Lucrecia Borgia

Victor Hugo


Teatro, drama



Prefacio

Cuando estaba escribiendo el prefacio de su último drama, el autor volvió á la ocupación de toda su vida, al arte; y continuó sus trabajos predilectos, aun antes de acabar del todo con los adversarios políticos que fueron á distraerle hace dos meses. Por otra parte, dar á luz un nuevo drama seis semanas después del que se había prohibido, era, en cierto modo, censurar al gobierno por su acto; era demostrarle que perdía el tiempo, probándole que el arte y la libertad podían renacer en una noche bajo el torpe pie que los hollaba. Así es que el autor confía sostener de aquí en adelante la lucha política, mientras fuere necesario, sin dejar la obra literaria. Se puede cumplir con los propios deberes y llevar á cabo una misión al mismo tiempo, sin que lo uno perjudique á lo otro: el hombre tiene dos manos.

El Rey se divierte y Lucrecia Borgia no se asemejan por el fondo ni por la forma, y estas dos obras tienen, cada cual por su parte, un destino tan diverso, que la una será tal vez algún día la principal fecha política, y la otra la principal fecha literaria de la vida del autor. Sin embargo, cree de su deber decir que estas dos composiciones tan diferentes en el fondo, en la forma y en el destino, se relacionan íntimamente en su pensamiento. La idea que produjo el Rey se divierte, y la que dió origen á Lucrecia Borgia nacieron en el mismo instante y en el mismo punto del corazón. ¿Cuál es, en efecto, el pensamiento íntimo oculto bajo estas tres ó cuatro cortezas concéntricas en la primera de dichas producciones? Hele aquí: tomemos la deformidad física más hedionda, la más repugnante y completa; coloquémosla allí donde más resalte, en el piso más bajo y en el más despreciado del edificio social; iluminemos por todos lados, con la siniestra luz de los contrastes, ese mísero sér; y después démosle un alma y póngase en ésta el sentimiento más puro que se concede al hombre: el de la paternidad. ¿Qué sucederá? Que este sentimiento sublime, excitado, según ciertas condiciones, transformará á vuestros ojos el sér envilecido, el cual, pequeño al principio, llegará á ser grande, y su deformidad se convertirá en belleza. En el fondo, he aquí lo que es el Rey se divierte. Ahora bien, ¿qué es Lucrecia Borgia? Tómese la deformidad moral más hedionda, la más repugnante y completa; colóquese allí donde más resalte, en el corazón de una mujer, con todas las condiciones de la belleza física y de la grandiosidad regia, que ponen más en relieve el crimen; y ahora mézclese con toda esta deformidad moral un sentimiento puro, el más puro que á la mujer le es dado experimentar, el sentimiento materno; en el monstruo poned una madre, y desde luego interesará y hará llorar; y ese sér que inspiraba temor, infundirá lástima; y esa alma deforme se hará casi hermosa á vuestros ojos. Así, pues, la paternidad santificando la deformidad física es el Rey se divierte; y la maternidad, purificando la deformidad moral, es Lucrecia Borgia. Si en el pensamiento del autor no fuese bárbara la palabra biología, esas dos producciones no formarían más que una biología sui generis, que pudiera titularse: El Padre y la Madre. La suerte les ha separado; pero ¿qué importa? La una prosperó; la otra ha sido condenada; la idea que constituye el fondo de la primera se mantendrá tal vez encubierta aún, á causa de mil prevenciones, para muchas miradas; la idea que engendró la segunda parece ser comprendida y aceptada todas las noches por una multitud inteligente y simpática, si no nos ciega alguna ilusión: Habent sua fata. Pero sea lo que fuere de esas dos composiciones, que por lo demás no tienen otro mérito que la atención con que el público ha tenido á bien escucharlas, son hermanas gemelas, que se han tocado en germen, la coronada y la proscrita, como Luís XIV y el Máscara de Hierro.

Corneille y Molière tenían por costumbre contestar en detalle á las críticas que sus obras suscitaban, y no deja de ser curioso hoy ver á esos gigantes del teatro debatir en prefacios y advertencias al lector, entre la inextricable red de objeciones que la crítica contemporánea urdía sin descanso á su alrededor. El autor de este drama no se cree digno de seguir tan grandes ejemplos, y por lo tanto callará ante la crítica: lo que sienta bien en hombres vestidos de autoridad, como Molière y Corneille, no sería oportuno en otros. Por lo demás, tal vez sólo Corneille en todo el mundo podría conservarse grande y sublime en el momento mismo en que, de rodillas, hace poner un prefacio ante Scudery ó Chapelain. El autor dista mucho de ser Corneille, y está muy lejos de tener nada que ver con Chapelain ó Scudery. La crítica, salvo algunas raras excepciones, ha sido generalmente leal y benévola para él; pero sin duda podría contestar á más de una objeción. Á los que opinan, por ejemplo, que Genaro se deja envenenar demasiado cándidamente por el duque en el segundo acto, podría preguntarles si Genaro, personaje creado por la fantasía del poeta, había de ser más verosímil y más desconfiado que el histórico Druso de Tácito, ignarum et juveniliter hauriens; y á los que le censuran por haber exagerado los crímenes de Lucrecia Borgia, les diría: «Leed á Tomasi, á Guicciardini y sobre todo el Diarium»; á los que le vituperan por haber aceptado ciertos rumores populares semifabulosos sobre la muerte de los maridos de Lucrecia, les contestaría que con frecuencia las fábulas del pueblo constituyen la verdad del poeta; y además citaría de nuevo á Tácito, historiador más obligado á criticarse sobre la realidad de los hechos que no el poeta dramático: Quamvis fabulosa et immania credebantur, atrociore semper fama erga dominantius exitus. El autor podría detallar estas explicaciones mucho más, examinando una por una con la crítica todas las piezas de la armazón de su obra; pero prefiere dar gracias al crítico en vez de contradecirle; y por otra parte, complácele más que el lector halle en el drama, y no en el prefacio, las respuestas que podría dar á las objeciones del crítico.

Se le dispensará que no insista sobre la parte puramente estética de su obra. Hay todo un orden de ideas muy distinto, no menos elevado en su opinión, que quisiera tener tiempo de remover y profundizar en la Lucrecia Borgia. Á su modo de ver, en las cuestiones literarias hay otras muchas sociales, y toda obra es una acción. He aquí el asunto sobre el cual se extendería de buena gana si no le faltasen el tiempo y el espacio. El teatro, nunca lo repetiremos en demasía, tiene en nuestra época una inmensa importancia que tiende á desarrollarse sin cesar con la civilización misma. El teatro es una tribuna, una cátedra; el teatro habla muy alto. Cuando Corneille dice:


Porque eres más que un rey, te crees ya ser algo,


Corneille es Mirabeau; y cuando Shakespeare dice: To die, to sleep, Shakespeare es Bossuet.

El autor sabe hasta qué punto el teatro es algo muy grande y formal; sabe que el drama, sin salir de los límites imparciales del arte, tiene una misión nacional, una misión social, una misión humana. Cuando ve todas las noches, él, pobre poeta, á ese pueblo tan inteligente y adelantado, que convierte á París en la ciudad central del progreso, extasiarse en masa ante un telón que se levantará un momento después por su pensamiento, se juzga muy poca cosa para excitar tanta atención y curiosidad; comprende que si su talento no es nada, es preciso que su honradez lo sea todo; y se interroga severamente sobre el alcance filosófico de su obra, porque se considera responsable, y no quiere que esa multitud pueda pedirle cuenta un día de lo que le enseñó. El poeta ha de cuidar también de las almas; es preciso que el público no salga del teatro sin llevar consigo alguna moralidad austera y profunda; y por eso espera, Dios mediante, no desarrollar jamás en la escena (por lo menos mientras duren los tiempos críticos en que estamos) sino asuntos llenos de lecciones y de consejos; presentará siempre el ataúd en la sala del festín, la oración de difuntos mezclándose con los cantos de la orgía, y la cogulla junto á la careta. Algunas veces dejará al carnaval cantar desordenado y desaforadamente en el proscenio, pero le gritará desde el fondo de la escena: Memento quia pulvis es. Sabe que el arte solo, el arte puro, el arte propiamente dicho, no exige todo esto del poeta; pero piensa que en el teatro, sobre todo, no basta llenar solamente las condiciones del arte. Y en cuanto á las llagas y miserias de la humanidad, siempre que las presente en el drama, tratará de encubrir con el velo de una idea consoladora y grave todo lo que esas desnudeces tengan de odioso en demasía. No pondrá á Marion de Lorme en la escena sin purificar á la cortesana con un poco de amor; dará á Triboulet, el deforme, un corazón de padre; á la monstruosa Lucrecia, entrañas de madre; y de este modo, su conciencia reposará al menos tranquila y serena en su obra. El drama que sueña y que se propone realizar podrá tocarlo todo sin manchar nada. Hágase circular en el conjunto un pensamiento moral y compasivo, y no habrá nada deforme ni repugnante. Con la cosa más hedionda mézclese una idea religiosa, y será santa y pura. Sujetad á Dios al palo y tendréis la cruz.


12 de Febrero de 1833.

Personajes

LUCRECIA BORGIA.
ALFONSO DE ESTE.
GENARO.
GUBETTA.
MAFFIO ORSINI.
JEPPO LIVERETTO.
APÓSTOLO GAZELLA.
ASCANIO PETRUCCI.
OLOFERNO VITELLOZZO.
RUSTIGHELLO.
ASTOLFO.
LA PRINCESA NEGRONI.
UN HUJIER.
FRAILES.
Caballeros, pajes y guardias.

Acto I. Afrenta sobre afrenta

Parte primera

Un terrado del palacio Barbarigo, en Venecia. Fiesta nocturna; varias máscaras cruzan á cada instante; en ambos lados del mismo, el palacio presenta una iluminación espléndida, y se oyen acordes musicales. El terrado está cubierto de sombra y de verde; en el fondo se figura que al pie se halla el canal de la Zueca, por el cual se ven pasar, á intervalos, entre las tinieblas, góndolas cargadas de máscaras; en cada una de ellas se oye música cuando cruza por el fondo del teatro, tan pronto alegre como lúgubre, y se extingue gradualmente en lontananza. Á lo lejos se divisa Venecia, iluminada por la luz de la luna.

Personajes

LUCRECIA BORGIA.
GENARO.
GUBETTA.
MAFFIO ORSINI.
JEPPO LIVERETTO.
APÓSTOLO GAZELLA.
ASCANIO PETRUCCI.
OLOFERNO VITELLOZZO.
ALFONSO DE ESTE.
RUSTIGHELLO.
ASTOLFO.

Escena I

GUBETTA, GENARO (vestido de capitán), APÓSTOLO GAZELLA, MAFFIO ORSINI, ASCANIO PETRUCCI, OLOFERNO VITELLOZZO, LIVERETTO

(Jóvenes caballeros, magníficamente vestidos, con sus antifaces en la mano, conversan en el terrado.)


Oloferno.—Vivimos en una época en que los hombres consuman tantos actos horribles, que ya no se habla de ese; pero seguro es que jamás se ha conocido un hecho tan siniestro y misterioso.

Ascanio.—Un acto tenebroso, por hombres que lo son también.

Jeppo.—Yo conozco bien los hechos, señores, pues me los ha referido mi primo, el cardenal Carriale, que es la persona mejor informada... ya conocéis al cardenal, aquel que tuvo tan empeñada disputa con el cardenal Riario sobre la guerra contra Carlos VIII de Francia.

Genaro (bostezando).—¡Ah! hete aquí que Jeppo comienza con sus historias... Por mi parte no quiero escuchar, porque ya estoy cansado de oir.

Maffio.—Esas cosas no te interesan, Genaro, y me parece muy natural. Tú eres un bravo capitán aventurero, que lleva un nombre de capricho; no conoces á tu padre ni á tu madre, aunque no se duda seas caballero, á juzgar por tu modo de manejar la espada; pero todo cuanto se sabe de tu nobleza es que te bates como un león. Á fe mía, somos compañeros de armas, y lo que te digo no es para ofenderte. Si me salvaste la vida en Rímini, yo te la salvé en el puente de Vicencio; nos hemos jurado mutuo auxilio así en guerra como en amor; vengarnos juntos cuando necesario sea y tener por enemigos, yo los tuyos, y tú los míos. Un astrólogo nos predijo que moriríamos el mismo día, y dímosle diez cequíes de oro por su pronóstico. No somos amigos, sino hermanos. En fin, tú tienes la suerte de llamarte simplemente Genaro, de no conocer pariente alguno, y de que no te persiga ninguna de esas fatalidades inherentes á los nombres históricos. ¡Eres feliz! ¿Qué te importa lo que pasa ni lo que ha pasado, con tal que haya siempre hombres para la guerra y mujeres para el placer? ¿Qué te importa la historia de las familias ni de las ciudades, á ti que no tienes patria ni familia? Para nosotros, amigo Genaro, es diferente; tenemos derecho á interesarnos en las catástrofes de nuestra época; nuestros padres y nuestras madres han intervenido en esa tragedia; y casi todas nuestras familias visten de luto aún.—Dinos cuanto sepas, Jeppo.

Genaro (Déjase caer en un sillón, en la actitud del que se propone dormir).—Me despertaréis cuando Jeppo haya concluído.

Jeppo.—Comienzo. En el año mil cuatrocientos noventa...

Gubetta (Desde un rincón.)—Noventa y siete.

Jeppo.—Eso es, noventa y siete. Era cierta noche de un miércoles á jueves...

Gubetta.—No, de un martes á miércoles.

Jeppo.—Tenéis razón.—Aquella noche, pues, un barquero del Tíber, que estaba echado en su barca, custodiando sus mercancías, presenció algo espantoso; hallábase un poco más abajo de la iglesia de San Jerónimo, y serían como las cinco de la madrugada. El buen hombre vió avanzar en la oscuridad, por el camino que hay á la izquierda del templo, dos hombres á pie, mirando á un lado y otro, cual si estuvieran inquietos; después aparecieron otros dos, y luego un tercero, hasta que se reunieron siete; sólo uno de ellos iba montado. La noche estaba muy oscura, y en todas las casas que dan al Tíber veíase sólo una ventana iluminada. Los siete hombres se aproximaron á la orilla del río; el jinete hizo dar media vuelta á su caballo, y entonces el barquero vió claramente en la grupa unas piernas que pendían por un lado, mientras que la cabeza y los brazos colgaban por el otro: era el cadáver de un hombre. Mientras sus compañeros vigilaban en los ángulos de las calles, dos hombres cogieron el cuerpo, balanceáronle dos ó tres veces con fuerza y arrojáronle en medio del Tíber. Apenas el cadáver tocó el agua, el jinete hizo una pregunta, á la que los otros dos contestaron: «Sí, Excelencia.» Entonces el caballero se volvió hacia el Tíber, y como viese alguna cosa negra que flotaba en el agua, preguntó qué era aquello. «Señor, le contestaron, es la capa del difunto.» Uno de los hombres arrojó entonces algunas piedras sobre la capa, hasta que se hundió; y hecho esto alejáronse todos, tomando el camino que conduce á San Jaime. He aquí lo que el barquero vió.

Maffio.—¡Lúgubre aventura! ¿Sería algún personaje el que esos hombres echaron al agua? Ese jinete me da mucho que pensar. ¡El asesino montado y el muerto en la grupa del cuadrúpedo! ¡Es cosa rara!

Gubetta.—En ese caballo iban los dos hermanos.

Jeppo.—Vos lo habéis dicho, caballero Belverana: el cadáver era el de Juan Borgia, y el jinete era César Borgia.

Maffio.—¡Familia de diablos es la de los Borgias! Y decidme, Jeppo, ¿por qué el hermano cometió aquel fratricidio?

Jeppo.—No os lo diré, pues la causa del asesinato es tan abominable, que debe ser un pecado mortal hasta el hablar de ello.

Gubetta.—Pues yo os lo diré: César, cardenal entonces, mató á Juan, duque de Gandía, porque los dos hermanos amaban á la misma mujer.

Maffio.—¿Y quién era esa mujer?

Gubetta.—Su hermana.

Jeppo.—Basta, señor de Belverana; no pronunciéis ante nosotros el nombre de esa mujer monstruosa; ni una sola de nuestras familias ha dejado de ser objeto de sus iniquidades.

Maffio.—¿No había de por medio alguna criatura?

Jeppo.—Sí, un niño, hijo de Juan Borgia.

Maffio.—Ese niño sería ahora un hombre.

Oloferno.—Ha desaparecido.

Jeppo.—¿Fué César Borgia quien consiguió sustraerlo á la madre, ó fué ésta quien se lo quitó á César? Nadie ha sabido contestar á esta pregunta.

Apóstolo.—Si es la madre quien oculta al hijo, hace bien. Desde que César Borgia llegó á ser duque de Valentinois, ha mandado dar muerte, como ya sabéis, sin contar á su hermano Juan, á sus dos sobrinos, á los hijos del príncipe de Esquilache, y á su primo, el cardenal Francisco Borgia: ese hombre tiene la fiebre de matar á sus parientes.

Jeppo.—¡Pardiez! quiere ser el único Borgia, á fin de heredar todos los bienes del papa.

Ascanio.—Esa hermana que no queréis nombrar, Jeppo, emprendió en la misma época, según creo, una peregrinación secreta al monasterio de San Sixto para encerrarse allí, sin que se supiera por qué.

Jeppo.—Creo que sí. Sin duda fué para separarse del señor Juan Sforza, su segundo marido.

Maffio.—¿Y cómo se llamaba el barquero que vió todo eso?

Jeppo.—Lo ignoro.

Gubetta.—Se llamaba Jorge Schiavone, y ocupábase en conducir leña á Ripetta por el Tíber.

Maffio (en voz baja á Ascanio).—He ahí á un extranjero que parece mejor enterado de nuestros asuntos que nosotros mismos.

Ascanio (en voz baja).—Yo desconfío de ese caballero de Belverana; mas no profundicemos la cuestión porque tal vez habría en esto algún peligro.

Jeppo.—¡Ah, señores! ¡En qué tiempos vivimos! ¿Conocéis algún sér humano que pueda confiar hoy en vivir mañana en esta pobre Italia, asolada por la guerra y por los Borgias?

Apóstolo.—Hablando de otra cosa, señores, creo que todos debemos formar parte de la embajada que la república de Venecia envía al duque de Ferrara, para felicitarle por haber recobrado á Rímini de los Malatesta. ¿Cuándo iremos á Ferrara?

Oloferno.—Decididamente será pasado mañana. Sin duda sabréis que ya están nombrados los dos embajadores, que son el senador Tiópolo y el general Grimani.

Apóstolo.—¿Vendrá con nosotros el capitán Genaro?

Maffio.—¡Indudablemente! Genaro y yo no nos separamos nunca.

Ascanio.—Debo hacer una observación importante, señores, y es que se bebe el vino de España mientras estamos aquí.

Maffio.—Volvamos al palacio. ¡Eh! Genaro. (Á Jeppo.) ¡Calle! se ha dormido de veras cuando referíais vuestra historia.

Jeppo.—Que duerma.

(Salen todos excepto Gubetta.)

Escena II

GUBETTA, GENARO, durmiendo


Gubetta (solo).—Sí, yo sé más que ellos; se lo decían en voz baja; pero Lucrecia sabe más que yo; el caballero Valentinois está mejor enterado aún que ella; el diablo sabe más que ese caballero; y el papa Alejandro VI aventaja en este punto al mismo diablo. (Mirando á Genaro.) ¡Cómo duermen esos jóvenes!

(Entra Lucrecia, con antifaz; ve á Genaro dormido, acércase á él y le contempla con una especie de gozo y de respeto.)

Escena III

GUBETTA, LUCRECIA, GENARO, dormido


Lucrecia.—¡Duerme! Sin duda le ha cansado la fiesta... ¡Qué hermoso es! (Volviéndose.) ¡Gubetta!

Gubetta.—No habléis alto, señora... No me llamo aquí Gubetta, sino conde de Belverana, caballero castellano; y vos sois la señora marquesa de Pontequadrato, dama napolitana. No debemos aparentar que somos conocidos. ¿No es eso lo que ha dispuesto Vuestra Alteza? Aquí no estáis en vuestra casa; os halláis en Venecia.

Lucrecia.—Es justo, Gubetta; pero en este terrado no hay más que ese joven dormido ahora, y podremos hablar un instante.

Gubetta.—Como Vuestra Alteza guste; pero réstame aún daros un consejo, y es que no os descubráis, porque podrían reconoceros.

Lucrecia.—¿Qué me importa? Si no saben quién soy, nada tengo que temer; y si lo saben, ellos son los que deben guardarse.

Gubetta.—Estamos en Venecia, señora, y aquí tenéis muchos enemigos, pero enemigos libres. Sin duda la República no toleraría que se atentase contra vuestra persona; pero podrían insultaros.

Lucrecia.—¡Ah! tienes razón; mi nombre infunde horror.

Gubetta.—Aquí no hay tan sólo venecianos, sino también romanos, napolitanos, italianos de todo el país.

Lucrecia.—¡Y toda Italia me odia; tienes razón! Sin embargo, es preciso que todo esto cambie; yo no había nacido para hacer daño, y lo conozco ahora más que nunca. El ejemplo de mi familia es el que me arrastra... ¡Gubetta!

Gubetta.—Señora.

Lucrecia.—Dispón que se lleven á nuestro gobierno de Spoletto las órdenes que vamos á dar.

Gubetta.—Mandad, señora; siempre tengo cuatro mulas ensilladas y otros tantos correos dispuestos á marchar.

Lucrecia.—¿Qué se ha hecho de Galeas Accaioli?

Gubetta.—Sigue en la prisión, esperando á que Vuestra Alteza mande ahorcarle.

Lucrecia.—¿Y Buondelmonte?

Gubetta.—En el calabozo; aún no habéis dado la orden para que le estrangulen.

Lucrecia.—¿Y Manfredo de Curzola?

Gubetta.—Esperando también la hora de la ejecución.

Lucrecia.—¿Y Spadacappa?

Gubetta.—Todavía es obispo de Pésaro y regente de la Cancillería; pero antes de un mes quedará reducido á un poco de polvo, pues le han prendido á causa de vuestras quejas, y está bien vigilado en las cámaras bajas del Vaticano.

Lucrecia.—Gubetta, escribe al punto al Padre Santo pidiéndole gracia para Pedro Capra; y que se ponga en libertad á Accaioli, Manfredo de Curzola, Buondelmonte y Spadacappa.

Gubetta.—¡Esperad, señora, esperad, dejadme respirar! ¡Cuántas órdenes me dais á un tiempo! ¡Ahora llueven perdones y misericordia! ¡Estoy sumergido en la clemencia, y no podré librarme nunca de este diluvio de buenas acciones!

Lucrecia.—Buenas ó malas ¿qué te importa, con tal que te las pague?

Gubetta.—¡Ah! es que una buena acción es mucho más difícil de hacer que una mala. ¡Pobre de mí! Ahora que imagináis ser misericordiosa ¿qué llegaré á ser yo?

Lucrecia.—Escucha, Gubetta; tú eres mi más antiguo y mi más fiel confidente...

Gubetta.—Sí; hace quince años que tengo el honor de colaborar con vos.

Lucrecia.—Pues bien, amigo mío, mi fiel cómplice, ¿no comienzas á comprender la necesidad de que cambiemos de género de vida? ¿No tienes sed de que nos bendigan á ti y á mí tanto como nos han maldecido? ¿No se cuentan ya bastantes crímenes?

Gubetta.—Veo que estáis en camino de llegar á ser la princesa más virtuosa del mundo.

Lucrecia.—¿No te comienza á pesar esa reputación de infames, de asesinos y de envenenadores, común á los dos?

Gubetta.—Nada de eso. Cuando paso por las calles de Spoletto, suelo oir á veces á los plebeyos que murmuran á mi alrededor: «¡Hum! ese es Gubetta, Gubetta veneno, Gubetta cuchillo, Gubetta dogal», pues me han puesto una infinidad de motes de los más brillantes; pero á mí no me importa. Se dice todo eso, y cuando no se emplea la palabra, los ojos lo expresan. Esto no me hace mella, porque estoy acostumbrado á mi mala reputación, como el soldado del Papa á servir la misa.

Lucrecia.—Pero ¿no comprendes que todos los nombres odiosos con que te designan, y á mí también, podrían despertar el desprecio y el odio en un corazón en que quisieras hallar cariño? ¿No amas á nadie en el mundo, Gubetta?

Gubetta.—¡Yo quisiera saber á quién amáis vos, señora!

Lucrecia.—¿Qué sabes tú? Yo soy franca contigo; no te hablaré de mi padre, ni de mi hermano, ni de mi esposo, ni de mis amantes.

Gubetta.—No comprendo que se pueda amar otra cosa.

Lucrecia.—Pues hay otra, Gubetta.

Gubetta.—¡Hola! ¿os haréis virtuosa por amor de Dios?

Lucrecia.—¡Gubetta, Gubetta! Si hubiese hoy en Italia, en esta fatal y criminal Italia, un corazón noble y puro, un corazón dotado de elevadas y varoniles virtudes, un corazón de ángel bajo la coraza del guerrero; si no me quedase á mí, pobre mujer odiada, despreciada y aborrecida, maldita de los hombres y condenada del cielo, mísera aunque poderosa; si no me quedase, en el estado aflictivo en que mi alma agoniza dolorosamente, más que una idea, una esperanza, la de merecer y obtener antes de mi muerte un poco de ternura y de cariño en un corazón tan intrépido como puro; si no tuviera más pensamiento que la ambición de sentirle latir un día alegre y libremente sobre el mío, ¿comprenderías entonces, Gubetta, por qué me urge purificar mi pasado y mi reputación, lavar las manchas que por todas partes tengo, y convertir en una idea de gloria, de penitencia y de virtud, la idea infame y sanguinaria que Italia tiene de mi nombre?

Gubetta.—¡Señora! ¿En qué ermita habéis estado hoy?

Lucrecia.—No te rías. Hace ya largo tiempo que tengo estas ideas y nada te digo; el que se ve arrastrado por una corriente de crímenes no se detiene cuando quiere; los dos ángeles luchaban en mí, el bueno y el malo, y paréceme que el primero triunfará al fin.

Gubetta.—Entonces, ¡te Deum laudamus, magnificat anima mea Dominum! ¿Sabéis, señora, que no os comprendo, y que desde hace algún tiempo sois del todo indescifrable para mí? En el espacio de un mes, Vuestra Alteza anuncia su marcha á Spoletto, se despide de don Alfonso de Este, vuestro esposo, que tiene la candidez de enamorarse de vos como un tortolillo, mostrándose celoso como un tigre; Vuestra Alteza sale de Ferrara y va secretamente á Venecia, casi sin séquito, tomando un nombre supuesto napolitano, y yo otro español. Llegada á Venecia, Vuestra Alteza tiene á bien separarse de mí, dándome orden de no conocerla, y después asiste á todas las fiestas, á las serenatas y á las reuniones, aprovechándose del Carnaval para ir siempre enmascarada, ocultándose á las miradas de todos, y sin hablarme nunca más que dos palabras entre puertas todas las noches. ¡Y ahora que todos esos regocijos terminen con un sermón para mí! ¡Un sermón de vos, señora! ¿No os parece esto prodigioso? Habéis metamorfoseado vuestro nombre, después vuestro traje y ahora vuestra alma. ¡Esto sí que es un Carnaval llevado hasta el último extremo! Yo me confundo. ¿Dónde está la causa de esa conducta por parte de Vuestra Alteza?

Lucrecia (cogiéndole vivamente el brazo, y acercándose á Genaro dormido).—¿Ves ese joven?

Gubetta.—Ese joven no es nada nuevo para mí; ya sé que vais en su seguimiento con vuestro disfraz desde que estáis en Venecia.

Lucrecia.—¿Qué dices?

Gubetta.—Digo que es un joven que duerme echado en este momento, y que dormiría de pie si hubiera oído la conversación moral y edificante que acabo de tener con Vuestra Alteza.

Lucrecia.—¿No te parece hermoso?

Gubetta.—Más lo sería si no tuviese los ojos cerrados; una cara sin ojos es un palacio sin ventanas.

Lucrecia.—¡Si supieras cuánto le amo!

Gubetta.—Esa es cuestión de don Alfonso, vuestro real esposo; pero debo advertir á Vuestra Alteza que pierde el tiempo, porque ese joven, según me han dicho, está enamorado de una hermosa doncella llamada Fiametta.

Lucrecia.—¿Y le ama ella?

Gubetta.—Dicen que sí.

Lucrecia.—¡Mejor! Quisiera verlos felices.

Gubetta.—Cosa singular, y que no se aviene con vuestro proceder. Yo creía que erais más celosa.

Lucrecia (contemplando á Genaro).—¡Qué figura tan noble!

Gubetta.—Yo creo que se parece á...

Lucrecia.—No digas á quién... déjame.

(Sale Gubetta. Lucrecia permanece algunos instantes como extasiada ante Genaro, sin ver dos hombres disfrazados que acaban de entrar por el fondo y que la observan.)

Lucrecia (creyéndose sola).—¡Es él! ¡Al fin me ha sido dado contemplarle un momento sin peligros! ¡No, jamás le soñé tan hermoso! ¡Oh, Dios mío, no me castiguéis con la angustia de verme jamás aborrecida y despreciada de él, pues ya sabéis que es lo único que amo en este mundo!... No me atrevo á quitarme la careta, y sin embargo es preciso enjugar mis lágrimas.

(Se quita la careta para secarse los ojos. Los dos hombres enmascarados hablan en voz baja, mientras que ella besa la mano de Genaro dormido.)

1.er Enmascarado.—Eso basta; ahora puedo ya volver á Ferrara. No he venido á Venecia sino para asegurarme de su infidelidad, y he visto lo suficiente. No puedo prolongar más mi ausencia. Ese joven es su amante. ¿Cómo se llama, Rustighello?

2.º Enmascarado.—Se llama Genaro; es un capitán aventurero, pero muy intrépido; no tiene padre ni madre ni se conoce su vida. Ahora está al servicio de la República de Venecia.

1.er Enmascarado.—Arréglate para que vaya á Ferrara.

2.º Enmascarado.—Esto se hará de por sí, Excelencia, porque pasado mañana marchará á dicho punto con varios de sus amigos que forman parte de la embajada de los senadores Tiópolo y Grimani.

1.er Enmascarado.—Está bien. Los informes que he recibido eran exactos; y como ya he visto lo suficiente, podemos marchar.

(Salen.)

Lucrecia (uniendo las manos y casi arrodillada ante Genaro).—¡Oh Dios mío, que haya tanta felicidad para él como desgracia para mí!

(Besa la frente de Genaro, que se despierta sobresaltado.)

Genaro (cogiendo por los dos brazos á Lucrecia asustada).—¡Un beso, una mujer! ¡Por vida mía, señora, que si fuérais reina y yo poeta tendríamos aquí verdaderamente la aventura de Alain Chartier, el vate francés!... Pero ignoro quién sois, y yo no soy más que un soldado.

Lucrecia.—¡Dejadme, caballero Genaro!

Genaro.—De ningún modo, señora.

Lucrecia.—¡Alguien viene!

(Huye; Genaro la sigue.)

Escena IV

JEPPO y después MAFFIO


Jeppo (entrando por el lado opuesto).—¿Quién es esa? ¡Es ella! ¡Esa mujer en Venecia!... ¡Oye, Maffio!

Maffio (entrando).—¿Qué ocurre?

Jeppo.—Un encuentro inesperado.

(Habla al oído de Maffio).

Maffio.—¿Estás seguro?

Jeppo.—Tanto como lo estoy de que nos hallamos en el palacio Barbarigo y no en el de Labbia.

Maffio.—¿Hablaba amorosamente con Genaro?

Jeppo.—Sí.

Maffio.—Será preciso librar á mi hermano Genaro de esa araña.

Jeppo.—Avisemos á nuestros amigos.

(Salen.—Durante algunos momentos no aparece nadie en escena; sólo se ven pasar de vez en cuando por el fondo algunas góndolas con música.—Vuelven á entrar Genaro y Lucrecia con antifaz.)

Escena V

GENARO y LUCRECIA


Lucrecia.—Este terrado está oscuro y desierto; aquí puedo quitarme la careta, y quiero que veáis mi rostro, Genaro.

(Se descubre.)

Genaro.—¡Sois muy hermosa!

Lucrecia.—¡Mírame bien, Genaro, y dime que no te causo horror!

Genaro.—¡Causarme horror, señora! ¿Y por qué? Muy por el contrario, siento en el fondo del corazón algo que me atrae á vos.

Lucrecia.—¿Crees que podrías amarme, Genaro?

Genaro.—¿Por qué no? Sin embargo, señora, quiero ser franco; siempre habrá una mujer á quien amaré más que á vos.

Lucrecia (sonriendo).—Ya lo sé, la linda Fiametta.

Genaro.—No.

Lucrecia.—¿Pues quién?

Genaro.—Mi madre.

Lucrecia.—¡Tu madre! ¡Oh Genaro mío! ¿La amas mucho?

Genaro.—Sí; y eso que jamás la he visto. ¿No os parece esto muy singular? Mirad, no sé por qué siento una inclinación á confiarme á vos, y voy á revelaros un secreto que aún no he comunicado á nadie, ni siquiera á mi hermano de armas, á Maffio Orsini. Es extraño descubrirse así al primero que llega; pero me parece que vos no sois para mí una desconocida.—Capitán aventurero, que ignora cuál es su familia, fuí educado en Calabria por un pescador de quien me creía hijo. El día que cumplí diez y seis años, el buen hombre me dijo que no era mi padre, y algún tiempo después, presentóse un gran señor que, después de armarme de caballero, se marchó sin levantar siquiera la visera de su casco. Más tarde, llegó un hombre vestido de negro, y entregóme una carta; abríla y supe que era de mi madre, á quien no conocía; pero que á mi entender era buena, benigna, tierna, hermosa como vos; mi madre, á quien adoraba con toda mi alma. En aquella misiva, sin darme á conocer nombre alguno, manifestábaseme que era noble, de una familia distinguida, y que mi madre era muy desgraciada.

Lucrecia.—¡Buen Genaro!

Genaro.—Desde aquel día me hice aventurero, pues siendo algo por mi cuna, quería serlo también por mi espada. He corrido toda la Italia; pero el primer día de cada mes, hálleme donde quiera, veo llegar siempre al mismo mensajero, quien me entrega una carta de mi madre, recibe la contestación y se va; nada me dice, ni yo tampoco, porque es sordo-mudo.

Lucrecia.—¿Conque no sabes nada de tu familia?

Genaro.—Sé que tengo madre, y que es desgraciada, y que yo daría mi vida en este mundo por verla llorar, y en el otro por verla sonreir. Esto es todo.

Lucrecia.—¿Qué haces con sus cartas?

Genaro.—Todas las tengo sobre el corazón. Nosotros, los hombres de guerra, arriesgamos siempre la piel, presentando el pecho á la punta de las espadas, y las cartas de una madre son una buena coraza.

Lucrecia.—¡Noble corazón!

Genaro.—¿Queréis ver su escritura? He aquí una de sus cartas. (Saca del pecho un papel, lo besa y entrégaselo á Lucrecia.) Leed.

Lucrecia (leyendo):

«... No trates de conocerme, Genaro mío, antes del día que yo te señale. Soy muy digna de compasión; estoy rodeada de parientes sin piedad, que te matarían, como mataron á tu padre. El secreto de tu nacimiento, hijo mío, quiero ser yo la única en conocerlo. Si tú lo supieses, es cosa tan triste al par que tan ilustre, que no podrías callarlo; la juventud es confiada; no conoces, como yo, los peligros que te rodean; ¿quién sabe? querrías arrostrarlos por bravata de joven, hablarías ó dejarías que lo adivinasen y no vivirías ya dos días. ¡Oh, no! conténtate con saber que tienes una madre que te adora, y que día y noche vela por tu vida. Genaro mío, hijo mío, tú eres todo lo que amo en la tierra; mi corazón se deshace cuando pienso en ti.»

(Interrúmpese para enjugar una lágrima.)

Genaro.—¡Cuán tiernamente leéis eso! Diríase, no que leéis, sino que estáis hablando.—¡Ah! ¡Lloráis!—Sois buena, señora, y os agradezco que lloréis de lo que me escribe mi madre. (Vuelve á tomar la carta, la besa de nuevo y la vuelve á poner en su pecho.) Sí; ya veis, ha habido muchos crímenes en torno de mi cuna. ¡Pobre madre mía! ¿No es verdad que ya comprendéis ahora que me entretengo poco en galanteos y amoríos porque no tengo más que un pensamiento en el corazón, mi madre? ¡Oh! ¡Librar á mi madre! ¡Servirla, vengarla, consolarla, qué felicidad! Ya pensaré después en el amor. Todo lo que hago, es para hacerme digno de mi madre. Hay muchos aventureros que no son escrupulosos y se batirían por Satanás después de haberse batido por San Miguel; yo, no; no sirvo más que causas justas; quiero poder depositar un día á los pies de mi madre una espada limpia y leal como la de un emperador. Ved, señora; me han ofrecido un ventajoso cargo al servicio de esa infame Lucrecia Borgia y he rehusado.

Lucrecia.—¡Genaro! ¡Genaro! ¡Tened piedad de los malos! No sabéis lo que pasa en su corazón.

Genaro.—No tengo piedad de la que sin piedad se muestra. Pero, dejemos eso, señora, y ahora que os he dicho quién soy, haced vos lo mismo, y decidme á vuestra vez quién sois.

Lucrecia.—Una mujer que os ama, Genaro.

Genaro.—Pero ¿vuestro nombre?...

Lucrecia.—No me preguntéis más.

(Antorchas. Entran con estruendo Jeppo y Maffio. Lucrecia vuelve á ponerse el antifaz precipitadamente.)

Escena VI

Los mismos, MAFFIO ORSINI, JEPPO LIVERETTO, ASCANIO PETRUCCI, OLOFERNO VITELLOZZO, APÓSTOLO GAZELLA. Señores, damas, pajes llevando antorchas.


Maffio (con una antorcha en la mano).—Genaro, ¿quieres saber quién es la mujer á quien hablas de amor?

Lucrecia (aparte, bajo su careta).—¡Justo cielo!

Genaro.—Todos sois amigos míos, pero juro á Dios que el que toque á la máscara de esta mujer será mozo atrevido. La máscara de una mujer es sagrada como la cara de un hombre.

Maffio.—¡Precisa antes que la mujer sea una mujer, Genaro! No queremos insultar á esa; queremos tan solamente decirle nuestros nombres. (Dando un paso hacia Lucrecia.) Señora, soy Maffio Orsini, hermano del duque de Gravina, al que vuestros esbirros han asesinado de noche mientras dormía.

Jeppo.—Señora, soy Jeppo Liveretto, sobrino de Liveretto Vitelli, á quien habéis hecho dar de puñaladas en los subterráneos del Vaticano.

Ascanio.—Señora, soy Ascanio Petrucci, primo de Pandolfo Petrucci, señor de Siena, al que habéis asesinado para quitarle más fácilmente su ciudad.

Oloferno.—Señora, me llamo Oloferno Vitellozzo, sobrino de Iago d’Appiani, á quien habéis envenenado en una fiesta después de haberle traidoramente robado su buena ciudadela señorial de Piombino.

Apóstolo.—Señora, habéis condenado á muerte en el patíbulo á Francisco Gazella, tío materno de don Alfonso de Aragón, vuestro tercer marido, á quien habéis hecho matar á golpes de alabarda en la meseta de la escalera de San Pedro. Soy Apóstolo Gazella, primo del uno é hijo del otro.

Lucrecia.—¡Oh Dios!

Genaro.—¿Quién es esta mujer?

Maffio.—Y ahora que os hemos dicho nuestros nombres, señora, ¿nos permitís que digamos el vuestro?

Lucrecia.—¡No, no! ¡Tened piedad, señores! ¡No delante de él!

Maffio (desenmascarándola).—Quitaos vuestra máscara, señora, que se vea si podéis aún ruborizaros.

Apóstolo.—Genaro, esa mujer á quien hablabas de amor, es envenenadora y adúltera.

Jeppo.—Incesto en todos grados. Incesto con sus dos hermanos que se han dado muerte uno á otro por amor á ella.

Lucrecia.—¡Perdón!

Ascanio.—¡Incesto con su padre, que es papa!

Lucrecia.—¡Piedad!

Oloferno.—Incesto con sus hijos, si los tuviese, pero el cielo los rehusa á los monstruos.

Lucrecia.—¡Basta! ¡Basta!

Maffio.—¿Quieres saber su nombre, Genaro?

Lucrecia.—¡Perdón! ¡Perdón, señores!

Maffio.—Genaro, ¿quieres saber su nombre?

Lucrecia (Arrástrase á los pies de Genaro.)—¡No escuches, Genaro mío!

Maffio (extendiendo el brazo).—¡Es Lucrecia Borgia!

Genaro (rechazándola).—¡Oh!...

Todos.—¡Lucrecia Borgia!

(Cae desmayada á los pies de Genaro.)

Parte segunda

Una plaza de Ferrara. Á la derecha un palacio con balcón guarnecido de celosías, y una puerta baja. Sobre el balcón un gran escudo de piedra cargado de blasones con esta palabra en gruesas letras en relieve sobredoradas: BORGIA. Á la izquierda una casita con puerta á la plaza. En el fondo casas y campanarios.

Escena I

LUCRECIA, GUBETTA


Lucrecia.—¿Está dispuesto todo para esta noche, Gubetta?

Gubetta.—Sí, señora.

Lucrecia.—¿Estarán los cinco?

Gubetta.—Todos cinco.

Lucrecia.—Me han ultrajado muy cruelmente, Gubetta.

Gubetta.—No estaba yo allí, señora.

Lucrecia.—No han tenido compasión.

Gubetta.—¿Os han dicho vuestro nombre, alto y claro?

Lucrecia.—No me han dicho mi nombre, Gubetta; me lo han escupido al rostro.

Gubetta.—¿En pleno baile?

Lucrecia.—Delante de Genaro.

Gubetta.—¡Vaya unos atolondrados! ¡Salir de Venecia para venirse á Ferrara! Verdad es que no les quedaba otro remedio habiendo sido designados por el Senado para formar parte de la embajada que llegó la otra semana.

Lucrecia.—¡Oh! Me aborrece y me desprecia ahora, y es por culpa suya. ¡Ah, Gubetta! ¡Me vengaré de ellos!

Gubetta.—En hora buena; esto es hablar. Habéis abandonado vuestras fantasías de misericordia; ¡alabado sea Dios! Estoy mucho más á mis anchas con Vuestra Alteza cuando es natural, como en este caso. Por lo menos, me reconozco mejor. Entended, señora, que un lago es lo contrario de una isla; una torre, lo contrario de un pozo; un acueducto, lo contrario de un puente, y yo tengo el honor de ser lo contrario de un personaje virtuoso.

Lucrecia.—Genaro está con ellos. Cuidado que le suceda nada.

Gubetta.—Si nos convirtiéramos, vos en buena mujer y yo en hombre de bien, sería cosa monstruosa.

Lucrecia.—Cuida de que no le suceda nada á Genaro, te digo.

Gubetta.—Estad tranquila.

Lucrecia.—¡Quisiera sin embargo verle todavía una vez más!

Gubetta.—¡Vive Dios, señora, Vuestra Alteza le ve todos los días! Habéis ganado á su criado para que determinase á su amo á alojarse ahí, en esa bicoca, frente á frente de vuestro balcón, y desde vuestra ventana enrejada tenéis todos los días el inefable goce de ver entrar y salir al susodicho gentil-hombre.

Lucrecia.—Digo que quisiera hablarle, Gubetta.

Gubetta.—Nada más sencillo. Enviadle á decir por vuestro porta-manto Astolfo, que Vuestra Alteza lo espera hoy á tal hora en palacio.

Lucrecia.—Lo haré, Gubetta; ¿pero querrá venir?

Gubetta.—Retiraos, señora, creo que va á pasar por aquí dentro un momento con los estorninos en cuestión.

Lucrecia.—¿Te toman siempre por el conde de Belverana?

Gubetta.—Me creen español desde los talones hasta las cejas. Soy uno de sus mejores amigos. Les pido dinero á préstamo.

Lucrecia.—¡Dinero! ¿Para qué?

Gubetta.—¡Pardiez! para tenerlo. Por otra parte, nada más provechoso que hacer de mendigo y tirarle de la cola al diablo.

Lucrecia (aparte).—¡Dios mío! ¡Haced que no le suceda nada á mi Genaro!

Gubetta.—Y á propósito, señora; se me ocurre una reflexión.

Lucrecia.—¿Cuál?

Gubetta.—Que es menester que la cola del diablo esté soldada, enclavijada y atornillada en la espalda con extraordinaria solidez para que resista á la innumerable multitud de gentes que tiran de ella perpetuamente.

Lucrecia.—Todo te mueve á risa, Gubetta.

Gubetta.—Es una manía como cualquier otra.

Lucrecia.—Creo que están aquí.—Piensa en todo.

(Entra en palacio por la puertecilla bajo el balcón.)

Escena II

GUBETTA, solo


¿Quién es ese Genaro? ¿Ó qué diablos quiere hacer ella con él? No sé todos los secretos de la dama ni con mucho, pero éste excita mi curiosidad. Á fe que no ha tenido confianza conmigo esta vez, y no creo vaya á imaginarse que le sirva en esta ocasión; saldrá de la intriga con ese Genaro como pueda. Pero ¡qué extraña manera de amar á un hombre cuando se es hija de Rodrigo Borgia y de la Vanozza, cuando se es una mujer que tiene en las venas sangre de cortesano y sangre de papa! ¡Lucrecia haciéndose platónica! ¡No me sorprendería ya, aun cuando me dijesen que el papa Alejandro Sexto cree en Dios! (Mira á la calle vecina.) Vamos, he aquí á nuestros jóvenes locos del carnaval de Venecia. ¡Bonita idea han tenido de abandonar una tierra neutral y libre para venir aquí después de haber ofendido mortalmente á la duquesa de Ferrara! En su lugar, hubiérame yo abstenido, ciertamente, de formar parte de la cabalgata de los embajadores venecianos. Pero los jóvenes son así. Las fauces del lobo son de todas las cosas sublunares aquella en que de mejor gana se precipitan.

(Entran los jóvenes señores sin ver al principio á Gubetta, que se ha colocado en observación bajo uno de los pilares que sostienen el balcón. Hablan en voz baja y con aire de inquietud.)

Escena III

GUBETTA.—GENARO, MAFFIO, JEPPO, ASCANIO, APÓSTOLO, OLOFERNO.


Maffio (en voz baja).—Diréis lo que os parezca, señores; pero podía uno dispensarse de venir á Ferrara cuando se ha herido en el corazón á Lucrecia Borgia.

Apóstolo.—¿Qué podíamos hacer? El Senado nos envía aquí. ¿Hay manera acaso de eludir las órdenes del serenísimo senado de Venecia? Una vez designados, menester era partir. No se me oculta, sin embargo, Maffio, que Lucrecia Borgia es una formidable enemiga. Aquí es la dueña.

Jeppo.—¿Qué quieres que nos haga, Apóstolo? ¿No estamos al servicio de la república de Venecia? ¿No formamos parte de la embajada? Tocar á un cabello de nuestra cabeza sería declarar la guerra al Dux, y Ferrara no se indispone así como así con Venecia.

Genaro (meditando en un rincón del teatro, sin mezclarse en la conversación).—¡Oh, madre! ¡madre mía! ¡Quién me dijera lo que podría hacer yo por mi buena madre!

Maffio.—Pueden extenderte en el sepulcro, Jeppo, sin tocar á un cabello de tu cabeza. Hay venenos que resuelven los asuntos de los Borgias sin aparato ni estruendo, mucho mejor que con el hacha y el puñal. Recuerdo cómo Alejandro Sexto ha hecho desaparecer del mundo al Sultán Zizimí, hermano de Bayaceto.

Oloferno.—Y á tantos otros.

Apóstolo.—En cuanto al hermano de Bayaceto, su historia es curiosa y no de las menos siniestras. El papa le persuadió que Carlos de Francia le había envenenado el día que hicieron colación juntos; Zizimí se lo creyó todo y recibió de las bellas manos de Lucrecia Borgia un titulado contra-veneno, que en dos horas despachó al hermano de Bayaceto.

Jeppo.—Parece que ese bravo turco no entendía nada la política.

Maffio.—Sí; los Borgias tienen venenos que matan en un día, ó en un año, á su antojo. Son venenos infames que vuelven mejor el vino y hacen vaciar el frasco con más placer. Os creéis ebrio y estáis muerto. Ó bien un hombre siente de pronto languidez, su piel se arruga, sus ojos se hunden, sus cabellos blanquean, los dientes se rompen como vidrio al contacto del pan; no anda ya, se arrastra; no respira, estertorea; no ríe, no duerme, tirita al sol en pleno mediodía; joven, tiene el aspecto de un anciano; agoniza así algún tiempo, y muere. Muere, y entonces recuerda que hace seis meses ó un año bebió un vaso de vino de Chipre en casa de un Borgia. (Volviéndose.) Ved, señores; he ahí justamente á Montefeltro, á quien conocíais quizás, que es de esta ciudad, y á quien le sucede actualmente lo que digo. Pasa por allí, en el fondo de la plaza. Miradle.

(Vese pasar en el fondo del teatro un hombre con el cabello blanco, flaco, vacilante, cojeando, apoyado en un bastón y embozado en una capa.)

Ascanio.—¡Pobre Montefeltro!

Apóstolo.—¿Qué edad tiene?

Maffio.—Mi edad: veintinueve años.

Oloferno.—Le he visto el año pasado, sonrosado y fresco como vos.

Maffio.—Hace tres meses cenó en casa de nuestro Santísimo Padre el Papa, en su viña de Belvedere.

Ascanio.—¡Esto es horrible!

Maffio.—¡Oh! Se cuentan cosas muy extrañas de esas cenas de los Borgias.

Ascanio.—Son bacanales desenfrenadas, sazonadas con envenenamientos.

Maffio.—Ved, señores, cuán desierta está la plaza á nuestro alrededor. El pueblo no se aventura tan cerca como nosotros del palacio ducal; tiene miedo de que los venenos que se elaboran en él día y noche no transpiren á través de las paredes.

Ascanio.—Señores, bien mirado, los embajadores han obtenido ayer su audiencia del duque. Nuestra misión está casi terminada. El séquito de la embajada se compone de cincuenta caballeros y nuestra desaparición no se notará en este número. Creo que obraríamos cuerdamente en abandonar á Ferrara.

Maffio.—¡Hoy mismo!

Jeppo.—Señores, mañana será tiempo. Estoy invitado á cenar esta noche en casa de la princesa Negroni, de la cual ando perdidamente enamorado, y no quisiera dar á entender que huyo ante la mujer más linda de Ferrara.

Oloferno.—¿Estás invitado á cenar esta noche en casa de la princesa Negroni?

Jeppo.—Sí.

Oloferno.—Pues yo también.

Ascanio.—Y yo también.

Apóstolo.—Y yo también.

Maffio.—Y yo también.

Gubetta (saliendo de la sombra del pilar).—Y yo también, señores.

Jeppo.—¡Toma, he ahí al señor de Belverana! Perfectamente: iremos todos juntos; será una alegre velada. Buenos días, señor de Belverana.

Gubetta.—Largos años os guarde Dios, señores.

Maffio (por lo bajo á Jeppo).—Te voy á parecer muy tímido, Jeppo; pues bien: si quisiérais creerme, no iríamos á esa cena. El palacio Negroni está contiguo al palacio ducal y no tengo gran confianza en la amabilidad de ese señor Belverana.

Jeppo (por lo bajo).—Estáis loco, Maffio. La Negroni es una mujer encantadora; os digo que estoy enamorado de ella, y Belverana es un excelente sujeto. Me he enterado de él y de los suyos. Mi padre estuvo con su padre en el sitio de Granada, en mil cuatrocientos ochenta y tantos.

Maffio.—Eso no prueba que éste sea hijo del padre con quien estaba el vuestro.

Jeppo.—Libre sois de no venir á cenar, Maffio.

Maffio.—Iré, si vais vos, Jeppo.

Jeppo.—¡Viva Júpiter, entonces! Y tú, Genaro, ¿no quieres ser de los nuestros esta noche?

Ascanio.—¿Acaso la Negroni ha dejado de invitarte?

Genaro.—Así es. Le habré parecido á la princesa mediano gentil-hombre.

Maffio (sonriendo).—Entonces, hermano, irás por tu parte á alguna cita amorosa, ¿no es eso?

Jeppo.—Á propósito, cuéntanos algo de lo que te decía Lucrecia la otra noche. Parece que anda loca por ti. Largo debió de hablarte. La libertad del baile era una buena ocasión para ella. Las mujeres no disfrazan su persona más que para desnudar más audazmente su alma. Rostro tapado, corazón desnudo.

(Desde algunos instantes Lucrecia está en el balcón cuya celosía ha entreabierto. Escucha.)

Maffio.—¡Ah! Has venido precisamente á alojarte delante de su balcón. ¡Genaro! ¡Genaro!

Apóstolo.—Lo cual no deja de ser algo peligroso, camarada, pues se dice que este digno duque de Ferrara anda muy celoso de su señora esposa.

Oloferno.—Vamos, Genaro, cuéntanos á qué alturas te encuentras en tus amoríos con Lucrecia Borgia.

Genaro.—Señores, si volvéis á hablarme de esa horrible mujer, habrá espadas que saldrán á relucir al sol.

Lucrecia (en el balcón, aparte).—¡Ay!

Maffio.—Es pura broma, Genaro. Pero me parece que bien se te puede hablar de esa dama, puesto que llevas sus colores.

Genaro.—¿Qué quieres decir?

Maffio (mostrándole la banda que lleva).—Esta banda.

Jeppo.—Son, en efecto, los colores de Lucrecia Borgia.

Genaro.—Fiametta es quien me la ha enviado.

Maffio.—Así lo crees tú. Lucrecia te lo ha enviado á decir; pero Lucrecia en persona es la que ha bordado la banda con sus propias manos para ti.

Genaro.—¿Estás seguro de ello, Maffio? ¿Por quién lo sabes?

Maffio.—Por tu criado, que te entregó la banda, y á quien ella sobornó.

Genaro.—¡Condenación!

(Arráncase la banda, la destroza y la pisotea.)

Lucrecia (aparte).—¡Ay!

(Cierra la celosía y se retira.)

Maffio.—Es una mujer hermosa, con todo.

Jeppo.—Sí, pero hay algo de siniestro impreso en su belleza.

Maffio.—Es un ducado de oro con la efigie de Satanás.

Genaro.—¡Oh! ¡Maldita sea esa Lucrecia Borgia! ¡Decís que esa mujer me ama! Pues bien: tanto mejor; sea este su castigo: ¡me horroriza! ¡Sí, me horroriza! Ya lo sabes, Maffio, siempre ha sido así; no hay manera de ser indiferente hacia una mujer que nos ama. Hay que amarla ó aborrecerla. ¿Y cómo amar á esa? Sucede que, cuando más perseguido se ve uno por el amor de esas mujeres, más las aborrece. Esta me persigue, me embiste, me tiene sitiado. ¿Por qué he podido merecer yo el amor de una Lucrecia Borgia? ¿No es eso acaso una vergüenza y una calamidad? Desde aquella noche en que de tan ruidosa manera me habéis dicho su nombre, no podéis creer hasta qué punto me es odioso el pensamiento de esa mujer malvada. En otro tiempo no veía yo á Lucrecia más que de lejos, á través de mil intervalos, como un fantasma terrible de pie sobre Italia, como el espectro de todo el mundo. Ahora este espectro es el mío, viene á sentarse á mi cabecera; me ama y quiere acostarse en mi lecho. ¡Por mi madre, esto es espantoso! ¡Ah, Maffio, ha matado al señor de Gravina, ha matado á tu hermano! Pues bien, ¡yo reemplazaré á tu hermano para contigo, y yo le vengaré para con ella!—¡He ahí, pues, su execrable palacio! ¡Palacio de la lujuria, palacio de la traición, palacio del asesinato, palacio del adulterio, palacio del incesto, palacio de todos los crímenes, palacio de Lucrecia Borgia! ¡Oh! el sello de infamia que no puedo poner sobre la frente de esa mujer, ¡quiero ponerle al menos en la fachada de su palacio!

(Sube sobre el banco de piedra que está debajo del balcón, y con su puñal hace saltar la primera letra del nombre de Borgia grabado en el muro, de manera que no queda más que la palabra: ORGIA.)

Maffio.—¿Qué diablos hace?

Jeppo.—Genaro, esta letra de menos en el nombre de Lucrecia, es tu cabeza de menos sobre tus espaldas.

Gubetta.—Señor Genaro, he aquí un retruécano que someterá mañana á media ciudad al tormento.

Genaro.—Si buscan al culpable, yo me presentaré.

Gubetta (aparte).—¡Me alegraría, pardiez! ¡Eso pondría en grande apuro á Lucrecia!

(Desde algunos instantes, dos hombres vestidos de negro se pasean por la plaza. Observan.)

Maffio.—Señores, he aquí unos individuos de mala catadura que nos miran algo curiosamente. Creo que será juicioso separarnos. No hagas nuevas locuras, hermano Genaro.

Genaro.—Anda tranquilo, Maffio. ¿Tu mano? Señores, divertíos mucho esta noche.

(Entra en su casa; los otros se dispersan.)

Escena IV

LOS DOS HOMBRES, vestidos de negro


Hombre 1.º—¿Qué diablos haces tú por ahí, Rustighello?

Hombre 2.º—Espero á que te largues, Astolfo.

Hombre 1.º—¿De veras?

Hombre 2.º—¿Y tú, qué haces ahí, Astolfo?

Hombre 1.º—Espero á que te largues, Rustighello.

Hombre 2.º—¿Con quién tienes que ver, Astolfo?

Hombre 1.º—Con el hombre que acaba de entrar ahí. ¿Y tú, con quién te las tienes?

Hombre 2.º—Con el mismo.

Hombre 1.º—¡Diablo!

Hombre 2.º—¿Qué piensas hacer con él?

Hombre 1.º—Llevárselo á la duquesa. ¿Y tú?

Hombre 2.º—Quiero llevárselo al duque.

Hombre 1.º—¡Diantre!

Hombre 2.º—¿Qué le espera en casa la duquesa?

Hombre 1.º—El amor sin duda. ¿Y en casa el duque?

Hombre 2.º—Probablemente la horca.

Hombre 1.º—¿Cómo componérnoslas? No debe hallarse á la vez en casa del duque y de la duquesa, amante feliz y ahorcado.

Hombre 2.º—Ahí va un ducado. Juguemos á cara ó cruz quien de nosotros se llevará el hombre.

Hombre 1.º—Lo dicho.

Hombre 2.º—Á fe mía, si pierdo le diré buenamente al duque que el pájaro había volado. ¿Qué me importan á mí los negocios del duque?

(Echa su ducado al aire.)

Hombre 1.º—Cruz.

Hombre 2.º (mirando á tierra).—Es cara.

Hombre 1.º—El hombre será ahorcado. Tómale. Adiós.

Hombre 2.º—Buenas noches.

(Cuando ha desaparecido el otro, abre la puerta baja que está cabe el balcón, entra y reaparece un momento después acompañado de cuatro esbirros, con los cuales va á llamar á la puerta de la casa donde ha entrado Genaro. Cae el telón.)

Acto II. La pareja

Parte primera

Una sala del palacio ducal de Ferrara. Tapices de cuero de Hungría incrustados de arabescos de oro. Mobiliario magnífico, según el gusto de fines del siglo XV en Italia. El sillón ducal de terciopelo rojo, bordado con las armas de la casa de Este. Al lado, una mesa cubierta de terciopelo rojo. En el fondo, una gran puerta. Á la derecha una puertecilla, y á la izquierda otra secreta. Detrás de ésta se ve, en un compartimento practicado en el teatro, el principio de una escalera en espiral que se hunde en el suelo y está iluminada por una larga y estrecha ventana enrejada.

Personajes

LUCRECIA.
ALFONSO DE ESTE.
GENARO.
MAFFIO.
RUSTIGHELLO.
UN HUJIER.

Escena I

D. ALFONSO DE ESTE, con traje de colores magnífico; RUSTIGHELLO, vestido con los mismos colores, pero de tela más sencilla


Rustighello.—Monseñor, quedan ejecutadas vuestras primeras órdenes. Espero otras.

Alfonso.—Toma esta llave y vé á la galería de Numa. Cuenta todos los entrepaños de la ensambladura, comenzando en la grande figura pintada, que está cerca de la puerta y representa á Hércules, hijo de Júpiter, uno de mis antepasados. Cuando llegues al vigésimo tercero, verás una pequeña abertura, oculta en las fauces de una serpiente dorada, que es una serpiente de Milon. Mandó hacer el tal entrepaño Ludovico el Moro. Introduce la llave en esta abertura y aquel girará sobre sus goznes como una puerta. En el armario secreto que recubre verás, sobre una bandeja de cristal, un frasco de oro y otro de plata con dos copas esmaltadas. En el frasco de plata hay agua pura. En el frasco de oro hay vino preparado. Llevarás la bandeja, sin tocar á nada, al gabinete contiguo á esta cámara, Rustighello; y si nunca has oído á aquellos cuyos dientes castañeteaban de terror, hablar del famoso veneno de los Borgias, que en polvo es blanco y centelleante como polvo de mármol de Carrara, y que, mezclado con el vino, cambia el de Romorantino en vino de Siracusa, te guardarás bien de tocar al frasco.

Rustighello.—¿Es esto todo, monseñor?

Alfonso.—No; tomarás tu mejor espada, te estarás en el gabinete, de pie, detrás de la puerta, de manera que oigas cuanto aquí se diga y para que puedas entrar á la primera señal que te haga con esta campanilla de plata, cuyo sonido conoces. (Muestra una campanilla sobre la mesa.) Si digo sencillamente: ¡Rustighello! entrarás con la bandeja. Si toco la campanilla, entrarás con la espada.

Rustighello.—Basta, monseñor.

Alfonso.—Tendrás la espada desnuda en la mano, á fin de no tomarte la molestia de desenvainarla.

Rustighello.—Bien.

Alfonso.—Rustighello, toma dos espadas. Una podría romperse. Anda.

(Rustighello sale por la puertecilla.)

Un hujier (entrando por la puerta del fondo).—Nuestra señora la duquesa desea hablar á nuestro señor el duque.

Alfonso.—Haced entrar á mi señora.

Escena II

ALFONSO y LUCRECIA


Lucrecia (entrando con impetuosidad).—Señor, señor, esto es indigno, esto es odioso, esto es infame. Algún hombre del pueblo, ¿sabéis eso, don Alfonso? acaba de mutilar el nombre de vuestra esposa, grabado debajo de mis armas de familia, en la fachada de vuestro propio palacio. La cosa se ha hecho en pleno día, públicamente, ¿por quién? lo ignoro, pero es harto injurioso y temerario. Se ha hecho de mi nombre un padrón de ignominia, y vuestro populacho de Ferrara, que es, á no dudarlo, el más infame de toda Italia, monseñor, está allí mofándose alrededor de mi blasón como si fuera una picota. ¿Os imagináis acaso, don Alfonso, que me resigno á esto y que no preferiría mil veces más morir de una puñalada, más bien que de la picadura envenenada del sarcasmo y de la befa? ¡Pardiez, señor, que me tratan extrañamente en vuestro señorío de Ferrara! Esto empieza á cansarme, y os encuentro demasiado tranquilo, mientras arrastran por los arroyos de vuestra ciudad la reputación de vuestra esposa, despedazada por la injuria y la calumnia. Me es menester una reparación ruidosa de esto, os lo prevengo, señor duque. Preparaos á hacer justicia porque es un acontecimiento grave el que acaba de acaecer ¿sabéis? ¿Creeríais acaso que no tengo en nada la estimación de nadie en el mundo y que mi marido puede dispensarse de ser mi caballero? No, no, monseñor; quien se casa, protege; quien da la mano, da el brazo. Cuento con ello. Cada día recibo una nueva injuria y nunca veo que os alteréis. ¿Acaso ese cieno de que me cubren no os salpica, don Alfonso? ¡Vaya, por mi alma, enfadaos un poco, que os vea una vez en la vida enojaros por mí, señor! Que estáis enamorado de mí, me decís algunas veces; estadlo, pues, de mi gloria; que estáis celoso, estadlo de mi reputación. Si he doblado con mi dote vuestros dominios hereditarios; si os he traído en matrimonio, no solamente la Rosa de oro y la bendición del Padre Santo sino lo que ocupa más lugar en la superficie del globo, Siena, Rímini, Cesena, Spoletto y Piombino, y más ciudades que castillos tenéis, y más ducados que baronías teníais; si he hecho de vos el más poderoso caballero de Italia, no es esto una razón para que dejéis que vuestro pueblo me escarnezca, me denigre y me insulte; para que dejéis á vuestra Ferrara señalar con el dedo á toda Europa á vuestra mujer, más despreciada y más bajamente puesta que la sirvienta de los criados de vuestros palafreneros; no es una razón, digo, para que vuestros vasallos no puedan verme pasar entre ellos sin decir: «¡Anda! ¡Esa mujer!...» Pues bien: os lo declaro, señor; quiero que el crimen de hoy sea perseguido y ejemplarmente castigado, ó bien me quejaré al papa, me quejaré al de Valentinois, que está en Forli con quince mil hombres de guerra; ved ahora si vale esto la pena de que os levantéis de vuestro sillón.

Alfonso.—Señora, el crimen de que os quejáis me es conocido.

Lucrecia.—¡Cómo, señor! ¡Os es conocido el crimen y no está descubierto todavía el criminal!

Alfonso.—El criminal está descubierto.

Lucrecia.—¡Vive Dios! Si está descubierto ¿cómo es que no está ya detenido?

Alfonso.—Está detenido, señora.

Lucrecia.—Por mi alma, si está detenido, ¿por qué motivo no está todavía castigado?

Alfonso.—Lo estará. He querido antes saber vuestra opinión sobre el castigo.

Lucrecia.—Habéis hecho bien, monseñor. ¿Dónde está?

Alfonso.—Aquí.

Lucrecia.—¡Ah! ¡aquí! He de hacer un ejemplar, ¿entendéis, señor? Esto es un crimen de lesa majestad, y esos crímenes hacen caer siempre la cabeza que los concibe y la mano que los ejecuta. ¿Conque está aquí? Quiero verle.

Alfonso.—Es fácil. (Llamando.) ¡Bautista!

(El hujier reaparece.)

Lucrecia.—Una palabra aún, señor, antes de que el culpable sea introducido. Quien quiera que fuere ese hombre, aunque fuese de nuestra ciudad, aunque fuese de nuestra casa, don Alfonso, dadme vuestra palabra de duque coronado de que no saldrá vivo de aquí.

Alfonso.—Os la doy. Os la doy, ¿lo entendéis bien, señora?

Lucrecia.—Bien está; sin duda que lo entiendo. Traedle ahora; quiero interrogarle yo misma. ¡Dios mío! ¿qué habré hecho yo á esa gente de Ferrara para que me persiga de este modo?

Alfonso (al hujier).—Haced entrar al preso.

(Ábrese la puerta del fondo. Vese aparecer á Genaro desarmado entre dos partesaneros. En el mismo momento se ve á Rustighello subir la escalera en el pequeño compartimiento de la izquierda, detrás de la puerta secreta; lleva en la mano una bandeja en la cual hay un frasco dorado, otro plateado y dos copas. Pone la bandeja en el alféizar de la ventana, saca su espada y se coloca detrás de la puerta.)

Escena III

Los mismos, GENARO


Lucrecia (aparte).—¡Genaro!

Alfonso (aproximándose á ella, bajo y con una sonrisa).—¿Conocíais acaso á ese hombre?

Lucrecia (aparte).—¡Es Genaro! ¡Qué fatalidad, Dios mío!

(Le mira con angustia; él aparta la vista.)

Genaro.—Señor duque, soy un simple capitán y os hablo con el respeto que conviene. Vuestra Alteza me ha hecho prender en mi alojamiento esta mañana: ¿qué me queréis?

Alfonso.—Señor capitán, se ha cometido esta mañana un crimen de lesa majestad frente á frente de la casa que habitáis. El nombre de nuestra bien amada esposa y prima doña Lucrecia Borgia ha sido insolentemente mutilado en la fachada de nuestro palacio ducal. Buscamos al culpable.

Lucrecia.—No es él; hay un error, don Alfonso. No es ese joven.

Alfonso.—¿Cómo lo sabéis?

Lucrecia.—Estoy segura de ello. Este joven es de Venecia y no de Ferrara. Así...

Alfonso.—¿Y qué prueba eso?

Lucrecia.—El hecho ha ocurrido esta mañana y yo sé que él ha pasado aquellas horas en casa de una joven llamada Fiametta.

Genaro.—No, señora.

Alfonso.—Ya ve Vuestra Alteza que ha sido mal informada. Dejadme que le interrogue. Capitán Genaro, ¿sois vos quien ha cometido el crimen?

Lucrecia (desesperada).—¡Me ahogo aquí! ¡Aire! ¡aire! ¡tengo necesidad de respirar un poco! (Se dirige á una ventana, y pasando al lado de Genaro le dice en voz baja y rápidamente): Dí que no eres tú.

Alfonso (aparte).—Le ha hablado en voz baja.

Genaro.—Duque Alfonso, los pescadores de Calabria que me criaron y que me han templado muy joven en el mar para hacerme fuerte y atrevido, me han enseñado esta máxima con la cual se puede arriesgar á menudo la vida, nunca el honor: «Haz lo que dices, dí lo que haces.» Duque Alfonso, yo soy el hombre á quien buscáis.

Alfonso (volviéndose á Lucrecia).—Tenéis mi palabra de duque coronado, señora.

Lucrecia.—Tengo que deciros dos palabras en particular, monseñor.

(El duque hace seña al hujier y á los guardias de retirarse con el prisionero á la sala contigua).

Escena IV

LUCRECIA, ALFONSO


Alfonso.—¿Qué me queréis, señora?

Lucrecia.—Lo que yo os quiero, don Alfonso, es que no quiero que ese joven muera.

Alfonso.—Hace apenas un instante habéis venido á mi encuentro como la tempestad, irritada y llorosa; os habéis quejado de un ultraje que se os había inferido; habéis reclamado con injurias y gritos la cabeza del culpable; me habéis pedido mi palabra ducal de que no saldría vivo de aquí; os la he lealmente concedido, ¡y ahora no queréis que muera! ¡Por Cristo, señora, que esto es extraño!

Lucrecia.—No quiero que ese joven muera, señor duque.

Alfonso.—Señora, los caballeros tan probados como yo no tienen costumbre de dejar su fe en prenda. Tenéis mi palabra y es menester que la retire. He jurado que el culpable moriría y morirá. Por mi alma, que podéis escoger vos misma el género de muerte.

Lucrecia (con aire risueño y lleno de dulzura).—Don Alfonso, don Alfonso, en verdad que no hacemos más que decir locuras vos y yo. Es cierto que soy una mujer caprichosa; mi padre me ha consentido demasiado ¡qué queréis! Desde mi infancia se ha obedecido á todos mis caprichos. Lo que yo quería hace un cuarto de hora, no lo quiero ya en este momento. Ya sabéis, don Alfonso, que siempre he sido así. Vamos, sentaos ahí, cerca de mí, y hablemos un poco, tierna y cordialmente, como marido y mujer, como dos buenos amigos.

Alfonso (tomando por su parte cierto aire de galantería).—Doña Lucrecia, sois mi señora y me considero harto dichoso con que os plazca tenerme un momento á vuestros pies.

(Siéntase cerca de ella.)

Lucrecia.—¡Qué bueno es entenderse! ¿Sabéis, Alfonso, que os amo como el primer día de mi matrimonio, aquel día en que hicisteis tan deslumbradora entrada en Roma, entre el señor de Valentinois, mi hermano, y el señor cardenal Hipólito de Este, que lo es vuestro? Yo estaba en el balcón de las gradas de San Pedro. ¡Recuerdo aún vuestro hermoso caballo blanco cargado de guarniciones de oro y el noble aspecto de rey que teníais!

Alfonso.—Erais también muy bella vos, señora, y aparecíais bien resplandeciente bajo vuestro dosel de brocado de plata.

Lucrecia.—¡Oh, no me habléis de mí, monseñor, cuando os hablo de vos! Cierto que todas las princesas de Europa me envidian el haberme casado con el mejor caballero de la Cristiandad. Y yo os amo verdaderamente, como si tuviese diez y ocho años. ¿Sabéis que os amo, no es verdad, Alfonso? ¿No lo habéis dudado nunca, á lo menos? Soy fría algunas veces, y distraída; esto proviene de mi carácter y no de mi corazón. Escuchad, Alfonso: si Vuestra Alteza me riñese por ello suavemente, yo me corregiría bien pronto. ¡Qué cosa tan buena es amarnos como lo hacemos! ¡Dadme vuestra mano, dadme un beso, don Alfonso! Á la verdad, pienso ahora en ello, es muy ridículo que un príncipe y una princesa como vos y yo, que están sentados uno al lado de otro en el más bello trono ducal que haya en el mundo, y que se aman, hayan estado á punto de disputar por un miserable capitanete aventurero veneciano. Dad orden para arrojar de aquí á ese hombre y no hablemos más de ello. Que vaya donde le plazca ese pícaro ¿no es verdad, Alfonso? El león y la leona no van á irritarse por un pulgón. ¿Sabéis, monseñor, que si la corona ducal fuese otorgada en certamen al más hermoso caballero de vuestro ducado de Ferrara, seríais vos, también, quien la tendría? Esperad á que vaya á decirle á Bautista de parte vuestra que se ha de expulsar cuanto antes de Ferrara á ese Genaro.

Alfonso.—No corre prisa.

Lucrecia (con aire juguetón).—Quisiera no tener que pensar más en el asunto. Vamos, monseñor, dejadme terminar esta cuestión á mi manera.

Alfonso.—Es menester que termine según la mía.

Lucrecia.—Pero, en fin, Alfonso mío, ¿no tenéis razón alguna para querer la muerte de ese hombre?

Alfonso.—¿Y la palabra que os he dado? El juramento de un rey es sagrado.

Lucrecia.—Esto es bueno para decírselo al pueblo. Pero de vos á mí, Alfonso, ya sabemos lo que es eso. El Padre Santo había prometido á Carlos VIII de Francia la vida de Zizimí, y Su Santidad no por eso dejó de matar á Zizimí. El señor de Valentinois se había constituído bajo palabra en rehenes del mismo niño Carlos VIII, y el señor de Valentinois no por eso dejó de evadirse del campo francés así que pudo. Vos mismo habíais prometido á los Petrucci devolverles Siena. No lo habéis hecho ni debido hacer. ¡Eh! La historia de los países está llena de estas cosas. Ni reyes ni naciones podrían vivir un día con la rigidez de los juramentos que se guardaran. Entre nosotros, Alfonso, una palabra jurada no es una necesidad sino cuando no se presenta otra.

Alfonso.—Sin embargo, doña Lucrecia, un juramento...

Lucrecia.—No me deis esas malas razones. No soy ninguna tonta. Decidme más bien, mi caro Alfonso, si tenéis algún motivo de queja contra ese Genaro. ¿No? Pues bien, concededme su vida. Bien me habéis concedido su muerte. ¿Qué os importa que me plazca perdonarle? Yo soy la ofendida.

Alfonso.—Justamente porque os ha ofendido, amor mío, no quiero concederle mi perdón.

Lucrecia.—Si me amáis, Alfonso, no os opondréis por más tiempo á mis deseos. ¿Y si me place ensayarme en la clemencia? Es un medio para hacerme querer de vuestro pueblo. Quiero que vuestro pueblo me ame. La misericordia, Alfonso, hace asemejar un rey á Jesucristo. Seamos soberanos misericordiosos. Esta pobre Italia tiene bastantes tiranos sin nosotros, desde el barón, vicario del Papa, hasta el Papa, vicario de Dios. Acabemos con esto, querido Alfonso. Poned á ese Genaro en libertad. Es un capricho, si queréis; pero algo tiene de sagrado y de augusto el capricho de una mujer cuando salva la cabeza de un hombre.

Alfonso.—No puedo, querida Lucrecia.

Lucrecia.—¿No podéis? Pero en fin, ¿por qué no podéis concederme una cosa tan insignificante como la vida de ese capitán?

Alfonso.—¿Me preguntáis por qué, amor mío?

Lucrecia.—Sí; ¿por qué?

Alfonso.—Porque ese capitán es vuestro amante, señora.

Lucrecia.—¡Cielos!

Alfonso.—¡Porque le habéis ido á buscar á Venecia! ¡Porque le iríais á buscar al infierno! ¡Porque os he seguido mientras le seguíais! ¡Porque os he visto, enmascarada y palpitante, correr tras él como la loba en pos de su presa! ¡Porque ahora mismo le cubríais con una mirada llena de lágrimas y de fuego! ¡Porque os habéis prostituído á él, sin duda alguna, señora! ¡Porque hay ya bastante vergüenza é infamia y adulterio en todo eso! ¡Porque es tiempo de que vengue mi honor y haga correr alrededor de mi lecho un río de sangre, entendedlo bien, señora!

Lucrecia.—Don Alfonso...

Alfonso.—¡Callad! ¡Velad por vuestros amantes desde ahora, Lucrecia! Poned en la puerta por donde se entra á vuestra cámara nocturna al hujier que queráis; pero en la puerta por donde se sale habrá ahora un portero de mi elección, el verdugo.

Lucrecia.—Monseñor, os juro...

Alfonso.—No juréis. Eso de los juramentos es bueno para el pueblo. No me deis tan malas razones.

Lucrecia.—Si supiérais...

Alfonso.—¡Ved, señora, que aborrezco á toda vuestra abominable familia de los Borgias, y vos la primera, á quien tan locamente he amado! Es menester que os lo diga; es una cosa vergonzosa, sorprendente é inaudita ver aliadas en nuestras dos personas la casa de Este, que vale más que la de Valois y la casa de Tudor, la casa de Este, digo, y la familia Borgia, que ni siquiera se llama Borgia, que se llama Lenzuoli, ó Lenzolio, ¡qué sé yo! ¡Cáusame horror vuestro hermano César, que ha matado á su hermano Juan! ¡Me inspira horror vuestra madre Rosa Vanozza, la vieja ramera, que escandaliza á Roma después de haber escandalizado á Valencia! Y en cuanto á vuestros pretendidos sobrinos los duques de Sermoneto y de Nepi... ¡buenos duques son á fe mía! ¡duques de ayer! ¡duques hechos con ducados robados! Dejadme acabar. Me causa horror vuestro padre, que es papa, y tiene un serrallo de mujeres como el Gran Turco Bayaceto; vuestro padre, que es el Anti-Cristo; vuestro padre, que llena el presidio de personas ilustres y el sacro colegio de bandidos, de tal suerte, que viendo vestidos de rojo á galeotes y cardenales, se pregunta uno quiénes son los unos y quiénes los otros. Idos, ahora.

Lucrecia.—¡Monseñor! ¡monseñor! os pido de rodillas y con las manos juntas, por Jesús y María, por vuestro padre y vuestra madre, monseñor, os pido la vida de ese capitán.

Alfonso.—¡En esto pára el amor! Podréis hacer de su cadáver lo que os plazca, señora, y quiero que sea esto antes de haber pasado una hora.

Lucrecia.—¡Perdón para Genaro!

Alfonso.—Si pudiéseis leer la firme resolución que tengo formada en mi ánimo, me hablaríais de ello como si estuviese ya muerto.

Lucrecia (levantándose).—¡Ah! ¡Tened cuidado, don Alfonso de Ferrara, mi cuarto marido!

Alfonso.—¡Oh, no os hagáis la terrible, señora! En mi alma no os temo. Sé vuestras costumbres. ¡No me dejaré envenenar como vuestro primer esposo, aquel pobre caballero español, cuyo nombre no sé, ni vos tampoco! ¡No me dejaré echar como vuestro segundo marido Juan Sforza, señor de Pésaro, ese imbécil! ¡No me dejaré matar á golpes de pica, en no importa qué escalera, como el tercero, don Alfonso de Aragón, débil niño, cuya sangre ha manchado las losas de otra suerte que si fuese agua pura! ¡Ah, no reza eso conmigo! Yo soy hombre, señora, y el nombre de Hércules se lleva á menudo en mi familia. ¡Vive el cielo! tengo llena de soldados mi ciudad y mi señorío, y yo mismo lo soy y no he vendido aún, como ese pobre rey de Nápoles, mis buenos cañones al papa, vuestro santo padre.

Lucrecia.—Os arrepentiréis de esas palabras, señor. Olvidáis que soy...

Alfonso.—Sé muy bien quién sois, pero sé muy bien dónde os halláis. Sois la hija del papa, pero no estáis en Roma, y sois la gobernadora de Spoletto, pero no estáis en Spoletto; sois la mujer, la vasalla y la sierva de Alfonso, duque de Ferrara, y estáis en Ferrara. (Lucrecia, pálida de terror y de cólera, mira fijamente al duque y retrocede lentamente ante él, hasta un sillón donde viene á caer como desfallecida.) ¡Ah! Eso os sorprende, tenéis miedo de mí, señora. Hasta ahora he sido yo quien ha tenido miedo de vos, y entiendo que no será así de hoy en adelante. Para empezar, he aquí al primero de vuestros amantes cogido y condenado á muerte.

Lucrecia (con voz débil).—Razonemos un poco, don Alfonso. Si este hombre es el mismo que ha cometido para conmigo el crimen de lesa majestad, no puede ser al mismo tiempo mi amante...

Alfonso.—¿Por qué no? ¡En un acceso de despecho, de cólera, de celos! Porque puede estar celoso él, también. Por otra parte ¿yo qué sé? Quiero que este hombre muera. Es mi voluntad. Este palacio está lleno de soldados que me son leales y no conocen á nadie más que á mí. No puede escapar. Nada impediréis, señora. He dejado á Vuestra Alteza la elección del género de muerte. Decidid.

Lucrecia (retorciéndose las manos).—¡Oh Dios mío! ¡Oh Dios mío! ¡Oh Dios mío!

Alfonso.—¿No respondéis? Voy á ordenar que le maten en la antecámara á estocadas.

(Se dispone á salir; Lucrecia le coge por el brazo.)

Lucrecia.—¡Deteneos!

Alfonso.—¿Preferís servirle vos misma un vaso de vino de Siracusa?

Lucrecia.—¡Genaro!

Alfonso.—Es menester que muera.

Lucrecia.—No á estocadas.

Alfonso.—Poco me importa la manera. ¿Qué elegís?

Lucrecia.—Lo otro.

Alfonso.—¿Tendréis cuidado de no equivocaros y de darle vos misma el contenido del frasco de oro que sabéis? Por lo demás, yo estaré allí. No os figuréis que vaya á dejaros.

Lucrecia.—Haré lo que queráis.

Alfonso.—¡Bautista! (El hujier reaparece.) Traed al preso.

Lucrecia.—Sois un hombre terrible, monseñor.

Escena V

Los mismos, GENARO, los guardias


Alfonso.—¿Qué es lo que he oído decir, señor Genaro? ¿Que lo que habéis hecho esta mañana sólo ha sido por aturdimiento y bravata, y sin mala intención; que la señora duquesa os perdona, y que por otra parte sois un valiente? Por mi madre, si es así, podéis volveros sano y salvo á Venecia. Á Dios no plazca que prive yo á la magnífica república de Venecia de un buen servidor, y á la cristiandad de un brazo fiel que lleva una fiel espada cuando hay allende las aguas de Chipre y de Candía idólatras y sarracenos.

Genaro.—Enhorabuena, monseñor. No me esperaba, lo confieso, este desenlace. Pero doy las gracias á Vuestra Alteza. La clemencia es una virtud de raza real, y Dios perdonará allá arriba al que perdona aquí abajo.

Alfonso.—Capitán, ¿es buen servicio el de la república? ¿Cuánto ganáis un año con otro?

Genaro.—Tengo una compañía de cincuenta lanzas, monseñor, que pago y visto. La serenísima república, sin contar los gajes y las presas, me da dos mil cequíes de oro por año.

Alfonso.—¿Y si yo os ofreciese cuatro mil, me serviríais á mí?

Genaro.—No podría. Debo servir aún cinco años á la república. Estoy ligado.

Alfonso.—¿Cómo ligado?

Genaro.—Por juramento.

Alfonso (bajo á Lucrecia).—Parece que esa gente cumple los suyos, señora. (Alto.) No hablemos más de ello, señor Genaro.

Genaro.—No he cometido ninguna cobardía para salvar la vida, pero puesto que Vuestra Alteza me la deja, he aquí lo que puedo decir ahora. Vuestra Alteza se acordará de que en el asalto de Faenza, hace dos años, monseñor el duque Hércules de Este, vuestro padre, corrió gran peligro de perecer á manos de dos arcabuceros del Valentinois que iban á matarle. Un soldado aventurero le salvó la vida.

Alfonso.—Sí, y nunca se ha podido encontrar á ese soldado.

Genaro.—Era yo.

Alfonso.—Pardiez, capitán, esto merece recompensa. ¿No aceptaríais por acaso esta bolsa llena de cequíes de oro?

Genaro.—Hacemos juramento cuando entramos al servicio de la república de no recibir dinero alguno de los soberanos extranjeros. Con todo, si Vuestra Alteza me lo permite, tomaré esta bolsa y la distribuiré en mi nombre á los bravos soldados que veo aquí.

(Muestra los guardias.)

Alfonso.—Hacedlo. (Genaro toma la bolsa.) Pero, entonces, beberéis conmigo, siguiendo la misma costumbre que mis antepasados, á fuer de buenos amigos como somos, un vaso de mi vino de Siracusa.

Genaro.—De muy buena gana, señor.

Alfonso.—Y para honrar á quien ha salvado nada menos que á mi padre, quiero que sea la señora duquesa en persona quien os escancie el vino. (Genaro se inclina y se vuelve para ir á distribuir el dinero á los soldados en el fondo del teatro. El duque llama): ¡Rustighello! (Rustighello aparece con la bandeja.) Pon la bandeja ahí, sobre esa mesa. Bien. (Cogiendo á Lucrecia por la mano.) Señora, escuchad lo que voy á decirle á ese hombre. Rustighello, vuelve á colocarte detrás de esa puerta con tu espada desnuda en la mano; si oyes el sonido de esta campanilla, entrarás. Anda. (Rustighello sale, y se ve cómo vuelve á colocarse detrás de la puerta.) Señora, le echaréis vos misma de beber al joven, y tendréis cuidado de escanciarle lo que hay en el frasco de oro.

Lucrecia (pálida, con voz débil).—Si supiéseis lo que hacéis en este momento, y cuán horrible cosa es, os estremeceríais, por desnaturalizado que seáis, monseñor.

Alfonso.—Tened cuidado con no equivocar el frasco. Vamos, capitán.

(Genaro, que ha terminado su distribución del dinero, vuelve al proscenio. El duque se sirve de beber en una de las dos copas esmaltadas con el frasco de plata, y toma la suya, llevándola á sus labios.)

Genaro.—Estoy confuso con tantas bondades, señor.

Alfonso.—Señora, escanciadle vino al señor Genaro. ¿Qué edad tenéis, capitán?

Genaro (tomando la otra copa y presentándola á la duquesa).—Veinte años.

Alfonso (bajo, á la duquesa, que trata de coger el frasco de plata).—El frasco de oro, señora. (Lucrecia le toma temblando.) ¡Bravo! ¿Y andaréis enamorado?...

Genaro.—¿Quién no lo está un poco, monseñor?

Alfonso.—¿Sabéis, señora, que hubiera sido una crueldad privar al capitán de la vida, del amor, del sol de Italia, de las ilusiones de los veinte años, de su gloriosa carrera de soldado y de aventurero por la cual han empezado todas las casas reales, de las fiestas, de los bailes de máscaras, de los alegres carnavales de Venecia donde se engaña á tantos maridos, y de las hermosas mujeres que ese joven puede amar y que deben amarle? ¿No es verdad, señora? Dad de beber al capitán. (Por lo bajo.) Si vaciláis, hago entrar á Rustighello.

Genaro.—Os doy gracias, monseñor, por dejarme vivir para mi pobre madre.

Lucrecia (aparte).—¡Oh, qué horror!

Alfonso (bebiendo).—¡Á vuestra salud, capitán Genaro; que viváis muchos años!

Genaro.—¡Monseñor, Dios os conserve!

(Bebe.)

Lucrecia (aparte).—¡Cielos!

Alfonso (aparte).—Ya está. (Alto.) Y con esto, os dejo, capitán. Partiréis para Venecia cuando queráis. (Bajo, á Lucrecia.) Dadme las gracias, señora, os dejo á solas con él. Debéis tener que despediros. Vivid con él, si así os parece, su último cuarto de hora.

Escena VI

LUCRECIA, GENARO


(Vese siempre en el compartimiento á Rustighello, inmóvil detrás de la puerta secreta.)

Lucrecia.—¡Genaro! ¡Estáis envenenado!

Genaro.—¡Envenenado, señora!

Lucrecia.—¡Envenenado!

Genaro.—Habría debido conocerlo, habiéndome escanciado vos el vino.

Lucrecia.—¡Oh, no me agobiéis, Genaro! No me quitéis las pocas fuerzas que me quedan, de las cuales tengo necesidad aún por algunos instantes. Oídme: el duque está celoso de vos; el duque os cree mi amante, y no me ha dejado otra alternativa que la de veros dar de puñaladas delante de mí por Rustighello ó daros yo misma el veneno. Un veneno terrible, Genaro, un veneno cuyo solo nombre hace palidecer á todo italiano que sabe la historia de los últimos veinte años.

Genaro.—Sí, los venenos de los Borgias.

Lucrecia.—De él habéis bebido. Nadie en el mundo conoce el antídoto de esta composición terrible, nadie, excepto el papa, el señor de Valentinois y yo. Tomad, ved esta redomilla que llevo oculta siempre en mi seno. Esta redomilla, Genaro, es la vida, es la salud, es la salvación. Una sola gota en vuestros labios y estáis salvado.

(Quiere aproximar la redoma á los labios de Genaro, que retrocede.)

Genaro (mirándola fijamente).—Señora, ¿quién me dice que no sea ese el veneno?

Lucrecia (cayendo aniquilada en el sillón).—¡Dios mío! ¡Dios mío!

Genaro.—¿No os llamáis Lucrecia Borgia? ¿Creéis que no me acuerdo del hermano de Bayaceto? Sí; sé un poco de historia... Hiciéronle creer, á él también, que estaba envenenado por Carlos VIII y se le dió un antídoto del cual murió. Y la mano que le presentó el antídoto es la que tiene ahora esa redoma. ¡Y la boca que le dijo que bebiera, hela aquí, me habla!

Lucrecia.—¡Miserable de mí!

Genaro.—Oíd, señora, no me engañan vuestras apariencias de amor. Abrigáis algún siniestro designio sobre mí. Esto se ve. Debéis saber quién soy. En este momento se lee en vuestro rostro que lo sabéis; fácil es conocer que alguna razón poderosa tendréis para no decírmelo nunca. Vuestra familia debe conocer á la mía, y quizás á estas horas no es de mí de quien os vengáis envenenándome, sino, ¿quién sabe?, de mi madre...

Lucrecia.—¡Vuestra madre, Genaro! Quizás la veis distinta de lo que es. ¿Qué diríais si no fuese más que una mujer criminal como yo?

Genaro.—No la calumniéis. ¡Oh, no, mi madre no es una mujer como vos, doña Lucrecia! ¡Oh! la siento en mi corazón y la sueño en mi alma tal como es; tengo su imagen aquí, nacida conmigo; no la amaría como la amo si no fuese digna de mí. El corazón de un hijo no se engaña sobre su madre. La aborrecería si pudiese parecerse á vos. Pero, no, no; hay algo en mí que me dice muy alto que mi madre no es una de esas infames culpables de incesto, de lujuria y de envenenamiento como vosotras, las hermosas mujeres de este tiempo. ¡Oh Dios! Estoy bien seguro de ello; ¡si hay bajo el cielo una mujer inocente, una mujer virtuosa, una mujer santa, es mi madre! ¡Oh! Así es ella y no de otra manera. La conocéis sin duda, doña Lucrecia, y no me desmentiréis.

Lucrecia.—¡No, á esa mujer, Genaro, á esa madre, no la conozco!

Genaro.—Pero ¿ante quién estoy hablando así? ¿Qué os importan á vos, Lucrecia Borgia, las alegrías ó los dolores de una madre? No habéis tenido hijos nunca, dicen, y debéis sentiros bien venturosa. Porque vuestros hijos, si los tuviéseis, ¿sabéis que renegarían de vos, señora? ¿Qué desdichado, bastante dejado de la mano del cielo, quisiera una madre semejante? ¡Ser hijo de Lucrecia Borgia! ¡Llamar madre á Lucrecia Borgia! ¡Oh!...

Lucrecia.—Genaro, estáis envenenado; el duque, que os cree muerto, puede llegar de un momento á otro. No debería pensar yo más que en vuestra salvación y en vuestra fuga, pero me decís cosas tan terribles, que no me queda más que permanecer ahí, petrificada, oyéndolas.

Genaro.—Señora...

Lucrecia.—Veamos; se ha de acabar. Maltratadme, agobiadme con vuestro desprecio; pero, estáis envenenado; bebed esto en seguida.

Genaro.—¿Qué debo creer yo, señora? El duque es leal; he salvado la vida á su padre. Vos, no; os he ofendido y tenéis que vengaros de mí.

Lucrecia.—¡Vengarme de ti, Genaro! Si fuera menester dar toda mi vida para añadir una hora á la tuya, derramar toda mi sangre para impedir que vertieses una lágrima, sentarme en la picota para colocarte sobre un trono, pagar con una tortura del infierno cada uno de tus menores placeres, no vacilaría yo, no murmuraría, sería feliz y besaríate los pies, Genaro. ¡Oh, no sabrás tú nunca nada de mi pobre corazón sino que está lleno de ti! Genaro, el tiempo urge, el veneno corre, de un momento á otro lo sentirás... un poco más y no será ya tiempo. La vida abre en este momento dos espacios oscuros delante de ti, pero el uno tiene menos minutos que años el otro. La elección es terrible. Deja que yo te guíe. Ten piedad de ti y de mí, Genaro. ¡Bebe pronto, en nombre del cielo!

Genaro.—Bueno; está bien. Si hay un crimen en esto, caiga sobre vuestra cabeza. Después de todo, digáis ó no verdad, no vale mi vida la pena de ser tan disputada. Dadme.

(Toma la redomilla y bebe.)

Lucrecia.—¡Salvado! Ahora es menester partir para Venecia á caballo y á escape. ¿Tienes dinero?

Genaro.—Tengo.

Lucrecia.—El duque te cree muerto. Fácil será ocultarle tu fuga. Espera; guarda ese frasco y llévalo siempre encima. En tiempos como los que vivimos, el veneno figura en todos los convites. Tú, sobre todo, estás expuesto. Ahora, parte pronto. (Mostrándole la puerta secreta que entreabre.) Baja por esta escalera que comunica con uno de los patios del palacio Negroni. Fácil te será evadirte por allí. No esperes hasta mañana, no esperes la puesta de sol, no esperes una hora, ni siquiera media. Abandona á Ferrara en seguida, abandona á Ferrara como si fuese Sodoma que arde, y no vuelvas la vista atrás. ¡Adiós! espera un instante. ¡Tengo una última palabra que decirte, Genaro mío!

Genaro.—Hablad, señora.

Lucrecia.—Te digo adiós en este momento, Genaro, para no volver á verte jamás. No has de pensar ya encontrarte alguna vez en mi camino. Es la sola dicha que tendría yo en el mundo; pero sería arriesgar tu cabeza. Henos aquí separados para siempre en esta vida; ¡ay! ¡harto segura estoy también de que lo mismo estaremos separados en la otra! Genaro, ¿no me dirás una sola palabra de cariño antes de abandonarme así por una eternidad?

Genaro (bajando los ojos).—Señora...

Lucrecia.—¡Acabo de salvarte la vida, en fin!...

Genaro.—Así lo decís. Todo esto me parece lleno de tinieblas. No sé qué pensar. Ved, señora, todo puedo perdonároslo excepto una cosa.

Lucrecia.—¿Cuál?

Genaro.—Juradme por todo cuanto os es caro, por mi propia cabeza, puesto que me amáis, por la salvación eterna de mi alma, que vuestros crímenes no tienen que ver nada con las desgracias de mi madre.

Lucrecia.—Todas las palabras son formales en vos, Genaro. No puedo juraros eso.

Genaro.—¡Oh madre! ¡madre mía! He aquí la espantosa mujer que ha causado tu desgracia.

Lucrecia.—Genaro...

Genaro.—Lo habéis confesado, señora. ¡Adiós! ¡Maldita seáis!

Lucrecia.—Y tú, Genaro, ¡bendito seas!

(Sale. Lucrecia cae desvanecida en el sillón.)

Parte segunda

La segunda decoración. La plaza de Ferrara con el balcón ducal á un lado y la casa de Genaro al otro. Es de noche.

Escena I

D. ALFONSO, RUSTIGHELLO, embozados en sus capas


Rustighello.—Sí, monseñor, así ha pasado esto. Con no sé qué filtro le ha vuelto á la vida y le ha hecho huir por el patio del palacio Negroni.

Alfonso.—¿Y tú has sufrido eso?

Rustighello.—¿Cómo estorbarlo? Había corrido el cerrojo de la puerta. Yo estaba encerrado.

Alfonso.—Era menester echar la puerta abajo.

Rustighello.—Una puerta de encina; un cerrojo de hierro. ¡Fácil cosa!

Alfonso.—¡No importa! Era preciso romper el cerrojo, entrar y matar á ese hombre.

Rustighello.—En primer lugar, suponiendo que yo hubiese podido derribar la puerta, doña Lucrecia le habría cubierto con su cuerpo. Me hubiese sido forzoso también matar á doña Lucrecia.

Alfonso.—¿Y qué?

Rustighello.—Yo no tenía orden para ello.

Alfonso.—Rustighello, los buenos servidores son los que comprenden á los príncipes sin ocasionarles la molestia de decirlo todo.

Rustighello.—Y luego, habría temido indisponer á Vuestra Alteza con el papa.

Alfonso.—¡Imbécil!

Rustighello.—Era muy delicado, monseñor. ¡Matar á la hija del Padre Santo!

Alfonso.—Y sin matarla ¿no podías acaso gritar, llamarme, advertirme, impedir al amante que se escapase?

Rustighello.—Sí, y luego, al día siguiente Vuestra Alteza se habría reconciliado con doña Lucrecia, y al otro doña Lucrecia me hubiera mandado ahorcar.

Alfonso.—Basta. Me has dicho que aún no se había perdido nada.

Rustighello.—No. Ved: hay una luz en esa ventana. Genaro no ha partido aún. Su criado, á quien sobornó antes la duquesa, lo he sobornado yo á mi vez, y me lo ha revelado todo. En este momento aguarda á su amo junto á la ciudadela con dos caballos ensillados. Genaro va á salir, para reunirse con él ahora mismo.

Alfonso.—En este caso, embosquémonos detrás del ángulo de su casa. La noche es oscura. Le mataremos cuando pase.

Rustighello.—Como vos lo ordenéis.

Alfonso.—¿Es buena tu espada?

Rustighello.—Sí.

Alfonso.—¿Traes puñal?

Rustighello.—Dos cosas hay bajo el cielo difíciles de encontrar: un italiano sin puñal, y una italiana sin amante.

Alfonso.—Está bien. Herirás con ambas manos.

Rustighello.—Monseñor, ¿por qué no dais orden de arrestarle simplemente, y que lo ahorquen luego por sentencia del fiscal?

Alfonso.—Es súbdito de Venecia y sería declarar la guerra á la república. No. Una puñalada viene de no se sabe dónde y no compromete á nadie. El envenenamiento valdría más aún, pero ha fracasado.

Rustighello.—Entonces, ¿queréis, monseñor, que vaya á buscar cuatro esbirros para despacharle, sin que tengáis la molestia de mezclaros en ello?

Alfonso.—No. Maquiavelo me ha dicho á menudo que en estos casos lo mejor era que los príncipes hiciesen las cosas por sí mismos.

Rustighello.—Monseñor, oigo que alguien se acerca.

Alfonso.—Coloquémonos junto á esta pared.

(Ocúltanse en la sombra, bajo el balcón. Aparece Maffio en traje de fiesta, que llega tarareando y va á llamar á la puerta de Genaro.)

Escena II

D. ALFONSO y RUSTIGHELLO ocultos; MAFFIO y GENARO


Maffio.—¡Genaro!

(Abren la puerta, apareciendo Genaro.)

Genaro.—¿Eres tú, Maffio? ¿Quieres entrar?

Maffio.—No. Vengo sólo á decirte dos palabras. ¿Decididamente no vienes á cenar con nosotros á casa de la princesa Negroni?

Genaro.—No estoy invitado.

Maffio.—Yo te presentaré.

Genaro.—Hay otra razón que debo decirte. Me marcho.

Maffio.—¿Cómo, partes?

Genaro.—Dentro de un cuarto de hora.

Maffio.—¿Por qué?

Genaro.—Te lo diré en Venecia.

Maffio.—¿Cuestión de amores?

Genaro.—Sí, cuestión de amor.

Maffio.—Te portas mal conmigo, Genaro. Habíamos jurado no abandonarnos nunca, ser inseparables, ser hermanos, y ahora partes sin mí.

Genaro.—¡Vente conmigo!

Maffio.—¡No: ven conmigo tú! Vale más pasar la noche á la mesa con lindas mujeres y alegres convidados, que no en la carretera, entre bandidos y barrancos.

Genaro.—No estabas muy seguro esta mañana de tu princesa Negroni.

Maffio.—Me he informado. Jeppo tenía razón. Es una mujer encantadora y de excelente humor, que gusta de versos y de música. Esto es todo. Vamos, ven conmigo.

Genaro.—No puedo.

Maffio.—¡Partir de noche! Vas á morir asesinado.

Genaro.—Tranquilízate. Adiós. Que te diviertas mucho.

Maffio.—Genaro, me da mala espina tu viaje.

Genaro.—Maffio, me da mala espina tu cena.

Maffio.—¡Si te sucediese alguna desgracia sin estar yo allí!

Genaro.—¿Quién sabe si no tendré que acusarme mañana de haberte abandonado esta noche?

Maffio.—Vamos, decididamente no nos separamos. Cedamos algo cada uno por su parte. Ven esta noche conmigo á casa de la Negroni, y mañana, al rayar el alba, partiremos juntos. ¿Te avienes?

Genaro.—Preciso será que te cuente, Maffio, los motivos de mi repentina partida. Vas á ver si tengo razón.

(Se lleva á Maffio aparte y le habla al oído.)

Rustighello (bajo el balcón, en voz baja á don Alfonso).—¿Atacamos, monseñor?

Alfonso.—Veamos el final de esto.

Maffio (echándose á reir después de la relación de Genaro).—¿Quieres que te lo diga, Genaro? Estás equivocado. No hay en todo ese negocio ni veneno ni contra-veneno. Pura comedia. La Lucrecia está perdidamente enamorada de ti y ha querido hacerte creer que te salvaba la vida, esperando convertir suavemente la gratitud en amor. El duque es un buen hombre, incapaz de envenenar ó asesinar á nadie. Has salvado la vida á su padre, por otra parte, y lo sabe. La duquesa quiere que partas. Está muy bien. Sus amoríos serían, en efecto, más fáciles en Venecia que no en Ferrara. El marido la estorba siempre un poco. En cuanto á la cena de la princesa Negroni será altamente deliciosa. Tú vendrás. ¡Qué diablo, hay que razonar un poco y no exagerar nada! Sabes que soy presidente y que doy buenos consejos. Porque haya habido dos ó tres cenas famosas en las que los Borgias han envenenado, con muy buen vino, á algunos de sus mejores amigos, no se deduce que no deba cenarse absolutamente. No se sigue de aquí que deba verse siempre veneno en el admirable vino de Siracusa; y detrás de todas las bellas princesas de Italia á Lucrecia Borgia. ¡Espectros y cuentos de vieja! Según esto, solamente los niños de pecho estarían seguros de lo que beben y podrían cenar sin inquietud. ¡Por Hércules, Genaro, sé niño ó sé hombre! Vuelve á tomar ama de cría ó ven á cenar.

Genaro.—Á la verdad, es algo extraño huir de noche. Parezco un hombre que tiene miedo. Por otra parte, si hay peligro en cenar, no debo dejar á Maffio solo. Suceda lo que quiera. Es un albur como cualquier otro. Lo dicho. Me presentarás á la princesa Negroni. Me voy contigo.

Maffio (cogiéndole la mano).—¡Dios de verdad! Este es un amigo.

(Salen. Se les ve alejarse hacia el fondo de la plaza. Don Alfonso y Rustighello salen de su escondrijo.)

Rustighello (con la espada desnuda).—Ea, ¿qué esperáis, monseñor? No son más que dos. Encargaos de vuestro hombre y yo me encargo del otro.

Alfonso.—No, Rustighello. Van á cenar á casa de la princesa Negroni. Si estoy bien informado... (Se interrumpe y parece meditar un instante, dejando escapar después una carcajada.) ¡Pardiez! Esto favorecería todavía más mi asunto, y sería una divertida aventura. Esperemos á mañana.

(Entran en palacio.)

Acto III. Embriaguez mortal

Una sala magnífica del palacio Negroni. Á la derecha una puerta de escape.—En el fondo se abre una gran puerta de dos hojas. En el centro una mesa soberbiamente servida á la moda del siglo XVI. Pajecillos negros vestidos de brocado de oro, circulan en torno.—En el momento de levantarse el telón hay catorce convidados en la mesa, Jeppo, Maffio, Ascanio, Oloferno, Apóstolo, Genaro y Gubetta, y siete mujeres jóvenes, lindas, lujosamente engalanadas. Todos beben ó comen, ó ríen á carcajadas con sus vecinas, excepto Genaro, que está pensativo y silencioso.

Personajes

LUCRECIA BORGIA.
GENARO.
GUBETTA.
MAFFIO ORSINI.
JEPPO LIVERETTO.
APÓSTOLO GAZELLA.
ASCANIO PETRUCCI.
OLOFERNO VITELLOZZO.
LA PRINCESA NEGRONI.
DAMAS, PAJES, FRAILES.

Escena I

JEPPO, MAFFIO, ASCANIO, OLOFERNO, APÓSTOLO, GUBETTA, GENARO, mujeres, pajes


Oloferno (con el vaso en la mano).—¡Viva el vino de Jerez! Jerez de la Frontera es una ciudad del paraíso.

Maffio (con el vaso en la mano).—El vino que bebemos vale más que las historias que contáis, Jeppo.

Ascanio.—Jeppo tiene la manía de contar historias cuando ha bebido.

Apóstolo.—El otro día era en Venecia, en casa del Serenísimo dux Barbarigo; hoy es en Ferrara, en casa de la divina princesa Negroni.

Jeppo.—El otro día era una historia lúgubre; hoy es una historia alegre.

Maffio.—¡Una historia alegre, Jeppo! De cómo don Silicio, galante caballero de treinta años, que había perdido su patrimonio, se casó con la riquísima marquesa Calpurnia, que contaba cuarenta y ocho primaveras. ¡Por Baco! ¡Eso os parece alegre!

Gubetta.—Es triste y común. Un hombre arruinado que se casa con una mujer caduca es cosa que se ve todos los días.

(Sigue comiendo. De vez en cuando algunos se levantan y van á hablar en el proscenio mientras continúa la orgía.)

La Princesa Negroni (Á Maffio, señalándole á Genaro.)—Señor conde Orsini, tenéis ahí un amigo que me parece estar muy triste.

Maffio.—Siempre está así, señora. Me dispensaréis que lo haya traído sin que le hubiéseis hecho la gracia de invitarle. Es mi hermano de armas. Me ha salvado la vida en el asalto de Rímini; y en el ataque del puente de Vicenza recibí una estocada que le iba dirigida. No nos separamos nunca. Vivimos juntos. Un gitano nos ha predicho que moriríamos el mismo día.

La Negroni (riendo).—¿Os ha dicho si sería por la mañana ó por la noche?

Maffio.—Nos ha dicho que sería por la mañana.

La Negroni (riendo más fuerte).—Vuestro gitano no sabía lo que se decía. ¿Y le queréis vos mucho á ese joven?

Maffio.—Tanto como un hombre puede querer á otro.

La Negroni.—Vamos, os bastáis uno á otro. ¡Dichosos sois!

Maffio.—La amistad no llena todo el corazón, señora.

La Negroni.—¡Dios mío! ¿Qué es lo que llena todo el corazón?

Maffio.—El amor.

La Negroni.—Vos tenéis el amor en la boca.

Maffio.—Y vos en los ojos.

La Negroni.—¡Sois singular!

Maffio.—¡Y vos cuán bella sois!

(La coge del talle.)

La Negroni.—Señor conde Orsini, dejadme.

Maffio.—¿Un beso en vuestra mano?

La Negroni.—¡No!

(Se le escapa.)

Gubetta (acercándose á Maffio).—Vuestros asuntos con la princesa llevan buena marcha.

Maffio.—Me dice siempre que no.

Gubetta.—En boca de una mujer, No es el hermano mayor de .

Jeppo (llegando de pronto á Maffio).—¿Qué te parece la Princesa Negroni?

Maffio.—Adorable. Aquí, para entre nosotros, comienza á interesarme vivamente.

Jeppo.—¿Y su cena?

Maffio.—Una orgía perfecta.

Jeppo.—La princesa está viuda.

Maffio.—¡Bien se conoce por su alegría!

Jeppo.—Espero que ya no desconfiarás de su cena.

Maffio.—¡Yo! de ningún modo; estaba loco.

Jeppo (á Gubetta).—Señor de Belverana, ¿creeréis que Maffio temía venir á cenar con la princesa?

Gubetta.—¿Por qué?

Jeppo.—Porque el palacio Negroni está contiguo al de los Borgias.

Gubetta.—¡Al diablo los Borgias y bebamos!

Jeppo (en voz baja á Maffio).—Lo que me place en ese Belverana es que no aprecia á los Borgias.

Maffio (en voz baja).—En efecto, no deja nunca de enviarlos al diablo con una gracia particular; pero, amigo Jeppo...

Jeppo.—¿Y bien?

Maffio.—Le observo desde que comenzó la cena, y me parece extraño que no haya bebido aún más que agua.

Jeppo.—¡Vamos! ya vuelves á concebir sospechas, amigo mío; tienes un vino muy monótono.

Maffio.—Tal vez tengas razón, estoy loco.

Gubetta (volviendo y mirando á Maffio de pies á cabeza).—¿Sabéis, caballero, que estáis dotado de una complexión muy propia para vivir noventa años, y que por tal concepto os asemejáis mucho á un abuelo mío que alcanzó esta edad, y que se llamaba Gil-Basilio-Fernán-Ireneo-Frasco-Frasquito-Felipe, conde de Belverana?

Jeppo.—¡Vaya una letanía, señor de Belverana!

Gubetta.—¡Ah! nuestros padres acostumbraban á darnos más nombres de pila que escudos para casarnos. Pero... ¿quién ríe tanto allá abajo? (Aparte.) Será preciso que las mujeres tengan un pretexto para marcharse. ¿Cómo lo haremos?

(Vuelve á sentarse á la mesa.)

Oloferno (bebiendo).—¡Vive el cielo, señores, que jamás pasé una noche tan deliciosa! Señoras, probad ese vino; es más dulce que el Lácrima Cristi, y más ardiente que el de Chipre. ¡Es vino de Siracusa, señores!

Gubetta (comiendo).—Oloferno está beodo, según parece.

Oloferno.—Señoras, será preciso que os recite algunos versos que acabo de componer. Quisiera ser más poeta de lo que soy para cantar tan admirables festines.

Gubetta.—Yo quisiera ser más rico de lo que soy para ofrecer otros á mis amigos.

Oloferno.—Nada es tan dulce como cantar una hermosa mujer y disfrutar de una buena comida.

Gubetta.—Ó lo que es mejor, abrazar á la una y consumir la otra.

Oloferno.—Sí, quisiera ser poeta para elevarme al cielo; quisiera tener alas...

Gubetta.—De faisán en mi plato.

Oloferno.—Voy á recitaros mi soneto.

Gubetta.—¡Voto al diablo! señor marqués de Vitellozzo, os dispenso el soneto; dejadnos beber.

Oloferno.—¿Me dispensáis mi soneto?

Gubetta.—Sí, como á los perros de morderme, al Papa de bendecirme, y á los transeúntes de apedrearme.

Oloferno.—¡Vive Dios! creo que me insultáis, caballerito español.

Gubetta.—No os insulto, gigantón italiano; pero no quiero oir vuestro soneto; mi gaznate necesita más el vino de Chipre que mis oídos la poesía.

Oloferno.—¡Pues os he de cortar las orejas para clavároslas en los talones!

Gubetta.—¡Sois un belitre! ¡Habráse visto otro mostrenco igual, embriagado con vino de Siracusa, y que parece borracho de cerveza!

Oloferno.—¡Por vida del diablo!... ¡os voy á descuartizar!

Gubetta (trinchando un faisán).—No os diré otro tanto, porque yo no trincho volátiles como vos... ¿señoras, gustáis de un poco de faisán?

Oloferno (precipitándose para coger un cuchillo).—¡Pardiez! ¡quiero abrir en canal á ese tunante, aunque sea más caballero que el emperador!

Las mujeres (levantándose de la mesa).—¡Cielos, van á batirse!

Los hombres.—¡Poco á poco, Oloferno!

(Desarman á Oloferno, que quiere precipitarse sobre Gubetta, y entre tanto las mujeres desaparecen por la puerta lateral.)

Oloferno (forcejeando).—¡Vive Dios!

Gubetta.—Rimáis tan bien con esa palabra, mi querido poeta, que habéis hecho huir á las damas. Sois un torpe.

Jeppo.—Eso es verdad. ¿Dónde diablos se habrán ido?

Maffio.—Habrán tenido miedo: cuchillo que reluce, mujer que huye.

Ascanio.—¡Bah! ya volverán.

Oloferno (amenazando á Gubetta).—¡Ya te encontraré mañana, Belverana del diablo!

Gubetta.—Mañana no hay inconveniente. (Oloferno se sienta vacilante y con cólera; Gubetta suelta la carcajada.) ¡Qué imbécil, hacer huir así á las más lindas mujeres de Ferrara con un cuchillo de mesa! ¡Enfadarse por los versos! ¡Ahora creo que tiene alas; ese Oloferno no es un hombre, sino un ganso!

Jeppo.—¡Haya paz, señores! Ya os cortaréis mañana el cuello como es debido; batíos al menos como caballeros, con espadas, y no con cuchillos.

Ascanio.—Á propósito, ¿qué hemos hecho de nuestras espadas?

Apóstolo.—¿Olvidáis que nos han obligado á dejarlas en la antecámara?

Gubetta.—¡Y la precaución ha sido buena, pues de lo contrario nos habríamos batido delante de las damas, por lo cual se habrían sonrojado hasta los flamencos de Flandes, ebrios de tabaco!

Genaro.—¡Buena precaución, en efecto!

Maffio.—¡Pardiez, hermano Genaro, he aquí la primera palabra que pronuncias desde que comenzó la cena, y nunca bebes! ¿Piensas en Lucrecia Borgia? Decididamente tienes algún amorío con ella: no lo niegues.

Genaro.—¡Dame de beber, Maffio! No abandono á mis amigos ni en la mesa ni en el juego.

Un paje negro (con dos frascos en la mano).—Señores, ¿queréis vino de Chipre ó de Siracusa?

Maffio.—De Siracusa; es el mejor.

(El paje negro llena las copas.)

Jeppo.—¡Por vida de Oloferno! ¿No volverán esas damas? (Se dirige sucesivamente á las dos puertas.) ¡Están cerradas por fuera, señores!

Maffio.—¿Tendréis miedo á vuestra vez, Jeppo? No quieren que las persigamos. Es muy natural.

Genaro.—¡Bebamos, señores!

(Se oye el choque de las copas.)

Maffio.—¡Á tu salud, Genaro! Brindo por que halles pronto á tu madre.

Genaro.—¡Dios te oiga!

(Todos beben, excepto Gubetta, que arroja el vino por encima del hombro.)

Maffio (en voz baja á Jeppo).—Ahora sí que lo he visto, Jeppo.

Jeppo (en voz baja).—¿El qué?

Maffio.—Belverana no ha bebido.

Jeppo.—¡Cómo!

Maffio.—Le he visto arrojar el vino por encima del hombro.

Jeppo.—Está ebrio, y tú también.

Maffio.—Es posible.

Gubetta.—¡Venga una canción báquica, señores! Voy á cantaros una que valdrá más que el soneto de Oloferno, y juro por el cráneo de mi padre que no la compuse yo, puesto que no soy poeta ni tengo bastante ingenio para hacer que dos rimas se besen expresando una idea. He aquí mi canción, cuyo asunto es muy delicado, pues tiende á demostrar que el cielo pertenece á los borrachos.

Jeppo (en voz baja á Maffio).—Está más embriagado que borracho.

Todos (excepto Genaro).—¡La canción, la canción!

Gubetta (cantando):

Abre la puerta, San Pedro al alegre bebedor, que con voz robusta y fuerte quiere cantar ¡Gloria Domino!

Todos (á coro, excepto Genaro).—¡Gloria Domino!

(Chocan las copas, riendo á carcajadas. De repente se oyen voces lejanas que cantan con tono lúgubre.)

Voces (fuera).—Sanctum et terribile nomen ejus. Initium sapientiæ timor Domini.

Jeppo (riendo ruidosamente).—¡Escuchad, señores! Mientras nosotros entonamos la canción báquica, el eco canta vísperas.

Todos.—¡Escuchemos!

Voces (fuera, y un poco más próximas).—Nisi Dominus custodierit civitatem, frustra vigilat qui custodit eam.

(Todos ríen á carcajadas.)

Jeppo.—Canto llano del más puro.

Maffio.—Alguna procesión que pasa.

Genaro.—¡Á media noche! Es un poco tarde.

Jeppo.—¡Bah! Continuad, caballero Belverana.

Voces (fuera, y más próximas aún).—Oculos habent et non videbunt. Nares habent et non odorabunt. Aures habent, et non audient.

(Todos ríen cada vez con más fuerza.)

Jeppo.—¡Serán chillones esos frailes!

Maffio.—¡Mira, Genaro! las lámparas se apagan aquí, y nos quedamos á oscuras.

(Las lámparas palidecen, como si les faltara el aceite.)

Voces (fuera y más cerca).—Manus habent et non palpabunt; pedes habent et non ambulabunt; non clamabunt in gutture suo.

Genaro.—Me parece que las voces se aproximan.

Jeppo.—Diríase que la procesión está ahora debajo de nuestras ventanas.

Maffio.—Son las oraciones de difuntos.

Ascanio.—Será algún entierro.

Jeppo.—Bebamos á la salud del que van á enterrar.

Gubetta.—¿Sabéis que no habrá más de uno?

Jeppo.—¡Pues bien, á la salud de todos!

Apóstolo (á Gubetta).—¡Bravo! continuemos por nuestra parte la invocación de San Pedro.

Gubetta.—Sed más cortés; se debe decir: al señor San Pedro, digno portero del paraíso.

(Canta.)

Todos (chocando sus copas y profiriendo carcajadas):

¡Gloria Domino!

(La gran puerta del fondo se abre silenciosamente de par en par y se ve fuera una inmensa sala tapizada de negro, iluminada por algunas antorchas y con una gran cruz de plata en el fondo. Una larga fila de penitentes, blancos y negros, á los que sólo se les ven los ojos por los agujeros de la capucha, avanza precedida de una cruz y llevando cada monje un cirio en la mano. Entran por la puerta grande cantando con acento lúgubre y en voz alta):

¡De profundis clamavi ad te, Domine!

(Se alinean silenciosamente en ambos lados de la sala, permaneciendo inmóviles como estatuas; mientras que los jóvenes caballeros los miran con estupor.)

Maffio.—¿Qué quiere decir eso?

Jeppo (esforzándose para reirse).—Es una broma. Apuesto mi caballo contra un cerdo, y mi nombre de Liveretto contra el de Borgia, á que son nuestras encantadoras condesas las que se han disfrazado de ese modo para ponernos á prueba, y que si levantamos una de esas capuchas veremos debajo el lindo rostro de una hermosa mujer. Mirad. (Levanta sonriendo una de las capuchas, y queda petrificado al ver el rostro lívido de un monje, que permanece inmóvil con el cirio en la mano y la vista baja. Deja caer la capucha y retrocede.) ¡Esto comienza á ser extraño!

Maffio.—No sé por qué se me hiela la sangre en las venas.

Los penitentes (cantando con voz sonora).—¡Conquassabit capita in terra multorum!

Jeppo.—¡Qué lazo tan espantoso! ¡Nuestras espadas, vengan nuestras espadas! ¡Señores, aquí estamos en casa del demonio!

Escena II

Los mismos, LUCRECIA


Lucrecia (apareciendo de repente, vestida de negro, en el umbral de la puerta).—¡Estáis en mi casa!

Todos (excepto Genaro que observa desde un rincón, donde Lucrecia no le ve).—¡Lucrecia Borgia!

Lucrecia.—Hace pocos días, todos los que estáis aquí, pronunciabais mi nombre con expresión de triunfo, y hoy lo hacéis con espanto. Sí, ya podéis mirarme con esos ojos atónitos por el terror; soy yo, señores, y vengo para deciros que todos estáis envenenados, y que á ninguno de vosotros le queda una hora de vida. No os mováis, porque la sala contigua está llena de soldados. ¡Á mi vez podré hablaros alto y pisaros la cabeza! ¡Jeppo Liveretto, vé á reunirte con tu tío Vitelli, á quien mandé dar de puñaladas en los subterráneos del Vaticano! ¡Ascanio Petrucci, vé á buscar á tu primo Pandolfo, á quien asesiné para robarle su palacio! ¡Oloferno Vitellozzo, tu tío te espera, ya sabes, Yago Appiani, á quien envenené en una fiesta! ¡Maffio Orsini, pronto podrás hablar de mí en el otro mundo á tu hermano el de Gravina, á quien mandé estrangular durante su sueño! ¡Apóstolo Gazella, yo hice decapitar á tu padre Francisco Gazella, y asesinar á tu primo Alfonso de Aragón, según tú dices: vé á reunirte con ellos! Me obsequiasteis con un baile en Venecia, y os correspondo con una cena en Ferrara. ¡Fiesta por fiesta, señores!

Jeppo.—¡He aquí un triste despertar, Maffio!

Maffio.—¡Pensemos en Dios!

Lucrecia.—¡Ah, amiguitos míos del último carnaval, ya sé que no esperabais esto! Me parece que esto es vengarse bien. ¿Qué opináis, señores? Creo que no está del todo mal para una mujer. (Á los monjes.) Padres míos, conducid á esos caballeros á la sala contigua, que ya está preparada; confesadlos, y aprovechad los pocos instantes que les quedan para salvar en ellos lo que aún sea posible. Señores, aquellos que entre vosotros tengan alma, deben apresurarse. Estad tranquilos; esos dignos padres son monjes de San Sixto, á quienes el Padre santo ha permitido ayudarme en ocasiones como la presente. Y si me he cuidado de vuestras almas, advertid que no he olvidado los cuerpos. ¡Mirad! (Á los monjes que están delante de la puerta del fondo.) Apartad un poco para que estos señores vean. (Los monjes se desvían, y entonces se ven cinco ataúdes, cubierto cada cual con un paño negro y alineados delante de la puerta.) Ya lo veis, hay cinco. ¡Ah caballeros! ¡Arrancáis la piel á una desgraciada mujer, creyendo que ésta no se vengará! ¡Ved ahora vuestros ataúdes!

Genaro (á quien no ha visto hasta entonces, da un paso).—¡Se necesita otro, señora!

Lucrecia.—¡Cielos, Genaro!

Genaro.—El mismo.

Lucrecia.—Que todo el mundo salga de aquí y nos dejen solos... ¡Gubetta, suceda lo que quiera, y aunque se oiga algo de lo que ha de pasar aquí, que no éntre nadie!

Gubetta.—Está bien.

(Los monjes salen procesionalmente, conduciendo entre sus filas á los cinco caballeros vacilantes y aturdidos.)

Escena III

GENARO, LUCRECIA


(Sólo iluminan la sala algunas lámparas moribundas, y se han cerrado las puertas. Lucrecia y Genaro, solos, se miran algunos instantes en silencio, como no sabiendo por dónde comenzar.)

Lucrecia (hablándose á sí misma).—¡Es Genaro!

Canto de los monjes (fuera).—Nisi Dominus ædificaverit domum, in vanum laborant qui ædificant eam.

Lucrecia.—¡Otra vez vos, Genaro! ¡Habréis de estar siempre allí donde descargo mis golpes! ¡Santo cielo! ¿cómo os habéis mezclado en todo esto?

Genaro.—Lo sospechaba.

Lucrecia.—¡Otra vez estáis envenenado, y vais á morir!

Genaro.—Si quiero... tengo el antídoto.

Lucrecia.—¡Ah! ¡Dios sea loado!

Genaro.—Una palabra, señora; vos sois experta en la materia, y podréis decirme si hay bastante elíxir en este frasquito para salvar á los caballeros que esos monjes conducen á la tumba.

Lucrecia (examinando el frasco).—¡Apenas hay bastante para vos, Genaro!

Genaro.—¿No podéis obtener más al punto?

Lucrecia.—Os he dado cuanto tenía.

Genaro.—Está bien.

Lucrecia.—¿Qué hacéis, Genaro? Despachad; no juguéis con cosas tan terribles, pues nunca se bebe á tiempo un contra-veneno. ¡Apuradlo, en nombre de Dios! ¡Qué imprudencia habéis cometido! Asegurad vuestra vida, y yo os facilitaré la salida de palacio por una puerta oculta que conozco. Todo se puede remediar aún; es de noche; muy pronto tendré dos caballos ensillados, y mañana á primera hora estaréis lejos de Ferrara. ¿No es verdad que suceden cosas terribles? ¡Bebed y marchemos; es preciso vivir; es forzoso salvaros!

Genaro (tomando un cuchillo de la mesa).—¡No; ahora vais á morir, señora!

Lucrecia.—¡Cómo! ¿Qué decís?

Genaro.—Digo que acabáis de envenenar traidoramente á cinco caballeros, que eran mis mejores amigos, contándose entre ellos Maffio Orsini, mi hermano de armas, que me salvó la vida una vez, y á quien debo vengar, porque las injurias que recibimos son comunes. Digo que habéis cometido un acto infame; que debo vengar á Maffio y á los demás, y que vais á morir.

Lucrecia.—¡Cielos!

Genaro.—Rezad vuestra última oración, y que sea corta, señora, porque estoy envenenado y no puedo esperar.

Lucrecia.—¡Bah! eso no puede ser. ¡Genaro matarme á mí! ¿Sería posible?

Genaro.—Es la pura verdad, señora, y juro por Dios que en vuestro lugar ya estaría orando de rodillas... Ahí tenéis un sillón que os servirá para el caso.

Lucrecia.—No; os digo que es imposible. Entre las más terribles ideas que cruzan mi espíritu, jamás me había ocurrido esta... ¡Pues bien, ya que levantas el cuchillo, espera, Genaro! Debo decirte alguna cosa.

Genaro.—Pronto.

Lucrecia.—¡Deja ese cuchillo, desgraciado, arrójale! ¡Si tú supieras... Genaro! ¿Sabes quién eres, y quién soy? Tú ignoras hasta qué punto me perteneces. ¿Será preciso decirlo todo? La misma sangre circula por nuestras venas, Genaro; ¡tu padre fué Juan Borgia, duque de Gandía!

Genaro.—¡Vuestro hermano! ¡Conque sois mi tía! ¡Ah, señora!

Lucrecia (aparte).—¡Su tía!

Genaro.—¡Ah! soy vuestro sobrino. ¡Ah! ¡mi madre fué esa infeliz duquesa de Gandía á quien todos los Borgias hicieron tan desgraciada! Señora, mi madre se refería á vos en sus cartas; sois una de aquellas parientas desnaturalizadas de quien me hablaba con horror, que mató á mi padre, y que hizo llorar lágrimas de sangre á su esposa. ¡Ah! ¡ahora debo vengarlos á los dos! ¡Conque sois mi tía y yo un Borgia! ¡Es lo bastante para volverme loco! Escuchadme; habéis vivido demasiado tiempo, y estáis tan cargada de crímenes, que debéis haber llegado á ser odiosa y abominable para vos misma; sin duda estaréis cansada de vivir, y será preciso acabar de una vez. En las familias como las nuestras, en las que el crimen es hereditario y se transmite de padre á hijo como el nombre, siempre sucede que esta fatalidad termina por un asesinato, de ordinario en la misma familia, último crimen que lava todos los demás. Jamás se censuró á un caballero por haber cortado una mala rama del árbol de su casa. El español Mudarra mató á su tío, Rodrigo de Lara, por menos de lo que habéis hecho, y todos elogiaron su acto. ¿Me comprendéis, tía mía? ¡Vaya pues, ya hemos hablado bastante! ¡Recomendad vuestra alma á Dios, si creéis en Dios y en vuestra alma!

Lucrecia.—¡Genaro, por piedad para ti! Aún eres inocente. ¡No cometas tal crimen!

Genaro.—¡Un crimen! ¡Oh! mi tía se trastorna. ¡Será esto un crimen! ¡Pues bien! aunque le cometa, soy un Borgia, y nada tiene de particular. ¡De rodillas os digo, tía, de rodillas!

Lucrecia.—¿Dices verdaderamente lo que piensas, Genaro? ¿Es así cómo pagas el amor que te profeso?

Genaro.—¡Amor!...

Lucrecia.—Es imposible. Quiero salvarte; llamaré, gritaré...

Genaro.—No abriréis esa puerta, ni tampoco daréis un paso; y en cuanto á vuestros gritos, no os salvarán. ¿No acabáis de ordenar vos misma que no éntre nadie, oigan lo que quieran de lo que ha de pasar aquí?

Lucrecia.—¡Pero eso es una cobardía, Genaro! ¡Matar á una mujer indefensa! ¡Oh, los sentimientos de tu alma son más nobles! Escúchame; me matarás después si quieres, pues no me importa la vida; pero es preciso que mi pecho se desahogue, porque está lleno de angustia por tu proceder. Tú eres un niño, y la juventud es siempre demasiado severa. ¡Oh! si he de morir, no quiero que sea de tu mano; no sabes hasta qué punto esto sería horrible. Por otra parte, Genaro, mi hora no ha llegado aún. Cierto que he cometido muchas maldades, y que soy una gran criminal; mas por lo mismo se me debe dejar tiempo para reconocerlo y arrepentirme. Es indispensable, ¿lo oyes, Genaro?

Genaro.—Sois mi tía; sois la hermana de mi padre. ¿Qué habéis hecho de mi madre?

Lucrecia.—¡Espera, espera! Dios mío, no me es posible decirlo todo; y aunque te lo dijese, tal vez fuera sólo para redoblar tu horror y tu desprecio. ¡Escúchame un instante... yo deseo que me recibas arrepentida á tus pies! Tú me perdonarás ¿no es cierto? Pues bien, ¿quieres que me retire á un claustro y me encierre para toda la vida? Si te dijesen: «Esa desgraciada mujer se ha hecho rasar el cabello, duerme sobre la ceniza, socava su propia fosa con las manos, y ruega á Dios noche y día para que dejes caer sobre ella una mirada de misericordia, para que viertas una lágrima sobre todas las llagas vivas de su corazón y de su alma, y para que no le digas más, como acabas de hacerlo, con esa voz tan severa como la del juicio final: “¡Vos sois Lucrecia Borgia!”». Si te dijeran todo esto, Genaro, ¿tendrías corazón para rechazarla? ¡Gracia, Genaro! Vivamos los dos, tú para perdonarme, y yo para arrepentirme. ¡Compadécete de mí! No has de tratar sin misericordia á una pobre mujer que sólo pide un poco de piedad. ¡Perdóname la vida!... Te lo digo, Genaro, por ti, porque tu acto sería verdaderamente cobarde, y además un crimen espantoso, un asesinato. ¡Un hombre matar á una mujer! ¡Oh, tú no harás eso!

Genaro (vacilante).—¡Señora!...

Lucrecia.—¡Oh! ¡ya lo veo, me perdonas! Me parece leerlo en tus ojos. ¡Déjame llorar á tus pies!

Una voz (fuera).—¡Genaro!

Genaro.—¿Quién me llama?

La voz.—¡Hermano Genaro!

Genaro.—¡Es Maffio!

La voz.—¡Genaro, me muero, véngame!

Genaro (levantando el cuchillo).—Está dicho. Ya no escucho nada. ¡Señora, es preciso morir!

Lucrecia (deteniéndole el brazo).—¡Perdón! ¡Escúchame!

Genaro.—¡No!

Lucrecia.—¡En nombre del cielo!

Genaro.—¡No!

(La hiere.)

Lucrecia.—¡Ah!... ¡me has muerto! ¡Genaro, soy tu madre!


Publicado el 26 de julio de 2022 por Edu Robsy.
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