Prefacio
El autor de HERNANI decía hace poco tiempo, a propósito de la prematura muerte de un poeta:
«… En los actuales momentos de lucha y de borrasca literaria, no sabemos si son más dignos de compasión los que mueren que los que viven peleando; triste es que pierda la vida un poeta a los veinte años, y que vea desvanecido un porvenir risueño; pero, en cambio, el que muere reposa. Séales permitido volver algunas veces con envidia los ojos hacia los que duermen en el sepulcro, a los hombres en quienes se ceba la calumnia, la injuria y el odio; a los hombres leales, que tienen que sufrir guerra desleal; a los hombres llenos de abnegación, que tratan de dotar a su patria de una libertad más, de la libertad del arte; a los hombres laboriosos, que perseveran en realizar su obra de progreso y son víctimas de las viles maquinaciones de la censura y de la policía, por una parte, y por otra de la ingratitud de los hombres por quienes trabajan. Invideo, decía Lutero en el cementerio de Worms, invideo quia quiescunt.
»Pero eso nada debe importaros; ¡jóvenes, valor y adelante! Por trabajoso que nos sea el presente, será hermoso el porvenir. El romanticismo, que se ha definido mal muchas veces, mirándolo sólo bajo su aspecto militante, sólo significa la libertad en la literatura. La mayoría de los hombres pensadores lo van comprendiendo de este modo, y dentro de breve tiempo la libertad literaria será tan popular como la libertad política. La libertad, tanto en el arte como en la sociedad, debe ser el doble objetivo a que aspiren los espíritus consecuentes y lógicos; debe ser la doble bandera que reúna a toda la juventud, tan fuerte y tan paciente ahora, y al frente de esa juventud lo más selecto de la generación que nos ha precedido, a esos sabios ancianos, que, pasado el primer momento de desconfianza y después de concienzudo examen, han reconocido que lo que hacen sus hijos es consecuencia de lo que ellos hicieron y que la libertad literaria es hija de la libertad política. Éste es el principio que prevalecerá en el siglo actual. Los ultras de todas clases, ya sean clásicos o ya monárquicos, en vano se ayudarán unos a otros para reconstruir el antiguo régimen social en la sociedad y en la literatura porque cada progreso, cada desenvolvimiento de las inteligencias, cada paso que dé la literatura, irán arruinando su edificio, y sus esfuerzos para volver a establecer la reacción serán inútiles. En la revolución todo movimiento hace adelantar. La verdad y la libertad tienen la excelencia de que todo lo que se hace en pro o en contra de ellas les sirve de igual modo. Después de los grandes esfuerzos que practicaron nuestros padres y que nosotros hemos presenciado, hemos conseguido salir de la antigua forma social, y tenemos que salir también de la antigua forma poética. A pueblo nuevo, arte nuevo. La Francia actual, admirando la literatura de Luis XIV, que tan bien se adaptaba a su monarquía, llegará a tener, sin embargo, literatura propia personal y nacional, porque a la Francia del siglo XIX dio Mirabeau su libertad y Napoleón su poderío».
Perdónesele al autor del drama citarse a sí mismo; como sus palabras no tienen el don de grabarse en los espíritus, tendrá con frecuencia necesidad de repetirlas; además de que cree oportuno recordar a los lectores las ideas que acaba de transcribir. No por eso abriga la creencia de que esta obra pertenezca al arte nuevo, a la nueva poesía; pero sí que consigna el principio de que la libertad en literatura acaba de dar un paso y de realizar un progreso, si no en el arte, porque este drama vale poco, al menos en el público; y bajo este concepto, una parte de los pronósticos anunciados en las anteriores líneas hace algún tiempo que acaban de realizarse.
Había realmente peligro en cambiar bruscamente de auditorio, en arriesgar en el teatro tentativas que hasta ahora sólo se habían confiado al papel, que lo sufre todo; el público de los libros es muy diferente del de los espectáculos, y era de temer que el último rechazase lo que el primero aceptaba; pero no ha sucedido así. El principio de libertad literaria, comprendido y aceptado por los que leen y meditan, lo acepta también la inmensa multitud que, ávida de las puras emociones del arte, inunda todas las noches los teatros de París. La poderosa voz del pueblo, semejante a la de Dios, quiere que desde hoy en adelante la poesía ostente la misma divisa que la política: tolerancia y libertad. Ahora que hay ya público, puede venir el poeta.
El público quiere esta libertad como debe ser, conciliándola con el orden en el Estado y con el arte en la literatura. La libertad posee cierta prudencia, que le es propia, y sin la cual no es completa. Las antiguas reglas de Aubignac deben morir con las antiguas costumbres de Cujas, y a la literatura cortesana debe suceder la literatura popular, pero debe existir una razón interior en el fondo de estas novedades. El principio de libertad debe hacer su negocio, pero hacerlo bien. En la literatura como en la sociedad, no deben existir ni la etiqueta ni la anarquía, sino las leyes.
Esto es lo que justamente desea el público. Nosotros, por deferencia a dicho público, que con tanta indulgencia ha recibido este ensayo dramático, se lo presentamos hoy impreso tal como se ha representado. Acaso llegue el día de publicarlo tal como lo concibió el autor, indicando y discutiendo las modificaciones que tuvo que hacer para ponerlo en escena. Estos pormenores de crítica, que hoy parecerían minuciosos, quizá no carezcan de interés ni de enseñanza. Pero estando ya admitida la libertad en el arte, se ha resuelto la principal cuestión, y no hay por qué detenerse en cuestiones secundarias. Volveremos algún día a tratar de este asunto detalladamente, y combatiremos entonces, con la fuerza del raciocinio y de los hechos, la censura dramática, que es ya ahora el único obstáculo que se opone a la libertad del teatro. A nuestro cargo y riesgo, y por el afecto que profesamos a todo lo que se relaciona con el arte, combatiremos el sinnúmero de abusos que caracterizan a esa especie de inquisición del espíritu, que tiene, como el Santo Oficio, jueces secretos, verdugos enmascarados, torturas, mutilaciones y pena de muerte; y si nos es posible, desgarraremos la tenebrosa envoltura de esa policía, que para nuestra vergüenza amordaza aún al teatro en el siglo XIX.
Hoy el autor sólo debe manifestarse reconocido al público y dirigirse a él, dándole las gracias desde lo más hondo de su corazón. Esta obra, no por ser de gran mérito, sino por ser de conciencia y de libertad, fue generosamente protegida por el público contra sus muchas enemistades, porque el público es siempre concienzudo y libre. Reciba, pues, nuestra gratitud, y la hacemos extensiva también a esa poderosa juventud, que prestó ayuda y socorro a la obra de un joven sincero e independiente como ella. Para esa juventud principalmente trabaja el autor, y su mayor gloria sería merecer los aplausos de esa pléyade de brillantes jóvenes, ilustrados, consecuentes y lógicos, que son verdaderamente liberales, tanto en literatura como en política, y que constituyen esa noble generación que no rehúsa abrir ambos ojos a la verdad y recibir la luz por los dos lados.
El autor no hablará de esta obra: acepta las críticas severas y las benévolas, porque cree que de todas se puede sacar provecho. No está seguro de que todo el mundo haya comprendido a primera vista este drama, cuya verdadera clave es el Romancero general, y ruega de buen grado a las personas a las que choque la obra, que vuelvan a leer el Cid y Don Sancho y Nicomedes, o por mejor decir, todo lo escrito por Corneille y por Molière, que son grandes y admirables poetas. Su lectura les hará menos severos al juzgar ciertas cosas que hayan podido extrañar en el fondo o en la forma de HERNANI, que acaso no ha llegado aún el momento de juzgarle. HERNANI sólo es hasta ahora la primera piedra de un edificio, que existe enteramente construido en la imaginación del autor, y la apreciación de su conjunto es la que ha de dar algún valor a este drama. Quizá no parezca que es un mal paso la idea que le ocurrió de poner, como el arquitecto de Bourges, una puerta casi morisca en su catedral gótica.
Hasta entonces lo que ha hecho es muy poco, y el autor lo sabe. ¡Quiera Dios que no le falten las fuerzas para terminar su obra, que no tendrá valor hasta estar terminada! No pertenece al número de los poetas privilegiados que pueden morir o interrumpir su trabajo antes de concluirle, sin peligro para su memoria; no pertenece al número de los que permanecen siendo grandes, dejando incompletas sus obras; de los afortunados mortales, de los que se puede decir lo que decía Virgilio de Cartago: Pendent opera interrupta, minoeque murorum ingentes
9 de marzo de 1830
Personajes
HERNANI
D. CARLOS
D. RUY GÓMEZ DE SILVA
D.ª SOL DE SILVA
EL REY DE BOHEMIA
EL DUQUE DE BAVIERA
EL DUQUE DE GOTHA
EL BARÓN DE HOHEMBURGO
EL DUQUE DE LUTZELBURGO
YÁGUEZ
D. SANCHO
D. MATÍAS
D. RICARDO
D. GARCI SUÁREZ
D. FRANCISCO
D. JUAN DE HARO
D. PEDRO GUZMÁN DE LARA
D. GIL TÉLLEZ GIRÓN
D.ª JOSEFA DUARTE
UN MONTAÑÉS - UNA DAMA - TRES CONJURADOS - CONJURADOS DE LA LIGA
SACROSANTA - ALEMANES Y ESPAÑOLES - MONTAÑESES - SEÑORES - SOLDADOS -
PUEBLO - PAJES - etc.
Acto primero. El rey
En Zaragoza
Cuarto dormitorio. Es de noche. Hay una lámpara sobre una mesa.
Escena I
DOÑA JOSEFA DUARTE, vieja, vestida de negro, con adornos de azabache a lo Isabel la Católica. D. CARLOS.
Llaman, dando un golpe a una puertecita secreta a la derecha. La dueña, que está cosiendo una cortina carmesí, escucha. Dan un segundo golpe.
DOÑA JOSEFA.— ¿Será él ya? (Otro golpe). Llaman en la escalera secreta; voy a abrir.
Abre y entra D. CARLOS arrebujado hasta los ojos y con el sombrero calado.
Buenas noches, caballero.
D. CARLOS se desemboza y se ve que lleva un rico traje de terciopelo de la moda castellana de 1519. La vieja retrocede con espanto.
¡Ah! ¡No sois Hernani! ¡Dios mío! ¡Socorro!
D. CARLOS.— (Asiéndola por el brazo). Si pronuncias una sola palabra más, mueres. Dime, ¿estoy en el aposento de doña Sol, prometida del duque de Pastrana, su tío, señor tan venerable como celoso? ¿La hermosa joven ama a un caballero imberbe, que recibe todas las noches, admitiendo tras él también al viejo? ¿Estoy bien informado? Contesta.
JOSEFA.— Me acabáis de prohibir hablar bajo pena de muerte.
D. CARLOS.— Sólo quiero que me contestes sí o no a lo que te pregunte. ¿Es tu señora doña Sol de Silva?
JOSEFA.— Sí.
D. CARLOS.— ¿El duque, su futuro esposo, está ahora fuera de su casa?
JOSEFA.— Sí.
D. CARLOS.— ¿Espera tu señora al joven galán?
JOSEFA.— Sí.
D. CARLOS.— (Era verdad). ¿Se ven aquí mismo?
JOSEFA.— Sí.
D. CARLOS.— Pues ocúltame enseguida.
JOSEFA.— ¡A vos!
D. CARLOS.— A mí.
JOSEFA.— ¿Para qué?
D. CARLOS.— Porque deseo esconderme.
JOSEFA.— ¡Aquí! Jamás.
D. CARLOS.— (Saca un bolsillo y un puñal y dice): Escoge.
JOSEFA.— (Escogiendo el bolsillo). ¡Sois un diablo!
D. CARLOS.— No te equivocas.
JOSEFA.— (Abriendo un estrecho armario simulado en la pared). Entrad aquí.
D. CARLOS.— ¿En esa caja?
JOSEFA.— No tengo sitio mejor.
D. CARLOS.— (Examinando el escondrijo). (¿Será esto la covacha de la escoba en que cabalga esta bruja?). (Introduciéndose con dificultad). ¡Uf!
JOSEFA.— (Juntando las manos escandalizada). ¡Un hombre en esta habitación!
D. CARLOS.— ¿Es acaso mujer el galán que espera tu ama?
JOSEFA.— ¡Oh Dios! Oigo sus pasos. Señor, cerrad pronto ese armario.
D. CARLOS.— Si me descubrís, contaos con los difuntos. (Cierra el armario).
JOSEFA.— ¿Quién será este hombre? Yo voy a llamar… pero ¿a quién? Todos duermen en la casa, excepto nosotras dos. El otro va a llegar y a él le interesa esto, y tiene buena espada. (Pesando el bolsillo). Después de todo no debe ser ningún ladrón. (Esconde el bolsillo al ver que viene DOÑA SOL).
Escena II
Dicha, D. CARLOS oculto, DOÑA SOL, luego HERNANI.
SOL.— ¡Josefa!
JOSEFA.— ¡Señora!
SOL.— ¡Ah! Temo que haya sucedido una desgracia.
JOSEFA.— ¿Por qué?
SOL.— Porque Hernani debía estar ya aquí. (Óyense pasos por la puerta secreta).
JOSEFA.— Ya viene.
SOL.— Abre antes que llame.
La dueña abre la puerta y entra HERNANI, que viene con capa y sombrero. Debajo de la capa viste el traje de los montañeses de Aragón, de paño pardo, con coraza de cuero. Lleva en el cinto un puñal, una espada y un cuerno de caza.
SOL.— ¡Hernani! (Corriendo hacia él).
HERNANI.— ¡Doña Sol! ¡Por fin te veo y me habla tu voz! ¿Por qué la suerte nos ha separado tanto? ¡Tengo tanta necesidad de verte para olvidar a los demás!…
SOL.— ¡Qué mojado vienes! ¿Llueve mucho?
HERNANI.— No lo sé.
SOL.— ¡Debes tener frío!
HERNANI.— No.
SOL.— Quítate la capa.
HERNANI.— ¡Sol de mi vida!, dime; cuando inocente y tranquila duermes por la noche y el sueño plácido entorna tus ojos y entreabre las rosas de tus labios, ¿no te dice tu ángel lo dulce que es tu cariño para el infeliz a quien todos abandonan y rechazan?
SOL.— ¡Ah!… ¡Pero has tardado mucho! Sé franco y dime si tienes frío.
HERNANI.— ¡Frío a tu lado! Cuando el amor celoso hierve en la cabeza y en el corazón agita sus tempestades, ¿qué nos importa que las nubes del cielo nos lancen agua o relámpagos?
SOL.— Dame, dame la capa y la espada. (DOÑA SOL le quita la capa).
HERNANI.— (Llevando la mano al pomo de la espada). No, ésta no; es otra amiga inocente y fiel. ¿Está ausente de casa tu tío y futuro esposo?
SOL.— Sí; podemos disponer de una hora.
HERNANI.— ¡Una hora nada más! ¡Y cuando ésta transcurra, ángel mío, es preciso olvidar o morir! ¡Pasar contigo sólo una hora el que quisiera pasar contigo la vida y después la eternidad!
SOL.— ¡Hernani!…
HERNANI.— (Con amargura). Soy feliz cuando el duque no está en casa; y como el ladrón que tiembla cuando fuerza una puerta, así entro a verte y robo al anciano una hora de su dicha. ¡Me creo feliz, y él sentiría que le robase yo una hora, cuando él me roba a mí la vida!
SOL.— Cálmate. (Entregando la capa a la dueña). Josefa; ponla a secar. (Haciendo a HERNANI unas señas mientras que la dueña se va). Acércate a mí.
HERNANI.— Pero ¿el duque está ausente?
SOL.— Sí, bien mío. No pienses más en él.
HERNANI.— ¡No he de pensar en él si va a ser tu futuro esposo! ¡Te besó el otro día y quieres que le aparte de mi memoria!
SOL.— No debe tenerte intranquilo un beso paternal.
HERNANI.— Te besó como amante, como marido, como celoso, como hombre a quien debes pertenecer. Es un viejo insensato, que al pie del sepulcro y al terminar su vital jornada necesita una mujer, y siendo un frío espectro quiere unirse a una joven, no viendo que, mientras que con una mano coge la tuya, la muerte se apodera de su otra mano. Temerariamente ha venido a colocarse entre nosotros. ¿Quién te obliga a semejante matrimonio?
SOL.— El rey lo dispone así.
HERNANI.— ¡El rey! Mi padre murió en el cadalso, condenado por el suyo, y aunque mi odio hacia él envejeció después de aquella inmolación, para el hijo de aquel rey mi odio siempre es joven; y desde mi tierna edad juré vengar en el hijo la muerte de mi padre. Por todas partes busco al rey de ambas Castillas, porque es eterno el odio que nos profesamos mi familia y la suya. Nuestros padres han combatido durante treinta años sin compasión y sin remordimiento contra esa raza real, y aunque mis padres han muerto, su odio vive en mí. ¡Y el rey es el que forja ese execrable himeneo! Tanto mejor. Le buscaba y él se me aparece en mi camino.
SOL.— ¡Me aterras!
HERNANI.— Voy cargado con el peso de un anatema, que hasta a mí mismo me espanta. Escúchame, doña Sol: el hombre a quien el rey te destina, Ruy de Silva, tu tío, es duque de Pastrana, rico hombre de Aragón, conde y grande de España. A falta de juventud, puede proporcionarte tanto oro y tantas joyas, que podrá relucir tu cabeza entre las cabezas reales y podrás excitar la envidia hasta de las reinas. En cambio, yo soy pobre, y desde mi niñez no poseo más que los bosques y las montañas; quizá pudiera ostentar algún ilustre blasón, que hoy deslustra una mancha de sangre; acaso poseo derechos que yacen en la oscuridad cubiertos con el paño negro del patíbulo, y si mi esperanza no es falaz, acaso un día pueda hacer brillar mi espada; pero hasta ahora sólo he recibido del cielo el don común a todos los mortales; el aire, la luz y el agua. Pero ha llegado la ocasión en que te libres del duque o de mí; elige entre los dos: o ser su esposa o seguirme.
SOL.— Te seguiré.
HERNANI.— Si me sigues, has de vivir entre mis rudos compañeros, que están proscriptos como yo y que el verdugo ya conoce; hombres de corazón y de hierro, que nunca se enmohecen, que tienen agravios que vengar, y tendrás que ser la reina de mi banda, porque yo sólo soy un bandido. Cuando me perseguían en ambas Castillas, solo y huyendo por bosques y montañas, tuve que buscar asilo seguro, y Cataluña me acogió como una madre. Crecí entre sus montañeses, pobres, pero altivos y libres, y cobré tal crédito entre ellos, que mañana, si hago resonar esta bocina, acudirán a ayudarme en son de guerra tres mil bravos montañeses. ¡Te estremeces! Te doy tiempo para que reflexiones lo que debes hacer. Piensa que si me sigues será tu suerte errar conmigo por bosques, montes y arenales, y entre hombres parecidos a los demonios de tus sueños pavorosos; recelar de todo, de las miradas, de las palabras, de los pasos, de los ruidos; oír silbar las balas de los mosquetes amenazando vidas y anunciando muertes; vivir proscripta y errante como yo, y acaso, seguirme donde yo seguiré a mi padre; a la horca.
SOL.— Te seguiré.
HERNANI.— El duque es rico, honrado y grande de España; conserva limpio el escudo de su familia, tiene gran influencia en la corte, y al entregarte la mano, te entrega con ella tesoros, títulos, felicidad…
SOL.— Partiremos mañana. No debe chocarte mi extraña audacia. No sé si eres mi demonio o mi ángel; sólo sé que soy tu esclava. Ve donde quieras; iré contigo; que te quedes o que partas, seré tuya. ¿Por qué obro así? Yo misma lo ignoro. Conozco que tengo necesidad de verte, de verte a todas horas y siempre. Cuando se aleja de mí el ruido de tus pasos, creo que mi corazón deja de latir; me faltas tú, y creo que yo estoy ausente de mí misma; pero cuando vuelvo a oír el ruido de tus pasos, recuerdo que existo, y siento que vuelve a mí el alma fugitiva.
HERNANI.— (Estrechándola en sus brazos). ¡Ángel mío!
SOL.— Te espero mañana a la medianoche. Ven con tu gente y colócate debajo de mi ventana; da tres palmadas y… verás si soy brava y decidida.
HERNANI.— ¡Pero tú no sabes quién soy yo!
SOL.— Ni me importa. De todos modos te seguiré.
HERNANI.— Ya que quieres seguirme, es preciso que sepas el nombre, el título, el alma y el destino que oculta el pastor Hernani. Amabas a un bandido; ¿amarás también a un proscripto?
D. CARLOS.— (Abriendo bruscamente la puerta del armario). ¿Acabaréis de referir vuestra historia? ¿Creéis que se está cómodamente en este escondrijo?
HERNANI retrocede asombrado. DOÑA SOL lanza un grito y se refugia en brazos de éste, mirando espantada a D. CARLOS.
HERNANI.— (Echando mano a la espada). ¿Quién es ese hombre?
SOL.— ¡Cielos! ¡Socorro!
HERNANI.— ¡Silencio, doña Sol! Cuando esté yo a vuestro lado, suceda lo que suceda, no tenéis que reclamar más defensa que la mía. (A D. CARLOS). ¿Qué hacíais ahí?
D. CARLOS.— ¿Qué hacía? Me parece que no cabalgaba por ningún bosque.
HERNANI.— El que se chancea después de la afrenta, se expone también a hacer reír a su heredero.
D. CARLOS.— A cada cual le llega su turno. Señor mío, hablemos claro. Vos amáis a doña Sol y venís todas las noches a miraros en el espejo de sus ojos. Me parece bien, pero yo también amo a doña Sol y deseo conocer al que he visto muchas veces penetrar por la ventana, mientras yo permanecía en la puerta.
HERNANI.— Os juro, pues, que os he de hacer salir por donde yo entro.
D. CARLOS.— Eso lo veremos. Ofrezco mi cariño a esta dama, y podemos partírnosle si queréis. Comprendo que abriga su alma tal tesoro de ternura y de bondad, que seguramente será suficiente para saciarnos a los dos. Queriendo averiguar, en fin, esta noche lo que tanto me empeñaba, me sorprendisteis y me escondí aquí para escucharos. Pero oía muy mal y me ahogaba muy bien, y además, me chafaba toda la ropa…, por eso salgo.
HERNANI.— Mi daga tampoco está bien en la funda y rabia por salir al aire libre.
D. CARLOS.— Como queráis, caballero.
HERNANI.— (Sacando la espada). En guardia, pues.
D. CARLOS.— (Sacando también la suya). Pues en guardia.
SOL.— (Interponiéndose). ¡Dios mío! ¡Hernani!
D. CARLOS.— Tranquilizaos, señora.
HERNANI.— Decidme vuestro nombre. (A D. CARLOS).
D. CARLOS.— Decidme antes el vuestro.
HERNANI.— Es un secreto fatal que me callo para revelárselo un día a un hombre, el día que mis plantas vencedoras le pisen y mi espada penetre en su corazón.
D. CARLOS.— ¿Cómo se llama ese otro hombre?
HERNANI.— No os importa. Defendeos.
Cruzan las espadas; DOÑA SOL cae desfallecida en un sillón. Al mismo tiempo llaman a la puerta y la dama se levanta sobresaltada.
SOL.— ¡Cielos! ¡Llaman a la puerta!
Cesa el combate. Sale DOÑA JOSEFA por la puerta secreta.
HERNANI.— ¿Quién es el que llama?
JOSEFA.— ¡Qué conflicto, Dios mío! ¡Es el duque!
SOL.— ¡El duque! ¡Estoy perdida!
JOSEFA.— ¡El desconocido! ¡Los dos con las espadas desnudas! ¡Se estaban batiendo!
Los dos adversarios envainan los aceros. D. CARLOS se cala el sombrero y se emboza hasta los ojos. Siguen llamando.
HERNANI.— ¿Qué hacemos?
UNA VOZ FUERA.— ¡Doña Sol, ábreme!
La dueña va a abrir y HERNANI la detiene.
HERNANI.— No abráis.
JOSEFA.— (Sacando el rosario). ¡Santiago Apóstol, sacadnos de este apuro!
Siguen llamando.
HERNANI.— (A D. CARLOS). Ocultémonos allí.
D. CARLOS.— ¿En el armario?
HERNANI.— Entrad, que yo me encargo de que quepamos los dos.
D. CARLOS.— Gracias, se está ahí demasiado bien.
HERNANI.— Huyamos, pues, por allí. (Indicando la puerta secreta).
D. CARLOS.— Huid vos; yo aquí me quedo.
HERNANI.— ¡Vive Dios que me pagaréis cara esta jugada!
D. CARLOS.— Abrid la puerta. (A JOSEFA).
HERNANI.— ¡Qué dice!
D. CARLOS.— Os mando que abráis.
Siguen llamando; la dueña abre temblando.
SOL.— ¡Estoy muerta!
Escena III
Los mismos, D. RUY GÓMEZ DE SILVA (barba y cabellos blancos, traje negro). Criados con antorchas.
RUY.— ¡Dos hombres en el cuarto de mi sobrina y a estas horas! Venid todos aquí, que esto vale la pena de verlo. Doña Sol, creo que tres hombres somos demasiado en mi casa. ¿Qué hacen aquí estos caballeros? En tiempos del Cid y de Bernardo, iban ambos por España honrando ancianos, y protegiendo doncellas; eran hombres gigantes y fuertes, a los que pesaba menos el hierro de sus armaduras que a vosotros el terciopelo de vuestros trajes; respetaban las canas, santificaban sus amores en la iglesia, no hacían traición a nadie y conservaban el honor de su prosapia. Si deseaban casarse, tomaban a la mujer a la luz clara del día, tomábanla sin tacha, con la espada, el hacha o la lanza en la mano. Pero a estos felones, que cometen sus fechorías durante la noche, y que a espaldas de los esposos roban el honor de las mujeres, el Cid, nuestro ilustre abuelo, los hubiera creído viles, los hubiera hecho ponerse de rodillas, y por haber degradado la nobleza, hubiera abofeteado sus blasones con la vaina de su espada. Eso harían los hombres de otros tiempos con los hombres de ahora. ¿Qué habéis venido a hacer aquí? ¿Creéis que sólo soy un viejo que he de servir de risa a los jóvenes? ¿Se van a reír de mí, que he sido antiguo soldado de Zamora y que he encanecido en la guerra? Vosotros indudablemente no os reiréis.
HERNANI.— Señor duque…
RUY.— ¡Silencio! Disponéis de toda clase de armas, gozáis de jaurías y de festines, de las danzas y de todos los placeres de la juventud, y os falta un juguete, y por juguete queréis tomar a un infeliz anciano. Rompedle, pues; pero plegue a Dios que no os salten las astillas a la cara. Seguidme.
HERNANI.— Señor duque…
RUY.— ¡Seguidme! No es esto cosa de risa; tengo en mi casa un tesoro, que es el honor de una doncella, que es el honor de toda una familia; esta joven, a quien yo amo, es mi sobrina, y dentro de poco será mi esposa. La creo casta y pura, pero veo que no puedo abandonar mi hogar ni una sola hora sin que un ladrón de honras se deslice en él. ¿Queréis algo más de mí? (Se arranca el collar). Tomad, pisotead mi Toisón de Oro. (Se quita y arroja al suelo el sombrero). Deshonrad mis canas, y podréis vanagloriaros mañana en la ciudad de que sois dos jóvenes insolentes y disolutos, que habéis empañado la frente pura de un anciano.
SOL.— ¡Ah! Señor…
RUY.— ¡Escuderos! ¡Escuderos! ¡Venid aquí! Traedme el hacha, el puñal y la daga de Toledo. Vosotros dos, seguidme.
D. CARLOS.— (Dando un paso). Duque, no se trata ahora precisamente de eso. Ante todo hay que tratar de la muerte de Maximiliano, emperador de Alemania.
RUY.— ¡Os burláis!
D. CARLOS, desembozándose y quitándose el sombrero.
RUY.— ¡Santo Dios, el rey!
SOL.— ¡El rey!
HERNANI.— ¡El rey de España!
D. CARLOS.— Sí; Carlos I. Mi augusto abuelo, el emperador, ha muerto, según he sabido esta misma noche, y vine a participarte sin demora esta noticia, a ti, mi leal súbdito, y a pedirte consejo, de noche y de incógnito.
RUY GÓMEZ despide a sus criados haciendo una señal y se acerca al rey, al que DOÑA SOL examina con sorpresa y con temor, mientras HERNANI permanece aislado mirándole con ojos chispeantes.
RUY.— ¿Por qué tardar tanto en abrirme la puerta?
D. CARLOS.— Veníais demasiado acompañado… Cuando un secreto de Estado me trae a tu palacio, no es para comunicárselo a tus servidores.
RUY.— Perdonad, señor. Las apariencias…
D. CARLOS.— Basta. No hablemos ya de esto.
RUY.— ¡Ha muerto vuestro augusto abuelo!
D. CARLOS.— Su muerte me ha sumido en la tristeza y en la inquietud.
RUY.— ¿Quién va a heredar su corona?
D. CARLOS.— La pretende el duque de Sajonia, y Francisco I de Francia es otro de los pretendientes.
RUY.— ¿Dónde se reunirán los electores del imperio?
D. CARLOS.— En Aix-la-Chapelle, en Spira o en Fráncfort.
RUY.— ¿Nuestro rey y señor, que Dios guarde, no ha pensado nunca en el imperio?
D. CARLOS.— Siempre.
RUY.— A vos solo os corresponde.
D. CARLOS.— Lo sé.
RUY.— Vuestro augusto padre fue archiduque de Austria, y el imperio tendrá presente que era abuelo vuestro el que acaba de morir.
D. CARLOS.— Además soy ciudadano de Gante.
RUY.— En mis años juveniles tuve el honor de ver a vuestro ilustre abuelo; yo soy el único que sobrevivo de todo un siglo; han muerto ya todos los que en él vivieron. Era un emperador magnífico y poderoso.
D. CARLOS.— Roma se decide por mí.
RUY.— Era valiente sin ser tirano; la corona le sentaba muy bien. (Se inclina y besa la mano a D. CARLOS). ¡Os compadezco, señor!
D. CARLOS.— El Papa desea recobrar la Sicilia, pero el emperador no puede poseer la Sicilia, y si me elige, hijo dócil, le devolveré a Nápoles. Poseamos el águila, que después… ya veremos si le dejaré roer los alones.
RUY.— Con gran alegría vería el veterano del trono ceñir su corona a su ilustre nieto. ¡Con qué júbilo lo presenciaría si viviese!
D. CARLOS.— El Padre Santo es hábil. ¿Qué significa la Sicilia? Es una isla que cuelga de mi reino, un jirón que apenas conviene a España. Por eso me pregunta: «¿Qué harías, hijo mío, de esa isla atada al cabo de un hilo? Tu imperio está mal construido; dame unas tijeras y cortemos». Gracias, Santísimo Padre, porque de esos jirones, si me ayuda la fortuna, he de coser más de uno al sacro imperio, y si me arrancaran algunos, remendaría mis Estados con otros ducados y con otras islas.
RUY.— Consolaos, señor; en el imperio de la justicia, los muertos aparecen más santos y más augustos.
D. CARLOS.— El rey Francisco I es un ambicioso, y en cuanto ha muerto el emperador ha alzado la vista hasta el imperio. ¿No posee a la Francia cristianísima? Como la herencia es pingüe, no es extraño que la codicie. Decía al rey Luis el emperador mi abuelo: «Si yo fuera Dios Padre y tuviese dos hijos, haría Dios al primogénito y al segundo rey de Francia». ¿Crees que Francisco pueda tener algunas esperanzas?
RUY.— Es un rey victorioso.
D. CARLOS.— Pero para conseguirlo era preciso burlar las leyes. La Bula de Oro prohíbe que sea elegido un extranjero.
RUY.— Entonces, señor, vos sois rey de España.
D. CARLOS.— Pero soy ciudadano de Gante.
RUY.— La última campaña ha encumbrado mucho al rey Francisco.
D. CARLOS.— El águila que va a brotar de mi cimera puede también desplegar las alas.
RUY.— ¿Vuestra alteza sabe latín?
D. CARLOS.— Mal.
RUY.— Pues es una lástima, porque a la nobleza alemana le gusta que la hablen en latín.
D. CARLOS.— Se tendrán que contentar con un castellano altivo, porque, creedme, duque, cuando la voz habla alto, poco importa la lengua en que hable. Voy a Flandes, y deseo, mi querido Silva, volver a España emperador. El rey de Francia lo removerá todo, por lo que debo anticiparme y partir enseguida.
RUY.— ¿Nos dejáis, señor, sin purgar antes a Aragón de esos bandidos que al abrigo de sus montañas levantan la atrevida frente?
D. CARLOS.— Ya he dispuesto que el duque de Arcos acabe con ellos.
RUY.— ¿Pero habéis dado también la orden al capitán de la gavilla de que se deje exterminar?
D. CARLOS.— ¿Quién es ese bandido? ¿Cómo se llama?
RUY.— Lo ignoro, pero dicen que es muy audaz.
D. CARLOS.— Sólo sé que ahora se oculta en Galicia. Ya enviaré alguna fuerza para que se apodere de él.
RUY.— Pues falsas noticias creen que está aquí.
D. CARLOS.— Serán falsas… Esta noche me hospedo en tu casa.
RUY.— Me dispensáis, señor, inmerecida honra. Honrad todos al rey mi huésped.
El duque hace formar en dos filas a los criados que llevan las antorchas hasta la puerta del fondo. Ínterin se acerca DOÑA SOL a HERNANI. El rey los cela.
SOL.— Mañana a medianoche estarás debajo de mi ventana y me llamarás dando tres palmadas.
HERNANI.— Sí, mañana.
D. CARLOS.— (¡Mañana!). (A DOÑA SOL con galantería). Permitidme que os ofrezca la mano para salir. (El rey la conduce hasta la puerta).
HERNANI.— (Llevando la mano al puñal). ¡Cuándo te usaré!
D. CARLOS.— (Volviendo y acercándose a HERNANI). Os concedí el honor de cruzar vuestra espada con la mía; por muchos motivos sospecho de vos, pero el rey Carlos odia la traición. Idos, que me digno proteger vuestra fuga.
RUY.— (A D. CARLOS). ¿Quién es ese caballero?
D. CARLOS.— Es de mi séquito y se va.
Salen con los criados: el duque precede al rey, llevando en la mano una antorcha encendida.
Escena IV
HERNANI.— De tu séquito soy; ¡dices bien!… ¡Voy tras de ti de día y de noche, siguiendo las huellas de tus pasos y con el puñal en la mano! Persigo a tu raza representando a la mía…, ¡y ahora descubro que eres mi rival!… Estuve un instante indeciso entre amar y aborrecer. Mi corazón no era bastante capaz para abrigaros a ella y a ti; amándola, olvidé el odio que te profeso; ¡pero has venido a recordármelo, y el amor, que inclinaba la incierta balanza, la hace caer por la parte del odio! Has dicho bien; ¡soy de tu séquito! Ninguno de los cortesanos que te lamen las manos y que te besan los pies te seguirá tan tenaz ni tan asiduamente como yo: los cortesanos van tras de ti por cosas baladíes, por juguetes de relumbrón, y yo voy para arrancarte el alma del cuerpo y para hacerte saltar la sangre de las venas. Ve andando, que yo te seguiré. Me acompaña la venganza, hablándome al oído; espío, escucho y sigilosamente sigo tus huellas; te persigo. De día no podrás, ¡oh rey!, volver la cabeza sin verme inmóvil y sombrío turbar tus solemnidades, y de noche no la volverás tampoco sin encontrar fijos en ti mis ojos fulgurantes.
[FIN DEL ACTO PRIMERO]
Acto segundo. El bandido
En Zaragoza
Patio en el palacio del duque de Silva. A la izquierda se ven las altas paredes del Palacio, en las que hay un balcón; bajo de él una puerta pequeña. A la derecha, y en el fondo, casas y calles. Es de noche. En las fachadas de algunos edificios hay luz en varias ventanas.
Escena I
D. CARLOS, D. SANCHO SÁNCHEZ DE ZÚÑIGA, conde de Monterrey; D. MATÍAS CENTURIÓN, marqués de Almunia, D. RICARDO DE ROJAS, señor de Casapalma.
Llega D. CARLOS seguido de los tres caballeros, que van con sombreros gachos y embozados en capas largas, que dejan ver por debajo las puntas de las espadas.
D. CARLOS.— He aquí la puerta y he aquí el balcón… ¡Me hierve la sangre! ¡Hay luz en todas partes menos donde yo la espero!…
D. SANCHO.— Señor, volviendo a ocuparnos de este traidor, ¿cómo es que lo dejasteis partir?
D. CARLOS.— No quise prenderle.
SANCHO.— Pues quizá era el jefe de los bandoleros.
D. CARLOS.— Si lo era, no he visto nunca testa coronada tan altiva.
SANCHO.— Decís que se llama…
D. CARLOS.— No recuerdo bien… Su nombre termina en i.
SANCHO.— ¿Se llama Hernani?
D. CARLOS.— Eso es, Hernani.
SANCHO.— Pues él es.
D. MATÍAS.— Es el jefe de los bandoleros.
SANCHO.— ¿No recordáis lo que decía?
D. CARLOS.— No podía oír bien lo que habló, oculto en aquel maldito armario.
SANCHO.— ¿Pero cómo le soltasteis, teniéndole en vuestro poder?
D. CARLOS.— Conde de Monterrey, no me interroguéis más. Eso no me interesa. No voy tras él, sino tras de su dama, porque estoy verdaderamente enamorado de sus hermosos ojos, que son dos espejos, dos rayos, dos soles. Del diálogo que sostuvo con ella sólo oí estas palabras: «Hasta mañana a la medianoche». Oí lo esencial. Ahora, mientras el galán bandido se entretiene en alguna fechoría, vengo antes que él y le robo la paloma.
D. RICARDO.— Hubiera sido, señor, la jugada completa robar la paloma y matar al buitre.
D. CARLOS.— Excelente consejo, conde; sois muy listo.
RICARDO.— Señor, ¿con qué título os place que yo sea conde?
SANCHO.— Su alteza se equivocó.
RICARDO.— No, el rey me ha nombrado conde.
D. CARLOS.— Basta; dejé caer ese título, recogedlo y en paz.
RICARDO.— Gracias, señor.
El rey se pasea por el fondo, mirando con impaciencia hacia las ventanas iluminadas. Los otros hablan entre sí en el proscenio.
SANCHO.— (A D. MATÍAS). ¡Vaya un título! Ser conde por equivocación.
MATÍAS.— ¿Qué hará el rey de la dama cuando se apodere de ella?
SANCHO.— La nombrará condesa, después dama de honor, y cuando tenga un hijo de ella, lo hará rey.
MATÍAS.— ¡Rey un bastardo! Comprendo que le haga conde, pero no que pretenda sacar un rey de una condesa.
SANCHO.— Es que la ascenderá a duquesa y a todo lo que él quiera.
MATÍAS.— Los bastardos se reservan para los países conquistados, de los que se les nombra virreyes; para esto es para lo que sirven.
D. CARLOS.— (Mirando con cólera las ventanas iluminadas). ¡Vive Dios! Que esas luces que brillan en la oscuridad me parecen ojos celosos que me están espiando. ¡Qué largos son los momentos de espera! ¡Quién pudiera acelerar las horas! ¡Maldito balcón! ¿Cuándo te iluminarás? Sal pronto, doña Sol, a brillar como un astro en las tinieblas de la noche. (A D. RICARDO). ¿Qué hora será?
RICARDO.— La hora de la cita está próxima.
Se ilumina el balcón de DOÑA SOL.
D. CARLOS.— ¡Ah! ¡Ved la luz en él! ¡Ved la sombra de la dama al través de los cristales! Voy a hacer la señal que espera; voy a dar las tres palmadas. Pero para que no se alarme viendo aquí tanta gente, retiraos a la esquina inmediata y guardarme las espaldas. Compartamos estos amoríos; la dama para mí y el bandido para vosotros.
RICARDO.— Muchas gracias, señor.
D. CARLOS.— Si viene a estorbarme dadle de estocadas, que mientras yo me llevaré a la dama; pero no lo matéis, que es un valiente, y no quiero cargar con el peso de la muerte de un hombre.
Los tres caballeros se inclinan y se van. D. CARLOS da tres palmadas; al sonar la última asoma DOÑA SOL al balcón, vestida de blanco y con una lámpara en la mano.
Escena II
D. CARLOS y DOÑA SOL.
SOL.— ¿Eres tú, Hernani?
D. CARLOS.— (Me conviene no hablar).
Vuelve a dar las tres palmadas.
SOL.— Bajo al momento.
Cierra el balcón, y poco después abre la puerta pequeña que da a la calle, apareciendo en la escena con la lámpara y cubierta con un manto.
¿Hernani?
D. CARLOS se cala el sombrero y se acerca precipitadamente a ella.
SOL.— (Dejando caer la lámpara). ¡Dios mío! ¡No es él!
Quiere retroceder, pero el rey la detiene por el brazo.
D. CARLOS.— ¡Doña Sol!
SOL.— ¡No es él! ¡Desdichada de mí!
D. CARLOS.— Si esta voz no es la de tu amante, es en cambio la voz amorosa de un amante real.
SOL.— ¡El rey!
D. CARLOS.— Ordena, pide, manda, pondré un reino a tus pies; porque el hombre que desdeñas es el rey tu señor; es Carlos tu esclavo.
DOÑA SOL pugna por desasirse.
SOL.— ¡Socorro!
D. CARLOS.— No te amedrentes, que no es el bandido el que te sujeta, sino el rey.
SOL.— El bandido sois vos, que no os avergonzáis de vuestra acción. ¿Éstas son las hazañas que han de dar fama al rey? ¡Venir por medio de un engaño y de noche a robar una doncella! Mi bandido vale cien veces más que vos. Rey de Castilla, si el hombre naciese en el sitio que merece, si Dios concediera las jerarquías midiéndolas por el corazón, él sería rey y el bandido vos.
D. CARLOS.— ¡Doña Sol!
SOL.— ¿Olvidáis que mi padre era conde?
D. CARLOS.— Vos seréis duquesa.
SOL.— No me avergoncéis. Nada puede haber de común entre los dos, que yo soy mucho para ser vuestra manceba y muy poco para ser vuestra esposa.
D. CARLOS.— Seréis princesa.
SOL.— Rey D. Carlos, dedicad vuestros amoríos a las mujerzuelas que los merecen, porque si insistís en vuestros propósitos, os demostraré que soy dama y que soy mujer.
D. CARLOS.— Pues bien, compartiréis el trono conmigo; seréis reina, emperatriz.
SOL.— No caeré en esas redes. Además, prefiero vivir errante con mi Hernani, fuera de la sociedad y de la ley, compartiendo su destierro y su persecución, a sentarme como emperatriz en vuestro trono.
D. CARLOS.— ¡Qué feliz es ese hombre!
SOL.— Es pobre y vive proscripto.
D. CARLOS.— Ser pobre y estar proscripto le favorece, porque así le adoráis. Mientras yo vivo solo, a él le acompaña un ángel. Pero doña Sol, ¿es que me odiáis?
SOL.— No os amo.
D. CARLOS.— (Cogiéndole una mano con violencia). Pues nada me importa que no me améis; vendréis conmigo, porque lo deseo y porque soy el más fuerte; vendréis conmigo porque soy rey de España y de las Indias.
SOL.— (Debatiéndose). ¡Señor, tened piedad de mí! Ya que sois rey, podéis elegir entre las marquesas o las duquesas de vuestra corte, que se verían halagadas consiguiendo vuestro cariño. Poseéis las Castillas, Aragón, Navarra, Murcia, León y muchos reinos más, y fuera de España, Flandes y las Indias. Poseéis un imperio en el que nunca se pone el sol, y el pobre proscripto no me tiene más que a mí. ¿Y queréis robarle lo único que posee?
Se hinca de rodillas a los pies del rey.
D. CARLOS.— Ven conmigo; nada escucho. Si me correspondes, te doy a elegir cuatro de mis reinos españoles.
SOL.— Sólo quiero de vos… este puñal.
Se lo arranca del cinto. El rey la suelta y retrocede.
Atreveos ahora a dar un solo paso.
D. CARLOS.— ¡Qué hermosa está así! No es extraño que ame a un rebelde.
Va a dar un paso y DOÑA SOL alza el puñal amenazándole.
SOL.— Dad un paso más y os mato y me mato.
El rey retrocede; DOÑA SOL se vuelve hacia la calle y grita con fuerza:
¡Hernani! ¡Hernani!
D. CARLOS.— Callad.
SOL.— ¡Socorro!
D. CARLOS.— Señora, ya que a tal extremo me arrastráis, os digo que para obligaros a venir conmigo me acompañan tres hombres de mi séquito.
HERNANI.— (Saliendo por detrás del rey). Os habéis olvidado del cuarto.
Vuélvese el rey y ve a HERNANI, que está inmóvil, con los brazos cruzados bajo su larga capa y con el ala del sombrero levantada. DOÑA SOL da un grito y corre a abrazarle.
Escena III
Dichos y HERNANI.
SOL.— ¡Hernani, sálvame!
HERNANI.— ¡Cálmate, vida mía!
D. CARLOS.— (¿Por qué habrán dejado pasar mis amigos a este capitán de bandoleros?). ¡Monterrey! (Llamando).
HERNANI.— Vuestros amigos han caído en poder de los míos y es inútil que reclaméis la ayuda de sus espadas impotentes. Por cada tres que vengan a ayudaros vendrán sesenta de los míos, y cada uno de los sesenta vale tanto como vosotros cuatro. Por lo que es mejor que los dos arreglemos nuestras cuentas. ¿Os atrevéis a poner la mano en esta doncella? Rey de Castilla, eso ha sido una imprudencia, eso fue una cobardía.
D. CARLOS.— (Con desdén). No tolero reproches de un bandido.
HERNANI.— ¡Os chanceáis! No soy rey; pero cuando un rey me agravia y además se chancea, mi cólera sube hasta la altura de su orgullo. Sois insensato si abrigáis la más mínima esperanza. (Cogiéndole del brazo). ¿Sabéis qué mano es la que os aprieta? Oídme: Vuestro padre hizo morir al mío, y os odio; me habéis arrebatado mis bienes y mis títulos, y os odio; amáis a la mujer que amo, y os odio con toda mi alma.
D. CARLOS.— Está bien.
HERNANI.— Esta noche, sin embargo, que me olvidaba de vos, sólo sentía el anhelo y la necesidad de ver a doña Sol. Anhelante y enamorado, acudo aquí y me encuentro con que ibais a robármela. Cuando os había olvidado os interponéis en mi camino; os repito que sois un insensato. Habéis caído en vuestras propias redes; no podéis huir ni encontrar quien os socorra: ¿qué vais a hacer?
D. CARLOS.— (Con altivez). No consiento que me preguntéis.
HERNANI.— No quise que os hiriera un desconocido, ni que escaparais a mi venganza. Defendeos. (Sacando la espada).
D. CARLOS.— Soy vuestro rey y señor: matadme, pero no esperéis que me defienda.
HERNANI.— Pronto habéis olvidado que anoche se cruzaron nuestras espadas.
D. CARLOS.— Ayer la crucé con vos porque ignoraba quién erais y porque vos no conocíais mi jerarquía; hoy nos conocemos ambos.
HERNANI.— No importa; defendeos.
D. CARLOS.— No acepto el duelo. Asesinadme.
HERNANI.— ¿Creéis que para mí los reyes son sagrados?
D. CARLOS.— ¿Creéis, bandidos, que vuestras viles gavillas pueden extenderse impunemente por las ciudades? ¿Creéis que, llenos de sangre y de crímenes, podréis pasar por generosos, y que nosotros, víctimas de vuestras violencias, ennobleceremos vuestros puñales con el choque de nuestras espadas? Eso jamás; ya que el crimen os posee y lo arrastráis tras de vosotros, no podemos batirnos.
HERNANI, sombrío y pensativo, da vueltas en la mano durante unos instantes al puño de la espada; después se vuelve bruscamente hacia el rey y rompe la espada contra el suelo.
HERNANI.— Idos; ya nos encontraremos.
D. CARLOS.— Está bien. Dentro de pocas horas volveré al palacio y llamaré al juez. Han puesto precio a vuestra cabeza.
HERNANI.— Ya lo sé.
D. CARLOS.— Desde hoy sé que sois vasallo rebelde y traidor, y os aviso que os haré perseguir sin cesar. Os proscribiré del reino.
HERNANI.— Ya está decretada mi proscripción; por fortuna Francia está muy cerca y me servirá de asilo.
D. CARLOS.— Voy a ser emperador de Alemania, y entonces os proscribiré del imperio.
HERNANI.— Me quedará el resto del mundo para desafiar vuestra cólera, y siempre encontraré algún asilo donde no alcance vuestro poder.
D. CARLOS.— ¿Y si fuera mío el mundo?
HERNANI.— Entonces siempre podría refugiarme en la tumba.
D. CARLOS.— Desbarataré tus insolentes maquinaciones.
HERNANI.— La venganza es coja y camina lentamente, pero al fin llega.
D. CARLOS.— (Con desdén). ¡Verdaderamente es grave delito atreverse a la dama de un bandido!
HERNANI.— Reflexionad que aún estáis en mi poder, y pensad, futuro César, que si yo apretara esta mano leal, que es generosa para vos, aplastaría en su huevo vuestra águila imperial.
D. CARLOS.— ¡A ver si os atrevéis!
HERNANI.— ¡Idos! Huid de aquí, pero tomad antes mi capa.
(Se quita la capa y se la echa en los hombros al rey).
Mi capa os librará de alguna puñalada; creerán que sois Hernani.
D. CARLOS.— Ya que me habláis de ese modo, no me pidáis nunca gracia ni perdón.
Vase D. CARLOS embozado en la capa del bandido.
Escena IV
HERNANI y DOÑA SOL.
SOL.— Ahora huyamos sin tardanza.
HERNANI.— Veo que estás resuelta a aceptar mi desgracia y a compartir mi vida y mi muerte; noble propósito, digno de un corazón enamorado y fiel; pero para llevarme alegre a mi retiro el tesoro de hermosura que codicia un rey, para que me sigas y unas tu existencia a la mía, para arrastrarte conmigo, no es tiempo aún: veo la horca demasiado cerca.
SOL.— ¡Qué dices!
HERNANI.— El rey, a quien he desafiado cara a cara, va a castigarme porque le perdoné. Huyó y ha entrado ya quizá en palacio y ha llamado quizá a sus guardias, a sus criados, a sus caballeros y a sus verdugos.
SOL.— ¡Ah! ¡Me haces temblar, Hernani! Pues si eso es así, apresurémonos; huyamos.
HERNANI.— Ha pasado ya la hora de huir juntos. Doña Sol, cuando te revelaste a mis ojos, tan bondadosa y tan enamorada, te ofrecí aquello de lo que yo disponía, las montañas, los bosques, el negro pan del proscripto, la mitad del lecho de musgo en que reposo; pero hoy sólo puedo ofrecerte la mitad del cadalso, y… ¡perdona, oh Sol!, el cadalso es sólo para mí.
SOL.— Sin embargo, también me lo habías prometido.
HERNANI.— (Arrodillándose a los pies de DOÑA SOL). ¡Ángel mío! En este instante en que quizá la muerte se me aproxima, declaro que, aunque proscripto y errante, soy feliz y soy digno de envidia porque me has amado, y porque amándome has bendecido mi frente maldita.
SOL.— ¡Hernani mío!
HERNANI.— ¡Bendita mil veces la suerte que hizo nacer esta preciosa flor al borde de mi abismo! No te lo digo a ti, se lo digo al cielo que me oye, se lo digo a Dios.
SOL.— Permíteme que te siga.
HERNANI.— Cometería un crimen arrancando la flor al caer en el abismo. He respirado su perfume y me basta. Vete. Anuda tu vida a otra vida; sé esposa del anciano; te desligo de tus juramentos…, déjame volver a mi oscuridad; y tú, olvídame y sé dichosa.
SOL.— No, yo te sigo; quiero la mitad de tu mortaja; no me separo de ti.
HERNANI.— (Abrazándola). ¡Oh, déjame huir solo!
Después de abrazarla se separa de ella bruscamente.
SOL.— (Con sentimiento). ¡Huyes de mí, después de haberte entregado la vida! ¡Me rechazas, y a pesar de la pasión que me juras no me permites la dicha de morir a tu lado!
HERNANI.— ¡Estoy desterrado, estoy proscripto, soy un hombre funesto!
SOL.— ¡Eres un ingrato!
HERNANI.— Pues bien, me quedo; lo quieres y no me separo de ti. Ven, ven a mis brazos. Estaré a tu lado hasta que tú quieras y lo olvidaré todo. Siéntate en este banco.
DOÑA SOL se sienta y él se coloca a sus pies.
La luz de tus ojos ilumina los míos. Entóname algún cantar como otras noches, en que tus pestañas temblaban hasta dejar caer en mis labios las blancas perlas de tus lágrimas. ¡Seamos felices! Bebamos, ya que la copa está llena. Esta hora nos pertenece; olvidémonos de todo lo demás. Háblame y embriágame. ¿No es verdad, sol de mi cielo, que es dulce amar y ser amados, ser dos, estar solos y requerirse de amores de noche, cuando todo duerme? ¡Déjame dormir y soñar en tu seno, vida de mi vida!…
Óyense tañidos de campanas desde lejos.
SOL.— (Levantándose asustada). ¿Oyes? Tocan a rebato.
HERNANI.— No, anuncian nuestra boda.
Arrecia el campaneo. Se oyen murmullos confusos; se ven antorchas en las calles y luces en las ventanas.
SOL.— ¡Huye! ¡Sálvate! ¡Gran Dios! ¡Parece que incendian a Zaragoza!
HERNANI.— Tendremos boda con antorchas.
Se oyen gritos y choques de espadas.
SOL.— Ésa es la boda de los muertos, la boda de las tumbas.
HERNANI.— (Reclinándose en el banco). Volvamos a soñar.
UN MONTAÑÉS.— (Corriendo con la espada en la mano). Señor, los esbirros y los alcaldes desembocan en la plaza en tropel. Alerta, monseñor.
HERNANI se levanta.
SOL.— (Pausa). Ya te lo decía yo.
MONTAÑÉS.— ¡Socorro!
HERNANI.— Aquí estoy; no temas.
GRITOS A LO LEJOS.— ¡Muera el bandido!
HERNANI.— (Al montañés). Dame la espada. Adiós, doña Sol.
SOL.— ¡Ya te perdí! ¿Dónde vas? Ven, huyamos por esta puerta.
HERNANI.— No puedo abandonar a mis amigos.
Aumentan el tumulto y los gritos.
SOL.— Esos clamores me aterran. (Reteniendo a HERNANI). Piensa que si tú mueres, yo moriré también.
HERNANI.— (Abrazándola). Un beso…
SOL.— ¡Dueño mío! ¡Esposo mío!
HERNANI.— (Besándola en la frente). ¡El primero!
SOL.— ¡Y quizá el último!
Parte HERNANI y DOÑA SOL cae sobre el banco.
[FIN DEL ACTO SEGUNDO]
Acto tercero. El anciano
El castillo de Silva en las montañas de Aragón
La galería de retratos de la familia de SILVA; salón, cuyo decorado lo forman dichos retratos, encuadrados con preciosas molduras, que coronan emblemas y escudos ducales. En el fondo una puerta alta y gótica. Entre los retratos hay colocadas grandes panoplias de varios siglos.
Escena I
DOÑA SOL, vestida de blanco, en pie junto a una mesa, y D. RUY GÓMEZ DE SILVA, sentado en un sitial de roble.
RUY.— ¡Por fin llegó el día! Dentro de una hora dejarás de ser mi sobrina para ser mi esposa y podré abrazarte como marido. ¿Me has perdonado ya? Confieso que no tuve razón para ruborizarte y sospechar de ti a primera vista; no debí condenarte sin haberte oído; pero las apariencias engañan y obligan al hombre a ser injusto. Me encontré con dos mozos gentiles; no debí dar crédito a mis propios ojos…, hija mía, pero cuando se llega a mi edad…
SOL.— Siempre me lo recordáis, y yo nunca os hablo de aquel suceso.
RUY.— Pues yo sí; quiero confesar mi error. Nunca debí sospechar de una dama que se llama doña Sol de Silva, por cuyas venas corre pura sangre castellana.
SOL.— Eso sí.
RUY.— Escucha: no es dueño de sí mismo el que está enamorado como lo estoy yo de ti, y además es viejo. Hay momentos en que es preciso ser celosos, y hasta perversos, porque somos viejos; porque la gracia, la belleza y la juventud de los demás nos causan miedo y parece que nos amenazan; porque los demás nos dan celos que nos hacen avergonzar de nosotros mismos. Cuando veo pasar a un pastor joven, mientras canta por el verde prado, y yo sueño por mis sombrías avenidas, me digo a mí muchas veces: «De buena gana daría yo mil almenadas torres, mi antiguo palacio ducal, mis bosques y mis sembrados, mis rebaños y mis títulos, todas mis ruinas, por su cabaña nueva y su frente juvenil. Daría todo lo que poseo por ser joven y hermoso como tú. ¡Pero estoy delirando! Ya tengo un pie en el ataúd».
SOL.— ¡Quién sabe!
RUY.— Sin embargo, créeme; los caballeros jóvenes aman frívolamente; la doncella que los ama se muere por ellos y ellos se ríen de ella. Como los pajarillos de vistosas y ligeras alas, tienen mudable el plumaje del amor. Cuando un viejo ama, ama profundamente y conserva hasta la muerte joven el corazón. Mi cariño no es como un juguete de cristal, que brilla y tiembla; es un cariño severo, arraigado, sólido y paternal, de madera de roble, como mi sillón ducal. He aquí cómo yo te amo, y además sé quererte de otros modos, como se ama a la aurora, a las flores y a los cielos. Al verte tan pura, tan brillante y tan hermosa, sonrío de júbilo y se engalana mi alma como para eterna fiesta.
SOL.— (¡Ah!).
RUY.— El mundo ve siempre con buenos ojos que cuando un hombre se extingue poco a poco, y va a tropezar con las piedras del sepulcro, un ángel, una mujer pura vele por él, lo abrigue y se digne sufrir al inútil anciano, que pronto morirá. Serás para mí ese ángel con corazón de mujer, que regocije el alma del pobre anciano y soporte el peso de la mitad de sus últimos años; siendo su hija por el respeto y su hermana por la piedad.
SOL.— Acaso en vez de precederme me sigáis, señor, que no es razón para vivir ser joven. Muchas veces los viejos se retardan y los jóvenes van delante.
RUY.— No nos ocupemos más de estas ideas sombrías, y dime: ¿cómo es que no estás vestida para la ceremonia? Apresúrate a engalanarte con el traje de boda, que la hora se acerca ya.
SOL.— Tiempo me queda.
Entra un paje.
RUY.— ¿Qué quieres?
EL PAJE.— Señor, espera un peregrino a la puerta y os demanda hospitalidad.
RUY.— Quienquiera que sea, siempre la dicha entra en la casa con el forastero que en ella se recibe. Que entre. ¿Se sabe algo del capitán de bandidos proscripto?
PAJE.— Que todo acabó para Hernani, para ese león de las montañas.
SOL.— (¡Dios mío!).
RUY.— ¿Qué dices?
PAJE.— Que la partida ha sido derrotada. Dicen que el mismo rey iba en su persecución al frente de la tropa. La cabeza de Hernani ha sido pregonada por mil escudos reales. Pero se refiere que ha muerto en la pelea.
SOL.— (¡Sin mí! ¡Pobre Hernani!).
RUY.— Gracias a Dios que al fin murió el rebelde. Alegrémonos, hija mía. Ve a ataviarte. Hoy debe ser para nosotros doble fiesta.
SOL.— (Día de luto para mí). (Vase).
RUY.— (Al paje). Que le lleven a su aposento el cofrecillo que yo le regalo. Quiero verla adornada como una virgen, ante la que se arrodille el peregrino. Corre, dile que entre y guíale hasta aquí.
Vase el paje.
No debe hacerse esperar mucho tiempo a ningún huésped.
La puerta del fondo se abre y entra por ella HERNANI, disfrazado de peregrino. El duque se levanta y va a su encuentro.
Escena II
D. RUY GÓMEZ, HERNANI.
HERNANI.— ¡Paz y ventura al generoso duque!
RUY.— ¡Paz y ventura al huésped recién llegado! (Siéntase en el sitial). ¿Eres peregrino?
HERNANI.— Sí.
RUY.— ¿Vienes de Armillas?
HERNANI.— He seguido otro camino, porque por Armillas se estaban batiendo.
RUY.— ¿La partida del proscripto?
HERNANI.— No lo sé.
RUY.— ¿Qué ha sido de su jefe Hernani?
HERNANI.— ¿Quién es ese hombre?
RUY.— ¿No le conoces? Peor para ti, porque has desperdiciado la ocasión de ganar la suma con que han tasado su cabeza. Hernani es un rebelde al rey, nuestro señor; un capitán de bandidos que gozó mucho tiempo de la impunidad. Si vas a Madrid verás cómo le ahorcan.
HERNANI.— No voy allá.
RUY.— Su cabeza pertenece al que la coja.
HERNANI.— (¡Que vengan por ella!).
RUY.— ¿Adónde te diriges, peregrino?
HERNANI.— A Zaragoza.
RUY.— ¿A cumplir algún voto que hiciste a la Virgen?
HERNANI.— Sí, a la Virgen del Pilar.
RUY.— Deben cumplirse los votos hechos a los santos. Después de cumplir el voto, ¿no te lleva otro deseo a Zaragoza que ver el Pilar?
HERNANI.— No, señor.
RUY.— ¿Cómo te llamas? Yo soy Ruy Gómez de Silva.
HERNANI.— ¿Queréis saber mi nombre?… (Vacilando).
RUY.— Puedes callártelo si quieres; yo doy hospitalidad a todo el mundo que me la pide.
HERNANI.— Gracias, señor.
RUY.— Sé bienvenido; quédate en mi casa y dispón de todo. Para mí te llamas huésped, y ese nombre me basta. Te acojo, seas quien fueres, que al mismo Satanás recibiría si Dios me lo enviara.
La puerta del fondo se abre de par en par. Entra DOÑA SOL con el traje nupcial. La siguen pajes, criados y dos damas, que llevan sobre un almohadón de terciopelo un cofrecito cincelado, que dejan sobre una mesa. El cofrecillo encierra una corona ducal, brazaletes, collares y perlas y brillantes amontonados. HERNANI, jadeante y azorado, mira con ojos fulgurantes a la novia, sin escuchar al duque.
Escena III
Dichos, DOÑA SOL, pajes, criados y dos doncellas.
RUY.— ¡Aquí tienes a mi Virgen del Pilar! Ora ante ella y te atraerás la felicidad. Acércate, doña Sol; ¿cómo es que no llevas todavía el anillo nupcial ni la corona?
HERNANI.— (Con voz de trueno). ¿Quién quiere ganarse mil carlos de oro? Yo soy Hernani.
Todos se vuelven sorprendidos y asombrados. HERNANI se desgarra el hábito de peregrino y aparece vestido de montañés.
SOL.— (Con alegría). (¡Cielos, vive!).
HERNANI.— (A los criados). Soy el proscripto que persiguen. (Al duque). ¿Queríais saber mi nombre? Pues me llamo Hernani. Os entrego la cabeza puesta a precio. Vale bastante para pagar vuestra boda. Os la ofrezco a todos; tomadla, que os la pagarán bien. Atadme de pies y manos, aunque eso será inútil, porque estoy atado ya por una cadena que no puedo romper.
SOL.— (¡Infeliz de mí!).
RUY.— (¡Sin duda mi huésped está loco!).
HERNANI.— Vuestro huésped es un bandido.
SOL.— Señor, no le hagáis caso.
HERNANI.— Os digo la verdad.
RUY.— ¡Mil carlos de oro! Tan enorme es la cantidad, que no respondo de todos mis criados.
HERNANI.— Basta con que uno solo me delate y me entregue.
RUY.— ¡Callaos! Os pueden tomar la palabra.
HERNANI.— Amigos, la suerte os favorece; os aseguro que soy el rebelde Hernani.
RUY.— ¡Callad!
HERNANI.— ¡Soy Hernani!
SOL.— ¡Cállate por Dios! (Bajo a HERNANI).
HERNANI.— Aquí se casan; yo también quiero casarme, mi esposa también me espera. (Al duque). Mi esposa no es tan hermosa como la vuestra, señor duque, pero es más fiel… Mi esposa es la muerte.
SOL.— ¡Por piedad! (Bajo a HERNANI).
HERNANI.— ¿Nadie quiere ganarse mil escudos de oro?
RUY.— Es el mismo demonio.
HERNANI.— ¡Veo que estáis temblando! ¡Qué desgraciado soy!
RUY.— Si se atrevieran a prenderte, en vez de entregar tu cabeza se expondrían a perder la suya. Aunque seas Hernani u otro bandolero más ruin, y en lugar de oro por prenderte ofrecieran un imperio, dentro de mi casa te protegería contra todos, hasta contra el mismo rey; porque a los huéspedes los envía Dios. Antes moriré yo que nadie se atreva a tocar un cabello de tu cabeza. Doña Sol, dentro de una hora serás mi esposa. Vuelve a tu aposento. Voy a poner en armas todo el castillo y a cerrar las puertas.
Vase seguido de sus criados.
HERNANI.— (Mirándose el cinto). ¡Ah! ¡No llevar ni un puñal!
Luego que ha desaparecido el duque, da DOÑA SOL algunos pasos para seguir a sus doncellas, pero después se detiene y retrocede cuando salen, acercándose con gran ansiedad hacia HERNANI.
Escena IV
HERNANI y DOÑA SOL.
HERNANI contempla con miradas frías el cofrecillo nupcial que está sobre la mesa; después menea la cabeza y le centellean los ojos.
HERNANI.— Os doy mi parabién; me encanta, me enamora, me admira vuestro traje de bodas. (Acercándose al cofrecillo). El anillo nupcial es de buen gusto… La corona ducal preciosa…, el collar admirable…, los brazaletes bellísimos; pero todo esto vale cien veces menos que la mujer hermosa que oculta un corazón infame. ¿Con qué habéis comprado todo esto? ¿Con un poco de amor? ¡Verdaderamente es muy barato! ¡Dios mío! ¡Engañar de este modo y no tener vergüenza de vivir! (Examinando el cofrecillo). Quizá las perlas sean falsas, el oro sea cobre, vidrio y plomo los diamantes, quizá estas joyas sean falsas. Si esto es así, duquesa, es falso tu corazón como estas joyas, y tú misma eres de oropel. Pero no, estas alhajas son de buena ley, son hermosas y buenas; no se atrevería a engañarte el hombre que tiene un pie en la tumba. El juego está completo; collar, brillantes, pendientes, corona, anillo nupcial…; nada falta. Es el magnífico regalo que merece tu amor fiel, leal y profundo. Es precioso el cofrecillo.
SOL.— (Registra el cofre y saca de él un puñal). No has visto lo que contiene en el fondo. Este puñal, que arrebaté al rey Carlos en el momento de ofrecerme el trono, que desprecié por ti, por ti, que ahora me ultrajas.
HERNANI.— (Cayendo a sus pies). Permíteme que de rodillas recoja las lágrimas que derraman tus bellísimos ojos. Después te daré toda mi sangre por esas lágrimas.
SOL.— (Enternecida). Hernani, te amo y te perdono; pero no olvides nunca que mi amor es siempre para ti.
HERNANI.— ¡Me perdona y me ama! ¡Después de lo que le he dicho, me ama y me perdona!
SOL.— ¡Hernani mío!
HERNANI.— Debo serte odioso; pero dime otra vez que me amas, tranquiliza a un corazón que duda; dímelo por piedad, porque muchas veces las palabras que salen de los labios de una mujer curan profundas heridas.
SOL.— (Absorbida y sin oírle). ¡Creerme tan olvidadiza! ¡No comprender que ningún otro hombre puede entrar en el corazón que él llena!
HERNANI.— He blasfemado de ti. En tu lugar yo, doña Sol, me hubiera cansado ya de este loco furioso, que no sabe acariciar hasta después de haber ofendido, y le hubiera hecho huir de mi lado. Recházame, que aunque me rechaces te bendeciré, porque has sido siempre tierna y bondadosa conmigo, porque me has soportado mucho tiempo, porque soy perverso, porque he oscurecido tus días con mis noches. Tu alma es bella, noble y pura, y no es culpable de que yo sea perverso. Enlázate con el duque; es bueno y poderoso; sé dichosa con él. Sé esposa del anciano; él te merece más. ¿Cómo casar tu pura frente con mi cabeza proscripta? ¿Quién, viéndonos unidos, a ti tranquila y bella, a mí violento y fiero, a ti apacible y limpia como blanca azucena, a mí sombrío y azotado por tantas tempestades, quién dirá que nuestra suerte sigue la misma ley? Dios, que es la suprema sabiduría, no te creó para mí. No tengo derecho alguno para poseerte; poseer tu corazón sería un robo; yo se lo restituyo al que es más digno y debe poseerlo. Todo se acabó para mí; llego a estar avergonzado de no haber sabido vengarme ni ser feliz. Nací para el odio y sólo he sabido amar. Perdóname, huye de mí, te lo ruego.
SOL.— Ingrato.
HERNANI.— ¡Acarreo la desgracia a todo lo que me rodea! Montañas de Aragón, de Galicia y de Extremadura, os arrebaté vuestros mejores hijos, y sin remordimiento les hice pelear por defender mis derechos y los llevé a la tumba. Por mí murieron los hombres más bravos de la valiente España. ¡Esto es lo que yo proporciono a todo el que se me liga! No debes envidiar mi destino cruel; enlázate con el duque, con ese rey diabólico, con el infierno; todo eso será para ti mejor que yo. No me queda ni un amigo que me recuerde, todo me abandona; es preciso ya que te llegue este turno, porque yo debo vivir solo. Huye de mi contagio. Que no sea para ti el amor una religión; ten compasión de ti misma y huye de mí. Quizá me crees un hombre como los demás, un ser inteligente que va recto a conseguir el objeto de sus sueños; pues no, no lo soy. Soy una fuerza que impulsan, soy el agente ciego y sordo de los misterios fúnebres, soy el alma de la desgracia impregnada de tinieblas. ¿Dónde voy? No lo sé. Sólo sé que me impulsa con soplo impetuoso un destino insensato; sólo sé que desciendo más cada vez, sin detenerme nunca. Si algunas veces, jadeante, me atrevo a volver la cabeza, oigo una voz que me grita: ¡Adelante!, y el abismo es profundo, y veo su fondo rojo, o de llama o de sangre, y entretanto, a una y a otra parte de mi vertiginosa carrera, todo se destroza, todo se muere. ¡Ay del que me toca! ¡Huye de mí! Apártate de mi fatal camino.
SOL.— ¡Gran Dios!
HERNANI.— Demonio terrible es el que me empuja, y darme la felicidad es el único prodigio que no puede realizar, porque mi felicidad eres tú… y tú no eres para mí. Busca otro señor…, enlázate con el duque.
SOL.— No te satisficiste con desgarrarme el corazón, y quieres arrancármelo. ¡Ah! No me amas.
HERNANI.— Eres para mí el ardiente foco de donde nace mi única felicidad; ¡si huyo de él no me aborrezcas, vida mía!
SOL.— No puedo aborrecerte… pero moriré.
HERNANI.— ¡Morir por mí!
SOL.— Moriré. (Llorando cae sentada en un sillón).
HERNANI.— (Sentándose cerca de ella). ¡Lloras por mi culpa! ¿Quién me castigará, ya que tú siempre me perdonas? Pero… mis amigos han muerto, estoy loco y… perdóname otra vez. Quisiera saber amar y no sé; y, sin embargo, la pasión que me domina es muy profunda. ¡No llores! Quisiera tener un mundo para postrarlo a tus pies. ¡Soy tan desgraciado!
SOL.— (Abrazándole). ¡Oh! No; tú eres el león soberbio y generoso que yo amo.
HERNANI.— El amor sería el bien supremo si pudiéramos morir a fuerza de amar. ¿Quién de los dos hubiera muerto antes?
LOS DOS A UN TIEMPO.— ¡Yo!
HERNANI.— (Apoyando la frente en el seno de DOÑA SOL). Pues bien, que Dios nos una. Tú lo quieres así, pues sea. Resistí cuanto pude.
Se contemplan extasiados; D. RUY, que entra por el fondo, los ve y se para como petrificado.
Escena V
Dichos y D. RUY.
RUY.— (Inmóvil y con los brazos cruzados). ¡He aquí el pago de mi buena hospitalidad!
SOL.— ¡Dios mío! ¡El duque!
Los amantes se separan sobresaltados.
RUY.— (Siempre inmóvil). ¿Así me recompensa el huésped? Buen caballero, id a ver si la muralla está bien guarecida, las puertas cerradas y el arquero vigilando en la torre. Revisad el castillo, vestíos en el arsenal una fuerte armadura, ciñéndoos a los sesenta años un arnés de batalla. Volved y veréis con qué lealtad pagamos la vuestra. En los largos años que cuento de existencia he visto asesinos, traidores, monederos falsos, criados infieles que envenenan a sus señores; he visto a Sforza, a Borgia y a Lutero, pero nunca vi perversidad tan grande que no temiera hacer traición al huésped. Este crimen no es de mi época; tan negra traición petrifica al viejo en el umbral de su casa y le convierte en la estatua de su propia tumba. Moros y castellanos, ¿quién es este hombre?
Levanta los ojos y pasea las miradas por los retratos que rodean la sala.
¡Ilustres antepasados míos, ilustres Silvas que me escucháis, perdonad si en mi cólera digo ante vosotros que la hospitalidad es mala consejera!…
HERNANI.— Señor duque…
RUY.— ¡Silencio! ¡Muertos sagrados! ¡Antepasados míos, hombres de hierro, que sabéis lo que viene del cielo y lo que viene del infierno, decidme quién es este hombre! ¿Es Hernani o Judas?
HERNANI.— Señor duque…
RUY.— ¿Veis? ¡Aún se atreve a hablarme el infame! Pero mejor que yo, vosotros leéis en su alma. Prevéis acaso que mi brazo va a ensangrentar mis lares, que mi corazón quizá engendra una venganza horrible… Antepasados míos, ya lo estáis viendo, la culpa no es mía, es suya. Juzgadnos a los dos.
HERNANI.— Duque de Silva, nunca se elevó hacia el cielo frente tan noble ni corazón tan grande como el vuestro. Soy culpable y no me defiendo, porque sé que merezco vuestra cólera. Quise robaros esta dama, vuestra futura esposa, y manchar vuestro lecho; sé que esto es infame, pero podéis derramar la sangre que por mis venas corre y después limpiar la espada.
SOL.— Señor, yo soy la única culpable; castigadme a mí sola.
HERNANI.— Callad, doña Sol, porque esta hora es suprema y me pertenece por completo, porque ya no tendré otra. Dejadme hablar al duque. Os juro, señor, que soy culpable; pero no estéis intranquilo, porque os juro que doña Sol es pura. Ella es pura y yo culpable; merece que le consagréis vuestro cariño, y yo merezco que me deis una puñalada.
SOL.— Yo soy la causa de todo, porque yo le amo.
D. RUY retrocede sorprendido al oír estas palabras y fija terribles miradas en DOÑA SOL; ella se arrodilla a sus pies.
¡Perdonadme, señor! ¡Perdonadme, pero le amo!
RUY.— ¡Le amas! (A HERNANI). ¡Tiembla, pues!…
Se oyen fuera sonar trompetas; entra un paje.
¿Qué es ese ruido? (Al paje).
PAJE.— Señor duque, viene el rey con su cuerpo de arqueros, y su heraldo es el que ha tocado la trompeta.
SOL.— ¡Gran Dios, el rey!
PAJE.— Pregunta el rey por qué está cerrado el castillo y manda abrir la puerta.
RUY.— Abrídsela. (Vase el paje).
SOL.— (¡Está perdido!).
D. RUY se dirige a un cuadro, que es su propio retrato, y que es el último de la izquierda, toca un resorte y se abre una puerta, dejando ver un escondrijo practicado en la pared. Luego se vuelve hacia HERNANI y le dice:
RUY.— Entrad aquí.
HERNANI.— Mi cabeza es vuestra. Entregádsela, señor, que soy vuestro prisionero y estoy decidido a morir.
Entra en el escondrijo, que vuelve a cerrar D. RUY.
SOL.— ¡Señor, tened compasión de él!
PAJE.— (Entrando). ¡Su alteza el rey!
DOÑA SOL se baja precipitadamente el velo. Ábrese de par en par la puerta del fondo y entra por ella D. CARLOS en traje de guerra, seguido de multitud de gentileshombres y de arcabuceros.
Escena VI
Dichos, D. CARLOS y su séquito.
D. CARLOS avanza lentamente, con la mano izquierda en el pomo de la espada y la derecha en el pecho, mirando al duque con expresión de desconfianza y de cólera. D. RUY sale a recibirle y le saluda con profunda reverencia.
D. CARLOS.— ¿Por qué hoy, amado primo, tienes tan cerradas las puertas del castillo? Creía que estaba más enmohecida tu espada, e ignoraba que tuviese deseos de relucir en tu mano cuando venimos a verte. Te empeñas algo tarde en echarla de mozo. ¿Tenemos acaso moros en campaña? ¿Me llamaré Boabdil o Mahoma y no Carlos de Austria, para que me levantes el puente y me bajes el rastrillo?
RUY.— Señor…
D. CARLOS.— (A sus caballeros). Tomad las llaves y apoderaos de las puertas. (Vanse dos de los caballeros). ¡Tratáis de despertar las rebeliones dormidas! ¡Vive Dios, señores duques, que si pretendéis hombrearos con el rey, el rey se colocará en su sitio y sentiréis que es vuestro amo y señor! A las cumbres más altas de los montes, donde tenéis los nidos, iré a destruir por mis propias manos vuestros señoríos.
RUY.— (Irguiéndose). Los Silvas siempre fueron vasallos leales y…
D. CARLOS.— (Interrumpiéndole). Contéstame sin rodeos, duque; contéstame, o hago arrasar tus once torres. Del incendio apagado queda una chispa encendida, de los rebeldes muertos en la refriega se salvó el caudillo: se salvó huyendo. Tú eres quien le encubre, tú ocultas en tu castillo a Hernani.
RUY.— Señor, es verdad.
D. CARLOS.— Pues bien, quiero su cabeza o la tuya.
RUY.— (Inclinándose). Quedaréis satisfecho.
DOÑA SOL se deja caer en un sillón, con la cabeza entre las manos.
D. CARLOS.— Ve a traer al bandido.
El duque cruza los brazos, baja la cabeza y queda algunos momentos pensativo. El rey y DOÑA SOL le observan en silencio, agitados por emociones distintas. Por fin, el duque levanta la cabeza, se dirige al rey, le coge la mano y le lleva con lentitud ante el retrato más antiguo, que está a la derecha del espectador.
RUY.— Éste es el más antiguo de los Silvas, el abuelo, el principio de la raza, Silvius, que fue tres veces cónsul de Roma. El segundo es Galcerán de Silva, otro Cid, cuyos sagrados restos se guardan en Toro, en dorado féretro. Él fue quien libró a la ciudad de León del tributo de las cien doncellas. El tercero es D. Blas, que por su voluntad se desterró del reino por haber aconsejado mal al rey. El cuarto es D. Cristóbal: en el combate de Escalona, cuando huía el rey D. Sancho a pie, y su blanco penacho servía de puntería a los tiros enemigos, ¡Cristóbal!, gritó, llamándole en su ayuda. Cristóbal le quitó el penacho y le dio su caballo. El quinto es D. Jorge, el que pagó el rescate del rey de Aragón, D. Ramiro.
D. CARLOS.— (Cruzando los brazos y mirándole de pies a cabeza). D. Ruy Gómez, os admiro; continuad.
RUY.— Éste es Ruy Gómez de Silva, gran maestre de Santiago y de Calatrava: tomó trescientas banderas, ganó treinta batallas, y después de reconquistar para el rey a Motril, a Antequera, Suez y Níjar, murió pobre. Saludadle, señor. A su lado está D. Gil de Silva, su hijo, que fue espejo de lealtad, Este otro es D. Gaspar de Mendoza y de Silva, honor de su progenie. Todas las casas nobles tienen algo que ver con la de Silva. Sandoval nos teme y se nos enlaza; Manrique nos envidia; Lara nos respeta y Alencastre nos odia. Tocamos a la vez con los pies a los duques y con la frente a los reyes.
D. CARLOS.— ¡Os estáis burlando!
RUY.— Éste es D. Vázquez, llamado el Sabio. Éste es D. Jaime el Tuerto, que contuvo él solo un día a Zamit y a otros cien moros.
Al ver la impaciencia del rey, pasa de largo por entre algunos retratos y se dirige a los tres últimos de la izquierda.
Éste es mi noble abuelo: vivió sesenta años y guardó siempre la fe jurada hasta a los judíos. Este otro anciano de venerable aspecto es mi padre. Fue grande, aunque nació el último. Los moros de Granada habían hecho prisionero a su amigo el conde Alvar Jirón, pero mi padre reunió, para ir a buscarle, seiscientos hombres de guerra; hizo tallar en piedra un conde Alvar Jirón, que llevó consigo, jurando por su patrono no desistir de su empeño hasta que el conde de piedra menease la cabeza. Combatió por el conde y consiguió salvarle.
D. CARLOS.— Entregadme al bandido.
El duque se inclina ante el rey y se lo lleva de la mano hasta el retrato que sirve de puerta al escondrijo de HERNANI.
RUY.— Este retrato es el mío. Rey D. Carlos, os estoy agradecido, porque queréis conseguir que este retrato diga a los venideros que le contemplen: «El último Silva, hijo de una raza nobilísima, fue un traidor, que vendió la cabeza de su huésped».
Alegría de DOÑA SOL. Movimiento de estupor en los circunstantes. Desconcertado el rey, se aleja con cólera del duque; después permanece algunos instantes en silencio, con los labios temblorosos y los ojos llameantes.
D. CARLOS.— Duque, tu castillo me estorba y lo haré derribar.
RUY.— ¿Para vengaros de mí?
D. CARLOS.— Por tanta audacia arrasaré tus torres, y en el solar del castillo haré sembrar cáñamo.
RUY.— Prefiero, señor, ver crecer el cáñamo en el solar de mis torres, que ver caer una mancha en el blasón de los Silvas.
D. CARLOS.— En conclusión, duque, me has prometido entregarme esa cabeza…
RUY.— Señor, os he prometido la mía o la suya; os entrego la mía: tomadla.
D. CARLOS.— Bien, duque, pero yo pierdo en el cambio. La cabeza que necesito es la de un joven, que cuando se corte puede cogerse por los cabellos, lo que el verdugo no podría hacer con la tuya.
RUY.— No me afrentéis, señor; mi cabeza es ilustre y, aunque vieja, vale más que la de un rebelde.
D. CARLOS.— Entrégame a Hernani.
RUY.— Os dije lo que tenía que deciros, señor.
D. CARLOS.— (A los suyos). Registrad todo el castillo, sin perdonar rincón ni agujero.
RUY.— Mi castillo es tan fiel como yo: sólo los dos sabemos este secreto, y los dos lo guardaremos.
D. CARLOS.— Piensa que soy el rey.
RUY.— Hasta que demolido mi castillo piedra a piedra me sirva de sepulcro, no encontraréis lo que buscáis.
D. CARLOS.— ¡Son inútiles mis ruegos y mis amenazas! Entrégame a Hernani o derribo tu cabeza y tu castillo.
RUY.— Haced lo que os plazca.
D. CARLOS.— Pues en lugar de una tendré dos cabezas. (Al duque de Alcalá). Prended al duque de Silva.
SOL.— (Levantándose el velo e interponiéndose). D. Carlos de Austria, sois un rey perverso.
D. CARLOS.— ¡Gran Dios, doña Sol!
SOL.— Bien se ve que no sois español.
D. CARLOS.— (Turbado). Sois muy severa al juzgarme. (Se acerca a DOÑA SOL y le dice en voz baja): Vos sois la causa de mi cólera, porque al hombre que se os acerca le convertís en ángel o en demonio; vuestros desdenes y vuestros enojos me convirtieron en tigre. Sin embargo, no quedaréis descontenta de mí. (En voz alta). Amado primo, comprendo al fin que tus escrúpulos son legítimos; sé leal a tu huésped y desleal a tu rey. Soy mejor que tú y te perdono; pero me llevo en rehenes a tu sobrina.
RUY.— ¡Qué oigo!
SOL.— ¡A mí, señor!
D. CARLOS.— Sí, a vos.
RUY.— Vuestra generosidad y vuestra elocuencia perdonan la cabeza para torturar el corazón.
D. CARLOS.— Elige entre tu sobrina o el rebelde. Necesito uno de los dos.
RUY.— Sois el rey…
D. CARLOS se aproxima a DOÑA SOL para llevársela y ésta se refugia en brazos de D. RUY GÓMEZ.
SOL.— Salvadme, señor. (Separándose de su tío). (¡Desgraciada de mí! ¡Debo sacrificarme!). Os seguiré. (Al rey).
D. CARLOS.— (Me ocurrió una magnífica idea).
DOÑA SOL se dirige al cofrecillo, lo abre y toma el puñal que hay dentro y se lo esconde en el seno. D. CARLOS se dirige hacia ella y le presenta la mano.
¿Qué habéis tomado de ahí?
SOL.— Nada, señor.
D. CARLOS.— ¿Acaso alguna joya?
SOL.— Sí.
D. CARLOS.— Veámosla.
SOL.— Ya la veréis.
DOÑA SOL le da la mano y se dispone a seguirle. D. RUY, que se ha quedado inmóvil y como asombrado, de pronto grita:
RUY.— ¡Señor, dejadme a doña Sol, dejadme a mi esposa, dejadme a mi hija! ¡No tengo a nadie más en el mundo!
D. CARLOS.— Pues entregadme al bandido.
El duque vacila; mira su retrato, se vuelve hacia el rey y le dice:
RUY.— ¿Insistís en vuestros propósitos?
D. CARLOS.— Sí.
El duque, temblando, lleva la mano al resorte.
SOL.— (Dios mío).
RUY.— ¡No! (Se arrepiente y se arrodilla a los pies del rey). ¡Por compasión, señor, tomad mi cabeza!…
D. CARLOS.— Me llevo a doña Sol.
RUY.— Felizmente no os podéis llevar mi honor.
D. CARLOS.— (Tomando la mano a DOÑA SOL). Adiós, duque.
RUY.— Dios os guarde, señor.
El duque vuelve hacia el proscenio jadeante e inmóvil, sin ver ni oír nada, con la mirada fija y los brazos cruzados sobre el pecho; entretanto el rey sale con DOÑA SOL y con todo su séquito.
RUY.— Rey Carlos, mientras que sales alegre del castillo, mi antigua lealtad llorando sale del corazón.
Levanta la cabeza, pasea la vista a su alrededor y se encuentra solo. Se acerca a una de las panoplias, saca de ella dos espadas, las mide y las deja sobre la mesa. Después se dirige al retrato, toca el resorte y se abre la puerta secreta.
Escena VII
D. RUY GÓMEZ y HERNANI.
HERNANI sale por la puerta secreta. D. RUY le señala las dos espadas que hay sobre la mesa.
RUY.— Sal y elige. D. Carlos abandonó ya el castillo. Ajustaremos pronto nuestras cuentas pendientes. ¿Te tiembla la mano?
HERNANI.— ¿Me proponéis un duelo? Pues no podemos batirnos.
RUY.— ¿No puedes batirte porque tienes miedo o porque no eres noble? Noble o plebeyo, para cruzar la espada conmigo todo el que me ultraja es bastante gentilhombre.
HERNANI.— ¡Anciano!
RUY.— Ven a matar o a morir.
HERNANI.— A morir estoy dispuesto: a mi pesar me salvasteis la vida y os pertenezco; tomadla, pues.
RUY.— ¿Eso es lo que quieres? (Dirigiéndose a los retratos). Ya veis que me obliga. (A HERNANI). Encomiéndate a Dios.
HERNANI.— A vos he de dirigir el último ruego.
RUY.— Dirígelo al Supremo Señor.
HERNANI.— A vos; matadme con espada, daga o puñal, como queráis, pero concededme por última gracia que la vea antes de morir.
RUY.— ¡Verla!
HERNANI.— O a lo menos que oiga su voz por última vez.
RUY.— ¡Oírla!
HERNANI.— Comprendo, señor, lo que son celos; pero ya que estoy en brazos de la muerte, no debéis temer de mí. Permitidme que la oiga, aunque no la vea, y moriré contento. Ni siquiera la hablaré; estaréis presente y después me mataréis.
RUY.— ¿Pero ese escondrijo es tan sordo y tan profundo que nada has oído?
HERNANI.— Nada, señor.
RUY.— Pues me vi obligado a entregar a doña Sol o a ti.
HERNANI.— ¿A quién?
RUY.— Al rey.
HERNANI.— ¡Anciano estúpido! El rey la ama.
RUY.— ¿El rey? (Asombrado).
HERNANI.— ¡Es nuestro rival y nos la ha robado!
RUY.— ¡Maldición! ¡Vasallos míos, a caballo, a caballo; persigamos al raptor!
HERNANI.— Escuchadme: os pertenezco y podéis matarme cuando queráis; ¿pero queréis antes emplearme en vengar a vuestra sobrina y su virtud ultrajada? Deseo tener parte en esta venganza, y os suplico que me concedáis esta gracia. Persigamos los dos al rey; seré vuestro brazo y os vengaré. Después matadme.
RUY.— ¿Podré siempre disponer de tu vida?
HERNANI.— Siempre, os lo juro.
RUY.— ¿Por quién lo juras?
HERNANI.— Por la memoria de mi padre.
RUY.— ¿No te olvidarás nunca de lo que ahora prometes?
HERNANI.— (Presentándole la bocina que se quita del cinto). Guardad esta bocina. Suceda lo que suceda, cuando queráis, señor duque, en cualquier lugar, a cualquier hora que os ocurra que deba yo morir, tocad la bocina y yo mismo me mataré.
RUY.— (Tendiéndole la mano). Estamos convenidos.
Los dos se estrechan la mano. D. RUY se dirige a los retratos.
¡Todos vosotros sois testigos!
[FIN DEL ACTO TERCERO]
Acto cuarto. El sepulcro
Aquisgrán
Subterráneo que encierra el sepulcro de Carlomagno, en Aquisgrán. Grandes bóvedas de arquitectura lombarda; gruesos pilares bajos, arcos, capiteles con relieves de pájaros y de flores. A la derecha el sepulcro de Carlomagno, al que se entra por una portezuela de bronce, baja y cintrada. Una sola lámpara, suspendida de la clave de la bóveda, alumbra esta inscripción: CAROLUS MAGNUS. Es de noche. No se ve el fondo del subterráneo, y la vista se pierde en las arcadas, en las escaleras y en los pilares que se entrecruzan en la oscuridad.
Escena I
D. CARLOS, D. RICARDO DE ROJAS, conde de Casapalma, con una linterna en la mano.
RICARDO.— (Con el sombrero en la mano). Aquí es.
D. CARLOS.— Aquí se reúne la Liga y voy a copar juntos a todos sus miembros. El elector de Tréveris les ha ofrecido este sitio… que es muy a propósito. Cierta clase de rebeliones las hace prosperar el aire de las catacumbas; bueno es aguzar los estiletes en las piedras de los sepulcros, pero este juego es muy arriesgado; en él se arriesga la cabeza. Bien hicieron en elegir un sepulcro para sus reuniones; así tendrán menos que andar. ¿Se extienden mucho estos subterráneos?
RICARDO.— Hasta la fortaleza.
D. CARLOS.— Más de lo necesario.
RICARDO.— Otros de los subterráneos corren por este lado hasta el monasterio de Altenheims.
D. CARLOS.— Donde Rodolfo exterminó a Lotario Bieu. Repetidme otra vez, conde, los nombres y los agravios, dónde, cómo y por qué.
RICARDO.— El duque de Gotha…
D. CARLOS.— Sé por qué ese duque conspira; quiere que un alemán ocupe el imperio de Alemania.
RICARDO.— Hohemburgo…
D. CARLOS.— Ése, según me han referido, preferiría ir al infierno con Francisco I que ir al cielo conmigo.
RICARDO.— D. Gil Téllez Girón.
D. CARLOS.— ¡Ira de Dios! ¡Ese infame conspira contra su rey!
RICARDO.— Dicen que os encontró una noche en la alcoba de su señora, poco después que le nombrasteis barón, y quiere vengar el honor de su cara mitad.
D. CARLOS.— Entonces que se rebele contra España entera. ¿Quién más?
RICARDO.— Citan también al reverendo Vázquez, obispo de Ávila.
D. CARLOS.— ¿También por vengar la virtud de su mujer?
RICARDO.— Además está descontento Guzmán de Lara, porque desea conseguir el collar de vuestra orden.
D. CARLOS.— Si no desea más que el collar… lo obtendrá.
RICARDO.— El duque de Lutzelburgo. En cuanto a los planes que se le atribuyen…
D. CARLOS.— Ese duque tiene la cabeza demasiado grande.
RICARDO.— Juan de Haro, que quiere obtener a Astorga.
D. CARLOS.— Los Haros siempre han dado mucho que hacer al verdugo.
RICARDO.— Ya no hay más, señor.
D. CARLOS.— Pues no están todos, conde. No me has citado más que siete, y son más, según mi cuenta.
RICARDO.— Porque no os he hablado de algunos bandidos, comprados por Tréveris y por la Francia. Ésos son hombres sin escrúpulos, cuyo puñal se inclina siempre al oro como la aguja al polo. Sin embargo, entre ellos vi dos muy audaces, recién llegados, un joven y un viejo…
D. CARLOS.— Sus nombres, su edad…
RICARDO.— Ignoro cómo se llaman; en cuanto a la edad, uno podrá contar veinte años…
D. CARLOS.— ¡Qué lástima!
RICARDO.— Y el otro lo menos sesenta.
D. CARLOS.— El primero no tiene edad aún para conspirar, y el otro no la tiene ya; peor para ellos. En caso de necesidad, el verdugo puede contar con mi ayuda. En vez de ser mi espada benigna para las facciones se la prestaré, si su hacha se embota, y para ensanchar el patíbulo coseré si es preciso mi púrpura imperial al paño del cadalso. ¿Pero llegaré a ser emperador?
RICARDO.— Reunido ya el Colegio, delibera en estos momentos.
D. CARLOS.— ¿Nombrará a Francisco I o al sajón Federico el Sabio? ¡Lutero tiene razón: Todo va mal! Esos fautores de majestades sagradas sólo hacen caso de razones deslumbradoras. ¡Un sajón herético! ¡Un conde palatino imbécil! ¡Un privado de Tréveris libertino! Ésos son mis contrincantes. Al rey de Bohemia lo tengo de mi parte. Los príncipes de Hesse son más pequeños aún que sus Estados, son mozos idiotas o viejos libertinos, y forman un ridículo concilio de enanos que yo podría llevar bajo mi piel de león como Hércules. Me faltan tres votos, conde, y todo me falta. Por esos tres votos daría yo a Gante, a Toledo y a Salamanca, las tres ciudades que eligieran de Castilla o de Flandes… Las daría… para recobrarlas más tarde. ¿Lo oyes?
D. RICARDO se inclina saludando y se pone el sombrero.
¿Os cubrís?
RICARDO.— Señor, me habéis tuteado y ya soy grande de España.
D. CARLOS.— (¡Me causa lástima su frívola ambición!).
RICARDO.— Abrigo la esperanza de que proclamen emperador a vuestra alteza.
D. CARLOS.— (¡Alteza! ¡Si no pudiera pasar de rey!).
RICARDO.— (Sea o no emperador, yo ya soy grande de España).
D. CARLOS.— En cuanto esté elegido el emperador de Alemania, ¿qué señal anunciará a la ciudad su nombre?
RICARDO.— Si eligen al duque de Sajonia dispararán un cañonazo; dos si eligen al rey Francisco; tres si nombran a D. Carlos de Austria, rey de España.
D. CARLOS.— Doña Sol me contraría, conde; si por casualidad me nombran emperador, corre a buscarla…; quizá me corresponda si ve que soy César.
RICARDO.— (Sonriendo). Vuestra alteza es demasiado bueno y…
D. CARLOS.— (Interrumpiéndole). Sobre eso no pronunciéis ni una palabra más. ¿Cuándo sabremos el nombre del elegido?
RICARDO.— Dentro de una hora lo más tarde.
D. CARLOS.— ¡Por tres votos!… Aplastemos antes a esa turba que conspira, que después ya veremos de quién será el imperio. Cornelio Agripa sabe mucho, y en el océano celeste ha visto venir trece estrellas desde el Norte hasta la mía. Pero también dicen que el abad Juan Triteno ha prometido el imperio al rey Francisco. Debí, para brillar con más claridad mi fortuna, fortificar la profecía con algún armamento. Las predicciones del más hábil hechicero se realizan mejor cuando un buen ejército con cañones y picas, peones y caballos, prepara el camino a la suerte que se espera. ¿Quién vale más de los dos, Cornelio Agripa o Juan Triteno? El que tenga un sistema apoyado por un buen ejército y ponga la punta de una lanza al cabo de lo que dice, o el filo de una espada, para cortar cualquier dificultad a gusto del profeta. Dejadme solo, que se acerca la hora en que se han de reunir los conjurados. ¡Ah!… Dame la llave del sepulcro.
RICARDO.— (Entregándosela). Señor, os ruego que no os olvidéis del conde de Limburgo, que es el custodio capitular que me la ha confiado, y que se esfuerza por complaceros.
D. CARLOS.— (Despidiéndole). Bien… Haz todo cuanto te dije.
RICARDO.— Sin demora, señor.
D. CARLOS.— Conque tres cañonazos, ¿eh?
RICARDO.— Sí, señor; tres.
Se inclina y se va. Cuando D. CARLOS se queda solo, se abisma en meditación profunda. Después levanta la cabeza y se vuelve hacia el sepulcro.
Escena II
D. CARLOS, solo.
D. CARLOS.— ¡Carlomagno, perdona! Estas bóvedas solitarias sólo debían repetir palabras austeras, y sin duda te indignará el zumbido de nuestras ambiciones que suena alrededor de tu monumento. ¡Aquí reposa Carlomagno! ¿Cómo puedes, sepulcro sombrío, contenerle sin estallar? ¿Estás bien ahí, gigante de un mundo creador, y puedes extender en tu sepulcro toda tu altura? ¡Magnífico espectáculo ofreció a la Europa forjada por sus manos, tal como él la dejó al morir! Un edificio con dos hombres en la cúspide; dos jefes elegidos, a los que se someten todos los reyes legítimos; casi todos los Estados, feudos militares, reinos, marquesados, son hereditarios; pero el pueblo suele tener su Papa o su César; todo marcha y el azar corrige el azar. De esto nace el equilibrio, que impone el orden. Electores revestidos de tisú de oro, cardenales envueltos en mantos de escarlata. Senado doble y sacro que conmueve la tierra, les sirven de ostentación: surge una idea, según las necesidades de las épocas se agranda, corre, se mezcla en todo, se hace hombre y posee los corazones. Hay muchos reyes que la pisotean y la amordazan; pero llega un día en que entra en la Dieta, en el Cónclave, y todos ven surgir de repente sobre sus cabezas la idea esclava con el globo en la mano y la tiara en la frente; y el Papa y emperador lo son todo. Nada existe en la tierra más que por ellos y para ellos. En ellos vive el misterio supremo, y el cielo, que les concede todos los derechos, les da un gran festín de pueblos y de reyes; los sienta a la mesa, y Dios, bajando de las nubes donde brama el trueno, les sirve el mundo. Frente a frente los dos están sentados, y arreglan, recortan y mandan en el universo. Los reyes están a la puerta, respirando el vapor de los manjares, mirando tras de los vidrios y contemplando lo que pasa dentro, levantándose y apoyándose en la punta de los pies. El mundo bajo los reyes se escalona y se agrupa; los dos que se sientan a la mesa, el uno desata y el otro corta; uno representa la verdad y el otro la fuerza. Llevan en sí mismos su razón de ser, y existen porque existen. Cuando salen del santuario, iguales los dos, uno con la púrpura y el otro con sus blancas vestiduras, el universo deslumbrado contempla con terror esas dos mitades de Dios, el Papa y el emperador. ¡Ser emperador! (Con alegría). ¡Pero no serlo, y sentirse con valor para ocupar esas alturas!… ¡Qué dichoso fue el que duerme en este sepulcro! ¡Y qué grande! En su época ocupar ese sitio era aún más deslumbrador. El Papa y el emperador no eran ya dos hombres, eran Pedro y César, uniendo las dos Romas, fecundando una y otra en místico himeneo, dando forma y alma nuevas al género humano, fundiendo pueblos y reinos para hacer una Europa nueva, poniendo los dos en el molde por sí mismos el bronce que quedaba del viejo mundo romano. ¿Y éste es el sepulcro de Carlomagno? ¿Es todo tan poco en el mundo que viene a parar en esto? ¡Haber sido príncipe, rey y emperador, haber sido la espada y la ley, haber sido gigante que tuvo por pedestal la Alemania, por título César y por nombre Carlomagno, haber sido más grande que Aníbal, que Atila, tan grande como el mundo… y venir a parar aquí! ¡Ambicionar un imperio, para ver luego el polvo que queda de un emperador! ¡Hacer ruido en el mundo, elevar muy alto el edificio imperial, para que quede luego reducido a estas piedras; y el título y la fama universal, para dejar nada más algunas letras que deletreen los niños; y por alto que sea el fin a que aspire el orgullo humano, acabar por estrellarse en una tumba, es una demencia! Sin embargo, el imperio… el imperio… estoy tocándolo y me fascina. Una voz interior me dice: «¡Lo obtendrás!». ¿Lo conseguiré?… Si lo consiguiera… ¡Pero ascender a esa cúspide, sintiéndose simple mortal, teniendo a los pies el abismo y pudiendo sentir el vértigo…! ¿En quién me apoyaré? ¡Si desfalleciera sintiendo estremecerse el mundo bajo mis plantas y moverse la tierra…! ¿Podré soportar el peso del globo? ¿Quién me hará grande? ¿Quién será mi guía? ¿Quién me aconsejará? ¡Tú, Carlomagno, tú! (Cae de rodillas ante el sepulcro). Ya que Dios vence todos los obstáculos y pone nuestras dos majestades frente a frente, vierte desde tu sepulcro en mi corazón algo de tu grandeza. Muéstrame la pequeñez del mundo; enséñame tus secretos para vencer y para regirle, y dime si vale más castigar que perdonar. Si es cierto que en su tumba solitaria despierta a veces a una gran sombra el ruido del mundo, y entreabriendo la tumba, alumbra como un relámpago la oscuridad del universo; dime, emperador de Alemania, qué puede hacerse después de Carlomagno. Déjame entrar en tu santuario, déjame que, incorporándome, te contemple en tu marmóreo lecho. Aunque tu voz fatídica me haga temblar, habla; o si nada me dices, deja que Carlos de Austria estudie tu cabeza, que goza de paz profunda; deja, ¡oh gigante!, que te mida a su placer. Entremos. (Va a abrir el sepulcro y retrocede). ¡Gran Dios! ¡Si me hablase al oído! ¡Si estuviera él de pie dentro del sepulcro andando a pasos lentos! ¡Si saliera de su tumba con el cabello blanco! De todos modos, entremos. (Ruido de pasos). Alguien viene. ¿Quién se atreve a estas horas a turbar la paz de tan augusto muerto, exceptuando Carlos de Austria? (Se aproxima el ruido). Me había olvidado ya… Son mis asesinos; entremos.
Abre la puerta del sepulcro, que cierra tras sí; enseguida aparecen algunos encubiertos.
Escena III
LOS CONJURADOS.
Se acercan unos a otros y se dan las manos, cambiando algunas palabras en voz baja.
CONJURADO 1º.— (Con una antorcha encendida). Ad augusta.
CONJURADO 2º.— Per augusta.
CONJURADO 3º.— Los santos nos protejan.
CONJURADO 3º.— Los muertos nos sirven.
CONJURADO 1º.— ¡Dios nos guarde!
Entran otros conjurados.
CONJURADO 2º.— ¿Quién vive?
VOZ EN LA OSCURIDAD.— Ad augusta.
CONJURADO 2º.— Per augusta.
CONJURADO 1º.— Bien, ya estamos todos. Gotha, habla. Amigos; la sombra espera la luz.
Los conjurados se sientan en semicírculo en los sepulcros. El CONJURADO 1.º va de uno a otro, y en su antorcha todos los demás encienden cirios. Después se sientan en el sepulcro más alto, que está en el centro del círculo.
DUQUE DE GOTHA.— (Levantándose). Amigos, Carlos de España, que es extranjero por parte de su madre, aspira al sacro imperio.
CONJURADO 1º.— Conseguirá la tumba.
GOTHA.— (Tirando al suelo su antorcha y pisándola). Que hagan con él lo que yo hago con esta antorcha.
TODOS.— Así sea.
CONJURADO 1º.— ¡Muera Carlos!
GOTHA.— ¡Muera!
TODOS.— ¡Muera!…
JUAN DE HARO.— Su padre es alemán.
DUQUE DE LUTZELBURGO.— Su madre es española.
GOTHA.— De modo que ni es español ni alemán.
CONJURADO 4º.— ¡Si los electores le nombrasen emperador!…
CONJURADO 5º.— No lo creo.
GIL TÉLLEZ.— Hiriéndole en la cabeza no le coronarán.
CONJURADO 1º.— Si consigue el sacro imperio, será tan augusto e inviolable que sólo Dios pueda tocarle.
GOTHA.— Lo más seguro es que expire antes que sea augusto.
CONJURADO 1º.— No le elegirán.
TODOS.— No obtendrá el imperio.
CONJURADO 1º.— ¿Cuántos brazos se necesitan para meterle en el ataúd?
TODOS.— Uno solo.
CONJURADO 1º.— ¿Quién ha de dar ese golpe?
TODOS.— Yo.
CONJURADO 1º.— Echemos suertes.
Los conjurados escriben sus nombres en pequeños pergaminos, que rollan y depositan uno tras otro en la urna de un sepulcro.
CONJURADO 1º.— Oremos.
Todos se arrodillan, menos el CONJURADO 1.º.
Que el elegido crea en Dios, hiera como un romano y muera como un hebreo; que tenga valor para arrostrar la rueda y las tenazas, para cantar en el potro, para reír en el fuego; en una palabra, que se resigne a matar y a morir.
Saca de la urna uno de los pergaminos.
TODOS.— ¿A quién le toca? ¿Quién es?
CONJURADO 1º.— (Leyendo el pergamino). Hernani.
HERNANI.— (Saliendo de entre los conjurados). Yo he ganado. (Por fin voy a conseguir mi venganza).
RUY.— (Aparte a HERNANI). Cédeme tu sitio.
HERNANI.— No; no debéis envidiarme mi buena suerte. Es la primera vez que la alcanzo.
RUY.— Eres pobre, y por que me cedas ese sitio, te daré feudos, castillos, cien mil siervos de mis trescientas villas, todo lo que poseo.
HERNANI.— No cedo el puesto de honor.
GOTHA.— Anciano, tu brazo no daría un golpe tan certero y tan firme.
RUY.— Si el brazo me faltara, me sobraría el alma. (A HERNANI). Recuerda que me perteneces.
HERNANI.— Mi vida es vuestra, pero la suya es mía.
RUY.— Te entregaré la mano de doña Sol y te devolveré la bocina.
HERNANI.— (Vacilando). ¡Doña Sol y la vida!… No, no; antes es mi venganza. Tengo también que vengar a mi padre y acaso algo más.
RUY.— Piénsalo bien.
HERNANI.— Señor duque, dejadme mi presa.
RUY.— ¡Maldita tenacidad! (Separándose de él).
CONJURADO 1º.— (A HERNANI). Hernani, bueno sería acabar con Carlos antes de que le elijan emperador.
HERNANI.— No temáis; sé bien cómo se quita la vida a un hombre.
CONJURADO 1º.— ¡Que la traición recaiga sobre el traidor y Dios te guarde! Todos nosotros, si el elegido perece sin matar, juremos desempeñar su papel sin excusa alguna, porque hemos condenado a muerte a Carlos.
TODOS.— (Sacando las espadas). ¡Juremos!
GOTHA.— ¿Por qué juramos?
RUY.— Por esta cruz.
Tomando la espada por la punta y levantándola en alto.
TODOS.— (Levantando las espadas). ¡Que muera impenitente!
Se oye un cañonazo lejano. Todos se paran y callan. La puerta del sepulcro se entreabre. D. CARLOS aparece en el umbral, pálido y escuchando. Suena otro cañonazo y después otro. Entonces se abre del todo la puerta del sepulcro, en la que permanece D. CARLOS sin dar un paso, de pie e inmóvil.
Escena IV
Dichos, D. CARLOS, después D. RICARDO, señores y guardias; el REY DE BOHEMIA, el DUQUE DE BAVIERA y después DOÑA SOL.
D. CARLOS.— Señores, alejaos un poco de aquí, que el emperador os oye.
De pronto apagan todas las luces. Silencio profundo.
D. CARLOS.— (Avanza en la oscuridad, pudiendo distinguir apenas a los conjurados, inmóviles y mudos). ¿Creéis que porque os rodea el silencio y la oscuridad va a pasar esto como un sueño y os he de tomar por hombres de piedra sentados en sus sepulcros? Para ser estatuas hablabais demasiado. Ea, levantad las frentes abatidas, que aquí está Carlos V. Dad un paso y heridme… heridme. ¡No os atrevéis! Vuestras sangrientas antorchas llameaban bajo estas bóvedas, y bastó mi aliento para apagarlas; pero si apago algunas, enciendo otras.
Pega con la llave en la puerta de bronce del sepulcro, y al hacer esta señal, todas las profundidades del subterráneo se pueblan de soldados con antorchas y partesanas; al frente de ellos aparecen el duque de Alcalá y el marqués de Almuñán.
Venid, halcones míos, que me he apoderado del nido. (A los conjurados). También yo alumbro a mi vez. ¡Mirad cómo llamea el sepulcro!…
HERNANI.— (Mirando a los soldados). Al verle solo me pareció grandioso; creí ver salir a Carlomagno, pero salió Carlos V.
D. CARLOS.— Condestable de España, almirante de Castilla, desarmadlos.
El duque de Alcalá y el marqués de Almuñán cercan a los conjurados y los desarman.
RICARDO.— Augusto emperador…
D. CARLOS.— Te nombro mayordomo de palacio.
RICARDO.— Dos electores, en nombre de la Cámara dorada, vienen a cumplimentar a la sacra majestad.
D. CARLOS.— Que entren. (Bajo a D. RICARDO). (Que venga doña Sol).
D. RICARDO saluda y se va. Entran, precedidos de antorchas y de músicas, el DUQUE DE BAVIERA y el REY DE BOHEMIA, con mantos reales y las coronas ceñidas y con numeroso séquito de señores alemanes, que llevan la bandera del imperio, que tiene el águila de dos cabezas y el escudo de España en el centro. Los soldados se separan, dejando paso a los dos electores, que avanzan hasta el emperador y le saludan ceremoniosamente; éste les devuelve el saludo, quitándose el sombrero.
DUQUE DE BAVIERA.— Carlos, rey de los romanos, majestad sacratísima y emperador: el mundo está desde ahora en vuestras manos, porque poseéis el imperio. Vuestro es el trono a que todo monarca aspira; fue elegido para ocuparle Federico, duque de Sajonia, pero juzgándoos más digno, no ha querido aceptarlo. Venid, pues, a recibir la corona, os ciñe la espada y os hace poderoso.
D. CARLOS.— Iré a mi vuelta a dar las gracias al Colegio. Gracias, hermano mío, rey de Bohemia y primo mío, duque de Baviera; yo mismo iré.
REY DE BOHEMIA.— Nuestros abuelos, Carlos, eran amigos; nuestros padres también; ¿quieres que seamos hermanos? Te he visto pequeñuelo y no puedo olvidar…
D. CARLOS.— Sí, rey de Bohemia, eres casi de mi familia.
CARLOS les presenta la mano para que la besen los dos electores, que le saludan profundamente y se van.
LA MULTITUD.— ¡Vivan! ¡Vivan! (Al ver salir a los electores con su séquito).
D. CARLOS.— (Soy emperador… por renuncia de Federico el Sabio).
Sale DOÑA SOL.
SOL.— ¡Soldados!… ¡El emperador!… ¡Qué golpe tan imprevisto!… ¡Hernani!…
HERNANI.— ¡Doña Sol!
RUY.— (Que está al lado de HERNANI). (No me ha visto).
HERNANI.— Señora…
SOL.— (Sacando el puñal del pecho). Aún guardo su puñal.
HERNANI.— (Tendiéndola los brazos). ¡Vida mía!
D. CARLOS.— ¡Silencio! Lara el de Castilla y Gotha el sajón, y todos vosotros, ¿qué hacéis aquí? Hablad.
HERNANI.— (Dando un paso). Señor, os lo voy a decir: grabábamos en la pared la sentencia de Baltasar. Queríamos dar al César lo que debíamos al César.
Agitando el puñal.
D. CARLOS.— Silencio. ¿Vos también traidor, Silva?
RUY.— ¿Quién de los dos lo ha sido, señor?
HERNANI.— (A los conjurados). Se apoderó de nuestras cabezas y del imperio; logró lo que deseaba. (Al emperador). El manto azul de los reyes podía haceros tropezar; la púrpura os sienta mejor; en ella no se ve la sangre.
D. CARLOS.— (A RUY GÓMEZ). Primo Silva, has cometido una felonía que merece que se borren tus títulos del blasón. Sois reo de alta traición, señor duque.
RUY.— Los reyes Rodrigos tienen la culpa de que haya condes D. Julianes.
D. CARLOS.— (Al duque de Alcalá). Prended sólo a los duques y a los condes; a los demás no.
El duque de Alcalá obedece las órdenes del emperador.
SOL.— (¡Se ha salvado!).
HERNANI.— (Saliendo del grupo que ha quedado libre). Pretendo que se me cuente entre los nobles. (A D. CARLOS). Se trata de subir al cadalso, y Hernani, que es pobre pastor, quedaría impune; ya que es preciso ser grande para morir, reclamo mis derechos. Dios, que da los cetros y que concede el imperio a Carlos, me concedió a mí ser duque de Segorbe y de Cardona, marqués de Monroy, conde de Albatera, vizconde de Gor y señor de lugares cuyo número no recuerdo. Soy Juan de Aragón, gran maestre de Aviz, que nací en el destierro, por ser hijo proscripto de un padre que condenó a muerte una sentencia del tuyo, rey de Castilla. Vosotros usáis del cadalso y nosotros del puñal. El cielo me hizo duque y el destino montañés, y ya que somos grandes de España, cubrámonos. (Se cubre, se dirige a los nobles y éstos le imitan). Si nuestras cabezas cubiertas tienen derecho a la cuchilla, nobles de título y de raza, quiero ocupar mi sitio entre vosotros. Criados y verdugos, paso a D. Juan de Aragón.
Se mete en el grupo de los señores presos.
SOL.— ¡Cielos!
D. CARLOS.— Verdaderamente había olvidado ya esa historia.
HERNANI.— El que es víctima de ella la recuerda bien; la afrenta que el ofensor olvida, se renueva todos los días en el corazón del ofendido.
D. CARLOS.— ¡Luego, sois hijo de padre que decapitó el mío!… Pues este título os basta.
SOL.— (Arrodillándose a los pies del rey). ¡Perdón, señor! Sed clemente con él o heridnos a los dos, porque es mi amante, es mi esposo, sólo por él vivo. ¡Perdonadle! (D. CARLOS la mira inmóvil). ¿Qué idea siniestra os absorbe?…
D. CARLOS.— Vamos; levantaos ya de ahí, duquesa de Segorbe, condesa de Albatera, marquesa de Monroy… ¿Qué otros títulos tenéis, D. Juan?
HERNANI.— ¿Quién habla así? ¿El rey?
D. CARLOS.— No; el emperador.
SOL.— (Levantándose con regocijo). ¡Gran Dios!
D. CARLOS.— (A HERNANI). Duque, he aquí tu esposa.
HERNANI.— (Estrechando entre sus brazos a DOÑA SOL y levantando la vista al cielo). ¡Justo Dios!
D. CARLOS.— (A D. RUY GÓMEZ). Primo mío, comprendo que esté celosa tu antigua nobleza, pero un Aragón puede unirse con un Silva.
RUY.— La celosa no es mi nobleza.
HERNANI.— Consiguió apagar mi odio. (Tira el puñal).
RUY.— (Mirando abrazados a DOÑA SOL y a HERNANI). (Mi loco amor sufre indecible tormento; debo callar y padecer en secreto).
SOL.— ¡Duque mío!
HERNANI.— Ya sólo me queda amor en el alma.
SOL.— ¡Qué felicidad!
D. CARLOS.— (Extínguete, corazón ardiente y juvenil, y deja reinar a la cabeza que me turbaste. Desde hoy en adelante tus amores serán Alemania, España y Flandes. (Mirando una bandera imperial). El emperador, como el águila su compañera, en el sitio del corazón sólo debe tener el escudo).
HERNANI.— ¡Sois verdaderamente César!
D. CARLOS.— D. Juan, tu corazón es digno de tu raza y merece a doña Sol. De rodillas, duque. (HERNANI se arrodilla; D. CARLOS se quita el Toisón y se lo cuelga del cuello a HERNANI). Recibe el collar. (D. CARLOS saca la espada y la golpea tres veces en la espalda). Sé fiel. Por San Esteban, duque, te armo caballero de esta orden. (Lo levanta y le abraza). Pero tú posees collar más precioso, el que yo no tengo, el que falta al poder, el que forman los brazos de una mujer amada y amante. Vas a ser muy feliz…; yo… yo seré emperador. (A los conjurados). Ignoro vuestros nombres, señores, y así también quiero olvidar el odio y el rencor. Idos en paz; os perdono. (Los conjurados caen de rodillas).
LOS CONJURADOS.— ¡Gloria al emperador!
RUY.— (A D. CARLOS). Yo soy aquí el único castigado.
D. CARLOS.— (A D. RUY). Y yo.
RUY.— (Pero yo no perdono como él).
HERNANI.— (Feliz mudanza).
TODOS.— ¡Viva Alemania! ¡Honor a Carlos V!
D. CARLOS.— (Volviéndose hacia el sepulcro). ¡Honor a Carlomagno! Dejadnos solos a los dos. (Vanse todos).
Escena V
D. CARLOS, solo.
D. CARLOS.— (Inclinándose ante el sepulcro). ¿Estás satisfecho de mí, Carlomagno? Ya has visto que supe despojarme de las miserias de rey, y que al ser emperador me convertí en otro hombre; ¿puedo emparejar mi yelmo de batalla con tu tiara papal? ¿Puedo gobernar el mundo? ¿Tengo el pie bastante firme para marchar por el sendero sembrado de vandálicas ruinas, que tú hollaste con tus anchas sandalias? ¿Encendí mi antorcha en tu llama inextinguible? ¿He comprendido la voz que me hablaba desde tu sepulcro? Me encontraba solo, perdido, solo ante un imperio: todo un mundo me amenazaba y conspiraba contra mí; tenía que castigar a Dinamarca, tenía que pagar al Santo Padre; eran mis contrarios Venecia, Solimán, Lutero y Francisco I. Puñales enemigos centelleaban contra mí en la oscuridad; me rodeaban asechanzas y escollos, y veinte pueblos que harían temblar a cien reyes; todo esto era premioso y requería rápida y simultánea solución: te llamé para preguntarte: Carlomagno, ¿cómo inauguraré mi imperio? Y tú me respondiste: Siendo clemente.
[FIN DEL ACTO CUARTO]
Acto quinto. La boda
En Zaragoza
Galería del palacio de Aragón. En el fondo una escalera que desciende hasta el jardín. A la derecha y a la izquierda dos puertas, que dan a la galería que cierra una balaustrada de dos filas de arcadas moriscas; por encima y a través de ellas se ven en el fondo los jardines del palacio, con luces que van y vienen, y en último término los remates góticos y árabes de dicho palacio, que está iluminado. Es de noche. Se oye música lejana. Máscaras vestidas de dominó, aisladas o en grupo, pasean por el fondo. En el proscenio, un grupo de jóvenes disfrazados, que llevan las caretas en la mano, hablan y ríen ruidosamente.
Escena I
D. SANCHO SÁNCHEZ DE ZÚÑIGA, conde de Monterrey; D. MATÍAS CENTURIÓN, marqués de Almuñán; D. RICARDO DE ROJAS, conde de Casapalma; D. FRANCISCO DE SOTOMAYOR, conde de Bellalcázar; D. GARCI-MÁRQUEZ DE CARVAJAL, conde de Peñalver.
GARCI.— ¡Viva la novia y viva la alegría!
MATÍAS.— Zaragoza entera se asoma esta noche a los balcones.
GARCI.— Hace bien, porque jamás vio boda tan rica, novios tan gallardos ni noche tan hermosa.
MATÍAS.— Esa boda se debe al emperador.
SANCHO.— ¿Os acordáis, marqués, de cierta noche que íbamos los dos con él en busca de aventuras? ¡Quién nos había de haber dicho entonces que aquello había de acabar así!
RICARDO.— Yo fui de la partida y os contaré lo que nos sucedió. Tres galanes, un bandido, un duque y un rey, sitiaban al mismo tiempo el corazón de una mujer: dieron el asalto y ganó el bandido.
FRANCISCO.— Eso es muy natural. El amor y la fortuna, en España, como en todas partes, juegan con dados falsos y hacen ganar el fullero.
RICARDO.— Yo hice carrera presenciando esos amoríos, que me hicieron ser primero conde, luego grande de España y después mayordomo de palacio. No he perdido el tiempo.
SANCHO.— El secreto de vuestro encumbramiento consiste siempre en encontraros en el camino del rey…
RICARDO.— Y en hacer valer mis derechos y mis servicios.
GARCI.— Y en aprovecharos de sus distracciones.
MATÍAS.— ¿Y qué se ha hecho el duque de Silva? ¿Estará preparándose el ataúd?
SANCHO.— No os burléis de él, marqués; el duque era hombre de buen temple y amaba a doña Sol. Sesenta años tardó en empezar a encanecer, y un solo día ha bastado para que encaneciera del todo.
GARCI.— ¿No ha regresado a Zaragoza?
SANCHO.— ¿Para presenciar la boda había de regresar?
FRANCISCO.— ¿Y qué hace el emperador?
SANCHO.— El emperador está muy triste: Lutero le tiene pensativo.
RICARDO.— Buen cuidado me daría a mí Lutero. Acabaría con él muy pronto con cuatro soldados.
MATÍAS.— Solimán también le hace sombra.
GARCI.— ¿Pero qué diablos nos importan a nosotros Lutero ni Solimán? Las mujeres son hermosas, el baile de máscaras está muy animado; vamos a divertirnos.
SANCHO.— Eso es lo esencial.
RICARDO.— Tiene razón Garci-Márquez. Yo soy otro cuando estoy en una fiesta; en cuanto me pongo el antifaz me parece que me pongo otra cabeza.
FRANCISCO.— (Indicando la puerta de la derecha). ¿Ésa es la habitación de los desposados?
GARCI.— Sí, y pronto vendrán.
FRANCISCO.— ¿Vendrán?
GARCI.— Sin duda alguna.
FRANCISCO.— Tanto mejor.
SANCHO.— La novia es bellísima.
RICARDO.— Y el emperador demasiado bondadoso: no contento con perdonar al rebelde Hernani, le colma de títulos y le une en matrimonio con doña Sol. Si yo hubiese sido el emperador, hubiera destinado para él un lecho de piedra y para ella un lecho de pluma.
SANCHO.— (Bajo a D. MATÍAS). De buena gana le daría una estocada a ese necio presumido.
RICARDO.— ¿Qué estáis diciendo?
MATÍAS.— (Bajo a D. SANCHO). No arméis contienda ahora. Me recita un soneto del Petrarca.
GARCI.— ¿Habéis observado, señores, entre las flores, las mujeres y los trajes de colores, un espectro con dominó negro, que permanecía de pie apoyado contra una balaustrada?
RICARDO.— Sí.
GARCI.— ¿Quién es?
RICARDO.— Por su talla y por su aire me parece que es D. Pancracio, general del mar.
FRANCISCO.— No.
GARCI.— No se ha quitado aún la máscara.
FRANCISCO.— Debe ser el duque de Loma, que se satisface con que todo el mundo le mire.
RICARDO.— No es, porque el duque me ha hablado.
GARCI.— Entonces, ¿quién es esa máscara? Callad, aquí está.
Entra un enmascarado con dominó negro, que cruza lentamente por el fondo. Todos se vuelven a mirarle y le siguen con la vista, sin que él lo note.
SANCHO.— Si los muertos andan, deben andar así.
GARCI.— (Corriendo hacia el enmascarado). ¡Máscara! (El dominó negro se para; GARCI retrocede). Por vida mía, señores, que he visto que sus ojos echan llamas.
SANCHO.— Pues si es el diablo, ha encontrado ya con quien hablar. Mala sombra, ¿vienes del entierro?
LA MÁSCARA.— No vengo, voy.
Sigue su camino y desaparece por la escalera del fondo. Todos le siguen con la vista, mirándole con extrañeza.
MATÍAS.— Su voz es verdaderamente sepulcral.
GARCI.— Sí, pero lo que causa espanto en otra parte hace reír en un baile.
SANCHO.— Será algún chusco de mal género.
GARCI.— Y si es Lucifer que viene a vernos bailar, mientras llega la hora de ir al infierno, bailemos.
SANCHO.— Eso será alguna bufonada.
MATÍAS.— Mañana lo sabremos.
SANCHO.— ¿Por dónde ha desaparecido?
MATÍAS.— Por aquella escalera.
GARCI.— (A una dama que pasa). Marquesa, ¿seréis tan bondadosa? (La saluda y le ofrece la mano).
LA DAMA.— Mi querido conde, ya sabéis que mi marido cuenta las veces que bailo con vos.
GARCI.— Mejor que mejor; si se divierte así, él contará y nosotros bailaremos.
SANCHO.— (Verdaderamente esto es singular).
MATÍAS.— ¡Los novios! ¡Silencio!
Entran HERNANI y DOÑA SOL, dándose la mano; ella viste magnífico traje nupcial; él, traje de terciopelo negro, y lleva puesto el Toisón. Detrás de ellos salen multitud de damas y caballeros enmascarados. Cuatro pajes les preceden y dos alabarderos les siguen.
Escena II
Dichos, HERNANI, DOÑA SOL y máscaras.
HERNANI.— (Saludando). ¡Amigos míos!
RICARDO.— Vuestra felicidad hace la nuestra, ilustre duque.
FRANCISCO.— (¡Vive Dios, que es hermosa como Venus!).
MATÍAS.— (A SANCHO). ¿Hay algo más feliz que un día de bodas?
SANCHO.— Sí, la noche.
FRANCISCO.— Ya es tarde. ¿Nos retiramos?
Todos van a saludar a los novios, y unos se van por una de las puertas y los otros por la escalera del fondo.
HERNANI.— (Despidiéndolos). Dios os guarde.
SANCHO.— (Estrechándole la mano). ¡Sed dichosos!
Quedan solos HERNANI y DOÑA SOL. Las luces se van apagando, y poco a poco domina el silencio y la oscuridad.
Escena III
HERNANI y DOÑA SOL.
SOL.— Por fin se fueron.
HERNANI.— (Atrayéndosela). ¡Amor mío!
SOL.— (Ruborizándose y retrocediendo). Es que… me parece que es ya muy tarde.
HERNANI.— Siempre es tarde para estar solos y juntos.
SOL.— Me ha fatigado tanto ruido. ¿No es verdad que esa alegría aturde y ahuyenta la felicidad?
HERNANI.— Dices bien. La felicidad es grave y busca corazones de bronce para grabarse en ellos lentamente. El placer la asusta, echándole flores, y su sonrisa está más cerca de llorar que de reír.
SOL.— En tus ojos esa sonrisa es para mí la luz del día.
HERNANI.— ¿Vámonos?
SOL.— Luego, luego.
HERNANI.— Sólo soy tu esclavo y permaneceré aquí hasta que tú me digas; reiré o cantaré, lo que tú quieras, pero mi alma arde. Dile al volcán que apague sus llamas, y el volcán cerrará el cráter y volverá a cubrir su falda de verde musgo y de flores: has vencido al Vesubio, que es ya tu esclavo, y nada te importa que la lava encienda su corazón. ¿Deseas que se cubra de flores? Pues forzoso será que el volcán ardiendo florezca ante tu vista.
SOL.— ¡Qué bondadoso eres, Hernani de mi alma!
HERNANI.— No vuelvas a pronunciar ese nombre, porque me haces recordar todo lo que he olvidado. En otro tiempo existió un Hernani, cuyos ojos brillaban como un puñal, un proscripto que sólo respiraba odio y venganza, pero yo no conozco a ese Hernani. Yo amo los prados, las flores, los bosques; yo soy D. Juan de Aragón, esposo feliz de doña Sol de Silva.
SOL.— También yo soy dichosa.
HERNANI.— Nada me importan ya los andrajos, que al entrar dejé a la puerta. Volví a mi palacio y un ángel del Señor me esperaba en el umbral. Entré y puse en pie sus derribadas columnas, volví a encender el hogar, abrí las ventanas, arrasé la hierba que crecía en las losas del patio y respiré la alegría y el amor. Que se me devuelvan mis torres y castillos, mi penacho, mi asiento en el Consejo de Castilla, que me entreguen a doña Sol ruborizada y pura, y que nos dejen solos a los dos, y nada quiero saber ya de mi pasado. Nada vi, nada dije, nada hice. Vuelvo a empezar la vida, borro mi ayer, y todo lo olvido; tú sola bastas para mi felicidad.
SOL.— ¡Qué bien sienta ese collar de oro sobre el terciopelo negro!
HERNANI.— Antes que a mí, viste al rey con este traje.
SOL.— Ni lo noté siquiera. ¡Qué me importan los demás hombres! Además, eso no consiste en el terciopelo ni en el raso, porque es tu cuello el que sienta bien al collar. ¿Lo ves? Estoy alegre y lloro. ¡Qué feliz soy! Ven conmigo a respirar un poco y a contemplar esta noche hermosa.
Lo acerca a la balaustrada.
Ya se han extinguido las antorchas y la música de la fiesta; solos nos hemos quedado la noche y nosotros. Mientras todo duerme, vela cariñosamente la naturaleza por nosotros, y como nosotros la luna reposa en el cielo, sola y respirando el aire embalsamado de las flores. Hace poco, mientras hablabas, el trémulo brillo de la luna y el timbre de tu voz llegaban juntos a mi corazón; me sentía tan alegre y tan tranquila, que hubiera querido morir en aquel momento.
HERNANI.— ¡Quién no se olvidará de todo al oír tu voz celeste! Tu palabra es un canto sobrehumano.
SOL.— Este silencio es demasiado lúgubre y este sosiego demasiado profundo. Dime, amor mío, ¿no quisieras ver el fondo de una estrella? ¿No quisieras que una voz nocturna, tierna y cariñosa, cantara de repente?
HERNANI.— No hace mucho huías de la luz y de los cantos.
SOL.— Huía del baile, pero no de un pájaro que cante en el campo, ni de un ruiseñor perdido en la oscuridad, ni de alguna flauta oída desde lejos. La música dulcifica, hace que el alma sea armoniosa y despierta mil voces que cantan en el corazón. Oír lo que te digo sería delicioso.
Óyese el sonido lejano de una bocina.
HERNANI.— ¡Ah!
SOL.— Dios me ha oído.
HERNANI.— (Estremeciéndose). (¡Desdichada!).
SOL.— Un ángel ha comprendido mi pensamiento; será tu ángel bueno.
HERNANI.— Sí, mi ángel bueno… (Con amargura).
Óyese por segunda vez el sonido de la bocina.
¡Otra vez!
SOL.— D. Juan, ¿has dispuesto tú esa serenata?
HERNANI.— (El tigre aúlla y reclama su presa).
SOL.— Esa armonía llena el corazón de júbilo. ¿Verdad, D. Juan mío?
HERNANI.— (Levantándose con aspecto terrible). ¡Llámame Hernani, llámame Hernani, que todavía me persigue ese nombre fatal!
SOL.— (Temblando). ¿Qué tienes?
HERNANI.— Ese anciano…
SOL.— ¡Me espantan tus miradas! ¿Qué tienes?
HERNANI.— ¡Ese anciano que se está riendo en las tinieblas!… ¿No lo ves?
SOL.— ¡Estáis desvariando! ¿Quién es ese anciano?
HERNANI.— El anciano.
SOL.— Te ruego de rodillas que calmes mi inquietud; ¿qué secreto es ese que te atormenta?
HERNANI.— Se lo he jurado.
SOL.— ¿Qué le has jurado?
DOÑA SOL sigue todos los movimientos de HERNANI con ansiedad. De pronto éste se pasa la mano por la frente.
HERNANI.— (¿Qué le iba a decir?). ¿De qué te hablaba?
SOL.— Me decías…
HERNANI.— No, no te decía nada… sufría mi espíritu; pero no te inquietes.
SOL.— ¿Necesitas que te traiga algo? Manda a tu esclava.
Vuelve a sonar la bocina.
HERNANI.— (¡Me lo exige, me lo exige y yo se lo he jurado!). (Buscando en el cinto espada o puñal, que no lleva). (¡Estoy desarmado!).
SOL.— ¿Pero qué es lo que te hace sufrir?
HERNANI.— Una herida antigua, que creí cerrada y que vuelve a abrirse. (Alejémosla de aquí). Sol de mi vida, escucha: en aquella cajita que en días menos felices llevaba siempre conmigo…
SOL.— Sé cuál es…; ¿qué quieres que haga?
HERNANI.— Encontrarás en ella un pomo de elixir, que podrá terminar mi sufrimiento. Ve y tráemelo.
SOL.— Enseguida.
Vase DOÑA SOL por la puerta de la cámara nupcial.
Escena IV
HERNANI, solo.
HERNANI.— ¡Aparece para destruir mi felicidad! He aquí el dedo fatal que brilla en la pared de mi destino.
Queda sumido en profunda y convulsiva abstracción; después se yergue bruscamente.
Pero calla… No oigo la bocina… No veo venir a nadie… ¡Si habrá sido una ilusión mía!
La máscara del dominó negro aparece en el fondo. HERNANI se queda como petrificado.
Escena V
HERNANI y la MÁSCARA.
LA MÁSCARA.— «Suceda lo que suceda, cuando queráis, señor duque, en cualquier lugar, a cualquier hora que os ocurra que deba yo morir, tocad la bocina y yo mismo me mataré». Este pacto tuvo por testigos a los retratos de mis antepasados. ¿Estás dispuesto a cumplirlo?
HERNANI.— (¡Gran Dios!).
MÁSCARA.— Acudo a tu palacio a decirte que ha llegado ya la hora, y veo que la retardas.
HERNANI.— No: ¿qué es lo que quieres que haga?
MÁSCARA.— Puedes elegir entre el puñal y el veneno; traigo las dos cosas y nos las partiremos.
HERNANI.— Bien.
MÁSCARA.— ¿Qué eliges?
HERNANI.— El veneno.
MÁSCARA.— Pues toma; bebe y acabemos.
Preséntale un pomo, que coge la mano temblorosa de HERNANI.
HERNANI.— (Llevándoselo a los labios y apartándoselo enseguida). Te suplico que me dejes vivir hasta mañana. Si tienes corazón, si no eres un réprobo, un fantasma o un demonio, si sabes lo que es gozar la dicha suprema de estar enamorados, de tener veinte años y de ir a casarse, permíteme vivir hasta mañana.
MÁSCARA.— ¡Mañana! ¡Mañana! ¡Te burlas de mí! ¿Y qué haría yo esta noche? Moriría y mañana no habría quien te hiciera cumplir la palabra. No quiero bajar solo a la tumba y necesito que me acompañes.
HERNANI.— Pues me libraré de ti; no te obedeceré.
MÁSCARA.— Bien me lo temía. Me lo juraste por la memoria de tu padre…; puedes olvidarlo.
HERNANI.— ¡Ah! ¡Padre mío!… ¿Voy a perder la razón?
MÁSCARA.— Vas a cometer un perjurio y un sacrilegio.
HERNANI.— ¡Duque!
MÁSCARA.— Ya que los primogénitos de las familias castellanas se burlan de los juramentos… ¡Adiós!
Da un paso para marcharse.
HERNANI.— No te vayas.
MÁSCARA.— Entonces…
HERNANI.— Eres un hombre desalmado que me persigues hasta las puertas del cielo…
Sale DOÑA SOL sin ver al encubierto.
Escena VI
Dichos, DOÑA SOL.
SOL.— No he encontrado la caja.
HERNANI.— (¡Dios mío, ella!).
SOL.— (¿Qué tiene? ¡Se asusta de verme! ¡Horrible sospecha!). ¿Qué tienes en la mano? Contéstame.
El enmascarado se quita el antifaz. DOÑA SOL reconoce a D. RUY GÓMEZ y lanza un grito.
¡Es un veneno!
HERNANI.— ¡Gran Dios!
SOL.— ¡Me engañabas, D. Juan!
HERNANI.— He debido ocultártelo. Prometí morir al duque cuando me salvó, y Aragón debe cumplir la promesa que hizo a Silva.
SOL.— No eres suyo, sino mío. ¿Qué me importan a mí los demás juramentos? Duque, el amor me convierte en heroína y defenderé a D. Juan contra vos y contra todo el mundo.
RUY.— Defiéndele, si puedes, contra un juramento sagrado.
SOL.— ¿Qué juramento?
HERNANI.— Juré…
SOL.— Nada, nada te obliga a morir, eso no puede ser; eso sería un crimen y una locura.
RUY.— Vamos, D. Juan.
HERNANI va a llevarse el pomo a los labios, pero DOÑA SOL se lo impide.
HERNANI.— Déjame, doña Sol, es preciso. Empeñé al duque mi palabra y juré por mi padre que me está mirando desde el cielo.
SOL.— Antes arrancaréis a un tigre sus cachorros, que a la mujer amante el objeto de su cariño. No conocéis aún a doña Sol. Mucho tiempo, compadecida de vuestros sesenta años y respetando vuestras canas, fui sumisa y tímida; pero ahora, ved mis ojos encendidos de dolor y de rabia y ved este puñal. (Saca un puñal del seno). Viejo insensato, cuando os amenacen mis ojos, recordad que soy de vuestra raza, y ¡ay de vos si atentáis contra la vida de mi esposo! (Tira el puñal y cae de rodillas ante el duque). Vedme arrodillada a vuestros pies para pediros que tengáis piedad de nosotros. Perdón, señor; soy una débil mujer, y cuando quiero ser brava, la fuerza aborta en mi corazón y flaqueo. Os lo ruego de rodillas; tened piedad de nosotros.
RUY.— ¡Doña Sol!
SOL.— ¡Perdonadme! A nosotras las españolas nos arrastra el dolor a decir palabras ofensivas; bien lo sabéis. No sois perverso y debéis compadeceros; tocarle a él es matarme a mí. ¡Le amo tanto!…
RUY.— Le amas demasiado.
HERNANI.— No llores.
SOL.— No quiero que mueras, amor mío; no, no quiero. Perdonadle, señor, y os amaré también a vos.
RUY.— Me amarás en segundo lugar, con los restos de tu cariño; ¿crees apagar así la sed que me devora? Rujo de cólera. Él poseería tu alma por completo. No, no; es preciso que esta situación termine. Bebe.
HERNANI.— Empeñé mi palabra y debo cumplirla.
RUY.— ¡Vamos!
HERNANI vuelve a acercar el pomo a los labios; DOÑA SOL le vuelve a detener.
SOL.— ¡Todavía no! Oídme antes los dos.
RUY.— El sepulcro está ya abierto y yo no puedo esperar.
SOL.— Un instante, D. Juan. ¡Sois muy crueles los dos! No os pido más que un instante. Permitidme que esta mujer os diga sus últimas palabras; dejadme hablar.
RUY.— Tengo prisa.
HERNANI.— (Su voz me desgarra el corazón).
SOL.— Comprended que tengo muchas cosas que deciros.
RUY.— (A HERNANI). ¡Acabemos!
SOL.— D. Juan, cuando termine yo de hablar, obra como quieras. (Le arrebata el pomo). Ya lo tengo. (Enseñándolo a los dos hombres, que se quedan sorprendidos).
RUY.— Ya que tengo que habérmelas con dos mujeres, D. Juan, es preciso que vaya a otra parte a buscar hombres. Adiós.
Da algunos pasos y HERNANI le detiene.
HERNANI.— Deteneos, duque. (A DOÑA SOL). ¿Quieres que sea pérfido, perjuro y sacrílego? ¿Quieres que lleve por todas partes en el mundo escrita la traición en la frente? Pues si no lo deseas, devuélveme ese veneno, por nuestro amor, por nuestra alma inmortal.
SOL.— (Sombría). ¿Insistes?
HERNANI.— Sí.
DOÑA SOL bebe del pomo.
SOL.— Tómale ahora.
RUY.— ¡Ha bebido!
SOL.— Te repito que lo tomes.
HERNANI.— ¡Ves lo que has conseguido, viejo miserable!
SOL.— No me reconvengas, que en el pomo te he reservado tu parte.
HERNANI.— (Tomando el pomo). Bien.
SOL.— Tú no me hubieras reservado la mía, tú no posees el corazón de la esposa cristiana, tú no sabes amar como ama una descendiente de los Silva. Bebiendo la primera estoy ya tranquila. Ahora tú, si quieres, bebe.
HERNANI.— ¿Qué has hecho, desdichada?
SOL.— Lo que tú has querido.
HERNANI.— ¡Condenarse a espantosa muerte!
SOL.— ¡Espantosa! ¿Por qué?
HERNANI.— Porque ese filtro lleva al sepulcro.
SOL.— Debíamos dormir juntos esta noche; el lecho es indiferente.
HERNANI.— ¡Padre mío! ¡Te vengas de mí porque te he olvidado!
Se lleva el pomo a la boca; DOÑA SOL le vuelve a detener.
SOL.— Lanza lejos de ti ese filtro funesto, que causa dolores extraños y que extravía mi razón. Detente, D. Juan; ese veneno es muy activo y engendra en el corazón una hidra de mil dientes que lo roen y lo devoran. Lo enciende en fuego horrible. No bebas, que padecerás mucho.
HERNANI.— Eres inhumano: ¿no podías haber elegido otro veneno para ella?
Bebe y tira el pomo.
SOL.— ¡Qué has hecho!
HERNANI.— Lo que hiciste tú.
SOL.— Ven, ven, amor mío, ven a mis brazos.
Sentándose uno al lado del otro.
¿No es verdad que hace sufrir horriblemente?
HERNANI.— No…
SOL.— He aquí que empieza nuestra noche de bodas y que palidece tu prometida.
HERNANI.— ¡Ah!
RUY.— Se cumplió la fatalidad.
HERNANI.— ¡Me desespera verla sufrir tanto!
SOL.— Cálmate, me encuentro mejor. Hacia nuevas claridades vamos enseguida a abrir juntos nuestras alas, y con vuelo igual volaremos a un mundo mejor. ¡Un beso! Dame un solo beso.
Se abrazan.
RUY.— (¡Oh, rabia!).
HERNANI.— Bendito sea el cielo que me concedió una vida rodeada de abismos y llena de espectros, pero que me permitió descansar de tan ruda carrera acariciando a la mujer querida.
RUY.— ¡Son dichosos!…
HERNANI.— (Desfalleciendo). Ven… ven… Sol de mi alma…, todo está oscuro…, ¿sufres?
SOL.— (Desfalleciendo también). Nada…, nada ya.
HERNANI.— ¿Ves dos luces en la sombra?
SOL.— Todavía no.
HERNANI.— Yo sí… (Da un suspiro y cae).
RUY.— (Levantándole la cabeza, que vuelve a caer). ¡Está muerto!
SOL.— (Desgreñada e incorporándose un poco). Muerto no…; es que dormimos…, es mi esposo. Nos amamos y nos hemos acostado: aquí se celebra nuestra noche de bodas. No le despertéis, que está cansado… (Vuelve la cara hacia HERNANI). Amor mío…, aquí estoy…; más cerca…, más aún…
Cae al suelo muerta.
RUY.— ¡Ha muerto! ¡Estoy condenado! (Se mata con el puñal).
[FIN DE «HERNANI»]