
—Perfectamente —contestó don Diego, y pensó—: ¿en que vendremos a parar?
—Soy para serviros, puesto que no sabéis mi nombre, don Justo Salinas de Salamanca y Baus…
—Muy señor mío —contestó el Indiano, y los dos volvieron a levantarse de sus asientos a hacerse otra reverencia.
—No conozco su nombre —pensó don Diego.
—Hermano —continuó don Justo— de doña Guadalupe Salinas de Salamanca y Baus, condesa de Torre-Leal y esposa del conde don Carlos Ruiz de Mendilueta, padre de don Enrique.
Otra reverencia.
—¿Venís acaso de parte de don Enrique? —preguntó don Diego, inmutándose un tanto al oír el nombre de su enemigo.
—Dios me libre; pero sí vengo a hablaros de negocio que le atañe.
—¿En qué puedo seros útil?
—A mí no precisamente; pero si yo os pudiera servir de algo…
—No veo…
—Hablaremos con franqueza, si me lo permitís…
—Seguramente.
—Bien, voy a ello. Vos sois, a lo que asegura la gente, enemigo jurado de don Enrique Ruiz de Mendilueta.
—No, poca cosa, disgustos que nunca faltan entre los hombres…
—Permitidme; hay entre vosotros algo más que disgustos; hay casi un odio profundo.
—¿Él os ha dicho?
—No, no en mis días; no le trato.
—¿Entonces, cómo podéis decir?…
—Porque todos lo aseguran.
—Quizá todos se engañen.
—Permitidme; yo creo que no; el pueblo lo dice, y ya sabéis, vox populi vox Dei.
—Y sin embargo, el pueblo se engaña.
—Don Diego, desconfiáis de mí porque mi hermana es la mujer del conde, y quiero probaros que hacéis mal, y que quizá con nadie debéis tener más confianza que conmigo.
—Pero…
—Vengo a proponeros una alianza: vos aborrecéis a don Enrique, y yo también; a vos os estorba, a mí también: vamos por caminos distintos, pero el obstáculo es el mismo; los dos necesitamos deshacernos de ese hombre: unámonos. Yo vengo a ofrecerme como vuestro para ayudaros en vuestros planes.
Cuando don Justo acabó de hablar, miró satisfecho a su interlocutor; pero don Diego se había levantado del sitial, pálido, con los ojos centellantes de furor, cerrados los puños y apretados los dientes.
Don Justo se espantó al verle así, y se levantó también de su asiento. El Indiano dio un paso hacia adelante, y luego con la voz ronca por la ira, y como haciendo un gran esfuerzo para contener su furor, exclamó:
—¡Vive el cielo, caballero, que si no viera el lugar en que estamos y lo sagrado que es aquí para mí vuestra persona, os enseñaría a tratarme como quien soy!… ¿De dónde os ha ocurrido a vos venir a proponerme planes de venganza contra mis enemigos, y ofrecerme auxilio que jamás os he demandado? Brazo fuerte y corazón sin miedo debo al cielo para tomar la demanda de mis injurias sobre mí, sin buscar en ajenas fuerzas lo que por sólo mi aliento puedo acometer. Hacedme, caballero, la gracia de retiraros antes de que, cegado por el furor, cometa un desmán con vuestra persona… y os suplico y os aconsejo por vuestro propio bien, que jamás volváis a mezclaros en asuntos que no os conciernen, y sobre todo, en los míos…
Don Justo, sin esperar el fin de aquella tempestad, salió de la estancia y bajó precipitadamente la escalera, murmurando entre dientes:
—Estúpido, villano, mal nacido…
Poco después bajó don Diego con muestras aún de mal humor, y diciendo a sus solas:
—¡Infame! ¡Un plan contra uno de su familia!… y luego… proponerme eso a mí… a mí… ¡Malvado!, ¡no sé cómo he podido contenerme!… yo me vengaré de don Enrique y de doña Ana; pero eso seré yo, yo solo, o con los míos… pero este… ¡infame!
Y sin ver siquiera al palafrenero, saltó sobre el caballo, que se encabritaba, y salió a la calle. El potro debió conocer que su jinete no estaba esa tarde para chanzas, y tomó sosegadamente su garboso trote.
Los pajes montaron a caballo y siguieron silenciosamente a su señor. También ellos conocieron que había habido una gran tempestad.
A poco andar, don Diego se reunió con un grupo de jóvenes que iban a caballo también por la Plaza mayor, y se encaminaron hacia la Alameda, pasando por las calles de San Francisco.
Poco a poco la nube de disgusto que pesaba sobre la frente del Indiano fue disipándose con la alegre charla de sus festivos compañeros.
Al llegar a la Alameda don Diego hizo una seña a uno de aquellos jóvenes, y ambos se adelantaron un poco y pudieron hablar sin que los demás los escuchasen.
—¿Está todo dispuesto para el negocio de esta noche, Estrada? —preguntó el Indiano.
—Como tú lo deseas —contestó el joven a quien llamaba don Diego, Estrada.
—¿Y cómo?
—Vas a oír mi plan. He ido a reconocer con ardid la casa, y fácilmente, mientras los dos amantes hablen, podremos yo y los que me acompañan escuchar desde la esquina y sin ser vistos, la conversación, y en llegando un momento oportuno, salimos y se arma un escandalazo que nos oirán los sordos. ¿Es bastante?
—Bastante; pero no hay que dormirse.
—¡Bah! yo estaré en el sarao hasta que llegue la hora, y mis hombres irán a esconderse en una casuca que hay cerca de la de doña Ana. Allí están reunidos y seguros, y yo iré por ellos cuando convenga.
—¿Cuántos son?
—Seis, y de toda confianza; valientes como leones y callados como peces.
—Por supuesto que sabré el resultado…
—Inmediatamente, que yo volveré al sarao.
—No hay que causar gran daño a don Enrique.
—Nada de eso, lo convenido; desarmarle y dejarle atado a la reja hasta que amanezca y lo vea la gente.
—Eso es.
Otros jóvenes se reunieron en este momento a don Diego y a Estrada, y la conversación se suspendió porque ya se habían dicho lo bastante.
Toda la tarde se pasó en recorrer las calles, y al obscurecer, cada uno se dirigió a su casa para prepararse para el sarao.
—Mucho cuidado —dijo don Diego a Estrada.
—Ten confianza —contestó el otro.
A las diez de la noche, una magnífica concurrencia llenaba los salones de la casa del marqués del Valle, descendiente de Hernán Cortés, y en la que el ayuntamiento daba un soberbio baile.
Era un mar de joyas y de blondas y de brocados y de flores; al través de cuyas ondas se descubrían rostros hechiceros, ojos de fuego, bocas encantadoras. Alegre murmullo de voces juveniles se alzaba entre los dulces acordes de las músicas, y se escuchaban como un lejano acompañamiento el ruido de las vajillas de plata y de cristal.
Sin rival reinaba en aquella fiesta el Indiano; su gallarda postura, su traje riquísimo, sus soberbias joyas con que iba adornado, y sobre todo, la ausencia de su competidor don Enrique Ruiz de Mendilueta, le hacían el objeto de ardientes miradas y de furtivas conversaciones.
Faltando allí doña Ana, todos se explicaban la ausencia de don Enrique; pero ¿por qué la dama no asistía? Nadie podía saberlo, y todos se preguntaban.
A las once y cuarto el Indiano miró una magnífica muestra cubierta de brillantes, y dijo a Estrada, que iba a su lado:
—Creo que ya es hora.
Estrada le apretó la mano y salió furtivamente del salón.
Desde aquel instante el Indiano no volvió a bailar; estaba inquieto, y con disimulo procuraba acercarse a las ventanas, desde donde se descubría la Plaza Mayor y la entrada a las calles de Ixtapalapa.
Así transcurrió más de una hora.
En uno de aquellos momentos en que don Diego miraba a la calle, sintió que le tocaban la espalda; volvió el rostro, y se encontró con Estrada.
—¿Qué hubo? —preguntó el Indiano.
—Necesito hablarte —contestó el otro— vamos afuera.
Los dos salieron, y atravesando el corredor entraron a una estancia que estaba sola.
—Dime —exclamó el Indiano.
—Pues hay cosa más grave; he cometido una locura, pero no me arrepiento.
—¿Has muerto a don Enrique?
—No.
—¿Qué hay, pues?
—Atiende: desde la esquina escuchaba la conversación, esperando el momento; pero he aquí que oigo que la dama iba a escapar con el galán.
—¡Ingrata!
—El plan era que él esperara en donde estaba, y ella saldría por el zaguán; aquí fue el lance. Dejé a don Enrique haciendo el centinela, vigilado por cuatro de los míos, y yo con otros dos me planté cerca de la puerta: esperamos un poco, sonó la llave, salió la dama y el zaguán volvió a cerrarse.
—Entonces…
—Nos arrojamos sobre doña Ana, que pudo apenas dar un grito; la envolvieron mis hombres en sus capas, cargaron con ella y, guiados por mí, en un instante la trasladé a mi casa sin que nadie nos viera, y allí la tienes a tu disposición.
—¡Qué locura!…
—Locura o no, ya está hecho: si te conviene, allí la tienes; si no, déjamela a mí, que bien me gusta y mucho me hizo penar en otro tiempo.
—¿Y si te descubren?
—¡Qué! Mi casa es sola, yo y mis lacayos; mis hombres eran de confianza, y en todo caso, pagaría yo cuando más con la cabeza, y bien vale tan real moza salir un poco antes de este valle de lágrimas.
—¿Y don Enrique?
—Se quedó entretenido acuchillándose con mis cuatro sayones.
—¿Qué sucedería por fin?
—Nada; porque al llegar aquí, uno de ellos me esperaba, y me contó que había salido gente en auxilio del galán, de la misma casa de la novia; los míos huyeron y están todos en salvo.
—Muy bien; ahora vámonos de aquí para no hacernos sospechosos, y es preciso divulgar en el salón que doña Ana ha huido de su casa sin saberse con quién; procura que todos noten que no has faltado al sarao; es una precaución.
—¿Y qué dispones de la tórtola prisionera?
—Tuya es, ganada por ti, botín de guerra; has de ella lo que quieras, yo no la amo.
—Estoy de enhorabuena; ya quisiera yo estar en mi casa.
—No; se necesita mucha prudencia: retírate del baile hasta cerca del amanecer.
Los dos jóvenes volvieron al salón, y media hora después todo el mundo hablaba de la fuga de doña Ana.
Estrada metía bulla por diez, y bailaba, y se hacía notable por su grande alegría.
Doña Ana entretanto, sin comprender lo que le había pasado, se encontraba encerrada en una estancia de una casa que le era desconocida enteramente.
Don Enrique pensaba que doña Ana le había dispuesto aquella celada. Doña Ana pensaba que aquel rapto había sido preparado por don Enrique.
Ninguno de los dos se acordó del Indiano.
IX. Por la razón o por la fuerza
La casa de don Cristóbal de Estrada, el amigo de don Diego, estaba situada a la espalda del monasterio de San Francisco. No era Estrada un hombre muy rico, pero tenía recursos para pasar en México la vida con toda comodidad. Sin padres, sin parientes cercanos, don Cristóbal gastaba las rentas que le producía su capital, sin ocuparse de otra cosa que de galanteos y saraos.
Sin ser lo que puede llamarse un joven, estaba aún en todo el vigor de su edad, y las muchachas veían en él un «partido» mediano; a pesar de todo, don Cristóbal jamás había tomado parte en ninguno de aquellos escándalos que diariamente se daban en la capital de la colonia, y todo esto lo tranquilizaba y lo hacía pensar que no sería sobre él sobre quien recayese la sospecha del rapto de doña Ana.
Animado con estos pensamientos y fija su imaginación en doña Ana, Estrada miraba con ansiedad a los balcones, esperando que las luces de la aurora comenzaran a derramarse por el cielo.
Exaltado su ánimo en el sarao, y pensando que tenía en su casa, prisionera y a su disposición, una mujer que eclipsaría a todas las hermosuras allí reunidas con sólo presentarse, Estrada vio llegar el día, y su corazón comenzó a palpitar con más violencia.
Los últimos grupos abandonaron el salón; Estrada salió con ellos a la calle, despidiéndose en el momento en que encontró una oportunidad, y se encaminó velozmente a su casa. Llamó a la puerta, que permanecía aún cerrada; la abrieron, y se lanzó a la escalera, sacando de la bolsa de sus calzones una llave. Doña Ana, fatigada por el esfuerzo de sus mismos pensamientos, habíase quedado dormida en un sitial; el ruido de una puerta que se abría la despertó.
Triste la claridad de la mañana penetraba en el aposento por una ventana cerrada con fuertes rejas.
Doña Ana dirigió la vista hacia la puerta, esperando ver entrar a don Enrique, y disponiéndose a recibirle con enojo, verdadero o fingido, según le conviniera.
Pero fue don Cristóbal el que apareció, y doña Ana quedó abismada en un mar de conjeturas.
—Dios os guarde, bella señora —dijo Estrada.
Doña Ana no contestó.
—Habladme, hermosa —continuó Estrada— supongo que habréis descansado muy poco; la estancia no era digna de vos; pero ¿qué queréis? no estaba yo preparado para recibiros como merecéis; más adelante será otra cosa.
—Caballero —dijo con altivez doña Ana— ¿queréis explicarme lo que significa todo esto? ¿En dónde me encuentro?
—Nada más sencillo; en mi casa, en la casa de vuestro servidor, don Cristóbal de Estrada, y a partir desde hoy, en vuestra misma casa.
—¿Don Enrique me ha hecho conducir aquí?…
—Perdonad; don Enrique nada tiene que ver en esto.
—Entonces ¿me explicaréis este misterio?
—Con mucho gusto, supuesto que ya nada se pierde: anoche os he encontrado saliendo de vuestra casa, sin duda para huir con don Enrique, y dije para mí: Dios me depara esta buena presa; si de llevársela tienen los moros, que se la lleven los cristianos: y cargué con vos, y aquí estáis a mi lado y en mi poder.
—¡Pero esto es indigno de un caballero!
—Doña Ana, quiero apelar a vuestra memoria. Os vi, os amé, me disteis esperanzas; aún más, por algunos días me hicisteis creer, como a otros mil, que me amabais; a poco otro hombre llamó vuestra atención, y fui olvidado. En vano rogué, lloré, supliqué; en vano pasé los días y las noches rondando vuestra casa; nada, había yo muerto para vos: ¿es esto digno de una dama?
—¡Don Cristóbal!, ¡tomáis una venganza infame!
—Señora, os juro que en todo esto, parte ninguna tiene la venganza; os encontré a mi paso, y ¿qué queríais que hubiera hecho? Era preciso ser de mármol para no aprovechar la ocasión. Os tengo en mi poder. ¿Creéis que el hombre que tiene en su poder a una dama tan hermosa como vos, puede dejarla así, con tanta facilidad? ¿Qué tiene que ver con esto la venganza? Lo mismo hubiera hecho aun cuando nada hubiera mediado entre nosotros.
—¿Es decir que estáis resuelto a no dejarme salir de aquí?
—Eso será según vuestro comportamiento.
—¿Cómo se entiende?
—Muy fácilmente ¿consentís en ser mía? Entonces libre sois de entrar y salir…
—¡Don Cristóbal!
—¿Para qué he de engañaros? Mi resolución es que habéis de ser mía, por la razón o por la fuerza.
—¡Nunca!
—Oídme, y sed razonable: ¿me habéis dicho una vez que me amabais?
—Os engañé.
—No; entonces me amabais.
—Bien ¿y qué?
—Que no os será tan penoso pertenecerme.
—¿Después de lo que habéis hecho conmigo?
—Culpad en eso al destino y no a mí.
—¿Pero podéis suponer que pueda yo consentir en ser la dama de un hombre?
—¿Qué otra cosa ibais a ser con don Enrique?
—Su esposa.
Estrada lanzó una alegre carcajada.
—¿Y para eso huíais con él? Vamos, sois una niña; su dama seríais, y si así os agrada, podéis aún serlo, que bien vale la pena una mujer como vos de olvidar algo del pasado.
—Nada conseguiréis de mí.
—Pensadlo bien; estáis en mi poder, nadie podrá auxiliaros aunque os busquen por todas partes, que estoy bien libre, aun de las sospechas; he tomado mis precauciones: conformaos, que sabéis que os amo; podéis ser feliz a mi lado; vuestra resistencia es inútil, y al fin os dará el mismo resultado… ¿Queréis que os pida desayuno? Dispensadme, pero me había olvidado con la conversación.
—¡Nada quiero! —dijo doña Ana.
—Vamos ¿pensáis moriros de hambre como las princesas de los cuentos?
Doña Ana, a pesar de su enojo, se sonrió; aquel hombre no le parecía un mal mozo.
Otra mujer, en aquella situación, se hubiera desesperado; doña Ana, acostumbrada a los galanteos atrevidos de los jóvenes de la ciudad, y habiendo oído contar tantas aventuras amorosas a sus amigas, no encontraba aquello tan trágico como una jovencilla inocente y cándida lo hubiera encontrado.
La verdad es que doña Ana comenzaba sin disgusto a resignarse con su situación, y lo único que la inquietaba era lo que sucedería con don Enrique.
Estrada comprendía lo que pasaba en el corazón de la dama, y conoció que ganaba terreno con el trascurso del tiempo, que la empresa no era ni muy difícil ni muy larga, y que podía llegar por la casualidad a lo que no habría llegado con la constancia y el amor.
—Doña Ana —dijo— voy a mandar que os dispongan un desayuno y que os preparen otra habitación mejor, porque estáis aquí incómoda y necesitáis descansar; la noche ha sido para vos muy angustiosa.
Doña Ana le miró sin contestar; pero en aquella mirada ya no había rencor; quizá —pensaba ella— con la dulzura consiga mi libertad.
Don Cristóbal salió, y a poco dos esclavas negras sirvieron a doña Ana el desayuno.
Varias veces aprovechó a hablarlas, pero no obtuvo contestación; o eran mudas, o tenían severas prohibiciones que acatar.
Trascurrió una hora, y don Cristóbal volvió.
—Señora —la dijo— vuestra estancia está dispuesta, tened la bondad de seguirme.
Doña Ana esperaba ganar su libertad con aquel cambio, y siguió a don Cristóbal sin resistencia.
Atravesaron varias habitaciones, subieron una escalera; después cruzaron por un pasillo y penetraron en una estancia.
—Aquí podéis reposar un tanto —dijo Estrada.
Doña Ana recorrió con su mirada aquel aposento; tenía en el fondo una ventana, pero alta, y cerrada también por fuertes rejas.
Estrada comprendió su pensamiento.
—Es inútil que busquéis salida, si yo no os la proporciono —dijo— esa ventana cae a las tapias elevadísimas del convento, y los frailes no han de venir por vos, ni vos tendríais tan mal gusto de cambiarme por uno de ellos. Descansad, y no penséis sino en lo que os dicho; mía, por la razón o por la fuerza; no tengo más que una palabra.
—Váisme agradando por vuestra audacia, y casi me parecéis un hombre digno de ser amado.
—Dios lo haga, por evitaros disgustos y por hacerme feliz. Descansad.
Y don Cristóbal salió, cerrando con llave la maciza puerta.
—¡Dios dispondrá! —exclamó doña Ana, y se arrojó vestida sobre el lecho que había en el aposento.
A poco rato dormía tranquilamente.
Exquisitas diligencias se hicieron por doña Fernanda para saber el paradero de doña Ana, y como no dieron resultado de ninguna especie, aquella señora se fijó en que don Enrique era el raptor, en que la aventura de los embozados era todo comedia, y en que el joven, maliciando la red que se le tendía, había ganado por la mano, como decía el vulgo.
Por su parte don Enrique hizo algunas averiguaciones, y convencido de que nada llegaría a saber, se figuró que el rapto había sido una intriga, y la cita una celada para asesinarlo, y creyó que en esto estaba de acuerdo doña Ana y el Indiano. Determinó olvidar a aquella mujer y esperar en el porvenir la solución de aquel enigma.
Fácilmente se resignaba don Enrique; pero su alma comenzaba ya a preocuparse con la misteriosa beldad de la calle de Tacuba.
Con objeto de disipar sus negros pensamientos, y con el interés de ver de nuevo a la dama, don Enrique pasó varias veces por la calle en que la había visto por vez primera, se detuvo enfrente de la casa, y procuró averiguar con los vecinos su nombre y calidad.
Lo más que logró alcanzar, fue que aquella mujer había llegado hacía poco tiempo de fuera, sin saberse de dónde, que parecía ser muy rica, que casi todos sus criados eran indígenas que no hablaban el castellano, por lo cual nada se podía saber por ellos, y finalmente, que la tal dama llevaba una vida tan misteriosa, que los vecinos sólo habían podido juzgar de su belleza el día de San Hipólito, que la habían visto en el balcón de su casa.
Don Enrique se desesperaba, y los días pasaban y la bella desconocida parecía haberse evaporado.
Doña Ana no había vuelto a aparecer en la sociedad, y poco a poco se olvidó el asunto del rapto, y ya nadie hablaba de él.
En cambio, la casa de don Cristóbal de Estrada había cambiado en su modo de ser; no era ya la habitación del hombre solo, se conocía que aquella casa comenzaba a tener su vida de familia; no más que la señora de allí no se dejaba ver más que de las esclavas de gran confianza.
Doña Ana no estaba ya prisionera, y Estrada se había retirado de los bailes y de los paseos; sus amigos decían que se había metido a buen vivir.
Sólo el Indiano conocía el secreto de aquellas trasformaciones.
X. Las pretensiones de una monja
Aunque don Enrique no fuera culpable del rapto de doña Ana, su nombre andaba mezclado de tan diversos modos en las conversaciones que se siguieron al escándalo, que nadie había en México que no lo culpara, cuando menos, de ser la causa de aquel acontecimiento.
Su fama de seductor con las muchachas, creció al par de la indignación de los padres y de los hombres juiciosos, y llegó éste a tal grado de exaltación, que comenzó a publicarse contra él una especie de cruzada, para que no se le recibiese en las casas, y se le vigilase como a un malhechor.
Natural era que aquellas voces llegaran hasta el convento de Jesús María, y que don Justo quisiera aprovechar la disposición de ánimo en que tales especies pondrían a la abadesa.
Esperó algunos días con objeto de que su presencia en el convento fuese deseada y una tarde solicitó hablar a la abadesa, y lo consiguió sin dificultad.
—¡Ay, hermanito! —dijo la abadesa en cuanto le vio— Dios Nuestro Señor me le envía, que ya estábamos determinadas a enviarle un atento.
—Madrecita, perdone vuestra reverencia si no había vuelto por acá; pero estaba yo muy ocupado en la casa de mi hermana la condesa, porque su esposo el señor conde ha pasado muy malos días.
—¿Está enfermo nuestro benefactor?
—Pero del alma, madrecita, del alma.
—¿Cómo así?
—Sí; figúrese su reverencia que ha tenido en la familia disgustos de esos que nunca faltan con don Enrique, que Dios no dispone que sea bueno.
—Sea por Dios, hermanito. ¡Pobre señor conde! Ya hemos sabido sus cuitas, y mucho hemos rogado a Dios Nuestro Señor por él en nuestras oraciones, aunque indignas y pecadoras.
—Inconsolable está, él, tan bueno, tan virtuoso, tan respetable. ¡Oh! porque eso sí, es un hombre ejemplar por su caridad; y su hijo, Dios me lo perdone, que es un joven tan disipado, tan escandaloso.
—Eso sobre todo, hermanito ¡el escándalo!, ¡el escándalo! que es peor que el pecado.
—María Santísima ayude al señor conde; vea su reverencia cómo en este mundo a nadie le falta su cruz, y comparada la nuestra con las del prójimo, debemos dar gracias a Dios porque nos envía la más ligera.
—¡Bendito sea para siempre tan gran Señor!
—Amén.
—¿Y qué ha pensado el señor conde hacer con su hijo? No creáis, hermanito, que es un espíritu de curiosidad lo que me mueve a hacer esta pregunta, no, el Señor me defienda, sino porque con los escándalos de ese joven, que Dios sea servido de llevar por buen camino, cada día padece más el crédito de esta comunidad, de la que soy indigna abadesa.
—El señor conde no puede hacer en este caso nada, porque su autoridad no es bastante para impedir el mal.
—¿Pues quién sería capaz de cortarle?
—Creo, madrecita, que sólo S. E. el señor virrey.
—Eso mismo han creído nuestros padres capellanes; pero ellos no quieren tomar parte activa en pedirlo.
—Fácil es conseguir lo que se desea, de otra manera.
—Precisamente para tal cosa os esperaba, hermanito ¿qué creeis que debiera hacerse?
—En primer lugar, que su reverencia ponga un ocurso al señor virrey, previas las correspondientes licencias de los prelados, en el cual ocurso se queje de los males que sufre esta santa comunidad con todo lo acaecido, y lo mucho que su honra pierde con los tales escándalos que día a día se dan en esta corte por una persona que tiene aquí una hermana.
—Entiendo, entiendo.
—En segundo lugar, que el dicho ocurso me sea entregado por su reverencia, a fin de que yo lo lleve al señor virrey.
—Muy bien.
—En tercer lugar, que su reverencia consiga que el señor arzobispo recomiende el pronto y buen despacho de la solicitud o queja.
—¿Y después?
—Después S. E. hará lo demás.
—¿Y qué pensáis que hará?
—Pues supongo que podrá desterrar de estos reinos al que tanto escandaliza, o le remitirá por sus culpas a España, bajo partida de registro.
—¿Y no habrá algún temor de que se derrame sangre?
—Ninguno.
—En tal caso, haré lo que decís, hermanito, que nuestro capellán dice que por su ministerio prohibido le está tomar parte en negocio de justicia en el que pueda haber derramamiento de sangre humana.
—Pues su reverencia puede proceder con toda confianza, que nada habrá de lo que se temen los padres capellanes.
—¡Gracias a Dios! Entonces dentro de tres días tendréis en vuestro poder el dicho escrito. Os espero dentro de tres días precisamente.
—No faltaré.
Despidióse don Justo, y la monja procedió a su negocio, enviando a llamar a los padres capellanes.
Gobernaba por estos tiempos la Nueva España don Sebastián de Toledo, marqués de Mancera, que había tomado posesión del virreinato el 15 de octubre de 1664, y que había traído consigo a su esposa doña Leonor de Carreto.
Un día el virrey convino en recibir a don Justo: habían pasado ya cinco desde la última conversación de éste con la monja.
Don Justo se presentó con la mayor humildad.
El marqués de Mancera, hombre inteligente y sagaz, como le llaman los cronistas de aquellos tiempos, permitió a don Justo que tomara asiento, procurando estudiar su fisonomía y adivinar qué clase de hombre era aquél.
—Perdóneme S. E. —dijo don Justo— negocio tan delicado me obliga a distraerle de sus altas y complicadas atenciones, que no he vacilado en insistir, quizá con demasiada obstinación, hasta alcanzarlo.
—Podéis decirme cuál es vuestro negocio —contestó el virrey— que para dirigir y gobernar estos reinos me ha enviado S. M., honrándome con la representación de su sagrada persona y autoridad.
—Comenzaré, para no molestar a S. E. Es el caso que hay en esta ciudad una persona muy respetable (sin ofender al señor virrey) que se llama el conde de Torre-Leal.
—Le conozco bastante.
—Pues este señor conde tiene dos hijos, varón el uno y señora la otra. El varón, que es el mayor de entrambos, tiene relajadas costumbres y perversas inclinaciones que lo arrastran a causar día con día gravísimos y trascendentales escándalos.
—¿Cómo se llama ese joven?
—Don Enrique Ruiz de Mendilueta.
—¡Ah! —exclamó el virrey, recordando el lance del día de San Hipólito.
—Don Enrique —continuó don Justo sin darse por entendido de la exclamación del marqués, ni de lo que ella quería decir— tiene una hermana, hija de su mismo padre, y de la que he hablado ya a V. E., y que es monja profesa en uno de los conventos de esta noble y leal ciudad.
—Entiendo.
—Los escándalos de don Enrique turban la tranquilidad de su hermana y de aquellas otras santas religiosas, y como es público y notorio que la hermana está en aquel convento, toda aquella respetable comunidad se halla triste y conturbada, sin esperar el remedio de tantos males y de otros que pueden seguirse, más que en V. E., que representa en estos reinos la alta majestad del soberano.
—Y bien ¿qué puedo hacer?
—Señor Excelentísimo, humildemente presento a S. E. esta solicitud, en la que se pide por las señoras religiosas el remedio de tantos males y de escándalos tan perjudiciales a la cristiandad.
El virrey tomó el escrito, que le presentó don Justo poniéndose de pie y haciendo una estudiada caravana. Leyóle detenidamente, y luego dijo:
—Aquí no se me indica el paso que pretenden que yo dé.
—Supusieron las madres que esto no se ocultaría a la sabia penetración de S. E., ni sería digno del respeto, que a V. E. se debe, el indicarlo.
—Pues no alcanzo… ¿quizá amonestando al conde de Torre-Leal para que reprimiera a su hijo dentro de los límites del deber, usando de la paterna autoridad?
—S. E. no sabrá que esto no dará resultado; pertenezco yo a la casa del señor conde, y puedo asegurar a V. E. que todo lo que se intentara por este camino sería inútil, porque el señor conde ha hecho por su parte los mayores esfuerzos, y no se ha ocurrido a molestar a V. E. hasta que ya no se encontró otro remedio en lo humano.
—Llamaré en tal caso a ese joven y le amonestaré, conminándole con penas severas si no procura la enmienda.
—No me toca a mí contradecir a S. E.; pero usando de la bondad que lo distingue, me permitiré hacer una observación, si S. E. me da para ello su venia.
—Hablad, que bien es del reino y de la religión dar en esto una acertada providencia.
—Como V. E. no ha tratado nunca a ese mancebo, supone, por su propio recto corazón, que surtirán en él todo el deseado efecto los consejos y admoniciones de sus superiores; pero en ánimo tan endurecido nada se alcanzaría, sino exaltar más sus pasiones y hacerle enemigo irreconciliable del convento, de donde supondría fundadamente que era originada la queja, siendo entonces mayores los males, sin que para estorbarlos valer pudiera la muy alta autoridad y respeto de V. E.; porque hombre es don Enrique capaz de sacar el estoque y andar a cuchilladas delante de V. E. mismo; tanto así le ciegan sus costumbres y malas inclinaciones.
Intencionalmente había dicho esto don Justo para provocar en el virrey el recuerdo de los acontecimientos de San Hipólito, y el tiro estaba tan bien dirigido, que no pudo menos de hacer todo el efecto que se esperaba de él.
Púsose a reflexionar el virrey, y luego dijo:
—Ciertamente tenéis razón, y me confirmo en ello por cosas que yo me sé, y por acontecimientos que yo mismo he presenciado, y en los que quizá debería haber obrado de otra manera de como lo hice; pero eso ya pasó. Decidme ¿hay alguna nueva queja contra ese joven?
—Sí, excelentísimo señor, el día de San Hipólito…
—Eso ya lo sabía yo ¿anduvo a cuchilladas a la hora de salir el Pendón?
—No señor, es otra cosa; después de ese escándalo y en la misma noche del día 13, don Enrique ha cometido el rapto de una joven perteneciente a una de las familias más ricas de esta ciudad, en cuyo rapto no faltaron golpes, estocadas y escándalo, y es lo peor que niega ser el autor del atentado, cuando yo mismo presencié que la madre de la joven salió en busca de su hija pocos momentos después de que ella había salido, y todavía encontró en la calle a don Enrique, que batiéndose con unos desconocidos…
—¿Y la joven, pareció?
—No, señor excelentísimo; temeroso sin duda de que lo obliguen a la justa y merecida reparación, don Enrique la oculta, y a lo que supone la desgraciada madre de la víctima, el raptor después de saciar en ella sus torpes pasiones, la ha enviado fuera de la ciudad.
—Pero ése es un infame que merece un ejemplar castigo.
—La prueba sería tan difícil ante los tribunales, que el culpable se burlaría de todo, porque bien ha sabido tomar sus precauciones.
—Ese joven debe ser un monstruo.
—Hay otras mil cosas que V. E. no sabe, y serían muy largas de contar.
—¿Pero qué remedio?
—Señor, que V. E. le destierre de estos reinos, o que le envíe a España bajo segura partida de registro.
—Eso es muy grave.
—Es verdad, señor; pero para el hombre cuyos hechos comienza aún a conocer S. E., no es sino quizá menos de lo que merece.
—Puede suceder.
—Y además, que las madres están pendientes, para su tranquilidad, de lo que V. E. determine en este asunto.
—¡Ah! y había yo olvidado que tenemos pendiente además la solicitud de las monjitas en este negocio. Bien; podéis retiraros, que en esta misma noche resolveré.
—¿Y qué diré a las madrecitas?
—Podéis asegurarles que quedarán contentas, y muy pronto.
—Doy a V. E. las más debidas gracias en nombre de las señoras religiosas, que otra cosa no esperaban de la magnanimidad de S. E.
—Cuidad de que nadie se entere de todo esto, porque quizá sabido por el joven, provoque nuevas dificultades o estorbe el golpe que prepara la justicia.
—S. E. puede confiar en nuestra discreción.
Don Justo se retiró, haciendo al marqués mil cortesías y reverencias.
—Esto marcha bien —exclamó, al encontrarse en la calle— con una recomendación cualquiera y un escandalito, por pequeño que sea, que dé mi señor don Enrique, muy pronto lo vamos a ver en camino para la Veracruz.
El virrey quedóse reflexionando, y volvió a leer el escrito de las monjas.
—Esto es claro —dijo— ese joven no tiene remedio; las monjas están en su derecho, porque nunca puede ser justo que su honor y su buen nombre se perjudiquen por las malas acciones de ese hombre… y luego el rapto… y el escándalo en mi misma presencia en el día de San Hipólito… y tantas cosas… no, ese joven es una plaga, es preciso tomar con él una providencia enérgica… Estoy decidido… estoy decidido.
Y levantándose violentamente, se dirigió al aposento en que estaba su secretaría.
La suerte de don Enrique vacilaba.
XI. El último escándalo
Precisamente en la mañana del día en que don Justo presentó la queja de las monjas al virrey, un lacayo dejó en la casa de don Enrique una esquela cuidadosamente cerrada y sellada.
El joven llegó a la hora de la comida, y recibió aquella carta; estaba concebida en estos términos:
Don Enrique:
Esta noche doy en mi casa un sarao a mis amigos: venid, haceos anunciar, y cuando os parezca oportuno, podéis acercaros a mí y hablarme.
Sabéis ya mi casa en la calle de Tacuba.
La carta no tenía firma ninguna, pero don Enrique conoció la letra; era la misma de la primera esquela.
Aquella aventura tan misteriosa, aquella dama tan bella, y cuyo nombre no había podido él saber, que era recién llegada a México, y que, sin embargo de eso, tenía ya amigos y daba saraos, todo exaltaba de tal manera la imaginación de don Enrique, que no vaciló un momento en tomar su resolución, y determinó concurrir aquella noche a la cita de la encantadora desconocida.
Pero en medio de todo, aquellas cartas no podía él calificarlas de amorosas; había en ellas algo de reservado, de misterioso; parecían estar escritas con demasiado estudio; ninguna de ellas podía comprometer a la dama que las había escrito; parecían más bien las cartas de una reina que concede un momento de audiencia.
Cuando don Enrique pensaba en esto, sentía un extraño presentimiento; pero después recordaba los brillantes ojos de la desconocida, su negra cabellera sembrada de brillantes, su traje, negro también, cubierto de deslumbrantes joyas, y le parecía todo aquello tan fantástico, tan ideal, que hubo momentos en que se creyó loco.
Llegó la noche, y la casa de doña Marina se iluminó como por encanto, y apareció engalanada con tanta riqueza y tanta magnificencia, pero al mismo tiempo con un gusto tan extraño, que no parecía sino que allí se preparaba una fiesta de hadas.
Una tupida alfombra de plumas de encendidos colores cubría el pavimento desde la puerta de la calle hasta los corredores de la casa; bosques de plantas aromáticas y de flores se extendían de uno y otro lado, y entre aquella improvisada selva esparcían su ardiente claridad multitud de bujías; pájaros de todas clases, cantores orgullosos de las montañas, lanzaban al viento sus trinos, engañados por aquella luz, que ellos tomaban por la del día.
Regia y extraña pompa se desplegaba en todos los aposentos de la casa; muebles de maderas exquisitas y desconocidas que exhalaban suavísimo perfume, llamaban por todas partes la atención con sus formas caprichosas; ricos brocados europeos fantásticos, telas de seda bordadas en la China, y curiosos lienzos con delicadas labores tejidos por los indígenas, formaban la tapicería, y el oro y la plata y la porcelana del Japón se mezclaban en las vajillas.
Aquél era el sarao más espléndido de que se hacía mención en México, y se tenía por cosa segura que el virrey marqués de Mancera, y su esposa doña Leonor, asistirían a él.
La invitación se había hecho en nombre de la señora doña Marina de Alvarado, hija del cacique don Hernando de Alvarado, convertido a la fe católica, y uno de los más ricos señores de Tehuantepec.
Doña Marina, para invitar al virrey, hizo presentar en palacio todos los documentos que acreditaban su nobleza y descendencia del rico señor de Tehuantepec. El virrey, examinados que fueron aquellos títulos, no tuvo inconveniente en aceptar, y prometió asistir en compañía de su esposa.
Aun no comenzaban a llegar los convidados; los mayordomos, los lacayos, los reposteros y los esclavos entraban y salían con grande agitación por los salones, afanados con los últimos preparativos.
Doña Marina y el Indiano conversaban en uno de los aposentos. Doña Marina vestía un traje blanco sin adornos, pero tan fino, tan flotante, por decirlo así que parecía envuelta en una nube; ceñía su cintura una faja de seda roja sembrada de brillantes; en sus brazos, descubiertos hasta el hombro, y en su cuello y en su cabeza, llevaba también pulseras, collar y diadema rojos con estrellas de brillantes.
Aquella mujer así, parecía una de esas encantadoras de los cuentos árabes.
El Indiano llevaba los colores de doña Marina; era su traje blanco de seda con acuchillados rojos, y por únicas piedras, diamantes; nada de oro ni de otro metal; había hecho un estudio para llevar los mismos colores y con el mismo adorno que la dama.
—Señor —decía doña Marina— no sé qué pretendes ni cuáles serán tus pensamientos; pero te obedezco y te sigo como las nubecillas siguen el camino del viento.
—Nada temas, Marina; pronto verás el resultado de todo.
—¿Temer yo cuando se trata de obedecerte? No; tú eres mi vida y mi voluntad; tú mandas, señor ¿pues qué es amar? Así te amo, que tu alma es la mía ¿puede querer tu alma lo que tu alma no quiere? ¿Estás contento?
—Siempre lo estoy cuando tú lo estás, luz de mi alma. ¿Sabes si recibió la carta don Enrique?
—Si la recibió. ¡Oh! tú no sabes, señor, lo que yo siento cuando pienso que un hombre que no eres tú, cree que puedo amarle, que puedo pensar en él; esta idea me destroza el corazón.
—Amor mío ¿oyes esos pájaros que cantan con la luz de las bujías? Piensan que es el sol, Marina, y ese engaño pueda ofender al sol, puede causarle celos. Deja que ese hombre crea que la luz de una hoguera es el resplandor del día; nuestro amor y nuestra dicha son tan puros y tan firmes, que ninguna tempestad puede turbarla.
—¡Oh, señor! así, así quiero que me hables siempre, y que me mandes cuanto quieras. ¿Qué haré si viene ese hombre?
—Procura no mirarle mucho, pero también preséntale una oportunidad para que llegue hasta ti y te hable; alienta su audacia con tu silencio: lo demás corre de mi cuenta. Pero si llego y te pregunto lo que él te ha dicho, refiéremelo en alta voz, delante de todos y manifestando extrañeza: di cuanto él te haya dicho ¿me entiendes, vida mía?
—¡Oh! mi alma te comprende siempre.
En estos momentos comenzaron a llegar los convidados. Damas y caballeros invadían los salones, y las músicas preludiaban ya dulcemente algunas piezas; sólo se esperaba al virrey y a su esposa para comenzar el sarao.
Había hombres apostados desde la puerta del palacio para que a todo escape llegaran a anunciar la llegada de sus excelencias, y todo el mundo aguardaba aquel momento con impaciencia.
Por fin, llegó el anuncio deseado: los concurrentes todos se pusieron en agitación, y doña Marina, apoyada en el brazo del Indiano, descendió a esperar a los virreyes hasta el pie de la escalera.
Desde la puerta de la calle hasta donde esperaban el Indiano y la joven, había tendidos en dos alas, lacayos españoles vestidos con elegancia a la europea, y alternando con indígenas, que llevaban los vistosos trajes de plumas que usaban en los tiempos de Moctezuma. Los lacayos tenían en sus manos gruesos y blancos cirios encendidos, y los indígenas alumbraban con hachones de resinas aromáticas, cuyo humo era un delicado perfume.
Dos niñas vestidas con los antiguos trajes aztecas, y dos niños con los trajes españoles de la época, caminaban delante del virrey y de su esposa en cuanto penetraron en la casa, regando a su paso hojas de rosa y de amapolas. Las músicas sonaban por todas partes y de las azoteas de la casa se lanzaban millares de cohetes.
El virrey estaba encantado, lo mismo que su esposa doña Leonor, con aquel esplendor y aquellas muestras de regocijo.
La virreina se apresuró a encontrar a doña Marina y la estrechó entre sus brazos, y el virrey tendió su mano primero a don Diego y después a la joven.
—Señora —le dijo doña Marina— mi corazón quisiera haberte recibido como mereces, por ti y por la grandeza que representas en esta tierra, porque eres aquí la persona de nuestro monarca; perdóname, señor, si no hago para que encuentres agradable mi casa, más que esto, que no es todavía digno de ti.
El marqués de Mancera, acostumbrado al lenguaje de las cortes europeas, se hallaba embarazado para contestar aquella locución, que le parecía de los tiempos de los patriarcas; la virreina sentía la misma extrañeza; pero el marqués, hombre de agudo ingenio, comprendió que debía contestar en los mismos términos:
—Niña —le dijo— el monarca mira tus intenciones y agradece la voluntad; tu casa es magnífica, y tal fiesta es digna de un monarca.
—Señora —dijo Marina dirigiéndose a la virreina— este que ves aquí —y señaló a don Diego— va a ser mi marido ante Dios, porque somos cristianos él y yo; y concédeme, señora, la gracia de rogar a tu noble esposo que él y tú sean los padrinos en este matrimonio.
Aquella petición, hecha con tanta franqueza y tanta sencillez, agradó a doña Leonor, que buscó en los ojos del marqués la respuesta afirmativa.
—Niña —contestó el virrey— mi esposa y yo seremos los padrinos de tu boda, y en recuerdo de esto te declaro, que S. M. el rey nuestro señor (q. D. g.) me ha concedido autorización para hacer en su nombre dos visitas a las personas que en este reino juzgue yo dignas de tan alta merced, y declaro que una de dichas visitas es la presente, que recibirás como si la misma majestad del rey de las Españas hubiera con su sagrada persona entrado en esta casa.
—¡Viva S. M.! —gritaron los que habían escuchado aquello, y este grito se repitió por todos los aposentos y por la calle.
El virrey ofreció su mano a doña Marina para subir la escalera, y el Indiano la suya a doña Leonor, y en esta forma estas dos parejas rompieron el baile, como se decía en aquellos tiempos.
Una hora había trascurrido después de aquellas escenas, cuando se anunció al señor don Enrique Ruiz de Mendilueta.
Don Enrique penetró en el salón en que se encontraban los virreyes, y los saludó con gran cortesanía.
—¿Éste es el joven de que me hablaste? —preguntó doña Leonor a su marido.
—Éste, y en verdad que es una lástima; ¡tan gallardo y de tan buena figura! —contestó el virrey.
—Quizá lo hayan calumniado.
—Ojalá. A primera vista me ha simpatizado, y por mi fe que me alegro de no haber dictado hoy la providencia que pedían las madres: esta noche procuraré observarle.
—Tal vez no sea tan malo como lo pintan.
Si don Enrique no hubiera estado tan preocupado buscando con la vista a doña Marina, quizá hubiera podido notar que el virrey y su esposa hablaban en voz baja y le miraban; pero nada advirtió.
Durante largo tiempo don Enrique no despegó sus ojos de doña Marina, la cual apenas parecía notarlo, rodeada de damas y de galanes, a quienes encantaba el lenguaje pintoresco y sencillo de la joven.
Hubo un momento en que levantándose todos a bailar, dejaron sola a doña Marina. Don Enrique pensó que había llegado el momento de hablarle, quiso aprovecharle y se sentó a su lado.
—¿Estás contento, señor? —preguntóle la joven.
Don Enrique, que no estaba acostumbrado a aquella manera de hablar, y que ignoraba que así hablaba doña Marina a todo el mundo, por ser la costumbre de su país, tomó aquello por un supremo acto de confianza, y animado por él, contestó:
—¿Cómo no estar contento a tu lado, señora, cuando mi único anhelo era este momento, para hablarte y escuchar tu voz, para decirte, señora, que te amo?
En aquellos instantes don Diego entró como casualmente en el salón con un grupo de damas y caballeros. Don Enrique, preocupado, no lo advirtió.
—¿Me amas, y apenas me conoces? —dijo doña Marina.
—A ti, señora, basta conocerte para amarte, y creo que tú me amarás también ¿es verdad que serás mía?
—Tuya ¿y cómo?
—Amándome como te amo yo, viviendo conmigo y a mi lado, viviendo sólo por mí y para mí.
—¿Pero por qué crees que puedo hacer eso?
—Lo creo, señora, por tus dos cartas; lo creo por el botón de rosa que dejaste caer para mí el día de San Hipólito.
—¿Yo?
—Sí, tú; no me lo niegues, porque yo te amo ya.
En este instante el Indiano se acercó a ellos; doña Marina se levantó como espantada, y don Enrique miró cerca de sí a su enemigo.
—¡Caballero! —dijo el Indiano en voz alta para que todos pudieran oírle— ¿qué decíais a esta dama?
—¿A vos qué os atañe? —contestó don Enrique con altivez.
—Doña Marina ¿qué te decía ese hombre?
—Me hablaba de cosas de que yo no tenía noticia —contestó inocentemente la joven—. Me decía que me amaba, que yo le amaba, que había recibido cartas mías, y que yo debía ser suya, por el botón de rosa que dejé caer para ti el día de San Hipólito, y que él, que venía a tu lado, se apresuró a recoger.
Una sospecha terrible cruzó por el alma de don Enrique: ¿habría sido víctima de alguna intriga?
La música había cesado, el baile se había suspendido, y de todos los salones venía la gente, atraída por el interés de aquella escena.
—¿Lo oís, caballero? —dijo el Indiano—. Habéis venido a galantear a esta dama abusando de que os ha abierto las puertas de su casa; y esta dama, caballero, es mi futura esposa, en cuyo matrimonio el señor virrey acaba de concederme la honra inmensa de ser mi padrino.
Don Enrique estaba como anonadado; un rayo caído a sus pies no le hubiera hecho un efecto tan terrible; conocía que en todo aquello se ocultaba una trama infame, pero no podía ver con claridad en aquella espantosa situación.
—Creo, por consecuencia, caballero —continuó el Indiano— que me concederéis que estoy en mi perfecto derecho para suplicaros que os retiréis de una casa en donde habéis cometido tan grave falta.
—¡Oh! —exclamó don Enrique, pálido y con la frente inundada de sudor— es preciso, caballero, que me expliquéis…
—Es preciso que os retiréis, don Enrique Ruiz de Mendilueta —dijo una voz serena detrás de don Enrique.
Volvió éste la cara, y se encontró con la adusta fisonomía del marqués de Mancera.
—Obedezco a S. E. —dijo don Enrique— y mañana arreglaremos esto, señor don Diego.
—Como gustéis.
Don Enrique atravesó en medio de la asombrada concurrencia.
—¿Lo has visto? —dijo el virrey a su esposa.
—No tiene más remedio —contestó doña Leonor.
Y restablecida la calma, continuó el sarao tan alegre como si nada hubiera pasado.
XII. La voluntad de un virrey
El escándalo provocado por don Enrique tan inocentemente, no interrumpió, sino por muy poco tiempo la alegría del sarao; los amigos más íntimos del joven dejaron para el siguiente día la explicación de aquel misterio y la solución de aquel lance, y se entregaron por aquella noche al placer de la danza, dando treguas a su indignación, a su dolor y a sus amistosos sentimientos.
El virrey quedó profundamente preocupado; había ya formado su resolución, y nada hubiera ya podido entonces hacerle retroceder. Meditaba el modo de llevarla a cabo, huyendo por su parte el escándalo, y procurando que cuando llegase a noticia del público estuviera ya ejecutada la providencia, para evitarse los necesarios compromisos que le traerían las súplicas y los llantos de la familia.
La virreina doña Leonor conocía a fondo el carácter de su marido, y comprendió, por el obstinado fruncimiento de su entrecejo, que había tomado en aquel negocio una resolución firme, y por esto cuidó mucho de no hablarle sobre ello absolutamente nada.
Llegó la hora de retirarse; el virrey y su esposa se levantaron, repitiendo su promesa al Indiano y a doña Marina, que los acompañaron hasta la puerta de la calle, atravesando en medio de las dos filas de lacayos que alumbraban. Montaron los virreyes en su carroza, partieron los caballos, y toda la concurrencia del sarao comenzó a retirarse.
La claridad de la mañana comenzaba a esparcirse por las calles de la ciudad, y las golondrinas cantaban alegres sobre los techos de las casas, y don Diego y doña Marina habían quedado solos en aquellos salones, poco tiempo antes tan concurridos.
—¿Señor —dijo doña Marina— te he obedecido? ¿Estás contento?
—Sí, Marina.
—Ahora yo soy la que deseo pedirte una gracia.
—Habla, hermosa mía, tus deseos son órdenes de mí: dime qué quieres; mi alma se inclina ante tu voluntad, como ante el soplo de los vientos las hojas del palmero.
—Señor ¿quieres decirle a tu Marina qué piensas hacer ahora con ese hombre? ¿A qué fin ha sido todo esto?
—Doña Marina —respondió con imperturbable calma el Indiano— ahora voy a matar a ese hombre de una estocada.
—¡Pobre de él! Porque cuando tú dices «ese hombre morirá», es seguro que ese hombre muere. Hasta hoy nadie puede vanagloriarse de haber desviado de su pecho una sola de tus estocadas; pero no te enojes, alma de mi alma, si yo te pregunto: ¿con qué objeto has hecho en esta noche tales cosas?
—Marina mía, tú no conoces a esta sociedad. Si yo hubiera matado a ese hombre antes de ponerle en la horrible situación en que le puse delante de todos, le hubieran compadecido; si él me hubiera muerto a mí, le hubieran ensalzado. Ahora, por el contrario, escarnecido, despreciado, reportando la fea nota de mal caballero, y teniendo de mi parte la justicia y la opinión, si yo le mato, «razón tuvo», dirán todos, y si él me mata a mí, no gozará de gloria en su triunfo, mi venganza saldrá de mi misma tumba, y todos huirán de él como de un infame.
—¡Dios mío! ¿Y crees que será capaz de matarte?
—Tal vez; yo tengo confianza en mi brazo; pero quizá haya llegado mi hora fatal: sólo Dios conoce el arcano del porvenir.
—Ahora comienzo a arrepentirme de lo que te he ayudado a hacer con ese hombre.
—No te arrepientas, Marina mía, porque ese duelo de todas maneras se habría efectuado, y tú no has hecho sino justificarme ante el mundo si le mato, o ayudar a su castigo si muero.
Marina inclinó el rostro, y dos lágrimas rodaron por sus mejillas y fueron a confundirse con los brillantes de su riquísimo collar.
—Marina —exclamó don Diego besando la frente de la joven— las mujeres de tu raza no lloran, para no acobardar a un hombre cuando va a entrar en combate. ¿El aire de México hizo ya débil tu corazón?
—Ante la idea sola de perderte, mi corazón gime y se entristece. ¿Dónde encontraré fortaleza si tú me faltas?
—Tu amor será mi defensa. Adiós.
La joven volvió a llorar; pero el Indiano depositó en cada uno de aquellos dos hermosos ojos un beso apasionado, y tomando su sombrero y su capa salió precipitadamente de la casa.
Don Enrique salió del sarao como un loco; la vergüenza, la cólera, el despecho, se agitaban en su corazón. Comprendía que había sido víctima de una intriga, preparada sin duda por el Indiano, y el deseo de venganza hacía hervir su corazón.
Vagaba por las sombrías y desiertas calles de la ciudad, con el sombrero en la mano y esperando calmar el fuego que devoraba su cerebro con el frío viento de la noche; anhelaba encontrar a alguien con quien trabar una pendencia, para morir o saciar la sed de sangre que le inflamaba; pero todas las calles estaban desiertas, y anduvo, y anduvo toda la noche, y la luz de la mañana le sorprendió fuera ya de las últimas casas de la ciudad.
Entonces, rendido de cansancio, abrasado por la fiebre, volvió a su casa y se metió en la cama. Había formado también su resolución: matar al Indiano o morir; vengarse o perecer en la demanda.
Cerró los ojos y quedó como privado en su lecho.
En todo aquel día no pudo ni levantar siquiera la cabeza, ni abrir los ojos; sentía un dolor espantoso en el cráneo, una sed insaciable, una postración y un cansancio como jamás había sentido.
Sus ideas en desorden le llevaban unas veces al sarao, otras a la cabalgata del día de San Hipólito, otras a las rejas de la casa de doña Ana, y todos los personajes que habían tenido intervención en estas escenas pasaban ante sus ojos en confuso tropel; y sin embargo, en todos sus semblantes notaba una sonrisa de desprecio.
Don Enrique vivía en la misma casa que su padre, el viejo conde de Torre-Leal; pero don Enrique tenía allí su habitación independiente, con puerta para la calle, con el objeto de que a cualquiera hora del día o de la noche pudiera salir, a caballo o en su carruaje, sin turbar ni inquietar al resto de la familia.
Don Enrique al caer la tarde deliraba; pero se opuso formalmente a que le dieran aviso de su enfermedad a su padre, por no disgustarle, y esperó encontrarse más aliviado al siguiente día.
Eran las doce de la noche; la ciudad estaba en el mayor silencio cuando se abrió una de las grandes puertas del palacio y salió por ella un coche de camino tirado por seis mulas y escoltado por varios hombres de a caballo, entre los cuales, a la luz de las hachas que tenían algunos lacayos, pudo distinguirse a un oficial de alabarderos.
El coche salió a la plaza y tomó la dirección de las calles de Ixtapalapa.
El oficial de alabarderos iba por delante y se detuvo frente a la casa de don Enrique. Iba sin duda muy bien instruído, porque se dirigió a la entrada principal de la casa del conde de Torre-Leal, sino ante la particular de la habitación de don Enrique, y llamó. El coche se había detenido también, y cuatro hombres echaron pie a tierra y se acercaron al oficial, que se había también apeado de su caballo.
Despiertos los criados por la enfermedad de su señor, se hicieron esperar muy poco para abrir.
—¿Quién va? —preguntó uno por dentro.
—Oficial de los reales ejércitos de S. M., con recado de S. E. el señor virrey para don Enrique Ruiz de Mendilueta. Abrid.
El portero, espantado con aquella relación, abrió inmediatamente. El oficial, seguido de los hombres que le acompañaban, penetró a la casa.
—Alumbra y guía —dijo a un lacayo— ¿dónde está tu señor?
—En la cama enfermo —contestó el lacayo.
—Pues guíame allá y anúnciale mi llegada.
Hablaba aquel hombre con tal imperio, que el lacayo no se atrevía ni a replicar, y tomando un candil, lo condujo hasta cerca de la pieza en que se hallaba don Enrique.
—Espéreme su señoría, que voy a anunciarle —dijo.
—No tardes.
Don Enrique dormitaba.
—Señor —dijo el lacayo.
—¿Qué hay? —contestó el joven abriendo con dificultad los ojos.
—Un oficial desea ver a usía, de parte del señor virrey.
—Dile que estoy enfermo.
—Se le ha dicho e insiste.
Don Enrique hizo un gesto de profundo disgusto y contestó:
—Que pase.
El lacayo salió y volvió a entrar a poco seguido del oficial, que examinaba curiosamente la habitación a la escasa y vacilante luz de una lamparilla que servía de veladora al enfermo.
—¿Don Enrique Ruiz de Mendilueta? —dijo.
—Yo soy —contestó el joven.
—Traigo orden expresa de S. E. el señor virrey para que me sigáis.
—Es imposible, estoy enfermo.
—Es la voluntad de S. E., y traigo esa orden y debo cumplirla sin excusa.
—Pero S. E. no sabrá que estoy enfermo.
—Todo está previsto, y ésa es la voluntad de S. E.
—Pero esto es horrible; no iré.
—Me ponéis en duro compromiso, porque ésa es la voluntad del virrey, y tengo orden de ejecutarla, de grado vuestro o por fuerza.
—Pues usad de la fuerza —exclamó furioso don Enrique.
—Tened prudencia; traigo gente en mi compañía, y no creo que queráis comprometer la casa de vuestro anciano padre haciendo armas contra el rey y la justicia.
Los lacayos estaban espantados. Don Enrique había tomado ya la espada y saltado del lecho; pero después reflexionó, y dijo con resignación:
—Os seguiré; permitid que me vista.
—Dueño sois de ello.
—¿Avisaré al señor conde? —dijo uno de los criados.
—No —replicó don Enrique— no quiero que tenga ese disgusto.
—Y tanto más —agregó el oficial— cuanto que no tengo orden para permitirlo.
Don Enrique calló y se vistió apresuradamente.
—Estoy a vuestras órdenes.
—Pues seguidme.
Bajaron las escaleras alumbrados por los lacayos, salieron a la calle, y uno de los hombres que allí esperaban abrió la portezuela del coche.
—Pasad —dijo el oficial a don Enrique.
—¿A dónde me lleváis? —preguntó el joven.
—No hay orden para decíroslo.
—Pero…
—Es la voluntad de S. E.
Don Enrique entró al coche y tomó asiento; el oficial entró también y se colocó a su lado. La portezuela se cerró, y las mulas arrastrando al carruaje echaron a caminar.
Los criados lloraban en la puerta de la casa mirando partir a su amo.
Don Enrique se recostó en uno de los ángulos del carruaje y comenzó a delirar: creía estar soñando.
El oficial escuchaba aquel delirio en profundo silencio.
Así salieron de la ciudad por el lado de Ixtapalapa.
XIII. El Jején
En la misma noche en que pasaban los acontecimientos que acabamos de referir, en una especie de fonda triste, inmunda y mal alumbrada, que había en uno de los callejones que desembocaban a la plaza de los Estudiantes o de la Universidad, cerca de las once, cenaban alegremente cuatro hombres.
Rodeados estaban de una vieja y angosta mesa que a cada momento vacilaba; en medio de ella ardía un velón de amarillento sebo, colocado en un sucio y roto candelero de barro, y cada uno de los comensales tenía delante de sí un gran plato de tortillas enchiladas, y bebía a su turno de un inmenso jarro de pulque que estaba en constante circulación de una a otra mano.
Aquellos cuatro hombres vestían pobremente viejas y usadas ropillas de bayeta oscura casi todos, y sólo uno, que parecía ser el jefe, la llevaba de terciopelo, pero tan raída, que podía asegurarse que después de dos o tres dueños había venido a poder del último poseedor, y prestado sus servicios por largos años y en rudas campañas, porque apenas él hubiera podido decir cuál había sido el color primitivo.
El que llevaba esta ropilla era un mozo de pequeña estatura, enjuto de carnes, escasa barba, negra como el ébano, pero con unos ojos tan brillantes y tan vivos, que llamaban la atención.
La conversación se animaba, y el pulque hacía a cada momento más comunicativos a aquellos hombres.
—¿Conque es decir que por ahora vosotros no contáis ni con dinero ni con esperanzas de tenerlo? —dijo el de la ropilla de terciopelo.
—Así es la mano, Lucas —contestó uno de los otros, llevando el cántaro a la boca.
—Siempre os ha de suceder lo mismo —dijo el de la ropilla, a quien los otros llamaban Lucas.
—¿Por qué?
—Porque en verdad, sois flojos y os falta audacia.
—Lo que nos falta es una empresa buena…
—¡Bah! si quisierais exponer algo, empresas sobran.
—No las veo.
—Sobran.
—Pero ¿a dónde?
—Yo sé de varias, y a mí nunca me falta el dinero.
—Ya; pero no todos somos como Lucas el Jején, hijos de la buena suerte.
—Porque yo trabajo, me ingenio.
—Pues ayúdanos.
—Vosotros sois los que debéis ayudarme, que negocios tengo para los que necesito compañeros…
—Aquí estamos.
—¿Seréis capaces?
—Sí, sí.
—Pues escuchadme; acercaos.
Aquellos hombres reunieron casi sus cabezas para oír mejor, y el Jején tomó la palabra.
—Hay en la ciudad un caballero que me ofrece una buena ganancia, con ciertas condiciones; la empresa es arriesgada, pero la creo segura, sobre todo contando con vosotros que sois hombres de valor.
—Veamos, veamos —dijeron todos, y el grupo de las cabezas se hizo más compacto.
—Se trata de atacar una partida de las tropas del rey…
—¡Hum! —dijo uno.
—Eso es grave… —agregó otro.
—Negocio cuando menos de garrote —añadió el tercero.
—En efecto —continuó el Jején— es cosa que puede costar el pescuezo; pero si tenéis miedo, nada se ha perdido, tan amigos como antes; lo haré con otros.
—No, no ¿quién habla de miedo? Yo no lo conozco.
—Ni yo.
—Ni yo.
—En tal caso, adelante ¿cuento con vosotros?
—Sí —dijeron todos.
—Es el caso que…
Iba a continuar el Jején, cuando un muchacho que servía en la fonda se acercó a él y le dijo:
—Busca un señor a su merced.
—¿En dónde está?
—En la calle espera; me dijo nada más que era el de marras.
—Dile que voy en el instante —y luego agregó, dirigiéndose a sus compañeros— vuelvo, no tardaré mucho.
Tomó su sombrero y salió.
—¿Qué empresa será ésta del Jején? —dijo uno de los tres cuando Lucas se retiró.
—Ha de ser difícil, cuando él no la emprende solo.
—Yo lo sigo sea cual fuere; el Jején es muy hábil.
—Yo también le acompaño, salga lo que saliere.
Y los tres siguieron bebiendo pulque mientras volvía el Jején.
Había éste salido a la calle y encontrádose allí con el personaje que lo esperaba, que era una especie de fantasma envuelto en una larga capa negra, cuyo embozo le subía hasta los ojos, cubierto con un gran sombrero negro de anchas alas y calado hasta las cejas.
—Lucas —dijo aquel hombre.
—¿Sois vos, don Justo? —preguntó el Jején.
—Silencio, y no me nombres aquí ¿están listos los compañeros?
—Dentro de media hora.
—¿Son seguros?
—No los llevaría si no lo fuesen.
—Bien; dentro de una hora te espero en el puente de la Audiencia: cuida de no faltar y de llevarlos.
—Sí, señor.
—Toma. El hombre sacó la mano por debajo de la capa y entregó al Jején una bolsa llena de dinero.
—Gracias.
—No faltes.
El embozado se alejó, y Lucas volvió a entrar a la fonda y se sentó a la mesa.
—Pues como decía yo, es preciso atacar a unos soldados del rey que llevan un prisionero.
—¿Y libertar al prisionero?
—No; menor es el riesgo: atacar a los soldados, hacerlos huir y despachar al prisionero.
El Jején acompañó estas últimas palabras con un sublime movimiento, que consistió en pasar su mano cerrada y figurando que tenía un cuchillo, alderredor de su cuello.
—¿Y luego? —preguntó uno de aquellos hombres.
—Luego, a nuestras casas. ¿Os parece difícil?
—No ¿pero cuántos soldados serán?
—Cuando más seis, y los tomamos de sorpresa.
—Estoy conforme.
—Y yo.
—Y yo.
En este momento sonaron las ocho, y los cuatro se pusieron de pie, se santiguaron, y murmuraron devotamente una oración por las ánimas del Purgatorio, adonde estaban tratando de enviar un refuerzo.
—¿Y eso cuándo será? —preguntó uno de ellos cuando acabó de rezar la plegaria.
—Esta misma noche; de manera que para mañana ya despachamos y estamos ricos —contestó el Jején.
—¿Cuánto dan?
—Me pasan doscientos pesos para cada uno de vosotros.
—¿Vamos a pie?
—No, el patrón me dará caballos; vosotros no tenéis que traer más que vuestras armas.
—Bien ¿y qué tales caballos serán?
—Buenos; los he reconocido yo, y sabéis que lo entiendo. Además de los doscientos pesos, los caballos se os regalan.
—¡Soberbio!
—Conque id a traer vuestras armas; aquí os aguardo. A las nueve en punto saldremos de aquí.
—Vamos.
Y aquellos tres hombres salieron de la fonda y se dirigió cada uno por su lado; el Jején se volvió a sentar a la mesa, y gritó:
—¡Paulita, Paulita!
La fonda estaba enteramente sola, y cuando Lucas gritó abrióse una puerta que había en el fondo y salió una muchacha como de veinte años, morena, bonita, graciosa y vivaracha: vestía un zagalejo encarnado, no llevaba justillo ni armador, sino sólo la camisa fina y blanquísima que dibujaba sus bellas formas. En su garganta torneada y mórbida lucía una sarta de gruesos corales, y la corta falda del zagalejo permitía mirar dos pies pequeños, sin medias y calzados con unos ajustados zapatos de seda.
—¿Qué quieres? —dijo aquella muchacha, acercándose con mucha zalamería al Jején.
—Ven acá, mi perla; estoy solo y necesito aguardar aquí a unos amigos. Siéntate aquí a hacerme compañía; platicaremos mientras.
La muchacha se sentó al lado de Lucas y atizó la luz.
—¿Y qué empresa traes entre manos esta noche?
—Una muy grande, que no pueden saber las mujeres, prenda mía —contestó el Jején tomándole cariñosamente la barba.
Paulita hizo un dengue como de disgusto, y apartó la cara.
—Vamos ¿estás enojada conmigo, buena moza?
—Sí —contestó dengosamente Paulita.
—¿Y por qué, dime preciosa?
—Porque ya tú no tienes confianza de mí.
—¿Cómo no he de tener, si sé que tú eres mujer de pecho, y más seguro está un secreto contigo que con un hombre?
—Por eso no me cuentas lo que vas a hacer esta noche.
—Ya te lo contaré después.
—Después lo sabré sin que me digas nada; por eso quiero yo más a Farfala, porque ése sí no tiene secretos para mí.
—Oye, Paulita, yo te diré cuanto quieras, pero por Dios que no vuelvas a mentar a ese mal nacido.
—Mal nacido o no, pero él sí me quiere más, y yo a él.
—Mira, mira, conozco que todo eso lo dices por verme enojado; pero más vale que lo dejes en paz.
—¿Y tú te enojas?
—Y mucho.
—¿Celos?
—Puede ser.
—¿Es decir que me quieres mucho?
—Más que a mi vida.
—¡Engañador! —dijo graciosamente Paulita, levantando el rostro del Jején con una mano, y plantó en su boca un sabroso beso, que él tuvo cuidado de pagar al recibirlo.
—Vamos, Paulita, eres muy zalamera, y a ti nada se te puede negar. Oye la historia de esta noche.
La muchacha se acomodó bien en su asiento para escuchar, apoyando el rostro sobre la mano izquierda, cuyo brazo descansaba sobre la mesa, y jugando en su derecha con los rizados cabellos del Jején.
Paulita estaba seductora en aquella postura.
—¡Qué linda eres! —exclamó Lucas.
—Vamos a la historia.
—Pues óyeme: se trata solamente de salir esta misma noche al camino de Cuernavaca, por donde deben ir seis hombres del rey con un prisionero, derrotar a esos seis hombres, quitarles el prisionero y matarlo allí mismo.
—¿Y después?
—Nada más.
—¿Y cuánto pagan?
—Para mí quinientos pesos como jefe, y doscientos para cada uno de los otros.
—¿Cuántos sois vosotros?
—Cuatro.
—Entonces ni peligro hay.
—Pero son seis.
—Sí, pero soldados; eso lo haría yo.
—Es verdad; el riesgo no es muy grande.
—Ya lo creo ¿y cómo se llama el preso que debe morir?
—No lo sé.
—No mientas —dijo Paulita, tirándole suavemente de una oreja.
—¡Curiosa!
—Ya sabes que no me gusta quedarme en ayunas de nada ¿cómo se llama el preso?
—¿Y serás capaz de salirte con la tuya?
—Es seguro. Vamos ¿cómo se llama? —insistió Paulita, tirándole entonces del bigote.
—Se llama… ¿pero por qué lo quieres saber?
—Anda, dímelo, o te hablo de Farfala.
—No, no me hables de él; te lo diré.
—Dímelo, retrechero.
—Se trata de don Enrique Ruiz de Mendilueta.
—¡Jesús le ampare! —exclamó Paulita, poniéndose pálida y levantándose de su asiento—. ¿Don Enrique, el hijo del conde de Torre-Leal?
—El mismo ¿pero qué te pasa? ¿Por qué te pones pálida? ¿Por qué te espantas?
—No, Lucas, no; tú no harás eso si me quieres bien.
—Pero Paulita ¿qué tienes que ver con ese hombre? ¿Será tu amante?
—Lucas, ese hombre no es mi amante, pero le amo, le respeto como mi padre mismo. Yo no quiero, no quiero; tú no le matarás.
Y la muchacha apoyó su cabeza en el seno de Lucas y comenzó a llorar.
—Paulita, jamás te he visto así ¿qué misterio es éste? Explícamelo, porque comienzo a pensar cosas horribles —dijo Lucas.
—Aquí no hay misterio, aquí nada hay de malo que pueda excitar tus sospechas. Lucas, esta historia es mi historia; si yo te la contara, amarías a don Enrique como le amo yo, le respetarías como yo le respeto. Lucas, estoy segura de que lloras si escuchas esa historia.
—Cuéntamela, cuéntamela, Paulita, y no te aflijas —contestó el Jején, acariciando la negra cabellera de la muchacha.
—Sí, Lucas, te la contaré porque me quieres ¿es verdad?
—Eres mi único cariño en la tierra, y cuando tenga dinero me meteré a buen vivir y me casaré contigo.
—Pues voy a contártela para que hagas cuanto puedas por don Enrique, para que su persona sea sagrada para ti. Escúchame ¿tardarán aún tus compañeros?
—Si no han de volver hasta las nueve.
—Pues óyeme con atención.
El Jején se dispuso a escuchar, y Paulita, limpiándose sus grandes ojos negros con la vuelta de su delantal, comenzó su historia de esta manera.
XIV. La historia de Paulita
—Mi padre era un honrado albañil que ganaba penosamente la vida; tenía dos hijas, yo, que era la mayor, y otra niña que contaba cuatro años menos. Con muchísima pobreza, pero mi padre sostenía a su familia, y quería mucho a su mujer y sus dos hijitas. Jamás tomaba pulque ni se emborrachaba. Los domingos por las tardes no salía de casa, contándome cuentos o jugando con mi hermanita.
»Mi padre era el marido que envidiaban todas nuestras vecinas. Siempre estaba formando proyectos para cuando yo creciera y para cuando Dios le abriera camino para remediar nuestras necesidades, que en verdad eran muchas.
»Tenía yo siete años y tres mi hermanita, cuando un sábado en la noche mi padre vino más alegre que lo de costumbre, y dijo a mi madre:
»—Ángela, mañana te llevo con tus niñas a las fiestas de Coyoacán.
»—¿Cómo así? —preguntó mi madre—. Hijita, ven acá, me dijo; tu padre nos lleva mañana a las fiestas de Coyoacán.
»Yo no había salido nunca de mi casa, ni sabía cómo eran las fiestas; mi madre llevaba mucho tiempo también de estar encerrada, y las dos nos pusimos tan contentas, tan contentas, que mi padre se enterneció, se le llenaron los ojos de lágrimas y atrayendo nuestras dos cabezas con sus brazos, nos dio un beso a cada una, exclamando:
»—¡Pobrecitas!
»Yo no había visto nunca llorar a mi padre, y me afecté mucho, y casi llorando le pregunté:
»—¿Por qué lloras, padre?
»—De gusto —me contestó sonriendo y con las lágrimas en los ojos— de gusto, Paulita, porque os veo tan contentas.
»Mi madre lo acarició, diciéndole:
»—¿Qué más quieres, Pablo? Somos muy pobres, pero estamos contentos; no llores ni de gusto, porque me entristezco. Voy a traerte a la otra niña para que te calmes completamente.
»Mi madre se levantó y tomó a mi hermanita, que dormía en un rincón del cuarto, y se la llevó a mi padre, que la tomó en sus brazos, pudiendo apenas verla, porque el llanto nublaba aún sus ojos.
»No te enfades, Lucas, porque te refiero tantos pormenores de esa noche; pero están vivos en mi memoria aquellos recuerdos y aún me hacen llorar».
Paulita limpió sus ojos; Lucas estaba a punto de llorar.
La muchacha continuó:
«Mi padre, haciéndose gracioso y queriendo dar a mi madre una sorpresa, sacó de su seno un pañuelo y lo desenvolvió a su vista; había allí algunas monedas de plata y una moneda de oro.
»—¿De dónde? —preguntó mi madre con una sonrisa de alegría.
»—Eso quisieras saber, picarona —contestó mi padre entregándole todo el dinero.
»Yo no había visto nunca una moneda de oro, y la tomé admirada entre mis manos.
»—Bueno, esto es de tu jornal —dijo mi madre contando las monedas de plata— ¿pero ésta?
»—Ésa me la envió Dios para vosotras. Óyeme: después de que salí de mi trabajo, me volvía para acá muy cansado, y comencé a encontrar gente que se iba para Coyoacán, en donde dicen que van a estar muy bonitas las fiestas del santo patrono, y pensaba yo entre mí —“qué lástima que esté yo tan pobre, porque no puedo llevar a pasear a mi pobre Ángela y a mis hijitas, que nunca han visto nada”, y me entristecí.
»—¡Qué buen Pablo! —dijo mi madre contemplándolo cariñosamente.
»Yo me estreché contra mi padre, que tenía a mi hermanita en sus rodillas y la dejaba jugar con sus escapularios.
»—Pues venía muy triste, cuando oigo que gritan: “Atájenlo”, “atájenlo”. Alzo la cara, y cerca ya de mí venía suelto un hermoso caballo muy bien enjaezado y muy lindo: casi no tuve más que alargar el brazo y tomarlo por la brida; el maldito se resistía, pero yo firme, basta que llegó su dueño, que era un señor muy principal, que metió mano a la bolsa de sus calzones, y me dio esta moneda ¿qué tal? Dios me la mandó para que os deis un día de gusto en Coyoacán y compres frutas y dulces para las niñas…
»Estaba yo tan contenta, que no me hubiera cambiado por la virreina.
»Desde aquel momento hasta que nos acostamos y nos dormimos, no se habló de otra cosa más que del paseo del día siguiente. Cansé a preguntas a mi padre y a mi madre, y le conté y le expliqué a mi hermanita lo que íbamos a hacer, causando con todo esto el placer que puedes figurarte a mis pobres padres, que estaban casi orgullosos de haber podido proporcionarme día tan feliz.
»Me dormí por fin, y soñé cosas tan bonitas como nunca he visto en la vida.
»—Mañana, levantarse temprano —había dicho mi padre.
»Excusada recomendación; más de tres veces me desperté en la noche, preguntando:
»—¿Ya me levanto?, ¿ya me levanto?
»—Aún es de noche, todavía no —contestaba mi madre, y volvía yo a dormirme.
»En una de aquellas veces, mi padre preguntó:
»—¿Qué dice Paulita?
»—Que si ya se levanta.
»—¡Pobrecita! —dijo mi padre riéndose, pero con cierta ternura— ¡qué alborotada está!
»Pero al fin me dormí tan profundamente, que mi madre hubo de despertarme.
»Salimos de México a pie por supuesto, pero alegrísimos: yo reía, corría, llevaba de la mano a mi hermanita algunos ratos que caminaba por su pie. Mi padre iba encantado con mi alegría y con la satisfacción que brillaba en el semblante de mi pobre madre.
»—¡Ay, Lucas! qué bueno era mi padre.
»Llegamos a Coyoacán; me compraron cuanto llamó mi atención en la plaza, frutas, dulces, juguetes, flores; aquél era para mí el día más feliz de mi vida.
»Llegó el momento en que salía la procesión, y mi padre nos llevó al cementerio para que la viéramos mejor.
»Comencé a espantarme, lo mismo que mi hermanita, porque los cohetes volaban en todas direcciones.
»—Vámonos de aquí —dijo mi padre— no vayan a quemar a estas niñas.
»—Vámonos —dijo mi madre; e íbamos ya a retirarnos, cuando una gran bomba despedida de una rueda que quemaban cerca de nosotros, vino a reventar junto a mí.
»Las chispas me ofendieron y quise correr; pero casi al mismo tiempo oí que mi padre lanzó un grito; volví a mirarle; se había cubierto el rostro con las manos, vacilaba queriendo caer, y entre sus dedos brotaba sangre.
»Mi madre dio también un grito y se apresuró a prestarle ayuda, y le sentó en el suelo; toda la gente se agrupó enderredor nuestro.
»—¿Qué te ha sucedido, Pablo? Pablo, respóndeme —decía angustiada mi madre.
»—Le reventó la bomba en la cara —decían algunos.
»—Un médico, un confesor —gritaban las mujeres, y de todas partes llegaba la gente corriendo para ver lo que había sucedido.
»Yo creía soñar; aquella mañana tan alegre, tan feliz, mi padre tan contento, tan satisfecho, y de repente mirarlo en tierra sin conocimiento, cubierto de sangre, y a mi madre angustiada, loca; tantas gentes, tantas caras pálidas y desconocidas, los gritos de “médico”, “confesor”, todo era horrible, espantoso; me parece que lo estoy viendo.
»Mi padre volvió en sí dando gemidos tan dolorosos, que me partían el corazón.
»—Aquí está el médico —dijo un hombre abriéndose paso entre el concurso y arrodillándose junto a mi padre.
»—Amigo, quitaos las manos del rostro.
»Mi padre no obedecía, y seguía gimiendo.
»—Señora —dijo el médico a mi madre— apartadle las manos para ver la herida.
»El círculo de los curiosos se estrechó entonces tanto, que llegué a quedar casi sobre el cuerpo de mi padre. Se le apartaron las manos del rostro; mi madre lanzó un grito, y los demás una exclamación de espanto: yo no pude ni gritar. Aquello no era rostro, era una masa horrible, confusa, de sangre y de carne.
»El médico le examinó cuidadosamente, y luego con mucho aplomo, pero con muy poca lástima de él y de nosotras, que esperábamos temblando su resolución, exclamó:
»—La cosa no es de muerte, pero indudablemente se quedará ciego para siempre.
»Sentí helarse mi corazón.
»—¡Ciego! —exclamó mi padre, batiendo el aire con las manos— ¡ciego para siempre! Dios mío, Dios mío ¿y quién mantendrá a mi mujer y a mis hijitas, Dios mío?…
»Era tan tierno, tan desgarrador el acento de mi padre, que creo que todo el mundo lloraba.
»—Ángela, Paulita —gemía el infeliz— ¿a dónde estáis, a dónde?
»—Aquí a tu lado, Pablo, a tu lado —contestó mi madre llorando.
»—¿Y mis hijitas?
»—Aquí están; tiéntalas.
»Mi padre nos buscaba con sus manos y nos acariciaba a las tres.
»—Ángela, Paulita, Lucía, ya no os veré nunca, nunca, hijitas mías. ¡Ciego!, ¡ciego! ¿En qué podré trabajar, con qué os mantendré?
»—Cálmate, cálmate, Pablo. ¿Te duele mucho?
»—¡Oh! mucho, mucho; pero no es nada lo que padezco de la herida, comparado con lo que siente mi corazón. ¡Ciego!, ¡ciego!, ¿qué será de vosotras? ¡Ay! nunca os volveré a ver…
»La gente ya no lloraba, aullaba de dolor con aquella escena.
»Afortunadamente llegó el señor cura; le hizo traer una escalera en donde acostaron a mi padre para conducirle al curato, y de allí a nuestra casa. Aún tengo presentes las palabras de dulce consuelo que el señor cura dirigía a mi padre para calmarlo.
»Una calentura terrible se apoderó de mi pobre padre; aquella noche la pasamos a su lado y llorando amargamente, en una de las piezas del curato. Mi padre deliraba; pero en su delirio su único pensamiento era su mujer y sus hijas; nos llamaba siempre, creyéndonos lejos, y estábamos a su lado.
»Al día siguiente muy temprano le hicimos conducir a México en una camilla.
»¡Qué diferencia de aquel camino al del día anterior! ¡Cuánto había variado nuestra suerte! De la suma felicidad a la más espantosa desgracia».
Paulita se inclinó sobre la mesa y lloró; el Jején quiso hacerse fuerte y volvió el rostro a otro lado, pero limpiaba con disimulo dos lágrimas que corrían por sus mejillas.
—Vamos, Paulita —gritaba— ¡qué cosas tan tristes cuentas esta noche!
—La verdad, Lucas, la verdad; y ya verás, ya verás.
XV. La historia de Paulita (concluye)
—Mi padre —continuó Paulita— estuvo enfermo tres meses; la miseria llegó a nuestra casa; los primeros días muchas personas caritativas nos ayudaban. Pero, ¡ay!, Lucas, la caridad, por desgracia, se cansa pronto, y la curación de mi pobre padre era muy larga.
»Sanó por fin, pero estaba completamente ciego: no tenía ojos.
»Habíamos vendido cuanto teníamos, y no hubo más remedio; el pobre ciego se decidió a salir a la calle a pedir limosna para mantenernos, y entretanto mi madre cosía para ayudarle.
»Yo le servía de diestro; salíamos muy temprano y le llevaba yo a las puertas de las iglesias; a las doce volvíamos a nuestra casa, comíamos cuando había qué, y en la tarde tornábamos a salir y regresábamos a las nueve, porque el toque de ánimas es muy a propósito para conmover a los cristianos. Mi padre consiguió aprender algunas relaciones, y así se pasaba la vida.
»Tenía yo doce años, y la miseria había hecho espantosos estragos en mi casa: mi madre estaba tan pálida y tan extenuada, que parecía una vieja; mi hermanita, que tenía ocho, tan enferma, que ya no se levantaba nunca de la cama; sólo mi padre y yo teníamos fortaleza para trabajar, si es que era trabajo pedir limosna.
»Por aquel tiempo, muchas noches, en una de las calles de nuestro tránsito, había yo observado que un joven hablaba con una dama que le esperaba en la reja de la ventana de una casa; pasábamos cerca algunas veces, y como no se cuidaban de nosotros, había yo escuchado palabras tan dulces, que a pesar de mi corta edad, me impresionaban; otras veces el joven llevaba allí músicos que tocaban piezas muy bonitas: entonces nos deteníamos a escuchar.
»—¡Ah! —exclamaba mi padre— si yo tuviera la habilidad de tocar un instrumento, no pasaríamos tantos trabajos.
»Y yo pensaba:
»—¡Ah!, ¡si yo fuera bonita y rica, por mí vendrían estos músicos, y mi padrecito estaría muy contento!
»Porque yo era muy niña y pensaba que los padres tenían mucho gusto cuando les llevaban música a sus hijas.
»—Vámonos —decía mi padre.
»Nos retirábamos, y muy lejos aún, oíamos la música, y yo iba pensando:
»—¡Qué felices serán los ricos!
»Una noche cayó un aguacero terrible; las calles se anegaron, y con mil trabajos, en medio de la obscuridad, caminaba yo conduciendo a mi padre, empapadas completamente nuestras pobres ropas, y tropezando y resbalando a cada momento. Para colmo de desgracias, aquella tarde la limosna había sido muy escasa, y unas tortas de pan que compramos con todo el producto de la tarde, se habían echado a perder con el agua. Íbamos, pues, con las manos vacías.
»Mi padre caminaba muy triste, y yo estaba a punto de llorar.
»Como no podía verse el piso, tanto por la obscuridad de la noche como porque estaba cubierto de agua, no pudimos evitar un agujero que había en la calle; mi padre metió en él un pie, vaciló y cayó, arrastrándome en su caída.
»Yo me levanté violentamente para ayudarle; le tomé de las manos, hizo un esfuerzo y se enderezó un poco, y volvió a caer dando un quejido. Tenía quebrado un pie.
»—¡Imposible! —exclamó— ¡imposible, hijita! no puedo levantarme; me he quebrado un pie.
»Me espanté mucho, pero procuré calmarlo.
»—No, padre, puede que no; haga usted un esfuerzo.
»—Hijita no puedo; tiéntame el pie.
»Me incliné y toqué el pie de mi padre, y esto sólo me bastó para conocer que decía la verdad.
»Entonces no me ocurrió otra cosa más que ponerme a llorar, abrazarlo y cubrirlo de besos.
»Me acarició y sintió mis lágrimas.
»—Vamos, tontita —me dijo con una ternura inmensa— no llores, no te aflijas; si no me duele. ¿No ves que me estoy riendo?
»Y procuraba reírse; yo no lo veía, pero lo adivinaba.
»—Esto es cualquier cosa, continuó; ya verás cómo me paro, y poco a poco nos vamos a nuestra casita; allí me curará tu madre, y muy pronto estoy tan bueno como antes.
»¡Pobrecito! Yo seguía llorando, y él me decía:
»—No llores, no llores, mi alma; si yo hubiera sabido que ibas a llorar, no te digo nada. Vaya, yo te creía más valiente… Vamos, ayúdame; ahora verás cómo me levanto.
»Se apoyó en mí, y haciendo un esfuerzo, que sólo su amor de padre podía darle, se puso en pie; pero quiso dar un paso, y ya no pudo sostenerse, dio un gemido y cayó otra vez.
»—No puedo, no puedo —dijo con desesperación— ¿y qué hacer? Tú no puedes ayudarme ¿cómo vas a estar aquí hasta que amanezca? Y luego con esta noche tan horrible.
»Yo no hacía más que llorar y acariciarlo.
»—¿Sabes, hijita? —me dijo— vete a la casa; dile a tu madre que yo me quedé en la casa de unos señores muy caritativos; duerme esta noche, y mañana temprano que habrá ya gente que te ayude, nos vamos los dos. Yo me arrimaré arrastrándome hasta la pared, y allí duermo también; si soy muy fuerte…
»—¿Pues qué ha sucedido aquí? —dijo cerca de nosotros una voz que yo reconocí ser la del joven enamorado, porque yo la tenía muy presente, y porque estábamos en la calle de la dama.
»—Señor caballero —contestó mi padre— soy un pobre ciego que pasa por aquí todas las noches; estaba el piso muy malo, caí, y me he quebrado un pie y no puedo llegar a mi casa.
»—¿Está muy lejos tu casa, niña? —me preguntó el joven.
»—No mucho, señor —le contesté.
»El joven reflexionó. Había pasado la tormenta y la luna comenzaba a alumbrar. Yo pude ver al joven, que tenía una capa negra y venía muy ricamente vestido.
»—Ponte en pie —le dijo a mi padre.
»—¿Cómo, señor? —dijo mi padre—. Tengo un pie quebrado completamente.
»—¿Pero puedes sostenerte sobre el que está bueno, aunque sea un momento?
»—Probaré, señor caballero.
»—Apóyate en mí —dijo el joven, tomando de los brazos a mi padre.
»Mi padre se puso en pie, sin tocar el suelo con el que tenía roto.
»—Permanece así un momento —dijo el joven, y quitándose la capa y el sombrero, me los entregó, diciéndome—: Lleva eso; pero no los vayas a mojar.
»Tomé la capa y el sombrero, sin comprender al pronto lo que él iba a hacer, cuando lo vi acercarse a mi padre y ponerse de espaldas delante de él.
»—Cruza tus brazos sobre mi cuello —le dijo.
»Mi padre obedeció, él le tomó de las piernas y le levantó, llevándole a la espalda como un fardo.
»—Vamos, niña, guía —dijo.
»Obedecí sin vacilar, espantada de lo que estaba pasando. Así caminamos sin hablar una palabra, y llegamos a mi casa.
»Mi madre lloró sin consuelo al ver a mi padre en aquel estado; el joven nos ayudó a ponerlo en su cama, y entonces noté que su rico traje se había manchado de lodo por todas partes.
»—Señor —le dijo mi madre— ¡qué haré para mostraros mi gratitud! Somos miserables, pero nuestro corazón os pertenece, señor, y allá arriba está el único que tiene suficiente poder para premiar acción semejante.
»—Señora, dejemos eso —dijo el joven— me voy porque tengo un negocio; pero mañana al medio día vendré a ver al enfermo. Llamen un médico temprano que lo cure; tiene ya fiebre ese hombre; si me necesitan, temprano mandad a buscarme a la calle de Ixtapalapa; me llamo Enrique Ruiz de Mendilueta…».
—¡Don Enrique! —exclamó el Jején, que había escuchado sin pestañear la historia de Paulita.
—El mismo.
—¡Voto a tal! Pues no sabía yo que fuera tan bueno con los pobres.
—Pues aún hay más —continuó la muchacha.
»Salióse de mi casa don Enrique, y al componer a mi padre la cama, encontramos debajo del petate que le servía de lecho, algunas monedas de oro que nos había dejado allí con disimulo.
»Al día siguiente volvió, y nos visitaba cada cinco, cada ocho días, mientras que mi padre estuvo enfermo.
»Desde la noche que condujo a mi padre a nuestra casa, don Enrique tomó a mi familia bajo su protección y nada nos faltaba, pero ya no era tiempo; mi madre y mi hermana murieron poco tiempo después, y mi padre y yo, contando con tan buen protector, nos mudamos a esta misma casa.
»Hace dos años tenía yo ya dieciséis, don Enrique contaba diez más que yo, y ni nos había abandonado ni nos dejaba de visitar con alguna frecuencia.
»Yo sentía que cuando él llegaba se apoderaba de mí una alegría extraña, que estaba triste cuando no le veía, que lo soñaba muchas noches; en fin, comprendí que me había enamorado de él, aunque él jamás me había dicho nada.
»Debí sin duda, por la pasión que me causaba y por mi inexperiencia, de dárselo a conocer, y un día me llamó a solas y me dijo:
»—Óyeme, Paulita, quiero que me hables la verdad.
»—Sí, señor —le contesté, encendida de rubor.
»—Pero sin engañarme para nada.
»—No, señor.
»—Paulita ¿tú estás enamorada de mí?
»Era lo menos que yo me esperaba semejante pregunta, y creí que iba a caer privada del susto que me causó.
»—Vamos, Paulita, dime.
»—Sí, señor —le contesté— mucho, muchísimo.
»—Paulita —me dijo con dulzura— óyeme: yo tengo en eso la culpa por imprudente; debí conocer que este resultado tendrían mis visitas; pero aún es tiempo de remediar el mal. Tú eres bonita, me agradas mucho, y me enamoraría yo de ti con tanta más facilidad, cuanto que soy bien enamorado; pero no conseguiría yo más que perderte, porque tú ves que no puedo casarme contigo: separémonos. Con otra mujer quizá no tendría yo estos escrúpulos, pero tú eres otra cosa; yo no te abandonaré, pero no me verás más; así conviene por ti, por mí y por ese pobre ciego, a quien le haría yo pagar con su honra mis pocos favores.
»No tuve qué contestar. Don Enrique salió y yo lloré muchos días: conté aquella escena a mi padre, que lo bendijo y me consoló.
»Un año después murió mi padre, y puse yo esta fondita para mantenerme de mi trabajo, y con ella, gracias a Dios, vivo sin pobreza y feliz, sin haber hasta hoy sucumbido a la seducción de ninguno de vosotros los que me enamoráis, y a quienes acaricio y trato bien, pero no más, Jején, no más».
—¿Y nunca has vuelto a ver a don Enrique?
—¡Jamás! Supo la muerte de mi padre y me envió dinero y buenos consejos.
—¡Qué cosa!
—¿Tengo razón en quererlo y respetarlo como a mi padre?
—¡Voto va! Y mucho; y desde hoy te quiero más yo a ti y a él.
—¿Le salvarás?
—¡Te lo juro! ¡Primero me matan!…
En este momento los compañeros del Jején entraron a la fonda.
XVI. Las consecuencias de la historia de Paulita
—¿Es la hora? —preguntó el Jején a uno de los que entraban.
—Sí —contestó el otro.
—Vamos, pues.
—Vamos —contestaron los otros.
El Jején se levantó, tomó su sombrero y dijo a los demás: Esperadme afuera un momento.
Los hombres salieron.
—Paulita —le dijo entonces Lucas, tomando cariñosamente la mano de la joven— voy a hacer por ese hombre lo que podría en igual caso hacer por un hermano mío.
—¿Qué cosa? —preguntó la joven con interés.
—Voy a salvarle la vida y a darle la libertad. Don Enrique va prisionero y nosotros llevamos encargo de matarle; le amenazan, pues, dos peligros, y de ambos le salvaré.
—¡Lucas, eres todo un hombre!
—Paulita, no le mataremos, y además le sacaremos de las manos de los soldados del rey: lo que ese joven ha hecho por tu padre y por ti, le da el derecho de ser respetado por todos los hombres que hemos sabido lo que es la miseria.
—¡Oh, y cómo voy a quererte!
—Óyeme, Paulita: si logro salvarle, aquí le traigo.
—¿Aquí? —exclamó Paulita poniéndose pálida.
—¿Tienes acaso miedo de la justicia?
—No; pero… volver a verle, y en mi casa, sería mucha felicidad; quizá te daría celos.
—Paulita, yo soy un hombre malo; he robado, he asesinado ¡voto al demonio! pero sé lo que es querer y lo que es agradecer. ¡Qué diablo! le traeré aquí, y si os enamoráis y os queréis de nuevo, Dios os bendiga como vos me bendeciréis. Vaya, alguna vez haré algo bueno por tanto mal como he hecho, y quizá Dios me lo recibirá en cuenta. Hasta luego.
Y embozándose en su capa para ocultar mejor su emoción, el Jején salió apresuradamente de la fonda.
Paulita quedó sola enteramente, y entonces, alzando sus ojos al cielo y juntando sus manos sobre el pecho, exclamó con un acento que partía del fondo de su corazón:
—¡Gracias, Dios mío!… Todavía le amo…
El Jején, seguido de sus tres compañeros, atravesó las calles que conducían al puente de la Audiencia, sin que ninguno de ellos pronunciase una sola palabra.
Al llegar cerca del puente se adelantó, y dejó a los otros, en espera de su vuelta, parados a corta distancia.
Un hombre esperaba también en el puente.
—Jején —dijo aquel hombre, que era don Justo.
—Señor —contestó el Jején.
—¿Estás listo?
—Sí, señor.
—¿Tus compañeros?
—Adelante esperan.
—Vamos por los caballos; llámalos.
Jején silbó de un modo particular, y los hombres se aproximaron.
—¿Todos vienen armados? —preguntó don Justo.
—A su satisfacción —contestó Lucas.
—Vamos.
Y don Justo echó a andar, seguido de los cuatro ladrones.
Tomaron por la calle de Tacuba y siguieron adelante, caminando sin parar hasta salir casi de la ciudad.
Allí se levantaba una especie de granja, triste y arruinada, cercada de árboles que se dibujaban vagamente entre las sombras en el obscuro firmamento. Se acercaron hasta la puerta sin que nada indicara que había allí habitantes; ni una luz, ni un ladrido de perro, ni el canto de un gallo, ni una voz humana; nada, nada.
Don Justo buscó en el suelo una piedra, aplicó tres golpes fuertes en la puerta, y esperó. Pasó largo rato, nadie abrió, y entonces volvió a golpear, pero no fue sólo por tres veces, sino que continuó hasta que adentro se escuchó la voz de una mujer que gritaba:
—Allá voy, allá voy.
—¡Bendito sea Dios! —dijo don Justo cuando la mujer que había gritado abrió la puerta— creí que se habían muerto o estaban sordos.
—No, señor; el hombre está por allá adentro disponiendo los caballos, porque ya dijo que era hora. Pasen sus señorías.
Don Justo y los hombres entraron, y la mujer volvió a cerrar la puerta.
—Por aquí —les dijo, y comenzó a guiar alumbrando con un velón de sebo que llevaba en la mano.
Penetraron primero a un patio rodeado de toscos y bajos arcos formados de ladrillo; el piso estaba cubierto de montones de tierra, en donde nacían los granos que caían allí, sin duda, del alimento de las bestias.
Las paredes estaban ahumadas, los techos viniéndose abajo, y la yerba crecía en las cornisas.
Atravesaron un pasillo angosto y sombrío; el viento, que corría por allí produciendo una especie de gemido triste, apagó el velón de la mujer.
—Quedamos bien —dijo con enfado don Justo.
—Síganme sus señorías —contestó la mujer— ya no hay cuidado.
Los hombres, siguiendo a la mujer y tropezando a cada paso, llegaron por fin hasta un gran corralón, en el que a la incierta luz de las estrellas divisaron algunos bultos.
—Manuel, Manuel —gritó la mujer.
—¿Qué hay? —preguntó a lo lejos una voz.
—Aquí están ya los señores.
—Voy.
A pocos momentos, un hombre alto y en calzón blanco y camisa, sin más ropa y sin sombrero, se llegó al grupo.
—Buenas noches, Manuel.
—Buenas noches, señor —contestó el hombre.
—¿Están los caballos listos?
—Sí, señor.
—Tráelos aquí.
El hombre se apartó, y volvió a poco trayendo de la brida dos caballos.
—Éste es —dijo señalando uno— el del señor jefe.
El Jején, sin hacerse llamar, se apoderó del caballo y saltó ligeramente sobre él.
—Bueno —exclamó haciéndolo mover—. Bueno; estoy a gusto.
—Y yo también —dijo otro de los hombres que había montado.
Lo mismo respondieron los otros.
—Pues en marcha, y que Dios os guíe —dijo don Justo—. Ya sabes adónde, Jején; un coche.
—Sí, señor ¿por dónde se sale de esta casa?
—Por aquí —dijo Manuel, y condujo a los de a caballo hasta una gran puerta que abrió y que daba al campo.
—Ahora —agregó— por esta calzada derecho hasta Chapultepec; de ahí ya sabréis por dónde os conviene iros.
—Adiós —dijo el Jején, y picó su caballo.
—Adiós —contestó el hombre; dejó pasar a los compañeros de Lucas, y cerró la gran puerta.
Rodaba pesadamente por la calzada de Ixtapalapa el coche que conducía a don Enrique prisionero.
El oficial velaba, pero don Enrique, devorado por la fiebre, dormitaba en uno de los ángulos del carruaje. Los soldados de la escolta dormitaban también sobre sus caballos.
Llegaron a un grupo de árboles, y repentinamente cuatro hombres se desprendieron del bosquecillo y se lanzaron sobre la desprevenida escolta, que echó a huir perseguida por tres de aquellos hombres. Los cocheros abandonaron a las mulas y huyeron también a pie. El otro hombre, que era el Jején, se dirigió al carruaje en los momentos en que el oficial bajaba de él con la espada en la mano.
—¿Sois don Enrique? —preguntó el Jején.
—Soy un oficial de S. M. —contestó el otro.
El Jején se precipitó sobre él, y antes de que pudiera defenderse el oficial, le hendió el cráneo de un sablazo.
A este tiempo llegaron de vuelta los que habían ido en persecución de la escolta.
—Acabad con ése —dijo el Jején señalando al oficial, y se dirigió al carruaje.
—¡Don Enrique, don Enrique! —exclamó.
—¿Qué me queréis? —contestó con voz lánguida el enfermo.
—Salid pronto; venid, estáis libre.
La voz de libertad anima hasta a un moribundo. Don Enrique hizo un esfuerzo y salió del carruaje; los compañeros del Jején se habían acercado.
—Montad en este caballo —dijo Lucas, mostrándole uno que los suyos le habían quitado a los de la escolta.
Don Enrique obedeció.
—Ahora seguidnos.
Y todos al galope desaparecieron, dejando como huella de la aventura un coche abandonado y un cadáver.
* * *
Desde entonces no se volvió a saber lo que había sido de don Enrique Ruiz de Mendilueta. El virrey y don Justo le creyeron muerto; el viejo conde de Torre-Leal le lloró, pero siempre alimentando la esperanza de volverle a ver, no quiso declarar heredero del título al hijo de doña Guadalupe.
Por aquel tiempo celebróse la boda de don Diego y de doña Marina, y ambos desaparecieron de México.
Para escribir este libro hemos tenido que retroceder algunos años; así era preciso, y volvemos ya a tomar el hilo de nuestra historia.
Tercera parte. Brazo-de-acero
I. Juan Darién
El auxilio que la armada española envió a Puerto Príncipe, llegó demasiado tarde; los piratas habían desocupado ya la villa, llevándose cuanto pudieron; pero antes de darse a la vela Morgan puso en libertad a cuantos prisioneros españoles tenía.
Tal conducta impresionó tan favorablemente al jefe que mandaba las fuerzas auxiliares, que cuando le presentaron a Brazo-de-acero, se mostró con él muy complacido.
Algunos marineros del «Santa María de la Victoria» declararon haberle visto al servicio de S. M., desde la isla Española, y agregaron que podía ser muy bien que Antonio se hubiera escapado como lo hicieron otros.
El jefe se dio por satisfecho, y Antonio fue puesto en libertad.
Morgan y los suyos se habían dirigido a Jamaica con el objeto de repartir allí el botín, y Brazo-de-acero comprendió que era preciso dirigirse allá para reunirse con ellos. Pero ¿cómo?
Ningún navío se hubiera atrevido a hacerse al mar; tan grande era el terror que esparcían por todas partes aquellos piratas.
Brazo-de-acero no sabía qué hacer; porque a pesar de que se le había concedido la libertad, todos desconfiaban de él, y le veían con cierto temor, y le señalaban por donde quiera que iba. Aquella situación era para él verdaderamente aflictiva.
Caminaba pensativo por una de las callejuelas menos concurridas de la villa, cuando sintió que le tocaban en el hombro. Volvió el rostro y se encontró con un hombre gordo, vestido de paño gris, con un ancho sombrero, sin armas, y con todo el aspecto de un rico, honrado y pacífico comerciante.
—Dispensadme —dijo el hombre— deseo hablaros.
—Estoy a vuestras órdenes —contestó Antonio, creyendo que cuando menos se trataba de ponerle preso.
—Ante todo supongo que pues en la mañana de hoy os han traído preso y aquí no tenéis ni amigos ni conocidos, no habéis pasado bocado.
—No, ciertamente.
—Pues hacedme el gusto de venir a comer conmigo.
—Pero, caballero, si no me conocéis.
—No importa ¿acaso el cristiano para ayudar a sus hermanos necesita saber cómo se llaman?
—En verdad que no.
—Perfectamente. Además, hay otra razón; por vuestro aspecto parecéisme indiano.
—Soy de México.
—Ya lo veis; yo soy de Campeche, y he aquí otra razón de más para que tenga yo gusto y deseo de partir con vos mi pan, que no puedo llamar pobre, porque realmente no lo es.
Brazo-de-acero miraba con asombro a aquel personaje que se le aparecía como una Providencia.
—Conque venid —dijo el desconocido— y tomando familiarmente del brazo a Antonio, le condujo a una casa que estaba muy cerca de allí.
Llegaron a una estancia en donde estaba preparada una mesa como para dos personas.
—Sentaos —dijo el desconocido quitándose el sombrero— sentaos, comeremos; que bien lo necesita vuestro cuerpo.
Antonio obedeció sin replicar; el rostro franco y el aire bonachón de su nuevo amigo le infundían confianza.
Comenzaron a servir la comida dos hombres, a quienes el desconocido dirigía la palabra en un idioma que Antonio no comprendía. El convite era digno de un duque: vinos, frutas, legumbres, carnes y pescados exquisitos, y servido todo en una rica vajilla de plata.
Pero allí no había indicio de que ninguna mujer hubiera en la casa; aquello llamó la atención de Brazo-de-acero, aunque se cuidó muy bien de decir nada.
El anfitrión iba haciéndose más expansivo y la conversación más animada.
—Vamos —dijo el desconocido— creo que no tendréis ya desconfianza de mí, puesto que veis que soy un hombre incapaz de hacer mal a nadie ¿es verdad?
—Tal creo —contestó Antonio.
—Decidme ¿vos pertenecéis a la gente de Morgan, y sois uno de los jefes de su confianza?
—No, señor —contestó sonriéndose Brazo-de-acero— esa creencia pudo serme fatal.
—Pero yo no soy ni gente de justicia ni de tropa; tened confianza en mí, quizá no os pesará.
—Me inspiráis demasiada confianza, y para probároslo, os diré que es cierto; soy de la gente de Morgan, y estoy desesperado porque no puedo ir a reunirme con él.
—Pues, caballero —dijo cambiando de tono el desconocido— confianza por confianza, escuchadme.
Habían sufrido el rostro y el aire de aquel hombre una transformación tan repentina, que Antonio le miraba asombrado; no era ya el sencillo comerciante que Brazo-de-acero había creído encontrar, no; era un hombre lleno de fuego y de energía, sus ojos chispeaban al hablar y se erguía con cierto aire de altivez.
—Yo también soy pirata —continuó— me llamo Juan Darién, porque mis primeras aventuras pasaron en el golfo de Darién; soy de Campeche; llegué a esta isla en busca de Juan Morgan para reunirme con él y comprometerlo a emprender algo por la tierra firme; pero al llegar aquí, Juan Morgan había partido ya. Mi navío está oculto en una ensenada no distante de aquí; uno de mis antiguos marineros que se encontraba aquí por casualidad, me contó vuestra llegada y me dijo quién erais, porque os vio desembarcar con los de Morgan: he aquí explicado todo. Es necesario partir de aquí, y pronto.
Antonio escuchaba espantado aquella relación.
—Esta misma noche es preciso darnos a la vela —continuó Juan Darién— quiera Dios o no quiera; felizmente el tiempo es favorable, ningún navío de los españoles se atreverá a salir en muchos días, y pronto nos reuniremos con Morgan ¿estáis conforme?
—Me parece que tenéis razón.
—En tal caso, prudente será que salgamos de la villa al pardear la tarde, porque más temprano o más noche nos haríamos sospechosos.
—¿Conocéis el terreno?
—Como si me hubiera criado en él.
—Perfectamente.
—Y decidme ¿creeis que Morgan consienta en ir a la tierra firme?
—Creo que sí, si esto le ofrece ventajas.
—¡Cómo si le ofrece! Puerto-Belo, Gibraltar, Maracaibo y otras mil villas y ciudades serán nuestras; los navíos que conducen el rico cargamento del cacao, nuestros serán también, y cada uno de nosotros tendrá dentro de poco una fortuna que envidiaría un rey.
—Entonces, creo que Morgan aceptará.
—¿Me ayudaréis a convencerle?
—Haré cuanto esté de mi parte.
—Muy bien; haremos los preparativos del viaje.
Juan Darién llamó a los esclavos y les dio algunas órdenes en lengua desconocida, y luego dirigiéndose a Antonio, le dijo:
—Tomad vuestro sombrero, y vamos emprendiendo el camino para llegar a tiempo.
Antonio se puso su sombrero, y Juan Darién con una admirable facilidad, volvió a tomar el aire candoroso con que había engañado a Brazo-de-acero, y los dos salieron a la calle.
Brazo-de-acero, conducido por Juan Darién, salió de la villa sin obstáculo de ninguna clase. Una vez en el campo, el pirata de Campeche volvió a recobrar su aire resuelto y la energía y viveza de sus movimientos.
—¿Está muy lejos el lugar en que os aguarda vuestra embarcación? —preguntó Antonio.
—Por el camino que todos saben, se necesitarían para llegar hasta allá lo menos ocho horas; pero yo conozco muy bien el país, y en dos llegaremos: yo no tengo necesidad de hacer ningún rodeo.
En efecto, Juan Darién atravesaba montes y barrancas y valles con tanta seguridad como si fuera por un camino carretero. A poco más de dos horas de camino, comenzaron a escucharse ya los tumbos del mar, y a poco Brazo-de-acero y su conductor se encontraron en una playa.
La mar estaba tranquila, comenzaba a soplar dulcemente el terral, y muy cerca de la orilla se mecía en las ondas una ligera y graciosa embarcación.
—Hemos llegado —dijo Juan Darién.
—¿Y vuestros esclavos? —preguntó Brazo-de-acero.
—Poco deben tardar; pero para nosotros será mejor esperarlos a bordo.
Juan Darién reunió entonces algunas yerbas secas, sacó de la bolsa un pedernal, un eslabón, una mecha y una pajuela de azufre. Encendió la mecha, ardió la pajuela, y Darién la introdujo entre el montón de yerbas secas. En el momento se levantó una gran llama que tardó poco en extinguirse.
—Ahora —dijo el pirata— poco tardará el bote.
En efecto, poco después se escuchó en el silencio de la noche el acompasado golpear de los remos y el rumor de una barca que rompía las aguas.
—Ahí están —dijo Juan Darién.
El bote tocó la playa.
—Vamos —exclamó el pirata levantándose, y de un brinco entró al barco.
Antonio le siguió, y los bogas, entonando un canto monótono y melancólico, comenzaron a remar.
Casi tocaban ya el costado del navío, cuando en la playa brilló otra llama.
—¡Mirad! —exclamó Juan— ¿no os dije que no tardarían? Hélos ahí. Y tomando la escala, subió al navío, seguido de Brazo-de-acero. El bote regresó a la playa.
Una hora después, el viento inflando las velas de la ligera embarcación de Juan Darién, la impelía rumbo a Jamaica.
Brazo-de-acero dormía entonces tranquilamente.
II. Juan Morgan y Juan Darién
La «Venus» se llamaba la embarcación de Juan Darién, que resbalaba ligera sobre el océano, merced al viento favorable y en busca de la armada de Morgan.
Cerca del amanecer, Brazo-de-acero se levantó en busca del capitán, y le encontró fumando tranquilamente.
—¿Creeis —preguntó Juan— que encontraremos a Morgan y a los suyos en Jamaica?
—En Jamaica realmente no —contestó Brazo-de-acero— que por el tiempo trascurrido supongo que aún no estarán allí; tratábase de repartir el botín, y si él era tal que alcanzase a pagar las deudas contraídas con los ingleses de Jamaica, entonces sí irían; pero si no, no.
—En tal caso ¿estarán en la isla de Navaza o en los cayos de Morante?
—Así me parece. ¿Conocéis esta derrota?
—El Freri entre la Española y Cuba y Jamaica, le conozco como a mis manos. Por eso creo mejor dirigirnos a Navaza, porque los cayos de Morante son cuatro islitas pequeñas que se levantan, cuando más, siete pies sobre la superficie de la mar; en tres de ellas hay algo de bosque, pero el fondeadero es allí peligroso; hay que cuidar del Placer Blanco y Arrecife, que se extiende como a dos millas; hay fondo de arena con tres y media y hasta cuatro brazas, pero hay también allí mancha de coral, y es menester buscar con el escandallo sitio limpio antes de dar fondo.
—¿Conocéis bien estos mares?
—¡Ya lo creo! En una galera del rey de España he andado mucho por aquí.
—¿Voluntariamente?
—Sí; a rechina motones me sacaron de mi tierra, y a palo seco me hicieron correr el temporal.
—Supuesto lo que decís, Morgan habrá fondeado en Navaza.
—Tal vez; ésa es una islita pequeña, pero sus costas son muy limpias, se puede fondear a cuarto de milla y con catorce brazas sobre arena, y sin más peligro que la marejada tan alta que levanta allí el viento fresco.
—Pues allá vamos.
—Iremos, que con los ojos cerrados llegaría yo.
El viento siguió favorable y la «Venus» parecía volar.
En la pequeña isla de Navaza habían fondeado los buques de los piratas, para hacer con más comodidad la división del botín adquirido en la última expedición.
La buena fe entre aquellos hombres era admirable. Ninguno hubiera sido capaz de esconder ni una moneda de cobre; todo iba al fondo común, y todo se repartía según las estipulaciones de las escrituras.
Pero la empresa no había producido grandes resultados; aquel primer golpe no dio más que veinticinco mil pesos, cantidad miserable para hombres ávidos de riquezas y que creían encontrar montes de oro a sus primeros pasos. Aquella suma no alcanzaba ni para pagar las deudas contraídas en Jamaica, y de las que había hablado Brazo-de-acero a Juan Darién.
Además, había allí una cosa muy grave; los franceses querían dejar a Morgan, y por más instancias y promesas de éste, no querían seguir en su compañía. Los ingleses comenzaron entonces a desmayar. Morgan estaba desesperado.
El número de sus soldados y de sus embarcaciones había disminuido hasta ser casi la mitad de los que tenía, y en cuanto a la decisión de sus pocas tropas, no estaba tampoco muy satisfecho.
Sentóse en una roca a meditar; el porvenir era luminoso, su esfuerzo era grande, y sin embargo, nada podía hacer; no había allí un solo hombre que lo comprendiese. Entonces pensó en su joven amigo, en Antonio Brazo-de-acero.
¿Qué sería de él? Quizá había perecido a manos de los soldados españoles. Sumido en estas profundas meditaciones, le encontró un oficial que traía la noticia de que se divisaba una vela. Morgan se levantó violentamente.
La embarcación avanzaba con rapidez.
—Ése debe ser amigo —exclamó Morgan— ningún buque español, y menos de ese porte, se habría arriesgado a lanzarse a los mares sabiendo que Juan Morgan navega por aquí; apenas una armada pasaría cerca de nosotros sin temor. Dejad que llegue ese navío, que el corazón me dice que trae buenas nuevas.
Aún tardó mucho en llegar a la costa aquella embarcación, y al hacerlo se presentó con tal gracia y tal confianza, que los que esperaban y los que llegaban se sintieron amigos.
El bote se desprendió de aquella embarcación, y dos hombres llegaron en él a la orilla. Juan Morgan corrió a su encuentro con alegría, porque en uno de aquellos hombres había reconocido a su amigo Brazo-de-acero.
Brazo-de-acero presentó a Morgan a Juan Darién, y le refirió cuanto con él le había pasado.
—Vuestro nombre —dijo Morgan— me era ya muy conocido. ¿Quién no ha oído hablar del intrépido capitán que tiene aterrorizadas a las guarniciones españolas de Tierra Firme?
—Desgraciadamente —contestó Juan Darién— mis fuerzas no son ya suficientes para acometer las empresas que se presentan; por eso vengo en vuestra busca: tenéis hombres, tenéis bajeles. ¿A qué permanecer en este golfo, en el que pobre presa serán para vuestro brío los despojos de las Antillas? Marchemos a la Tierra Firme; las costas es verdad que están un tanto pobres y despobladas; pero hay ciudades que, aunque más internadas, caerán al empuje de nuestros bravos. Yo conozco aquellas sondas; yo os guiaré, yo marcharé siempre a vuestras órdenes; y allí, en el continente, tengo hombres adictos a nuestra causa, que saldrán de sus hogares y se armarán para seguirnos y para auxiliarnos: todo nos es favorable, marchemos.
—Juan Darién —contestó tristemente Morgan— ¿no sabéis que muchos de mis soldados me han abandonado, llevándose gran parte de los bajeles?
—¿Y esos que están ahí a la ancla?
—Eso es todo lo que nos resta.
—¿Y os parece poco? ¡Oh! vos no conocéis aquellos terrenos y aquellos rumbos; yo me comprometo a entregaros, con sólo esta armada, las principales villas y ciudades. ¿Os falta el ánimo? ¿No sois el hombre que yo había pensado?
—¿Que si me falta el ánimo, preguntáis? ¡Ah! vos sois el que no conocéis a Juan Morgan. Iré, iré, y moriremos en las costas de la Tierra Firme, o triunfaremos aun cuando se opongan todas las escuadras del rey de España.
—¡Cuánto me place oíros hablar así!
—Juan Darién, tomad mi mano en señal de alianza y en prueba de lo que os prometo; mañana mismo, esta misma noche, en este momento, si sopla favorable el viento, nos haremos a la vela en busca de esas tierras en que vos esperáis encontrar tantos tesoros y de donde me ofrecéis la fortuna para los míos.
—¿De veras?
—Mirad si lo sé cumplir.
Juan Morgan se levantó, y tocando un agudo silbato de oro que pendiente de una cadena llevaba al cuello, hizo venir a su lado a varios hombres, a los cuales dio en voz baja algunas órdenes.
En el mismo momento cundió por todo el campo donde estaban los piratas, una grande agitación. Reinaba la alegría, el gozo se pintaba en todos los semblantes, y se conocía que todos recibían la noticia de que se iban a dar a la vela, con el mayor placer.
Muchos habían reconocido a Brazo-de-acero y lo juzgaban la causa de aquella grata disposición.
Los botes iban y venían a los navíos conduciendo algunos objetos que los marineros habían bajado a tierra; en el interior de los navíos la agitación era mayor; todo se preparaba y se disponía, porque había orden de aprovechar el primer viento favorable.
Juan Morgan, Juan Darién y Brazo-de-acero contemplaban aquel bullicio sentados a la orilla del mar; el bote con sus bogas estaba cerca de ellos, esperando el momento de la partida para conducirlos a bordo.
Todo estaba dispuesto, no había ya ni un marinero en la tierra ni una lancha en el agua; los navíos esperando sólo el soplo de los vientos para tender sus velas de lona sobre el agua.
Aquél era un espectáculo hermoso.
—¿Con eso —dijo Juan Darién— temeríais fracasar en nuestra empresa?
—¡Nada temo! —contestó Juan Morgan— y no espero más que la llegada del viento.
—Pues la mar comienza a ponerse gruesa.
—Señal de buen viento en esta sonda la gruesa marejada —dijo Juan Morgan, poniéndose en pie y dirigiéndose al bote, que se mecía en las olas que llegaban a la playa.
Juan Darién y Antonio le siguieron y entraron con él al bote.
Darién y Antonio se sentaron, Morgan permaneció de pie, hizo una señal con la mano y los bogas empuñaron los remos y se miraron entre sí.
Luego, como impulsados por una máquina, todos los remos penetraron al agua y se sintió el esfuerzo simultáneo, y el bote, como lanzado por un resorte, surcó las ondas, dejando una profunda estela.
Pocos momentos después, la armada de Juan Morgan se daba a la vela.
III. Portobelo
Una de las plazas más fuertes que tenía sin duda el rey de España en todos sus dominios del nuevo continente, a excepción de la Habana y de Cartagena, era la ciudad de Portobelo.
En la Costa Rica, a catorce leguas del golfo de Darién y a ocho de la serranía conocida por el «Nombre de Dios», Portobelo estaba defendido por dos castillos, en los que se encontraba siempre una guarnición compuesta de 300 soldados y sobre 400 mercaderes armados para su seguridad y custodia.
Generalmente los comerciantes, aunque tenían en Portobelo sus almacenes, no concurrían a la ciudad sino cuando llegaban los galeones de España, y preferían vivir en Panamá por su clima sano y su aire puro.
Sin embargo, vivía en Portobelo un riquísimo propietario llamado don Diego de Álvarez, con su esposa doña Marina, y una preciosa niña, fruto de aquel feliz matrimonio, a la que, por recuerdo de la esposa del virrey de México, marqués de Mancera, habían puesto Leonor.
Doña Marina no había perdido su deslumbradora belleza; y la frescura de su tez y el brillo de sus negros ojos la hubieran podido hacer pasar por una virgen tan fácilmente como por una madre joven.
Don Diego era tan galante y apuesto como cuando nuestros lectores le conocieron en México; y en Portobelo como en la capital de Nueva España, a nadie cedía en lujo y esplendor.
Poco tiempo después de la llegada de don Diego y de doña Marina a Portobelo, había llegado allí un amigo del primero, don Cristóbal de Estrada, que siguiéndolo y en busca de un abrigo contra la rencorosa persecución de doña Fernanda, llevaba lejos de su patria a la hermosa doña Ana.
Muy cerca está aún la historia de estos amantes, para que nuestros lectores hayan podido olvidarla.
Doña Marina conocía a don Cristóbal, pero ignoraba que trajera consigo a doña Ana, y ésta, por su parte, no sabía que se encontraba cerca del Indiano, porque Estrada se había cuidado bien de contárselo.
Doña Ana seguía en su vida de aislamiento y de soledad; pero aquella vida comenzaba a cansarla. Su imaginación ardiente y su espíritu inquieto no la permitían echar en olvido aquellos tiempos en que jugaba con el corazón de cien galanes; y si por un momento se engañó a sí misma creyendo que iba a encontrar la felicidad en el hogar, pronto conoció que se había equivocado.
Quiso recobrar su antigua libertad poco a poco, para no alarmar a Estrada, en cuyo poder se encontraba, y comenzó con una paciencia y una habilidad propias sólo de las mujeres, a romper aquel método de vida.
Estrada lo comprendió, pero la dejó hacer. Doña Ana no era conocida en la ciudad y podía pasar muy bien por su mujer, y doña Fernanda ignoraba hasta el lugar en que ellos habían ido a buscar refugio.
Doña Ana salía ya por las tardes a paseo, buscando el fresco aliento de las brisas del mar, acompañada generalmente por dos esclavos que conducían una silla para que descansara la señora en el lugar que le parecía más a propósito.
Nada hay que haga soñar más a las imaginaciones ardientes, que la vista del mar y los paisajes de las costas: el alma se separa allí del cuerpo, la vida real desaparece y una vida fantástica y romancesca desenvuelve sus brillantes cuadros ante el espíritu, a presencia de la grandeza del océano, de la grandeza de la materia. El hombre ve tan pequeña su parte material, que no siente más que el espíritu, el espíritu, ante el cual no hay más grandeza que la de Dios.
Doña Ana gustaba de ir a meditar y a soñar a la orilla del océano, y buscaba siempre la playa más solitaria, los lugares en que las olas bravías chocaban en los erguidos y negros peñascos, rugiendo y amenazando a la tierra con su furor y su eterna constancia.
Una tarde, la joven se había alejado distraída y sin advertir que la marea subía a toda prisa, y hubiera seguido caminando si uno de los esclavos no se hubiera atrevido a hablarla.
—Mi señora —dijo el esclavo.
—¿Qué quieres? —preguntó con altivez doña Ana.
—Mi señora, la marea sube, sube, y corta el camino de la vuelta.
Doña Ana volvió el rostro; las ondas ganaban visiblemente terreno.
Había atravesado la joven una larga distancia por una playa de arena que se tendía al pie de una muralla inaccesible de rocas; las ondas llegaban ya al pie de aquellas rocas, y muy pronto se estrellarían furiosas contra ellas, sin dejar la menor esperanza de salvación.
Doña Ana miró adelante, y era imposible avanzar: ningún recurso quedaba sino aprovechar el tiempo y volver rápidamente por el mismo camino, antes que la alta marea lo hiciera imposible.
Los esclavos comenzaban a temblar de miedo, y doña Ana sintió un movimiento de pavor en su corazón. Pero comprendió que era fuerza sobreponerse a todo, y comenzó a caminar con cuanta velocidad le fue posible, seguida de los esclavos.
Las ondas venían ya a mojar sus pequeños pies, y no podía caminar más aprisa, y aun para salir del peligro tenía que atravesar una gran distancia.
Cada ola que llegaba era un anuncio de muerte, porque cada ola que llegaba era más alta que la anterior. El agua al principio se retiraba dejando sólo mojada la arena; pero poco a poco fue quedando en vez de arena húmeda, agua que subía de nivel, agua que llegaba ya a la cintura de la joven, y olas que la cubrían completamente algunas veces.
La muerte era ya inevitable; pero ni una mujer ni un niño mueren sin luchar por la vida. Doña Ana hacía inauditos esfuerzos por avanzar, aferrándose a las erizadas rocas para no ser arrastrada por las olas: sus manos sangraban y el aliento le faltaba algunas veces.
En aquella angustia mortal, sintió que el terreno se iba elevando a medida que caminaba, y se creyó salvada; era una eminencia que las mismas rocas formaban en la orilla del mar, y que venía a ser como un pequeño escalón al pie de aquellas peñas tajadas como a pico.
Doña Ana subió aquel escalón, no sin maltratar su cuerpo, seguida de los dos aterrorizados esclavos, y respiró. Aquélla no era una gran altura, ni de allí se podía subir más; pero allí el agua no bañaba más que sus pies, y quizá el mar no subiría más.
La tarde estaba hermosa, y el sol se reflejaba a lo lejos sobre la movediza superficie del océano, mientras en la playa se dibujaban las sombras de las montañas.
La marea subía, subía implacable; el mar quería aquellas víctimas.
Volvieron las ondas a tocar a doña Ana; ella comprendió que su última hora había llegado, cruzó sus manos y comenzó a orar con resignación.
Los esclavos gritaban como unos desesperados.
IV. Entre las olas
La escuadrilla de Morgan, dirigida por Juan Darién, había llegado hasta el puerto de Naos, y pasádose de allí a otro puertecillo más cercano a Portobelo, que se conocía con el nombre de Puerto Pontin.
Allí se dispusieron para salvar en lanchas la distancia que por mar los separaba de la ciudad, desembarcar durante la noche en un paraje llamado «Estera», y de allí acercarse a las fronteras y sorprenderlas, cuidando antes de poner cerco a la ciudad. Éste era el plan propuesto por Juan Darién y aprobado por Morgan.
—Para tener más seguro el éxito —dijo Juan Darién— ocúrreme una cosa.
—Decid —contestó Morgan.
—Que alguno de los nuestros se introduzca en la ciudad antes que la noticia de nuestra llegada circule allí; él nos avisará si algo se prepara contra nosotros, y en el caso de una resistencia obstinada, podrá atacar a nuestros enemigos dentro de sus mismos atrincheramientos.
—Muy bien pensado —contestó Morgan— pero hacer entrar a la ciudad un gran número de nuestros soldados, sería peligroso, porque fácilmente serían descubiertos.
—No, a fe mía, que sólo uno se necesita que penetre, con tal de que sea hombre de valor, que yo le daré persona que ponga a sus órdenes en el momento tropa tan buena como la que vos podéis conducir. Dadme el jefe, que yo de los míos no le puedo escoger, porque todos a cual más son desconocidos en Portobelo.
—El jefe, tal como vos pudierais desearlo, aquí está —dijo Morgan mostrándole a Brazo-de-acero.
—En efecto; tal es este joven, que pudiera decirse que está llamado a propósito para esta empresa. ¿Tendréis, Brazo-de-acero, valor para acometerla?
Antonio se sonrió desdeñosamente.
—Preguntas hacéis —dijo Morgan— que hombres como el mexicano tomaría por insulto a no venir de un amigo. Dad las instrucciones, que él sabrá cumplirlas.
—Perdonadme, mi joven paisano —dijo Juan Darién— perdonad mi indiscreción, y escuchad: yo os daré dos de mis marineros que os lleven en un bote hasta un lugar de la playa que ellos conocen; una vez allí, en la extensión corta que alcanzará vuestra vista —porque están muy cerca los bosques— veréis una casita; encaminaos a ella y preguntad por José el pescador; él se os presentará. Es un viejo, alto, enjuto de rostro, con la barba poblada y muy cana; decidle, y no lo olvidéis: «¿Podré tomar un rizo?». Y él os contestará: «¿Y enjuncar también?». Entonces decidle nuestros planes. Él os introducirá a la ciudad, os proporcionará lugar seguro para esperar, os dará las noticias necesarias, y pondrá lista a la gente que necesitéis para el caso de un ataque. ¿Necesitáis algo más?
—Nada. ¿A qué hora debo partir?
—La tarde avanza; debéis llegar a la casa de José antes de que falte la luz, porque al anochecer saldremos de aquí nosotros.
—En tal caso, que venga el bote.
Juan Darién se apartó unos cuantos pasos, dio una orden a uno de sus oficiales, y no tardó en presentarse un bote angosto y pequeño con dos bogas.
—Hélo aquí —dijo Juan Darién.
—Pues adiós —exclamó Brazo-de-acero estrechando la mano de Morgan, mientras que el pirata campechano daba sus órdenes a los remeros.
Antonio saltó al bote y los remos azotaron el agua.
Durante la travesía, Brazo-de-acero permaneció en silencio y sin poner atención a lo que hablaban los marineros, hasta que ellos levantaron insensiblemente la voz.
Era que hablaban sobre algo que los preocupaba.
—Vaya —decía uno— y son tres.
—Tres —contestaba el otro— y parece mujer la de enmedio.
—Sí que es mujer; pero ésos a no ser buzos se ahogarán, y esta noche se los cenan los tiburones.
—¿Qué hay? —preguntó Brazo-de-acero.
—Tres personas que están allá entre las peñas, y que la marea tiene de cubrir más alto que donde ellas están —contestó un marinero sin dejar de remar.
—Y hay una mujer —agregó el otro.
—¿Y no tienen modo de huir de allí? —preguntó Brazo-de-acero.
—Ninguno. Yo conozco muy bien esas rocas: una vez me sorprendió allí la marea, y sólo a nado y con mucho trabajo salí; ya me ahogaba yo: le puse milagro de concha a Nuestra Señora del Buen Viaje.
—¿Entonces esos infelices van a ahogarse? —dijo Antonio.
—De seguro, y muy pronto; ya les llega la mar a la cintura.
El bote iba poco distante de la costa.
—Gritan —dijo uno de los bogas.
En efecto, se oían a lo lejos gritos terribles.
—¡Vamos a auxiliarlos! —exclamó con entusiasmo Antonio.
Los dos marineros alzaron el rostro para mirarlo, como si hubiera dicho una blasfemia enorme. Brazo-de-acero lo advirtió.
—¿Por qué me veis así? —dijo—. ¿Acaso no quisierais salvar a esas pobres gentes?
—Querer sí —contestó uno— pero es imposible.
—¡Imposible! ¿Por qué?
—La mar nos rompería las narices contra las rocas antes de que hubiéramos conseguido algo.
—Pues probemos —dijo Brazo-de-acero.
—Por nosotros es igual —dijo con indiferencia un marinero— nadamos como unos pargos y conocemos la sonda como a nuestro sombrero.
Y sin más objeciones dirigieron la proa hacia donde estaban aquellos tres desgraciados, que, como es de suponerse, eran Doña Ana y sus dos esclavos.
La marea subía, y el bote caminaba a la costa con facilidad; los salvadores estaban ya cerca. Doña Ana esperaba con resignación, y los esclavos no dejaban de gritar.
—Aprovechad esa ola que viene —dijo Antonio a los bogas— sobre ella es preciso enfilar; esos hombres detendrán el choque del bote. Ea, hombres, disponeos a recibir el bote; aferrad bien, que no choque contra las rocas. Allá vamos ¡firmes!
Aquella rara maniobra se ejecutó tal como la había mandado Brazo-de-acero; la ola llegó, levantando el bote, y después lo arrastró sobre la cresta. Los esclavos se prepararon a recibirlo para evitar el choque, y se apoyaron contra las rocas.
Cuando el bote llegó, los dos negros casi se lanzaron a recibirlo, y los marineros tendieron los remos para apoyarlos también en las rocas, como hacen los picadores para aguardar el bote de un toro.
Sin embargo, a pesar de todos estos esfuerzos, el choque fue violentísimo, y uno de los marineros cayó dentro del bote; pero la desesperación triunfó sobre los elementos, y el bote quedó como amarrado en la costa.
—No hay que perder tiempo —exclamó Antonio— antes de que otra ola venga y nos arrastre, entrad, señora.
Doña Ana tendió sus brazos, y Antonio, ayudado por los negros, la metió en el pequeño bote, y los negros entraron también, y todos se pusieron a esperar la ola que llegaba y cuya retirada debían aprovechar.
Llegó la ola, el sacudimiento fue también terrible, la espuma cubrió a aquellas seis cabezas, y cuando reventó y volvió aquella masa de agua a retirarse de la costa, ya llevaba en sus espaldas a los que acababan de escapar de la muerte.
—¡Nos hemos salvado! —exclamó Brazo-de-acero.
Doña Ana levantó el rostro a mirar a Antonio; sus ojos se abrieron con espanto, y gritó sin poder contenerse:
—¡Dios mío! ¡Don Enrique Ruiz de Mendilueta!
—¡Cielos! —dijo Brazo-de-acero reconociéndola— ¡Doña Ana de Castrejón!
V. Una chispa entre las cenizas
Brazo-de-acero o don Enrique Ruiz de Mendilueta, como le llamaremos en lo de adelante, puesto que ya sabemos su verdadero nombre, abrió los brazos, y doña Ana se arrojó llorando en ellos.
Ni una sombra, ni un recuerdo, ni un reflejo siquiera de las antiguas sospechas cruzó por aquellas dos almas, que no sintieron sino el placer de haberse encontrado otra vez, y en momentos tan supremos, sobre la tierra.
Era natural; cualquiera que haya estado lejos de su patria algún tiempo, comprende cuán grande es el placer que se siente al encontrar en apartadas regiones, no sólo un amigo o un pariente, sino un simple conocido, un hombre de quien no se sabe más sino que es un compatriota. Entonces toda ofensa anterior, aun cuando exista, se olvida, y sería necesario un odio terrible y un motivo muy poderoso para no arrojarse en los brazos de aquel hombre, sintiendo por él la ternura de un hermano.
Don Enrique y Doña Ana, que en un tiempo habían tenido amores, que se habían dejado de ver repentinamente de una manera tan extraña, cuando sus ilusiones estaban vivas y ardientes, y que habían vivido los dos en una especie de retraimiento de la sociedad, sintieron animarse en aquellos momentos sus corazones. Sería preciso no ser hombre para no comprender esto.
Doña Ana y don Enrique permanecieron abrazados sin hablarse por algunos instantes. Para los marineros y para los esclavos, aquella escena nada tenía de interesante; dos conocidos que se abrazaban después de una larga ausencia.
Los marineros seguían bogando con indiferencia, los esclavos aun no volvían en sí de su espanto, y se hablaban en voz baja sin cuidarse de su señora.
El bote tocaba la playa.
—Hemos llegado —dijo uno de los bogas.
Don Enrique salió, ofreciendo su mano a doña Ana, que hizo lo mismo, y los esclavos la siguieron.
Don Enrique miró en derredor, y muy cerca se levantaba la cabaña de José.
—¿Nos vamos? —dijo un boga.
—Esperad —contestó don Enrique, y luego dirigiéndose a doña Ana, le dijo—: Doña Ana, desearía hablaros.
La joven se adelantó, y ambos se apartaron del grupo que formaban marineros y esclavos.
—Señora —le dijo don Enrique— no es éste el momento de entrar en explicaciones de saber vos cómo me encuentro aquí, ni de preguntaros cómo habéis venido. El placer de haberos visto, doña Ana, es tan grande para mi corazón, que vos lo comprenderéis sin que mi lengua os lo revele.
—Don Enrique, Dios me guardaba la inefable dicha de encontraros en el momento en que debíais salvarme la vida, para que yo viera en vos, no al amante a quien ofendí en otro tiempo, sino al ángel salvador de mi existencia. Si no guardara para vos otro afecto en mi corazón, os hablaría de mi eterno agradecimiento…
—Doña Ana, no habléis de eso; sólo Dios sabe lo que será de nosotros mañana. Oídme, señora ¿pensáis penetrar en la ciudad?
—Sí, volver a mi casa, que por desgracia no puedo ofreceros, por razones que después sabréis; pero decidme adónde queréis que os busque mañana, y os buscaré, os lo juro, aunque sea en medio de los bosques…
—Señora, mañana quién sabe lo que será de nosotros…
—¿Qué queréis decir? Ese tono, esas palabras, me espantan.
—Silencio, doña Ana. Voy a hablaros con franqueza: no me conviene que nadie sepa que estoy aquí, ni lo que ha pasado entre nosotros…
—Y por mi parte, si queréis que os guarde ese secreto, os juro que nadie lo sabrá…
—Lo creo; pero ¿y esos esclavos? ¿Estáis segura de su discreción?
—No; esos esclavos, impresionados por el peligro que han corrido, lo referirán a todo el mundo, y todo el mundo sabría en la ciudad antes de cuatro horas cuanto ha pasado…
—Eso sería fatal para mí…
—Entonces ¿qué queréis que haga? Ordenad, yo estoy pronta a dar por vos la vida misma…
—Señora, perdonadme si insisto: ¿haríais por mí el sacrificio de no volver esta noche a la ciudad?…
—Lo haré, si vos queréis…
—Y los esclavos, quedándose a vuestro lado ¿creeis que no vayan a dar aviso de lo que pasa?
—No os respondo de ello.
—Entonces el sacrificio será mayor, porque tendréis que prescindir de su compañía, y os volveréis en tal caso sola a la ciudad, o permaneceréis sola fuera de ella, porque yo necesito deshacerme de esos hombres.
—¿Matarlos? —exclamó espantada doña Ana.
—No, señora —contestó don Enrique con una sonrisa— eso sería un crimen inútil.
—Entonces haced lo que os parezca.
—Perdonadme, señora, pero no puede ser de otra manera.
Don Enrique llamó a uno de los marineros y le habló en voz baja.
—Está muy bien —contestó el marinero; habló a su compañero un momento, también en voz baja, y luego dijo dirigiéndose a los esclavos:
—Vamos, buenos mozos, al bote.
Los esclavos se miraron entre sí con espanto, y miraron luego a doña Ana, que volvió el rostro para otro lado.
El marinero sin esperar más, empujó bruscamente a los negros hacia el bote; el otro marinero, que estaba ya adentro, los cogió de los brazos sin ceremonia, y los dos se apoderaron de sus remos, y el bote llevando a los dos esclavos prisioneros, se alejó de la playa en que quedaban don Enrique y doña Ana.
Doña Ana, que no sabía lo que pasaba en el corazón del joven, esperaba, al ver desaparecer a los esclavos, que don Enrique se arrojaría a sus pies; pero él estaba demasiado preocupado en la empresa que allí le llevaba, y pasado el primer momento de excitación, sus pensamientos se volvieron al rumbo de la peligrosa misión que traía.
El amor propio de aquella mujer comenzó a resentirse.
—¿Y bien? —exclamó, como queriendo decir—: ¿ahora, qué queréis que yo haga?
—Doña Ana ¿preferís entrar a la ciudad o permanecer fuera de ella? —preguntó el joven.
—Os he dicho que haré lo que vos dispongáis; vos sois, pues, el que debe resolver esta cuestión.
—Señora, yo no deseo sino que se haga lo que os sea más grato.
—Lo más grato para mí será obedeceros, don Enrique; porque ¿qué podré negaros cuando os debo la vida?
—Por Dios, doña Ana, no recordéis eso. Venid, seguidme; vamos a esa cabaña que se descubre desde aquí.
Don Enrique tomando la mano de doña Ana, se dirigió a la cabaña de José el pescador.
Pero no había dicho ni una palabra de amor, ni había estrechado con alguna violencia la mano de la joven.
—Creí —pensaba doña Ana— que me retenía por amor, y es quizá sólo por algún negocio ¡quién sabe! Tal vez aún no se atreva a abrirme su corazón: veremos lo que hace; larga es la noche, comienzan a caer las sombras…
Habían llegado a la cabaña de José; era una pobre choza formada de troncos de árboles y de hojas de palma; enfrente a la puerta había un tronco seco del que pendían algunas redes y unas velas pequeñas que se oreaban.
—¡Ah de la casa! —dijo don Enrique sin soltar la mano de doña Ana, que le seguía silenciosa.
—¿Qué se ofrece? —dijo saliendo del interior un hombre alto, seco, con barba cana y larga, correspondiendo perfectamente con su persona a las señas que había dado Juan Darién.
—¿Sois José el pescador? —dijo don Enrique.
—El mismo, para servir a Dios y a sus señorías —contestó el hombre quitándose un viejo sombrero.
—¿Podré tomar un rizo? —dijo don Enrique.
El pescador se lo quedó mirando, y luego contestó con grandes muestras de respeto:
—Y enjuncar también. ¿Qué me ordena su señoría?
—Muchas cosas tenemos que tratar, y muy importantes; pero ante todo quisiera saber si hay por aquí cerca una casa cómoda, segura y digna de que esta señora pueda pasar allí la noche con tranquilidad.
José el pescador miró a doña Ana; luego meditó por un momento y contestó:
—Aquí muy cerca hay una casa de campo en la cual está también mi familia, una mujer ya grande y dos niñas; los dueños de la casa están en la ciudad; pero allí hay comodidades, y si su señoría gusta, podemos ir para allá inmediatamente.
—Pues vamos, porque tengo con vos un asunto muy importante, y no hay que perder un momento.
El pescador, sin cuidar de lo que dejaba en la cabaña, sin volver siquiera el rostro, echó a andar por una vereda que se internaba en el bosque.
—¿Está lejos? —preguntó don Enrique— porque comienza a obscurecer, y esta señora no está acostumbrada a caminar así.
—Dentro de un instante estamos allá.
El pescador guiaba, y don Enrique, siempre llevando de la mano a la joven, lo seguía; pero todos iban silenciosos, parecía que iban huyendo.
El joven pensaba en lo que debía hacer en la noche y a la mañana siguiente, y a su pesar se olvidaba de doña Ana, y sólo de cuando en cuando le decía:
—¿Os habéis cansado, señora?
—No —contestaba ella, y volvían a callar.
—¡Oh! —pensaba ella— todo esto es muy extraño. Don Enrique, tan galán, tan amoroso… ¿qué pensará?, ¿qué querrá hacer de mí?… ¿Se quiere deshacer de mi persona como de los esclavos?… Imposible; me habría enviado con ellos en el bote… Me guardó aquí, no me dejó entrar en la ciudad… es porque quiere tenerme a su lado… porque me ama… Quizá al llegar a la quinta se arroje a mis pies… ¡Ah! sí, sí ¡qué felices vamos a ser! Nos iremos de aquí, lejos, muy lejos ¡es tan triste este país!
Los ladridos de los perros les anunciaron que llegaban ya a la casa de campo y que habían sido sentidos.
El pescador comenzó a silbar, y rompiendo la yerba llegaron festejosos a recibirlo tres perros pequeños.
VI. El despecho
La casa de campo se presentó a la vista de los viajeros al volver uno de los recodos del camino; la noche había cerrado, pero era una de esas noches claras en que los edificios se dibujan como una sombra en la oscuridad.
En algunas de las ventanas había luz, y se advirtió que alguien se asomaba por una de ellas.
El pescador volvió a silbar.
—¿Eres tú, José? —preguntó desde la ventana una mujer.
—Yo soy, Úrsula —contestó el pescador.
La cabeza de la mujer desapareció de la ventana, y una de las puertas de la casa se abrió.
—Úrsula —dijo José— vienen aquí conmigo un caballero y una dama; es preciso que prepares camas y que cuanto antes les sirvan algo que cenar. Supongo, señor, que no os vendrá mal un trago de aguardiente; le tengo exquisito, y nosotros los hombres de mar necesitamos calentar un poco el estómago. Mira, Úrsula, lleva a esta señora por allá adentro, sus vestidos están empapados; y mándanos a este caballero y a mí el frasco y un par de copas.
—Venid, señora —dijo Úrsula a doña Ana— efectivamente necesitáis cambiar de traje; el agua del mar es muy pesada. Vamos.
Doña Ana vaciló y miró a don Enrique, como esperando que él le dijera algo.
—Esta señora tiene razón —dijo Enrique— es necesario que cambiéis ese traje.
Doña Ana se puso encendida. Si don Enrique hubiera puesto más atención en ella, habría conocido que estaba profundamente disgustada; pero el joven pensaba sólo en que el tiempo volaba, en que nada había hecho aún, y en que quizá en aquel momento Morgan y Juan Darién se ponían en marcha para atacar la ciudad.
Doña Ana, sin hablar una sola palabra, se levantó y siguió a Úrsula. José y don Enrique quedaron solos.
—Señor, estoy a vuestras órdenes ¿qué tenéis que decirme? —dijo José.
—Escuchad, porque el tiempo corre: esta noche deben atacar a Portobelo las tropas de Juan Morgan, con las que vienen Juan Darién y los suyos…
—¡Dios mío! —exclamó con cierta alegría el pescador—. ¿Es cierto? Juan Morgan, el mentado Juan Morgan, el célebre pirata ¿viene? ¿Está tan cerca? ¿Viene con Juan Darién, con mi antiguo jefe? ¿Estáis cierto?…
—Tan cierto estoy; que vengo comisionado por ellos para entrar de acuerdo con vos a la ciudad, para informarme de todo, y para que en caso necesario, si los españoles se resisten más de lo que se espera, los ataquemos por la espalda…
—Sí; eso es, eso es —gritó el pescador— yo os daré gente…
—Silencio —dijo don Enrique— pueden oírnos.
—Nadie hay aquí más que mi mujer.
—Y esa dama…
—¡Cómo!, ¿pues no es vuestra…?
—Nada; es una dama de Portobelo.
—¿Pues cómo venía con vos?
—Ya os contaré eso otro día; por ahora considerad que en este momento mismo quizá se ponga en marcha la gente.
—¿A qué hora piensan atacar?
—A la madrugada.
—¿Y cómo vienen, por qué caminos?
—Yo no conozco esta costa; pero la expedición viene en barcos a desembarcar a un lugar cercano de la ciudad, que se llama la Estera…
—Entonces aquí…
—¿Aquí?
—Sí, esta ensenada se llama la Estera y no creo que tarden mucho; no hay que perder tiempo.
—Pues marchemos.
—Esperad; tomaremos una copa antes de marchar.
En este momento entraba Úrsula con una botella y dos copas.
—Disimulad mi pregunta —dijo Enrique a Úrsula mientras que José llenaba las copas— ¿la dama…?
—Está en la habitación que sigue.
—Bien, os la recomiendo.
—Perded cuidado, que estará como en su casa.
—Por el buen éxito —dijo el pescador presentando una copa a don Enrique.
—Por el buen éxito —contestó el joven; y los dos vaciaron sus copas.
—Ahora, en marcha, señor don Enrique. ¡Ah! Úrsula, enciérrate bien: si esta noche llega por aquí por mar mucha gente armada, pregunta por Juan Darién, y dile que ésta es la casa de José el pescador.
—¿Juan Darién…?
—Silencio; haz lo que te digo, y adiós. Cuida a esa dama.
—Adiós —contestó la mujer.
José salió seguido de don Enrique, y tomaron uno de los senderos que conducía a la ciudad.
Úrsula salió a dejarlos hasta la puerta; cuando ellos se alejaron cerró perfectamente, y agregó por vía de seguridad a la puerta un gran trozo de viga.
Desde la ventana por donde se había asomado Úrsula a recibir a su marido, doña Ana observaba los movimientos de don Enrique, y le vio desaparecer entre las sombras de la noche.
Entonces se retiró y dijo con voz ronca:
—Se va, y sin verme siquiera; es decir me ha traído aquí no porque me ame, no siquiera porque le cause yo una ilusión pasajera, no, en fin, para gozar de mi belleza, sino prisionera, para impedir que yo cuente en la ciudad que le he visto, para que no estorbe el plan que trae y que comienzo a entrever… ¡Oh! más me valiera haber perecido esta tarde. Este hombre por quien he tenido siempre tan grande ilusión, me mira con indiferencia, me desprecia; no levanto en su pecho ni un solo deseo; me tiene en sus manos a su disposición, y ni una palabra, ni un beso… ¡Oh! esto es espantoso; ni bonita, ni mujer siquiera le he parecido… Y yo que le sigo, creyendo que su amor había revivido; y me aprisiona, y se marcha así… ¡Miserable! Él me la pagará, y de una manera muy cruel… ¿Me habré puesto tan fea?
Úrsula entraba en este momento.
—¿Conque ya sabéis, señora —dijo— que esta noche tendremos seguramente visitas por estos campos?
—Sí —contestó Ana procurando disimular— he oído algo: Juan Darién.
—¿Conocéis a Juan Darién?
—No ¿quién es?
—¡Vaya! seréis la única que no le ha oído nombrar. Juan Darién es uno de los más célebres piratas ¿no os ha hablado de él vuestro amante? ¿O qué es vuestro ese caballero?
Doña Ana se encendió, no tanto por la vergüenza de que Úrsula creyese que don Enrique era su amante, sino porque los recuerdos de la conducta del joven para con ella se agruparon a su mente.
Iba ya a contestar que ningún vínculo la unía con don Enrique, cuando reflexionó que tal vez para averiguar la verdad le convenía fingir.
—Es mi esposo —dijo.
—Será ¿y vuestro esposo no os ha hablado nunca de Juan Darién?
—Nunca.
—No os lo creo, porque él viene con ellos, a lo que parece, y vos llegáis con él ¿cómo es posible?
—Hemos estado separados mucho tiempo, y hasta esta tarde nos hemos vuelto a reunir.
—¿Y ya os había dicho que esta noche llegan aquí los piratas?
—¿Los piratas?, ¿aquí? —preguntó sobresaltada doña Ana.
—Pues, así me lo indicó José, que si por mar llegaban esta noche muchos hombres de armas, preguntara yo por Juan Darién y le dijera que ésta es la casa de José el pescador.
—¿Pero qué vienen a hacer aquí esos hombres?
—¡Toma! Sin duda a tomar la ciudad.
—¿A tomarla? ¿Y para qué?
—Para hacerse de dinero y de muchachas, que todo eso les falta.
—Pero, ¡Dios mío!, ¿vos que aún sois joven no tenéis miedo?
—No; aquí ni por vos ni por mí hay que temer. Yo soy la mujer de José, y vuestro marido es de ellos también, y eso sí, se respetan mucho unos a los otros: ya veréis gente alegre y bien dispuesta.
—¿Pero estáis segura de que vendrán?
—¡Pues no! Y algo de eso se fueron a arreglar nuestros pobres maridos, y sin cenar. Buen chasco se van a llevar en la ciudad ¡cuántas ricotas amanecerán mañana mujeres de piratas!
—¿Conque esta noche?
—Ya veréis, ya veréis. Vamos a cenar.
—Vamos —dijo doña Ana, y pensó: es preciso huir de aquí y avisar en la ciudad; así me vengaré del desprecio de don Enrique.
Y siguió a Úrsula al comedor.
La cena fue ligera, y Úrsula mostró a doña Ana el aposento que le había dedicado.
—Mirad —le dijo— esta ventana da al campo, y por aquí podréis verlos cuando lleguen.
—¿Por dónde llegarán?
—Por aquí enfrente ¿no veis el mar?
—Sí ¿y por dónde queda la ciudad?
—Aquí luego, a la derecha.
—Está bien.
—Ahora descansad; yo os avisaré si oigo algo.
Úrsula se retiró, y doña Ana cerró la puerta, y se quedó escuchando hasta que estuvo cierta de que estaba ya lejos. La ventana estaba poco distante del suelo, y doña Ana decidida a todo.
Ató una a la otra las dos sábanas de su lecho; en uno de los extremos hizo un nudo; colgó las sábanas por la ventana, cerró uno de los batientes sobre ellas, haciendo que el nudo quedase de manera que impidiese correr las sábanas, y saliendo fuera de la ventana, comenzó a descender.
Casi tocaba ya la tierra, cuando sintió que la tomaban de la cintura; dio un grito y se soltó de la improvisada escala, pero no cayó: dos brazos robustos la sostuvieron, y conoció que alguien se la llevaba.
Quiso volver a gritar; pero una mano ancha le tapó la boca.
Entonces se arrepintió de lo que había hecho, y se creyó ya en poder de los piratas.
VII. El asalto
Doña Ana sintió que caminaba un largo trecho; pero la persona que la llevaba debía ser un Hércules, porque no mostraba fatiga.
Por fin, oyó voces, la soltaron cuidadosamente en tierra, y se encontró casi en la orilla del mar, rodeada de hombres a quienes no podía distinguir en la obscuridad de la noche; pero eran muchos, y todos armados.
—Señor —dijo el hombre que la había conducido, dirigiéndose a otro que pareció a la joven que era el jefe— esta mujer la he tomado prisionera descolgándose de la ventana de la casa de campo.
—¿La conoces?
—Aún no le he visto el rostro; pero temí que nos hubiera sentido y fuera a dar aviso.
—Bien; déjala aquí y vuelve a continuar explorando.
El hombre se retiró, y doña Ana quedó a presencia del que parecía ser el jefe.
—¿Cómo os llamáis? —preguntó el hombre con arrogancia.
—Doña Ana de Castrejón.
—¿A dónde ibais?
—Venía yo en busca vuestra.
Algunos otros hombres se habían acercado a escuchar el diálogo.
—¿En nuestra busca? —preguntó el que interrogaba a doña Ana—. ¿Sabíais acaso que veníamos? ¿Sabéis quiénes somos?
—Todo lo sé; sois piratas, debéis atacar esta noche a Portobelo; entre vosotros debe venir Juan Darién, y habéis enviado por delante a un hombre.
—Pero ¿cómo sabéis todo eso?
—Lo sé porque el hombre de quien os habéis confiado os ha vendido, os traiciona.
—¿Nos traiciona? —exclamaron a un tiempo varias voces.
—Sí, y por eso os buscaba, para preveniros el peligro. ¿Cómo se llama entre vosotros ese hombre?
—Antonio Brazo-de-acero.
—Pues su nombre verdadero yo le conozco; ese hombre se llama Enrique Ruiz de Mendilueta.
—¿Sabéis, señora, que lo que decís es grave?
—Tan grave, que supongo que a esta hora toda la ciudad está en alarma, y se preparan sin duda para veniros a atacar. Creo que debíais retiraros sin intentar nada, porque sería ya en vano; por hoy se ha perdido la oportunidad.
—¿Pero Antonio o Enrique, como vos le decís?
—¿Es verdad eso?
—Estará con el gobernador.
—Si dudáis de mí, quizá pronto tendréis que arrepentiros.
—Llevad a esta señora a bordo de una lancha —dijo el hombre— y tenedla allí hasta que yo dé otra orden.
Dos hombres se apoderaron de doña Ana, a la que aún no habían visto bien el rostro, y la condujeron a una lancha; el que la había interrogado se quedó allí, rodeado de otros tres o cuatro.
—¿Y bien, Juan Darién, qué decís de esto?
—Yo espero que vos; que conocéis más a Brazo-de-acero, me deis vuestra opinión, señor Morgan.
—Pues yo creo que Antonio es incapaz de una traición.
—Pero si eso es así ¿esta mujer cómo sabía nuestra llegada aquí y nuestros planes?
—¡Por mi vida que todo eso me confunde!
—Y a mí también.
—¿Creéis que debemos desistir? Porque de una o de otra manera, hemos sido descubiertos, y quizá estén prevenidos los españoles.
—Preciso sería tener más seguridad.
—Entonces no hay que vacilar; acerquémonos, que siempre para retirarse será tiempo.
—¿Así lo ordenáis?
—Sí.
—Llevaré alguna gente y marcharé a la descubierta; vos me seguiréis con todo el grueso de nuestra fuerza.
—En el momento, a movernos; no hay que perder un instante.
Juan Morgan y Juan Darién se separaron, y los piratas comenzaron a organizarse para marchar.
Poco después, entre las sombras de los manglares, podíanse distinguir algunos bultos que avanzaban, unas veces caminando como hombres, otras arrastrándose como reptiles, escurriéndose, embarrándose en los troncos de los árboles, pero siempre ganando terreno y sin causar el más leve rumor; ni las piedras rodaban bajo sus pies, ni la maleza seca crujía. Parecían unas sombras impalpables. De repente una de aquellas sombras se detenía, y todas las demás le imitaban, escuchaban seguramente los ruidos vagos y lejanos que llegaban entre los vientos de la noche; pero nada debía alarmarlos, porque continuaban su camino.
Detrás de ellos, a corta distancia, marchaba también otra gran masa negra y silenciosa; ésta parecía una serpiente que se arrastraba pausadamente, pero que tampoco se oía ni el rozar de su cuerpo sobre la arena. Era la columna de los piratas mandaba por Juan Morgan, que seguía a su descubierta.
De repente aquella columna se detuvo; era que la negra silueta de uno de los castillos que defendían la plaza se había levantado delante de ellos como un fantasma.
Juan Darién estaba cerca de aquel castillo; un centinela se paseaba tranquilamente fuera de la muralla. Juan Darién llamó a dos de los suyos, y con una voz tan baja que apenas podían oírle, les dijo:
—Es preciso apoderarnos de ese hombre: seguidme y procurad taparle la boca.
El centinela se paseaba. Juan Darién y los suyos se acercaron a él arrastrándose.
Cuando el centinela venía hacia ellos, se dejaban caer y permanecían sin movimiento; cuando él daba la vuelta, se arrastraban procurando ganar terreno.
Era una empresa de astucia y de paciencia; pero el centinela nada sintió.
Por fin, llegaron a estar tan cerca, que si el hombre hubiera dado un solo paso más, hubiera tropezado con ellos; pero llegó hasta donde había llegado antes y dio media vuelta.
Juan Darién se levantó con una ligereza asombrosa, se arrojó sobre el descuidado centinela y le aprisionó entre sus brazos. Los hombres que le acompañaban llegaron casi al mismo tiempo, y uno le cubrió la boca con la mano y el otro le levantó de los pies.
Así, antes que pudiera dar un grito, y menos hacer uso de la arma, fue arrebatado de su puesto y conducido lejos de allí. Todo aquello se había ejecutado con el más profundo silencio.
Morgan esperaba a la cabeza de los suyos, cuando vio llegar a Darién con el prisionero.
—Un centinela prisionero —dijo Juan Darién— éste podrán informarnos de lo que pasa en la ciudad y en los castillos.
—Habla —dijo Morgan— contesta la verdad, o ten por seguro que te haré matar si me engañas.
El soldado estaba maniatado.
—¿Qué se sabe en la ciudad de nuestra llegada? —preguntó Morgan.
—Nada, señor, nada —contestó temblando el soldado.
—¿No hay alarma?
—No, señor, todo está tranquilo.
—Mira que no me engañes.
—Os lo juro.
—Bien, te va la vida si mientes. ¿Qué gente de armas hay en la plaza?
—Serán cuatrocientos soldados, y otros tantos mercaderes armados; pero esos están en su casa.
—¿Y bocas de fuego?
—Ésas sí son muchas; pero todas están en los dos castillos grandes y en el chico.
Morgan se levantó, ordenó a la columna ponerse en marcha, y se puso a la cabeza de ella.
El primero de los castillos estaba a un cuarto de legua del lugar en que se habían detenido los piratas, y la columna llegó allí al amanecer.
En aquellos tiempos la guerra tenía indudablemente un aspecto más caballeresco. En nuestros días, hemos visto las escuadras de las naciones que se tienen por más civilizadas, invadir un país sin previa declaración de guerra; hemos visto a los ejércitos de Francia sitiar y atacar plazas sin hacer antes una intimación. Los piratas eran más caballeros.
Al amanecer, el castillo estaba completamente circunvalado y nadie podía salir de allí; pero Morgan envió a uno de sus oficiales a intimar rendición, amenazando a la guarnición española con pasar a todos a cuchillo. Los españoles se negaron a entrar en tratados con los piratas, y rompieron sobre ellos un fuego vivísimo de cañón.
La ciudad no sintió hasta entonces lo que pasaba, y comenzó en ella la alarma. Unos huían a los bosques, otros se preparaban a la defensa, otros arrojaban a los pozos sus riquezas para salvarlas, y las mujeres lloraban, y todo era confusión y desorden.
Los del castillo se defendían bizarramente; pero los piratas atacaban con un valor increíble. Juan Morgan y Juan Darién, armados con hachas de abordaje, se arrojaron a la puerta como dos leones; los demás los siguieron en medio de una granizada de balas.
La puerta cedió bajo los tremendos golpes de los dos aventureros, y como un torrente de fuego, los piratas se precipitaron en el interior.
Pocos momentos después la guarnición estaba rendida.
—Algo se ha hecho —dijo Juan Morgan— pero aún queda mucho por hacer para tomar la ciudad.
—¿Queréis que avance sobre ella? —preguntó Juan Darién.
—No; encargaos aquí de destruir esta fortaleza, y yo seguiré con las otras.
Morgan salió seguido de los suyos, y se dirigió a la ciudad.
Quedaban por conquistar un castillo grande y uno más pequeño; en el grande se había encerrado el gobernador español con el resto de la guarnición, y el pequeño había quedado al mando de don Diego de Álvarez y estaba defendido por todos los comerciantes, que habían llevado allí a sus familias; doña Marina y Leonor su hija, estaban también allí.
Morgan penetró a la ciudad entre el fuego de cañón que le hacían del castillo ocupado por el gobernador; pero como si no hubiera riesgo de ninguna clase, los piratas entraron a saco en todas las casas, y se dirigieron a los monasterios y sacaron de allí prisioneros a todos los frailes y las monjas.
En este momento se escuchó una espantosa detonación. Juan Darién había encerrado en el castillo que estaba en su poder a todos los prisioneros españoles y había puesto fuego al pañol de la pólvora.
Desde las almenas de su fortaleza, el gobernador había presenciado aquella espantosa catástrofe, y comprendió la suerte que le aguardaba.
No tardó en comenzar el ataque contra él; los piratas acometían con valor, pero eran rechazados; la muerte diezmaba sus columnas, sin disminuir el valor y la rabia de los que sobrevivían. Arrojábanse los más decididos sobre las puertas para abatirlas con las hachas; pero morían en la empresa, porque aquellas puertas no cedían. Morgan comenzaba a desesperar.
—¡Fuego a esas puertas! —gritó Juan Darién.
Y como si ya hubieran estado preparados para recibir aquella orden, se vieron por todas partes piratas que procuraban acercarse al castillo con vigas encendidas y con cuantas materias inflamables podían encontrar a la mano.
Unos morían y otros retrocedían espantados; pero no cedían en su empeño. Largo rato duró esta porfía, hasta que de repente los piratas lanzaron un grito de entusiasmo; una llama que crecía rápidamente, levantaba sus lenguas rojas y movedizas en una de las puertas, que pocos momentos después cayó reducida a cenizas.
La caída de aquella puerta abría la entrada a los piratas, que ciegos de furor se arrojaban por ella. Pero los defensores estaban decididos a morir combatiendo; apenas los primeros hombres de Morgan penetraron en el castillo, cuando vino sobre ellos una verdadera lluvia de granadas de mano, de frascos llenos de pólvora, y hasta de saquillos llenos también de pólvora, que se incendiaban al caer en el fuego, causando por todas partes la muerte y el espanto.
Los jefes animaban con la voz y con el ejemplo; los piratas hicieron un esfuerzo; pero todo fue inútil, y tuvieron que retroceder.
La victoria se declaraba por los soldados del rey, la esperanza comenzaba a animarlos, y la desesperación se apoderaba del corazón de Morgan y de Juan Darién.
Retiráronse los piratas fuera del alcance de los tiros del castillo, cuya entrada fue vuelta a cerrar inmediatamente.
—Esto es horrible —dijo Juan Morgan atusando su largo bigote— estos hombres se resisten más de lo que yo esperaba; mucha gente nos han muerto, y la que queda está desalentada.
—Así lo comprendo —replicó Juan Darién— pero esta defensa obstinada me hace recordar lo que nos contó anoche esa mujer, que vuestro enviado ha hecho traición.
—Y retirarnos sería perdernos —continuó Morgan sin hacer caso de lo que Juan Darién le indicaba respecto de Brazo-de-acero— retirarnos sería perdernos, porque éstos, alentados, saldrían sobre nosotros, y tenemos tantos heridos, y los navíos están lejos.
—No hay que pensar en retirada, porque si como suponemos, los españoles están instruidos de nuestro número, su aliento será mayor. ¡Ah, Brazo-de-acero, si yo te llegara a tener entre mis manos!
—¿Creéis en eso aún?
—¿No he de creer? ¿Pues acaso, según las instrucciones que le dimos, no era ya tiempo de que estuviera en combate?
—Quizá no tarde.
—No lo creo.
—Pues mirad —gritó Morgan con alegría, mostrando con la mano el otro castillo.
En el más pequeño de los tres castillos se escuchaban gritos de triunfo, y una bandera inglesa ondeaba sobre sus almenas.
—¿Qué podrá ser eso? —dijo Juan Darién.
—¡Brazo-de-acero! —exclamó Morgan con alegría—. Brazo-de-acero, que desmiente con sus hechos las calumnias de esa mujer.
—Almirante, os pido mil perdones por haber desconfiado de vuestro protegido.
—Las cosas se habían rodeado de tal modo que yo mismo llegué a vacilar. En fin, no hay por ahora que ocuparnos de eso, sino sólo de rendir a estos perros que se resisten.
—Es preciso dar un asalto formal.
—Mandad que preparen escalas, pero grandes, de tal manera, que puedan subir por ellas hasta tres hombres de frente; buscad en el pueblo quienes vengan a prestarnos ayuda por bien o por fuerza, para arrimar esas escalas a la muralla; pero todo con diligencia. Es apenas medio día; al anochecer debemos ser dueños de ese castillo.
—Seréis obedecido —dijo Juan Darién; y seguido de algunos de los suyos penetró en la ciudad.
VIII. Dos antiguos rivales
José el pescador había ocultado a don Enrique en una casa que estaba muy cerca del pequeño castillo ocupado por los comerciantes de la ciudad.
Durante toda la noche José no había descansado un solo momento. La casa en que estaba don Enrique era muy grande, pero se hallaba casi abandonada, pues era de aquellas que sólo ocupaban los comerciantes de Panamá cuando por motivo de la llegada a Portobelo de los galeones de España, tenían necesidad de trasladar su domicilio.
Aquella casa, cuando don Enrique llegó, estaba al cargo de una familia pobre, que cuidaba de su conservación y que habitaba en la portería; pero aquella familia, apenas se presentó José el pescador y habló con ella un momento, cuando abrió todas las estancias y salones.
—Cuidad de que no se vea luz —dijo José— la puerta de la calle abierta, pero todas las ventanas perfectamente cerradas: pronto estaré de vuelta.
Don Enrique entró a una estancia, sentóse en un sitial y comenzó a meditar. Pensaba en doña Ana, en Morgan, en los piratas, en sus recuerdos de infancia. ¡Él, un rico heredero, uno de los jóvenes más nobles de México, reducido por mil circunstancias que él mismo no sabía explicarse, a huir de su patria y vivir entre los piratas!
Su memoria le trajo con una cruel fidelidad cuanto le había acontecido la noche del sarao en la casa de doña Marina; y aquel recuerdo encendió su sangre, aquella intriga negra y horrible había sido sin duda la causa de la persecución que le había declarado el virrey, y sin poderse contener, exclamó:
—¡Ah, si yo pudiera volver a México por dos horas no más!… Ese hombre se reirá de mí… y yo soy impotente para castigarle, y he perdido por él patria, nombre, familia, todo, todo; hasta mi porvenir, porque aunque yo haya prometido a Julia una época de ventura ¿podré cumplirle esta promesa? ¿Podré alguna vez presentarme en México?…
Y don Enrique inclinó la cabeza y olvidó el presente para perderse en un mar de recuerdos y de esperanzas.
—Aquí estamos —dijo repentinamente una voz.
Don Enrique se levantó sobresaltado, y vio delante de sí a José el pescador seguido de otros dos hombres de mala catadura.
—¿Qué hay por la ciudad? —preguntó don Enrique.
—Nada, absolutamente nada; todo está tranquilo, nadie piensa en los piratas, nadie se figura que estén cerca; creo que el golpe es seguro.
—¿Y qué se ha adelantado?
—Mucho: estos dos que veis aquí son hombres de toda confianza que deben colocarse desde este momento en la puerta para reconocer a todos los nuestros que vayan llegando, y para no permitir la salida a ninguno. Poco a poco irán llegando los hombres a quienes he podido dar aviso, y se os presentarán; no tenéis que pedirles contraseña ni debéis desconfiar de ellos, porque cuando lleguen hasta vos estarán ya reconocidos por éstos, y sólo os verán para que os conozcan y vos los podáis conocer también; después ya sabréis a qué hora y en qué momento los hacéis salir. Yo me voy.
—¿Por qué?
—Voy a recoger a los demás amigos…
—Pues cuidad de colocar a los que deben estar a la entrada.
—Lo haré —dijo José, y volvió a salir.
Casi desde este instante comenzaron a llegar hombres armados que se presentaban a don Enrique. Había entre ellos de todas las naciones, y vestían todos los trajes conocidos en aquella sociedad. Don Enrique creyó estar pasando una revista a las tropas de Morgan, y no se admiró de que fuesen aliados de los que venían a atacar.
La casa estaba llena; había allí más de trescientos hombres, y comenzaba ya a amanecer cuando volvió José el pescador.
—¿Qué habrá sucedido? —preguntó a don Enrique—. El día va aclarando, la noche ha pasado, y nuestros amigos no parecen: sería para nosotros un horrible compromiso; quizá a muchos nos costaría inútilmente la vida.
—Espero que no tardarán; quién sabe qué obstáculo habrán encontrado en su camino.
—Pero es que ya los hombres se impacientan, murmuran; quieren salir de aquí antes que puedan ser vistos por la gente con la luz de la mañana.
—Que esperen.
—No es posible; si no hay nada en la noche ¿cómo salen de aquí estos hombres? ¿Cómo atraviesan la ciudad de día y armados? Quizá esto sólo bastaría para que los prendieran.
En este instante, dos hombres de los que se habían reunido en la casa se presentaron delante de don Enrique y de José sin ceremonia alguna.
—¿Qué queréis? —dijo don Enrique, suponiendo a lo que venían.
—Queremos —contestó con altanería uno de ellos— saber si se trata de burlarse de nosotros, y todos los compañeros, que no son hombres para andarse con chanzas, nos envían para arreglar este negocio.
—¿Y bien? —dijo don Enrique.
—Y bien —continuó el hombre—: que se nos ha sacado de nuestras casas con engaño, prometiéndonos y contándonos que esta noche Morgan y Juan Darién estarían aquí y atacarían por fuera la ciudad, mientras que nosotros les ayudábamos por el interior. Hemos dejado a nuestras familias y hemos pasado toda la noche en espera; la noche se acaba, y necesitamos saber antes que salga la luz lo que pase aquí, porque si llega el día no podremos sin peligro inminente salir de aquí.
—Pues ya lo veis —contestó don Enrique— yo espero también y estoy en la misma incertidumbre que vosotros.
—Es decir —replicó un hombre de aquéllos— que sin tener una plena seguridad nos habéis comprometido; es decir, que habéis jugado con nosotros, que nos habéis engañado.
—¿Cómo se entiende? —exclamó don Enrique, levantándose pálido de furor y con su gran cuchillo en la mano.
—Se entiende así —contestó el hombre, desnudando también un puñal, acción que imitó también su compañero— se entiende así, que tú has jugado con nosotros, que nos has engañado, que nos has comprometido; pero que te vamos a castigar en nombre de todos, para que no te acontezca jamás hacer otro tanto con nadie.
—¿Os atreveréis? —exclamó José el pescador.
—Sí tal; y agradece tú, José el pescador, agradece a que eres tan buen amigo y a que tú también has sido engañado, que si no, por ti comenzaba el castigo: es cosa decidida por todos.
—Pues para tocar a este hombre, primero me mataréis a mí —dijo el pescador con resolución, desnudando su cuchillo y poniéndose al lado de don Enrique.
Los otros dieron, ya con gran vacilación, un paso adelante.
—Vamos, vamos, quietos —dijo el pescador— ya me conocéis a mí todos vosotros, ya sabéis que solo basto para cinco; no me pongáis en el duro trance de enviaros por mi mano a la otra vida.
—Mira, José —replicó uno de los hombres— ya sabemos lo que tú vales; quítate de en medio, déjanos castigar a ése; es cosa resuelta matarlo porque nos ha engañado, y cueste lo que cueste. Retírate, José.
—Nunca.
—¿No?
—No.
—Pues por tu culpa morirás también —exclamó uno de los hombres, y abrió la puerta, por donde se precipitaron como rabiosos todos los que pudieron caber en la estancia; pero sin gritar, en silencio, como sombras que no hacían ruido.
Don Enrique y el pescador se habían refugiado en uno de los ángulos de la estancia, y formándose una trinchera con los sitiales esperaban el ataque, del que ni pensaban siquiera salir con vida.
—Por última vez, José ¿nos dejas libres para castigar a ese hombre sin atravesarte en nuestro camino?
—¡No! —contestó resueltamente José.
—Pues concluyamos, que ya está amaneciendo —dijo una voz; y todos se disponían a arrojarse con el puñal en la mano sobre don Enrique y José, que esperaban pálidos pero serenos la segura muerte, cuando a lo lejos se escuchó el estampido de un cañonazo, y las paredes de la casa se estremecieron.
Don Enrique y el pescador conocieron que se habían salvado; un minuto más que hubiera tardado el ataque, eran hombres muertos.
Todo el mundo había quedado inmóvil; los fuegos se continuaban cada vez más nutridos, y nadie se atrevía a hablar una palabra. Se comprendía que había un ataque formal sobre uno de los castillos.
—¿Os había yo engañado, miserables? —gritó don Enrique.
Nadie se atrevió a contestar.
—Respondedme: os llamo para una gran empresa ¿y me pagáis con quererme asesinar?… No me valdré ya de vosotros para esta acción.
—Señor —dijo José el pescador— los amigos están arrepentidos de su ligereza, estoy cierto de ello; yo los conozco: perdonadles, llevadles a pelear, y veréis cómo allí hacen olvidar las faltas con su valor.
Don Enrique fingió una gran indignación; pero en el fondo estaba contento de haber escapado de tan inminente peligro, y deseando llevar a aquellos hombres al combate.
—Bien —exclamó— olvidemos lo que ha pasado, y dispongámonos a tomar parte en la función. Oíd cómo se baten; es preciso escoger el momento oportuno para salir.
—Sí —agregó José— en este momento aún están en la ciudad las tropas que manda el gobernador en persona, que son en número superiores a nosotros, y nos sacrificarían inútilmente. Voy yo mismo a aprovechar la alarma y el desorden que debe haber, y observando los movimientos de las tropas, vendré a daros aviso oportuno para que podáis salir en ayuda de nuestros amigos.
Y José salió violentamente a la calle. Don Enrique comenzó a alistar y a animar a su gente.
La puerta de la casa permanecía cerrada; pero al través de ella se escuchaban las pisadas de los que pasaban corriendo a pie o a caballo, y palabras y frases que eran por sí solas una historia.
—Ya casi están derrotados —decían unos al pasar— y otros: «Sigue terrible el asalto»; «ya van a salir los refuerzos»; «se va la tropa con el gobernador»; «yo ya escondí todo»; «me voy al monte».
Y otras mil cosas que indicaban la alarma y confusión que reinaba en la ciudad.
De repente se escuchó un horrible estallido, y la casa se cimbró hasta los cimientos, y algunos batientes de las ventanas se abrieron con violencia.
Llamaron fuertemente a la puerta; era José el pescador.
—¡Es el momento! —exclamó, jadeando de fatiga y de emoción— ¡es el momento! Salgamos, Juan Darién ha volado con todo y prisioneros uno de los castillos grandes, después de que lo tomaron, y Morgan está en el otro castillo, en donde se ha refugiado el gobernador con toda su tropa. Vamos a atacar el castillo chico que ocupan los mercaderes armados, y en donde han encerrado la mayor parte de sus riquezas.
—¡Al asalto! —gritó don Enrique.
—¡Al asalto! —contestaron todos, formando con las voces una especie de trueno que se escuchó muy lejos.
Y don Enrique salió de la casa, seguido de aquella multitud, que blandía sus armas y que gritaba, ansiosa de sangre y de botín. Algunas familias que corrían por la calle, huyeron despavoridas al ver a aquellos hombres.
Se escuchaban a lo lejos las descargas repetidas de los cañones y de la mosquetería; el cielo estaba negro del humo de la pólvora y de los incendios y del polvo que levantara al volar el castillo, y fuera del ruido del combate, la ciudad estaba desierta y silenciosa; pavor causaban sus calles solitarias y las puertas abiertas de sus abandonadas habitaciones.
La tropa de don Enrique se presentó delante del castillo que ocupaban los comerciantes, y fue recibida con una descarga que puso a muchos fuera de combate; pero los asaltantes cargaron con tanto vigor, que podía asegurarse que el triunfo no era ni dudoso.
En un momento se improvisaron escalas y arietes, y se comenzó en toda forma el asalto; las puertas cayeron al golpe de las hachas, y parte de los sitiadores penetraron por allí, en el mismo momento en que don Enrique, a la cabeza de los más atrevidos, saltaba el primero sobre la muralla.
Los defensores, atacados por todas partes, se rindieron, y en el último grupo de los que deponían las armas el jefe quedó también prisionero.
Don Enrique se dirigió a aquel grupo en busca del jefe, que por su parte salió a su encuentro; los dos se reconocieron y se miraron.
—¡Don Enrique Ruiz de Mendilueta! —exclamó el Indiano, que era el jefe de los vencidos.
—¡Don Diego de Álvarez! —gritó don Enrique.
En este momento José el pescador izaba en las almenas del castillo una bandera inglesa.
IX. Venganza
La turba vencedora gritaba y se apoderaba de cuanto contenía el castillo; dinero, mercancías, armas, mujeres, todo era arrebatado y todo se sacaba de allí inmediatamente, porque aquellos hombres temían que a su turno los piratas los despojasen del botín.
Por todas partes se escuchaba el ruido de las hachas con que se rompían las puertas y las cajas, los gritos de alegría de los que encontraban una buena presa, los gemidos de los moribundos y los ayes de angustia y de terror de las damas que, arrebatadas del seno de sus espantadas familias, salían del castillo en brazos de sus raptores.
Aquélla era una escena espantosa, y los que no se dedicaban al saqueo o que estaban ya satisfechos, amenazaban con la muerte a los prisioneros, y calmada su sed de oro, buscaban saciar su sed de sangre.
El Indiano y sus compañeros de desgracia esperaban la muerte, oyendo aquel espantoso tumulto y considerando la suerte que correrían sus infelices familias.
Cuando vieron aproximarse a don Enrique, creyeron que había llegado para ellos el supremo instante. Don Enrique y el Indiano se reconocieron, y permanecieron en silencio contemplándose por un momento.
Don Diego fue el primero en romper aquel silencio.
—Don Enrique —dijo con una tranquilidad que nada tenía de afectada— sé que para mí no hay esperanza; estoy en vuestro poder, podéis vengaros, y estáis en vuestro derecho; nada pido para mí; pero si hay en vuestro corazón algún rasgo de generosidad, una gracia os pide el hombre que va a partir de este mundo, una gracia sola: que vuestro acero, después de romper mi corazón, abra también el pecho de mi esposa Marina y de mi hija Leonor, antes que sean el juguete y el escarnio de los hombres que os acompañan: prometedme eso nada más, y moriré tranquilo; que ellas mueran también, pero que no las deshonren…
—Don Diego —contestó don Enrique con una calma terrible— estáis en mi poder, y en mi poder están vuestra esposa y vuestra hija; por vos, por la que hoy es vuestra esposa, he perdido cuanto un hombre puede tener sobre la tierra: familia, patria, riquezas, honores, porvenir, nombre, todo, todo. Por vos he tenido que vivir en las montañas como un bandido; por vos he llegado a ser pirata, a seguir esta carrera que no tiene más porvenir que el patíbulo y la deshonra. Don Diego, me debéis una venganza terrible; vuestra muerte no satisfaría tantos pesares, tantos rencores; vida por vida ¿pero y mi honra, y mi nombre, y mi patria, y mi porvenir? Apenas verter vuestra sangre y entregar a vuestra mujer a las torpes caricias de mis soldados, y educar a vuestra hija para el vicio y la prostitución, apenas serviría para el digno castigo de cuantas injurias he recibido de vos.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —exclamó el Indiano con la más profunda amargura— ¡Dios mío, esto es espantoso!
—¡Don Diego de Álvarez! —exclamó don Enrique— yo os tengo de matar con mi espada y con mi mano, porque me debéis una reparación; pero esto lo haré como quien soy, como caballero. Don Diego, libre estáis desde este momento; buscad a vuestra esposa y a vuestra hija; yo os daré algunos hombres para que os las entreguen, rescatándolas de grado o por fuerza; pero no me agradezcáis nada, nada, don Diego, porque os aborrezco con todas las fuerzas de mi corazón. Id don Diego, y no os pongo más condición sino la de que dentro de seis meses, es decir, el seis de agosto de este año, me esperaréis en México, a las doce de la noche, enfrente de la misma casa en la que recibí de vosotros tan atroz injuria.
Don Diego quiso contestar.
—José —dijo don Enrique dirigiéndose al pescador— ya habéis escuchado; llevaos a ese caballero; que le sean restituidas su esposa y su hija, y todos tres, custodiados debidamente, salgan de la ciudad por donde quieran, hasta quedar fuera de peligro.
Don Enrique dio la vuelta y se retiró, dejando asombrado al Indiano.
—¡Oh! —exclamó el Indiano— grandeza por grandeza, veremos cuál es mejor; yo me vengaré como él.
Y seguido del pescador y de algunos hombres, se dirigió en busca de doña Marina.
Entretanto, en el castillo que defendía el gobernador de la plaza, pasaba una cosa horrible.
Juan Darién había encontrado las escalas que quería Morgan, y llegaba con ellas al campo de los sitiadores. Pero traía también la gente que las había de arrimar a la muralla. Eran todos los frailes y las monjas que habían podido encontrar en la ciudad.
Las monjas lloraban; sus velos y tocas habían sido arrancados, y los piratas reían de las que eran feas y viejas, y se permitían espantosas chanzas y brutales caricias con las jóvenes y bonitas.
—Esta gente colocará las escalas —dijo Juan Darién.
—Bueno —contestó Morgan— manos a la obra.
—Mejor que nos den algunas de ésas —dijo un pirata, señalando a las monjas.
Morgan, por toda contestación, preparó su pistola y descargó el tiro sobre el osado que hablaba así en su presencia.
El hombre huyó el golpe y se ocultó entre sus compañeros.
—¡A las escalas! —dijo Juan Darién.
Los frailes y las monjas vacilaron; pero el pirata descargó un furioso golpe con un leño sobre una de las religiosas, que cayó, lanzando un grito.
—¡A las escalas pronto! —repitió con voz de trueno.
Todos aquellos infelices corrieron y levantaron las escalas.
—Ahora, seguidme —dijo Juan Darién.
Y aquellos desgraciados, cargando las grandes escalas, comenzaron a caminar, siguiendo a Juan Darién.
Los defensores del castillo se horrorizaron al ver avanzar sobre ellos aquella comitiva de monjas y frailes, conduciendo las escalas de los sitiadores.
—¡Fuego! —gritó el gobernador.
Ningún soldado se atrevía a obedecer.
—¡Compasión!, ¡compasión! —gritaban los desgraciados que conducían las escalas—. ¡Compasión! En nombre del cielo, no tiréis; mirad que venimos por la fuerza; mirad que somos gentes pacíficas, que vienen aquí ministros y esposas del Señor.
—¡Adelante, adelante! —gritaban los piratas, y avanzaban.
Los asaltantes estaban ya casi al pie del castillo; las monjas lloraban, los frailes pedían misericordia.
—¡Fuego! —repitió con voz firme el gobernador. Los soldados españoles comprendieron el peligro, y apuntaron al grupo y luego volvieron los rostros.
Una cinta de fuego rodeó la fortaleza, retumbó la descarga, el humo envolvió las almenas, y multitud de víctimas rodaron por tierra.
Aquella descarga había sido fatal para los asaltantes, frailes y monjas, heridos revolcándose en su sangre y dando lastimosos gemidos, otros queriendo huir, y los piratas feroces y encarnizados, obligándolos a permanecer y a continuar en su tarea.
Las descargas se sucedían; era aquello un asalto en forma: las escalas se colocaron contra los muros, y comenzaron a subir por ellas como unos rabiosos los piratas. Entonces la batalla se libró entre las almenas, y en los patios, y en las estancias del castillo.
Como un león el gobernador español se defendía y luchaba, rechazando a sus enemigos y perdiendo y ganando terreno. El valor faltó a algunos de sus soldados, y él les dio la muerte.
Por fin, rodeado de enemigos que respetaban y admiraban su esfuerzo heroico, dio por un momento tregua al combate.
Juan Morgan llegaba en aquel momento.
—¿Pides cuartel? —preguntó el pirata.
—¡Nunca! —contestó el gobernador— antes morir como soldado y con honor, que vivir como un cobarde.
Y sin esperar más, se lanzó furioso sobre Morgan y sobre todos los que le rodeaban. Pero era un combate temerario; cien espadas se dirigieron contra su pecho, y no tardó en caer acribillado de heridas.
El triunfo era completo; los piratas, dueños de la ciudad, se entregaron al saqueo. Morgan y Juan Darién escogieron para su alojamiento una gran casa, y aún no se disipaba el humo del combate, y ya sentados a la mesa comían tranquilamente.
Estaba anocheciendo, y el combate había comenzado al despuntar la aurora. En doce horas había cambiado totalmente la suerte de aquella infortunada ciudad.
X. El regalo
La ciudad presentaba un cuadro aterrador; las calles oscuras, las puertas de las casas rotas, fragmentos de muebles por todas partes, y por todas partes también grupos de piratas o de hombres perdidos de la población en completo estado de embriaguez, cantando coplas indecentes y llevando en sus brazos jóvenes hermosas de las principales familias de la ciudad, que habían tomado como parte de botín, para saciar sus brutales apetitos, y esto quizá pasando aquellas desgraciadas sobre los cadáveres y la sangre de sus padres y de sus hermanos.
Aquélla era una espantosa y sangrienta bacanal.
Un grupo de aquellos soldados llevando a varias jóvenes, entre las que se veían también algunas religiosas de las que habían salvado en el asalto, llegó a una de las casas abandonadas.
Los piratas llevaban casi todos grandes hachones de cera que se habían sacado de una iglesia.
—Esta casa está buena para pasar la noche —dijo uno— ¿os parece?
—¡Sí, sí, a la casa! —gritaron todos.
—Estas hermosas no pueden andar en la calle; están cansadas.
—Sí —agregó otro— tendremos una noche de príncipes. ¿No te parece, hermosa mía? —dijo, dirigiéndose a la joven que traía.
La infeliz no contestó; y toda la turba invadió la casa, registrándolo y examinándolo todo.
Aquélla era una habitación magnífica y soberbiamente amueblada. Por todos los aposentos se veían las luces que llevaban los piratas, que recorrían las estancias buscando algo que les conviniera llevarse, y un lugar para pasar la noche.
De repente, uno de ellos que había penetrado en un sótano, salió de allí gritando a sus compañeros, y casi arrastrando a una mujer.
En un momento todos se reunieron y rodearon a aquella desgraciada. Era doña Marina.
—¡Mirad qué mujer tan hermosa! —exclamó—. ¿Quién la quiere?
—Yo tengo la mía y estoy contento —contestó uno.
—Y yo, y yo —repitieron los otros.
—Pues será lástima que tan linda moza se quede sin uno de nosotros.
—Es cierto.
—¿Pues qué hacemos? Que busquen a uno de los nuestros…
—Todos tienen ya.
—Entonces ¿sabéis lo que me ocurre?
—¿Qué? —dijeron todos.
—Que estas señoras que nos acompañan, la vistan como una reina, y mañana se la regalemos al almirante.
—Bien pensado ¿pero si tiene ya alguna dama?
—Mañana nos agradecerá ésta.
—Bueno ¿pero mientras qué hacer con ella?
—Encerrarla y tenerla oculta toda la noche.
El Indiano, acompañado de José el pescador, había ido en busca de doña Marina y de su hija. En aquella terrible confusión le era casi imposible reconocer a todas las infelices mujeres que estaban ya en poder de los asaltantes.
Entonces comprendió don Diego todo el horror de aquella situación; apenas hubo mujer joven de la que no se apoderasen: lloraban, se desesperaban, suplicaban de rodillas; pero aquellos hombres eran inflexibles.
Apenas con el prestigio que entre todos disfrutaba José el pescador, pudo proceder don Diego a la averiguación, y sus pesquisas resultaron inútiles.
Después de tres horas de presenciar aquel horroroso espectáculo, don Diego se desengañó de que doña Marina no estaba en el castillo, y perdida ya toda esperanza, salió de él.
Una infeliz anciana, herida de un brazo, estaba sentada en la puerta de una casa y reconoció al Indiano.
—¡Qué día! ¡Qué día! —exclamó aquella desgraciada—. La cólera de Dios ha descargado sobre nosotros.
El infortunio vuelve a los hombres comunicativos y hace desaparecer todas las diferencias sociales. Don Diego y aquella anciana se miraron como dos hermanos en medio de aquel caos.
—Señora —dijo el Indiano— ¿quién tan infortunado como yo? ¡He perdido a mi hija y a mi esposa!
—Yo he perdido también el único hijo que tenía; me lo han asesinado esos hombres. ¿Vuestra esposa ha muerto también?
—¡Más valiera! La he perdido, y quizá en este momento sirva de escarnio a esos tigres.
—¿No está en el castillo?
—No, señora.
—Pues quizá haya escapado: yo estaba herida desde el principio del combate, y he permanecido aquí; cuando el castillo se rindió, un gran grupo de mujeres, entre las que iban algunos niños, salió por una puerta y ganó el bosque; nadie las perseguía y deben ya estar en salvo: tal vez vuestra hija y vuestra esposa hayan tenido esa dicha.
—¿Y además de esas mujeres, a ninguna habéis visto salir?
—Ninguna ha salido, os lo aseguro, y está en el castillo o entre las que se salvaron.
—En el castillo no está.
—Entonces buscadla en los bosques.
—¿Qué rumbo decís que tomaron?
—Por ahí derecho —dijo la anciana señalando un bosque muy poblado de árboles que estaba cerca.
—Entonces voy en su busca.
—Dios os guíe.
—¿Queréis que os lleve?
—¡Oh! gracias; espero recoger siquiera el cadáver de mi hijo, para poder morir a su lado: conozco que ya se agota mi vida.
—Entonces adiós, y Dios os consuele.
—Que Dios os guarde.
Don Diego echó a andar siguiendo la dirección que le había indicado la anciana. Comenzaba a encumbrar cuando oyó el fuego nutrido de cañón en el fuerte que defendía aún el gobernador.
Volvió el rostro, la bandera española flameaba coronando las almenas; nubes de humo se alzaban lentas sobre la fortaleza, y al pie de las murallas se distinguía a los asaltantes moverse con una infernal actividad.
Don Diego pensó en el gobernador, en los soldados y en las familias refugiadas allí; lanzó un suspiro, y exclamó:
—¡Están perdidos sin remedio! —y volvió a continuar su camino.
Poco a poco se fue internando en el bosque y alejándose de la ciudad; poco a poco fueron haciéndose más remotos los ecos de los cañonazos, hasta que dejaron de percibirse completamente.
La selva era espesísima, no había allí senda ni vereda de ninguna especie, y el Indiano vacilaba a cada paso sobre el rumbo que debía seguir, y se afligía pensando que quizá se apartaba del que seguían las fugitivas, y que en medio de aquel bosque morirían de hambre aquellas mujeres, sin amparo y sin guía.
Maquinalmente atravesaba colinas y bosques. Iba ya a morir la tarde, cuando oyó que le llamaron por su nombre. Se detuvo, buscó con la vista y vio a una mujer que le llamaba, y se dirigió a encontrarla.
Era una de las principales damas de la ciudad; pero su traje estaba completamente destrozado, su cabello lleno de polvo, su rostro maltratado por las espinas y las ramas de los árboles.
—Gracias a Dios, señor, que habéis salvado —dijo la dama— ¿adónde está doña Marina?
—Señora, lo ignoro —contestó don Diego— la busco hace mucho tiempo sin haber tenido noticia de ella ni de mi hija.
—¡Dios mío!, ¿pues qué habrá sido de ella?
—¿Vos no la visteis, señora?
—Sí; cuando esos hombres asaltaron el castillo, nosotras encontramos modo de abrir una puerta que daba al campo, y huimos. Doña Marina y vuestra hija venían con nosotras; llegamos al bosque, pero ella no quiso pasar de allí; me entregó a su hija, y a pesar de mis instancias, volvióse a buscaros.
—¿Es decir que mi hija está aquí?
—Yo la tengo; todas hemos llegado juntas hasta este lugar que nos ha parecido seguro, y de donde nos ha sido imposible pasar, porque el cansancio, el hambre y la fatiga nos han rendido.
—¿Y nada habéis comido?
—Nada; mujeres solas ¿qué queríais que hiciéramos? Es verdad que hemos encontrado en el bosque algunos toros ¿pero cómo hacer?
Don Diego se puso a reflexionar.
—¡Dios mío! —exclamaba— ¿qué haré? Mi hija aquí, próxima a morir de hambre con todas estas desgraciadas. Marina perdida en la ciudad por mí… Dios mío, inspírame… ¿Abandonar a mi hija? ¡Imposible! ¿Abandonar a Marina?, ¡menos!… ¡Llevarme a esa criatura, exponerla otra vez a una muerte segura, sin tener en el camino con que alimentarla, cuando me puedo extraviar entre los bosques! ¡Dios mío, Dios mío!…
El Indiano inclinó la cabeza sobre el pecho y dejó caer los brazos con abatimiento.
—Oídme —dijo la dama— ¿tenéis armas?
—Ninguna —contestó don Diego— ¿qué intentáis?
—Cerca de aquí hemos oído bramar unos toros; matad uno, así tendremos alimento; yo me encargaré de la niña, y vos iréis en busca de doña Marina.
XI. La caza del toro
Don Diego no contestó, pero siguió a la dama, que se internó entre la arboleda. A corta distancia se encontraron en una especie de campamento de amazonas. Una multitud de mujeres de todas clases se había reunido allí buscando un refugio para salvarse de los piratas; pero en aquellos rostros se pintaba el hambre, la desesperación.
Don Diego fue recibido como un salvador; todas le hablaban, todas le preguntaban por sus hijos, por sus hermanos, por sus esposos, y el Indiano no podía satisfacer aquellas preguntas, y el desconsuelo más grande reinó entre aquellas desgraciadas.
—Señoras —dijo la dama que había conducido a don Diego— este caballero busca a su esposa doña Marina, pero su hija está aquí y ya entre sus brazos. Yo le he propuesto encargarme de esa niña mientras él va en busca de doña Marina; pero le he suplicado que antes nos ayude a cazar un toro, porque de lo contrario moriremos todas de hambre…
—¡Sí, sí! —exclamaron todas.
—Bien; el caso es que don Diego no tiene armas de ninguna clase, y las necesita…
—¡Yo tengo un puñal! —gritó una joven—. Un puñal que he traído para darme la muerte antes que caer en poder de los piratas.
—Ese puñal nos dará ahora la vida; dádmelo acá para entregárselo a don Diego.
La joven se adelantó y presentó a don Diego un rico puñal guarnecido de plata.
—¿Os basta con eso? —preguntó al Indiano.
—Me basta para lograr la empresa o morir en la demanda.
—Anochece ya —dijo una dama— puede comenzar la cacería, y vos diréis lo que debemos hacer.
—Poca cosa —contestó el Indiano— caminaremos por el bosque a tal distancia unos de otros que sea imposible extraviarnos; vosotras serviréis de ojeadores, y tan pronto como alguna descubra una res, me avisará: lo demás corre de mi cuenta.
—Muy bien.
—Pues en marcha.
—En marcha —contestaron todas.
Aquella turba comenzó a moverse, y en medio de ella don Diego con el puñal en la mano y seguido de la dama que se había constituído madre de la pequeña Leonor, a la que llevaba entre sus brazos.
Caminaron en silencio algún tiempo sin escucharse más ruido que la maleza que crujía bajo los pies de aquella gente.
El Indiano meditaba un plan para atacar al toro en caso de encontrarlo.
Si el toro venía sobre él, entonces había esperanza de matarlo; pero si huía ¿cómo ir en su persecución? ¿Cómo darle alcance?
Pensaba en esto, cuando sintió que le tocaban por la espalda.
Era una de aquellas mujeres.
—Hemos encontrado la res —dijo la mujer.
—¿En dónde?
—Cerca de aquí; varias señoras están allí inmediatas para cuidar de sus movimientos: es un soberbio toro…
—Vamos —dijo el Indiano, y siguió a la mujer.
Cerca de allí se formaba en el bosque una pequeña plazoleta rodeada de árboles, y allí, a la escasa luz del crepúsculo, las damas mostraron al Indiano un hermoso toro que comía de la yerba de aquel pradito.
Don Diego, dando un rodeo, comenzó a acercarse al animal, procurando no ser sentido por él. El toro no maliciaba siquiera la presencia de un enemigo en un bosque en donde quizá había vivido siempre sin que nadie osase atacarlo.
El Indiano estaba ya muy cerca, cuando el toro alzó la cabeza y lo miró, pero sin tratar de huir y sólo poniéndose como en actitud de defensa.
Don Diego quiso aprovechar aquel momento, y se lanzó sobre él; pero el animal inclinó su frente y opuso al ataque de su adversario dos cuernos largos y agudos como dos estoques, y a su vez tiró también un golpe que esquivó el Indiano aferrándose a uno de los cuernos del animal, con la mano y el brazo erguidos, y descargando al mismo tiempo sobre él con la diestra una verdadera lluvia de puñaladas.
Pero don Diego comprendió que la lucha era desigual: el toro tenía una pujanza terrible, y el hombre no podía al mismo tiempo atacar y defenderse, librarse de los golpes y contener a la fiera si quería huir.
El animal herido quiso dejar el combate, y el Indiano se resolvió a detenerlo a todo trance; dejóle el hierro clavado en uno de sus flancos, y con los dos brazos se afirmó en los cuernos.
Luchaba el toro por desprenderse del hombre, y el hombre se adhería al animal para aprisionarlo; pero el animal ganaba terreno y arrastraba al hombre hacia la selva, al principio lentamente, y poco después con más y más rapidez.
Don Diego, cansado, pensó que no tenía más remedio que soltar su presa, e iba ya a desprenderse, cuando el toro vaciló.
Como un enjambre de avispas, así habían caído sobre él todas las mujeres; unas le jalaban, otras le golpeaban con piedras, otras le pinchaban con palos, otras con fajas procuraban atarle los pies; el Indiano aprovechó los instantes, sacó el puñal que aun llevaba clavado el toro, y le dio la muerte.
Aquellas damas, entre las cuales había algunas que la víspera hubieran despreciado las más exquisitas viandas, lanzaron un grito de alegría al ver caer al animal y al pensar que había siquiera carne para comer.
A fuerza de trabajo destrozaron al toro; brillaron luego como por encanto algunas hogueras, y todas aquellas infelices comenzaron a devorar con ansia trozos de carne mal cocida y sin preparación de ninguna especie.
—Señoras —dijo don Diego— os he cumplido mi palabra; voy ahora en busca de mi esposa; cuidad de mi hija.
Y dando un tierno beso en la frente a Leonor, se perdió entre los bosques.
La noche estaba obscura, y don Diego no conocía por allí camino alguno. Comenzó a caminar a la ventura; pero a cada momento se le presentaban obstáculos insuperables; ya una caudalosa vertiente, ya un barranco, ya una cadena de peñascos.
La constancia no le abandonaba, aunque sentía que las fuerzas le faltaban; las horas volaban para él con una rapidez espantosa; cada momento que perdía se le figuraba que era el instante terrible en que doña Marina sucumbía a la fuerza de los piratas; y entonces una sombría desesperación se apoderaba de su alma, y si las sospechas se hubieran tornado en realidades en aquel instante, se hubiera dado él mismo la muerte.
Toda la noche caminó, caminó, y sin nada que le indicara el rumbo que debía seguir, sin ninguna esperanza de que se aproximaba al término de su viaje.
Cuando comenzó a lucir la mañana, don Diego no podía ya dar un paso; sus pies estaban horriblemente maltratados, sus miembros se negaban ya a sostenerle, y fatigado, jadeante, desesperado y con las fauces secas, se dejó caer al pie de un árbol, para esperar allí la muerte.
Las naves de Morgan habían quedado en el puerto de Naos al cuidado de algunos hombres de toda confianza, que tenían orden de hacerse a la vela al día siguiente al de la partida de la expedición, para anclar en Portobelo.
Así lo ejecutaron, y cuando la escuadrilla llegó frente a la ciudad, aún se escuchaban las detonaciones de la artillería del fuerte en que se defendía el gobernador español.
Aquella noche, después del triunfo, muchos marineros saltaron a tierra, y doña Ana de Castrejón, que estaba prisionera en el navío almirante, quedó allí bajo la vigilancia de los pocos soldados que cuidaban del buque.
Brazo-de-acero, como le decían los piratas a don Enrique, había sido recibido por Morgan y Juan Darién con grandes muestras de estimación, y por no herir su amor propio, ninguno de ellos se había atrevido a decirle una sola palabra de cuanto contra él les había contado doña Ana.
En la misma noche se organizaron algunas partidas que salieron a recorrer los bosques inmediatos, con objeto de aprehender a los fugitivos, y Brazo-de-acero fue nombrado por Juan Morgan gobernador de aquella plaza.
Eran ya las primeras horas de la mañana del siguiente día, y Morgan descansaba en su alojamiento, cuando oyó un rumor en la calle, la puerta de su casa se abrió y penetraron por ella una porción de piratas conduciendo en una silla de manos a doña Marina, regiamente vestida y ataviada.
—¿Qué es esto? —dijo el almirante.
—Señor —contestó el que llevaba la voz entre todos aquellos hombres— os traemos a la más hermosa de cuantas damas se han encontrado en la ciudad, y que hemos querido nosotros destinarla a nuestro jefe como una muestra de cariño.
Morgan estaba absorto con la belleza de doña Marina: acostumbrado a la hermosura de las mujeres del Norte, el almirante sentía en los ojos dulces y negros de Marina, una extraña fascinación; el color de la piel, suave y sedosa, sus negros cabellos, todo le alucinaba, todo le encendía.
—¡Oh! —exclamó— me hacéis un obsequio digno de vosotros, y esta mujer no será para mí el juguete de una hora, sino que la guardaré a mi lado como la esposa que me dan mis valientes, y como un recuerdo de su cariño. Dentro de pocos momentos comenzarán los preparativos para hacernos a la vela, y esta señora por lo mismo no puede permanecer aquí; hacerla llevar a bordo como la habéis conducido hasta aquí, en triunfo, y volved a disponeros para el viaje.
—¡Viva el almirante! —gritó uno.
—¡Viva! —repitieron todos, y aquella comitiva volvió a salir de la casa de Morgan y se dirigió al puerto.
Doña Marina ni hablaba ni se resistía; estaba como una insensata.
Los marineros desataron un bote, y cuatro de ellos saltaron a él conduciendo la silla en que iba la joven.
—Al «Almirante» —dijo uno de ellos a los que remaban.
—Aguarda —exclamó otro—: hay que observar una cosa.
—¿Qué?
—Yo soy de la tripulación del «Almirante», y anoche salí a tierra.
—Bien ¿eso qué importa?
—Mucho; que en el «Almirante» tiene el jefe otra dama, que es muy bella también, y que la envió allí desde la misma noche que se dirigió para Portobelo.
—¿Y crees tú que ése será inconveniente?
—Puede que eso no le convenga a él.
—Algo nos hubiera dicho.
—Tal vez por distracción… además, nos encargó que la trajéramos a bordo, pero no dijo que al navío que él monta.
—Lo mismo da: por sí o por no, que vaya entonces a la «Venus» del campechano; ya el almirante sabrá después lo que dispone.
—Bien pensado.
Y el bote, al impulso de los remos, llegó hasta el navío que habían indicado los marineros.
Doña Marina fue izada en la misma silla de manos, y quedó como un depósito sagrado a las órdenes del almirante.
Los bogas volvieron a la plaza, y poco después comenzó el movimiento del embarque de las tropas de los piratas y del botín.
En estos momentos comenzaban a llegar las partidas de piratas que habían salido a expedicionar.
XII. Las dos soledades
Entre las partidas que llegaron a la plaza a presentarse a don Enrique, una sola traía prisioneros. Éstos eran, una mujer de la clase más ínfima del pueblo, y a la que don Enrique mandó poner en libertad, y un hombre a quien hizo traer a su presencia.
Los soldados condujeron a aquel hombre al alojamiento de don Enrique:
—¡Don Diego! —exclamó el joven— ¿otra vez prisionero?
—¡Sí, don Enrique! —contestó don Diego— ¡soy muy desgraciado!
—¿Pues qué os pasa?
—Me fue imposible encontrar a doña Marina; en vano la he buscado todo el día y toda la noche; no sé qué ha sido de ella: el cansancio me rindió, y he vuelto a caer prisionero. ¡Mandadme matar!
—Don Diego —replicó el joven— os he dado mi palabra de que quedaríais libre y que os devolvería a vuestra esposa, y os lo cumpliré.
Don Enrique se levantó y llamó a José el pescador, que siempre le acompañaba.
—José —le dijo— muchos de los vuestros son de la ciudad, y muchos quizá conocen a la esposa de don Diego; hacedme favor de informaros si alguno la ha visto.
José salió inmediatamente.
—Tengo la esperanza —dijo don Enrique— de que este hombre nos va a traer pronto buenas noticias.
—¡Dios lo haga! —murmuró el Indiano.
La agitación del embarque seguía en el puerto; habían trasportado ya el botín a las naves y comenzaban a salir los botes cargados de gente.
La hora de la partida se acercaba, José no volvía y don Diego era presa de una ansiedad mortal.
Por fin, José se presentó.
—¿Qué hay? —preguntaron a un tiempo don Enrique y el Indiano.
—Pues ya he averiguado el paradero de la señora.
—¿Y adónde está?
—Anoche fue encontrada por unos marineros, y al verla tan hermosa, la ataviaron ricamente, y en una silla de manos y seguidos de una gran multitud, se la han regalado esta mañana al almirante Morgan.
—¡Dios mío! —gritó el Indiano— ¡qué horror!
—¿Y qué hizo Morgan? —preguntó don Enrique.
—Contestó que admitía el regalo y tomaba por suya a aquella dama, y la hizo conducir inmediatamente a bordo de su buque.
—¡Entonces no hay remedio! —exclamó con desesperación el Indiano—. ¡Está perdida para siempre!
—¡Oh, aún hay esperanza! —dijo don Enrique— esperadme aquí, y yo veré al almirante: os he dado mi palabra y la cumpliré.
Y tomando con precipitación su sombrero, salió, dejando a don Diego en lucha entre el temor y la esperanza.
Morgan estaba en la playa mirando embarcarse a los piratas.
Enamorado de la belleza de doña Marina, había preguntado por ella, y sus marinos, con la ruda franqueza que les caracterizaba, le refirieron que la habían embarcado en la «Venus», por temor de que no se encontrase con la otra dama que estaba en el navío «Almirante». Morgan se rio de la discreción de sus soldados.
Don Enrique ocurrió a buscar a Morgan en su alojamiento; pero ya no le encontró, y se dirigió a la playa.
—Y bien, amigo mío —le dijo el almirante— ¿estáis ya listo para embarcaros?
—Para cuando vos queráis mandarme; pero vengo antes a pediros una gracia.
—¿Qué podré yo negar al más valiente de mis oficiales?… —contestó el pirata—. Hablad.
—Señor, vengo a pediros la libertad de una dama que tenéis en vuestro navío.
Don Enrique creía que doña Marina estaba en el «Almirante», Morgan, recordando que la dama que estaba en él era doña Ana, y que doña Ana había hablado de don Enrique, supuso que por ella se interesaba.
—¿Vos pedís la libertad de esa dama?
—Sí, señor; os lo suplico.
—¿Sabéis que esa dama os conoce y sabe vuestro verdadero nombre?
—Sí, señor —contestó don Enrique, sin reflexionar cómo había sabido esto el almirante— la conocí en México.
—¿Y sabéis que esa dama es enemiga vuestra?
—¿Cómo lo habéis averiguado?
—Eso yo sólo lo sé; pero ¿vos la conocíais por vuestra enemiga?
—¡Oh! sí, señor, desde México lo es, y por lo mismo quiero vengarme de ella haciéndole un servicio.
—¿Entonces la amáis, o la habéis amado alguna vez?
—La amé en otro tiempo.
—¿Y os pagó mal?
—Muy mal.
—Es extraño que seáis tan generoso; yo os lo apruebo; pero antes decidme ¿por qué no la conserváis ahora para vos?
—Quiero ser bueno con ella, por lo mismo que ella no lo fue conmigo.
—Bien; os concedo su libertad.
—Gracias, señor, gracias.
—Pero que no sea hasta que todos estemos embarcados: vos iréis con Juan Darién a la «Venus», y disponed que cuando se tire el cañonazo para levantar anclas, un bote con remeros del país vaya al «Almirante» a recibir a esa dama.
—Gracias, señor.
Don Enrique volvió ligero adonde le esperaba el Indiano.
—Don Diego —le dijo— preparad un bote con cuatro remeros, y al sonar el cañonazo, enviadlo al navío «Almirante» y entregarán a vuestra esposa.
—Iré yo mismo.
—No; temo que os conozcan como el jefe que defendía el castillo pequeño, y todo se descomponga; esperad mejor en la playa.
—¿Y cumplirá el almirante?
—Respondo con mi vida.
—Adiós; voy a embarcarme. No olvidéis mi cita.
—No.
Y don Enrique volvió a salir y se encaminó a la playa, en donde le esperaba ya Juan Darién para embarcarse.
Don Enrique saltó al bote en compañía del campechano.
—Habéis —le dijo éste— llevado a efecto una gran acción, según me ha contado el almirante.
—¿Qué acción? —preguntó don Enrique, no creyendo que lo que había hecho por doña Marina llamase tanto la atención de aquellos hombres.
—¡Vaya! Conseguir la libertad de esa dama, que además de haberos hecho en otro tiempo no sé qué averías, no se ha contentado con ello, y sigue dándoos caza.
—¿Qué queríais que hiciese? Estaba en desgracia.
—Quizá aun no sabéis lo mejor.
—¿Qué cosa?
—Díjonos que habíais entrado a la ciudad dando al gobernador aviso de nuestra llegada.
—¿Y vosotros?…
—Ya; el almirante se rio de la noticia, que conocía bien vuestra arboladura; yo seguí a la capa las aguas de la capitana.
—¿Pero esa dama dijo de mí tal cosa?
—Y aseguró que vuestro nombre era…
—¿Cómo?
—Don Enrique Ruiz de Mendilueta.
Don Enrique palideció; sentía cierta especie de rubor de que el noble apellido de sus antepasados fuese conocido entre aquellas gentes.
—¿Y es cierto? —preguntó Juan Darién.
—Secretos míos son esos que nadie tiene derecho de inquirir, a menos de que esté muy cansado ya de la vida; para vos y para todos soy aquí Antonio el cazador, conocido con el sobrenombre de Brazo-de-acero, sobrenombre que no en vano llevo, y que sería peligroso probar si lo merezco.
Don Enrique había pronunciado aquellas palabras con una entonación tan firme, que no se podían tomar de otra manera que como una amenaza terrible saliendo de aquella boca. Juan Darién lo comprendió y se puso encendido.
—Razón tenéis —dijo— entre nosotros los secretos deben ser sagrados, y ni la indiscreción es perdonable; una imprudencia puede costar cuando menos un avería en el aparejo. Tenéis razón; dejemos esa sonda, y la proa a otro rumbo: se acabó, no me guardéis rencor.
—Nunca; os quiero por valiente y por franco.
Don Enrique tendió su mano, y Juan Darién la estrechó con efusión.
Tocaban en este momento el costado de la «Venus», la escala estaba lista y los dos subieron ligeramente por ella. Parecía que no se esperaba más que esto para dar la señal, porque casi en el mismo instante una nubecilla blanca se desprendió del navío «Almirante» y corrió un largo trecho sobre la superficie del mar, y se escuchó la detonación del cañonazo.
—¿Bajáis a tomar conmigo una copa por el buen viaje? —dijo Juan Darién.
—Pronto os sigo; espero aquí ver algo que me interesa.
—¡Ah! el rescate de vuestra protegida. Os aguardo abajo; tenéis un corazón como una perla.
Juan Darién se separó de allí, y don Enrique se quedó mirando a la playa.
Apenas sonó el cañonazo, una lancha con seis vigorosos remeros se desprendió del puerto, y como si volara sobre las aguas, atravesó hasta llegar al navío «Almirante». Llegó apenas allí, bajó la escala y descendió por ella una dama, que fue recibida por los bogas con muestras de gran respeto.
La lancha, con la misma ligereza volvió al puerto, adonde se distinguía un hombre que esperaba, rodeado de algunas mujeres.
La escuadra de Morgan recibía en sus velas un viento favorable, y comenzaba a deslizarse ligera en el océano.
Don Enrique se alejaba, pero no cesaba de mirar a la playa. Allí pasaba una escena que le pareció extraordinaria. La lancha había llegado, la dama había saltado a tierra, el hombre, con los brazos abiertos había salido a su encuentro; pero cuando don Enrique creía que iban a estrecharse en un tierno abrazo, vio que el hombre retrocedió, la dama se dirigió a las demás mujeres que había en la playa, y luego cayó como desmayada.
El hombre corrió hacia el mar como para precipitarse en sus olas, y los bogas que habían conducido la lancha le detuvieron: comenzó entonces una lucha, cuyo fin no pudo ya alcanzar don Enrique; las velas de un navío se interpusieron.
Cuando pudo volver a mirar estaba muy lejos.
¿Qué había sucedido? ¿Qué significaba todo aquello?
Don Enrique se perdía en un mar de conjeturas y permanecía absorto, cuando oyó la voz del pirata campechano que le decía:
—Antonio, creo que ya nada veis de la tierra; vamos, que os espero para tomar por el buen viaje.
Don Enrique, meditabundo, siguió a Juan Darién.
—Veo —le dijo éste— que aún estáis conmovido; habéis quizá hecho mal en soltar esa dama. ¡Qué demonio! un hombre como vos merece que le quieran las mujeres; mala racha me sople si yo en vuestro caso no hago lo que el almirante.
—¿Qué ha hecho?
—Traerse una gacela de tierra que vale más que la «Venus» con todo y el botín de Portobelo; real moza, con unos ojos como dos soles, y vamos…
—No sabía yo.
—Pues aquí viene; como que fue un regalo de los marineros de la armada.
—¿Cómo? —preguntó espantado don Enrique, presintiendo algo de terrible.
—Sí ¿no oísteis hablar de la dama que los marineros regalaron al almirante?
—Sí; pero es la misma que ha vuelto al puerto.
—¿Habéis perdido la brújula? Esa dama que fue al puerto, es la que tomamos prisionera la noche de desembarco en la estera, y que tan mal nos habló de vos.
—¿Doña Ana?
—No sé cómo se llamará; pero no es la del almirante.
—¿Y ésa?
—Aquí está; venid a verla.
Juan Darién condujo a don Enrique, que le seguía como un loco, sin comprender lo que le pasaba, y le puso delante de una dama que estaba cerca de allí en un sitial, pero a quien no había visto, fija como estaba su atención en otra parte.
—¡Doña Marina! —exclamó don Enrique.
—¡Don Enrique! —gritó la dama reconociéndole.
—Buen viento —dijo Juan Darién—: este vigía conoce todas las banderas del enemigo.
Y dejando a don Enrique con la dama, se retiró silbando un aire de su patria.
El Indiano esperaba con una febril impaciencia el momento en que la armada de los piratas se diera a la vela. Presenció los últimos aprestos, y miró embarcarse en los botes a los últimos soldados. Tenía ya preparada una lancha para botarla al mar en el instante en que sonaron el cañonazo que le había indicado don Enrique.
Por fin, todo estaba listo en los navíos, y la señal deseada sonó en el «Almirante». El Indiano vio deslizarse sobre las ondas aquella lancha que iba con su esperanza para tornar con su felicidad y con su honra.
Algunas damas de la ciudad abandonadas por los piratas rodeaban a don Diego, que anhelante seguía con sus miradas todos los movimientos de aquella lancha, temiendo a cada instante ver disipadas sus ilusiones o que Morgan faltase a su palabra, y que un cañonazo disparado por el navío echase a pique a los que iban por doña Marina; todo lo esperaba de los piratas.
Las damas que acompañaban a don Diego participaban de la terrible ansiedad, y nadie se atrevía a hablar sino para sí.
—¡Ya llegan! —dijo el Indiano.
—Baja la escala —gritó una mujer.
—Ya está allí —dijeron todos, al ver que descendía del buque una mujer.
La lancha tornó a la playa, y don Diego quería volar a su encuentro.
Atracó por fin, y la dama saltó, con la cabeza cubierta por un velo. Don Diego se arrojó a su encuentro con los brazos abiertos, y lanzando un grito de desesperación retrocedió. Había reconocido a doña Ana.
—¡No es ella! —exclamaba— ¡no es ella! ¡Ah!, ¡me han engañado! ¡Me han burlado!, ¡infames!
—¿Y doña Marina? —preguntó una dama a la espantada doña Ana.
—Creo que va en otro navío —contestó.
—¡Es preferible la muerte! —exclamó don Diego, y se lanzó a la playa.
Los bogas de la lancha comprendieron su intención, y antes que hubiera llegado a la orilla, se habían apoderado de él.
—¡Dejadme!, ¡dejadme morir! —aullaba el Indiano—. ¡Mi esposa! ¡Marina! ¡Favorita de un pirata! ¡Oh!, ¡dejadme morir, o seréis tan infames como ellos!
Y don Diego luchaba con los que trataban de contenerle.
Entretanto, doña Ana se había dirigido a una de las damas, y le había preguntado:
—¿Sabéis de don Cristóbal de Estrada?
—Murió en el combate —contestaron.
Doña Ana lanzó un grito y cayó desmayada en la arena…
Don Diego se había calmado con los esfuerzos de los marineros y las reflexiones de las damas, y permanecía sombrío y silencioso.
Doña Ana volvió en sí, miró al Indiano un momento, y luego arrodillándose a sus pies, exclamó:
—¡Soy sola ya en el mundo! ¡Sed mi padre, mi amparo, mi hermano! ¡Vivid para vuestra hija! ¡Vivid para vengaros!
Don Diego la contempló un momento, y luego exclamó:
—¡Viviré, y nos vengaremos!…
XIII. A bordo
Doña Marina no era ya aquella mujer sencilla que hemos conocido en la capital de Nueva España, que hablaba ese idioma poético y bíblico de los habitantes del Nuevo Mundo. Era ya una dama con todos esos requisitos nimios de la civilización europea.
Cuando don Enrique reconoció a la mujer del Indiano, un torrente de ideas horribles brotó de su cerebro. Don Diego creería que él le había engañado, que en todo aquello había una infame mistificación de la que él era el autor, que le creerían capaz de haberse vengado de una manera tan vil, y su conducta, de que él mismo estaba tan satisfecho, se pintaría con negros y vergonzosos rasgos.
—Don Enrique —dijo doña Marina, que fue la primera que pudo hablar— ¿esto es obra de vuestra venganza?
—Señora —contestó él trémulo— Dios me libre de haber pensado jamás en una venganza tan indigna.
—Entonces ¿cómo me explicáis vuestra presencia entre estos hombres, mi prisión aquí, ese algo que yo no puedo explicar, pero que siento?
—Señora, puede ser que las apariencias os hagan creer que yo tengo parte en cuanto os ha acontecido; pero os juro por Dios que todo ha pasado contra mi voluntad, y que vos contaréis siempre con mi apoyo.
—¿Para qué lo necesito? Muerto don Diego, perdida mi hija…
—Os engañáis, señora; don Diego vive y está al lado de vuestra hija…
—¿Vive don Diego? ¿Vive mi hija? —exclamó la dama levantándose—. ¡Ah!, ¡repetídmelo por favor, no me engañéis, no me engañéis!
—Don Diego vive; he hablado con él; sé por él que vuestra hija está viva…
—¡Ah! entonces ¿por qué habéis sido tan cruel de no decirle dónde yo estaba?
—Señora, es el destino que nos ha perseguido y nos ha burlado. Yo prometí a vuestro esposo conseguir vuestra libertad, volveros a sus brazos; yo conseguí la orden de Morgan para enviaros; pero por una horrible desgracia, que aún no alcanzo bien a comprender, otra dama que estaba prisionera en el navío almirante, ha tomado, señora, vuestro lugar, y ha sido puesta en libertad.
—¡Dios mío! ¿Y qué sucedería?
—Señora, desde el navío he podido contemplar la escena que tuvo lugar entre esa mujer y vuestro esposo en la playa: él se adelantó a recibirla creyendo que erais vos…
—¡Desgraciado!…
—Pero ¿comprenderéis, señora, lo terrible de mi situación? Vuestro esposo creerá, y con razón, porque las apariencias me condenan, que le he engañado, que le he burlado, cuando a costa de mi sangre os hubiera rescatado…
—¿No sois ya enemigo de don Diego?
—Señora ¿creeis que injurias como las que be recibido de don Diego, pueden olvidarse, doña Marina? ¿Por quién he perdido mi patria, mi nombre, todo, todo? Por él, por él, por la espantosa burla de que fui objeto el día del sarao con que obsequiabais al marqués de Mancera.
—Don Enrique, es muy cruel de vuestra parte hacerme en estos momentos semejantes reproches.
—Señora, no son reproches, y mal caballero fuera yo si tal hiciera; tengo con vuestro esposo pendiente una terrible deuda, pero que no la cobraré sino en el terreno del honor. Entretanto, y mientras la desgracia pese sobre vos y sobre él, señora, contaréis ambos con mi apoyo y con mi esfuerzo. Felizmente Dios me pone a vuestro lado para defenderos y sosteneros, y lo haré, lo haré a costa de mi vida.
—Gracias; tenéis un corazón de oro.
—No, señora; cumplo con mi conciencia.
—Oídme ¿sabéis cómo he venido aquí y para qué?
—Sí, señora.
—Pues bien; estoy en poder de Morgan, que pretende hacerme su querida, que quiere tomarme como un instrumento de sus placeres; yo he leído en sus ojos sus terribles deseos, y ese hombre debe ser tan impetuoso en sus pasiones, que será capaz de todo por satisfacerlas. Cuando yo fui entregada a Morgan nada temía, y esperaba con resolución el momento supremo; yo creía muerto a don Diego, perdida para siempre a Leonor, y antes que ser de ese hombre, estaba yo resuelta a morir: mirad.
Y doña Marina sacó de debajo de su cotilla un puñal pequeño y con la empuñadura y la vaina de oro.
—Este puñal —continuó doña Marina— está envenenado con el jugo de esas plantas que sólo conocen los indígenas de nuestro país, y la herida es instantáneamente mortal; pero entonces quería morir porque nada esperaba sobre la tierra; ahora quiero vivir, vivir para mi hija y para mi esposo. ¿Es verdad que debo vivir?
—Sí, señora, vivid.
—Sí; pero necesito sostener una lucha espantosa, diaria, de todas las horas, de todos los instantes; resistir al terror, al tormento, a la fuerza, a la seducción, quizá hasta los mismos venenos…
—¡Es cierto! ¡Se os preparan días crueles!
—No los temo si puedo contar con vuestro apoyo.
—Contad con él, señora, aun cuando me costara la vida.
—Entonces yo sabré resistir, porque sé que hay quien me compadezca siquiera, quien me comprenda, quien pueda algún día, si muero, referir a don Diego, y a mi hija cuanto he hecho por ellos.
—Pero, señora, tened valor.
—¿Creeis que desmaye y sucumba?
—No, jamás; pero temo que en un rapto de desesperación, hagáis uso contra vos de esa arma terrible.
—Tenéis razón —contestó doña Marina, y lanzó al mar el puñal.
—¿Qué hacéis? —dijo don Enrique.
—Con esa arma en mis manos quizá no hubiera podido contenerme, yo no podía responder de mí, y tal vez, ciega por el dolor, habría acabado con mi existencia; y no quiero, no quiero morir; resistiré, me siento con fuerzas para ello, y si sucumbo, no será por el suicidio, sino por la violencia de mi mal.
—Doña Marina, confiad en la Providencia, que ella os dará fuerzas, y después fiad en mí; yo os sostendré en esa lucha.
—¡Dios es testigo de vuestra promesa!
—Que sabré cumplir.
Juan Darién llegó entonces a interrumpir la conversación.
—A fe de marino —dijo— que conocéis a cuantas damas se han encontrado en esta tierra, y parece que todas tienen con vos negocios importantes, según lo que con ellas departís.
—Esta dama —dijo don Enrique— es la esposa de un gran amigo mío, y me intereso por su suerte.
—Es verdad —agregó doña Marina, que tenía un aire más calmado después de la conversación que había tenido con don Enrique— el señor es amigo de mi esposo.
—Deseo conseguir la libertad de esta dama —dijo don Enrique— y cuento para ello con vuestra amistad.
—Podéis hacerlo, aunque me parece cosa muy difícil; el corazón del almirante ha encallado en esos negros ojos, y será trabajo de gigantes ponerlo a flote.
—Lo emprenderemos ¿es verdad? —dijo Enrique.
—Yo estoy listo para ayudaros; pero si el almirante se pone en facha y nos echa la primera andanada, nos echa a pique, de seguro…
—Quizá ya ni recuerde, supuesto que no ha enviado por esta dama.
—No lo penséis, que según entiendo, pronto vendrá por ella.
—Dios nos ayudará, y cuento con vos.
La armada debía acercarse a la costa a recibir allí una gruesa suma que el gobernador de Panamá enviaba a Morgan.
Explicaremos por qué el gobernador español enviaba tributo al pirata.
Tan luego como Morgan se apoderó de la ciudad, envió dos prisioneros con la comisión de buscarle cien mil reales de a ocho, con la advertencia de que si no se le entregaban, reduciría a cenizas la ciudad.
El presidente o gobernador de Panamá, que había sabido la venida de los piratas, había avanzado con fuerzas, contando con que no tomarían la plaza, y él llegaría como un auxilio, sólo para perseguirlos y acabarlos; pero bastó una partida de Morgan, que encontró en un desfiladero, para contenerlo.
El gobernador, furioso, amenazó al pirata con una guerra sin cuartel; el pirata se rio de sus amenazas e insistió en el envío de los cien mil reales, que tomaron, según el lenguaje de aquellos tiempos, el nombre de «tributo de guerra».
Cuotizaron a los comerciantes y propietarios, y convínose en entregar la suma a Morgan. Ésta era la razón de por qué la armada tenía que tocar en uno de los puntos cercanos de la costa.
El viento sopló favorable, y ya en la tarde de aquel día llegaron los navíos al punto señalado, y ancló la escuadra en una ensenada, y saltaron a tierra en un bote los comisionados por el almirante para recibir el tributo de guerra.
A esa misma hora, Morgan mismo en otro bote, vino a bordo de la «Venus» a recoger a su prisionera.
Doña Marina estaba resignada; iba a emprender con el pirata una lucha terrible de astucia y de energía; necesitaba para triunfar, no sólo de la resolución del que resiste, sino de la sagacidad del que acomete.
Necesitaba, para evitar el último trance, adquirir un dominio sobre el corazón de aquel hombre, y para adquirir ese dominio era preciso inspirarle no un amor carnal, no un provocativo deseo de placer, sino un amor profundo, espiritual, un amor de esos que elevan el alma en vez de arrastrarla entre el cieno, un amor verdadero.
¿Podría conseguirlo? Su corazón le decía que sí; su razón quizá la hacía dudar, porque no conocía ni la vida anterior ni los sentimientos del pirata. Se trataba de purificar una alma para obligarla al sacrificio, de encender tanto una pasión, que llegara hasta el sublime de la abnegación; se iba a jugar, a despedazar el alma y el corazón de un hombre, para hacerlo digno de ejecutar una acción generosa; se buscaba la virtud comenzando por la idea del pecado.
Aquélla era una empresa aventurada, era un camino peligrosísimo, pero quizá el único. Dominar el torrente precipitando su curso: he aquí el plan.
—El almirante viene hacia acá —dijo don Enrique a doña Marina— ¿qué ordenáis, señora? ¿Queréis que yo le hable?
—No, don Enrique —contestó tranquilamente doña Marina— dejadme hacer; tengo un plan. Cualquiera cosa que veáis no os engañéis, no sospechéis de mí ¿lo oís? No juzguéis, por las apariencias; pero no me abandonéis, vigilad: si algún secreto llega hasta vos de lo que contra mí se trame, avisadme, pero no más; cuando yo crea necesaria vuestra ayuda os llamaré; mientras tanto, afectad respecto de mi suerte la más completa indiferencia ¿lo oís? Pero sobre todo, os lo repito, no os dejéis guiar por las apariencias, ni juzguéis por ellas de mí.
Morgan estaba ya en la «Venus», y conducido por Juan Darién se dirigía en busca de Marina.
La joven se había desprendido de los adornos que le colocaran las damas de los marineros, y había procurado dar a su traje el mayor aire de sencillez y de modestia.
—Dios os guarde, hermosa —le dijo Morgan tendiéndole la mano— en vuestra busca vengo para llevaros al navío en que debéis reinar.
—Señor —contestó doña Marina— en donde vos estéis no seré sino vuestra esclava; prisionera soy, botín de guerra, y podéis disponer de mí y arrojarme al mar si os place como una carga averiada, que yo no tengo más voluntad que la vuestra.
Morgan escuchaba con admiración este discurso; la belleza de doña Marina le fascinaba, y aquellas palabras dichas con un aire tan dulce y tan tierno, revelaban un corazón inocente, y al mismo tiempo una triste resignación.
En aquel momento, el pirata sintió por aquella mujer lo que no había sentido nunca por ninguna otra; sintió una especie de respeto: de seguro que en aquel momento no se hubiera atrevido a tocarla, como no se atrevía a ordenarle que le siguiera.
Es un fenómeno curioso que se observa muy comúnmente, que los hombres más terribles, aquéllos cuyo corazón no tiembla ante el peligro, cuya constancia y energía no se doblegan ante el infortunio y ante la misma muerte, son los que con más facilidad se dejan alucinar y dominar por el amor; y semejantes a un niño, en aquellos momentos, su timidez los hace débiles a presencia de los débiles.
Doña Marina comprendió lo que pasaba en el alma del pirata, y no quiso, abusando de su triunfo, provocar en él una reacción tanto más peligrosa cuanto más sumiso estaba el almirante en aquellos momentos. Así, antes que esperar que él lo dijese, se adelantó a su pensamiento.
—Mandad, señor —le dijo— estoy pronta a seguiros como vuestra esclava.
—Venid, señora —contestó Morgan— seguidme, pero no como mi esclava, sino como señora y dueña de mi albedrío.
Los demás piratas se habían alejado respetuosamente para dejar a Morgan que hablase libremente con la dama; cuando la vieron ponerse en pie y al almirante ofrecerle la mano, todos se acercaron.
Morgan, llevando a doña Marina con muestras de gran respeto, llegó hasta la escala y la ayudó a pasar al bote.
Don Enrique procuraba observar todo sin hacerse sospechoso. Cuando la lancha partió, don Enrique la siguió con la vista.
—¡Ah! —exclamó— es un arcano profundo el corazón de la mujer.
Doña Marina, al subir al buque «Almirante», alzó los ojos al cielo y dijo en su interior:
—¡Dios mío, protégeme como hasta aquí!
XIV. En lucha…
Morgan estaba fuertemente impresionado; cada palabra, cada movimiento de doña Marina, le parecían un encanto, desde aquellos momentos no pensó sino en ella, y se creyó feliz con tenerla en su poder.
El pirata no podía ni figurarse siquiera que aquella mujer tuviera la más leve esperanza de resistir sola, sin amparo de ninguna especie, en el mismo navío en donde sus deseos eran una ley suprema que nadie se hubiera atrevido a desobedecer, y con un hombre dotado de una voluntad tan firme y de un carácter tan resuelto, que hacía palidecer bajo su mirada a los más audaces aventureros.
Indudablemente que lo menos en que pensó Morgan fue en encontrar resistencia en aquella mujer. Pero precisamente esa idea era la que había encontrado doña Marina como el ancla de salvación.
Morgan y Marina llegaron al navío «Almirante».
La tarde era apacible; las brisas frescas cruzaban sobre el mar llevando a la abrasada costa su aliento consolador. Detrás de las montañas se había ya hundido el sol, dejando en las nubes que flotaban en el occidente, el reflejo de sus rayos en los encendidos colores que las matizaban.
Morgan se sintió poeta cuando se sintió enamorado. El hombre del mar, que jamás había visto en el cielo, en el sol y en las nubes, más que el anuncio de la tempestad o la esperanza de buen viento, contempló aquella tarde el celaje y las montañas que se dibujaban en el horizonte, con una belleza que nunca les había encontrado.
El pirata estaba a lado de doña Marina, y sin embargo, no se atrevía a hablarla; por fin, hizo un esfuerzo, venció aquella timidez, que tan nueva era para él, y le dirigió la palabra. Doña Marina le había observado en silencio.
—Señora —dijo Morgan— ¿queréis decirme, queréis explicarme lo que me pasa? Sois para mí la más hermosa de cuantas mujeres he encontrado en mi vida; mi corazón se ha encendido al encontraros; vuestros ojos me atraen y me deslumbran; al tocar vuestra mano todo mi cuerpo se ha estremecido de una manera extraña: el cielo, la costa, los mares, la luz, todo me parece más bello desde que estáis a mi lado. Quiero hablaros, y apenas me atrevo; ardo en deseo de acariciaros, de teneros entre mis brazos, y estoy más tímido que un ciervo en presencia del águila. Decidme, señora ¿cómo se explica esto? Yo sé que vosotras las mujeres de las Indias tenéis filtros, y venenos, y amuletos, y hechizos, con los que domináis a los hombres; yo sé que por medios maravillosos domináis la voluntad, mandáis el corazón, infundís la pasión, dais la muerte con el amor. Decidme, señora ¿habéis usado conmigo de algún hechizo? ¿Por qué os amo ya tan pronto, y por qué os respeto? ¿Por qué siento hacia vos lo que no he sentido por ninguna otra mujer?
—Señor, las mujeres de mi patria se hacen amar de los hombres por el brillo de sus ojos, por el fuego de sus miradas, y, sobre todo, por la grandeza del amor que sienten ellas mismas; nosotras amamos, señor, como se ama en las selvas, como ama una naturaleza virgen y vigorosa; porque también los hombres de nuestra tierra aman como no aman los hombres de todos los países; por eso gozan en sus amores lo más sublime del placer; porque esperan, señor, hasta que el alma esté verdaderamente apasionada; porque no confunden, señor, el deseo con el amor: porque allí el alma se confunde con el alma, y no para olvidarse ni para sentir el hastío del pasajero anhelo satisfecho, sino para formar un lazo eterno, indisoluble, que se estrecha más y más cada día. No hay hechizos, no hay amuletos; no hay más que amor, y no más amor.
—Señora —contestó Morgan— hermosas mujeres de todos los países han llegado a mi bajel y me han dado su amor, y nunca he sentido por ellas lo que por vos. Si es verdad, si no tenéis esos hechizos que nos cuentan ¿qué debo pensar, señora?
—Almirante —exclamó de repente la dama— ¿creéis en Dios?
Morgan quedó como sorprendido de aquella pregunta tan intempestiva, y a su parecer tan extraña a la conversación.
—Respondedme —insistió doña Marina— ¿creéis en Dios?
—¿En Dios?
—Sí, en Dios, en Dios; en ese Dios que tiende sobre nuestras cabezas ese cielo, alumbrado por el sol o sembrado de estrellas; en ese Dios que calma o levanta las tempestades en los mares; en ese Dios que penetra con su mirada en el seno profundo de la tierra y en el secreto recinto de nuestro corazón. ¿Creeis en Dios?
—¡Oh! y quién que ha vivido como yo en los mares, quién que ha sentido el aliento de las tormentas y el eterno vaivén de las ondas ¿puede dejar de creer en Dios? Creo, creo, señora ¿pero por qué me preguntáis eso?
—Os lo pregunto porque Dios es el solo capaz de haberos inspirado por mí ese respeto, ya que sentís en vuestro corazón esa pasión de que me habláis, porque Él, que mira mi aislamiento y mi desgracia, siembra en vuestra alma la semilla de mi salvación.
—¿Quiere decir, señora que no me amaréis nunca? ¿Quiere decir que nunca seréis mía por vuestra voluntad?
—Quiere decir, señor, que vos seréis feliz consiguiendo mi amor con vuestro amor, y no arrastrándome a vuestros pies como una esclava comprada en el mercado; quiere decir, que veréis en mí a la mujer cuyo corazón y cuyo cariño debéis conquistar con la ternura, no el instrumento vil de un placer momentáneo; quiere decir, que me elevaréis hasta hacer que os ame y no me degradéis hasta olvidar que soy una dama; quiere decir, en fin, que sentiréis por la vez primera ese deleite espiritual que no habéis conocido hasta ahora, el amor puro que todo lo purifica, en vez del mundanal goce que todo lo ensucia y lo corrompe.
—¿Y me amaréis así?
—Puede ser; vuestro corazón es grande y noble, vuestras hazañas vuelan por todas partes en alas de la fama: si vos llegaseis a amarme a mí como yo deseo, señor, os adoraría.
—Sería para mí la suprema felicidad —exclamó Morgan pasando un brazo en derredor del cuello de doña Marina y procurando atraerla para darle un beso.
—¿Tan pronto? —dijo la dama retirándose con modestia—. ¿Tan pronto queréis que ya os ame?, ¿que consienta por amor y por cariño en ser vuestra? ¡Oh! esperad, esperad algún tiempo; ganad primero el corazón, encended la pasión en el alma; yo os aseguro que los goces que os esperan, compensarán el pequeño sacrificio que os exijo.
—Pero, señora, si mi alma se abrasa, si mi corazón quiere romper el pecho, si mi cerebro arde, si un minuto es para mí un siglo de penas…
—Entonces, ordenad; soy vuestra esclava, vuestra prisionera; a todo estoy resignada; pero no esperéis encontrar en mí a la mujer amable que recibe y devuelva embriagada de placer vuestras caricias; no esperéis hallar una alma que se confunda con la vuestra; no esperéis escuchar de mis labios esas palabras dulces, esas frases que encantan; no esperéis que os llame «amor mío», «mi bien», no: resignada estoy al sacrificio, pero encontraréis, señor, a la víctima que gime, que suspira, que pide la venganza del cielo contra su verdugo; encontraréis a la dama ofendida, humillada, envilecida, que os aborrecerá desde lo íntimo de su corazón, que os maldecirá con todas las fuerzas de su alma, que os despreciará porque habéis abusado de vuestra fuerza… Elegid, señor; sois vos el amo y yo la esclava.
—Señora —exclamó Morgan levantándose— no sois la esclava; yo no puedo resistir a esas palabras que jamás había oído: me mostráis el cielo, no quiero cerrarme las puertas. Esperaré, y lucharé para alcanzar. ¿Me llegaréis a amar?
—Esperad, señor, si queréis a la dama y no a la esclava.
En este momento los comisionados que volvían de la costa, llegaban en el bote y tocaban el costado del «Almirante».
—Señora —dijo Morgan— os dejo, y espero ganar vuestro corazón.
—Dios lo quiera, porque me siento capaz de amaros con toda mi alma.
Doña Marina tendió majestuosamente su mano y el pirata besó con respeto la punta de aquellos lindos dedos y se apartó conmovido.
—¡Gracias, Dios mío! —dijo doña Marina alzando sus ojos al cielo— ¡gracias otra vez! ¡Tú sólo no me abandonas!
Las naves se dieron a la vela llevando el rico «tributo de guerra» que habían pagado los desgraciados habitantes de Portobelo, y se dirigieron a Jamaica, tocando antes en la isla de Cuba.
Morgan estaba cada día más apasionado de doña Marina, y cada día la dama sostenía una nueva lucha con el pirata. Aquel hombre, acostumbrado a no encontrar jamás obstáculo, nada había conseguido del amor de la indiana: algunas veces raptos de furor le acometían, y se encontraba capaz de todo, y se irritaba del papel que la joven le hacía representar; pero una frase, una mirada, una caricia cuando más de doña Marina, calmaban aquel rebelde corazón.
Morgan era un león prisionero en una red de seda.
Afortunadamente para Marina, la llegada de los navíos a Cuba y a Jamaica, la repartición del botín entre todos los que habían tomado parte en la expedición, el pago de lo que adeudaban los piratas a los comerciantes ingleses de Jamaica, y los preparativos para una nueva empresa, cuyo objeto era la toma y saqueo de la ciudad de Maracaibo, ocupaban de tal manera la imaginación del almirante, que apenas tenía tiempo que dedicar a sus amores.
Cuando alguna de aquellas graves ocupaciones permitía a Morgan visitar a doña Marina, a quien, no había permitido salir del navío almirante, la dama le recibía con tanto cariño, con tanta ternura, mostraba tan honda tristeza por las penas del almirante, que éste se sentía desarmado.
Doña Marina y Morgan pasaban entonces largos ratos conversando; la joven le refería sus infortunios, le hablaba de su patria, de su niñez, con tanto sentimiento, que el pirata no podía menos de conmoverse, y la acariciaba con un aire verdaderamente paternal.
Casi se había acostumbrado el almirante a ver en aquella joven una hija.
Un día, al despedirse Morgan, doña Marina tomó la mano del pirata, la besó con respeto, y le dijo conmovida.
—¡Adiós, padre mío!
Morgan se volvió rápidamente, y miró los ojos de doña Marina húmedos por el llanto.
—¿Vuestro padre? —exclamó—. ¿Me llamáis vuestro padre?
—¡Oh! sí, señor; perdonadme si os ofendo: sois tan bondadoso, tan tierno, tan noble con esta pobre mujer, que miro en vos mi amparo, mi padre, mi Providencia; todo, señor, todo ¿os ofendéis?
—¡Nunca, hija mía! —contestó conmovido el almirante— ¡nunca! Yo no sé lo que me pasa con vos; os amé al conoceros, y quise gozar vuestra hermosura, como he gozado la de tantas mujeres; me hablasteis, y nació en mi alma otro sentimiento, desconocido para mí, y quise ganar vuestro corazón. Los días han pasado, tuve lástima de vuestra debilidad y de vuestro aislamiento; os tuve lástima, señora, porque conocí que me teníais miedo, y una ternura infinita sucedió en mi corazón al fuego devorador que le abrasaba: aún no dejo de amaros, aún mi carne se rebela contra mi espíritu; pero ya me encuentro fuerte para respetaros; me habéis llamado padre y estoy desarmado. Doña Marina, seréis mi hija, así os lo prometo. ¡Tórtola que busca abrigo bajo las alas del águila, tú lo encontrarás! Me siento capaz por ti de ser noble y generoso; pero cuida de tus palabras, de tus acciones, porque si vuelve a encenderse este fuego, seré incapaz de contenerme, lo conozco, y entonces, ¡ay de ti!
Doña Marina dio un grito de júbilo, y cayó a los pies del almirante, besando su mano y exclamando con todo el corazón:
—¡Padre mío! ¡Padre mío!
XV. Los celos del león
Desde aquel día la suerte de doña Marina fue más dulce, sus relaciones con Morgan más estrechas, y llegó a sentir por él un verdadero cariño.
Doña Marina entonces refirió a Morgan que tenía una hija que había quedado en Portobelo, y que su marido lloraba su ausencia en aquel mismo sitio, esperando quizá, o quizá creyéndola perdida para siempre.
—¿Y quieres mucho a esa niña? —preguntaba Morgan.
—Señor —contestó Marina— apenas con mi amor vais conociendo lo que se quiere a una hija, y sin embargo, ya comprenderéis lo que es ese santo vínculo. ¡Ah! si vierais a mi Leonor, que yo espero que la veréis algún día, ¡oh, qué bonita, qué graciosa! me parece que la estoy mirando aquí a nuestro lado; os llamará, porque yo se lo enseñaré, os llamará abuelito, porque vos habéis sido mi verdadero padre; se sentará en vuestras rodillas, jugará con el puño de vuestra espada, con la cadena de vuestro reloj; os tirará de los bigotes y de la barba. Ya veréis: yo querré quitarla para que no os impaciente, y vos me reñiréis a mí, porque esto ha de parar en que consintáis más a esa muchachita que a mí, me reñiréis y la dejaréis hacer cuanto quiera… y os reiréis de sus gracias y de su inocencia.
El pirata se sonreía con ternura; se estaba desarrollando a su vista un cuadro que no había llegado a entrever nunca, un placer que no había estado jamás a su alcance. Morgan no era un viejo; pero su alma combatida por esas furiosas tempestades de las pasiones, necesitaba ya de los goces de la edad madura.
No tenía familia, y gozaba al soñársela improvisada; su imaginación le presentaba vivas aquellas escenas que le pintaba doña Marina.
—¿Y tú crees que me querrá mucho esa niña?
—Os lo aseguro; os querrá quizá más que a sus padres, como a su abuelito consentidor; y reirá, y sonará las manecitas de contento cuando os oiga esos gruñidos de viejo marino con los que hacéis temblar a vuestros soldados, y con los que no conseguiréis sino poner alegre a vuestra nietecita. Decidle mi nietecita —dijo alegremente Marina, tirando de la barba cariñosamente al pirata, como podía haberlo hecho con su mismo padre.
Morgan besó aquella torneada mano y contestó:
—Bien, mi nietecita. Vamos, tú has hecho conmigo cuanto has querido: comenzamos porque te quise hacer mi querida, y hemos parado en que me has hecho tu padre y abuelo de tu hija, y que haces conmigo cuanto quieres.
—Pero confesad que estáis contento y que os he proporcionado goces que no conocíais.
—Puede ser, hija mía.
—Escuchadme: supongamos que al salir de Portobelo hubiera yo consentido en ser querida vuestra ¿qué hubierais conseguido? Una mujer más en el mundo, una mujer como tantas otras que han sido el instrumento de vuestros placeres; una mujer a quien hubierais olvidado, despreciado, después de haber satisfecho vuestros pasajeros deseos. Y ahora ¿os acordaríais de mí? ¿No estaría mi nombre confundido con el de tantas otras mujeres? ¿No se unirían mis maldiciones y mi llanto a tantas otras maldiciones que deben pesar ya sobre vuestra cabeza, a los llantos que deben pesar en vuestro corazón? Ahora encontraríais en vuestra alma el mismo vacío, la misma indiferencia; me habríais abandonado en Cuba o en Jamaica; sería yo una mujer perdida, perdida para siempre, sin más recurso que la prostitución, sin más amparo que pretender de uno de vuestros oficiales que me tomara por su querida, y si la muerte no me sorprendía en la juventud, pasar mi vejez mendigando un pan que llevar a la boca, y mi hija no conocería a su pobre madre, y ella os maldeciría también. ¿Es cierto?
—Es cierto —contestó con aire sombrío el pirata, porque pensaba en tantas mujeres a quienes había hecho sufrir aquella misma suerte.
—En cambio de todo eso, ahora os amo, os bendigo; sois mi padre, mi salvador; mi hija será vuestra hija; vuestro corazón está lleno de un afecto purísimo, de una ternura desconocida; sentís el goce, el bienestar, la felicidad que proporciona al alma una acción buena y que no se compra en el mundo ni con todos los tesoros de la tierra. ¿Tengo razón? ¿Estáis contento de lo que habéis hecho?
—Sí, hija mía, sí.
—Una querida menos, señor, que os parecía hermosa antes de ser vuestra, porque después os hubiera causado hastío, y en cambio una hija, una familia.
—¡Es cierto, es cierto! —contestó Morgan conmovido.
Morgan había llegado ya a consentir en ser padre adoptivo de doña Marina.
Durante aquel tiempo, don Enrique había visto pocas veces y sólo de lejos a la dama; pero sabía que estaba alegre y satisfecha, y además, ella no había reclamado su apoyo ni su protección, y el joven supuso o que el pirata habría desistido de sus amores, o que ella era feliz con ellos.
Los preparativos de la marcha de los piratas habían terminado, y la escuadra estaba ya en momentos de darse a la vela. El almirante había confiado el mando de uno de los navíos a don Enrique; Juan Darién tenía entonces el papel de vicealmirante.
Una mañana, la del mismo día en que la escuadra iba a levar anclas, don Enrique tuvo necesidad de pasar al navío «Almirante» en busca de Morgan. El pirata no estaba allí, y sólo doña Marina contemplaba el horizonte sobre cubierta.
Don Enrique se dirigió a ella.
—¡Oh! Don Enrique —dijo la dama— casi deseaba yo vuestra llegada.
—Es para mí una gran dicha llegar cuando deseabais verme ¿os soy útil en algo?
—Era nada más para contaros que he triunfado, que soy feliz.
—¿Sois feliz, señora?
—Sí; el almirante tiene una alma grande y noble; no sólo me ha respetado, don Enrique, sino que creo muy fácil que si llegamos a la Tierra Firme, me vuelva al lado de mi esposo y de mi hija.
—Señora, habéis conseguido una cosa maravillosa. Yo os doy el parabién; mi honor en esto estaba comprometido, y sólo siento no haber podido ayudaros en nada.
—Mucho me habéis servido; la idea de que había cerca de mí alguien que se interesaba por mi suerte, me daba valor.
—En todo caso, ya sabéis, señora, que mi promesa subsiste y que os he dado mi palabra.
—Cuento con eso, y en prueba de ello os diré para vuestro gobierno: tenemos que caminar en distintos navíos ¿es cierto?
—Sí, señora.
—¿Cuál montáis vos?
—Mando el «Valeroso», aquel que veis desde aquí: procurad conocerlo; es un navío quitado por los nuestros a los españoles; un león coronado tiene en la proa.
—No lo olvidaré; pues bien, oídme: cuando durante la navegación estemos a distancia capaz de vernos, si extiendo un pañuelo blanco, es porque mi suerte corre próspera; si uno rojo, es porque estoy en peligro; si negro, el peligro es inminente.
—Por mi parte no lo olvidaré yo tampoco, y procuraré caminar de manera que no me falten todos los días noticias vuestras: yo agitaré también un lienzo blanco en señal de que os veo y de que comprendo lo que me decís.
—Perfectamente: ahora idos, que el almirante se acerca.
En efecto, Morgan se acercaba. Don Enrique se retiró; pero ya el pirata había observado que sostenía una conversación animada con doña Marina.
La chispa de los celos brota con extraordinaria facilidad en el corazón de los hombres que han pasado ya de la juventud; desconfían de su propio valor, temen que la mujer a quien aman encuentre mejor a los que son más jóvenes, y se miran siempre débiles en presencia de cualquier enemigo; nunca están seguros de sus conquistas, porque las creen debidas al interés o al temor, y sueñan que ellos son el objeto aparente de una pasión que la mujer amada consagra en secreto a otro hombre más feliz.
Morgan sintió como si una víbora le hubiera mordido en el corazón; vaciló, y sin embargo, logró reprimirse; y sin dar a conocer lo que pasaba en su alma, se dirigió a don Enrique con la sonrisa en los labios.
—Hola, mi nuevo capitán ¿estáis ya listo?
—Enteramente —contestó don Enrique— mi navío no tendrá nada que envidiar.
—¿Es decir que estáis contento?
—Más de lo que os podéis suponer.
Cuando un hombre está preocupado, cuando una idea se ha apoderado de su cerebro, todo cuanto oye decir le parece que se refiere a esa idea.
Las palabras de don Enrique, «más de lo que os podéis suponer», le parecían a Morgan sospechosas.
—Yo me alegro —contestó distraído— ya sabéis cuánto os he querido.
—Lo sé; como que sois casi mi padre.
—¡Cómo! —exclamó con aire sombrío el pirata, uniendo las ideas que estas palabras hicieron nacer en su alma, con los recuerdos de las conversaciones con doña Marina.
—Es decir, señor, que os debo favores de padre.
—No hay que hablar de eso —contestó Morgan reportándose.
—Dispensadme si os molesto; pero mi gratitud me hace hablar así: me voy, señor, porque pronto nos daremos a la vela.
—Sí, id.
Don Enrique se retiraba, pero repentinamente le llamó el almirante. Le había ocurrido ver el semblante del joven y el de doña Marina cuando ambos se hablasen delante de él.
—Señor —dijo don Enrique volviendo.
—Deseo presentaros con esa dama, si es que no la conocéis desde antes.
—Creía yo haberos dicho que la había tratado ya en México.
—Se conocen —dijo interiormente Morgan— me engañan —y luego agregó en voz alta—: No lo recuerdo; entonces, con más razón despedíos de ella, porque yo la quiero más que a una hija.
Y los dos se acercaron a doña Marina. Ni la dama ni don Enrique sospechaban lo que estaba pasando en aquellos momentos en el alma del almirante.
—Señora —dijo Morgan— este joven, que ha sido vuestro conocido en México, desea despedirse de vos.
Doña Marina inclinó ceremoniosamente la cabeza, y don Enrique murmuró con la mayor cortesía:
—Señora, estoy a vuestros pies —y luego dirigiéndose al pirata, le tendió la mano y le dijo—: Señor, adiós.
—Adiós, Antonio —contestó Morgan, estrechando la mano de don Enrique.
El joven se retiró y comenzó a descender al bote, diciendo entre sí:
—¡Qué triste está hoy el almirante! Quizá tendrá malas noticias.
Entretanto, Morgan pensaba:
—¡Cómo disimulan! Es una ficción muy grande; es una despedida muy fría para dos antiguos conocidos: quieren engañarme; pero yo los vigilaré; a mí no me engañarán; soy un viejo lobo marino… ¡Ay de vosotros!
Y se puso a dar sus órdenes para que la escuadra se diese a la vela, porque el viento soplaba favorable.
Durante la primera noche de la travesía nada observó Morgan, a pesar de que no perdía de vista un instante a doña Marina. La joven estaba más alegre, más comunicativa, y la nube que había obscurecido por un momento la alegría del pirata, comenzaba a disiparse.
Llegó por fin a creer que se había engañado, se acusó a sí mismo de ligereza, y procuró, como por una especie de remordimiento, estar más amable que de costumbre con Marina.
En la tarde del siguiente día al de la partida, el «Valeroso», sin duda por las maniobras que mandaba el capitán, navegaba muy cerca del navío «Almirante»; las tripulaciones estaban casi al habla, y como el viento era fresco y el cielo estaba puro, se podían distinguir los que iban en uno y en otro navío.
Morgan meditaba, fumando un enorme tabaco, y contemplaba a Marina, que estaba a corta distancia de él. La joven iba también meditabunda y no había visto a Morgan.
De repente, el almirante vio que Marina alzaba el rostro y miraba fijamente para el rumbo que traía el «Valeroso»; una sospecha volvió a herirle, y procuró ocultarse para ver sin ser visto.
Doña Marina volvió el rostro para ver si alguien la observaba, se creyó sola, y agitó en su mano un pañuelo blanco por un instante. Morgan entonces dirigió su ardiente mirada al «Valeroso»; un hombre agitó allí también un pañuelo blanco, y el pirata conoció a don Enrique: estaban de acuerdo; aquélla era indudablemente una señal, un saludo cuando menos.
Un relámpago de sangre y de fuego cruzó ante los ojos del almirante; sus oídos zumbaron como si sobre él pasase un huracán; vaciló, y tuvo que contenerse para no caer.
Lo primero que le ocurrió, fue llevar la mano a la empuñadura de su cuchillo, y lanzarse sobre doña Marina y asesinarla sin piedad, y arrojar al agua su cadáver, y romper los fuegos sobre el «Valeroso» y echarlo a pique, y no dejar que se salvase de allí nadie, y luego volar el navío «Almirante», pegando fuego al pañol de la pólvora.
Morgan en aquel instante era un tigre rabioso, capaz de cometer el más espantoso de los crímenes; pero la naturaleza no vino en ayuda del espíritu; la conmoción había sido para su cuerpo tan terrible, que no la pudo resistir, y pasado el primer acceso, se sintió desfallecer, se anubló su vista, pasó algo desconocido para él en su cerebro, inclinó la cabeza y lloró.
Aquel corazón de diamante cedió a la debilidad humana, sintió más grande su desgracia que su fuerza, más profunda su amargura que su ira, más agudo su dolor que su deseo de venganza, y lloró, porque el llanto es el último recurso del alma, es el único desahogo en la suprema alegría y en la suprema felicidad; para el hombre más enérgico, en ciertos instantes, si no pudiera llorar, moriría o perdería la razón.
Durante un largo rato, las lágrimas del almirante corrieron, quemando sus toscas mejillas, y en todo ese tiempo nada pensó, porque era el vacío lo que dejaba en su corazón y en su cerebro aquella ilusión al desvanecerse.
Por fin, alzó fieramente la cabeza, limpió sus ojos, y sacudiendo su melena como un león que siente un enemigo, exclamó con una especie de rugido salvaje:
—¡Infame!… ¡Y yo que creía!… ¡Me ha engañado!… ¡ha jugado con mi corazón!… ¡Yo la trataré como a todas, como a todas!… ¡Oh! y lo que son mis soldados, no sabrán nada, nada; sería una diversión para ellos…
Y luego, procurando dar a su semblante un aire tranquilo, se acercó adonde estaba doña Marina.
La joven, distraída, contemplaba el choque de las olas contra los costados del navío.
—Marina —dijo suavemente el pirata.
—¡Padre mío! —contestó la dama sin mostrar sobresalto de ninguna especie— ¿qué me queréis?
—Tengo que hablarte.
—Pues hablemos.
—¿Sabes —dijo el pirata, mirándola amorosamente— sabes que no me creo ya con fuerza suficiente para cumplirte mi palabra?
—¿Cuál palabra?
—La de tratarte como a mi hija.
—¡Dios mío!, ¿y por qué? —exclamó la joven, palideciendo ante el aspecto extraño del almirante.
—¿Por qué? —dijo Morgan, acentuando mucho el tono de la voz y con los ojos brillantes—. Porque tu belleza me provoca más y más cada día, porque no puedo contenerme, porque tengo celos.
—¡Celos!, ¿y de quién?
—De nadie, de todos, del porvenir; tengo celos de que algún día, esa hermosura que es mía, que me pertenece, que tengo en mis manos a mi disposición para gozar de ella cuando quiera, sea de otro, de otro, en vez de ser mía, y entonces sienta haberla perdido, cuando ya no tenga remedio, cuando en brazos de otro hombre le prodigues tus caricias, y os burléis quizá de mi necedad.
—Pero señor ¿qué conseguiríais si aun no tenéis mi amor?…
—Marina, para nada necesito ese amor si tú eres mía, si puedo hacer de ti lo que quiera; poco me importa que sea porque me ames o porque me temas; poco me importa que tú seas mía por tu voluntad o contra ella; lo que necesito es que seas mía, que mañana cuando salgas de mi navío, no te burles de mí; que mañana cuando te abandone, ya sea porque estoy hastiado de ti, que no me quede ese deseo que me devora y que sería para mí un martirio ¿lo oyes? Es mi voluntad, y mi voluntad se cumplirá, porque no estoy acostumbrado a encontrar resistencia, y ¡ay de ti si intentas resistirte!
El pirata hablaba como fuera de sí; la cólera, el amor, el deseo, los celos, todas las pasiones, todos sus instintos combatían en su corazón, y se retrataban en su semblante y se adivinaban en la entonación de su voz y en la creciente agitación de su pecho.
—Señor —contestó Marina temblando— ¿esos goces del alma y ese amor espiritual?…
—No me hables de eso, no me hables de eso, porque apenas he comenzado a conocer ese amor, y he sentido que es un infierno; que es la lucha del cuerpo con el espíritu; que es la hiel de la desesperación y de la duda en el presente, en el pasado, en el porvenir; no, ese amor es un fuego lento que calcina los huesos, que seca el corazón; no, no, no te oiré, porque es un engaño, un hechizo, un filtro que envenena; yo siento un fuego ya que devora mis entrañas, y necesito apagarlo con el placer; necesito que seas mía, que seas mía como han sido tantas mujeres, para calmar esta fiebre que tú misma me has causado.
—Señor, ¡por Dios!
—¿Lo oyes? Tú serás mía de hoy en adelante; toda consideración se acabó. Serás… mi querida mientras yo quiera ¿lo oyes?
—¡Nunca! —exclamó con energía salvaje doña Marina— ¡nunca!
—¿Nunca, víbora? ¿Nunca? Es decir ¿crees que después de que me has herido el corazón con tu diente venenoso, lograrás escapar de mi mano?
—Sí; antes morir que consentir en ser tuya un instante.
—Lo veremos; yo te haré de águila altanera, tornarte en blanda paloma; yo te obligaré, soberbia indiana, a venir a mis plantas para pedirme por gracia mi amor y mis caricias. Sí, porque tanto sufrirás, que mi amor será para ti como el paraíso; y luego, cuando esté yo hastiado de tu belleza, cuando otra mujer me parezca más hermosa, entonces te arrojaré en la primera costa que encontremos a nuestro paso, para que llores allí la culpa de haberme engañado y resistido.
—¡Antes morir, miserable! —exclamó doña Marina irguiendo soberbiamente su hermosa cabeza y con los ojos brillantes por la cólera—. Antes morir; porque si tú has convertido en instrumentos de viles placeres a otras damas, es porque han sido cobardes y han tenido miedo de la muerte: mira, infame, cómo me libro para siempre de tu odiosa presencia…
Y doña Marina, furiosa, hizo un impulso para lanzarse al mar; pero antes que hubiera podido lograr su intento, la vigorosa mano del pirata la había detenido.
Comenzó entonces una lucha terrible, en la que apenas podía el almirante contener a la dama; tanto vigor así había comunicado la desesperación a los delicados miembros de aquella mujer.
Morgan gritó y dos marineros llegaron en su auxilio y sujetaron a la joven.
—Atadla y encerradla en una bodega —dijo furioso el almirante, y dos minutos después aquella orden estaba ejecutada.
XVI. La prueba
Desde aquel día Morgan comenzó a usar con doña Marina una crueldad infinita. Encerrada en una de las inmundas bodegas del navío, sin ver más que al marinero que dejaba una pequeña ración de pan y un poco de agua, sin respirar el aire libre, sin ver casi la luz, la infeliz joven sufría horriblemente.
Aquella bodega estaba llena de enormes ratas, que venían a arrebatarle casi de la mano su miserable alimento, que roían sus vestidos, que llegaban hasta morder sus mismos dedos.
Doña Marina no podía ni dormir; aquellos repugnantes animales la atacaban en el momento en que entraba en quietud, y pasaban sobre su rostro, causándole una impresión espantosa con sus patas frías y desnudas. La atmósfera pesada y nauseabunda que la rodeaba, era también para ella un tremendo martirio.
Y sin embargo, así permaneció ocho días sin que Morgan apareciese por aquella mazmorra, peor mil veces que cualquier calabozo de la tierra.
Una tarde, el almirante creyó que era ya tiempo de ver a aquella desgraciada; supuso que su energía había cedido a tanto sufrimiento, y bajó a buscarla.
En aquellos pocos días la indiana había quedado casi desnuda; tenía la cabeza cubierta de polvo, estaba pálida y extenuada, y su mirada era hosca como la de un loco, o como la de una persona que ha pasado muchos días en la obscuridad.
El pirata sintió por ella una especie de compasión al entrar con una lámpara en la mano en aquella bodega; doña Marina, por pudor y por miedo, procuró ocultarse.
—Creo que habrás ya conocido —dijo Morgan— los malos resultados que te ha traído tu conducta ¿es verdad?
Doña Marina no contestó.
—Habla —continuó Morgan— habla ¿estás arrepentida? ¿Quieres salir de aquí?
El mismo silencio por parte de la joven.
—No tengas miedo, acércate; no quiero ya hacerte mi querida; porque has perdido tu belleza en ocho días; quizá ahora como antes, si te encontrara, no me dignara yo mirarte; pero necesito que seas mía siquiera un día; ésta es para mí, no cuestión de placer, sino de amor propio, de orgullo; porque no dirás tú ni nadie sobre la tierra, que Morgan el pirata se ha empeñado en una cosa sin haberla podido conseguir. Piénsalo bien, Marina, consiente en ser mía un día, no más un día, y estás libre, y te llenaré de riquezas; de lo contrario, sufrirás aunque mueras, y con tu cadáver se sepultará el secreto de mi derrota, en las aguas del mar. Marina ¿quieres ser mía?
—¡Nunca, monstruo! Sal, sal de aquí; déjame morir, pero morir con el placer de no verte; morir con el orgullo de que no he sido ni seré tuya; morir maldiciéndote, y dejando en tu corazón el disgusto de no haberme poseído.
—¡Marina! ¡Marina! No tientes mi corazón, no enciendas mi cólera.
—¿Tu cólera? ¿Qué me importa a mí tu cólera? La desprecio. ¿Crees que temo la muerte? Te engañas, pirata, vil robador de mujeres, incendiario, excomulgado, infame: mátame, mátame, te desafío. No soy yo uno de esos cobardes que te siguen, que tiemblan y palidecen de tu enojo, porque no saben mirar de frente a la muerte, no; yo no sólo te desprecio, sino que te provoco ¿lo oyes? ¡Te provoco, miserable!
El almirante desnudó su puñal y se lanzó sobre Marina, que se adelantó a recibirle, presentándole su pecho desnudo; pero haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, se contuvo y retrocedió.
—¿Lo ves?, ¿lo ves? —exclamó doña Marina como fuera de sí— tiemblas y no te atreves a herir, porque no te temo y porque tú no sabes sino matar cobardes como tú… ¡Hiere, hiere, miserable!… Eres un perro, y te desprecio.
El pirata dio un rugido, y como si se hubiera sentido incapaz de contenerse por más tiempo siguiendo allí, dio violentamente la vuelta y salió de la bodega, estremeciéndose sin saber por qué, al oír la estridente carcajada que lanzó la joven al verle huir.
El pirata salió sombrío y silencioso; aquella escena le había afectado espantosamente.
En el mismo día, dos hombres entraron a la bodega en que estaba doña Marina, y la sacaron de allí sin decir una palabra, y la trasportaron a una cámara.
Morgan pensó que aquella cárcel acabaría con la víctima antes de que él pudiera satisfacer sus deseos, y el pirata no quería la muerte de la joven, quería saciar en ella un capricho, y luego arrojarla de su lado, sin importarle que fuera a los brazos de su familia o al fondo de los mares: una vez triunfante de aquella tenaz resistencia, todo era para él indiferente.
Marina, por su parte, después de pasar uno de aquellos accesos de furor, en los que no sólo no temía, sino que deseaba la muerte, se decidió a vivir y a luchar a brazo partido con su destino; tenía una fe grande en el porvenir, y sobre todo, contaba con su resolución de encontrar la muerte en el último trance.
La muerte era para ella un recurso, aunque extremo, pero completamente seguro. Por la mano del pirata, provocando su ira o arrojándose al mar, podía morir cuando ya no tuviera esperanzas de salvar su honor; pero entretanto lucharía, lucharía, porque estaba resuelta a vivir por su hija, porque no se sentía cobarde para la lucha, porque no temía sucumbir por el valor.
Al desprenderse Morgan de Jamaica llevaba el poderoso auxilio de un navío inglés armado con treinta y seis bocas de fuego, que el gobernador de la isla le había proporcionado, para reforzar su armada y ponerlo con más facilidad en estado de atacar las posesiones españolas de la Costa Firme.
El capitán de aquel navío era un gran amigo de Morgan, y se llamaba Binkes, de origen holandés. Binkes había conocido a Morgan desde su niñez, y el almirante tenía en él esa confianza que le faltaba con los subordinados; y como era natural en la situación del pirata, necesitaba de una persona a quien confiar sus penas.
Morgan refirió a su amigo cuanto le había pasado con doña Marina.
—¿Y tú amas a esa mujer? —preguntó Binkes.
—Creo que no la amo, pero quisiera vengarme de ella; sobre todo, no quiero que se burle de mí.
—¿Y no has encontrado medio de reducirla?
—¡Imposible! Tiene una voluntad indomable.
—Si tú me la entregaras, la domaría.
—Pero…
—Supuesto que no la amas y que hasta ahora nada has podido conseguir, pásame la prenda y veremos…
—Pero se reirá de mí; creerá que ha vencido.
—Escúchame, Morgan: no conozco a esa mujer; pero quisiera yo quitarla de tu lado; temo que influya tanto en tu espíritu, que pierdas esa energía, ese valor indomable.
—No sería difícil, porque estoy profundamente afectado.
—Lo creo muy bien; pero me temo que no sea ése el remedio.
—¿Pues cuál?
—Hacerla mía.
—Entonces por la fuerza.
—Me parece que es llegado el caso.
—Mañana, después de la comida, iremos a ver a tu rebelde prisionera, y serás dueño de ella.
—¿Crees que lo conseguiré?
—De mi cuenta corre; alienta y ten fe en mí.
Morgan se sentía alegre con sólo aquella conversación, y esperó con ansia la venida del día siguiente. El que encuentra grandes obstáculos para una empresa, espera siempre auxilios misteriosos o desconocidos, y el pirata pensaba ya que su amigo tendría algún raro secreto para rendir la virtud de una mujer.
A la mañana siguiente, el buque inglés estaba lujosamente empavesado; se preparaba un almuerzo en honor de la resolución tomada por los jefes para atacar la ciudad de Maracaibo.
Doña Marina gemía sola y sin esperanza, encerrada en una cámara en el navío «Almirante».
Don Enrique había llegado a saber los crueles tormentos que sufría la joven, y pensaba sólo en los medios de libertarla. Aquel día determinó aprovechar los momentos en que Morgan estuviese en el convite dado en el navío inglés, para hablar con ella.
En efecto, comenzó aquel convite, y los piratas se entregaron a una loca alegría, olvidándose de todo, y hasta Morgan mismo dejó de pensar en doña Marina al encontrarse en medio de sus compatriotas.
Don Enrique aprovechó el momento y entró el navío «Almirante». Pocos hombres estaban en él de guardia, y los unos dormían y los otros miraban lo que pasaba en la cubierta del navío inglés, sin ocuparse de lo que acontecía en el suyo.
Don Enrique abordó al «Almirante» por el opuesto lado y cubriéndose de los ingleses con el mismo casco del navío. El joven no encontró obstáculo, y llegó hasta la cerrada puerta que guardaba a doña Marina; allí llamó.
—Doña Marina, doña Marina —gritó al través de la madera.
—¿Quién sois? —contestó la dama con voz lánguida.
—Un amigo, un amigo que desea hablaros; acercaos.
—¡Ah!, ¿sois vos, don Enrique?
—Yo soy, señora, que vengo inquieto por vuestra suerte.
—Don Enrique, mi situación es espantosa; ese hombre me tiraniza de una manera horrible, y quiere por fuerza que yo sea suya.
—¿Pero qué ha motivado semejante cambio en su conducta?
—Creo que tiene celos.
—¡Celos!, ¿y de quién, señora?
—De vos.
—¿De mí?
—Sí, de vos; porque desde el día en que os vio hablar conmigo, su conducta ha sido incomprensible: él, antes tan bueno, tan cariñoso, ahora es déspota, cruel.
—¿Y no tenéis esperanza?
—Sólo en la muerte.
—No os desalentéis; yo tengo otra esperanza menos espantosa.
—Hablad ¿en qué esperáis?
—En la fuga.
—¡En la fuga! ¿Y cómo?
—Mirad, señora: yo buscaré la oportunidad y os haré pasar a mi navío, y nos daremos a la vela; y aunque todos los buques de Morgan nos den caza, no lograrán alcanzarnos; tengo fe en la ligereza del «Valeroso».
—¡Dios os escuche!
—El que os ha escuchado soy yo —exclamó una voz robusta detrás de don Enrique.
El joven volvió el rostro, y vio parado cerca de sí a Binkes, el amigo de Morgan, a quien acompañaban cuatro marineros.
—¡Estamos perdidos! —exclamó en su interior Enrique.
—Vamos —dijo Binkes— tú, mal oficial, tratas de robarle la dama a tu almirante; esta tarde estarás colgado de una antena, divirtiendo a la tripulación. Atadle.
Antes de que don Enrique hubiera podido hacer un solo movimiento de defensa, los cuatro marineros ingleses le habían sujetado y le ataban con una cuerda los brazos.
—Ahora izad, y llevémosle a su amo para que le haga justicia.
Los marineros cargaron con don Enrique, y precedidos de Binkes, salieron del «Almirante», descendiendo a su bote, en medio de la admiración de los marineros del navío, que los dejaban obrar, conociendo el cariño que Morgan profesaba a su amigos.
Doña Marina escuchó con terror aquella escena, y al retirarse los aprehensores y el prisionero, cayó de rodillas, confiando a Dios su suerte y la de don Enrique.
Veamos ahora por qué había ido Binkes a bordo del «Almirante».
Casi al concluir la comida, la alegría de los convidados rayaba en locura; se decían entusiastas brindis que se celebraban con cañonazos. Binkes se acercó a Morgan y le dijo:
—Para completar la alegría, voy yo mismo a traer a tu prisionera, para que aquí en medio de nosotros caiga entre tus brazos y se cante tu triunfo.
Y sin esperar respuesta del almirante, hizo botar una lancha y se dirigió al navío «Almirante».
Ya hemos visto allí lo que, por desgracia de Marina y de don Enrique, llegó a escuchar.
Tornaba la lancha al buque inglés, conduciendo al prisionero don Enrique y a Binkes y sus compañeros, que estaban completamente borrachos. El joven había comprendido que había llegado para él la última hora. Morgan, cuyo carácter impetuoso conocía, le mandaría ahorcar inmediatamente.
La barca tocó el costado del buque inglés, y Binkes, seguido de sus marineros, tomó la escala y subió, dejando a don Enrique en la lancha al cuidado de un solo marinero.
—Hacedme un favor —dijo don Enrique a aquel hombre.
—¿Cuál? —preguntó secamente el inglés.
—Desatad mis manos.
—No, porque os arrojaréis al mar.
—Os doy mi palabra de marino de no moverme de vuestro lado; pero estas cuerdas me despedazan las carnes.
—¿Ofrecéis vuestra palabra?
—La empeño.
El inglés comenzó a desatar a don Enrique y le dejó perfectamente libre.
—Gracias —dijo el joven, sentándose a su lado.
Entretanto, Binkes había llegado hasta la popa, en donde Morgan, con algunos compañeros, estaba aún empeñado en sus brindis, a los que respondía siempre un cañonazo.
—¿Viene ya Marina? —preguntó el almirante.
—Todavía no; pero voy a prepararos una sorpresa a ti y a ella.
—¿Qué sorpresa?
—Dejaría de serlo si te la comunicara. Seguidme —dijo a los marineros, y se dirigió a la proa.
—Preparadme aquí una buena horca para colgar a ese tunante —dijo a los que le seguían, y los hombres se preparaban a obedecerle.
Morgan, en la popa, había levantado su vaso lleno y gritaba:
—¡Por la sorpresa del almirante y de su amada!
El cañón respondió a su brindis; pero instantáneamente una horrible detonación hizo estremecer y saltar al buque inglés.
Los navíos ingleses tenían el pañol de la pólvora en la proa; el último cañonazo había despedido una chispa que había comunicado el fuego a las chilleras, y éstas al pañol de la pólvora, y todo instantáneamente, y el navío inglés fue envuelto por la parte de la proa en un remolino de llamas.
Binkes había perecido en aquella catástrofe, lo mismo que todos los que le seguían y cuantos estaban por la parte de proa, y sólo Morgan y treinta ingleses se escaparon en la popa, lanzándose al mar.
Pasado el primer momento de estupor, todos los navíos botaron sus lanchas para salvar a los que nadaban, y don Enrique, ayudado del marinero inglés, fue el primero que recibió a muchos de aquellos desgraciados.
—Fío en vuestro secreto sobre lo que ha pasado en el navío «Almirante» —dijo don Enrique al marinero inglés.
—Dios no quiere que se sepa —contestó el otro— porque ha callado a los que debían contarlo; yo acataré la voluntad de Dios y no diré nada.
—¿Palabra de marino?
—Os la doy.
Y Morgan volvió a su navío, sin penetrar cuál era la sorpresa que le preparaba su infortunado amigo.
Doña Marina, que nada sabía, temblaba a cada ruido que escuchaba, y creía ver entrar al furioso almirante.
XVII. El brulote
El siniestro acontecimiento del navío inglés causó en el ánimo del almirante y de todos los suyos tan penosa impresión, que sólo en él pensaron durante muchos días, y doña Marina alcanzó una tregua en sus padecimientos.
Morgan se dirigió con su armada a la Tierra Firme, y pareció no pensar en la joven, que seguía prisionera en el navío «Almirante».
Las naves de Morgan llegaron a un punto de la costa en donde se pudo efectuar un desembarco oculto, y los piratas se dirigieron a Maracaibo. Las naves quedaron custodiadas por pocos hombres, y a ellos encomendada también la custodia de la desgraciada Marina.
El almirante tenía un carácter impetuosísimo; pero tal número de empresas era el que acometía, que su cerebro, combatido por encontradas ideas, le hacía pasar muchas veces por un hombre voluble, sin que él lo fuera en efecto; pero lo que en Morgan podía notarse era que llamaban más su atención, que la absorbían completamente las aventuras peligrosas, los ataques y los combates, y que cuando se ocupaba de una de estas empresas, olvidaba sus amores y sus amistades, y hasta su misma persona. Después del triunfo, después de pasado el peligro, sufría su corazón una especie de reacción que le hacía pensar con más entusiasmo en sus placeres y en sus deseos.
Ésta era la razón de por qué abandonaba repentinamente a doña Marina, en los momentos en que tal vez estaba más exaltado por su resistencia.
Don Enrique comprendía perfectamente el carácter del almirante, y creyó que aquéllos eran los momentos que se debían aprovechar para la fuga de doña Marina; pero Morgan le eligió para mandar parte de las fuerzas de desembarco, y el joven se avergonzó de pensar siquiera en la fuga la víspera de un combate.
Parecía que algún demonio familiar protegía los proyectos de Morgan. Maracaibo cayó en poder de los piratas a pesar de la heroica resistencia de los soldados españoles que la guarnecían, y la ciudad fue saqueada por las tropas del almirante, y sus desgraciados habitantes perseguidos por todas partes.
Nada fueron los delitos cometidos en Portobelo por los piratas, comparados con los hechos espantosos de aquellos hombres en Maracaibo y sus alrededores. Para descubrir los tesoros ocultos por los comerciantes, se usaba de los más horrorosos tormentos con todos los que habían caído prisioneros.
Un testigo presencial de aquellas escenas espantosas, dice así, hablando de estos sucesos:
«Entre las crueldades que usaron entonces, fue una el darles tratos de cuerda, y al mismo tiempo muchos golpes con palos y otros instrumentos; a otros quemaban con cuerdas caladas encendidas entre los dedos; a otros agarrotaban cuerdas alderredor de la cabeza, hasta que les hacían reventar los ojos; de modo que ejecutaron contra aquellos inocentes toda suerte de inhumanidades, jamás hasta entonces imaginadas».
Morían multitud de aquellos infelices entre los más rudos tormentos porque nada tenían que confesar, y otros hacían falsas denuncias, que averiguadas, les costaban también la vida. La ciudad era un campo de maldición. Hasta entonces no comprendió verdaderamente don Enrique lo que eran los piratas; hasta entonces no comprendió la razón del odio que contra ellos manifestaba todo el mundo civilizado.
Don Enrique no los había visto sino al través de las fantásticas relaciones de sus hazañas, y confundiendo su valor con su generosidad, había creído que cuanto malo se decía de ellos era efecto del odio de los gobiernos españoles, que no habían podido acabar con ellos; pero las terribles escenas que presenció en Maracaibo le hicieron conocer que no podía continuar al lado de aquellos hombres.
Formó, pues, la irrevocable resolución de separarse, pero no sin arrebatarles a doña Marina, a la que no podía dejar en manos de sus verdugos. Determinó, pues, esperar una oportunidad.
Los piratas, caminando unas veces por tierra y otras en sus navíos, llevaron el espanto, la desolación y el pillaje hasta la aldea de Gibraltar.
Nada se resistía ya a su furor y a su arrojo, y en cada villa exigían el «tributo de quema», que les producía cantidades fabulosas.
En medio de aquella carrera de triunfo y de pillaje, Morgan recibió la noticia de que una flotilla española esperaba a sus navíos en el lugar llamado la ensenada del Lagón, por donde precisamente tenían que pasar los piratas para salir a la alta mar.
Morgan comprendió el peligro que corrían sus pequeñas embarcaciones en un encuentro con los navíos españoles de alto bordo; pero inspirado por su audacia, en vez de pensar en la fuga, envió a uno de los prisioneros españoles que tenía consigo, demandando al almirante de la flota enemiga «tributo de quema» por la ciudad de Maracaibo.
La historia nos ha conservado la respuesta que se dio a tan audaz petición, y que dice así:
Don Alonso del Campo y Espinosa, almirante de la flota de España, a Morgan, caudillo de piratas:
Habiendo entendido por nuestros amigos y circunvecinos, las nuevas de que habéis osado emprender el hacer hostilidades en las tierras, ciudades, villas y lugares pertenecientes a la dominación de S. M. Católica, mi señor: yo he venido aquí, según mi obligación, cerca del castillo que vos habéis tomado del poder de un partido, de cobardes y poltrones, al cual he hecho asestar y poner en orden la artillería, que vos habíades echado por tierra. Mi intención es disputaros la salida del Lagón, y seguiros por todas partes a fin de mostraros mi deber. No obstante, si queréis rendir con humildad todo lo que habéis tomado, los esclavos y otros prisioneros, os dejaré benignamente salir, con tal que os retiréis a vuestro país, mas en caso que queráis oponeros a esta mi proposición, os aseguro que haré venir barcas de Caracas, y en ellas pondré mis tropas, que enviaré a Maracaibo para haceros perecer a todos por los filos de la espada. Veis aquí mi última resolución. Sed prudentes en no abusar de mi bondad con ingratitud. Yo tengo conmigo buenos soldados que no anhelan sino es a tomar venganza de vos y de vuestra gente, y de las crueldades y pícaras acciones que habéis cometido contra la nación española de la América.
Fecho en mi Real navío «La Magdalena», que está al áncora en la entrada del Lagón de Maracaibo, en 24 de abril de 1669 años.
DON ALONSO DEL CAMPO Y ESPINOSA.
Morgan recibió esta carta y la leyó a los suyos en el mercado de Maracaibo, consultándoles si convendría más rendir cuanto habían tomado y salir libres, o emprender un combate tan desigual.
Un inmenso clamor respondió a sus palabras, y los piratas juraron que preferían mil veces morir a ceder nada de lo que habían adquirido. Restablecida un momento la calma, Juan Darién tomó la palabra y dijo al almirante:
—No veo, señor, tan desesperada nuestra situación para salir venciendo a los navíos españoles.
—Explicaos —contestó Morgan.
—Yo respondo de destruir el mayor de esos buques con sólo doce hombres resueltos que me acompañen ¿los encontraré?
—¡Sí, sí! —gritaron muchos.
—Pues bien; he aquí mi plan: construiremos un brulote o navío de fuego, valiéndonos para esto del que tomamos en la ribera de Gibraltar.
—Fácil será hacer el brulote —contestó Morgan— pero más fácil aún que sea conocido de los enemigos y no le dejen acercarse.
—En efecto —continuó Juan Darién— pero ocúrreme para esto una astucia que será sencilla de ponerse en práctica.
—¿Y cuál es?
—La manera de que el brulote no sea conocido por tal de los enemigos, es ésta: pondremos de un lado y otro trozos de madera con sombreros y monteras encima para engañar a la vista desde lejos, figurando que son hombres. Lo mismo haremos en las portiñolas que sirven a la artillería, que llevarán unos cañones fingidos. El estandarte será de guerra, desplegado al modo de quien convida al combate.
—¡Comprendo!, ¡comprendo! —exclamó el almirante—. ¡A la obra!, ¡a la obra!
Desde aquel momento, Juan Darién se puso en movimiento, y muy pronto estuvo dispuesto el brulote. Trasladaremos aquí cuanto dice cerca de aquel trabajo un historiador sencillo y testigo ocular de aquel lance:
Hicieron primeramente guardar y atar bien a todos los prisioneros y esclavos; después recogieron toda la pez y azufre que se pudo hallar en la villa para aprestar el brulote susodicho, y dispusieron otras invenciones de pólvora y azufre, como hojas de palma bien embarradas en alquitrán; dispusieron descubrir las pipas de la artillería: debajo de cada una había seis cartuchos de pólvora; aserraron la mitad de las obras muertas del navío, a fin de que la pólvora hiciese mejor su operación; fabricaron nuevas portiñolas, donde pusieron en lugar de artillería tamboriles de negros; en los bordes plantaron piezas de madera que cada una representaba un hombre con sombrero o montera, bien armado de mosquete, espadas y charpas.
Preparado así el brulote, dio Morgan la orden para embarcar todo el botín, y de salir al encuentro de los españoles.
Don Enrique creyó que era llegado el caso de aprovechar las circunstancias para salvar a Marina y retirarse él de la compañía de aquellos hombres.
El orden de la marcha de los piratas, arreglado por Morgan, era el siguiente: Por delante de la armada, el brulote con bandera de guerra desplegada; luego el «Valeroso», que mandaba don Enrique; dos grandes barcas adonde iban todas las riquezas del botín, las mujeres y los prisioneros, y luego los demás navíos.
Don Enrique, luego que escuchó aquellos preparativos se lanzó en un bote al navío «Almirante» y exigió, en nombre de Morgan, que se le entregase a la dama prisionera, porque todas las mujeres debían ir en una misma barca.
Como todos sabían lo que se preparaba y conocían la gran confianza que el almirante depositaba en el joven, no vacilaron en entregar a doña Marina.
—¿Adónde me lleváis? —preguntó la joven.
—Silencio, señora —le dijo don Enrique— creo que os voy a hacer libre.
Doña Marina siguió a don Enrique, y en medio de la confusión del embarque, nadie notó que una mujer había llegado a bordo del «Valeroso» y que se ocultaba en una cámara.
Morgan, terriblemente preocupado, no se dignó, al llegar a su navío, preguntar por doña Marina, y los navíos echaron a navegar.
Cerraba ya la noche, cuando las dos escuadras se avistaron. Los grandes navíos españoles estaban anclados a la entrada del Lagón y a un lado del castillo. Los piratas anclaron también allí, fuera no más de tiro de cañón.
Durante la noche reinó la mayor agitación, y Morgan tuvo que dictar tantas órdenes para el combate del siguiente día, que su imaginación no se ocupó de la prisionera.
Por fin, un cañonazo anunció la llegada del día; los piratas levantaron las anclas y embistieron contra las naves españolas, las cuales por su parte hicieron lo mismo.
Bien pronto el brulote cerró contra el navío real llamado «La Magdalena», que era el que montaba el almirante, y se acostó sobre él. El almirante español comprendió entonces lo que aquello significaba y quiso salvarse; pero era ya tarde. Juan Darién había pegado fuego al brulote, y arrojándose al agua con sus compañeros, ganó a nado una de las barcas de los piratas.
El real «La Magdalena» se envolvió en un manto de llamas, después saltó al impulso de la pólvora que contenía la santa-bárbara, y luego se sumergió no quedando de él más que algunas tablas humeantes que flotaban sobre las olas.
Los del otro navío, mirando esto, huyeron hacia el castillo; pero perseguidos muy de cerca por los piratas, le echaron a pique y buscaron salvarse ganando a nado la playa.
El tercer navío cayó en poder de los piratas.
La flotilla española había acabado.
Los piratas se entretenían en saquear el navío prisionero y en matar o aprisionar a los españoles que nadaban, y nadie pensaba en otra cosa más que en el gran triunfo que acababan de adquirir.
Don Enrique conoció que había llegado el momento, y los piratas vieron con admiración que el «Valeroso» a toda vela pasaba por la entrada del Lagón y se lanzaba a alta mar.
Morgan comprendió lo que había pasado, porque en vano buscó a doña Marina; pero él sabía que el «Valeroso» era el más velero, y no pensó siquiera en darle caza.
Cuarta parte. El hijo del conde
I. La dama misteriosa
Gobernaba aún el marqués de Mancera en la Nueva España, en 1669, y aquel gobierno era notable por su prudencia. La colonia estaba tranquila, y sólo turbado el reposo de sus moradores por las noticias que día a día llegaban de los robos y crueldades de los piratas.
Los navíos de guerra españoles eran ya impotentes para garantizar al comercio de las Américas el envío de mercancías o caudales, y llegaba ya la audacia de los piratas hasta vender en el mismo puerto de Vera-Cruz las mercancías.
Sucedía muchas veces que llegaban navíos de aquellos hombres, mandados por capitanes que no habían sido conocidos en los combates con los españoles, y aunque al navío se le ponían guardias, se permitía el comercio de los efectos que traían.
En la capital de Nueva España el renombre que tenían los piratas de audaces y de crueles, superaba los límites de todo lo posible. Muchas familias de las costas habían llegado a refugiarse a México para vivir con más tranquilidad, y ellas traían leyendas fabulosas del valor de aquellos hombres, a los que se les suponía aun una figura distinta de los demás hombres.
Entre las personas que habían llegado a la ciudad, se contaba a don Diego de Álvarez, el Indiano, que según se sabía, con una hija suya muy pequeña había logrado escapar en Portobelo de las matanzas de los piratas.
Don Diego había perdido allí a su esposa doña Marina, muerta, según él decía, por uno de aquellos hombres que había pretendido burlarse de ella.
El Indiano no era ya aquel joven apuesto, galanteador, audaz y que gustaba de ostentar su opulencia, como en otro tiempo; estaba triste, taciturno, vivía con poco lujo y no visitaba sino al virrey, que era su padrino de matrimonio, y al arzobispo de México, con quien cultivaba grande amistad.
Las jóvenes que habían conocido en otro tiempo a don Diego, extrañaban su conducta, y aun algunas procuraban atraerle otra vez a la sociedad; pero todo fue en vano, porque don Diego era ya casi un misántropo.
Sin embargo, hubieran podido observar que el Indiano, además de las visitas del virrey y del arzobispo, solía algunas noches entrar a una casa que estaba cerca del monasterio de Jesús María, y en la que habitaba una dama misteriosa que causaba la curiosidad de los vecinos de la calle, sin que jamás hubieran podido averiguar quién era ella.
Los balcones y las ventanas de la casa que habitaba aquella dama, no se habían abierto jamás; la puerta que daba a la calle estaba constantemente cerrada, y si se abría era para dar paso a una esclava negra y vieja que jamás cruzaba una palabra con nadie.
La casa estaba precisamente enfrente de la iglesia de Jesús María, y los vecinos madrugadores lo único que pudieron notar fue que casi al amanecer salía de la casa una dama cubierta con un espeso velo negro, que atravesaba la calle, entraba a la iglesia, oía la primer misa, y volvía después a encerrarse hasta el día siguiente a la misma hora.
Aquellos misterios impenetrables desesperaban a los vecinos, y no perdonaban medio de averiguar algo. Un día la puerta estaba entreabierta, y un muchacho se atrevió a entrar; pero a poco salió espantado, diciendo que parecía una casa abandonada.
Ninguna visita llegaba allí durante el día, y sólo algunas noches, que siempre eran las de los viernes, un bulto negro llegaba a la puerta a las once en punto, y sin que tocara le abrían, y nadie le veía salir, de lo que inferían todos, como era muy natural, que aquel bulto negro era una alma que andaba en penas, y creció el terror que inspiraba aquella misteriosa morada, y al pasar delante de ella se santiguaban las devotas.
Era un viernes en la noche; las once comenzaban a sonar, cuando por el rumbo de la Plaza Mayor desembocó en la calle de Jesús María un hombre embozado en una capa negra, cubierto con un sombrero negro también, sin pluma ni toquilla. Aquel hombre caminaba lentamente y llegó hasta la puerta de la casa de la dama misteriosa antes que acabaran de sonar las campanadas de las once.
La puerta se abrió dando paso al hombre y volvió a cerrarse inmediatamente. Una esclava con un candil alumbraba en el interior, y condujo al hombre por una estrecha escalera hasta una estancia modestamente amueblada y alumbrada por dos bujías de cera.
Una dama esperaba allí la visita de aquel hombre; era joven y hermosa, y su traje tenía más de provocativo que de honesto.
La esclava dejó hasta la puerta al nocturno visitador y se retiró.
—Dios os guarde, señora —dijo el hombre.
—Él os traiga en hora feliz, don Diego —contestó la dama con una sonrisa encantadora.
Don Diego, pues era el Indiano aquel hombre, puso su sombrero en un sitial y se sentó, taciturno, en otro. La dama le contempló largo tiempo en silencio, y luego acercándose a él, le tomó una mano y le dijo estrechándola contra su seno:
—Siempre tan triste, señor, siempre tan triste…
—¿Qué queréis, doña Ana? Hay en el fondo de mi vida un recuerdo tan doloroso y tan sombrío, que me es imposible arrancarle de mi corazón.
—¿Y nada será capaz de devolveros la felicidad?
—¡Ay! creo que nada.
—¿Ni el corazón de una mujer que os amase hasta el delirio?
El Indiano volvió el rostro y miró con tristeza a doña Ana, y ella bajó los ojos y se puso encendida.
—Doña Ana —dijo lánguidamente el Indiano— ¿creeis que un corazón despedazado por el dolor como el mío, sea capaz de amar?
—Es quizá, señor, el único remedio que os queda para curar esa herida mortal; es el único bálsamo para vuestro intenso dolor.
—Doña Ana, vos me habéis dicho eso varias veces; comprendo que eso que me decís equivale a una confesión de vuestro amor; quizá sería yo capaz de amaros; pero el recuerdo de Marina se interpone entre nosotros, y ese amor no se atreve ni aun a nacer… Quizá aún vive Marina…
—Viva o muerta, no existe para vos: si ha tenido un corazón digno, debe haber muerto antes que sucumbir a los amores de los piratas; si ha consentido por temor en ser la querida de uno de esos hombres ¿no está muerta para vos? ¿No preferiríais verla mejor en el sepulcro, que presentarse otra vez delante de vos manchada por las caricias de Morgan, o de don Enrique, o…?
—Silencio, doña Ana —exclamó el Indiano— silencio; no habléis de eso; para todos, para todos, doña Marina ha dejado de existir, porque yo no soportaría la vida si el mundo supiera que mi mujer es ahora la querida de un pirata.
—Tenéis razón, don Diego; éste debe ser un secreto impenetrable que sólo debemos conocer los dos; pero entre nosotros podemos hablar de él, porque eso es hablar de vuestra suerte, de la mía, de vuestros dolores y de mis esperanzas.
—¿Pero no comprendéis que hablando de él se avivan mis dolores, y quizá se alejan ésas que vos llamáis vuestras esperanzas?
—No, don Diego, porque así os acostumbraréis a ver en mí la mujer que os ama, que comprende vuestro corazón, y así llegaréis a amarme como yo lo deseo, porque yo he llegado a amaros. O decidme ¿creeis que no soy bastante hermosa para fijar vuestras miradas?
Y doña Ana, con disimulo, procuró mostrar parte de sus hombros y turgente cuello al Indiano.
Don Diego la miró embelesado; aquellas formas, aquella hermosura, aquel aire dulce y provocativo, y aquellos ojos ardientes y húmedos por la ilusión, y aquellos labios entreabiertos dejando ver dos hileras de dientes de marfil y adivinar unas encías nacaradas y frescas, hubieran hecho vacilar la virtud de un hombre menos joven y menos fogoso que el Indiano.
—Doña Ana —contestó conmovido y pasando uno de sus brazos alderredor del cuello de la joven— no sólo me parecéis hermosa, sino encantadora, ya os lo he dicho otra vez; al veros se enciende mi sangre, y mis ojos me piden miradas de ternura para vuestras miradas, y mis brazos quieren estrechar vuestro seno, y mi boca ansía un beso para vuestra boca.
—¿Pues por qué vuestros ojos no responden a mis miradas, por qué no siento vuestro abrazo, por qué vuestro beso no viene a mis labios a recibir el mío? ¿Son acaso de mármol? ¿Me engañáis al referirme lo que sentís? ¿Lo que no acobarda a una infeliz mujer, puede hacer retroceder a un hombre como vos, don Diego? Os amo, soy vuestra ¿por qué tanto desvío?
—Doña Ana, no puedo resistir, y voy a abriros mi corazón, voy a deciros lo que siento, voy delante de vos como delante de Dios, a mostrar mi alma sin doblez y sin engaño; si en esta relación escucháis algo que os disguste, perdonadme, doña Ana, porque vos me obligáis, porque sois el ángel tentador a cuyos halagos no me es posible resistir.
—Hablad, señor, hablad; abridme vuestro pecho; esto os servirá de consuelo.
Y doña Ana se acercó a don Diego, y su rostro estaba tan cerca del rostro del Indiano, que su aliento se confundía con el suyo. Uno de los brazos del joven rodeaba el cuello de la dama, y ella tenía la otra mano de don Diego entre las suyas y la estrechaba con entusiasmo.
Doña Ana en aquel momento estaba irresistible; su pecho se levantaba como agitado por la fatiga, y sus grandes y negros ojos clavados en los del Indiano, lo fascinaban como la mirada de la serpiente fascina al colibrí.
—Doña Ana —dijo con pasión el Indiano— os amé al conoceros con todas las fuerzas de mi alma, vos lo sabéis; por eso odié a don Enrique, porque me arrebató vuestro amor; por eso fui su mortal enemigo. Cuando don Cristóbal de Estrada os robó, no ansié ni veros, por temor de que esa vista me fuera fatal, por temor de que una sola palabra de vuestros labios me hiciera caer a vuestros pies, o morir de desesperación. Yo no sabía qué clase de relaciones os unían con mi rival, yo no sabía si le amabais de veras, o si era sólo un capricho y el deseo de un buen matrimonio lo que os hacía preferirle a mí; y en un momento de despecho y por un movimiento de mi orgullo herido, y por no hacer testigo a don Cristóbal o de mi debilidad o de mi vergüenza, no quise veros, doña Ana, y renuncié hasta la esperanza de vuestro amor. ¿Comprendéis esto, señora, lo comprendéis?
—Sí, señor, lo comprendo; seguid, seguid.
—Podría haberos pedido en matrimonio; pero, señora, yo amaba a Marina, y tenía empeñada con ella mi palabra; quizá vos no alcanzaréis cómo se puede amar a dos mujeres a un mismo tiempo, quizá no os lo podré explicar, pero era ello la verdad. Amaba yo a Marina y os amaba también a vos; pero ¡qué amores tan diferentes, y al mismo tiempo tan profundos! Amaba a Marina con un amor dulce, tranquilo, exento de temores y de padecimientos, con un amor como la corriente de un arroyo entre las flores del valle, como la superficie de un lago entre las juncias y las cañas cimbradoras. A vos, señora, os amé con delirio, con pasión, con frenesí, con un amor tempestuoso, con un amor de fuego, con un amor comparable al torrente que se despeña furioso entre las quiebras de las montañas, semejante al encrespado mar que estrella sus olas hirvientes contra las rocas; a vuestro lado creía amaros más a vos, y al lado de Marina vuestro recuerdo desaparecía enteramente; pero cuando estaba solo, cuando la imagen de Marina y la vuestra venían a mi alma, cuando estos dos amores que el infierno había reunido en mi corazón para mi tormento, llegaban a luchar en mi seno, ¡oh, doña Ana!, entonces yo mismo no podré explicaros lo que sentía; la idea de perder a alguna de esas mujeres me hacía estremecer, y la convicción de que era preciso unirme a una de las dos y olvidar a la otra, me desesperaba. La suerte vino a desatar ese nudo; fuisteis de don Cristóbal de Estrada, y yo me enlacé con Marina: la lucha de mi alma cesó, pero un dolor lento y tenaz destrozaba mi corazón; os soñaba en los brazos de otro hombre, os creía feliz, y esta felicidad me hacía mal, porque creía que me habríais olvidado. Si yo hubiera sabido que erais desgraciada, mi pena hubiera sido también menor, porque quizá así pensaríais en mí; ¡pero vos en brazos de otro hombre!… En fin, ya veis en qué ha parado todo. ¿Comprendéis, doña Ana, comprendéis?
—¡Oh, sí, don Diego! —exclamó doña Ana con una sonrisa de felicidad— comprendo, porque mi corazón ha sentido también esa lucha; os amaba yo, y por orgullo, por amor propio, por rendir a mis pies a un hombre que se había mostrado siempre desdeñoso conmigo, correspondí al amor de don Enrique; mi madre alentó esta elección, porque ansiaba por un brillante matrimonio para su hija; la audacia de don Cristóbal de Estrada se opuso a este proyecto, y yo, abandonada ya por vos y sin la esperanza de ser la esposa de don Enrique, que no me hubiera nunca admitido por su mujer después de lo que había pasado con don Cristóbal, consentí en ser la dama de aquel hombre, a quien seguí a lejanas tierras, viviendo en la apariencia tranquila, pero con el corazón triste, devorado por recuerdos penosos, morando cerca de vos, que causabais en mi alma tantas ilusiones, pero sin veros; vuestra imagen me seguía, y yo tenía que mostrar alegría y que fingirme feliz… Volví a ver a don Enrique; por un momento se inflamó de nuevo mi amor; pero bien pronto su desvío tornó en odio aquella ilusión de un momento, y aquel hombre me pareció aborrecible… Os encontré, vivimos bajo un mismo techo, viajamos unidos, y… os amo, os amo ahora más que nunca, porque en esas terribles peripecias de mi vida no había llegado aún a amar a nadie, porque yo sentía que era capaz de amar, y no había amado nunca, porque mi corazón necesita fijarse en un objeto, y se ha fijado en vos, señor, en vos, a quien amo, como vos me habéis dicho, con pasión, con delirio, con frenesí…
—Doña Ana, el recuerdo de Marina se interpone entre nosotros…
—Don Diego, nada se interpone entre nosotros, porque hay amores que no consienten obstáculos. Marina no existe para vos; o la deshonra o la muerte la han separado para siempre de vuestro camino, no existe; no, no hay para vos ni para mí nada más que nuestro amor…
—Sí, nuestro amor, doña Ana; pero el día que este amor se descubra ¿estaré tranquilo si el mundo dice que habéis sido la querida de don Cristóbal de Estrada?
—No, nadie lo dirá, porque nadie lo sabe, porque yo sostendré que por vos fui robada de la casa de mi madre, que consentí en ser vuestra dama, aunque erais el esposo de doña Marina…
—¿Diréis eso? —exclamó don Diego.
—Sí, por vos todo; la deshonra, todo, todo por vos, porque os amo; sea yo vuestra, don Diego, y caiga sobre mí la cólera del cielo, porque os adoro.
Y en su entusiasmo acercó su rostro al del Indiano y depositó en sus labios un beso que hizo estremecer al joven hasta lo íntimo de su corazón.
—¡Doña Ana! —exclamó don Diego levantándose como loco— ¡aún no es tiempo!
Y sin esperar más, salió precipitadamente de la estancia.
—¡Don Diego! ¡Don Diego! —gimió la joven, mirando que el Indiano no volvía. Inclinó la cabeza y sus lágrimas cayeron sobre su desnudo seno.
II. Entre antiguos conocidos
El viejo conde de Torre-Leal había muerto, dejando dispuesto en su testamento que se conservase por algunos años el título y la herencia de la familia a su hijo mayor don Enrique, acerca de cuya suerte nada se sabía; y en el caso de que éste no volviese a parecer, entrase al dominio de aquellos bienes y al goce del título, su hijo menor habido en su matrimonio con doña Guadalupe, la hermana de don Justo. Entretanto, doña Guadalupe tenía la administración del condado, y su hermano don Justo había logrado el objeto de todas sus ansias.
Por este tiempo llegó a radicarse en México una familia rica procedente de la isla Española, que se componía de don Pedro Juan de Borica, su esposa la señora Magdalena, y Julia.
La belleza de Julia, a quien llamaban la «francesita», había trastornado los cerebros de los jóvenes más distinguidos de la ciudad, y la joven había recibido mil declaraciones amorosas, las que ninguno pudiera decir que había alcanzado siquiera una esperanza. Julia, siempre triste y siempre preocupada, escuchaba todos aquellos homenajes sin fijarse siquiera en ellos.
Don Pedro Juan de Borica tuvo necesidad de visitar a don Justo para negocios de comercio; hicieron amistades, y don Justo entró como un buen amigo en la casa de la señora Magdalena.
Don Justo era viudo, estaba en una buena posición, y creyó que la joven Julia le convenía, y casi casi que había venido directamente consignada para él, como los cargamentos de ultramar.
Ante todo pensó que era necesario dirigirse a Borica como jefe de la familia, para obtener su consentimiento. Un día que don Justo se encontró a solas con Borica, quiso probar fortuna, que tenía como por segura, y le dijo:
—Amigo don Pedro Juan, tenéis una hija como una perlita.
—No está fea la muchacha —contestó con indiferencia don Pedro Juan— es entenada mía.
—No sólo, sino que es muy bella y tiene brillantes cualidades, a lo que he podido notar.
—Sí.
—Pues debe ser muy feliz el hombre que la tenga por esposa.
—Ya…
—¿Creeis una cosa?
—¿Qué?
—Que esa niña me hace pensar en segundas nupcias.
—¿De veras?
—Si vos no me negarais vuestro consentimiento, me atrevería yo a pretenderla.
—Aún no pensamos en darle estado —contestó Pedro Juan, poniéndose pálido.
—Ya creo que es tiempo, y sobre todo tratándose de un buen partido.
—Ya os digo que aún no pensamos en ello.
—Hacedme favor de escucharme.
—Creo que es inútil tratar acerca de eso; además, que sería necesario contar con la voluntad de ella y con la de Magdalena, porque, como sabéis, es hija de su primer matrimonio.
—Bueno, bueno; para todo es preciso contar antes con vuestro consentimiento, y si me lo dais, ya veremos de convencer a la señora doña Magdalena, y luego ganar el corazón de la niña.
—Os repito, señor don Justo, que no pensamos aún en eso…
—Y yo a mi vez os repito también que alguna vez se ha de pensar.
—Pero no será hoy —dijo bruscamente el ex-desollador.
Don Justo comprendió que incomodaba, y determinó buscar otro camino. Quizá la señora Magdalena sea más tratable —dijo para sí— yo le hablaré.
Y varió de conversación con Pedro Juan.
Como era natural, don Justo tuvo pronto oportunidad de encontrarse a solas con la madre de Julia, y aprovechó la ocasión.
—Señora —la dijo— debe ser mucha la inquietud de las madres por el porvenir de los hijos, y sobre todo si son mujeres.
—Es el cuidado que no deja sosiego en los últimos días de la vida —contestó la señora Magdalena.
—Pero afortunadamente aún no estáis en esa situación.
—¿Por qué?
—Aún no estáis en edad avanzada, señora. Gozáis de una salud envidiable y podéis esperar tranquilamente; quizá muy pocas madres tengan la esperanza que vos, de ver establecidas perfectamente a sus hijas.
—¡Dios lo permita!
—¿Y por qué no, señora? Julia es una joven hermosa, de bellas cualidades, que realzan más con la brillante educación que le habéis dado; Julia merece mucho.
—Gracias; le hacéis demasiado favor.
—No, señora, más merece: un hombre honrado, juicioso, rico, sería muy feliz pudiendo llamar esposa suya a Julia.
—¡Oh! esos partidos están muy escasos.
Desde aquel tiempo era ya costumbre quejarse de la escasez de los hombres útiles para la sagrada coyunda, y a pesar de esto, los matrimonios, lo mismo que ahora, eran la fruta de todos los días; pero las mujeres solteras hablan siempre de que los hombres de su tiempo no son buenos para maridos, ni afectos al matrimonio, con el solo objeto de hacer creer al público con la debida anticipación, que si no se casan, no es por falta de cónyuge, sino de voluntad. En esto, el público finge creer; pero apuesta doble a sencillo que el primer postor se lleva la prenda a la menor indicación.
Medio mundo vive engañando al otro medio la mitad de su vida, y la otra mitad vive siendo engañado; es una gran cuenta de falsedades que se liquida en cada generación, sin arrojar más deficiente que eso que se llama la historia, que el engaño de herencia que reciben los hombres de sus antepasados; es que ellos se empeñan en creer y en hacer creer a los que vienen tras ellos, en el tiempo, que es el cuerpo de la verdad.
La novela siquiera es juego limpio, mentira clara, franca; es la mujer que se da colorete, pero que se lo cuenta a cuantos la miran, y que nunca riñe a nadie porque le diga que aquel bello color es una ficción.
Don Justo pensó todo esto, o no llegó hasta meditar en la historia y en la novela, comenzando su raciocinio como nosotros, por los matrimonios; pero creyó prudente engañar a la madre para conseguir algo de ella.
—¡Ah, señora! —exclamó— un partido ventajoso sería cosa muy fácil que lo encontrara Julia, porque, además de sus bellas cualidades, tiene otro atractivo grande.
—¿Cuál, señor don Justo?
—Su familia, señora, su familia.
—¿Su familia?
—¡Oh! sí, señora. Una de las cosas que más nos hacen pensar a los hombres cuando queremos unir nuestra suerte a la de una dama, es la familia con la que vamos a emparentar, sus cualidades, el ejemplo que pueda recibir nuestra futura y demás; ya os podéis figurar.
—Sí, señor.
—Vuestra hija tiene aún esa ventaja, que vos, y no hay en ello adulación, vos sois una de las personas más apreciables que he conocido.
—Pero…
—Nada, señora; yo me encontraría dichoso con pertenecer a vuestra familia.
—Es mucho honor para nosotros, señor.
—No, señora; yo sería completamente feliz si me permitierais aspirar a la mano de vuestra hija.
—Pero, señor don Justo, si apenas la habéis tratado…
—Señora, es lo bastante; soy libre, soy rico, no soy viejo; podéis en México informaros de mi conducta y mis antecedentes. Decidme, señora ¿no soy digno de aspirar a la mano de Julia?
—Si he de hablaros con franqueza, sin contrariar la voluntad de mi hija me sería muy grato que tuviera un esposo como vos. ¿Sois español?
—No, señora, he nacido en México.
—Mejor…
—¿Cómo mejor?
—Cada uno en el mundo tiene sus ideas, y no me preguntéis el por qué de las mías; básteos saber que me agrada más que seáis mexicano.
—Entonces ¿quiere decir, señora, que cuento con vuestro consentimiento para esta boda?
—Se entiende, contando con la voluntad de mi hija.
—Por supuesto.
—¿Habéis hablado con mi marido de esto?
Don Justo se puso encendido y vaciló para contestar; pero le pareció más prudente decir la verdad.
—Sí, señora —contestó.
—¿Y qué os dijo?
—Me dijo —contestó don Justo vacilando otra vez— me dijo… la verdad, recibió mi proposición con mucho disgusto.
—Lo comprendo así… pero no tengáis pena; aquí el único consentimiento que se necesita, después de obtenido el de Julia, es el mío; contad con él, y además haré de mi parte cuanto sea necesario para ayudaros en vuestros proyectos de boda, siempre que Julia esté conforme, que es la única condición.
—Gracias, señora, gracias; no esperaba yo tanta bondad…
—Cuanto hagáis respecto de vuestros proyectos en lo sucesivo, procurad que no lo sepa don Pedro Juan de Borica; ya os podéis suponer que los hombres tienen sus caprichos que es preciso respetar en bien de la paz doméstica.
—Sí, señora; callaré como si nada me hubierais dicho.
—Fío en vuestra discreción.
Pedro Juan se presentó en este momento en la estancia y la señora Magdalena, con esa sangre fría que caracteriza a las mujeres para disimular y para improvisar situaciones, continuó una conversación que no había tenido principio; de manera que el ex-desollador nada comprendió.
—¿Esos tibores de China decís que llegaron en la última nao de Filipinas? Porque yo desearía comprar unos grandes para el corredor de esta casa; los tibores sirviendo de tiesto para naranjos, me agradan muchísimo.
—Pero hija —dijo Pedro Juan— tienes ya una multitud, me parece un gasto superfluo.
—Serán los últimos, te lo prometo —contestó la señora Magdalena.
—Sea como quieras —dijo Borica.
Y siguieron los tres hablando de los primores que había traído la nao de Filipinas.
III. Nubes tempestuosas
Pedro Juan de Borica recibió con disgusto profundo la indicación de don Justo para contraer matrimonio con Julia, porque Pedro Juan tenía fija siempre en su imaginación la idea de hacer suya a Julia, y hasta entonces nada había podido conseguir.
Sin embargo, esto no dependía de que Pedro Juan hubiese pecado por timidez; había declarado ya su amor a la doncella, y había recibido, como era natural, un terrible desengaño. Pero él nunca se había desanimado; la constancia le parecía un medio seguro para lograr el objeto que anhelaba, y no pasaba un solo día en que no hiciera alguna indicación a la joven, indicación más o menos atrevida, según se presentaba la oportunidad.
Julia vivía en un verdadero martirio; odiaba ya profundamente a aquel hombre y le temía; pero por más que meditaba, no le era posible salir de aquella triste situación.
¿Decirle lo que pasaba a la señora Magdalena? ¿Quejarse con ella? Imposible. Julia era demasiado buena hija para causar la desgracia de su madre, y calló.
Pero temía encontrarse a solas con Pedro Juan, temía comer a su lado. La pobre joven pensaba en filtros, y en hechizos, y en bebedizos, de esos de que tanto se hablaba en aquellos tiempos, y que, según decían, los vendían las brujas a precio de oro, y bastaban por sí solos a rendir la virtud más firme. Julia en todo temía que Pedro Juan le diera algo de hechicería, porque él, en uno de sus raptos de furor, llegó a amenazarla con hacer uso de malas artes.
Sin embargo, los días pasaban y Pedro Juan no usaba de las malas artes, no más seguía molestando a la joven.
La señora Magdalena había llegado ya a maliciar algo, y para estar más segura llamó a Julia y procuró, con disimulo hacerla confesar, sin excitar en ella sospechas terribles, si no era cierto lo que pensaba, y sin descubrir sus celos, si por desgracia había en todo ello un fondo de verdad.
Julia comprendió que su madre sospechaba algo, y procuró desvanecer aquellas sospechas, sin conseguir más con aquella conducta que hacer más desgraciada a la señora Magdalena, porque la pobre mujer llegó a suponerse que si su hija no correspondía al amor de Pedro Juan, por lo menos lo escuchaba con agrado.
Desde aquel día el corazón de la señora Magdalena fue el campo de una terrible lucha de pasiones; los celos, el amor de su hija, algunas veces la ira, otras la tristeza y el decaimiento más profundo, la desesperación, la esperanza. El corazón de aquella infeliz mujer se volvió el infierno: estaba celosa de su hija.
La señora Magdalena se volvió suspicaz y maliciosa, siempre procurando vigilar a Julia, siempre procurando saber en dónde estaba Pedro Juan, siempre temblando de que estuvieran juntos, y sin poder hablar, y sin poderles decir una palabra, porque aún no tenía completa seguridad, aún no pasaba todo aquello de celos y de sospechas.
Sólo Pedro Juan, el único culpable, estaba tranquilo, esperando con paciencia la llegada de lo que él llamaba «su día», poniendo todos los medios para conseguir su objeto, y sin comprender la tempestad que se formaba dentro de su misma casa, sin sentir el ojo vigilante de la señora Magdalena, sin ver que la hija y la madre se iban separando insensiblemente.
Pedro Juan, al saber la pretensión de don Justo, determinó precipitar los acontecimientos para hacerse dueño de Julia. La señora Magdalena vio en la petición de don Justo un modo de salvar la situación. Así pues, don Justo vino a ser la chispa que encendió el reguero de pólvora.
En la tarde de aquel mismo día, la señora Magdalena llamó a su hija y se encerró con ella en su estancia mientras que Pedro Juan había salido.
—Julia —la dijo— necesitamos hablar ahora de un negocio muy grave y que afecta tu porvenir.
—Os escucho, madre mía —contestó Julia.
—Julia, tú estás ya en edad de tomar estado; yo soy tu madre y tu único amparo sobre la tierra, y siento, a pesar de mi aparente robustez, que mi vida se agota…
—¡Oh, madre mía! por Dios, no me digáis eso…
—¿Por qué no te lo he de decir? Yo declino en la vida; dejarte abandonada sería para mí el mayor tormento en la última hora; sin parientes, sin amigos ¿qué sería de ti?…
—Madre mía, aún hay tiempo de pensar en eso.
—Nunca se puede tener segura la existencia, y nadie puede disponer con seguridad del día de mañana, y menos a mi edad y cuando se siente que la existencia se agota. Julia tú debes casarte, y pronto.
—¿Casarme, y pronto, madre mía? ¿Por qué?
—Ya te he dado mis razones, además de otras que me reservo y que no son por cierto las menos importantes. Esta tarde ha venido aquí un caballero de la ciudad a pedirme tu mano; es noble, rico, honrado.
—Pero, madre mía, si yo no quiero casarme…
—No siempre se hace en el mundo lo que más agrada, sino lo que conviene más a la honra y a la salud del alma.
—Madre mía —dijo Julia, espantada del tono de aquellas palabras— ¿qué queréis darme a entender?
—Yo me entiendo, y quizá, por desgracia, tú también me comprendes. Julia, es preciso que te cases.
—Señora, por Dios, no alcanzo el sentido de vuestras palabras, que debe ser horrible; pero yo no quiero casarme.
—¿Y quieres decirme por qué? —exclamó levantándose la señora Magdalena pálida de furor, porque la idea de que Julia tenía amores con Pedro Juan se presentó entonces con más fuerza a su alma.
—Madre, ya lo sabéis —exclamó temblando Julia— ya lo sabéis, y no podría ocultároslo; porque amo a otro hombre.
—Lo conozco demasiado —gritó la señora Magdalena tomando convulsivamente a Julia de una mano— lo sé, lo he adivinado, porque eres una mala mujer y una hija infame.
—¡Madre! —gritó Julia aterrada.
—No me digas madre, porque yo no soy tu madre, porque yo no pude haber dado el ser a una mujer como tú, porque si tú fueras mi hija no te hubieras atrevido a tanto conmigo; no eres mi hija…
—¡Señora, señora —exclamaba Julia llorando y arrastrándose de rodillas a los pies de la señora Magdalena— por Dios, explicaos!
—Dejadme, señora, dejadme, mujer; no, tú no eres mi hija, porque si lo fueras, no te hubieras atrevido a mantener infames y criminales amores con el marido de tu misma madre.
—¡Jesús me ampare! —exclamó Julia soltando el vestido de la señora Magdalena, que tenía asido, y levantándose como loca.
—¡Miserable!, ¡miserable! Tú no eres mi hija, y si lo eres, yo te maldigo.
—¡Jesús! —gritó Julia, y cayó desplomada, rebotando en el piso su hermosa cabeza.
En este momento se abrió la puerta y se presentó Pedro Juan, pálido y convulso.
—¡Villano! —le dijo la señora Magdalena mostrándole el cuerpo inmóvil de Julia— ¡he ahí vuestra obra! ¡Yo os desprecio!
Y salió del aposento como arrebatada por un torbellino.
Pedro Juan quedó como una estatua de mármol, inmóvil, contemplando a Julia desmayada y sin atreverse a socorrerla. Largo tiempo se pasó así, hasta que Julia lanzó un suspiro y se incorporó, paseando por todas partes su mirada vaga, y llevándose después las manos a la cabeza.
—¡Dios mío! —exclamó la joven como hablando consigo misma—. ¿He soñado? ¿Qué ha sido de mí? ¿En dónde estoy? ¿Qué ha pasado? Yo hablaba con mi madre… y luego se enojó… ¿Y por qué?… dizque yo tenía… ¡oh, no, Dios mío, qué sospecha tan cruel!… Y luego me maldijo… ¡ah!…
Y Julia lanzó un grito, porque sus miradas acababan de encontrar a Pedro Juan, que la contemplaba inmóvil.
—¡Ah! —dijo levantándose— ¿sois vos, que os gozáis en mi desgracia? ¡Ah, por vos mi madre sospecha de mí, por vos me desconoce, por vos, por vuestra causa, estoy maldita, maldita, maldita!…
Y la joven como loca repetía: «¡Maldita!, ¡maldita!».
—¡Ah! pero vos no lo consentiréis —continuó con exaltación— yo os lo ruego, os lo pido de rodillas.
—¿Pero qué queréis que haga? —dijo conmovido Pedro Juan.
—Os lo suplico —continuó Julia arrodillada delante de él— os lo ruego por Dios, por la memoria de vuestra madre; id, id, decidle todo, confesadle la verdad; contadle que yo jamás he oído vuestros galanteos, que no os he amado nunca, que os detesto… Id, id, por Dios, por Dios, mirad que la maldición de mi madre quema mi frente, me está matando… ¿No lo veis?
—¿Pero no comprendéis que a mí no me creerá?…
—¡Ah, señor! convencedla, vuestra verdad la convencerá. ¿Por qué no os movéis? ¿Por qué? ¡Ah, Dios mío! Mirad, os lo pido por Dios ¿no tenéis corazón? ¿No decís que me amabais? ¿Por qué no queréis salvarme? Convenced a mi madre, convencedla, y mi gratitud será eterna, y seré vuestra esclava… ¿Y qué más queréis?…
—Voy a probarlo, Julia; pero en estos momentos nada conseguiremos. ¿Por qué no esperar a que se calme?
—Porque no puedo sufrir esta mancha y esta maldición, porque me volvería loca…
La puerta se abrió y un lacayo penetró en la estancia.
—¿Qué quieres aquí? —preguntó indignado de aquel atrevimiento Pedro Juan.
—Perdóneme usía; la señora me manda entregarle esta esquela en el momento.
Pedro Juan recibió la esquela, y dijo al criado:
—Retírate.
El lacayo salió. Pedro Juan abrió la carta, y Julia escuchó su lectura con los ojos saliéndosele de sus órbitas. Decía la carta:
Señor:
No puedo permanecer bajo el mismo techo que mi esposo y la mujer que me ha ofendido; os abandono a los dos a vuestros remordimientos.
MAGDALENA.
—Esto es imposible —exclamó Pedro Juan lanzándose fuera de la estancia.
—¡Oh! —exclamó Julia— yo soy, aunque inocente, la causa de todo, yo la maldecida, yo la que no debo permanecer aquí.
Y saliendo de la estancia, bajó precipitadamente la escalera y llegó hasta la mitad de la calle.
Comenzaba ya a obscurecer.
IV. La maldecida
Julia, como una loca, comenzó a atravesar calles desconocidas para ella; miraba con asombro, a cuantos la encontraban, y pasaba esquivando su rostro de cualquiera luz.
¿Adónde iba? No lo sabía ella misma; pero caminaba sin descansar.
La noche avanzaba, las calles iban quedando desiertas, y Julia, extenuada de fatiga y de sed, se dejó caer cerca de una puerta en un callejón triste, obscuro; hubiera querido dormir, morir, desmayarse, en fin, perder por un momento la memoria, la conciencia de su situación; pero no podía.
Tenía deseo de andar, de correr, pero no podía ya dar un solo paso, y se resignó a permanecer allí.
Procuraba encontrar en su mente alguna idea que la iluminara para hallar un amigo, un refugio, y no encontraba ni un nombre conocido que viniera en su ayuda para alentarla.
Serían las diez de la noche, cuando oyó los pasos de un hombre que venía por el callejón. La joven tuvo miedo y procuró envolverse, por decirlo así, en la obscuridad de la calle.
El hombre se acercaba e iba ya a llegar adonde estaba la joven, cuando se detuvo y llamó a la puerta inmediata. Le esperaban allí sin duda, porque una voz femenil preguntó desde adentro inmediatamente:
—¿Quién va?
—Yo, hija —contestó el hombre.
La puerta se abrió, dejando salir una ráfaga de luz; el hombre que llegaba penetró, y todo volvió a quedar en silencio.
Julia volvió a entregarse libremente a sus tristes meditaciones. Así pasó una hora, y la joven volvió a escuchar que había ruido en aquella puerta.
—Vuelven a salir —pensó la joven—. ¡Dios quiera que no me vean!
En efecto, la puerta volvió a abrirse, y el mismo hombre, acompañado de una mujer que tenía un candil en la mano, volvió a salir.
—Retírate, Paulita —decía el hombre— puede hacerte mal el frío de la noche.
—Déjame que te alumbre —contestaba la mujer— siquiera mientras sales de este callejón.
—Bueno; pues hasta luego.
—Dios te lleve con bien.
El hombre dio un paso, y repentinamente lanzó una exclamación; a la luz del candil que traía la mujer había visto a Julia.
—¿Qué te sucede? —exclamó la mujer, adelantándose con el candil hasta donde estaba el hombre.
—Mira, Paulita —contestó el hombre mostrándole a Julia, que los miraba con terror.
—¡Una mujer abandonada! —exclamó Paulita, acercándose a la joven—. ¿Señora, qué es esto?, ¿qué hacéis aquí?
Julia nada contestaba.
—¡Ay, pobrecita joven! —dijo Paulita—. Arrímate, Jején; mira, creo que está ida; no contesta, no habla; y es bonita…
—Señora, niña —dijo el Jején— ¿cómo os llamáis?, ¿qué estáis haciendo aquí? Paulita, esta joven debe ser rica; mira sus zarcillos, la saya.
—¿La haremos entrar en casa? —preguntó Paulita.
—¿Y si es loca? —contestó el Jején.
Paulita retrocedió espantada con esta observación.
—¡Ay! —exclamó Julia— ¡no soy loca, señora! ¡No soy más que una mujer desgraciada! ¡Soy una maldecida!
—¡Ave María Santísima! —exclamaron a un tiempo Paulita y el Jején, retrocediendo y santiguándose con devoción.
—Sí, llevo sobre mí la maldición de mi madre; pero Dios es testigo de que no la he merecido, de que soy inocente.
Y Julia se cubrió el rostro con sus manos y comenzó a llorar con amargura.
Paulita no pudo resistir; la compasión triunfó en su corazón, y se acercó a Julia.
—No lloréis aquí —le dijo con tono cariñoso— entrad, entrad a nuestra casa; vamos, levantaos, entrad; la noche está muy fría y alguien podrá pasar. Entrad, levantaos.
Y procuraba ponerla de pie. Julia, vencida por aquella dulzura, quiso levantarse, pero estaba tan fatigada que casi le era imposible.
—Jején, Jején —gritó Paulita— ven, ayúdame; haremos entrar a esta señora en casa; casi está desmayada.
El Jején se acercó, y a pesar de su pequeña estatura, levantó a Julia entre sus robustos brazos.
—Alumbra, Paulita —dijo— esta señora se ha desmayado.
En efecto, Julia había perdido el conocimiento. Paulita abrió la puerta, y el Jején entró en la casa y depositó su carga en una cama que había en la estancia inmediata.
—¿Quieres que te acompañe? —preguntó el Jején a Paulita.
—No; ve a tu negocio, pero procura no tardar mucho.
El Jején salió y Paulita cerró por dentro la puerta. Julia volvió en sí dando un suspiro.
—¿Os sentís mejor? —dijo Paulita, acercándose a la cama.
—¡Oh sí! ¡Cuánto favor os debo! ¡Soy tan desgraciada, tan desgraciada!… —y la joven volvió a llorar amargamente.
—Calmaos, señora —le decía Paulita acariciándola— calmaos; ya estáis aquí en un lugar tranquilo, sin temores, sin zozobra; calmaos. Yo no os diré que me comuniquéis vuestras penas, porque no tengo mérito para ello; pero yo procuraré consolaros…
—¡Dios mío! Vos tenéis, señora, derecho de saber quién soy, quién es esta infeliz a quien habéis recibido en vuestra casa; vos tenéis derecho a preguntármelo y a arrojarme de aquí si os causo horror.
—¿Arrojaros? ¿Por qué? ¡Dios nos libre de una mala acción! No, señora, aquí nadie me manda más que mi marido, que es ese hombre que os ha tomado en brazos para conduciros aquí, y él está muy contento siempre con lo que yo hago… No, aquí estáis bien, y nadie os preguntará ni siquiera cómo os llamáis…
—Tenéis una alma muy generosa, y voy a confiaros mis penas; oíd.
—Señora, mirad que nada os pregunto, que nada quiero saber…
—No importa; no os lo referiré por vos, por saciar vuestra curiosidad, sino por mí, por encontrar una persona en el mundo a quien confiar mis desgracias, por aliviar a mi alma del inmenso peso que la oprime; y creo que no encontraré un corazón más digno que el vuestro para depositar mi secreto.
—En tal caso, hablad, señora, que yo guardaré vuestro secreto y procuraré consolar a vuestro corazón.
Julia se había incorporado en el lecho; Paulita estaba sentada en el mismo lecho a su lado.
Aquellos dos rostros, de una hermosura tan diferente, casi se tocaban; la caridad había formado entre aquellas dos almas un vínculo de oro.
Julia lloró un momento; luego enjugó repentinamente sus lágrimas, y como haciendo un esfuerzo violento, comenzó su relación. Paulita la escuchaba conmovida.
Julia le refirió todas sus desgracias, sin ocultarle ni sus amores con Brazo-de-acero, ni las seducciones de Pedro Juan, ni la misma maldición de la señora Magdalena; pero todo con tanta expresión, con tanta verdad, y muchas cosas entre llantos y suspiros, que Paulita no pudo menos de enternecerse.
—¡Oh, sois inocente y desgraciada, señora! —le dijo al terminar aquella relación—. Y yo soy dichosa con haberos ofrecido mi pobre casa.
Paulita atrajo la hermosa cabeza de Julia y la besó en la frente.
—Habéis sido para mí un ángel —contestó Julia— ¿qué sería de mí, abandonada, sin amparo, sin abrigo, sin esperanza? ¡Oh, sois mi providencia! Os debo una gratitud eterna.
—No hay que decir más, estáis fatigada. ¿Queréis tomar algo?
—No, me siento mejor.
En este momento llamaron a la puerta; Julia se estremeció, y Paulita, que la tenía abrazada, lo advirtió.
—No tembléis —la dijo— es Jején, es mi marido —y desprendiéndose de los brazos de la joven, corrió a la puerta y abrió violentamente.
El Jején penetró en la habitación, pero no venía solo; un hombre embozado hasta los ojos y cubierto con un gran sombrero, le seguía.
El Jején, sin contestar a Paulita, se dirigió, seguido del embozado, hasta la estancia en que se encontraba Julia, y dijo mostrándosela:
—Ahí la tenéis ¿es ella?
—¡Es ella! —exclamó el hombre, dejando caer su embozo y quitándose el sombrero.
—¡Don Justo! —exclamó la joven reconociéndole.
—Yo soy —contestó don Justo— yo, que he sido la causa, aunque inocente, de cuanto ha pasado hoy en vuestra casa, supe lo ocurrido. Este hombre es para mí de gran confianza, y lo envié a llamar esta noche para que procurara averiguar qué había sido de vos: la suerte me ha favorecido, porque al hablarle del servicio que yo quería que me hiciera buscándoos, me dijo que casualmente había dado asilo en su casa a una joven; creí que pudierais ser vos, y no he vacilado en venir a convencerme por mí mismo. Dios me ayuda, porque tengo al fin la dicha de encontraros y ofreceros, como lo hago, cuanto necesitéis para salir de tan horrible situación.
Paulita, que estaba detrás de don Justo, hizo un dengue como de burla, y el Jején, sonriéndose, le reconvino con una mirada y un ligero fruncimiento de entrecejo.
—Gracias, señor —contestó Julia— gracias; en nada debéis culparos de cuanto ha pasado, y creed que yo misma lo ignoraba: por lo demás, señor, en estos momentos aún no sé qué resolución debo tomar; estoy incapaz de moverme, de pensar, de todo, y si mis protectores me lo permitieran, yo les pediría el favor de permanecer aquí siquiera dos días.
—Por supuesto, por supuesto —dijo con viveza Paulita, adelantándose como para defender a Julia— no dos días, dos años: yo estoy muy contenta, nada nos faltará, porque yo haré trabajar al Jején ¿es verdad? Y él lo hará con mucho gusto ¿es verdad, Jején?
—Sí, señora —dijo Jején— nada os faltará y aquí estaréis segura.
—En tal caso —dijo don Justo— nada hay que agregar; sin embargo, pasado mañana volveré a veros para que me deis vuestras órdenes, si algo se os ofrece. Adiós, Julia, hasta pasado mañana. Si algo queréis antes, no tenéis sino avisarle al Jején, y él me lo dirá.
—Gracias, señor, gracias —contestó Julia estrechándole la mano.
—Adiós.
—¡Ah! Un favor quisiera pediros —dijo Julia.
—Hablad ¿qué no haré por serviros?
—Desearía que se guardara el más profundo secreto acerca del lugar en que me encuentro; que ni mi madre, ni don Pedro Juan, sepan de mí.
—Os lo prometo; nosotros cuatro nada más lo sabremos sobre la tierra.
—¡Ah, sois muy bueno, señor!
Don Justo se retiró y el Jején le acompañó hasta la puerta; Paulita y Julia quedaron solas.
—¡Qué hombre tan bueno! —exclamó Julia.
—Para nada —contestó Paulita.
—¡Cómo!…
—No os fiéis de él, os lo aconsejo.
—Pero…
—Silencio; ahí vuelve el Jején y le quiere mucho.
El Jején cerró la puerta y volvió adonde estaba Julia.
—Creo que has hecho mal en traer aquí a ese pájaro —dijo Paulita.
—¿Por qué, Paulita? —preguntó el Jején.
—Ya sabes que no le quiero.
—Él mostraba mucho interés por la señora, y yo creí que la hacía a ella un servicio en esto ¿hay algún antecedente malo?
—No —dijo Julia.
—¿Pues entonces?…
—Es una corazonada —contestó Paulita.
—Ya le pondremos en cintura si se propasa —agregó el Jején— por ahora a descansar.
Y la feliz pareja salió a dormir al otro cuarto, cediendo a Julia el lecho conyugal.
V. La transacción
Cuando Pedro Juan leyó el billete de despedida de la señora Magdalena, se lanzó a buscarla para impedirle que abandonara la casa, y llegó tan oportunamente, que en aquel momento la señora Magdalena salía de su estancia.
—¡Magdalena! —exclamó Pedro Juan— ¿adónde vas?
—Dejo para siempre esta casa —contestó con altivez la señora Magdalena.
—Pero ¿piensas lo que vas a hacer? A dar un escándalo, a convertir a toda la familia en la fábula de la ciudad.
—Todo lo he pensado, y suceda lo que Dios quiera, esta casa no la habitaré más.
—¡Magdalena, por Dios!
—Dejadme salir.
—Escúchame una palabra.
—Nada escucho.
—Magdalena, ten prudencia, mira…
—Déjame libre el paso.
—Óyeme…
—¡No! —exclamó la señora Magdalena con resolución, y se dirigió a la escalera.
—Haz lo que quieras, Magdalena; pero mañana serás la víctima de tus remordimientos ¡madre injusta y desnaturalizada!
—¿Injusta dices? —preguntó, volviéndose violentamente la señora Magdalena—. ¿Injusta dices? ¿Injusta, desnaturalizada?
—¡Sí! —contestó Pedro Juan— ¡injusta!
—¿Y te atreves a repetirlo, cuando he recibido de Julia la ofensa más terrible que se le puede hacer a una madre? ¿Y aún me llamas injusta porque he abandonado a tu cómplice?
—Sí, Magdalena, injusta, una y mil veces injusta; Julia es inocente…
—¿Inocente?
—¡Inocente!, ¡inocente! ¡Lo juro por la salvación de mi alma! ¡Inocente, Magdalena!
—¿Pero su turbación, su desmayo?
—Magdalena, ha llegado el momento de decir la verdad; yo soy el culpable, yo, que quise seducir su inocencia…
—¿Pero ella?
—Ella jamás escuchó mis palabras, jamás me mostró sino esquivez y hasta odio; el amor de hija, el deseo sin duda de evitarte un disgusto, le hizo guardar silencio, y tú premias su ternura con una sospecha que la infama…
—¿Pero eso es cierto, Pedro Juan? ¿No me engañas?
—¡Te lo juro, Magdalena, por lo más sagrado que haya en la tierra! ¿No distingues el acento de la verdad en mis palabras?
—¡Ah, sí, sí! ¡El corazón me dice también que es verdad, que tú no mientes; que Julia, que mi hija es inocente, y yo la he injuriado, y yo le he dado mi maldición!
—¿Tu maldición?
—¡Sí! ¡Ah! ¡Soy muy mala, muy injusta! ¡Debo buscarla, pedirle que me perdone!… ¡Julia! ¡Julia!
Y la señora Magdalena corrió a la habitación de Julia, gritando con pasión:
—¡Julia! ¡Julia, hija mía!
Pero ya Julia estaba muy lejos.
—¡Julia! —repetía la señora Magdalena recorriendo toda la casa—. ¿Dónde está Julia? ¿Dónde está mi hija?
—Señora —contestó un lacayo— hace un gran rato que salió a la calle.
—¡Dios mío! ¡Qué culpable soy! —exclamó la señora Magdalena cayendo en un sitial.
En el momento dispuso Pedro Juan que todos los lacayos salieran en busca de la joven, y él mismo tomó su sombrero y su capa y salió por las calles de la ciudad, dejando a la señora Magdalena entregada a la más terrible desesperación.
Uno de los lacayos contó a don Justo la desaparición de Julia, y por eso él la encontró por una verdadera casualidad; pero era ya una hora muy avanzada de la noche: además, no conocía el arrepentimiento de la señora Magdalena, y Julia misma le había encargado el secreto, y él se cuidó muy bien de avisar a la familia en dónde ella estaba.
Por otra parte, Julia, abandonada en la casa de Paulita, era una conquista más fácil para don Justo, que en su casa y al lado de Pedro Juan.
Don Justo, satisfecho, se retiró a su casa, sin pensar siquiera en dar parte de su fortuna a nadie.
En la habitación de Pedro Juan, por el contrario, los lacayos salían y entraban llevando noticias a cual más alarmantes y desconsoladoras. Quién aseguraba que unos viajeros habían encontrado a una joven, que se suponía ser Julia, en el camino de Coyoacán. Quién decía que un alguacil había visto a una joven arrojarse en uno de los canales. Quién suponía que Julia se había refugiado en un convento.
La señora Magdalena, con una resolución y un estoicismo admirables, quería saber todas estas noticias y estos comentarios, y el corazón de la pobre madre lloraba sangre. Ella era la única culpable, ella la causa de la pérdida de su hija, ella, que se había dejado precipitar por sus celos, sin respetar ni los vínculos más sagrados.
Toda la noche se pasó en aquella horrible incertidumbre, toda la noche veló y oró la señora Magdalena, y durante toda la noche Pedro Juan recorrió las calles de la ciudad en todas direcciones, acompañado de lacayos con hachones y farolillos, preguntando a todas las rondas, interrogando a todos los transeúntes y molestando a cuantos vecinos podía.
Luciendo ya la mañana, el ex-desollador volvió a su casa fatigado, triste, y más que todo, desesperado; nada había podido averiguar, nada podía decir a la señora Magdalena para calmarla. La desgraciada madre lloró, y pensó volverse loca. Pedro Juan, rendido por el cansancio, se sentó en su sitial a su lado, y a pocos momentos dormía.
Así trascurrió toda la mañana; la señora Magdalena se encerró en su aposento y no quiso comer; Pedro Juan almorzó con apetito y volvió en seguida a entregarse a sus inútiles pesquisas.
Volvió a obscurecer, y nada aún se había podido averiguar del paradero de la joven.
Tocaban la plegaria de las ánimas en las iglesias, cuando un lacayo avisó a la señora Magdalena que una joven deseaba hablarla.
—Dile que no puedo recibir a nadie, que tengo un gran cuidado de familia —contestó.
—Se lo he hecho presente —replicó el lacayo— pero insiste y dice que es un negocio que interesa mucho a usía.
—Pues dile que entre —dijo la señora Magdalena.
La señora Magdalena pasó a una estancia inmediata, en donde la esperaba ya una mujer enlutada cubierta con un espeso velo.
La señora Magdalena saludó ceremoniosamente a la tapada y le ofreció asiento.
—Pues señora —dijo la tapada— me tomo la licencia de hablarle a usía sin ceremonia, porque el asunto que traigo es importante.
—Podéis decir —contestó la señora Magdalena.
—Señora, la hija de usía está en mi casa…
—¿Mi hija? ¿Julia?
—Precisamente, señora, está en mi casa, y yo y mi marido somos unos pobres; pero allí ni estorba ni nada le faltará mientras él y yo tengamos vida y salud para trabajar…
—Pero…
—Permítame usía que termine mi relación; yo a la señorita Julia la quiero ya como a las niñas de mis ojos, porque es un ángel, y estaría muy contenta con que viviese siempre conmigo; pero está tan triste, llora tanto, que esta noche dije para mí: «Yo me voy a ver a esa madre tan cruel…».
—Señora ¿qué estáis diciendo?
—Señora, usía me perdone; pero yo no entiendo cómo son sus señorías los que tienen dinero: entre nosotros los pobres, los hijos se van porque necesitan ir a procurarse qué comer, porque el trabajo del padre no da para muchos hijos; pero nosotros los pobres no somos capaces de echar a una hija, y luego tan bonita, a las cuatro esquinas, expuesta a que en un mal rato se perdiera…
—Vos no sabéis…
—¡Bah! todo lo sé, y bien, que ella me lo ha contado; que usía dio y tomó en que su marido tenía amores con la señorita, y sin más averiguación, a la calle con ella.
—Yo no la he despedido de mi casa; muchas lágrimas me ha costado su desaparición.
—Sí, ya lo creo; usía no la dijo vete, pero la echó una maldición ¡Ave María purísima! ¡Cómo son usías! que maldicen a sus hijos así no más, como si no tuvieran ánima que salvar. Entre nosotros los pobres, con un palo en la mano manejamos a un hijo; pero eso de maldecirlo, Dios nos ampare, porque un hijo maldecido se sala, y si la maldición es injusta, también el padre. ¿Cómo no piensan sus usías en eso?
Aquella conversación de Paulita era una lección tan severa para la señora Magdalena, que no se atrevía ni a levantar el rostro. Aquellas palabras estaban hiriendo su corazón, y los remordimientos comenzaban a atormentarla.
—Pero yo me estoy metiendo en lo que no me importa —continuó Paulita— yo, sin avisarle a esa señorita, he venido a ver a usía a referirle lo que pasa, para que usía determine, porque yo no puedo verla padecer así, y usía no tendrá corazón para eso tampoco.
—¡Oh, no! Que venga, que venga, que la recibiré con los brazos abiertos.
—¡Vamos, señora! ¿Y será posible que venga ella, cuando ha salido de aquí hasta con una maldición? Y luego ¡qué madrina trae! A mí, que no soy nada; como si fuera ella una limosnera, o necesitara venir a pedir perdón, porque no ha faltado, y la trató usía con tanta injusticia.
La señora Magdalena se sintió avergonzada con aquella reflexión.
—Ahora, yo no sé si ella estará conforme en volver a su casa ¿no tiene acaso dignidad? ¿No está expuesta a que mañana le vuelva a pasar lo mismo?
—Pues entonces —dijo vencida la señora Magdalena— ¿qué os parece que debo hacer?
—Creo que lo mejor será que yo le cuente esta plática, y si la veo que se docilita, enviaré a mi marido para que pueda usía ir por ella, que es lo que debe ser.
—¿Dónde vivís?
—Yo enviaré a mi marido, y él os conducirá; vivo muy cerca de la Plaza Mayor: déme usía alguna cosa que como seña pueda traeros mi marido.
—Tomad —dijo la señora Magdalena, sacando de uno de sus dedos una rica tumbaga de oro.
—No, eso no; no se vaya a perder y crea usía que me la he tomado.
—Pero esta tumbaga la conoce Julia, y será la prueba de que habéis hablado conmigo.
—No se necesita; Julia me conoce demasiado ya para dudar de mí; déme usía un pañuelo.
—Aquí está —contestó la señora Magdalena— pero hacedme favor de aceptar esta tumbaga, siquiera por los favores que habéis hecho a Julia.
—¿Qué favores?
—Recogerla, tenerla en vuestra casa.
—¡Ah! si es por eso, guarde usía su tumbaga, que antes es cierto que yo tenía una fonda; pero me casé, yo tengo ya con qué vivir, gracias a un hombre muy caballero que está ahora en desgracia, y ya ni vendo comida ni alquilo casa. Conque Dios guarde a usía.
La señora Magdalena era una buena mujer, pero no tenía ese tacto delicado que se necesita para tratar a las gentes de corazón, y aquella noche había salido derrotada en su conferencia con Paulita.
La muchacha se levantó y se dirigió a la puerta.
—¡Ah, perdonadme!, ¿cómo os llamáis? —preguntó la señora Magdalena.
—Paulita me llaman, y estoy casada con el Jején.
—¿Es apellido eso de Jején?
—No, señora —dijo sonriéndose Paulita— así le llaman porque es pequeño de cuerpo.
Al oír la señora Magdalena que el marido de aquella mujer tenía un sobrenombre, hizo un gesto de desagrado, sin recordar quizá que al suyo le llamaban en la Española el «Oso-rico».
Paulita advirtió aquel gesto, y volviéndose hacia la señora Magdalena, le dijo:
—Mire usía, señora; mi protector una vez que estuvo enfermo, me contó que los reyes también solían tener sobrenombres ¿por qué es malo que un pobre lo tenga, cuando hasta los reyes lo han tenido?
La señora Magdalena se mordió los labios y contestó:
—No; si yo nada he dicho.
—Es verdad. Dios guarde a usía —y esta vez salió Paulita a la calle, adonde el Jején la esperaba sentado en la acera de enfrente.
—¿Qué arreglaste? —preguntó Jején.
—Todo, y muy bien.
—Cuéntame.
—No, hasta la casa y delante de Julia.
—¿Se pondrá contenta?
—Mucho, si quiere volver a su casa.
—Lo dudo.
—Ella sabrá lo que hace.
Y Paulita y su marido conversando alegremente se dirigieron para su casa, en donde Julia los esperaba con impaciencia.
VI. El proyecto de boda
Julia se había quedado sola en la casa de Paulita, esperando que ésta volviese con su marido. Paulita había procurado ocultar a la joven el objeto de su salida, temerosa de salir mal en su empresa; pero como Julia tenía miedo de quedar sola, Paulita le encargó cerrar la puerta por dentro, y que no abriera si no llamaban de una manera particular convenida entre ellas.
Poco antes de regresar Paulita a su casa, dos hombres, embozados hasta los ojos, llegaron hasta la puerta de la casa y llamaron; pero como no eran los toques convenidos, Julia se cuidó muy bien de abrir.
Uno de aquellos hombres repitió los golpes a la puerta, nadie contestó tampoco, y entonces se entabló entre ellos el siguiente diálogo:
—¿Estás seguro —preguntó uno de ellos— que ésta es la casa?
—Tan seguro, como que ayer en la mañana estuve aquí con el Jején.
—Pero no abren, y tú me has dicho que Paulita no sale por las noches.
—Es cierto, y aún hay luz adentro; mire usía.
Uno de los hombres aplicó el ojo a la cerradura de la puerta.
—En efecto —exclamó— hay luz; quizá se haya dormido esa muchacha: llamaremos más fuerte.
Y volvieron a llamar con más fuerza.
—Tal vez habrán salido.
—Puede ser; pero cuando dejaron luz, es porque no tardarán en volver.
—Volveremos más tarde.
—Como usía lo disponga.
—Y los dos hombres se alejaron por donde habían venido.
Pocos momentos después se presentó Paulita con su marido y llamaron. Julia les abrió al momento.
—¡Albricias, hermosa, albricias! —dijo Paulita abrazando a Julia.
—¿Albricias?, ¿de qué? —preguntó la joven.
—¡Albricias! ¿Sabéis de dónde vengo en este momento?
—Imposible, si vos no me lo decís.
—De vuestra casa.
—¿De mi casa?
—Sí; he visto a la señora, y está muy arrepentida de lo que hizo con vos, y desea veros.
—¿Pero qué le habéis dicho?…
—Muchas cosas buenas, sobre todo para vos, y si queréis, no tengo sino enviar al Jején con este pañuelo, y vuestra madre vendrá aquí por vos.
—Paulita, ¡cuánto os agradezco lo que habéis hecho! Pero siento rubor de volver a mi casa, en donde mi madre ha desconfiado tan horriblemente de mí…
—Se lo dije, y por eso no vino conmigo; es preciso contar con vuestra entera voluntad.
—¡Oh, si yo tuviera adónde irme!…
—Ingrata sois; ésta es vuestra casa…
—Paulita, lo creo; pero considerad que es imposible para mí permanecer en esta situación.
—Lo comprendo.
—¿Qué haré?
—Os voy a decir quizá una necedad ¿por qué no aceptáis el matrimonio que os propone vuestra madre?
—¡Dios me libre!
—¿Por qué? Habladme con franqueza.
—Paulita, ya sabéis que amo a otro hombre.
—Lo sé; pero ese amor es un imposible; ese hombre es un pirata, y debéis comprender que no puede pisar ninguno de los dominios del rey de España. Vos no podéis irlo a buscar a los mares ¿en dónde ni cómo llegaréis a encontrarle? Además ¿os atreveríais a casaros con un hombre así? Ya sabéis lo que se cuenta de ellos, que se roban en todas partes a las mujeres, que las asesinan luego que les fastidian…
—Pero Antonio es muy bueno.
—Todos los hombres son muy buenos cuando los queremos y cuando nos pretenden; luego los llegamos a conocer, y nos arrepentimos de no haberlos conocido antes. ¿Ese hombre, Julia, podrá ser distinto de los otros piratas? Si lo fuera, ya se habría separado de ellos.
—¡Si yo le amo mucho!
—En eso está el mal, en que le amáis; cuando es un amor imposible, es lo mismo que enamorarse de una estrella, y éstas son las cosas que de jóvenes guardamos en la cabeza, y que después nos pesan.
—Yo no creo imposible volverle a ver.
—¿Estáis loca, Julia? ¿Esperáis que un pirata se atreva a venir a México? Al pisar el puerto le ahorcarían. ¿Esperáis volver vos a la Española? Aun cuando así fuese, no lo veríais, porque sólo de casualidad se ven a esos hombres, y además, que no veo mucha facilidad de que vos salgáis ya de la Nueva España. Oíd mis consejos, olvidad ese amor como un sueño, olvidadlo; aceptad el matrimonio que se os ofrece, para salir de la casa de vuestra madre y ser dueña de la vuestra: os aseguro que a nadie referiréis vuestros soñados amores con el pirata, que no os haga burla; como si yo me enamorara del Gran Sultán.
—Pero ¿y él, que tanto me ama?
—Julia, Julia, sois una niña. ¿Pensáis que ese hombre se acuerde de vos? ¡Ni sabrá adónde os llevó la suerte! De seguro que no será como sois, tan candoroso, y no ha de estar guardando fidelidad a un imposible, porque esto lo sabe él mejor, que es imposible; ellos tienen mujeres en todas partes, en cada pueblo, en cada aldea; las principales muchachas son para ellos: resignaos, que no será él quien piense ya en Julia, porque para él ha muerto.
—Paulita, ¡cuánto mal me hacen vuestras palabras!
—Lo siento; pero os amo como a mi hermana, y quiero curaros esa locura, y por eso y porque salgáis de la casa en que tan mal os han tratado, os aconsejo que aceptéis ese matrimonio. Al principio será para vos un inmenso sacrificio, porque en todas partes veréis a vuestro pirata, y os parecerá que se os aparece a cada momento; pero al año ya me daréis las gracias y os reiréis de ésta que ahora soñáis pasión. ¿Conque queréis que mande llamar a vuestra madre?
Julia reflexionó, y luego contestó con resolución:
—Que venga.
—Anda, Jején, hijo mío —dijo Paulita— lleva este pañuelo a la señora de la casa en donde estuvimos, y dile que su hija la espera.
El Jején salió precipitadamente.
—Ahora que estamos solas —dijo Paulita— os contaré, para vuestro consuelo: yo también amé con mi primer amor a un hombre, a un hombre que fue también un imposible para mí; y no porque estuviera en tierras remotas, ni porque me fuera imposible volver a verle, sino porque era noble, porque era un conde, y yo era una pobre muchacha. Yo hubiera sido, no su mujer, su dama, y él lo comprendió, y él me hizo comprender a mí el abismo que nos separaba, y él me contuvo en mi caída, y le escuché y me casé con el Jején. El corazón se me hacía pedazos; pero ahora comprendo que hice bien; sería yo quizá una mujer perdida: aún le amo, aún me estremezco al hablar de él; pero me domino, y sigo viviendo tranquila, porque era imposible que yo fuera la esposa de don Enrique Ruiz de Mendilueta.
—¿Así se llamaba?
—Sí; Enrique Ruiz de Mendilueta se llama, Julia, porque aún no ha muerto; nadie sabe dónde está, pero creo que vive.
—¿Habéis padecido mucho?
—Mucho; pero conocí la razón. Amar un imposible es una locura, creedme. Julia, os lo digo con experiencia, y vos no podéis ser ni la dama siquiera de ese hombre, porque no creo que volváis a verle.
Julia se cubrió el rostro y comenzó a llorar. Paulita se acercó a ella y comenzó a acariciarla.
—¡Cuánto siento lo que os hago padecer con mis consejos! —la dijo—. Pero según me habéis contado, no tenéis una amiga verdadera, ni persona alguna que os aconseje; no podéis estar ya tranquila en vuestra casa, los celos han envenenado el corazón de vuestra madre, que estará constantemente desconfiando de vos. Por otra parte ¿creeis que ese vuestro perseguidor, ese don Pedro Juan, prescinda de sus antiguas pretensiones?
—Después de lo que ha pasado, creo que sí.
—Os engañáis; al encontrarse a vuestro lado otra vez, al ver que ha pasado ya la tormenta, poco a poco irá cobrando confianza, y muy pronto, con vuestra presencia en su casa, volverá a encenderse su pasión y volverá a solicitar vuestro amor, hasta que haya otra tormenta más terrible que la anterior.
—Por eso no quiero volver a mi casa.
—¿Pues adónde iréis? ¿Tenéis vocación de monja?
—¡Oh! no, no.
—Entonces en cualquier parte estaréis mal y expuesta siempre a la persecución de ese hombre, y a que el día que vuestra madre sepa algo, crea que para tener más libertad habéis dejado su casa.
—¡Dios mío!, ¿qué haré?
—Julia ¿no tenéis más que el amor de vuestro pirata que os impida casaros con el hombre que os propone vuestra madre?
—Nada más; perdido su amor, para mí todo es indiferente sobre la tierra.
—Pues lo que es su amor, dadlo ya por perdido…
—Eso es espantoso…
—Pero es la verdad; tened resolución y arrojad esas locuras de vuestro pensamiento, o amadlo, pero que esto no os impida orar como todos los cristianos, y no soñando en imposibles: aprended a mí…
—Vos no amaríais sin duda a ese hombre.
—¿Que no le amaría?, ¿que no le amaría? Julia, le amo aún con todas las fuerzas de mi alma; le amo aún, a pesar de que para mí es ya sólo un recuerdo; le amo, le amo, y su amor está en mi corazón como en un santuario, y lo conservo como una religión, a pesar de los obstáculos invencibles que nos separan. Y yo tuve y tendré quizá necesidad de luchar, de luchar y vencerme, porque yo le veía, y le hablaba, y se sentaba a mi lado, y estrechaba mi mano, y lo que es más, comprendía que yo le amaba; y le veré otra vez, mi alma lo presiente, y, Julia, yo os lo aseguro, sabré vencerme. Conque decidme ahora vos ¿en qué son comparables los tormentos de vuestra soñada pasión, con este combate diario y doloroso, en el que no hubiera yo tenido necesidad más que de decir una sola palabra para ser, si no la esposa, al menos la querida de ese hombre adorado por mí? Julia, amad a vuestro pirata cuanto queráis, pero no sacrifiquéis a ese amor de niña vuestro porvenir y la tranquilidad de vuestra madre.
En este momento se oyó en la calle el ruido de una carroza, y llamaron a la puerta.
—Ahí están —dijo Paulita, y se dirigió a abrir.
Julia se puso lívida; la puerta se abrió, y el Jején, seguido de la señora Magdalena, penetró en la estancia.
La madre y la hija se precipitaron la una en los brazos de la otra, y sin poder articular palabra, comenzaron a llorar.
Jején llamó a Paulita aparte y le dijo:
—¿A quién crees que he encontrado esta noche, al ir para la casa de esa señorona?
—¿A quién? —preguntó Paulita.
—A don Enrique en persona.
—¡Jesús! —exclamó Paulita poniéndose trémula.
—No te espantes y vayan a maliciar algo; viene oculto y con riesgo de la vida.
—¿Pero qué te dijo? —preguntó la joven, pudiéndose apenas tener en pie.
—Que me necesita, no sé para qué; que mañana a las once de la noche me espera enfrente de Catedral.
—¿Y no más?
—No más.
—¿Te preguntó por mí?
—No.
Paulita ahogó un suspiro y sintió que su corazón se hinchaba de dolor.
—¡Oh! —pensó la joven— ¡si Julia sintiera esto!
Julia y la señora Magdalena hablaban ya entre sí.
—Vamos, hija mía —decía la madre limpiándose los ojos— vamos, ya no llores; sígueme, volvamos a nuestra casa, y perdóname tantas imprudencias; tú no sabes lo que son los celos, y Dios te libre, hija mía, de saberlo nunca. Vamos a casa —y la tomó de una mano para llevarla consigo.
Julia humildemente se levantó.
—Adiós, Paulita —dijo Julia abrazándola.
—Adiós —contestó Paulita, y encontrando en aquella despedida un pretexto para dar salida al llanto que la sofocaba, se puso a gemir.
—Paulita —dijo Julia— no dejéis de ir mañana por casa, os espero…
—No —contestó Paulita— mañana iré; aún tengo que seguir con vos una conversación pendiente.
Julia y la señora Magdalena montaron en la carroza que las esperaba rodeada de lacayos a pie que llevaban luces, y se dirigieron para la casa.
Al penetrar otra vez Julia en aquella mansión, de la que había salido de una manera tan triste, sintió que todas las reflexiones de Paulita tomaron mayor fuerza; se le figuró que alguien se las repetía en su interior, y comprendió que la pobre muchacha tenía razón.
La señora Magdalena se iba poniendo sombría y dirigía para todas partes miradas inquietas.
Julia conoció lo que pasaba en aquel corazón, y una resolución repentina y enérgica nació en el suyo; le pareció digno de ella sacrificarse por la felicidad de su madre, y dijo sin vacilar a la señora Magdalena:
—Madre mía ¿de quién decíais que pretendía ser mi marido?
—De don Justo, el hermano de la condesa de Torre-Leal —contestó admirada la señora Magdalena.
—Madre mía, decidle que le autorizo para que pida mi mano; pero ha de ser pronto, muy pronto.
—Gracias, hija mía, gracias. ¡Dios te bendiga! —exclamó la señora Magdalena anegada en llanto y cayendo en los brazos de su hija.
—¡Por vos, madre mía! —murmuró Julia.
Y las dos quedaron en silencio.
VII. El 6 de agosto
Eran las once de la noche del día 6 de agosto de 1669, y llamaba a la casa de doña Ana un hombre embozado. Era don Diego, que volvía a ver a la dama por primera vez desde la escena que han presenciado entre ambos nuestros lectores.
Doña Ana estaba triste; el Indiano había escapado casi de entre sus brazos, confesándole que la amaba, y sin embargo, no volvió; doña Ana le esperaba todas las noches, y las noches pasaban y don Diego no parecía: la dama sentía una inquietud mortal.
—Habrá prescindido de mi amor —pensaba— ¿qué hago entonces en esta soledad?… No, no, vendrá; le espero, le espero.
En este momento llamaron al zaguán.
—¡Él es! —exclamó doña Ana, y se arregló el traje y el tocado como si ya don Diego estuviera muy cerca.
Doña Ana oyó los pasos de alguien que subía la escalera, que se aproximaba por el corredor, y la puerta se abrió.
—¡Don Diego! —exclamó la joven saliendo a su encuentro.
—¡Doña Ana! —dijo el Indiano.
—Temía que no volvieseis más.
—Doña Ana, no os engañáis; había tomado mi resolución: no quería ya veros.
—¡Ingrato!
—Sí, porque tenía remordimientos con vuestro amor; pero he pensado tanto en vos, en lo que me habéis dicho, siento tan triste, tan inmensa mi soledad, que me decidí a venir para deciros…
—¿Qué?, ¿qué?
—Que os amo, que quiero, que necesito que seáis mía…
—¡Don Diego! —exclamó doña Ana precipitándose en sus brazos— ¡cuán feliz me hacéis!
—Sí, doña Ana, porque yo lo soy también. He comprendido que realmente Marina no existe ya para mí; yo estoy solo sobre la tierra como vos lo estáis; soy joven aún, necesito amar; vos me amáis, y sois digna de que os ame, porque os debo una reparación, y esto es lo que me ha decidido.
—¡Reparación! ¿Y de qué, don Diego?
—¿De qué, Ana? De que yo soy la causa de todas vuestras desgracias, de que yo aconsejé a Estrada todo lo que hizo con vos el día de vuestro rapto, de que esa misma noche, antes que él os hubiera visto, os hubiera hablado, vino a mí, me ofreció que si yo quería seríais mía y no de él, y yo, cegado, desprecié aquella ocasión. Yo he sido malo para los dos.
—Pero no hay que hablar de eso si me creeis digna de vos aún.
—Digna sois, Ana, porque si vos habéis tenido amores con don Cristóbal de Estrada, si habéis sido su querida, yo he tenido la culpa y me arrepiento. Y ahora que Dios me pone en situación de reparar mi delito, lo haré, y vos, Ana, seréis mi esposa.
—¡Oh —exclamó conmovida doña Ana— ésa es demasiada felicidad! Porque yo no merezco tanto: ¡volver así tan alta a vuestro aprecio, es para mí la mayor de las dichas!
—Ana, os amo, sois buena, yo os haré feliz; consolaréis mi soledad, seréis la madre de mi pobre hija, y nos iremos a vivir lejos de aquí, adonde nadie nos conozca. Felizmente aun soy joven y rico, y podemos aún pasar una vida tranquila.
—¡Don Diego! ¡Sois un ángel!
—Preparad vuestros equipajes para mañana mismo; quiero que salgamos de la ciudad en la tarde.
—¡Oh!, ¡qué felicidad!, ¡qué felicidad!
—Mañana, a las dos de la tarde, vendré aquí en mi carroza por vos.
—¡Dios mío, se me va a hacer eterna la noche! Éste es el día más feliz de mi vida. ¿En qué fecha estamos? Porque quiero grabarla en todas partes.
—No recuerdo.
—Yo sí, ya recuerdo, estamos a seis de agosto.
—¿A seis de agosto? —dijo sobresaltado el Indiano, recordando la cita con don Enrique.
—Sí, a seis de agosto. ¿Qué os sucede?
—Nada —contestó el Indiano sacando una soberbia muestra guarnecida de piedras preciosas, y diciendo para sí—: Los tres cuartos para las doce.
—¿Por qué os habéis puesto sombrío? ¿Esta fecha os trae algún recuerdo penoso?
—Sí, Ana, y me voy por eso inmediatamente.
—Pero explicadme, don Diego.
—No tengo ya tiempo, será mañana. Adiós, mi hermosa dama —dijo dándole un beso.
—Adiós, amor mío —contestó doña Ana.
El Indiano salió apresurado, y ella quedó diciendo:
—¡Qué extraño misterio! pero este hombre es ya mío…
El Indiano se dirigió a la inmediata calle, que era el lugar designado por don Enrique; pero don Diego no creía en aquella cita. Además, don Enrique era para él culpable por haberle engañado, enviando a doña Ana en lugar de doña Marina: quizá estaría muy lejos de México; pero don Diego sentía necesidad de buscarle.
Las doce sonaban cuando desembocó en la calle de Tacuba y se dirigió al frente de la casa que había habitado doña Marina; por los balcones se advertía luz, cosa extraña en aquella hora.
Don Diego se paró frente a la casa, y de la puerta de ella se destacó un hombre.
—¿Quién va? —dijo el Indiano.
—Quien os ha citado para este lugar.
—¡Don Enrique!
—El mismo, don Diego. Sabéis que no acostumbro faltar jamás a mi palabra.
—Lo sé, y sin embargo, una vez por todas me habéis engañado vilmente.
—Tened la lengua, o vive Dios que tendréis que arrepentiros.
—Sea en buena hora —dijo don Diego tirando de su estoque— defendeos, y Dios decidirá.
—Aún no llega el momento —contestó con calma don Enrique y sin sacar su espada— pero pronto vendrá: por ahora, tened la bondad de seguirme.
—¿Adónde?
—¿Tenéis miedo?
—Jamás; guiad.
Don Enrique dio media vuelta y se encontró frente al zaguán de la casa; le abrió y penetró al patio, seguido del Indiano. Don Enrique subió apresuradamente las escaleras, y el Indiano le seguía de cerca.
Aquella casa despertaba en el ánimo de don Diego tristísimos y dolorosos recuerdos; parecíale ver a doña Marina, hermosa con la animación que comunicaba a su semblante el goce de los primeros amores; recordaba los días felices que había pasado allí a su lado. Y con estos recuerdos se unían las punzantes memorias de los acontecimientos de Portobelo, la consideración de lo que sería de doña Marina en aquellos momentos, y una especie de remordimiento por sus amores con doña Ana y por la resolución que había tomado de llevársela consigo al día siguiente.
Todas estas ideas nacían en su cerebro simultáneamente, y luego pensaba adónde le conducía don Enrique; quizá para hacer más completa su venganza, pretendía hacerle morir en el mismo lugar en que había recibido la injuria.
Don Diego era un valiente; pero hay pensamientos terribles y presentimientos negros, que caen sobre el corazón más ardiente como una gota de agua helada, y que hacen estremecer al hombre más audaz.
El Indiano, al llegar cerca de la puerta del salón principal, vaciló un momento y llevó instintivamente su mano a la empuñadura de su daga.
Don Enrique ni aun le miraba; abrió con violencia la puerta y se precipitó en el salón; el Indiano le siguió; pero apenas penetró allí, lanzó un grito y quedó como clavado en el sitio.
Aquel salón estaba regiamente adornado e iluminado profusamente, y en un sitial, cerca de una mesa, estaba sentada doña Marina.
Al entrar don Enrique, la joven levantó el rostro, y al ver a don Diego quiso ponerse en pie; pero las fuerzas le faltaron, y pudo apenas pronunciar palabras inarticuladas y tenderle los brazos.
—Don Diego —dijo solemnemente don Enrique— ahí tenéis a vuestra esposa, tan pura y tan digna como el día que dejasteis de verla; a sus virtudes y a su belleza reúne hoy un nuevo encanto, la corona del martirio: su alma ha salido triunfante de la prueba. Dios, su firmeza y mi fortuna, os vuelven hoy a doña Marina; podéis arrojaros en sus brazos, porque es digna de respeto y de admiración.
—¡Marina! —gritó el Indiano recibiendo en sus brazos a la joven, que se precipitó en ellos trémula y silenciosa—. Marina ¿es posible? ¿Vuelvo a verte? ¿Te tengo en mi pecho? Háblame, háblame, porque me parece que sueño.
—Don Diego —exclamó Marina— no soñáis; Dios nos vuelve la felicidad.
Don Enrique iba a salir de la estancia para dejarlos solos, cuando doña Marina, desprendiéndose de su esposo, tomó a don Enrique de una mano y le detuvo.
—Don Diego —dijo— he aquí al hombre a quien, después de Dios, debemos nuestra felicidad y nuestra honra; él ha sido mi refugio y mi amparo en medio de los peligros, él ha fortalecido mi constancia, él ha estado a punto de morir por servirme, y él, en fin, es el que me ha libertado con un rasgo de audacia inaudito, atravesando con su navío en medio de la armada del terrible Morgan.
—Marina, tú no sabes aún lo que ese hombre vale; él me ha vencido en el castillo de Portobelo, y me ha dado la libertad y la vida; yo le culpaba porque los piratas te arrebataban cuando él me había prometido volverte a mis brazos; pero entonces aun no comprendía la grandeza de su alma. Caballero don Enrique Ruiz de Mendilueta, señor conde de Torre-Leal ¿queréis honrarnos con vuestra amistad, ya que habéis sido nuestro ángel salvador?
—Señor don Diego de Álvarez, yo no soy ni caballero, ni conde; no soy sino el mexicano proscrito y miserable; no soy sino el hombre que no tiene ni patria, ni nombre, ni familia; no soy más que el pirata Brazo-de-acero, que he venido hasta aquí para cumplir con una cita que yo mismo os había dado para esta noche y entregaros a vuestra esposa. Al daros esa cita me animaba el deseo de vengar en vos sangrientas injurias; hoy ya no me atrevería; la satisfacción de haber hecho felices a mis enemigos, llena de tal manera mi corazón, que se apagan para siempre mis antiguos rencores…
—¿Y no queréis nuestra amistad? —dijo doña Marina.
—Señora, no quiero que mi corazón críe vínculos que no pueden existir.
—¿Y por qué no? —dijo el Indiano.
—Porque voy a partir esta misma noche.
—¿Y adónde?
—No lo sé; a ocultar mis desgracias en un país remoto, a huir de la persecución de los virreyes: un hombre de toda mi confianza debe esperarme a las doce de la noche frente a Catedral; con él voy a arreglar mi viaje, y mañana al lucir la aurora, me alumbrará muy lejos de aquí.
—Don Enrique —exclamó el Indiano— por mí habéis perdido patria, nombre, riquezas, porvenir, todo, todo, y os habéis vengado de una manera terrible para mí. Don Enrique, hacedme completamente feliz, permitiéndome que os vuelva cuanto os he arrebatado.
—Es imposible; eso se perdió para siempre…
—¡Oh! hacedme el último servicio, no me dejéis entregado a mis remordimientos; yo conseguiré lo que os ofrezco.
—¿Y cómo? —preguntó tristemente el joven.
—No lo sé, no os lo puedo decir en este momento; pero tengo fe en que lo conseguiré.
—No lo creáis.
—Mirad, no os pido mucho tiempo; ocho días, don Enrique, ocho días ¿qué son para vos ocho días? Ocho días que estaréis oculto en mi casa; si pasado este tiempo nada consigo, os doy mi palabra de caballero de que os lo diré con franqueza y estaréis en libertad de partir.
—Don Diego…
—Sí, acceded a mi súplica, y pensad que es vuestro porvenir, vuestra felicidad, lo que os ofrezco como una muestra débil de mi gratitud, como un homenaje al hombre que me venció en valor y en generosidad.
—Acceded —dijo doña Marina.
—Sea como vos queréis —exclamó con resignación don Enrique, y el Indiano y su esposa le enlazaron entre sus brazos.
De los ojos de don Enrique se había desprendido una lágrima.
—Ahora —dijo el Indiano a su esposa— vamos a ver a nuestra hija.
—¡Vamos! —exclamó con alegría doña Marina—. Venid, don Enrique.
Y los tres, con el corazón lleno de alegría, salieron a la calle y se encaminaron para la casa de don Diego.
VIII. La alegría de don Justo
El Jején llegó a las doce de la noche frente a Catedral, como se lo había prevenido don Enrique, y se puso a esperar; pero don Enrique no volvió a pensar ya en él.
La hora pasaba, el frío de la mañana hacía tiritar al Jején, que permanecía firme en su puesto, hasta que los rayos del sol comenzaron a dorar las torres de la ciudad.
—Ya no viene don Enrique —dijo para sí el Jején— vamos a descansar, que si él me necesita sabrá buscarme.
Y se dirigió a su casa.
Paulita le esperaba con impaciencia; la noticia de que don Enrique estaba en México traía tan turbado su corazón, que no le era posible no sólo dormir, pero ni aún recostarse.
Como la joven sabía que don Enrique había citado al Jején para las doce de la noche, esperaba ella saber lo que pensaba hacer el joven, y a cada instante desde que su marido había salido, le parecía oír pasos, y que alguien se acercaba y que llamaban a la puerta. Paulita, a pesar de la gran resolución de que había hecho gala con Julia, estaba enamorada y no podía dominarse.
Por fin, llegó su marido.
—¿Aún no te has acostado, Paulita? —le preguntó.
—¿Qué sucedió? —preguntó la joven sin contestar a la pregunta del Jején.
—Nada; que don Enrique no fue, y que me he pasado la noche como un gallo.
—¿Por qué faltaría?
—No lo sé; quién sabe qué le sucedería.
—¿Y ahora qué sucede?
—Pues que yo no sé dónde él está para verlo, y espero esta noche que él venga a buscarme a mí. Entretanto, voy a dormir un poco, y creo que harás lo mismo tú ¿no es verdad?
—No tengo sueño, y además voy a visitar a Julia…
—¡Mucho cariño le has cobrado!
—¡Es tan buena y tan desgraciada!
—Anda, pues.
Y Jején se acostó, y a poco roncaba como un bienaventurado. Paulita se vistió con más cuidado que de costumbre para salir a la calle; don Enrique no se apartaba de su imaginación, y le parecía que iba a encontrarle en la calle, o que iba a ser vista por él, y por esto ponía tanto cuidado en sus ropas y en su tocado.
Paulita estaba encantadora, y con la conciencia de que iba muy hermosa, salió a la calle y se dirigió a la casa de Julia.
Apenas serían las ocho de la mañana, pero todo el mundo estaba ya en pie en aquella casa. Julia no había salido de su habitación, y la señora Magdalena había enviado temprano una esquela a don Justo.
Casi al mismo tiempo se presentaron en la casa Paulita y don Justo, preguntando el uno por la señora Magdalena, y la otra por la señorita Julia. Paulita fue conducida hasta la estancia que ocupaba su amiga, llamó discretamente a la puerta y penetró.
Julia estaba muy pálida, y sus ojos, rodeados de un círculo azulado, indicaban que había pasado una noche terrible. Al ver a Paulita se levantó y se dirigió a su encuentro.
—Buenos días, Julia ¿cómo os sentís? Ya veis que llego quizá demasiado temprano a visitaros; pero estaba yo tan inquieta…
—Paulita, me dais con esto un verdadero placer; soy tan desgraciada, y no tengo más amiga que vos…
—¿Y cómo seguís? ¿Qué ha dicho vuestra madre? ¿Qué habéis pensado?
—Paulita, vuestras reflexiones, vuestros consejos, alguna tristeza mal disimulada que noté en el semblante de mi madre, su inquietud, el recuerdo de cuanto me había pasado, y el temor de la vida que me esperaba, me han hecho tomar una resolución dolorosa pero firme.
—¿Y cuál es esa resolución?
—Estoy decidida a casarme con el esposo que me ofreció mi madre…
—¡Oh, bendito sea Dios! ¡Bendito sea Dios! Esto es lo que se llama obrar con prudencia… Ya veréis, ya os acordaréis de mí.
—Sí, estoy resuelta; así se lo he dicho a mi misma madre, y no he puesto más que una condición…
—¿Qué condición?
—Que ese matrimonio se haga inmediatamente.
—¡Dios mío! Pues tenéis más resolución que la que yo os suponía…
—¿Qué podía yo esperar? ¿Para qué había de pasar días de vacilación? ¿Por qué detener ese momento, que si es para mí un gran sacrificio, es la tranquilidad para mi pobre madre? Yo no puedo ya ser feliz; que lo sea ella: yo soy un obstáculo para su dicha. Yo quitaré ese obstáculo casándome con el hombre que me pretende…
—¿Y quién es ese hombre? ¿Lo sabéis ya?
—Sí; es el hermano de la condesa de Torre-Leal, ese don Justo que me fue a buscar a vuestra casa.
Paulita hizo un gesto de disgusto.
—¿Sabéis algo malo de él? —preguntó Julia.
—No; no le quiero yo porque era enemigo de don Enrique.
—¡Ah! ¿Del hombre a quien amábais?
—A quien amo, Julia, a quien amo, y que por desgracia mía ha llegado a México.
—¿Cuándo?
—No lo sé; pero al salir vos anoche, mi marido me dijo que le había hablado.
—¿Y estáis impresionada?
—Julia, no podéis comprender lo que pasa ahora en mi corazón; estoy alegre, y una tristeza profunda me asalta repentinamente; deseo verle, y temo el encontrarle; siento remordimientos por ese amor, con el que me parece que le falto a mi esposo, y al mismo tiempo no me arrepiento de haberle amado; estoy orgullosa porque no sucumbí a su amor, y maldigo mi debilidad que me hizo detenerme antes de ser suya; porque ese hombre, Julia, tan noble, tan generoso, tan valiente, merece que una mujer se sacrifique por él; porque ese hombre merece que una mujer esté más orgullosa de ser su dama que si fuera la esposa de un monarca.
—¿Tanto le amáis?
—¡Ah, Julia, siento que me vuelvo loca! En toda la noche no he podido dormir, y he venido a veros tan temprano para quejarme con vos, para llorar con vos, para que tengáis lástima de mí… ¡Oh!, ¿para qué ha venido a México ese hombre?
—¿Y se ha casado ya? —preguntó Julia.
—¿Casado? —repitió Paulita alzando la cabeza con un aire de espanto y al mismo tiempo de furor—. ¡Oh, esa prueba sí no la resistiría yo, porque no comprendo que pudiera amar a otra mujer!…
—Pero vos sois casada sin embargo…
—Lo soy, y no quisiera yo que él lo fuera… ¿Pero qué derecho tengo yo para esperar exigir nada de él?
Y Paulita se puso a llorar amargamente.
—Calmaos, calmaos —le decía Julia acariciándola— ¿en dónde está esa indomable resolución de que me hablabais anoche?
—Yo la tenía, la tenía, Julia; pero al saber que estaba aquí, la he perdido. ¡Pobre de mí!, ¡pobre de mí!
—Y bien, Paulita, si el hombre que yo amo apareciese de repente ante mis ojos ¿qué sería de mí?
—Julia, eso es imposible; ese hombre no puede pisar la América sino en son de guerra.
—Pero es que el vuestro se ha aparecido.
—Julia, no suceden siempre las cosas lo mismo; don Enrique ha vuelto a México porque nació aquí, porque no ha cometido ningún crimen contra el rey, al paso que el vuestro no podría pasar ni de Veracruz.
Llamaron en este momento a la puerta.
—¿Quién va? —dijo Julia.
—Señorita —contestó desde afuera una esclava— el ama quiere que su merced vaya a verla.
—Dila que voy —dijo Julia, y luego dirigiéndose a Paulita agregó—: Seguramente mi madre va a comunicarme la resolución de don Justo: no os vayáis, esperadme; necesito que me animéis.
—Julia, no perdáis vuestra resolución.
—Nada temáis, estoy firme y serena ¿no me veis?
Julia se levantó y salió majestuosamente de la estancia, dejando admirada a Paulita con su energía.
En tanto que las dos jóvenes habían tenido la conversación anterior, había pasado en el gabinete de la señora Magdalena una escena importante.
Don Justo llegó a la casa, como hemos visto, en los mismos momentos que Paulita, y se dirigió al aposento de la señora Magdalena. Se hizo anunciar y fue recibido sin obstáculo.
—Señora —dijo don Justo— he recibido una esquela vuestra llamándome, y me he apresurado a venir para ofrecerme a vuestras órdenes.
—Don Justo, os lo agradezco ¿sabéis ya lo acontecido con mi hija?
—Sí, señora, y os aseguro que me ha causado profundo disgusto, no sólo por haber sido yo la causa involuntaria de todo, sino por las penas que ha sufrido Julia, a quien amo y respeto con todo mi corazón…
—Gracias.
—Yo tuve la fortuna de saber a tiempo lo ocurrido, y de saber también el lugar en que ella se había refugiado, para ir a ofrecerle mis débiles servicios.
—No sabía yo…
—Nada he querido deciros hasta que estuvierais más calmada, para pediros el perdón de Julia y hacerla volver a vuestro lado.
—Gracias; pero ya Julia está aquí.
—¡Oh, cuánto me alegro!
—Está aquí, y consiente en ser esposa vuestra si vos estáis resuelto a llevar adelante vuestras pretensiones.
Don Justo se levantó de su asiento como un niño a quien le ofrecen un juguete; estaba pálido de alegría.
—¡Dios mío! ¡Qué gusto! —exclamó— ¡qué placer! ¿Cómo no, señora? ¡Me hacéis feliz, me hacéis feliz! ¡Julia mi esposa, mi esposa! ¡Oh!, ¿y cuándo? ¿Cuándo tendrá lugar esa boda?
—Es la única condición que Julia os pone.
—¿Que se retarde?
—No; que se haga inmediatamente.
—Pues esa condición me hace feliz, feliz.
—¿Admitiréis?
—¿Quién lo duda? Hoy mismo, mañana mismo, cuando quiera ella.
—Le preguntaremos.
—Sí, esta semana es para mí la semana de la alegría; ¡si supierais!
—¿Qué?
—Que dentro de tres días se cumple el plazo señalado por el conde de Torre-Leal para esperar la vuelta de su hijo mayor, a quien todos creen muerto; si ese día no se presenta, como no se presentará, porque yo sé que está gozando de Dios, mi sobrino, el hijo de mi hermana, el hijo del segundo matrimonio del conde, entrará al goce de la herencia, y ya podéis comprender cuánta será por eso mi alegría; es hijo de mi hermana, y además yo soy su tutor.
—Entonces, para ese día, si queréis, fijaremos el matrimonio.
—Si Julia quiere, si está contenta con eso, dentro de tres días nos uniremos para siempre. ¡Oh, qué contento estoy!
Y don Justo se frotaba con alegría las manos.
—¿Queréis que llame a Julia? —preguntó la señora Magdalena.
—Si os parece bien…
—María —gritó la señora Magdalena.
—Señora —dijo una esclava.
—¿Está levantada la señorita Julia?
—Sí, mi ama.
—Dile que venga un momento.
La esclava salió a llevar el recado a Julia, y don Justo, que no podía moderar su alegría, comenzó a pasearse apresuradamente delante de la señora Magdalena.
A decir verdad, la señora Magdalena estaba tan alegre como él de aquella boda; era una tentación menos para Pedro Juan, y una garantía más para la tranquilidad de su matrimonio.
IX. Firmeza y energía
Julia se presentó delante de la señora Magdalena y de don Justo que la esperaban, pálida, pero serena; su voz no temblaba, aunque sus ojos daban muestras de llanto.
—¿Me habéis enviado a llamar, madre mía? —preguntó la joven.
—Sí, hija mía; siéntate y escúchame.
Julia obedeció sin replicar.
—Ayer —continuó la señora Magdalena— me has manifestado tu voluntad de recibir como esposo al señor don Justo, que está presente, y que había pedido tu mano.
—Es cierto, madre mía.
—Bien; y recuerdo igualmente que la única condición que pusiste, fue la de que este matrimonio se verificara cuanto antes.
—Es verdad.
—¿Y estás dispuesta aún a llevar a efecto este enlace?
—Lo estoy.
—Es que el señor desea que se verifique dentro de tres días…
—Él puede disponerlo para el día en que le parezca más conveniente.
—Entonces, hija mía, creo que debes hablar con él a solas un momento.
—No hay necesidad —dijo la joven.
—No la habrá, pero lo creo prudente, y os dejo en libertad; puesto que vais a casaros, no os faltará algo que hablar.
Y sin esperar contestación, la señora Magdalena salió, dejando solos a don Justo y a Julia.
La posición de don Justo no podía ser más embarazosa para un hombre de tan poco trato de sociedad; sabía ya que aquella joven iba a ser su mujer, y sin embargo, no se atrevía ni a dirigirle la palabra. Don Justo creía aquello como un inmenso triunfo, como la realidad de una ilusión que no se atrevía a tocar por temor de verla deshecha.
Julia, por su parte, como nada tenía que decir a aquel hombre, callaba y no le dirigía ni una mirada.
Por fin, él haciendo un esfuerzo inaudito, se atrevió a romper el silencio; pero como todos los tontos, fue tan torpe en el modo de principiar su conversación, que más le valiera haberse callado.
—Conque es decir, Julia, que deseáis casaros conmigo —dijo.
—No he dicho tanto —contestó la joven— estoy resignada a llamaros mi marido.
—Entonces —dijo él con cierta especie de fatuidad— vos me amáis.
—Don Justo, creo que no todavía.
—Entonces ¿cómo os vais a casar conmigo? Porque si os vais a casar conmigo es porque me amáis; eso no lo podéis negar.
—Caballero, ya que promovéis esta conversación, que yo hubiera deseado evitar, voy a hablaros francamente, voy a deciros lo que pasa en mi corazón, voy a explicaros con verdad mi conducta; si aun así insistís en casaros conmigo, yo no tendré inconveniente ninguno.
—Hablad, Julia, con entera libertad.
—Ante todo debo advertiros, señor, que no os amo…
—Dolorosa advertencia para mí.
—Pero necesaria: no os amo ¿lo oís? No os amo; esto no quiere decir que os aborrezco, que seáis antipático para mí, que me causéis repugnancia…
—Entonces…
—Entonces, me sois completamente indiferente.
—¡Jesús!
—No os admiréis; yo tal vez en lo sucesivo con el trascurso del tiempo, con vuestra conducta noble, con vuestro trato amable, con vuestro cariño y vuestras consideraciones, quizá os llegue a querer como a un buen marido; pero ahora no os miro como a mi novio.
—¡Julia!
—¡La verdad! Y yo quiero que la escuchéis entera de mi boca, porque jamás he engañado a nadie.
—Pero si vos no me amáis, mi tranquilidad está perdida.
—Eso no, don Justo; una dama soy que sabe lo que debe a su nombre, a su honra, y sobre todo, a su religión. Podéis, señor, descansar tranquilo; vuestro honor está en mis manos tan seguro como en una caja de oro, y si llegara el caso de que siendo vuestra esposa sintiera nacer un amor extraño en mi corazón, antes que dejarlo siquiera adivinar, me ahogaría yo con mis propias manos.
—Julia, esos sentimientos son dignos de una dama como vos; así os amo, así estoy conforme. ¿Qué digo conforme? Así estoy contento de ser vuestro esposo.
—Aún hay más, señor; con la franqueza que os he dicho que no os amo y que hallaréis en mí la fidelidad más pura, os advierto que yo aborrezco esas tiranas costumbres de los países españoles, por las que el marido y la mujer se constituyen a su vez espías del que debe ser su amigo y no su prisionero, y jamás me resignaré a tener por esposo a un hombre que, receloso e imprudente, quiera por sí cuidar una honra que ha guardado en el corazón de una mujer digna. ¿Lo entendéis?
—Estáis en la razón, Julia.
—Bien, don Justo; ahora decidme ¿insistís en ser mi marido, sin olvidar nada de esto?
—Más que nunca.
—Entonces, disponed el día en que debe verificarse esa boda; pero os suplico que hasta ese día nada me digáis, ni me consultéis, ni aun tengáis la pretensión de hablarme. Voy a dar un paso muy importante en mi vida, y quiero estar sola, libre, encerrarme, llorar, rezar, y si el dolor de mis desgracias no me hace morir o me vuelve loca, el día de la ceremonia estaré a vuestro lado para daros la mano de esposa.
—Pero, Julia ¿qué penas os atormentan?
—Ésos son los secretos de mi corazón. ¿He preguntado yo acaso los vuestros? ¿He tratado de saber vuestros antecedentes o vuestra vida? Aprended a respetarme como yo os respeto a vos.
Don Justo quedó como abrumado con aquella salida.
—Adiós, don Justo —continuó la joven— hasta el día de nuestra boda.
—Adiós, Julia —contestó don Justo.
La joven salió y don Justo quedó por un momento pensativo; de repente, como volviendo en sí, exclamó:
—¡Mejor! Todas estas cosas me hacen quererla más y más; ésta es una mujer que no es como todas las mujeres: me conviene y me agrada; muy pronto será mía.
Y saliendo también de la pieza, se dirigió en busca de la señora Magdalena.
—¿Qué tal? —le dijo ésta.
—Perfectamente —contestó don Justo— Julia es la mujer que me conviene, porque a mi edad, ya no estamos los hombres para aventuras de romances, ni para historias de libros de caballerías.
Paulita esperaba con ansia la vuelta de Julia, pero sin dejar de pensar por esto en don Enrique.
La pobre muchacha estaba en su hora de padecimiento.
Julia entró de improviso y se arrojó en sus brazos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Paulita con interés.
—¡Está consumado mi sacrificio! ¡Soy la esposa de ese hombre!
—¿Le aborrecéis?
—No; pero no le amo.
—¡Cuánto os compadezco! Pero al fin viviréis, si no feliz, al menos tranquila, y sobre todo, habréis hecho feliz a vuestra madre.
—Mi conciencia está tranquila a costa de mi corazón, Paulita; no hablemos ya de eso, mi resolución está tomada ya.
—Hacéis muy bien, Julia. ¿Y para cuándo se ha fijado el día de la boda?
—Para dentro de tres días, según pude entender; ese día se vence un plazo que le interesa a don Justo. ¡Dios sabe! Yo le he dicho que no le amo, y le he prevenido que hasta el mismo día de la boda no me vea ni me hable; quiero estar sola estos tres días. Y decidme ¿estáis ya más calmada?…
—¡Ojalá! Esta idea no me abandona ¿qué haré?
—Tened resolución y energía, y venceréis. ¿Vos no habéis dado el consejo? Seguidle.
Paulita se despidió a poco, y Julia se encerró en su aposento. Aquellas dos almas desgraciadas procuraban ayudarse y sostenerse la una a la otra, y cada una sentía la muerte y procuraba dar su vida.
Don Justo y la señora Magdalena comenzaron a hacer los arreglos del matrimonio.
Pedro Juan veía todo aquello con malos ojos; pero procuraba mostrarse indiferente, y aun aparentando que nada comprendía de lo que pasaba en la casa.
Los deseos de Julia fueron obsequiados; nada se le consultó, y se dispuso de ella y de su suerte como si ella no tuviera voluntad propia.
X. El pago de una deuda
Don Enrique y doña Marina, siguiendo al Indiano, llegaron hasta la casa que habitaba éste. Doña Marina se precipitó a la alcoba en que dormía su hijita, y se entregó a todos los trasportes de la felicidad.
Don Diego hizo preparar una habitación para que don Enrique pudiera vivir en ella los días que había prometido permanecer en México.
A la mañana siguiente, don Diego se dirigió a Palacio en busca del virrey marqués de Mancera.
Don Diego gozaba de gran favor con el marqués, a quien quería entrañablemente, no sólo por los favores que de él había recibido, sino porque el marqués, hombre de claro talento y de buena instrucción, se sabía hacer amable en su gobierno, por lo que sus contemporáneos lo calificaban de astuto y de sagaz.
El virrey recibía a don Diego a cualquiera hora, y gustaba de hablar a solas y largamente con él.
Aquella mañana, el virrey estaba de muy buen humor; había recibido buenas noticias de los tercios que se formaban en las costas para resistir las invasiones de los piratas, y éste era en aquellos días su pensamiento dominante.
El Indiano, que conocía su carácter, comprendió que la oportunidad no podía ser mejor.
—Bien venido sea el caballero don Diego de Álvarez, mi ahijado —dijo el virrey.
—Siempre será bien venido si se le ofrece una oportunidad de ser útil en algo a V. E. —contestó el Indiano.
—¿Y qué se dice de nuevo por esa noble y leal ciudad?
—Señor, el pueblo vive tranquilo, confiando en el paternal gobierno de V. E.
—¿Sí, eh? Pues a fe que yo no olvido los intereses de S. M. ni los de sus fieles súbditos los americanos; anoche he recibido cartas muy satisfactorias que me anuncian el buen estado que guardan las milicias que estoy formando.
—Felicito a V. E. con todo mi corazón.
—Ya verán esos señores piratas cómo en la Nueva España no ponen los pies impunemente.
—Ya lo creo, señor; y a ese propósito me atrevería a suplicar a V. E. que me diera su permiso para contarle una nueva que me tiene lleno de alegría.
—Ahijado, tendré mucho gusto en oírla, siendo cosa que tanto os contenta.
—Señor, he encontrado a mi esposa.
—¡Cómo así! ¿A doña Marina? ¿A mi noble ahijada?
—Sí, señor.
—¡Oh, y cuánto me alegro! ¡Qué gusto va a tener la virreina! ¿Pero no me habíais dicho que era ya muerta por mano de los piratas en Portobelo?
—Así lo dije a V. E., y así lo creía yo también; pero felizmente logró salvar, y está ya aquí.
—¡Aquí, en México! Vamos, contadme eso, que debe ser una aventura maravillosa, porque creo que mujer que cae en manos de esos hombres, no sale ya de su poder sino muerta o deshonrada, que es lo mismo.
—Dios quiso favorecer a doña Marina, valiéndose para esto de un hombre a quien los piratas habían logrado seducir para que los acompañase, y que había logrado captarse el cariño del terrible Morgan, jefe de todos esos hombres, y de cuyo cariño se ha valido para evitar mil males, y ha logrado volverme a mi esposa.
—Pero referidme las cosas ¿cómo han pasado?
—Doña Marina cayó en poder de los piratas; Morgan se enamoró de ella y la envió a su navío; yo también caí prisionero: ese hombre, que ha sido nuestro ángel salvador, me dio la libertad y me prometió rescatar a Marina. El tiempo pasó, los piratas dejaron a Portobelo, y yo creí a mi esposa muerta o deshonrada, que al buen decir de V. E., viene a ser lo mismo. El pirata quiso hacer a doña Marina su querida, y ella resistió con energía unas veces y otras con astucias. Por fin, Morgan, desesperado de obtener su amor, la hizo encerrar en una bodega de su navío; el hombre que la salvó la vigilaba muy de cerca, aprovechó un momento en que Morgan saltó en tierra, e hizo entonces trasbordar a Marina a su navío, y como se empeñó un combate, él largó sus velas y logró escapar de los piratas; pero todo eso con tanto peligro, con tanta audacia, teniendo que fingir y que disimular tanto, que perdóneme V. E. si le digo que pocos hombres serían capaces de tanto.
—Es decir, que ese pirata está en México.
—Sí, señor; él mismo ha traído a mi esposa.
—¿Y no ha temido venir aquí?
—Confiaba seguramente en que su buena acción sería su egida.
—¡Extraño proceder! Ese hombre tiene algo que no es común.
—Señor, ese hombre es un hombre de un gran corazón.
—¿Y cómo se llama?
—Permítame V. E. que antes de decirle su nombre, pida para él un completo indulto.
—¡Indulto! ¿Acaso él lo solicita? Yo cumplo como caballero y como noble no persiguiéndole, no evitándole que vuelva libremente, porque así lo merece y porque esta relación se la habéis hecho al caballero y no al virrey ¿pero indultarlo cuando no lo solicita, cuando no sabemos qué crímenes habrá cometido?
—Señor, el indulto no lo pide él, lo pido yo; yo soy el que digo a V. E.: «Hay un hombre a quien terribles circunstancias arrancaron de su patria, y le arrojaron en medio de los piratas; ese hombre no ha cometido ningún crimen, ha salvado el honor de una dama noble, ahijada vuestra. ¡Señor, yo os pido el perdón para ese hombre!».
—Bien, yo os lo otorgaré. ¿Y su nombre?
—Don Enrique Ruiz de Mendilueta, conde de Torre-Leal.
—¡Don Enrique! —exclamó el virrey— ¡Don Enrique, el mismo a quien yo desterré con motivo del escándalo en vuestra casa!
—El mismo, señor, el mismo.
—Pues ¿y por qué corrió la noticia de su muerte?
—No lo sé, señor; pero es el mismo.
—Don Diego, ese hombre es muy malo; yo le desterré de estos reinos por su escandalosa conducta… vos recordaréis.
—Señor, perdonadme; pero en aquel escándalo yo sólo he sido el culpable, y sería faltar a mis deberes como caballero y como hombre agradecido, negarlo a V. E.
—¿Vos, don Diego? ¿Vos el culpable, cuando vi vuestro prudente comportamiento?
—¡Oh, señor! Por favor, no me avergoncéis obligándome a referiros todos los pormenores de la escena que tuvo allí lugar, preparada por mí para perder a don Enrique precipitándole; pero era inocente, y yo sólo el culpable. ¡Lo juro, señor, por mi honra!
—Bien, os creo; pero ésa no era la única acusación contra don Enrique. Doña Ana ¿recordáis? fue robada por el mismo don Enrique.
—Señor, doña Ana fue robada por don Cristóbal de Estrada, que murió en Portobelo defendiendo uno de los castillos de su majestad; pero en ese rapto don Enrique es también inocente. Doña Ana está aquí en México, y si V. E. quiere, ella misma podrá declararlo.
—¿Entonces todos esos malos informes que día a día recibí contra don Enrique, no fueron más que calumnias de sus enemigos?
—¿Podré saber de S. E. quién le daba esos informes?
—No tengo inconveniente, porque ese joven me va interesando, y creo que pararé en arrepentirme de lo que hice contra él, don Diego, porque, ¡ay!, los que mandamos estamos más expuestos que nadie al error, porque todos se empeñan en ocultarnos la verdad.
—Desgraciadamente, señor.
—Pues bien; esos informes los recibí de parte de las monjas, por medio de un cierto pariente del difunto conde, o más bien dicho, de su segunda mujer; un don Justo.
—¡Ah, señor! Ya comprendo, ya comprendo, y yo explicaré a V. E.
—¿Cómo? ¿Ya sabíais?
—Sí, señor; en el tiempo en que era yo enemigo de don Enrique, ese hombre, ese don Justo, se ha introducido en mi casa para proponerme que hiciéramos causa común para perder a don Enrique, que le estorbaba, no sé en qué, ni de qué medios quería valerse, porque le arrojé con indignación de mi casa; pero él tenía ese perverso designio. Quizá por eso se empeñó en calumniarle y ponerle en mal con V. E.
—Puede que tengáis razón, don Diego.
—Sí, señor, porque un hombre como don Enrique no es capaz de acciones que deshonren a un caballero; él era enemigo mío, él sabía o creía saber que la causa de su persecución y su destierro era la escena que pasó en mi casa; él conocía que esa escena era preparada por mí, y que yo era la única causa de que hubiera perdido su nombre, su patria, su familia, su porvenir; y ese hombre, en vez de vengarse, me salva la vida, y salva la vida y el honor de mi esposa.
—Noble acción, don Diego; pero vos no cedéis en nobleza, y por eso me intereso más en su suerte. ¿Qué razón creeis que haya tenido ese don Justo para calumniar a don Enrique?
—No le alcanzo; quizá algo acerca de los intereses del conde, padre de don Enrique, porque él era, según entiendo, pariente de la segunda mujer; pero si V. E. quiere, yo averiguaré lo que haya en esto.
—Sí, me haréis en esto un bien; deseo hacer completa reparación de los perjuicios que causé a ese joven por mi ciega credulidad: un hombre de bien debe siempre ser justiciero.
—¿Y en cuanto al indulto?
—Decidme ¿sólo vos y vuestra esposa sabéis que ese joven estaba entre los piratas?
—Hay, señor, otra persona que lo sabe.
—¿Y quién es ella?
—Doña Ana, esa joven de cuyo rapto se acusaba a don Enrique, y que fue también salvada por él de las garras de los piratas.
—¿Creeis que guardará el secreto?
—Sí, señor.
—Porque en tal caso, no necesitaría el indulto, le bastaría presentarse, y yo le levantaría el destierro y sería bastante.
—¿Y podría así recobrar el título y el caudal de su padre?
—No sé si su padre le desheredaría; vos podéis también informaros de eso, y yo os ayudaré en lo que sea necesario; vos y yo debemos a don Enrique una reparación.
—Gracias, señor; yo me informaré de todo, yo daré a V. E. noticia de todo, y por mano de V. E. volverá don Enrique a ser feliz y digno vasallo de S. M. y servidor de V. E.
—Perfectamente.
—¿Quiere V. E. hablar a don Enrique?
—No; mejor sería esperar hasta que estéis bien informado de todo enteramente, y pueda yo saber lo que hago en su favor.
—Mañana mismo lo sabrá V. E.
—Mejor es mientras más pronto.
—Me retiro con el permiso de V. E.
—Id, y que Dios os ilumine en vuestras investigaciones.
El Indiano salió con el corazón henchido de alegría y de esperanza.
El virrey quedó meditabundo, exclamando:
—¡Qué fácil es errar!, ¡qué fácil!
XI. El hilo de Ariadna
El indiano volvió a su casa decidido a emprender con todo ardor la empresa que le había confiado el virrey; pero necesitaba encontrar el extremo del hilo para penetrar en el laberinto. Lo primero que le ocurrió naturalmente, fue dirigirse a don Enrique, suponiendo que él sabría algo.
Don Enrique esperaba impaciente el término que había señalado don Diego para poder retirarse de México. La vida que el joven iba a llevar durante aquellos días, no podía ser más triste; encerrado, oculto, sin más compañía que los tristes recuerdos del pasado y las negras nubes del porvenir, don Enrique tenía momentos en que creía volverse loco o faltar a la palabra que había dado al Indiano.
Algunas veces, doña Marina, que era tan feliz, venía a hacerle compañía; pero aquella misma felicidad hacía recordar a don Enrique su desgracia.
El mismo día de la conversación del Indiano con el virrey, don Enrique estaba muy triste; apenas llevaba algunas horas de encierro, y ya no podía soportar el fastidio y la tristeza.
Don Diego entró a verlo, y abordó la cuestión sin ceremonia y sin embarazo.
—Perdonadme la franqueza —le dijo— ¿recordáis haber tenido en la época de vuestra prisión algunos enemigos personales?
—Ciertamente no, al menos que yo los conociera —contestó don Enrique procurando reunir sus recuerdos.
—¿Con un don Justo no teníais motivos de rencilla?
—No; don Justo es el hermano de la mujer de mi padre, que en paz descanse, y con él no tuve nunca disgusto de ninguna clase.
—¿Sabíais ya que vuestro padre ha muerto?
—Sí; un hombre a quien debo un gran servicio, y que precisamente es muy amigo de ese don Justo por quien me preguntáis, me dio noticia de la muerte de mi padre. ¡Pobre padre mío, me creería muerto!
—¿Decís que ese hombre os hizo un favor, y es el de todas las confianzas de don Justo?
—Sí; oídme: una noche, las gentes del virrey llegaron a mi casa; yo estaba enfermo, tenía fiebre, y apenas, como entre sueños, recuerdo esto. Me hicieron vestir y entrar en una carroza que iba rodeada de soldados; yo sabía apenas lo que me pasaba, iba como durmiendo: no sé cuánto tiempo caminé en aquel carruaje; de repente oí tiros y rumor de combate que duró muy poco, la puerta de la carroza se abrió y un hombre me hizo salir, me montó en un caballo y galopamos. Ya yo no supe en dónde pasó aquella escena, que para mí tenía algo de fantástica, porque perdí enteramente el sentido. Cuando volví en mí me encontré en una casa de Popotla, y me asistía una joven, hija de un ciego a quien yo había querido mucho y que se llamaba Paulita. Por ella supe que había yo estado veinte días en los bordes del sepulcro, que el virrey me perseguía por un escándalo que yo había dado en vuestra casa y que era necesario huir, y no más. Yo recordé la escena que tuvo lugar en el baile, y perdonadme, os culpé de aquella mala acción. No había más remedio que huir, porque me dijeron que tenía yo poderosos enemigos de gran valía con el virrey; pensé que se trataba de vos y os juré un odio eterno. Por Paulita supe que un hombre que la amaba era el que me había librado de los hombres del virrey. Conocí a ese hombre, y él me sacó de la ciudad y me llevó hasta Veracruz. Durante el camino le pregunté quién le había dicho que me salvara, y jamás me lo quiso decir. Llegado a Veracruz me embarqué en una barca que iba para la Española, en donde viví como cazador hasta que me uní a Juan Morgan.
—¿Y ese hombre que os salvó, decís que es el hombre de confianza de don Justo?
—Al menos así me lo aseguró él mismo.
—¿Y ahora dónde está?
—Casó con esa misma Paulita, y podéis encontrarle en el callejón que desemboca a la plazuela de los Estudiantes: allí vive. Preguntad por él, es conocido con el nombre del «Jején».
—¿Y es hombre de entera confianza para vos?
—Mayor confianza tengo en la lealtad de Paulita, que en el Jején, aunque me ha servido, le conozco menos.
—¿Es decir que a ella podré hablarle con franqueza?
—Sí ¿pero qué intentáis?
—Dejadme, yo tengo mis proyectos.
—Pero decidme al menos…
—No; ya tengo el hilo y creo que todo se conseguirá. Adiós, no tardo.
El Indiano, sin esperar más, salió del aposento de don Enrique, tomó su sombrero y se dirigió en busca de Paulita, repitiendo:
—Ya tengo un hilo…
Aquel día, Paulita había ido a la casa de Julia, y el Indiano no la pudo encontrar. En la noche volvió en su busca y la encontró. Paulita no sabía qué pensar de la desaparición de don Enrique; en vano el Jején le había buscado, en vano le había esperado aquella noche. El Jején dijo a Paulita:
—Está obscureciendo, me voy a andar calles en busca de don Enrique; quién sabe lo que será de él.
La muchacha se había quedado muy triste esperando su vuelta, y se había puesto a coser para distraerse un poco.
Llamaron a la puerta; Paulita abrió y el Indiano se presentó:
—Señora —dijo don Diego— dispensadme ¿sois por ventura Paulita?
—La misma, caballero; pero yo no tengo el honor de conoceros.
—No importa. Paulita, tengo con vos un negocio de qué tratar; permitidme que entre y hablaremos.
—Pero caballero, ni tengo negocio ninguno con vos, ni está bien que deje entrar así a mi casa a esta hora a un desconocido; soy mujer casada y honrada.
—Nada tenéis que temer de mí.
—¿Cómo puedo saberlo?
—Mirad, vengo a hablaros de un negocio de don Enrique Ruiz de Mendilueta.
—¿De don Enrique? —dijo conmovida Paulita— ¿pero cómo me probáis eso?
—Diciéndoos que se encuentra en México, cosa que sólo sus más íntimos amigos podrán saber.
—Tenéis razón: entrad.
—Gracias a Dios —dijo el Indiano entrando y tomando asiento.
—¿Y bien? —dijo Paulita.
—Pues, Paulita, deseamos saber, esto es, don Enrique y yo, la verdad de cuanto sepáis acerca de todo lo que hizo vuestro marido para salvarle.
—Si don Enrique os envía, no necesitáis que yo os lo diga, que él lo sabe bien.
—Es verdad; pero hay cosas que ignora y desea y necesita saber.
—¿Cuáles son ellas?
—¿Quién envió a vuestro marido a salvarle?
—Yo.
—¿Vos?
—Sí, yo.
—¿Y cómo sabíais el riesgo que corría?
—¿Cómo lo sabía?… ¿Y cómo os llamáis vos?
—¿Yo?
—Sí, vos, para saber a quién voy a confiarle este secreto.
—Yo me llamo don Diego de Álvarez.
—¿Ése a quien llaman el Indiano?
—Sí, Paulita ¿me conocéis?
—Os conozco, y por lo mismo nada os diré.
—¿Por qué?
—Claro; porque debéis ser enemigo de don Enrique y no podéis venir de parte suya.
—¿Yo, enemigo de don Enrique? ¿De dónde lo inferís?
—¡Oh! yo tengo muy buena memoria, y nunca olvido de que por causa vuestra iban a desterrar a don Enrique.
—Eso ya pasó, y ahora somos muy buenos amigos.
—Lo dudo.
—¿Os convenceréis si os traigo una carta de él?
—Entonces sí —dijo Paulita con alegría.
—¿Y me referiréis todo?
—Todo, todo; pero ha de ser una carta escrita a mí.
—Voy por ella.
—Id, y sabréis cuanto queráis.
—¿Vuestro marido estará aquí?
—¿Queréis que esté o que no?
—Quisiera hablar a solas con vos.
—Bien; no estará aquí.
El Indiano volvió precipitadamente a su casa a traer la carta de don Enrique para Paulita, y siempre pensando en el camino:
—Éste es el hilo.
Paulita quedó sola, pero alegre.
—¡Dios mío! —decía— ¡qué gusto! ¡Una carta suya y para mí, para mí; nunca he tenido semejante satisfacción! ¿Y voy a tener una carta de don Enrique? ¿Que me escriba a mí? Me parece un sueño ¡ojalá que vuelva pronto el Indiano!
Y a cada momento se ponía a escuchar por si oía los pasos de don Diego que volvía.
Doña Ana había esperado durante toda la mañana la llegada del Indiano, que según lo que habían acordado, debía llevarla aquel mismo día fuera de la ciudad.
La mañana pasó, y la impaciencia de doña Ana fue siendo cada vez mayor. En la tarde no podía ya resistir; no sólo no había aparecido por allí don Diego, pero no le había enviado ni un recado. La joven tenía ya preparado su equipaje, y estaba dispuesta para la marcha.
Mil encontradas ideas y a cual más absurdas, se chocaban en la mente de doña Ana para explicar aquella ausencia. Unas veces creía que don Diego la había abandonado, que la olvidaba, perseguido por el recuerdo de Marina. Otras pensaba que el Indiano había reflexionado, y la creería indigna de su amor, por todo lo que sabía de sus amores con don Enrique y con don Cristóbal de Estrada. Otras, en fin, se figuraba que alguna desgracia le había acontecido a don Diego y le había impedido acudir a aquella cita solemne.
En todo pensaba aquella desgraciada, menos en la verdadera causa de la falta del Indiano, porque no podía ni remotamente figurarse que doña Marina estaba ya en México.
Por fin, llegó la noche, y doña Ana no pudo ya contener su impaciencia; tomó su velo, se cubrió perfectamente para no ser conocida, y se dirigió a la casa de don Diego para salir de aquella horrible duda.
Llegó allí precisamente en los momentos en que el Indiano había salido y estaba en la casa de Paulita.
Doña Ana llamó a la puerta y preguntó por don Diego de Álvarez.
—Su señoría no está en casa —contestó el portero.
—¿Volverá pronto? —preguntó doña Ana.
—Lo ignoro.
—¿Podré subir a esperarle?
—Sí, señora.
Doña Ana subió la escalera y se dirigió a una puerta en donde vio luz.
En aquellos tiempos no se usaban timbres ni campanas para anunciar a los que llegaban, y doña Ana se acercó sin ser sentida hasta una de aquellas puertas; miró hacia adentro y retrocedió, como si un fantasma se hubiera levantado repentinamente delante de ella. En un sitial, cerca de una mesa sobre la que ardían dos bujías de cera, cuya luz bañaba de lleno su rostro, estaba doña Marina, teniendo en su regazo a su pequeña Leonor. En aquella posición doña Ana pudo reconocerla inmediatamente, y por eso retrocedió aterrada.
En el primer momento de su asombro no supo qué hacer, y volvió a mirar; entonces cerca de doña Marina descubrió a don Enrique. Esto le hizo comprender lo que pasaba. Don Enrique había traído a doña Marina, el Indiano la había recibido, y doña Ana estaba olvidada. Es decir, don Enrique había destruido de un golpe toda la felicidad de doña Ana. Doña Ana volvía a quedar abandonada para siempre.
Reflexionó un momento, y comprendió que debía retirarse sin ser vista, y así comenzó a hacerlo, cuando sintió que alguien se acercaba por el lado de la escalera. Afortunadamente para ella el corredor estaba obscuro, y pudo ocultarse detrás de unos tibores chinos que tenían unos grandes arbustos de naranjos.
El que llegaba era el Indiano, que pasó tan precipitadamente a su lado que no la vio.
Doña Ana procuró oír lo que decía; la puerta estaba abierta y el Indiano hablaba en voz alta.
—Don Enrique —dijo don Diego— hacedme la gracia de escribir una carta para la persona que yo os diga.
—Con mucho gusto —contestó don Enrique.
—Ahí tenéis recado de escribir; yo os dictaré.
Hubo un rato de silencio, y luego dijo don Enrique:
—Estoy dispuesto; decid.
Don Diego dictó la siguiente carta, de la que no perdió doña Ana ni una palabra.
Paulita:
Te ruego en nombre del cariño que te profeso, que refieras a don Diego de Álvarez, amigo mío y portador de ésta, todo cuanto sepas acerca de mi destierro por orden del virrey, y de mi salvación en aquella vez.
El objeto de esta revelación es reclamar los derechos que tengo al nombre y a la herencia de mi padre.
Paulita, siempre te querrá
ENRIQUE RUIZ DE MENDILUETA.
—Perfectamente; cerradla, porque me voy en el acto a ver a Paulita que me espera.
—¿La encontrasteis?
—Fácilmente; vuestras señas fueron exactas: en el callejón que desemboca de la plazuela de los Estudiantes, la única casa.
Doña Ana no esperó más; bajó apresuradamente la escalera, salió a la calle, y fue a sentarse en la obscuridad cerca de la casa cuyas señas acababa de adquirir.
—¡Oh, don Enrique! —pensaba doña Ana— tú me quitas de un golpe mi felicidad; pero yo te impediré lograr tus planes, a menos que consientas en casarte conmigo. Hombre por hombre: me quitas un marido, debes darme otro, o me vengaré cruelmente.
Poco después de haber llegado allí, doña Ana oyó los pasos de don Diego que se acercaba, la vio llamar a la casa de Paulita y entrar; después se cerró la puerta por dentro.
—Ahora a observar —exclamó doña Ana— ya tengo yo el hilo de este negocio.
Y con mucha precaución se acercó a la puerta, aplicó un ojo a la cerradura y después el oído.
Paulita leía la carta de don Enrique con una emoción que no podía disimular.
Después, doña Ana oyó que hablaba la joven. Era que refería al Indiano toda la historia de la salvación de don Enrique, comenzando desde que el Jején le había descubierto que iba por orden de don Justo a sorprender a la escolta que lo custodiaba, para asesinarle.
—¡Ya tengo el hilo! —exclamó doña Ana, y procuró no perder una palabra de lo que se hablaba en el interior.
XII. Proyectos de alianza
Paulita refirió a don Diego cuanto sabía, esto es, que el Jején debía asesinar a don Enrique, y que a instancias de ella le había salvado; que don Justo le creía muerto, porque así se lo había hecho creer el Jején, y que ese don Justo vivía e iba precisamente a casarse con una joven que estaba recién llegada a la Nueva España.
El Indiano comenzó a ver en esto algo de la verdad; pero no comprendía aún la verdadera causa de la persecución de don Justo contra don Enrique; y así es que determinó ir en persona al siguiente día a hablar con don Justo, valiéndose de algún arbitrio para aclarar la verdad.
Doña Ana escuchó hasta el fin aquella conversación, y luego, cuando conoció que don Diego se retiraba, se deslizó en la obscuridad, y volvió a su casa con el corazón combatido por la ira, la envidia y los celos.
A la mañana siguiente, el virrey recibió una carta anónima, concebida en estos términos:
Señor:
Uno de los piratas que han cometido tan espantosos crímenes en
las islas y costas del Nuevo Mundo, está en México. Este hombre era uno
de los principales y más infames; vive en la casa de don Diego de
Álvarez: si V. E. quiere apoderarse de él para darle el condigno
castigo, puede V. E. enviar a la justicia a esa casa y encontrarán al hombre.
El virrey leyó varias veces esta carta, y envió inmediatamente a buscar a don Diego.
En el momento en que el Indiano salía para ir a visitar a don Justo, llegó el recado del virrey, y el Indiano, sin perder un momento, se encaminó a Palacio.
—Mal va vuestro negocio —dijo el virrey.
—¿Por qué lo dice V. E.? —preguntó el Indiano.
—Leed —contestó el virrey, entregándole el anónimo.
Don Diego leyó también varias veces aquel papel.
—Y bien, don Diego ¿qué os parece? —preguntó el virrey.
—No alcanzo a comprender quién será el autor de esta denuncia.
—La letra parece de mujer.
—En efecto, señor; pero no me ocurre quién pueda ser ella.
—¿No me habíais dicho que una dama estaba en México que conocía este secreto?
—Sí, señor; pero esa dama ignora la presencia en esta ciudad de don Enrique.
—¿Sabéis de otra mujer que lo sepa?
—¡Ah! —exclamó don Diego, pensando en Paulita— ya me sospecho quién puede ser.
—¿Y quién?
—Una muchacha llamada Paulita, mujer de un llamado Jején, que fue el que batió a los soldados de S. E. la noche que desapareció don Enrique.
—¿Cómo es eso?
—Sí, señor; es el principio de esa triste historia de don Enrique, que aún no acabo de comprender, pero de la que tengo grandes noticias.
—¿Queréis referírmela?
—Aunque había yo pensado callar a V. E. la parte que podía perjudicar al marido de Paulita, la acción que ésta ha cometido denunciando a su protector, me liberta de mi compromiso de conciencia, y lo referiré todo, sin ocultar ni una palabra a V. E.
—Ya os escucho.
Don Diego tomó asiento al lado del virrey, y le refirió cuanto había escuchado la anterior noche de la boca de la joven.
—¿Sabéis que es un malvado ese don Justo? —dijo el virrey cuando hubo acabado de escuchar aquella relación.
—Sí, señor; ahora lo único que me resta, es saber el objeto que ese hombre llevaba al atacar así a don Enrique de una manera tan encarnizada.
—¿Y cómo creeis saberlo?
—Hablando al mismo don Justo.
—Nada os dirá.
—Es claro, señor, si le pregunto directamente; pero lo haré de manera que él no lo comprenda, y aseguro a V. E. que todo se sabrá.
—¿Y respecto de la persona que puso el anónimo?
—Prometo también averiguarlo, si V. E. me permite llevar ése.
—No hay inconveniente.
—Y será necesario, supuesto que ya se sabe todo, que V. E., usando de las facultades que tiene por nuestro soberano (q. D. g.), dé un indulto pleno a don Enrique, llegado que sea el momento.
—Estoy conforme.
—Entonces, con permiso de V. E. —dijo el Indiano guardándose el anónimo en el pecho— voy a continuar en mis investigaciones.
—Dios os guíe.
El Indiano salió de Palacio, y vaciló entre ir directamente a visitar a don Justo o pasar por la casa de Paulita, cuya conducta le tenía horriblemente indignado.
Se decidió por este último extremo, y atravesando la plaza de las Escuelas o de los Estudiantes, se internó en el callejón en que vivía el Jején.
La puerta de la casa estaba abierta, y Paulita, con un zagalejo encarnado, sin cotilla ni armador, con sólo su camisa blanca como una nieve, y los hombros y el cuello descubiertos, se entregaba a sus tareas caseras cantando alegremente como un gorrión a la madrugada.
—Buenos días, señor —dijo Paulita al ver al Indiano, y dirigiéndose a su encuentro.
—Buenos días —contestó con sequedad don Diego.
—¿Se ha adelantado algo en favor de don Enrique? —continuó Paulita sin advertir la seriedad de don Diego.
—Más de lo que vos podéis suponer.
—¡Oh, qué gusto!
—Señora ¿sabéis escribir?
—Un poco ¿por qué queréis saberlo?
—Ya os lo diré. ¿Me decíais anoche que le debíais a don Enrique grandes favores?
—Sí, señor, de esos que jamás se olvidan.
—¿Y qué diríais de una persona que quisiera perder para siempre a su benefactor, y llevarle quizá hasta la horca?
—Diría yo que esa persona era ¡infame!
—Entonces ¿cómo os habéis atrevido a escribir esta carta denunciando al virrey la llegada de vuestro protector?
—¡Esta carta!, ¡esta carta! —exclamó Paulita espantada y tomando el anónimo que le presentaba don Diego— ¡esta carta! ¡Si yo no he escrito esto!
—Leed y contestadme ¿es verdad que sois infame?
Paulita leyó con asombro aquel papel; una idea siniestra cruzó por su mente, que fue para ella más que una sorpresa: don Enrique, el hombre a quien ella amaba, había sido pirata, y aquel pirata debía ser sin duda el amante misterioso de Julia.
—Contestad —decía el Indiano, furioso, tomando la alteración que notaba en el rostro de la joven, por una confesión de su delito— confesad.
—¡Dios mío! —exclamaba Paulita sin atender al Indiano—. ¡Él debe ser!, ¡él debe ser! ¡Dios mío! Hasta hoy no sé lo que son celos.
—¿Qué estáis diciendo? ¿De qué celos habláis?
—¿Y a vos, qué os importan mis secretos? —contestó furiosa la joven—. ¿Por qué pretendéis saberlos?
—¿Por qué? Porque esta carta ha perdido a don Enrique, porque quizá le cueste la vida.
—¡La vida! —exclamó Paulita como fuera de sí— ¡la vida! ¡Pues que muera antes que ser de otra, porque no podría yo sufrir que fuera de otra, y yo misma le mataría!
—¡Desgraciada!, ¿qué dices?
—¡Dejadme!, ¡dejadme! ¡No me habléis! ¡No quiero hablar con vos!
Y Paulita, sin poder ya contenerse, tomó un mantón y se lanzó a la calle.
Don Diego salió también y se encaminó a la casa de don Justo. En aquella casa el Indiano encontró un gran movimiento; pintores, albañiles, tapiceros, todos en actividad, y todos con ahínco trabajando por toda la casa.
—Los preparativos de la boda —pensó don Diego, y se dirigió a uno de los lacayos.
—¿El señor don Justo?
—En su aposento.
—Anunciadle a don Diego de Álvarez.
El lacayo entró, y volvió a salir diciendo al Indiano:
—Que pase su señoría.
Don Justo recibió con muchas ceremonias a don Diego.
—Ya esperaba yo vuestra visita.
—¿La esperabais?
—Sí tal; anoche recibí vuestra carta, y aunque era anónima, al oiros anunciar en mi casa, conocí que era vuestra. Miradla, aquí está.
Don Justo alargó al Indiano una carta.
El primer movimiento de don Diego fue rechazar aquella carta protestando que no era suya; pero como un relámpago, le hirió la idea de que aquel anónimo podía tener relación con el que había recibido el virrey; y, en efecto, no hizo más que fijarle la vista, y comprendió que la letra era de la misma mano. El anónimo decía:
Señor don Justo:
Una persona de quien tal vez os habéis olvidado, pero a quien
tratabais últimamente con motivo de un negocio de don Enrique Ruiz de
Mendilueta, os suplica la esperéis mañana antes del medio día, en
vuestra casa, para tratar de una alianza que desea formar con vos en
este negocio, y que os puede convenir.
—Ya veis como yo no necesito mucho para comprender —dijo don Justo cuando el Indiano concluyó su lectura.
—En efecto —contestó el Indiano distraído.
—Pues hablemos, porque yo no puedo perder ya mucho tiempo; mañana es el día fijado para mi boda, y ya veréis…
—Yo venía… —dijo don Diego, no sabiendo por dónde comenzar.
—Bien —continuó con fatuidad don Justo— veníais a buscar mi alianza como yo busqué la vuestra; pero, amigo y señor, los tiempos han cambiado; entonces vivía don Enrique, heredero del conde, y yo os necesitaba para deshacerme de él. Hoy don Enrique no existe, mañana vence el plazo señalado por el difunto conde para que el hijo de mi hermana, de quien soy tutor, entre en el goce de títulos y bienes del condado de Torre-Leal, por falta del hijo primogénito: ya podéis suponer que ahora no quiero hacer alianza con nadie porque para nada la necesito, y tanto más, cuanto que recuerdo que vos me habéis arrojado de vuestra casa; conque así…
El Indiano se iba a lanzar sobre don Justo al oír esta confesión y este insulto; pero un lacayo se presentó en este momento, y dijo a don Justo en voz alta:
—Señor, la persona que puso a usía un anónimo anoche, desea ver a usía.
—¿Pues no fuisteis vos? —preguntó admirado don Justo.
—No os he dicho yo tal cosa, ni yo venía a eso.
—Entonces, perdonadme; pero me equivoqué. ¿Quién es esa persona?
—Una mujer.
—Paulita —pensó don Diego.
—Dile que no puedo recibir, que estoy ocupado.
—Me retiro —dijo precipitadamente el Indiano, deseando salir antes de que aquella persona se ausentase.
—¿Por qué? —preguntó don Justo.
—Ya lo comprenderéis.
Y tomando su sombrero salió sin detenerse. En el momento de salir, percibió al lacayo que hablaba con la mujer que se había hecho anunciar.
Don Diego conoció en el momento que no era Paulita; su aire, su traje, todo era diferente. La mujer aquélla, venía enteramente cubierta con un velo negro y espeso; salió de la casa mostrando gran disgusto, y don Diego se puso a seguirla.
Por el rumbo que llevaba, el Indiano comenzó a sospechar; pero cuando llegaron a la calle de Jesús María y la mujer llamó a la puerta de la casa de doña Ana, el Indiano no tuvo ya duda ninguna.
La puerta se abrió, la mujer penetró a la casa, y antes que hubieran vuelto a cerrar, don Diego estaba también adentro. Al ruido que hizo él al entrar, la dama, que se había levantado el velo, volvió el rostro y lanzó una exclamación.
El Indiano se precipitó sobre ella como un tigre, y la tomó de una mano.
—Mirad —dijo, mostrándole el anónimo que había recibido el virrey.
—¡Jesús! —exclamó doña Ana, volviendo el rostro para no mirarle.
—¡Doña Ana! —exclamó el Indiano— ¡sois una infame! ¡Habéis denunciado a don Enrique con el virrey; habéis pretendido formar alianza con don Justo para perder a don Enrique: sois una víbora venenosa, y os desprecio! ¡Jamás digáis que me habéis conocido! ¡Os detesto!
Y arrojando lejos de sí a doña Ana, salió precipitadamente de la casa.
XIII. La víspera de la boda
Paulita salió de su casa como loca; jamás había sabido lo que eran los celos: ella se conformaba con que don Enrique no la amara; pero pensar que él amara a otra, esto era para ella un tormento espantoso.
Además, sabía que Julia amaba con delirio a ese pirata que ella, en su instinto de mujer, personificaba en don Enrique; y la idea de que otra mujer estuviese apasionada de él, era el último golpe a su corazón.
Su primera intención, al salir de su casa, fue dirigirse a la de Julia, hablarla, y descubrir si en efecto aquel pirata era el mismo don Enrique. Con este pensamiento comenzó a subir la escalera; pero repentinamente le ocurrió una idea.
Si Julia llegaba a saber que don Enrique estaba en México, se negaría resueltamente a casarse, y entonces era más fácil que se uniera con su amante: una vez casada Julia, don Enrique, si la amaba, tendría que huir lejos de ella, y quién sabe…
Aquel matrimonio fue para Paulita una esperanza; determinó no hablar nada a Julia, y para evitar todo peligro, volvió a salirse de la casa. En el momento de llegar al zaguán, Paulita vio a su marido, que en el fondo del patio hablaba con mucho calor con Pedro Juan de Borica. ¿De qué estarían tratando?
Paulita se fijó poco en ello, preocupada como estaba, y se volvió a su casa. El Jején no pareció por allí en toda la tarde.
El Indiano sabía ya lo bastante para poder hablar con el virrey, y creía haber descubierto el móvil de todas las acusaciones de don Justo.
Nada dijo a don Enrique, y en aquella noche fue a visitar al virrey.
—Supongo —dijo el marqués de Mancera— que habréis ya adelantado mucho en vuestras pesquisas.
—Puedo ya dar a V. E. noticias de todo.
—Eso es mucho.
—Dios me ha favorecido mirando mi buena intención, y daré cuenta a V. E. de cuanto he sabido, con lo cual V. E. puede dictar ya una medida muy acertada.
—Veamos.
—En primer lugar, diré a V. E. que la carta anónima es precisamente de la dama que sabía el secreto de don Enrique, y a quien él había salvado.
—Pero esa mujer es una infame.
—Así se lo he dicho.
—¿Ella os lo confesó?
—Casi; al menos no se atrevió a negarlo.
—Por esa parte sabéis lo bastante. Y respecto a don Justo ¿qué hay?
—Don Justo me ha dejado entender en su conversación esto: el conde de Torre-Leal tenía un hijo de su primer matrimonio que debía heredar título y bienes; el conde contrajo segundas nupcias con la hermana de don Justo, y de aquel enlace resultó un niño que no podía heredar sino a falta de don Enrique. El interés de don Justo estaba, pues, en que el mayorazgo desapareciese completamente, para que, heredando el condado el hijo de su hermana, él fuese nombrado tutor del niño y administrador de los bienes.
—¡Qué negra trama!
—Sin duda su plan fue conseguir a fuerza de calumnias una orden de destierro contra don Enrique, y contratar gente para que saliera en el camino y le asesinasen; consiguió la orden, aprestó la gente, y la fortuna fue que en vez de asesinarle aquellos hombres, respetaron su vida; y he aquí por qué el desgraciado joven tuvo que huir a tierras lejanas, que vivir de cazador, y luego que agregarse con los piratas.
—¡Historia bien triste! ¡Diabólico plan!
—Al que yo contribuí sin querer, señor, porque yo confieso a V. E. que sólo buscaba un modo de tener un duelo a muerte con don Enrique, haciendo que la justicia estuviese de mi parte, para que si yo salía vencedor, no ser perseguido.
—Y yo también contribuí por haber dado oído a las calumnias de ese hombre.
—Felizmente tiene V. E. en su mano el medio de reparar esa desgracia.
—Y lo haré.
—Mañana, señor, va a casarse don Justo, y mañana cumple el plazo señalado por el difunto conde para que don Enrique pierda el derecho al título y herencia, si no se presenta.
—Viviendo él, este plazo de nada importaría; pero será muy hermoso que se presente en el mismo día a reclamar su lugar entre los condes de Torre-Leal.
—¡Oh! sería una cosa sorprendente.
—Pues lo haremos; ya veréis. ¿En dónde está don Enrique?
—En mi casa, señor.
—Venid con él a las doce de esta noche; ya habré firmado el indulto, y desde ese momento quedará libre para reclamar su herencia.
—¡Oh! V. E. va a hacer la felicidad de don Enrique.
—Bien, a las doce os espero.
Don Diego salió radiante de felicidad; pero quería para saborear más el placer de hacer un bien, preparar a don Enrique una sorpresa, y por lo mismo cuidó de no decirle nada absolutamente, y sólo le suplicó que a las doce de la noche estuviese listo para acompañarle. Don Enrique no preguntó adónde; dieron las doce, don Diego tomó su sombrero y su capa, se ciñó su espada, y dijo a don Enrique, que le había imitado:
—Tened la bondad de seguirme.
Y mudo e indiferente don Enrique, le siguió sin vacilar hasta la puerta de Palacio.
Penetraron en aquel grande y triste edificio que servía de habitación a los virreyes de Nueva España; atravesaron grandes patios y largos corredores obscuros, en donde sólo de cuando en cuando se divisaba algún triste farolillo, a cuya escasa luz hacía centinela un alabardero, y escuchando sólo el eco de sus pisadas, que resonaban pavorosamente, llegaron hasta la habitación de su excelencia.
Había allí algo de más movimiento; se veían luces en los aposentos, y esclavas y lacayos cruzaban por allí; se escuchaban voces y risas y conversaciones.
Parecía que allí se había refugiado la vida del antiguo palacio de Moctecuzoma.
El virrey esperaba a don Diego y a don Enrique.
—Excelentísimo señor —dijo el Indiano— aquí tiene V. E. al joven conde de Torre-Leal.
—Bien venido seáis, joven caballero —dijo el virrey— sentaos y departid conmigo un rato, que muchas cosas quiero saber y os quiero decir.
—Estoy a las órdenes de V. E.
—Ante todo ¿sabéis ya que mañana expira el término que vuestro padre, que de Dios goce, fijó para que su título y bienes pasasen por falta vuestra a la cabeza de su segundo hijo?
—Señor, ignoraba yo completamente esa resolución.
—¿Tanto así habéis abandonado vuestros derechos?
—Señor, proscrito por orden de V. E., sin esperanza de volver a la Nueva España, con la seguridad de ser ajusticiado si llegaban a encontrarme, porque pesaba sobre mí el ataque de las fuerzas del rey, en el que ciertamente no había tomado parte, estaba ya resignado a pasar una existencia triste y obscura, viviendo en un país desconocido.
—Don Enrique —contestó el virrey— todo eso ha pasado, yo he tenido mucha parte en vuestras desgracias, y quiero tenerla en vuestra rehabilitación. En nombre de su majestad os entrego el indulto que necesitáis por el tiempo que anduvisteis en compañía de los piratas.
—Gracias, señor.
—Ahora, estáis expedito para reclamar vuestro título y los bienes que os pertenecen por la muerte de vuestro padre. El hombre que os usurpa estos bienes, es el mismo que os calumnió.
Don Enrique dirigió una mirada como interrogando a don Diego; el virrey la comprendió.
—Ese hombre —continuó— se llama don Justo.
—¿Don Justo?
—Sí, el hermano de la segunda mujer de vuestro padre; mañana mismo os presentaréis delante de él, como una evocación, en momentos muy solemnes, quizá al acabar de celebrarse la ceremonia de su matrimonio.
—¿Se casa? —exclamó don Enrique, olvidando que la política ceremoniosa de aquellos tiempos prohibía dirigir preguntas al virrey.
—Sí, y don Diego os referirá con quién.
—Con una hermosa joven —dijo don Diego— que está recién venida a esta ciudad: ignoro el nombre de su padre, y sólo sé que estaban radicados en la isla Española, que ella es francesa de origen, y que se llama Julia.
—¡Julia! —exclamó don Enrique, olvidándose de que estaba en presencia del virrey— ¡Julia! ¡Dios mío! ¡Esto es imposible!
—¿Cómo? —preguntó el virrey—. ¿Conocéis a esa joven?
—¡Oh! sí, señor; perdone V. E. que quizá me haya atrevido a hablar demasiado alto; pero esa joven, señor, es la mujer con quien yo pensaba unirme tan pronto como me encontrara libre, pobre o rico, noble o desconocido.
—¿Y ella lo sabía? ¿Sabía quién erais vos?
—No, señor, no conocía ni mi nombre; pero sabía que yo la amaba, que debíamos unirnos, y ella me juró también amor.
—Entonces, os ha olvidado.
—No lo creo; Julia es muy buena. Aquí, señor, hay algún misterio que no alcanzo a comprender; pero Julia no puede unirse a otro por su voluntad.
—Entonces, será preciso impedir ese matrimonio —dijo don Diego.
—¿Y cómo creeis eso posible? —preguntó el virrey.
—Si esa joven ama a don Enrique, bastará que don Enrique se presente para que ella se niegue a unirse con don Justo, y lo demás, señor, es muy sencillo.
—Bien me parece; pero no debéis perder un momento: la noche avanza, y quizá muy temprano tendrá lugar la ceremonia.
—Pedimos entonces permiso a V. E. para retirarnos.
—Podéis hacerlo. Don Enrique, en este pergamino tenéis vuestro completo indulto: venid a decirme cómo os vaya en vuestros negocios.
—Gracias, señor —contestó don Enrique inclinándose respetuosamente delante del virrey, y tomando el pergamino.
Los dos jóvenes salieron de palacio.
—Amigo mío —dijo don Enrique— os debo mucho, mucho; pero aun hay necesidad de que no me abandonéis: yo necesito impedir esa unión. Si Julia llega a casarse con don Justo, no sé lo que será de mí.
—Don Enrique, nada vale lo que por vos he hecho, porque os debo a mi vez honra y felicidad; disponed de mí a vuestra voluntad.
—¿Sabéis adónde vive Julia?
—Lo ignoro completamente.
—¿Quién podrá darnos noticia de esto?
—Sólo conozco una persona que lo sepa.
—¿Quién?
—Esa joven que se llama Paulita.
—¿Paulita?
—Sí, porque ella fue la que me contó que don Justo se casaba.
—Entonces, vamos a buscarla.
—Vamos.
Don Enrique, con una agitación febril, se dirigió a la casa de Paulita. La puerta estaba cerrada. Don Enrique llamó, y nadie contestó. Esperó un momento, y volvió a llamar, y redobló sus golpes, y nadie contestaba.
—Indudablemente no están en casa —dijo el Indiano.
—¿Pues qué haremos?
—Esperar; no hay otro remedio.
—¿Esperar, don Diego? Y el tiempo vuela ¿y si no vuelven? ¿Si amanece? ¿Si no tenemos quien nos enseñe la casa de Julia, y se celebra el matrimonio?
—¿Pues qué pensáis?
Don Enrique se puso a meditar, y luego exclamó tristemente:
—No queda más recurso que esperar; quizá vuelvan.
—Esperaremos.
Los dos quedaron de pie delante de la puerta. Don Enrique devorado por la más terrible ansiedad, y don Diego triste y pensativo.
La mañana estaba cercana y nadie parecía, y don Enrique estaba a punto de volverse loco, según la impaciencia que manifestaba.
De repente se oyeron pasos en el callejón; era un hombre.
—Los dos jóvenes se precipitaron a su encuentro, el que llegaba quiso huir; pero ellos se apoderaron de él.
—¡El Jején! —exclamó don Enrique reconociéndole—. ¡Estamos salvados!
—Yo soy, don Enrique —dijo el Jején reponiéndose de la sorpresa.
—¿Adónde vive Julia? —preguntó don Enrique— ¿lo sabes?
—Sí, señor.
—Llévame para allá.
—Es imposible.
—¿Imposible? ¿Por qué?
—Señor, la justicia me persigue, y necesito huir.
—Pues dinos la calle, su casa.
—¿Para qué, señor?
—Jején, necesito impedir al matrimonio de Julia, y para esto necesito verla esta noche.
—Bien; pero en ese caso estad tranquilo, porque ese matrimonio no se verificará.
—¡No se verificará! ¿Cómo lo sabes?
—Porque la señorita Julia no está ya en su casa, ha huido esta noche.
—¿Ha huido?
—Más bien dicho, yo me la he sacado de orden de don Pedro Juan, que quiere también evitar la boda.
—¿Y en dónde está?
—Señor, como supe que me perseguía la justicia, la he dejado en poder de Paulita, en la calle del monasterio de Santo Domingo, en una casa que hace esquina; podéis buscarla y allí la encontraréis.
—Pero esa casa ¿de quién es?
—Preguntad si vive allí don Pedro Juan de Borica.
—¿Suya es la casa?
—No; pero él la alquiló para esto. Allí está Paulita.
—¡Desgraciado de ti si nos engañas!
—¡Lo juro por Dios!
—Vete. Y vos, don Diego ¿me acompañaréis?
—Vamos.
Y los dos se dirigieron apresuradamente a la calle del monasterio de Santo Domingo.
XIV. Un rapto
Pedro Juan de Borica había procurado en vano calmar su pasión, luchar contra ese torrente de amor que sentía en su pecho por la hija de la señora Magdalena, olvidarla y buscar la paz y la felicidad en el hogar doméstico.
Los primeros días después de las escenas violentas que tuvieron lugar entre la señora Magdalena y su hija, Pedro Juan se sintió tan profundamente disgustado, que creyó que había llegado el momento de su curación.
Se guardó de ver a Julia, de hablarla y hasta de preguntar por ella; pero la noticia de la boda de don Justo vino de nuevo a encender la pasión del ex-desollador. Pedro Juan sintió el fuego de los celos, pero de los celos sin derecho, sin razón, de celos que podían llamarse más bien despecho.
Imposible le parecía que Julia fuese de otro; él se había ya acostumbrado a vivir en su compañía, a verla, a oírla hablar a todas horas, a decirle ternezas, que si bien ella escuchaba con desagrado, pero las escuchaba, y esto era para Pedro Juan un consuelo y una esperanza; quizá el día menos pensado Julia se dulcificaría.
Pero verla en poder de otro, separada de él para siempre, esto era perder hasta la esperanza, y el ex-desollador no se conformaba con eso. El momento de la boda se acercaba, y Pedro Juan, desesperado y ciego, determinó hacer un esfuerzo e impedir aquel matrimonio a toda costa.
Un rapto fue la primera idea que vino a su mente; un rapto que él comprendía que se iba a intentar contra la voluntad de Julia, y que no daría otro resultado que apartarla de su casa, porque le importaba esto; quería más bien verla morir que presenciar aquel matrimonio.
Pedro Juan necesitaba de un cómplice para llevar a efecto su resolución, y él conocía en México a muy pocas personas: púsose a meditar, y de las frecuentes visitas de Paulita le vino la idea de valerse del Jején.
No sabía Pedro Juan qué clase de hombre sería el Jején, pero se decidió a hablarle, y le envió a llamar la víspera de la boda de Julia.
—Supongo —le dijo el ex-desollador— que vos en estos momentos no tenéis ocupación lucrativa ¿es verdad?
—En efecto —contestó el Jején— las cosas andan muy mal en México, es mucha la pobreza; ojalá que su señoría me proporcionara algún quehacer.
—No me sería muy difícil; pero desearía saber de qué sois capaz.
El Jején, como todos los pillos, era malicioso, y comprendió que lo que deseaba Pedro Juan era oírle discurrir, para ver si debía o no tener confianza, y así, contestó:
—Mire su señoría, yo soy capaz de hacer cuanto se me ordene y encargarme de cuanta empresa se me encargue, con tal que sea bien pagada y no tenga que ver con cosa de leer ni escribir, porque eso no lo entiendo.
—Arrojado debéis ser para decir semejante cosa.
—No hay hombre más arrojado que el que se decide a ser arrojado, y ya verá su señoría, si me ocupa, cómo soy capaz de todo.
—¿De todo?
—De todo.
—Mucho decir es ése.
—Lo que se puede cumplir.
—¿Y si se tratase de atacar soldados del rey?
—No sería la primera vez, contestó con arrogancia el Jején.
Pedro Juan le miró con curiosidad, pero también con aire de duda.
—¿No lo cree su señoría? —preguntó amostazándose el Jején.
—Sí ¿y serías capaz de ayudarme a sacar de su casa a una dama?
—¿De ayudar a su señoría no más, o de encargarme yo de sacarla?
—De una o de otra cosa.
—Con diferencia no más en el precio del servicio, estoy a las órdenes de su señoría.
—¿Y si es necesario usar de alguna astucia, de algún ardid?
—Yo le encontraría.
—Veo que confiáis demasiado.
—En difíciles trances héme encontrado para temer ahora.
—Perfectamente ¿es decir que cuento con vos?
—De todos modos.
—Bien, escuchad: la dama de que se trata es Julia, la joven que estuvo en vuestra casa.
—Sí, señor —contestó Jején sin mostrar admiración.
—Pero no contamos con su voluntad; de manera que es preciso sacarla de aquí con engaño o por fuerza, y sin que lo advierta la señora Magdalena. ¿Cómo pensáis que debe hacerse?
El Jején permaneció un rato pensativo.
—El aposento que ocupa esa dama ¿tiene balcón o ventana para la calle? —preguntó al fin.
—Tiene un balcón.
—¿Y ella duerme sola?
—Sola.
—Bien ¿podrá conseguir su señoría que se mezclen unos polvos que daré, al alimento que tome cerca de la hora de acostarse?
—Fácilmente; yo mismo los mezclaré en el vino que ella toma.
—¿Y podemos llegar a su aposento en la noche sin ser sentidos?
—También, porque tiene una puerta que da al corredor, y aunque ella la cierra con llave, yo con la esperanza de entrar por allí alguna vez, me he proporcionado una llave igual.
—Entonces os respondo del éxito. Óigame su señoría: esta noche vendré, trayendo unos polvos que daré a su señoría; con esos polvos ella se dormirá como si estuviese muerta; entonces su señoría irá por mí, que me habré quedado oculto en alguna parte, descolgamos a esa señora por el balcón, y su señoría me dirá adónde se la llevo.
—Tengo ya una casa preparada en la esquina de la calle de Santo Domingo.
—Bueno, todo está en corriente. Voy por los polvos. ¿Y cuánto me ofrece su señoría por este trabajo?
—Mil duros.
—Convenido; voyme.
—¿Esta noche venís?
—A las diez en punto.
El Jején se caló su sombrero, y se fue en busca de una semibruja de esas que abundaban en aquellos tiempos, a comprarle «polvos de no sentir», que eran narcóticos más o menos eficaces, que aquellas mujeres vendían sin escrúpulo de ninguna clase, aunque sí a muy buen precio.
Aquella noche, a las diez, el Jején llamó al zaguán y preguntó por el señor don Pedro Juan.
Como el ex-desollador esperaba con impaciencia, no se había retirado del almacén que estaba en los bajos de la casa, y salió luego al encuentro del Jején.
—¿Sois vos? —dijo en voz baja.
—Sí, señor.
—¿Adónde están los polvos?
—Tómelos su señoría —y Pedro Juan recibió un paquete que guardó cuidadosamente.
—Ahora venid conmigo —dijo.
El Jején le siguió; atravesaron el patio principal, y en el segundo llegaron a una escalera secreta, por donde subieron hasta un aposento, en el que había una cama y algunas sillas.
Sobre una mesa ardía una bujía de sebo.
—Aquí tenéis vuestro escondite —dijo Pedro Juan— permaneced aquí encerrado por dentro; nadie os verá, y yo vendré por vos cuando sea tiempo. ¿Queréis cenar algo?
—Doy las gracias a su señoría; no tengo apetito.
—Si queréis recostaros un poco, ahí tenéis cama; pero no os vayáis a dormir cuando yo llame…
—No hay cuidado —contestó sonriéndose el Jején.
—Pues hasta más ver.
Pedro Juan salió cerrando la puerta, y el Jején por dentro torció la llave.
Aquella noche, Pedro Juan cenó con la familia ocupando el centro de la mesa, y teniendo a su derecha a la señora Magdalena y a su izquierda a Julia. Durante toda la cena, Pedro Juan mostró la mayor tranquilidad; Julia estaba preocupada y la señora Magdalena muy alegre.
—Ésta será la última noche que pasará Julia a nuestro lado —dijo Pedro Juan a su mujer—. Lo siento, pero estoy tranquilo por su suerte, porque creo que va a ser recibida en los brazos de un hombre que la ama, aunque Julia se haya mostrado indiferente a su cariño.
Estas palabras encerraban un doble sentido que sólo el Jején, si hubiera estado presente, hubiera comprendido.
—En efecto —contestó la señora Magdalena— mañana será la boda, si Dios quiere.
—Yo —continuó Pedro Juan— para tomar la última sopa con Julia, he encontrado en la bodega un magnífico vino español, que sin duda por su origen no será del agrado de mi Magdalena.
—Te engañas —contestó la señora Magdalena sonriéndose— dos cosas me agradan de España…
—Los vinos —agregó Pedro Juan— y…
—Mi marido —dijo con zalamería la señora Magdalena.
—Pues el marido va por los vinos —exclamó alegremente el ex-desollador levantándose de su asiento y saliendo del comedor.
En aquellos momentos la señora Magdalena era muy feliz. Se acercó un poco a Julia, y dándole un beso en la frente, le dijo conmovida:
—¿Lo ves, hija mía? Me haces muy dichosa.
Julia besó también a su madre, y luego limpió furtivamente una lágrima que corría por sus mejillas. ¡Cuán cara le costaba aquella alegría!
Pedro Juan volvió con una botella destapada en la mano izquierda y una copa llena en la derecha.
—¡Soberbio está el vinillo! —exclamó—. Os he faltado adelantándome a probarlo, pero no he tomado ni una copa: ¡la cortesía!, ¡ha sido no más la cortesía! Tomad, Julia, aquí está vuestra copa llena; dame la tuya para tomar yo en ella, Magdalena… Ahora toma la mía y te serviré… perfectamente… Ahora los tres a beber por la dicha que espero para Julia.
Y los tres apuraron sus copas.
—En efecto, es magnífico —dijo la señora Magdalena— ¿qué te parece, hija mía?
—Muy bueno —contestó Julia reprimiendo un ligero movimiento de disgusto.
La cena continuó alegre, y la sobremesa se prolongó hasta que Julia levantándose de su asiento, dijo:
—Madre mía, me retiro.
—¿Estás enferma?
—No; pero siento mucho sueño. Buenas noches.
—Dios te bendiga.
Julia se retiró a su aposento.
—¿Qué, estará enferma? —dijo con interés Pedro Juan.
—No —contestó sonriéndose la señora Magdalena— creo que el vino estaba demasiado fuerte para su cabeza; y yo también necesito retirarme.
—Yo voy nada más a arreglar unas cuentas, porque siempre será preciso dar a Julia algún dote; es honor nuestro.
—¡Qué bueno eres, Pedro Juan! —contestó la señora Magdalena—. Ve y no te desveles mucho.
La señora Magdalena se retiró también, y Pedro Juan se bajó al almacén para hacer tiempo.
Julia entró a su aposento, sintiendo un desfallecimiento, un sueño, una cosa tan extraña y tan irresistible, pero al mismo tiempo tan agradable, que no cuidó ni de cerrar la puerta, ni pensó en desnudarse; se arrojó en su lecho vestida, comenzaron a cerrarse sus ojos, y por fin, se quedó dormida profundamente.
Algún tiempo después la puerta se abrió cautelosamente, y dos hombres penetraron en el aposento, cerrando por dentro con la llave.
—¿No despertará? —dijo muy bajo Pedro Juan.
—Sólo dándole a oler vinagre —contestó el Jején.
—¿Y ahora?
—Ahora, abrimos el balcón, por esta cuerda me bajo, y con la misma atáis a esa dama y la descolgáis como un fardo.
—Puede lastimarse.
—No; atadla con una sábana, y de la sábana aseguráis la cuerda; el balcón está bajo y yo la recibo.
—Bien.
—¿Os espero abajo?
—No; llevadla adonde sabéis. Yo iré allá mañana: es preciso disipar toda sospecha.
El Jején bajó por la cuerda, y poco después el fornido Pedro Juan descolgaba, como si hubiera sido un fardo, a Julia insensible. Jején la recibió entre sus brazos y echó a caminar con ella.
Pedro Juan quitó la cuerda y salió, cerrando por fuera la habitación de Julia.
XV. Las dos rivales
El Jején condujo a Julia hasta la casa de la calle del monasterio de Santo Domingo. Durante el camino, el viento fresco de la noche y el movimiento comenzaron a hacer volver en sí a la joven, de manera que al llegar a la casa estaba completamente despierta.
Contra lo que esperaba el Jején, la casa estaba abierta, pero no encontró en ella más que a una mujer encargada por Pedro Juan de cuidarla; pero Paulita aún no había llegado.
El Jején, fatigado, depositó su carga en una pieza interior que estaba dispuesta ya para recibir a Julia.
La joven se sentó en el lecho y miró espantada a su alrededor; tan extraño era todo aquello, que le parecía estar soñando. Por fin, sus miradas se fijaron en el Jején, y le reconoció.
—¿Qué es esto? —exclamó—. ¿En dónde estoy? ¿Es vuestra casa? ¿He soñado que había vuelto al lado de mi madre, que me iba a casar?
El Jején no contestaba.
—¡Por Dios! Explicadme lo que me ha pasado —continuó Julia— porque siento que me vuelvo loca. ¿Adónde está Paulita?
A esta pregunta él creyó que podía ya contestar.
—Pronto vendrá, señora, pronto vendrá.
—¿Pero yo he estado enferma? ¿He soñado? No puedo coordinar bien mis ideas, siento la cabeza muy pesada.
—Señora, aún no estáis buena; creo que aun debéis dormir un poco más mientras viene Paulita.
Julia no sabía cuál era la realidad; aunque había despertado, el narcótico obraba aún sobre su cerebro; su voluntad de pensamiento no estaba aún expedita; pensaba, pero sin tener la energía suficiente para encaminar sus reflexiones al través de las peripecias de aquella noche.
Los acontecimientos del día anterior los veía como al través de un sueño; pero estaban muy claros para ser sólo un sueño, y muy confusos para ser una realidad.
Sentía la cabeza pesada y con un dolor vago que la abrumaba; creyó que había tenido fiebre: no quiso fatigar su imaginación, y con esa humildad infantil de los enfermos, exclamó:
—Decís bien; dormiré aún mientras viene Paulita; estoy muy débil.
Y reclinóse en el lecho, comenzó a hacer esfuerzos por dormirse nuevamente.
El Jején salió del aposento, y en la pieza siguiente encontró a Paulita que llegaba.
—Paulita —le dijo— ¡cómo has tardado!
—¡Ay!, ¡ni sabes la mala noticia que traigo!
—¿Qué hay, pues?
—Que en el momento en que me disponía para venirme, han llegado a la casa soldados y gentes de justicia buscándote.
—¿A mí, Paulita? ¿Y por qué?
—No sé qué decían de falta a las tropas del rey: yo les dije que no estabas en México, registraron la casa, y al fin se han ido prometiendo y jurando que te han de aprehender.
—Sabiendo que me buscan los desafío a que lo consigan.
—¿Y qué piensas hacer?
—¿Yo? Pues primero ocultarme unos días, y luego veremos.
—¿Y por qué querías que yo viniese?
—Para este negocio —contestó el Jején, señalando la pieza en que estaba Julia— he ganado esta noche un buen pico con el que podemos vivir un año, si un año duro en el escondite.
—¿Pues qué hay? —exclamó Paulita queriendo entrar.
—Espérate, voy a decirte lo que hay y lo que debes hacer, porque en este momento me voy a esconder ¿entiendes? Con los alguaciles poco y bueno. Ahí está una muchacha que me saqué de su casa por encargo de un caballero, contra la voluntad de ella; pero le dimos polvos de dormir, y así me la traje; él vendrá mañana temprano; tú cuida de que no se vaya a salir y espera mañana al sujeto.
—¿Pero ella quién es y cómo se llama?
—A todos los conoces, y ya verás qué sorpresa llevas.
—Pero dime…
—El que mandó sacarme a la moza, es don Pedro Juan de Borica, el marido de la señora tu conocida.
—¿Y ella quién es?
—Ya lo verás; ya me voy. Mañana en la noche te buscaré en casa, y si no estás, vendré aquí. Me voy, que no quiero tener que ver con los golillas.
El Jején salió apresuradamente, y Paulita entró a ver quién era la joven.
Julia estaba acostada y tenía el rostro vuelto hacia la pared; Paulita se acercó a ella, y como el aposento estaba bastante iluminado, la conoció al momento.
—¡Julia! —exclamó Paulita.
—¿Paulita? —contestó Julia incorporándose.
—Julia ¿cómo es esto? ¿Qué hacéis aquí tan tranquila?
—Eso es lo que yo no comprendo ¿pues qué no estoy aún en vuestra casa?
—No, Julia.
—¿Pues en dónde estoy? ¿Qué casa es ésta? ¿Cómo he venido aquí?
—Yo no sé de quién es esta casa; pero habéis venido aquí para un delito que yo no permitiré que se consume, aunque mi mismo marido tenga parte en él.
—¿Cómo? ¿Qué decís? Explicaos.
—Julia, anoche os han dado a beber unos polvos que os han hecho dormir un sueño como la muerte, y aprovechándose de vuestra situación, os han sacado de vuestra casa para traeros aquí.
—¿Pero quién, Paulita?
—Don Pedro Juan, el marido de vuestra madre.
—¡Dios mío! ¡Qué infamia! ¿Y por qué?
—Vos debéis comprender, porque él está enamorado de vos, y así impide vuestro matrimonio y os tiene en su mano.
—¡Infame!, ¡infame! Pero yo no consentiré: yo quiero que me llevéis inmediatamente a mi casa, porque quiero casarme mañana, porque creo que es el único medio de libertarme de las persecuciones de ese monstruo. Casada yo, perdería para siempre su esperanza.
Paulita pensó en aquel momento en don Enrique; casada Julia, también él perdería para siempre su esperanza, y aquel pensamiento la iluminó en lo que le convenía hacer.
—Decís bien —exclamó— volveréis a vuestra casa. Levantaos, y yo os conduciré.
Julia se levantó vacilando.
—Ánimo —dijo Paulita— mañana a esta hora estaréis unida para siempre a don Justo.
Entonces Julia fue la que pensó en don Enrique, o más bien dicho, en Brazo-de-acero, que era el nombre con que le conocía.
—Paulita —dijo— es inmenso ese sacrificio; voy a separarme para siempre del hombre que amo, voy a olvidarle sin que él me haya dado motivo alguno para semejante ingratitud. Paulita, si mañana ese hombre se presentara delante de mí, yo me moriría de vergüenza y de dolor, porque ese hombre no sólo me ama, sino que salvó mi vida y mi honor ¿y paga con una ingratitud un corazón bien formado?
Estas palabras hicieron estremecer a Paulita; eran un reproche por lo que ella meditaba; le pareció que oía la voz de sus padres que le decían «ingrata», y no pudo contenerse: Paulita estaba formada para el bien.
—Oíd —exclamó repentinamente— ¿ese pirata de que me habéis hablado era mexicano?
—Sí ¿pero a qué viene esa pregunta?
—¿Y era en su país noble y rico?
—Él dijo a mi madre que era rico y noble como un monarca.
—¡Dios mío! ¡Julia, creo que ese hombre ha llegado a México!
—¿Qué decís? —gritó Julia mirándola espantada.
—Sí, creo que está aquí… y que es nada menos que el mismo don Enrique Ruiz de Mendilueta, de quien os he hablado.
—¡Misericordia, Dios mío! ¿El hombre de quien estáis apasionada?
—El mismo.
—Paulita, Dios no lo permitirá, porque sería yo capaz de aborreceros.
—Julia, ¿y creeis que no tenga yo también razón de odiaros cuando vos me arrebatáis al hombre que amé antes de que os conociera?
—Pero vos prescindisteis de su amor casándoos con otro.
—Porque yo no podía aspirar a la gloria de ser suya.
—Entonces debisteis de sacrificarle vuestra vida y adorarle siempre y no ser de otro.
—Julia, ¿y vos no vais a casaros ya?
—Por salvar la felicidad de mi madre; pero harto desgraciada soy.
—Y yo también, y yo también.
Las dos quedaron en profundo silencio; en aquellos dos corazones luchaban los celos, la desconfianza, el odio, el amor.
Cada una de aquellas dos mujeres no sabía qué hacer con la otra. Julia admiraba la generosidad de Paulita al haberle dicho que su amante estaba en México. Paulita pensaba que con esto hacía un servicio a don Enrique.
De repente preguntó Paulita:
—¿Qué pensáis hacer?
Julia, sin contestar, la miró con desconfianza.
—Respondedme, Julia, porque vos no comprendéis todavía lo que soy capaz de hacer.
Julia tomó estas palabras como una amenaza, y contestó irguiéndose y con un tono como de desafío:
—Y bien ¿qué sois capaz de hacer?
—Julia —contestó Paulita pálida y con la voz trémula— Julia, soy capaz de todo lo bueno y de todo lo malo: en este momento Dios me tenga de su mano.
Julia se sonrió con altivez.
—¡Oh! por la salud de vuestra madre os suplico que no os burléis de mí; me siento capaz de mataros, porque me ahogan los celos, o de matarme yo por no estorbar la dicha de don Enrique y por no presenciarla.
—Haced lo que mejor os plazca.
Paulita, pálida y con el rostro desencajado como el de una loca, sacó de debajo de su cotilla un puñal que brilló con un resplandor siniestro. Julia dio un grito.
Paulita se detuvo, y como si se hubiera efectuado un cambio rápido en su alma, lanzó el puñal lejos de sí y tomó convulsivamente a Julia de una mano, exclamando:
—¡Seguidme!
—¿Y adónde? —preguntó Julia.
—Os he dicho que soy capaz de todo lo bueno y de todo lo malo; en un momento de furor pensé en mataros; ahora voy a llevaros a la casa de don Enrique a entregaros a él.
—Una dama como yo —dijo con altivez Julia— no va jamás a la casa de un hombre con quien tiene amores, y menos a la mitad de la noche.
—¿Es decir que vos que le amáis desconfiáis de él? ¿Le creeis capaz de faltar a una dama? ¡Oh, vos no le amáis o no le conocéis! Don Enrique es todo un caballero, y tan pura quedaría a su lado vuestra honra, como al lado de vuestra misma madre. Julia, vos no comprendéis la grandeza de su alma, no sois digna de amarle; yo le debo mi honra porque él la ha respetado, porque yo se la hubiera sacrificado contenta ¿lo oís? Porque yo sí le amo como merece, porque para mí no había consideraciones sociales, ni altivez de dama, ni miramientos de honor, nada, nada; por él, todo, hasta la muerte; por él, todo, hasta mi honra.
—¡Paulita, me atormentáis con ese amor!
—Que vos no comprendéis: mirad qué amor tan grande será, que sacrifico a ese amor su amor mismo, porque ya lo veis, no vacilo en llevaros a su misma presencia.
—Paulita, sois muy generosa.
—¿Me seguiréis?
—¡Vamos! —exclamó Julia, sintiendo desaparecer su timidez ante aquella salvaje energía.
Y las dos salieron de la casa.
De repente, Julia se detuvo y dijo con vacilación a Paulita:
—¿Y si no es él?
Paulita entonces vaciló a su vez.
—¿Y si no es él? —repitió.
—Sí ¿quién nos asegura que sea el mismo? ¿Sé yo acaso cómo se llama el hombre de quien os he hablado? ¿Sabéis vos cómo se llamaba entre los cazadores el hombre de quien me habláis?
—En efecto, tenéis razón; sería hasta ridículo que os presentarais con un hombre desconocido ¿qué pensaría entonces don Enrique de vos y de mí?
—Paulita, acompañadme a mi casa.
—Vamos.
Pocos momentos después, en la casa de la señora Magdalena se oían terribles golpes dados en la puerta de la calle.
El primero que los escuchó fue Pedro Juan, que no había podido dormir por la agitación de lo que acababa de pasar. El ex-desollador pensó que aquello tenía relación con lo que había hecho en la noche; quiso ser el primero en informarse, saltó de la cama y bajó a abrir antes que el portero pudiera hacerlo.
—¿Y qué diréis a vuestra madre? —preguntó Paulita a Julia—. ¿Le descubriréis el crimen de su marido?
—Dios me iluminará para no darle este golpe.
La puerta se abrió en este momento, y Julia se entró diciendo a Paulita:
—Hasta mañana.
—Adiós —contestó Paulita.
Pedro Juan había bajado a abrir trayendo un candil, y Julia le reconoció inmediatamente.
—¡Sois un infame! —exclamó la joven.
—¡Por Dios, no me descubráis! —contestó temblando Pedro Juan.
—No soy capaz de matar a mi madre; contadle que otra persona llamó ¿nadie sabe que estaba fuera?
—Nadie.
—Pues cuidad vos de que no lo sepa.
Y Julia subió ligeramente la escalera y se dirigió a su cuarto; pero estaba cerrado.
La señora Magdalena salió de su aposento preguntando:
—¿Qué pasa?
—No lo sé, madre mía —contestó Julia— yo también salí a ver qué pasaba.
—¿Aún estáis vestida?
—Rezaba yo, madre mía.
Pedro Juan subía en estos momentos.
—¿Qué fue? —le preguntó la señora Magdalena.
—Una mujer borracha que se empeñaba en entrar.
—¿Se ha ido?
—Sí.
—Pues voyme a mi cama —y la señora Magdalena se retiró.
—¿La llave de aquí? —dijo Julia.
—Aquí está —contestó Pedro Juan entregándosela.
Julia entró a su aposento y se encerró por dentro.
XVI. El rastro perdido
El indiano y don Enrique se dirigieron a la casa que les había indicado el Jején, en busca de Julia; pero cuando llegaron a ella, Julia y Paulita habían partido, y la mujer que cuidaba de la casa no pudo darles noticia del rumbo que habían tomado.
La mañana avanzaba rápidamente, y comenzaron a dibujarse sobre un cielo pálido las cúpulas y los campanarios de las iglesias; comenzaban a escucharse las campanas que llamaban a la primera misa, y algunas personas andaban ya en la calle.
—¿Qué haremos? —preguntó don Enrique al Indiano.
—Verdaderamente no sé qué debemos hacer; es ya de día, y no sé adónde puedan haberse llevado a Julia.
—Al Jején es casi imposible encontrarle.
—Y es seguro que Paulita no volverá a su casa; entretanto, el tiempo vuela.
—Afortunadamente la boda no puede verificarse por el rapto de Julia.
—Es verdad; pero quién sabe qué será de ella.
—Me ocurre una idea.
—Decid.
—¿Recordáis a doña Ana?
—Sí.
—Esa mujer, no sé por qué razón, se ha declarado enemiga vuestra, y como es capaz de todo, me temo que esté mezclada en esta intriga.
—¿Creeis?
—¡Oh! sí lo creo ¿queréis que vayamos a su casa?
—Si vos lo juzgáis conveniente…
—Es la única parte en que me espero tener alguna noticia.
—Pues vamos.
Embozáronse los dos y se encaminaron a la casa de doña Ana.
Era ya día claro cuando llegaron a ella; don Diego llamó, y pocos momentos después se abrió la puerta.
Los dos amigos penetraron a la casa sin ceremonia.
—¿Buscan sus señorías a mi ama? —preguntó la esclava que había salido a abrir.
—Sí —contestó don Diego.
—Pues mi ama no está en casa.
—¡Cómo! ¿No está?
—No señores; ha salido antes de amanecer.
—¿Iría quizá a misa?
—No, señor, porque tomó por el centro de la ciudad.
Don Enrique y don Diego se miraron, y en aquella mirada se pintaba el desaliento.
—¿Quiere decir que estamos perdidos? —preguntó don Enrique.
—Aún no —contestó don Diego después de reflexionar un poco— hagamos el último esfuerzo: vamos a la casa de D. Justo. Doña Ana estaba en proyectos de alianza con ese hombre, y quizá el rapto haya sido una cosa dispuesta para atraerle…
—Pero ¿con qué motivo?
—No lo alcanzo; pero los proyectos de las gentes malas son tan difíciles de comprender, que aun después de descubiertos, no se sabe el motivo que los impulsó a obrar.
—Pues vamos a la casa de don Justo.
Y los dos, animados por una nueva esperanza, emprendieron el camino de la casa de don Justo.
Llegaron allá, y la casa presentaba un triste aspecto de soledad; no se escuchaba en ella ruido de ninguna clase; ni lacayos, ni esclavos, ni palafreneros, nadie aparecía por el ancho y desierto patio; sólo un portero de birrete tomaba sol sentado en un taburete.
—¿El señor don Justo? —preguntó don Enrique.
El viejo alzó el rostro como admirado de semejante pregunta.
—Supongo que sus señorías no son amigos de mi amo.
—¿Por qué?
—Porque ignoran que hoy es el día en que mi amo se casa, y que quizá en este momento se estará verificando la ceremonia: yo no pude asistir por estas reumas que hace diez años, desde el tiempo del señor virrey, que en paz descanse…
—Bien ¿pero don Justo se fue a su boda?
—¡Bonito mi amo para no haber ido! Que es puntual su merced como un reloj; yo le conozco mucho; hace como treinta años que le sirvo; aún no se casaba la niña Guadalupita con el señor conde, que en paz descanse, y que la verdad yo apenas conocí al señor conde, porque su excelencia no venía acá, y yo por estas reumas…
—¿Decís que se estará ya celebrando la ceremonia?
—Con el favor de Dios sí, porque mi amo temprano se levantó, como que estaba su merced con el alboroto, que dicen que la muchacha es más bonita que un doblón de a ocho y más limpia que tacita de China.
—¿Pero la novia estaba ya dispuesta?
—Por supuesto, que temprano mandó mi amo preguntar a la casa de la novia que si ya podía ir; por señas de que fue Colás, un mulatico como una pólvora, que lo quiere mucho mi amo, porque van a ver sus señorías lo que le pasó.
—¿Y qué le contestaron?
—¿A quién?
—A don Justo de la casa de la novia.
—Allá vamos, que no soy arcabuz; con tiento y no mueran de ansia sus mercedes, que poco a poco se anda lejos; vamos a que fue el mulatico Colás con recado del amo a preguntar a la casa de la novia si ya estaba dispuesta, para que mi amo se fuera para ser dichoso; y el Colás es como la jonda de Pilatos, como que yo lo eduqué y lo crié, como si dijeran sus señorías mis mesmos pechos.
Don Enrique y don Diego morían de impaciencia por saber qué habían contestado de la casa de Julia; pero comprendieron que interrumpir al viejo era prolongar más su charla y le dejaron hablar.
—El amo llamó a Colás, que hoy tiene una librea que parece un veinticuatro de Sevilla, y le dijo: «Colás, te pones en un vuelo en la casa de mi señora doña Magdalena», que así se llama la madre de la novia, y me dicen que es de allá de donde fue la guerra del turco ¿cómo se llama?
—Lepanto —contestó el Indiano furioso.
—Sea por Dios, que de por allá será; y le dijo el amo a Colás; pregúntale a esa señora si ya podré ir a la casa y si ya está todo dispuesto…
—¿Y qué vino a decir Colás? —preguntó don Enrique.
—Pues el muchacho, que es listo ¡saz! corre que te corre, y en un decir Jesús ya estaba de vuelta; casualmente el amo estaba aquí delante, por más señas que tiene una ropilla color de violeta, y Colás le dijo: «Que dice la señora Magdalena que cómo está usía, que besa a usía sus manos, que es usía su amo y señor, que por allá está ya todo dispuesto, y nada más a usía se espera para el matrimonio, y que…» pero calle ¡qué demonio de hombres!, ¿pues no se van, dejándome como quien dice, la palabra en la boca?…
En efecto, don Enrique y el Indiano no hicieron más que oír la contestación que habían dado en la casa de Julia, cuando mirándose entre sí, dieron la vuelta y salieron de la casa de don Justo.
—Éste es un misterio que no alcanzo a comprender —dijo don Enrique.
—Yo menos —contestó el Indiano— si Julia no estaba anoche en la casa de su familia ¿cómo es que hoy en la mañana ya está dispuesta para la ceremonia?
—Quizá no sea ella la que se salió de su casa.
—Puede haber en esto un error; y lo peor es que quizá en este momento se esté celebrando el matrimonio y lleguemos demasiado tarde.
—Apretemos el paso.
Y los dos comenzaron a caminar con la mayor rapidez hasta llegar a la casa de Julia.
Allí creían encontrar gran movimiento, carrozas, pajes, lacayos, pero no había nada de esto; la casa estaba cerrada, sólo en un postigo abierto del zaguán se veía a una mujer que mostraba ser una criada.
—Señora —la preguntó don Diego— ¿ya ha pasado la ceremonia?
—No sé, señor —contestó la criada.
—¿No sabéis?, ¿pero no sois de la casa?
—Sí, señor; pero el matrimonio, si de eso me queréis hablar, no es ahora aquí en la casa.
—¿Pues en dónde?
—En casa de la señora condesa viuda de Torre-Leal, que es la madrina.
—¿Y ya se han ido para allá?
—Sí, señores; el novio iba en el coche con la señorita Julia y la señora grande y el amo.
—¿Y qué tiempo hace que se han ido?
—Media hora; puede que si usías se van para allá alcancen aunque sea la velación, porque el casamiento ya ha de haber pasado.
—Volemos, aún puede ser tiempo —dijo el Indiano.
Y dando el ejemplo, echó a andar con mucha velocidad.
Don Enrique le seguía cabizbajo. En aquel momento, cuando su intención era la de dirigirse a la casa de su padre, donde él había nacido, donde había pasado los primeros años de su vida, donde había llegado a la juventud, entonces sintió que todos sus recuerdos llegaban como en tropel, y pensó en su padre anciano, que había muerto sin el consuelo de ver a su hijo, pensó en las desgracias que habían caído sobre su cabeza, y, como era natural, pensó también en el Indiano, que era culpable de casi todos aquellos acontecimientos.
Y sin embargo, el generoso comportamiento de don Diego vino como un rocío benéfico a tranquilizar el corazón de don Enrique…
Y adelantándose un poco, llegó hasta el Indiano y enlazó su brazo.
XVIII. Hermano y hermana
—Justo —decía doña Guadalupe— yo no aprobé jamás esos planes que tú formaste para deshacerte de don Enrique.
—Yo pensaba en tu hijo, que es mi sobrino; esas riquezas y ese título suyas son.
—¡Oh! no hay que engañarse, Justo, no son suyos; es una usurpación la que vamos a hacer, y Dios nos lo tomará en cuenta.
—Eres demasiado escrupulosa para ser madre…
—No, por el contrario, esos escrúpulos, como tú los llamas, son precisamente los que debo tener. Soy madre, hermano mío, pero soy cristiana; amo a mi hijo, pero le amo demasiado para querer que enriquezca a costa de un crimen; las riquezas mal adquiridas son una maldición para el que las posee…
—Todas esas son razones de predicador, Guadalupe, que no me harán variar ni en un ápice del camino que me he trazado para alcanzar la felicidad de tu hijo; además, soy su tutor y tengo la precisa obligación de cuidar de su porvenir.
—Pero es con perjuicio de su conciencia…
Cuando llegó a la casa de éste, a pesar de que apenas lucía la mañana, todos estaban ya en pie, y se observaba una grande animación. Doña Ana atravesó en medio de la servidumbre sin detenerse, procurando tomar el aire de una persona de gran confianza en la casa, para que nadie la interrogase.
Subió la escalera, y llegando al corredor se encontró casualmente con don Justo, que salía de uno de los aposentos.
Doña Ana le dirigió inmediatamente la palabra.
—Caballero —le dijo— quisiera hablar con vos un momento.
Don Justo vaciló para contestar, y quizá se hubiera negado a escucharla; pero alcanzó a ver la rica basquiña de doña Ana, y descubrió una mano fina y bella y un pie pequeño y cubierto con un calzado de seda bordado de oro, y entonces le pareció que aquella solicitud era de escucharse.
Si las mujeres conocieran sus intereses y comprendieran que la hermosura adivinada vale más que la conocida, y que el misterio vuelve bellas hasta a las que no lo son, sin duda que la primera de sus modas sería la del antifaz, y no se hubieran acabado aquellas encantadoras aventuras de las «tapadas» de los dichosos y romancescos tiempos de Felipe II.
Pero ahora, una mujer vista a toda luz, de un golpe, en medio de una calle, puede gustarnos, pero no nos interesa, porque el corazón, por más que prediquen los apóstoles del materialismo, busca siempre lo misterioso y lo novelesco.
Quizá debajo de un velo se oculte el rostro de una fea, y ella tenga el sentimiento de ver huir al galán que la ha perseguido, tan luego como la conozca; pero en cambio, ni ese tiempo hubiera gozado de sus homenajes si él la hubiera visto desde el primer momento como se ven hoy a todas las mujeres.
Don Justo, que era hombre, sintió todo esto, y hubiera jurado que la mujer que tenía delante de sí, era una dama bella y principal.
—Señora —contestó— si el negocio de que queréis hablarme es importante, y más que todo corto, tendré mucho placer en oiros.
—Ya juzgaréis —contestó doña Ana.
—Entonces hacedme la gracia de pasar.
Don Justo guió a doña Ana a una de las estancias de la casa, que estaba soberbiamente puesta.
Doña Ana se sentó en un sitial y dijo a don Justo:
—¿Estamos enteramente solos?
—Sí, señora.
—¿Tenéis la bondad de cerrar?
Don Justo cerró la puerta, pensando adónde irían a parar tantas precauciones.
—Don Justo ¿me conocéis? —dijo doña Ana levantándose el velo.
Don Justo retrocedió, exclamando:
—¡Doña Ana!
—Veo que no os olvidáis de vuestros amigos.
—¡Oh, imposible! —contestó don Justo, a quien doña Ana le pareció más hermosa que nunca, y que a pesar de estar tan cerca del matrimonio, no le disgustó aquel encuentro—. ¡Imposible, doña Ana! ¡Estáis más bella! Pero quien os ha visto una sola vez, no puede olvidaros nunca.
—Dejad de galanterías, que vais a casaros, y escuchadme.
—Hablad.
—Ayer estuve aquí y no conseguí veros.
—¡Que lo siento!
—Os buscaba para deciros que está en México don Enrique Ruiz de Mendilueta.
Don Justo dio un salto en su asiento como si le hubiera caído del techo un escorpión.
—¿Don Enrique? —exclamó—. ¿Estáis soñando? Si ha muerto.
—Os engañáis. Don Enrique vive, está aquí y yo le he visto.
—¿Le habéis visto?
—Sí.
—¿Es decir que vino con vos?
—No, no es decir eso; es decir que os cuidéis, porque don Enrique está aquí y reclamará el título y la herencia de su padre.
—Entonces soy perdido —dijo con profundo desaliento don Justo.
—Tal vez no.
—¿Qué decís?
—Digo que quizá habrá un medio para impedir esa pérdida que vos creeis tan segura.
—¿Pues qué hacéis que no me dais ese medio?
—Necesito que hagamos antes un contrato; todo tiene en este mundo su precio y sus condiciones.
—Decidme las vuestras ¿qué queréis? ¿Oro? Yo os daré…
—No vengo a venderos mi secreto…
—¿En tal caso?
—Yo quiero vengarme de don Enrique y de don Diego de Álvarez.
—¿Y de qué manera?
—Eso os toca pensarlo a vos y ayudarme en mis proyectos; no exijo más.
—Pero no me ocurre de pronto.
—Meditadlo; un medio seguro, aunque sea tardío.
—Os lo prometo.
—Jurádmelo.
—Por Dios, por su Madre Santísima y por todos los santos del cielo ¡os lo juro! —dijo con solemnidad don Justo, haciendo con la mano derecha la señal de la cruz y llevándosela a sus labios.
—Bien; ahora oíd el medio que tengo para libertaros de don Enrique, y que puede también servir para mi venganza.
—Os escucho.
—Conozco un terrible secreto de la vida de don Enrique, que puede servir no sólo para impedirle reclamar la herencia de su padre, sino hasta para llevarle al patíbulo.
—¿Qué secreto es ese?
—¿Sabéis lo que ha sido don Enrique en el tiempo que ha faltado de la Nueva España?
—No.
—Pirata.
—¡Ave María Purísima! —exclamó don Justo con espanto.
—Sí, pirata, pirata. Yo le vi en el asalto y saqueo de Portobelo: él acompañaba al feroz Morgan; él era el jefe de confianza entre aquellos excomulgados; él ha enriquecido con el botín de las ciudades y pueblos de S. M.; él ha manchado el honor de cien familias nobles; él ha incendiado los templos y las casas. ¿Creeis que un hombre así pueda ser conde de Torre-Leal? ¿Y creeis que os salvo revelándoos este secreto?
—Sí, sí. ¿Y seréis capaz de declarar esto ante la justicia?
—Y ante el rey mismo si es necesario.
—Entonces yo os enviaré a buscar cuando llegue el caso…
—No, es preciso que desde hoy me toméis bajo vuestra protección, o no diré nada, porque me harán matar. Don Enrique conoce mi casa, sabe que poseo ese secreto, comprende que estoy aislada en el mundo, y antes de que pueda yo declarar contra él, me hará morir, estoy segura de ello.
—Quizá tenéis razón.
—Yo soy el único obstáculo que encuentra en su camino, y me hará desaparecer.
—Me ocurre una idea.
—¿Cuál?
—Hoy debe celebrarse mi matrimonio en la casa de mi hermana Guadalupe, la condesa viuda de Torre-Leal, que debe ser la madrina; allí pasaremos el día y hasta la noche no volveremos a esta casa: os llevaré a la de mi hermana, y después vendréis a vivir aquí. ¿Os parece bien?
—Sí.
—¿Mi hermana os conoce?
—No creo que me conozca.
—Entonces es mejor; venid.
—¿Qué queréis que haga yo? —preguntó doña Ana.
—Os dejaré en la casa de la condesa, allí esperaréis, y tan pronto como se presente ese hombre, le echaréis en cara su conducta, le acusaréis de que fue vuestro raptor.
—Pero eso no es cierto.
—Es verdad ¿pero hay quien pueda decir lo contrario?
—No.
—Entonces estáis segura de que por más que procure desmentiros, no lo alcanzará a lograr.
—Comprendo.
—Pues seguidme, que el tiempo vuela.
Don Justo ofreció la mano a doña Ana y la llevó hasta el estribo de una carroza, que tirada por dos soberbias mulas les esperaba al pie de la escalera.
Don Justo y doña Ana montaron, la carroza partió ligeramente, y atravesando al trote de las mulas varias calles de la ciudad, llegó a detenerse delante de la espléndida morada de los condes de Torre-Leal. En aquella casa había también grande animación; se conocía desde luego que todos se preparaban para una fiesta.
Don Justo atravesó en medio de la servidumbre que llenaba los patios, llevando a doña Ana, que iba cubierta cuidadosamente con su velo. Los lacayos y los palafreneros saludaban humildemente, figurándose en su interior que aquella tal vez sería la novia.
La pareja subió las escaleras y entró a uno de los aposentos que estaba solo.
—Juliana —dijo don Justo a una esclava— di a la señora condesa que necesito hablarla. ¿Está sola?
—No, señor, está con una señora.
—Bien; llámala.
Un momento después se abrió una puerta, y se presentó la condesa viuda de Torre-Leal. Era una mujer de media edad, extraordinariamente pálida, pero que revelaba dulzura y bondad en todas sus facciones y en todas sus palabras.
Vestía un rico traje de terciopelo negro, adornado de encajes negros también, y su tocado estaba formado de cintas de terciopelo y de encajes negros, sujetos entre sí por una magnífica joya de brillantes. Llevaba unos largos pendientes, un ancho collar y un peto de brillantes.
—Buenos días, Guadalupe, madrina —dijo con una sonrisa de orgullo don Justo— ¿cómo has amanecido?
—Algo mejor —contestó la condesa inclinando ligeramente la cabeza a doña Ana, que también se había puesto de pie.
—Guadalupe, vengo a suplicarte que des hospitalidad por el día de hoy siquiera a esta dama.
—Con mucho gusto —contestó la condesa.
—Es una persona a quien tú y yo debemos un especial favor, del que te hablaré.
—¿Un especial favor?
—Sí, ya lo sabrás. Descubríos, señora —dijo don Justo dirigiéndose a doña Ana— estaréis mejor.
Doña Ana se descubrió, haciendo una caravana a la condesa, que contestó con dulzura, diciéndole:
—Señora, tengo mucho gusto en poderos ofrecer mi casa y cuanto valgo, bastándome saber que mi hermano os recomienda.
—Gracias, señora condesa —contestó doña Ana.
—Quisiera —agregó don Justo— que la hicieras entrar, porque tengo que hablarle. ¿Hay inconveniente en que pase a las otras piezas?
—Ninguno, tanto más cuanto que servirá para acompañar a una amiga mía que está ahí esperando la hora de la ceremonia.
—Perfectamente.
—Juliana —dijo la condesa a la esclava que esperaba en la puerta.
—Mi ama —contestó la esclava.
—Lleva a esta dama a la sala. Y vos, señora, consideraos desde este momento como en vuestra casa.
—Señora condesa, por vuestra mucha bondad.
Doña Ana se levantó y siguió a la esclava, que la condujo al través de varias habitaciones hasta la sala de la casa, que estaba preparada para recibir a las personas que debían de asistir al casamiento de don Justo.
Doña Ana se había quitado el velo y marchaba distraída examinando los muebles y las tapicerías de las habitaciones que iba atravesando. Al llegar a la sala, advirtió que una mujer anciana, pero vestida con elegancia, estaba sentada en el estrado.
La joven se dirigió a ella para saludarla, la anciana volvió el rostro, y las dos lanzaron a un mismo tiempo un grito.
—¡Ana! —exclamó la anciana.
—¡Mi madre! —gritó doña Ana.
Y después de un momento de vacilación, se arrojaron llorando la una en brazos de la otra.
La esclava que había conducido a doña Ana se detuvo con admiración, y luego, comprendiendo sin duda que nada tenía que hacer allí, y figurándose que era una escena preparada de antemano por la condesa, se salió, dejando entregadas a sus emociones a la madre y a la hija.
Entretanto, la condesa y don Justo habían comenzado una conversación muy animada.
XVII. Hija y madre
Doña Ana conoció que estaba perdida; el Indiano había descubierto, sin saber ella cómo, la carta anónima que había escrito al marqués de Mancera denunciando a don Enrique como pirata; además de esto, doña Marina estaba ya en México. Doña Ana, pues, había perdido la esperanza de ser la esposa o la dama de don Diego.
Entonces pensó en vengarse, en perder a don Enrique y a don Diego, a toda costa, a todo riesgo.
En aquel corazón voluble e impresionable, los afectos y las pasiones cambiaban a cada momento, pero siempre vehementes, siempre intensos, como en esas playas de arena movedizas, cada ola que viene deja al retirarse una nueva forma en aquella arena, que parece ser duradera, y que, sin embargo, al llegar una nueva ola, cambia enteramente.
Doña Ana meditó toda la noche, y antes de que amaneciera el siguiente día, se atavió ricamente, se envolvió en un grueso manto, se cubrió el rostro con un tupido velo, y salió a la calle en busca de don Justo.
—¿De su conciencia? Y ¿qué conciencia puede tener de lo que está pasando ese niño? La mía será la que responda de eso, y yo estoy muy tranquilo respecto a conciencia: ¡ojalá que así lo estuviera por lo que toca a don Enrique!
—¿Es decir que no estás seguro de su muerte?
—Seguro… no mucho… Esta dama que he traído me dice que vive y que está en México.
—¡Vive! ¡Dios mío! ¡Dios mío, gracias! —exclamó con una verdadera alegría doña Guadalupe.
—¿Cómo es eso? —dijo don Justo— ¿te alegras de que ese hombre viva, cuando de un momento a otro puede presentarse y arrebatar a tu hijo su fortuna y su porvenir?
—Justo, el porvenir y la fortuna de mi hijo están seguros con lo que el conde nos señaló a mí y a él, sin necesidad de usurpar a nadie lo suyo. No, me alegro, me alegro de que don Enrique viva, porque mi corazón no podía soportar la idea de que mi pobre hijo cargara, aunque inocente, con la sangre de su hermano. Ese título, esas riquezas estaban manchadas con la sangre de don Enrique, y mi hijo hubiera sido muy desgraciado con poseerlas. Dios no quiere a los que por medios reprobados se hacen poderosos.
—¿Y si don Enrique se presentara, tú serías capaz de entregarle todo, todo, con perjuicio de tu propio hijo?
—Sí, Justo, sí; y no sería un perjuicio, sino un honor y una buena acción, que Dios premiaría a mi hijo.
—Vamos, Guadalupe, estás loca, loca de atar. ¿Conque tú serías capaz de todo eso?
—Sí, una y mil veces.
—Afortunadamente yo vivo y estoy aquí para impedirlo, y lo impediré mal que te pese ¿lo oyes? Yo soy el tutor de ese niño, y no he de permitir que con tus escrúpulos le hagas perder esa herencia, que es suya porque es de su padre y porque se la ha sabido ganar.
—¡Justo, por Dios!
—No, Guadalupe, te prevengo que me dejes obrar. Don Enrique se presentará, estoy seguro; pero te prevengo otra vez que no me interrumpas en mis operaciones: don Enrique que se presentará; pero, ¡pobre de él!, yo le confundiré y huirá avergonzado, o sucumbirá.
—Pero ésa es una acción infame; es el hermano de mi hijo.
—Bien; dejemos eso para otro día, que se hace tarde, y voy a traer a Julia y a su familia para la ceremonia. Ya veremos. Adiós; te recomiendo a la dama…
Don Justo se levantó sin esperar respuesta y salió de la estancia.
Doña Guadalupe inclinó la cabeza y quedó pensativa un largo rato; por fin, levantándose también de su asiento, exclamó con resolución:
—¡No, una y mil veces! Mi hijo no es pobre; pero aunque lo fuera, no quiero para él riqueza ni títulos adquiridos por medio de la infamia: no, yo hablaré a esa dama que ha traído mi hermano… y veremos…
La señora Magdalena, que no había podido volver a reconciliar el sueño después que oyó llamar al zaguán; se levantó muy temprano y se dirigió a la habitación de Julia. La joven estaba aún despierta y vestida; rezaba, lloraba y meditaba.
¿Sería ese joven de quien le había hablado Paulita, el mismo Antonio Brazo-de-acero? Si era él ¿cómo iba Julia a casarse con don Justo? Si no era ¿qué razón había para negarse a esa boda, cuando tal vez el cazador la había olvidado para siempre? En este caso, ¿iba a sacrificar el reposo de la señora Magdalena a una quimera?
Estos pensamientos luchaban en el cerebro de Julia y destrozaban su corazón; aquella incertidumbre era peor para ella que la más terrible realidad.
Rezaba pidiendo a Dios que la iluminara, que le diera la resolución que había perdido en su última conversación con Paulita. De repente oyó llamar a su puerta; era la señora Magdalena: había llegado para Julia la suprema hora.
—Hija mía ¿no te has acostado? —dijo la señora Magdalena.
—No, madre mía —contestó Julia.
—¿Pues qué hacías?
—Pedir a Dios valor y resignación.
—¡Julia!
—No hagáis caso de lo que digo, madre mía…
—Bien; vamos a que te vistas, porque don Justo no debe tardar.
Julia no contestó; la señora Magdalena llamó a las camaristas, y comenzóse la operación de vestir a Julia su traje de boda.
Habían pasado para la joven tantas cosas durante aquella noche, que ella sentía que comenzaba a extraviarse su razón y a confundirse sus ideas.
Había comenzado la noche y ella estaba tranquila en su casa y resignada en su sacrificio, considerando como imposible volver a ver a Brazo-de-acero. Después, sin saber cómo, se encontró en una casa extraña en poder de Paulita, y aquella Paulita no era la joven dulce y caritativa que conocía; era una especie de fiera que quería matarla, y entonces otro mundo se abría ante sus ojos, y Brazo-de-acero tomaba el nombre de don Enrique, y se le anunciaba por medio de Paulita, que aparecía como su rival.
Repentinamente la generosidad brotaba en el corazón de aquella mujer del pueblo, que la volvía a traer a su casa, y como si todo no hubiera sido más de un sueño, entraba en su aposento sin que su misma madre hubiera percibido su ausencia, y rayaba apenas la aurora cuando ya la vestían el traje de boda.
Todo aquello era para trastornar el cerebro mejor organizado, y Julia se encontró ricamente ataviada, casi sin comprender lo que le pasaba. Instintivamente obedecía y dejaba que hiciesen con ella cuanto mejor les pareciese.
Llegó don Justo, y la señora Magdalena le esperaba ya, también vestida con su traje de ceremonia, y Pedro Juan de Borica, lujosamente puesto, no se hizo esperar mucho tiempo.
El ex-desollador estaba pálido y tenía los ojos inyectados. Llegó con desconfianza; pero cuando vio la sonrisa amable de su mujer, conoció que Julia había guardado el secreto y se animó. Los cuatro montaron en una carroza que los condujo a la casa de doña Guadalupe.
La condesa salió a recibirlas y las hizo entrar a uno de los salones mientras llegaba el sacerdote que debía dar la bendición a los novios en el oratorio de su misma casa.
Doña Ana se había retirado al interior de la casa, para no ser vista y poder hablar libremente con su madre.
Doña Ana le contó cuanto le había pasado.
—¿Conque quiere decir, hija mía, que has sido tú el juguete de don Enrique y del Indiano?
—¿Qué queríais que hiciese, madre mía? —contestó doña Ana—. Sin amparo, sin apoyo de ninguna clase, me he visto despreciada de don Enrique, primero, y después de don Diego. Muerto don Cristóbal de Estrada, me encontré sola, sola sobre el mundo, y en un país remoto; don Diego me ofreció su protección, que no vacilé en aceptar, y él fue para mí tan generoso que llegué a amarle. Si no me hubiera ofrecido su mano, si no me hubiera hecho consentir en llamarle mi esposo, quizá el golpe no hubiera sido para mí tan terrible; pero el mismo día en que debíamos partir, ese mismo día, señora, mi mala suerte, y mejor dicho, ese don Enrique que ha sido la causa de todas mis desgracias, trajeron a México a doña Marina, la mujer del Indiano, y todos mis planes vinieron por tierra. Quise vengarme y denuncié a don Enrique con el virrey; pero yo no sé cómo don Diego lo supo, y he perdido ahora hasta su amistad.
—¿Y qué piensas hacer?
—Vengarme —contestó con una voz ronca doña Ana— vengarme, perseguir a don Enrique hasta obligarlo a pedir mi perdón y a unirse conmigo.
—Me parece imposible.
—Ya lo veréis; tengo armas terribles contra él.
—Dios te ilumine y te saque con bien.
—Me siento fuerte, madre mía, y no desmayaré.
En este momento entró la condesa.
—¿Vosotras no asistís a la ceremonia? —preguntó.
—Quisiera permanecer oculta —dijo doña Ana— y quizá haya entre los concurrentes alguien que me conozca.
—Si queréis, os podré colocar en la sacristía, de manera que podáis ver todo sin ser vista por nadie; conoceréis a la novia, que es hermosa y viene ricamente vestida y con mucho gusto ¿os parece bien?
—Sí, señora condesa. ¿Ya es la hora?
—Todavía no; el padre está citado para las nueve y son apenas las ocho; yo tendré cuidado de daros aviso: entretanto, dispensadme si no os acompaño, porque tengo que cumplimentar a muchas personas.
—Señora condesa, sentiría yo causaros la menor molestia.
—Y supongo que ya que habéis tenido la dicha de encontrar a vuestra madre; después de tantos años de ausencia, tendréis muchas cosas que deciros.
—Muchas, señora condesa.
—Entonces os dejo en libertad.
—Como gustéis.
La condesa volvió a salir y doña Ana quedó sola con su madre.
Entretanto, Julia era el objeto de todas las miradas y de todas las conversaciones.
Poco a poco la gran sala había ido llenándose de convidados, que deseaban conocer a la novia; damas y caballeros de la nobleza principal de México, a quienes había invitado la condesa para presenciar el matrimonio de su hermano.
XIX. La boda
Don Enrique y don Diego llegaron a la casa de la condesa de Torre-Leal y comenzaron a rondar por allí, no sabiendo si entrar resueltamente o valerse de algún ardid.
De repente, don Enrique alcanzó a distinguir entre el grupo de lacayos que había en la puerta, uno de los antiguos servidores de su casa, llamado Pablo.
—Me ocurre una idea —dijo a don Diego.
—¿Cuál es?
—¿Miráis a aquel viejo que está cerca de la puerta?
—Sí le veo.
—Pues bien, ése es uno de los viejos criados de mi padre; puedo deciros que me ha criado: llamadle, fácilmente me reconocerá, y podrá valernos de mucho.
—¿Fiáis en él?
—Sí; mas para proceder con cautela, bueno será explorar antes su ánimo; llamadle, y no me daré a conocer hasta estar bien seguro de su adhesión.
El Indiano se apartó de don Enrique y se llegó al viejo criado.
—Dispensadme, amigo —le dijo— ¿podríais hablar dos palabras con un caballero que os aguarda aquí a la vuelta de la casa?
—¿A mí? —dijo Pablo con desconfianza.
—Sí, a vos; creo que no tenéis que temer, porque es de día y no vamos muy lejos.
El viejo vaciló un poco, y luego dijo:
—Vamos.
El Indiano le condujo hasta donde estaba don Enrique, que se había calado el sombrero hasta las cejas y se había embozado cuidadosamente.
—Aquí le tenéis —dijo el Indiano.
—Para serviros —añadió el viejo, mirando cuidadosamente a don Enrique de arriba a abajo.
—Si no me equivoco, vos sois Pablo, el antiguo servidor de la casa del conde de Torre-Leal.
—Para serviros —volvió a decir el viejo.
—¿Hoy tienen una fiesta en la casa de la condesa? —dijo don Enrique.
—Sí, señor; se casa el hermano de mi señora.
—Y hoy también vence el plazo señalado para esperar a don Enrique, el hijo mayor del conde ¿es cierto?
—Así se dice entre la servidumbre —contestó con marcadas muestras de disgusto Pablo.
—Y vos ¿conocisteis a don Enrique?
—¿Que si le conocí? —exclamó Pablo queriendo casi llorar— ¿que si le conocí? Yo le traje en mis brazos cuando era niño; yo le quería como a mi hijo… ¡Oh, Dios me lo perdone! pero don Enrique valía más que todos esos que tienen ahora sus bienes y su herencia.
—¿Y qué fue de don Enrique?
—Si yo supiera dónde anda ¿creéis que no hubiera ido ya a buscarle?
—¿Y le conoceríais si llegarais a encontrarle?
—Al instante.
—¿Estáis seguro?
—Como de que hay sol.
—¡Miradme entonces! —exclamó el joven dejando caer el embozo que cubría su rostro.
El asombro, la ternura, el placer, se pintaron en el franco rostro del anciano, y después de un momento de vacilación, se arrojó sin ningún miramiento al cuello de don Enrique, llorando y gritando:
—¡Niño!… ¡Señorito!… ¡Vos sois!… ¡Ah!, ¡qué gusto, qué gusto!… ¡Niño… qué gusto!…
—Vamos, viejo —decía don Enrique enternecido también— vamos, modera tu alegría, porque pueden pasar gentes que nos vean. Óyeme, que tengo que hablarte mucho.
—¡Pero si no creo mi dicha… señorito!… —repetía el viejo.
—Bien; cálmate y escúchame, porque el tiempo vuela.
—¿Qué manda mi señor? De rodillas le serviré.
—Óyeme: necesito entrar a la casa sin que me vean, y permanecer en una pieza oculto hasta que me convenga presentarme.
—Eso es muy fácil, señorito; en vuestra antigua habitación; ya os acordaréis.
—Sí ¿quién vive ahora allí?
—Nadie, señorito, nadie; vuestro padre mandó que permaneciera tal como vos la dejasteis, hasta el día de hoy que debe, o mejor dicho, que debía pasar todo a nuevo dueño, y yo he tenido cuidado de ir todos los días a limpiar los muebles, y los trajes y las armas, como si vos estuvieseis presente.
—¡Qué bueno eres!
—De modo que si queréis en este momento vestiros vuestros magníficos trajes, están listos; sólo los caballos están ya viejos, como yo; pero eso sí, nadie los ha montado.
—Vamos —dijo don Enrique, entusiasmado con aquella relación.
—Iré yo antes para abriros la puerta de la calle, con eso nadie os mira entrar.
—Está bien… ¡Ah!, ¿a qué horas será el casamiento?
—Hasta las nueve ha de venir el capellán.
—Pues anda, ve a abrir.
El viejo, con un ligereza impropia de su edad, llegó a la casa y corrió a abrir las puertas de la habitación de don Enrique.
Al acercarse el joven a su antigua morada, su corazón latía con violencia y estaba pálido. El Indiano le seguía silencioso. Pablo los esperaba en el zaguán. Don Enrique y el Indiano entraron sin que nadie los mirase entrar.
Todas las habitaciones estaban en el mismo estado que cuando don Enrique se separó; la más exquisita delicadeza se notaba en el cuidado de cuanto allí había. Los muebles, las armas, los trajes, todo había sido respetado y cuidado.
Don Enrique sintió que su corazón se oprimía, y procuró distraerse.
—Estamos ya en la casa —dijo al Indiano—. Ahora ¿cómo pensáis que debemos presentarnos?
—Me ocurre ir a dar parte al virrey, y si él llevase su generosidad hasta venir a serviros de padrino en este lance…
—Lo creo imposible.
—No tanto; probaremos. El matrimonio no podrá verificarse hasta las nueve; entretanto puedo ir a palacio y hablar con su excelencia ¿os parece?
—Con tal de que volváis antes de las nueve.
—Es seguro.
—Entonces estoy conforme.
—¡Ah! si no tenéis inconveniente, os encargo que vistáis el mejor y más rico de todos vuestros trajes.
—¿Y para qué?
—Tengo un proyecto, y desearía que me dieseis gusto en esto.
—Haré lo que me decís.
—Entonces vuelvo pronto; encargad que me abran cuando llame a la puerta.
—Descuidad, que Pablo no se separará ya de mí.
—Nunca, nunca —dijo el viejo con entusiasmo.
El Indiano salió, y don Enrique comenzó a vestirse.
El Indiano se dirigió a palacio; el marqués de Mancera, conforme a su costumbre, estaba ya levantado. En la antesala el Indiano encontró a Paulita.
—¡Paulita! —exclamó al verla— ¿qué hacéis aquí?
—Busco a su excelencia para pedirle el indulto de mi marido.
—¿Aún no le has hablado?
—No.
—Yo prometo ayudarte; ruégale a Dios que me saque con bien de una empresa que tengo, y yo te prometo el indulto de tu marido.
—¡Dios lo haga! —contestó la joven.
Don Diego entró a la habitación del virrey.
—¿Qué se hace? —dijo alegremente el marqués de Mancera a su ahijado.
—Señor, vuelvo a molestar la atención de V. E. con el mismo negocio de siempre…
—¿Con don Enrique?
—Sí, señor.
—¿Y cómo va eso?
—Señor, hemos avanzado mucho; la plaza enemiga está completamente sitiada, y nuestro ejército, es decir, don Enrique, está ya dentro de la misma casa, aunque oculto.
—¡Oh, eso es soberbio! —dijo riéndose el virrey.
—Pero dentro de dos horas cuando más, debemos dar el asalto, porque he pensado que don Enrique se presente en el momento de celebrarse el matrimonio.
—Eso es.
—Pero quisiéramos un favor tan grande de V. E., que casi no nos atrevemos ni a esperarlo.
—¿Y cuál es? Porque ya sabéis que os he prometido ayudar a ese joven hasta el último extremo.
—Señor, es una cosa como de comedia. Tengo el proyecto de que en el momento de celebrarse la boda se presente don Enrique reclamando su título y su novia, y como es seguro que ni uno ni otro se pueden negar, él será el que se case en lugar de su enemigo, con todos los preparativos que el mismo don Justo había hecho para sí.
—Eso será muy gracioso.
—Y deseábamos que V. E. fuera el padrino de don Enrique.
—Pero al verme entrar sin ser convidado, se alarmarán don Justo y su familia, y ya no hay lugar a la sorpresa.
—Todo eso está prevenido, porque V. E. puede entrar a las habitaciones del nuevo conde de Torre-Leal sin ser visto, y entonces la escena será completa…
El virrey se levantó precipitadamente y se entró a la pieza contigua, dejando al Indiano sin comprender lo que iba a resultar de allí.
Pasaron así cosa de veinte minutos, después de los cuales el marqués de Mancera volvió a salir. Se había vestido ricamente; en su cuello lucían las ricas insignias de algunas condecoraciones, y tenía un traje de ceremonia. Llevaba en la mano derecha un gran sombrero negro con toquilla del mismo color, y en el brazo izquierdo una larga capa oscura.
—Estoy dispuesto, ahijado —exclamó alegremente— ayudadme a poner la capa.
El Indiano tomó la capa y la colocó en los hombros del virrey; éste se caló el sombrero y los dos salieron de la estancia.
—Creo —dijo el virrey— que vamos a tener una escena bellísima; si la hubiéramos preparado con mucha anticipación no hubiera salido mejor.
Pasaron por la antesala en donde esperaba Paulita.
—Señora —le dijo el virrey— si queréis hablarme, volved más tarde, que en este momento tengo un negocio importante.
Paulita se inclinó con respeto, y el Indiano, quedándose un poco atrás, le dijo a la joven:
—Id a esperar a la casa de la condesa de Torre-Leal; pero guardad secreto de todo esto, y yo os respondo.
—Muy bien —contestó Paulita.
—¿Qué decíais a esa joven? —preguntó el virrey.
—Me tomé la libertad de decirle que dentro de dos horas yo le respondo del favor que solicita de V. E.
—¿Y qué favor es ése?
—Ya lo sabrá V. E. dentro de dos horas a lo más, que lo habrá ya concedido.
—Mucho fiáis.
—De la bondad de V. E. porque me es conocida.
El virrey y el Indiano, embozados hasta los ojos, llegaron, sin ser conocidos de nadie, hasta la puerta de la casa de don Enrique; llamaron, y el viejo Pablo, que esperaba, abrió al momento.
El Indiano condujo al virrey hasta la estancia en que esperaba don Enrique.
El joven estaba ya en traje de corte, y al ver al virrey se levantó y salió a su encuentro, haciendo ademán de besarle la mano.
El virrey le tendió los brazos con benevolencia, diciéndole:
—Don Enrique, vais a ser mi ahijado, y quiero daros el abrazo de padre.
Y diciendo esto, le abrazó cariñosamente.
—Ahora bien —continuó el virrey— la hora se acerca, y yo necesito instruiros de cuanto debéis hacer: escuchadme con atención y no olvidéis ni una palabra.
—V. E. puede estar seguro de que nada olvidaré.
El virrey tomó asiento e hizo sentar a su lado a don Diego y a don Enrique y comenzó a dar sus disposiciones.
Llenaban los nobles convidados el hermoso oratorio de la casa de la condesa de Torre-Leal.
Los novios habían entrado a la sacristía, de donde debían salir para celebrar el matrimonio.
En medio de aquel lucido concurso inquietaban algo a los concurrentes tres hombres que se habían colocado en uno de los ángulos de la capilla y cerca del altar. Aquellos tres hombres permanecían embozados a pesar de estar dentro de la iglesia, y comenzaban a hacerse sospechosos, cuando aparecieron los novios y absorbieron toda su atención.
Don Justo estaba radiante; Julia pálida y triste.
Comenzó la ceremonia y llegó el momento en que el sacerdote se dirigió a Julia.
—Julia de Lafont ¿recibís por esposo y compañero al señor don Justo Salinas de Salamanca y Baus?
La joven vacilaba.
—No —contestó una voz enérgica desde uno de los ángulos.
Todos volvieron el rostro, y Julia lanzó un grito; uno de aquellos tres desconocidos tiró su capa y se adelantó al altar con gallardía.
—Yo soy el esposo de esta dama; yo, don Enrique Ruiz de Mendilueta, conde de Torre-Leal.
Don Justo retrocedió como si hubiese visto un espectro.
Pero entonces, de la sacristía salió una mujer diciendo:
—Tú no puedes ser su esposo, ni conde de Torre-Leal, porque tú eres un pirata, y yo te he visto con ellos.
Era doña Ana. Entonces don Enrique palideció y volvió el rostro como buscando amparo.
Otro de los embozados tiró su capa y se adelantó hasta colocarse al lado de don Enrique, y dijo majestuosamente:
—Y yo, don Antonio Sebastián de Toledo, marqués de Mancera y virrey de esta Nueva España por la gracia del rey nuestro señor, digo que esa mujer miente, y que el noble conde de Torre-Leal ha ido por mi orden y en servicio de S. M. ha vivido entre los piratas.
Todos estaban asombrados.
—Conde —dijo el virrey— dad la mano a vuestra esposa; yo seré el padrino, y mi señora la condesa la madrina.
—Con mucho gusto —contestó doña Guadalupe.
—En cuanto a vos, don Justo, mañana dispondréis vuestro viaje para Filipinas.
—¿Y mi esposo? —dijo Paulita, que había penetrado hasta cerca del virrey— el que atacó a la tropa por salvar a don Enrique.
—Está indultado —contestó el virrey—. Puede continuar la ceremonia.
Al día siguiente don Justo salía desterrado para Filipinas, y doña Ana entraba para siempre a un convento.