Prefacio
Dos maneras hay de apasionar á la multitud en el teatro: por lo grande y por lo verdadero; lo grande influye en las masas; lo verdadero en el individuo.
El objeto del poeta dramático, cualquiera que fuere el conjunto de sus ideas sobre el arte, debe ser siempre, ante todo, buscar lo grande, como Corneille, ó lo verdadero, como Molière, ó lo que sería mejor, alcanzar á la vez ambas cosas, lo grande en lo verdadero y lo verdadero en lo grande, como Shakespeare.
Porque, observémoslo de paso, á Shakespeare le fué dado, y á esto debió la soberanía de su genio, conciliar, unir y amalgamar de continuo en su obra esas dos cualidades, la verdad y la grandeza, cualidades casi contrarias, ó por lo menos tan diferentes, que la falta de cada una de ellas constituye lo inverso de la otra. El escollo de lo verdadero es lo pequeño; el escollo de lo grande es lo falso. En todas las obras de Shakespeare hay algo grande que es verdadero y viceversa; en el centro de todas sus creaciones se encuentra el punto de intersección de lo grandioso y de lo verdadero; y allí donde se cruzan las cosas grandes y las verdaderas, el arte es completo. Shakespeare, así como Miguel Ángel, parece haber sido creado para resolver este problema extraño, cuya simple enunciación parece absurda:—mantenerse siempre en la naturaleza, saliendo de ella algunas veces.—Shakespeare exagera las proporciones, pero conserva la relación. ¡Admirable omnipotencia del poeta! Hace cosas más elevadas que nosotros, que viven como nosotros. Hamlet, por ejemplo, es tan verdadero como cualquiera de nosotros, y más grande; Hamlet es colosal, y sin embargo, verdadero; Hamlet no es como uno de vosotros ó como yo; es como todos; Hamlet no es un hombre, es el hombre.
Separar continuamente lo grande á través de lo verdadero, y esto á través de aquello, es, según el autor de este drama, el objeto del poeta en el teatro, manteniendo todas las demás ideas que ha podido desarrollar sobre estas materias. En dos palabras, lo grande y lo verdadero lo encierran todo; la verdad contiene la moralidad; en lo grandioso está lo bello.
Nadie supondrá que el autor haya tenido la presunción de creer que jamás alcanzó ese objeto, ni que podrá alcanzarla nunca; pero se le permitirá declarar públicamente que jamás buscó otro en el teatro hasta hoy día. El nuevo drama que ha hecho representar es un esfuerzo más hacia ese brillante fin. ¿Cuál es, en efecto, la idea que ha tratado de realizar en María Tudor? Hela aquí: una reina que sea mujer; grande como soberana, verdadera como mujer.
El autor lo ha dicho ya en otra parte: el drama, tal como le comprende, el drama, tal como quisiera verle creado por un hombre de genio, el drama según el siglo XIX, no es la tragicomedia altiva, desmesurada, española y sublime de Corneille; no es la tragedia abstracta, amorosa, ideal y divinamente elegíaca de Racine; no es la comedia profunda, sagaz, penetrante y demasiado irónica de Molière; no es la tragedia de intención filosófica de Voltaire; no es la comedia de acción revolucionaria de Beaumarchais; no es más que todo eso, pero lo es todo á la vez; ó mejor dicho, no es nada de eso. No es, como en los grandes hombres que acabamos de citar, un solo lado de las cosas, sistemático y continuamente sacado á luz; es el conjunto considerado á la vez bajo todas sus fases. Si hubiera hoy un hombre que pudiese realizar el drama tal como le comprendemos, este drama sería el corazón humano, la cabeza humana, la pasión humana, la voluntad humana; sería el pasado resucitado en provecho del presente; sería la historia que nuestros padres hicieron, confrontada con la que nosotros hacemos; sería mezclar en la escena todo lo que se mezcla en la vida; sería un motín allá y un diálogo de amor aquí; en este último una lección para el pueblo, y en el otro un grito para el corazón; sería la risa, y también las lágrimas; sería el bien, el mal, lo superior, lo inferior, la fatalidad, la providencia, el genio, la casualidad, la sociedad, el mundo, la naturaleza, la vida; y algo grande cerniéndose sobre todo esto.
Á este drama, que constituiría para la multitud una enseñanza perpetua, le sería permitido todo, porque estaría en su esencia no abusar de nada. Llegaría á ser tan notorio por su lealtad, elevación, utilidad y recta conciencia, que no se le acusaría nunca de buscar el efecto y el ruido allí donde sólo hubiera deseado obtener una lección moral. Podría llevar á Francisco I á casa de Magalona sin hacerse sospechoso; producir en el corazón de Didier un sentimiento compasivo para Marion; y sin que se le tachase de enfático y exagerado, como al autor de María Tudor, presentar ampliamente en la escena, con toda su terrible realidad, ese formidable triángulo que tan á menudo aparece en la historia: una reina, un valido y un verdugo.
El hombre que crease este drama debería tener dos cualidades: conciencia y genio. El autor que habla aquí, sabe ya que sólo tiene la primera; mas no por eso dejará de continuar lo que ha comenzado, deseando que otros lo hagan mejor. Hoy día, un numeroso público, cada vez más inteligente, acoge con favor todas las tentativas formales del arte; y todo lo que ahora hay de elevado en la crítica ayuda y estimula al poeta. ¡Venga, pues, el poeta! En cuanto al autor de este drama, seguro del porvenir, que progresa, y de que, á falta de talento, se le tendrá algún día en cuenta su perseverancia, fija una mirada serena, confiada y tranquila en la multitud que todas las noches dispensa aún á esta obra incompleta tanta curiosidad, interés y atención. Ante esa multitud comprende la responsabilidad que sobre él pesa, y acéptala tranquilo. Jamás pierde un instante de vista en sus trabajos al pueblo que el teatro civiliza, la historia que el teatro explica, y el corazón humano que el teatro aconseja. Mañana dejará la obra terminada por la que se ha de hacer; y saldrá de esa multitud para retirarse á su soledad, soledad profunda donde no llega ninguna influencia perniciosa del mundo exterior; donde la juventud, su amiga, se presenta algunas veces para estrecharle la mano, donde está solo con su pensamiento, su independencia y su voluntad. La soledad le será más que nunca grata, porque sólo en ella se puede trabajar para la multitud; y más que nunca tendrá su espíritu, su obra y su pensamiento alejados de toda camarilla, pues conoce algo más grande que ésta: los partidos; algo más grande que los partidos: el pueblo; y algo superior al pueblo: la humanidad.
17 Noviembre 1833.
Personajes
MARÍA, reina.
JUANA.
GILBERTO.
FABIANO FABIANI.
SIMÓN RENARD.
JOSHUA FARNABY.
UN JUDÍO.
LORD CLINTON.
LORD CHANDOS.
LORD MONTAGU.
MAESE ENEAS DULVERTON.
LORD GARDINER.
UN CARCELERO.
CABALLEROS, PAJES, GUARDIAS, EL VERDUGO.
Londres, 1553.
Jornada primera. El hombre del pueblo
Playa desierta á orillas del Támesis, en parte oculta por un antiguo parapeto ruinoso. Á la derecha una casa de mísero aspecto, en uno de cuyos ángulos se ve una pequeña estatua de la Virgen, iluminada por una mecha de estopa que arde en un enrejado de hierro. En el fondo, más allá del Támesis, la ciudad. Divísanse dos altos edificios, la Torre de Londres y la Abadía de Westminster.—El día comienza á declinar.
Personajes
GILBERTO.
FABIANO FABIANI.
SIMÓN RENARD.
LORD CHANDOS.
LORD CLINTON.
LORD MONTAGU.
JOSHUA FARNABY.
JUANA.
UN JUDÍO.
Escena I
Varios hombres agrupados acá y allá en la playa, entre los cuales se hallan SIMÓN RENARD; JUAN BRIDGES, barón de CHANDOS; ROBERTO CLINTON, barón de CLINTON, y ANTONIO BROWN, vizconde de MONTAGU
Lord Chandos.—Tenéis razón, milord; es preciso
que ese condenado italiano haya hechizado á la reina, porque ésta no
puede prescindir de él; sólo por él vive, no está alegre sino en su
presencia, y sólo á él escucha. Si pasa un día sin verle, sus ojos
languidecen, como en aquel tiempo en que amaba al cardenal Polus. ¿Os
acordáis?
Simón Renard.—Muy enamorada está ciertamente, y por lo tanto muy celosa.
Lord Chandos.—¡Ese italiano la tiene hechizada!
Lord Montagu.—Á decir verdad, asegúrase que los de su nación tienen filtros para ese objeto.
Lord Clinton.—Los árabes saben confeccionar sutiles venenos que matan, y los italianos conocen los que hacen amar.
Lord Chandos.—La reina está enamorada y enferma á la vez; debe haber bebido las dos clases de veneno.
Lord Montagu.—¿Pero es ese hombre realmente italiano?
Lord Chandos.—Parece haber nacido en Italia; pero pretende tener relaciones de parentesco con una distinguida familia española.
Lord Clinton.—Es un aventurero, de no sé qué país. Esos hombres que son cosmopolitas no tienen compasión en ninguna parte cuando llegan al poder.
Lord Montagu.—¿No decíais que la reina está enferma, Chandos? esto no le impide vivir alegremente con su valido.
Lord Clinton.—¡Alegremente! Mientras que la reina ríe, el pueblo llora y el favorito se enriquece; ese hombre come plata y bebe oro. La reina le ha cedido los bienes del gran lord Talbot, le ha hecho conde de Clanbrassil y barón de Dinasmonddy. Como si esto no bastara, el tal Fabiano Fabiani es también par de Inglaterra, como vos, Montagu, como vos, Chandos, como Stanley, Norfolk y yo, y como el rey. Tiene la orden de la Jarretera, lo mismo que el infante de Portugal, el rey de Dinamarca y Tomás Percy, séptimo conde de Northumberland. ¡Y qué duro es ese tirano que nos gobierna desde su lecho! Nunca pesó otro semejante sobre Inglaterra. ¡Y eso que he visto muchos déspotas, pues ya soy viejo! Setenta horcas hay en Tyburn; y el hacha del verdugo, afilada por las mañanas, se mella todas las noches. Cada día se inmola á algún caballero; anteayer fué Blantyre; ayer le tocó el turno á Northcurry, hoy á South-Reppo, y mañana á Tyrconnel. La semana próxima os llegará el turno, Chandos, y el mes entrante seré yo la víctima. ¡Señores, señores, es una vergüenza y una iniquidad que tantas cabezas inglesas caigan por el capricho de no sé qué miserable aventurero, que no es hijo de nuestro país! ¡Es insoportable y espantoso que un favorito napolitano pueda sacar tantos tajos como quiere de la habitación de esa reina! Los dos viven alegremente, según decís; mas ¡vive el cielo que esto es una infamia! ¡Ah! ¡los dos enamorados se divierten, mientras que el verdugo, siempre á su puerta, hace viudas y huérfanos! ¡Oh! ¡Su guitarra italiana va demasiado acompañada del ruido de las cadenas! ¡Señora reina, hacéis venir cantantes de la capilla de Avignon, y todos los días se representan en vuestro palacio comedias, y los estrados están llenos de músicos! ¡Pardiez, señora, menos alegría en vuestra casa, si os place, y menos duelo entre nosotros; menos víctimas aquí y menos verdugos allá; menos tumbas en Westminster, y no tantos cadalsos en Tyburn!
Lord Montagu.—Cuidado con lo que decís, porque nosotros somos súbditos leales. Hablad cuanto queráis de Fabiani; mas no de la reina.
Simón Renard (poniendo la mano en el hombro de lord Clinton).—¡Paciencia!
Lord Clinton.—¡Paciencia! Fácil es decir eso, señor Simón Renard. Sois baile de Amont en el Franco Condado, súbdito del Emperador, y su legado en Londres; representáis aquí al príncipe de España, futuro esposo de la reina, y vuestra persona es sagrada para el favorito; pero tratándose de nosotros, es otra cosa. Fabiani es para vos el pastor, y para nosotros el verdugo.
(Ha cerrado la noche.)
Simón Renard.—Ese hombre no me molesta menos que á vosotros, pues si teméis por vuestra vida, yo temo por mi honor, que es mucho más. No hablo, pero obro; no me anima tanta cólera como á vos, milord; mas en cambio, mi odio excede al vuestro. Yo aniquilaré al favorito.
Lord Montagu.—¡Oh! ¿cómo hacerlo? Todos los días pienso en ello.
Simón Renard.—No se hacen ni deshacen de día los favoritos de la reina, sino de noche.
Lord Chandos.—La de hoy es bien negra y pavorosa.
Simón Renard.—Á mí me parece magnífica para lo que trato de hacer.
Lord Chandos.—¿Qué es ello?
Simón Renard.—Ya lo veréis... Milord Chandos, cuando una mujer reina, el capricho gobierna; entonces, la política no es ya cuestión de cálculo, sino de casualidad; no se puede contar sobre nada, y el día de hoy no trae lógicamente el de mañana. Los negocios no se juegan ya al ajedrez, sino á los naipes.
Lord Clinton.—Todo eso está muy bien; pero vamos al hecho. Señor baile, ¿cuándo nos entregaréis al favorito? Es cosa urgente, porque mañana decapitan á Tyrconnel.
Simón Renard.—Si encuentro esta noche un hombre como el que busco, Tyrconnel cenará con vos mañana.
Lord Clinton.—¿Qué queréis decir? ¿Qué sucederá con Fabiani?
Simón Renard.—¿Tenéis buena vista, milord?
Lord Clinton.—Sí, aunque sea viejo y la noche esté negra, veo bastante.
Simón Renard.—¿Divisáis la ciudad de Londres al otro lado del río?
Lord Clinton.—Sí. ¿Por qué?
Simón Renard.—Mirad bien. Desde aquí se ve la subida y la bajada de todo favorito: Westminster y la Torre de Londres.
Lord Clinton.—¿Y bien?
Simón Renard.—Si Dios me ayuda, en este momento hay allí un hombre... (Señala la abadía de Westminster.) que mañana á la misma hora estará aquí.
(Señala la Torre.)
Lord Clinton.—¡Que el Señor os preste su ayuda!
Lord Montagu.—El pueblo no le odia menos que nosotros. ¡Qué fiesta habrá en Londres el día de su caída!
Lord Chandos.—Nos hemos puesto en vuestras manos, señor baile, y por lo tanto disponed de nosotros. ¿Qué se ha de hacer?
Simón Renard (mostrando la casa situada junto á la orilla).—¿Veis todos esa casa? Es la de Gilberto, el cincelador; no la perdáis de vista, y dispersaos con vuestra gente, aunque sin alejaros mucho. Sobre todo, no hagáis nada sin mí.
Lord Chandos.—Está bien.
(Todos se alejan por diversos lados.)
Simón Renard (solo).—No es fácil encontrar un hombre como el que necesito.
(Vase. Llegan Juana y Gilberto cogidos del brazo y se dirigen hacia la casa; acompáñales Joshua Farnaby, embozado en su capa.)
Escena II
JUANA, GILBERTO y JOSHUA FARNABY
Joshua.—Aquí os dejo, amigos míos, porque ya es
de noche y he de ir á prestar mi servicio en la Torre de Londres. ¡Ah!
yo no estoy libre como vosotros; el carcelero no es más que una especie
de preso. Vamos, adiós, Juana, adiós, Gilberto; me alegro mucho de que
seáis felices. ¡Ah! dime tú, Gilberto, ¿cuándo es la boda?
Gilberto.—De aquí á ocho días. ¿No es verdad, Juana?
Joshua.—Ahora recuerdo que pasado mañana es Navidad, día de felicitaciones; pero yo no tengo ninguna que daros, puesto que es imposible desear más belleza en la novia y más amor en el novio. ¡Sois dichosos!
Gilberto.—¿No lo eres tú también, buen Joshua?
Joshua.—Ni feliz ni desgraciado, pues renuncié á todo hace tiempo. (Entreabre su capa y deja ver un manojo de llaves que pende de su cintura.) He aquí, Gilberto, algunas llaves de la prisión, cuyo sonido me acompaña de continuo, induciéndome á muchas reflexiones filosóficas. Cuando joven, era como los demás; estaba enamorado un día, acosábame la ambición durante un mes, y la locura todo el año. Era en tiempo de Enrique VIII, rey verdaderamente singular, rey que cambiaba de mujeres como éstas de vestidos; repudió á la primera, mandó cortar la cabeza á la segunda, dispuso que abrieran el vientre á la tercera; perdonó á la cuarta, aunque expulsándola; pero en cambio ordenó que decapitaran á la quinta. No creáis que os refiero el cuento de Barba-Azul, porque es la verdadera historia de Enrique VIII. En aquel tiempo ocupábame en la guerra y en cuestiones de religión, batiéndome por una y por otra; y eso era lo mejor que se podía hacer entonces, aunque el asunto era espinoso. Tratábase de ir en favor ó en contra del papa; la gente del rey ahorcaba á los que no le defendían; pero quemaban á cuantos se declaraban en contra; y la misma suerte sufrían los indiferentes, es decir los que no estaban por el rey ni por el papa. Cada cual salía del paso como podía, hallándose amenazado siempre por la cuerda ó la hoguera. Á mí me han chamuscado más de cuatro veces, y creo que me descolgaron de la horca dos ó tres un momento antes de efectuarse la ejecución. ¡Buen tiempo era aquel, poco más ó menos como éste! Sí, yo me batía por todo eso; pero lléveme el diablo si sé ahora por qué y para qué me batía. Cuando me hablan del maestro Lutero y del papa Pablo III me encojo de hombros. Mira, Gilberto, cuando se tiene el cabello gris no se deben profesar las opiniones por las cuales nos batíamos antes, ni tratar á las mujeres á quienes se hacía el amor á los veinte años, pues unas y otras parecen ya muy feas y viejas, raquíticas, llenas de arrugas y estúpidas. Esa es mi historia. Ya me he retirado de los negocios, y ya no soy soldado del rey ni del papa, sino carcelero de la Torre de Londres; no me bato por nadie, y encierro bajo llave á todo el mundo. Carcelero y viejo, tengo un pie en la prisión y el otro en la fosa. Yo soy quien recoge los restos de todos los ministros y favoritos que se prenden en palacio, lo cual es muy divertido. Además tengo un hijo á quien amo mucho, y vosotros dos, que merecéis todo mi cariño. Si sois felices, ya estoy contento.
Gilberto.—En tal caso, sé dichoso, Joshua.
Joshua.—Yo no puedo hacer nada por tu felicidad; pero Juana lo hará todo, porque la amas; y tampoco me será dado prestarte ningún servicio en mi vida, porque felizmente no eres bastante gran señor para necesitar nunca al llavero de la Torre de Londres. Juana pagará mi deuda al mismo tiempo que la suya, pues ella y yo te lo debemos todo; tú la recogiste y educaste cuando era una pobre niña huérfana y abandonada; y á mí me salvaste un día que me ahogaba en el Támesis.
Gilberto.—¿Á qué hablar siempre de eso, Joshua?
Joshua.—Para decirte que nuestro deber es amarte, yo como un hermano, y ella... como otra cosa.
Juana.—Como una esposa fiel; ya comprendo, Joshua.
(Entrégase á una profunda meditación.)
Gilberto (en voz baja á Joshua).—¡Mírala, Joshua! ¿No te parece que es hermosa y encantadora, y digna de un rey? No puedes imaginar cuánto la amo.
Joshua.—¡Cuidado! es imprudente amar tanto á una mujer. Tratándose de un niño, es otra cosa.
Gilberto.—¿Qué quieres decir?
Joshua.—Nada... De aquí á ocho días asistiré á vuestra boda. Espero que entonces me dejarán alguna libertad los asuntos del Estado, y que todo se acabará.
Gilberto.—¿Qué se acabará?
Joshua.—¡Ah! tú no debes ocuparte de estas cosas, porque estás enamorado. Tú eres del pueblo, y poco pueden importarte las intrigas de altas regiones, siendo tan feliz aquí abajo; pero puesto que me preguntas, te diré que se espera que de aquí á ocho días, ó tal vez dentro de veinticuatro horas, Fabiano Fabiani será sustituído por otro cerca de la reina.
Gilberto.—¿Quién es ese Fabiano Fabiani?
Joshua.—Es el amante de la reina, un favorito muy célebre y encantador, un favorito que tarda menos en hacer cortar la cabeza á un hombre, cuando le desagrada, que un burgomaestre flamenco en comerse una cucharada de sopa; es el mejor favorito que el verdugo de la Torre de Londres ha tenido hace diez años, pues ya sabes que el ejecutor recibe por cada cabeza de noble diez escudos de plata, y á veces cuarenta, si la cabeza es de importancia. Se desea mucho la caída de ese Fabiani, aunque á decir verdad, en mis funciones de carcelero sólo oigo hablar de él á los descontentos, á hombres á quienes se ha de cortar la cabeza dentro de un mes.
Gilberto.—¡Devórense los lobos entre sí! ¿Qué nos importan á nosotros la reina y su favorito? ¿No es verdad, Juana?
Joshua.—¡Oh! se está fraguando una tremenda conspiración contra Fabiani, y no tendrá poca suerte si sale bien de ella. No extrañaría que se intentase algún golpe esta noche, pues acabo de ver á maese Simón Renard rondando por ahí y muy meditabundo.
Gilberto.—¿Quién es ese Simón Renard?
Joshua.—¡Cómo! ¿no lo sabes? Es el brazo derecho del emperador en Londres. La reina debe casarse con el príncipe de España, cuyo representante es Simón Renard; la soberana le odia, pero le teme, y nada puede contra él. Ha destronado ya dos ó tres favoritos, pues su instinto le induce á dar en tierra con todos, y por esto hace una limpia en palacio de vez en cuando. Simón Renard es hombre muy sagaz y malicioso, que sabe cuanto pasa, y que socava siempre las intrigas subterráneas en todos los acontecimientos. En cuanto á lord Paget... ¿no me has preguntado también quién era? Pues te diré que es un caballero muy audaz, que ha entendido en los negocios en tiempo de Enrique VIII; es individuo del Consejo secreto, y tiene tal ascendiente, que los demás ministros no osan decir palabra delante de él, exceptuando, no obstante, el canciller, milord Gardiner, que le aborrece. Este lord Gardiner tiene un carácter muy violento, pero es de muy buena cuna; mientras que Paget tuvo por padre á un zapatero. Paget obtendrá muy pronto el título de barón de Beaudesert en Stafford.
Gilberto.—¡Qué enterado está Joshua de todas estas cosas!
Joshua.—¡Pardiez! de algo sirve oir hablar á los prisioneros de Estado. (Simón Renard aparece en el fondo del teatro.) Te aseguro, Gilberto, que el hombre que mejor sabe la historia de estos tiempos es el carcelero de la Torre de Londres.
Simón Renard (que ha oído las últimas palabras).—Os engañáis, maese, es el verdugo.
Joshua (en voz baja á Juana y á Gilberto).—Retirémonos un poco. (Simón Renard se aleja lentamente, desapareciendo después.) Ahí tenéis á Simón Renard.
Gilberto.—No me gustan esos hombres que rondan alrededor de mi casa.
Joshua.—¿Qué diablos buscará por aquí? Bueno será marcharme pronto, pues tal vez me prepare algún trabajo. ¡Adiós, Gilberto, adiós, hermosa Juana!
Gilberto.—¡Adiós, Joshua!... Pero dime ¿qué llevas oculto debajo de la capa?
Joshua.—¡Ah! yo también tengo mi complot.
Gilberto.—¿Qué complot?
Joshua.—Vosotros los enamorados lo olvidáis todo. Acabo de recordaros que pasado mañana es día de Navidad. Los señores preparan una sorpresa á Fabiani, y yo conspiro por mi cuenta. La reina tendrá tal vez un favorito nuevo, y yo voy á dar una muñeca á mi niña. (Saca una muñeca que lleva debajo de la capa.) También es nueva; veremos cuál dura más, si el favorito ó ella. ¡Dios os guarde, amigos míos!
Gilberto.—Hasta más ver, Joshua.
(Joshua se aleja; Gilberto toma la mano de Juana y la besa con pasión.)
Joshua (en el fondo del teatro).—¡Qué grande es la Providencia! ¡Á cada cual le da su juguete, la muñeca á la niña, la niña al hombre, el hombre á la mujer y la mujer al diablo!
Escena III
GILBERTO, JUANA
Gilberto.—También debo separarme de ti. Adiós, Juana, duerme en paz.
Juana.—¿No queréis entrar esta noche, Gilberto?
Gilberto.—No me es posible. Ya te he dicho que debo concluir un trabajo en el taller esta noche; he de cincelar la empuñadura de una daga para no sé qué lord Clanbrassil, á quien no he visto nunca, y que la necesita para mañana.
Juana.—Pues entonces buenas noches, Gilberto.
Gilberto.—¡Un momento más, Juana! ¡Cuánto me cuesta separarme de ti, aunque sólo sea por algunas horas! ¡Tú eres mi vida y mi alegría, pero es preciso que vaya á trabajar, pues somos muy pobres! No quiero entrar, porque me quedaría, y debo marcharme. Mira, sentémonos algunos minutos á la puerta de tu casa, en ese banco; me parece que así me será menos difícil irme. Dame la mano. (Se sienta y le coge ambas manos, mientras Juana permanece de pie.) ¿Me amas, Juana?
Juana.—¡Oh! todo os lo debo, Gilberto, ya lo sé, aunque durante largo tiempo me lo hayáis ocultado. Muy pequeña, cuando apenas había dejado la cuna, mis padres me abandonaron, y vos me recogisteis. Hace diez y seis años habéis trabajado para mí como un padre, y vuestros ojos me han vigilado como los de una madre. ¿Qué sería yo sin vos, Dios mío? Todo lo que tengo me lo habéis dado; todo lo que soy, á vos lo debo.
Gilberto.—Juana, ¿me amas?
Juana.—¡Qué abnegación la vuestra, Gilberto! Día y noche trabajabais para mí sin tregua ni reposo, y aun hoy pasáis la noche en vela por mi causa. Sin embargo, jamás oí de vuestros labios una reprensión ni una palabra dura; nunca os dejáis llevar de la cólera; y aunque sois tan pobre, procuráis satisfacer mis caprichos de coqueta. Gilberto, sólo pienso en vos con las lágrimas en los ojos; algunas veces habéis carecido de pan, y á mí no me han faltado nunca cintas.
Gilberto.—¿Me amas, Juana?
Juana.—Gilberto, os besaría hasta los pies.
Gilberto.—Pero ¿me amas? Con todo eso que me dices, aún no me has contestado; una sola palabra es la que yo necesito, Juana. ¡Agradecimiento, siempre agradecimiento! ¡Oh! eso es cosa muy frívola; lo que yo quiero es amor ó nada. Juana, desde hace diez y seis años eres mi hija, y ahora vas á ser mi esposa; te había adoptado; quiero unirme contigo. De aquí á ocho días, pues tú has consentido en ello, se efectuará nuestro enlace. ¡Oh Juana! ¿me amabas cuando te comprometiste á esto? Hubo un tiempo, recuérdalo bien, en que me decías, mirando al cielo con tus hermosos ojos: «¡Te amo!» Así es cómo yo te quiero. Desde hace algunos meses, paréceme que algo ha cambiado en ti, sobre todo en estas tres últimas semanas en que el trabajo me obliga á estar ausente algunas noches. ¡Oh Juana! quiero que tú me ames, porque me has acostumbrado á ello. Tú, tan alegre en otro tiempo, siempre estás triste y preocupada ahora, por más que te esfuerzas para disimularlo; y yo conozco que las palabras de cariño no son en ti naturales como otras veces. ¿Qué tienes? ¿Es que no me amas ya? Soy seguramente un hombre honrado, un buen obrero; pero quisiera ser un ladrón ó un asesino con tal que me amases... ¡Juana, tú no sabes cuánto te adoro!
Juana.—Ya lo sé, Gilberto, y por eso lloro.
Gilberto.—¡De alegría! ¿No es cierto? Dime que es de alegría, porque necesito creerlo. En el mundo no hay nada como ser amado. Yo no soy más que un oscuro obrero; pero es preciso que mi Juana me ame. ¿Por qué me has de hablar siempre de lo que hice por ti? Deja todo tu agradecimiento á un lado y dime una sola palabra de amor. Por ti soy capaz de condenarme y de cometer un crimen si tú lo quisieras. Tú serás mi esposa ¿no es cierto? ¡Juana, por una mirada tuya daría cuanto tengo, por una de tus sonrisas mi vida, y por un beso mi alma!
Juana.—¡Qué noble corazón tenéis, Gilberto!
Gilberto.—Escucha, Juana, aunque te rías, te diré que estoy loco y celoso. No te ofendas... hace largo tiempo me parece ver á muchos jóvenes caballeros rondar por aquí. Ya sabes que yo tengo treinta y cuatro años, y sin duda comprendes que es una desgracia que un pobre obrero, mal vestido como yo, que ya no es joven ni buen mozo, ame á una encantadora muchacha de diez y siete abriles que llama la atención de apuestos y gallardos caballeros, dorados y brillantes como la luz que atrae á las mariposas. ¡Oh! yo sufro mucho; pero jamás te ofendo en mi pensamiento, á ti, tan casta y pura, á ti, cuya frente no han tocado aún mis labios. Sin embargo, paréceme á veces que te agrada en demasía ver pasar el séquito y el acompañamiento de la Reina, y á todos esos señores lujosamente vestidos de seda y terciopelo, pero que carecen de alma y corazón. ¡Perdóname!... no sé lo que me digo. Mas ¿por qué pasan por aquí tantos jóvenes caballeros? ¿Por qué no seré yo también noble y rico como ellos? ¡Ay, sólo soy Gilberto el cincelador! Lord Chandos, lord Fitz-Gerard, el conde de Arundel, el duque de Norfolk... ¡Oh! ¡cuánto aborrezco á esos nobles! Paso la vida cincelando para ellos empuñaduras de espadas, con las cuales quisiera atravesarles el pecho.
Juana.—¡Gilberto!
Gilberto.—Dispénsame, Juana. ¿No es verdad que el amor puede hacer al hombre muy malo?
Juana.—No, muy bueno. Vos lo sois, Gilberto.
Gilberto.—¡Oh! cada día te amo más, y quisiera morir por ti. Bien me correspondas ó no, yo seré tu esclavo. Estoy loco... Perdóname cuanto te he dicho. Ya es tarde, y debo retirarme. Adiós. ¡Dios mío, qué triste es separarme de ti! Entra en casa. ¿No tienes la llave?
Juana.—No, hace días que no sé lo que ha sido de ella.
Gilberto.—Aquí tienes la mía... Hasta mañana... No olvides que si ahora soy tu padre, dentro de ocho días seré tu esposo.
(La besa en la frente y vase.)
Juana (sola).—¡Mi esposo! ¡Oh! no; de ningún modo cometeré ese crimen. ¡Pobre Gilberto, él sí que me ama; mientras que el otro!... ¡Con tal que no haya preferido la vanidad al amor, infeliz de mí!... ¿De quién dependo yo ahora? ¡Oh, soy tan ingrata como culpable!... Oigo pasos, entremos pronto.
(Entra en la casa.)
Escena IV
GILBERTO, UN HOMBRE embozado en su capa, y cubierta la cabeza con un bonete amarillo.—El hombre tiene cogida una mano de Gilberto.
Gilberto.—Sí, te reconozco, tú eres el mendigo
judío que ronda hace días esta casa. ¿Qué quieres? ¿Por qué me has
cogido de la mano para conducirme hasta aquí?
El hombre.—Porque lo que debo deciros, sólo aquí puede decirse.
Gilberto.—Pues bien, habla y despáchate, porque voy de prisa.
El hombre.—Escucha, joven. Hace diez y seis años, en la misma noche en que lord Talbot, conde de Waterford, fué decapitado á la luz de las antorchas por cuestión de papismo y de rebeldía, sus partidarios murieron destrozados en las calles de Londres por la gente de Enrique VIII. El tiroteo duró algunas horas, y aquella noche, un joven obrero, mucho más ocupado en su oficio que en la guerra, trabajaba en su tiendecilla, que es la primera que se encuentra al entrar en el puente de Londres. Serían las dos de la madrugada, poco más ó menos, y cerca de allí arreciaba la lucha, oyéndose cómo silbaban las balas al cruzar el Támesis. De repente llamaron á la puerta de la tiendecilla, á través de cuya cerradura veíase el resplandor de la luz; el artesano abrió, y al punto entró un hombre á quien no conocía, llevando en los brazos una criatura en mantillas, que gritaba y lloraba. El hombre la depositó sobre la mesa y dijo: «He aquí una niña que ya no tiene padre ni madre». Después salió lentamente, cerrando la puerta tras sí. Gilberto, el obrero, era también huérfano, y aceptó la criatura; cuidó de ella, vistióla, quiso educarla, y al fin la amó. Consagróse del todo á la pobre criatura, conducida allí por la guerra civil; olvidó por ella su juventud, sus amoríos y placeres, y desde entonces ella fué el objeto único de su cariño y afecto. Esto ha durado diez y seis años. Gilberto, el obrero erais vos; la niña...
Gilberto.—Era Juana. Todo cuanto me habéis dicho es verdad; pero ¿por qué me explicáis esto?
El hombre.—Se me ha olvidado deciros que en los pañales de la criatura había un papel sujeto con un alfiler, y en el que se leían las siguientes palabras: Compadeceos de Juana.
Gilberto.—Estaban escritas con sangre; he conservado ese papel, y le llevo siempre conmigo. Pero me estáis mortificando... ¿veamos la conclusión?
El hombre.—Es muy sencilla. Ya veis que conozco vuestros asuntos, y por lo mismo vengo á deciros: ¡Gilberto, vigilad vuestra casa esta noche!
Gilberto.—¿Qué queréis decir?
El hombre.—Ni una palabra más. Os aconsejo que no vayáis á trabajar; permaneced en los alrededores de esta casa y vigilad. No soy amigo ni enemigo vuestro; pero pláceme daros este aviso. Ahora, á fin de no perjudicaros, dejadme; idos por ese lado, y acudid si me oís gritar.
Gilberto.—¿Qué significa todo esto?
(Aléjase lentamente.)
Escena V
EL HOMBRE, solo
La cosa está bien arreglada así. Yo necesitaba algún hombre joven
y fuerte que me prestase auxilio en caso necesario. Ese Gilberto es lo
que me conviene... Me parece que oigo rumor de remos y los acordes de un
bandolín en el río... Sí. (Se dirige al parapeto.—Óyense los sonidos de dicho instrumento y una voz lejana que canta.) Es él. (La voz se aproxima.) ¡Ya desembarca... bien... ahora despide al barquero... magnífico! (Volviendo al proscenio.) ¡Hele aquí!
(Entra Fabiano Fabiani embozado en su capa y se dirige hacia la puerta de la casa.)
Escena VI
EL HOMBRE, FABIANO FABIANI
El hombre (deteniendo á Fabiani).—Una palabra, si os place.
Fabiani.—Creo que me hablan. ¿Quién será este bergante?
El hombre.—Lo que gustéis que sea.
Fabiani.—Esta linterna alumbra mal; pero veo que llevas un bonete amarillo, al parecer de judío. ¿Eres hebreo?
El hombre.—Sí. Deseo deciros dos palabras.
Fabiani.—¿Cómo te llamas?
El hombre.—Sé vuestro nombre, y no conocéis el mío; de modo que por esta parte llevo la ventaja. Permitidme que la conserve.
Fabiani.—¿Tú sabes mi nombre? No es verdad.
El hombre.—Sí. En Nápoles os llamaban signor Fabiani; en Madrid, don Fabiano; en Londres os tituláis Fabiano Fabiani, conde de Clanbrassil.
Fabiani.—¡Llévete el diablo!
El hombre.—¡Que Dios os guarde!
Fabiani.—Mandaré apalearte. No quiero que sepan mi nombre cuando paseo por la noche.
El hombre.—Sobre todo cuando vais al sitio en que os esperan.
Fabiani.—¿Qué quieres decir?
El hombre.—¡Si la reina lo supiese!
Fabiani.—No voy á ninguna parte.
El hombre.—Sí, milord; vais á casa de la hermosa Juana, la prometida de Gilberto el cincelador.
Fabiani (aparte).—¡Diablo! ¡éste es un hombre peligroso!
El hombre.—¿Queréis que os diga algo más? Habéis seducido á esa joven, y desde hace un mes os ha recibido dos veces en su casa por la noche; ésta es la tercera. La hermosa debe estar esperando.
Fabiani.—¡Cállate! ¿Quieres dinero por callarte? ¿Cuánto deseas?
El hombre.—Ahora lo veremos. Por lo pronto, milord, ¿queréis que os diga por qué sedujisteis á esa muchacha?
Fabiani.—¡Pardiez! porque estaba enamorado.
El hombre.—No; eso no es cierto.
Fabiani.—¿No estaba yo enamorado de Juana?
El hombre.—Lo mismo que de la reina... En vos no hay amor, sino cálculo.
Fabiani.—¡Ah diablo! ¡Tú no eres un hombre; eres mi conciencia vestida de judío!
El hombre.—Pues os hablaré como vuestra conciencia, milord; escuchad. Sois favorito de la reina, que os ha otorgado la Jarretera, el condado y el señorío, á la verdad cosas huecas, pues la una es un trapo, la otra una palabra, y la última el derecho de morir decapitado. Necesitabais algo mejor; os hacían falta buenas tierras, castillos y rentas considerables; y como el rey Enrique VIII confiscó los bienes de lord Talbot, decapitado hace diez y seis años, os arreglasteis de modo que la reina María os los diera. Sin embargo, para que la donación fuese valedera, necesitábase que el lord hubiese muerto sin posteridad; si existía un heredero ó heredera, como Talbot murió por la reina María y por su madre Catalina de Aragón, y atendido que era papista, como aquella soberana, no debía dudarse que esta última os retiraría los bienes, por muy favorito que fuéseis, para devolverlos, por deber, por agradecimiento y por religión, al heredero ó á la heredera. Por este lado estabais bastante tranquilo, pues lord Talbot tenía sólo una niña que desapareció de la cuna el día en que ejecutaron á su padre: llegaron á creer en toda Inglaterra que había muerto. Vuestros espías, sin embargo, descubrieron últimamente que en la noche en que lord Talbot y su partido fueron exterminados por Enrique VIII, se había depositado misteriosamente una niña en casa de un obrero cincelador que vive en el puente de Londres, y que era probable que esta niña, educada bajo el nombre de Juana, fuese realmente Juana Talbot, la niña desaparecida. Cierto que faltaban las pruebas escritas de su nacimiento, pero se podrían encontrar el día menos pensado. El inconveniente era grave; veros obligado á devolver algún día á una niña, Shrewsbury, Wexford y el magnífico condado de Waterford, os pareció muy duro. ¿Qué hacer? Buscasteis el medio de aniquilar ó anular la joven: un hombre honrado se habría valido de un asesino; pero vos, milord, lo hicisteis mejor: la deshonrasteis.
Fabiani.—¡Insolente!
El hombre.—Vuestra conciencia es la que habla, milord; otro hubiera quitado la vida á la joven; vos la robasteis el honor, y de consiguiente el porvenir. La reina María es orgullosa, aunque tenga amantes.
Fabiani (aparte).—Este hombre llega al fondo de todo.
El hombre.—La reina no goza de buena salud; puede morir pronto, y entonces vos, su favorito, caeríais arruinado sobre su tumba. Las pruebas materiales del estado civil de la joven, que darían á conocer su categoría, se pueden hallar cuando menos se espere, y entonces, si la reina ha muerto, Juana, por deshonrada que esté, será reconocida como heredera de Talbot. ¡Pues bien! vos habéis previsto este caso; sois un caballero joven, de buen aspecto, os habéis hecho amar de ella, y la pobre muchacha se ha entregado á vos: en el peor caso, os casaríais con ella. No me neguéis que tal es vuestro plan; á mí me parece sublime; y si no fuera quien soy, quisiera ser vos.
Fabiani.—¡Gracias!
El hombre.—Habéis conducido el asunto con mucha destreza, ocultando vuestro nombre; de modo que estáis á cubierto en lo que se refiere á la reina. La pobre muchacha cree haber sido seducida por un caballero del país de Somerset, llamado Amyas Pawlett.
Fabiani.—¡Todo lo sabe! En fin, vamos al hecho. ¿Qué quieres?
El hombre.—Milord, si alguno tuviera en su poder los papeles que prueban el nacimiento, la existencia y el derecho de la heredera de Talbot, vos quedaríais más pobre que mi antecesor Job, no conservando más castillos que los que hagáis en el aire, lo cual os disgustaría mucho.
Fabiani.—Sí; pero nadie tiene esos papeles.
El hombre.—Os engañáis.
Fabiani.—¿Quién?
El hombre.—Yo.
Fabiani.—¡Bah, un miserable como tú! No es cierto; judío que habla, hombre que miente.
El hombre.—Tengo esos papeles.
Fabiani.—¡Mientes! ¿Dónde están?
El hombre.—En mi bolsillo.
Fabiani.—No lo creo. ¿Están en regla? ¿No falta nada?
El hombre.—Nada.
Fabiani.—Si es así, los necesito.
El hombre.—Poco á poco.
Fabiani.—¡Judío, dame esos papeles!
El hombre.—¡Muy bien!... ¡Judío dices! Y tú, miserable mendigo, dame la ciudad de Shrewsbury, dame la de Wexford, y también el Condado de Waterford... Un poco de caridad, si os place.
Fabiani.—Esos papeles son todo para mí, y nada valen para ti.
El hombre.—Simón Renard y lord Chandos me los pagarían á buen precio.
Fabiani.—Simón Renard y lord Chandos son dos perros entre los cuales mandaré que te ahorquen.
El hombre.—Si no tenéis otra cosa que proponerme, adiós.
Fabiani.—¡Aquí, judío! ¿Qué quieres por esos papeles?
El hombre.—Una cosa que tienes encima.
Fabiani.—¡Mi bolsa!
El hombre.—¡Ca, nada de eso! ¿Queréis la mía?
Fabiani.—¿Pues qué deseas?
El hombre.—Siempre lleváis encima un pergamino; es una firma en blanco que la reina os ha dado, y en la que jura por su corona católica conceder á quien se la presente la gracia que solicite, sea cual fuere. Dadme esa firma en blanco, y os entregaré los papeles de Juana Talbot; papel por papel.
Fabiani.—¿Y qué quieres hacer con esa firma en blanco?
El hombre.—¡Vaya, juguemos limpio! Os he dicho cuáles son vuestros asuntos, y ahora voy á daros cuenta de los míos. Soy uno de los principales plateros judíos de la calle de Kantersten en Bruselas; presto dinero al cincuenta por ciento á todo el mundo, y prestaría aunque fuese al diablo ó al papa. Hace dos meses uno de mis deudores murió sin haberme pagado; era un antiguo servidor de la familia Talbot, y el pobre hombre, desterrado hacía tiempo, sólo dejó algunos harapos; la justicia los puso en mi poder, y en ellos encontré una caja que contenía varios papeles. Eran los de Juana Talbot, milord, con toda su minuciosa historia, y probada con documentos en regla. La reina de Inglaterra acababa de daros precisamente los bienes de Juana Talbot; y como yo necesitaba también á la soberana para negociar un préstamo de diez mil marcos de oro, comprendí que podría hacer negocio con vos. Vine á Inglaterra con este disfraz, espié á Juana Talbot, y todo lo he hecho por mí mismo. De esta manera he averiguado cuánto me convenía, y heme aquí. Tendréis los papeles de Juana Talbot si me dais la firma en blanco de la reina: yo escribiré en el documento que se me conceden diez mil marcos de oro; aquí me deben todavía alguna cosa, pero no quiero regatear. ¡Diez mil marcos de oro, nada más! No os pido la suma, porque sólo una testa coronada puede pagármela. Esto es hablaros con franqueza, pues supongo que dos hombres tan diestros como nosotros no ganarían nada engañándose. Si la franqueza se desterrase de la tierra, debería reaparecer en la entrevista de dos bribones.
Fabiani.—Imposible; no puedo dar esa firma en blanco. ¡Diez mil marcos de oro! ¿Qué diría la reina? Además, mañana podría caer en desgracia, y esa firma en blanco sería la salvación para mí: es mi cabeza.
El hombre.—¿Qué me importa á mí?
Fabiani.—Pedidme otra cosa.
El hombre.—Quiero eso.
Fabiani.—Judío, dame los papeles de Juana Talbot.
El hombre.—Dadme la firma en blanco de la reina.
Fabiani.—¡Vamos, maldito judío, será preciso ceder!
(Saca un papel del bolsillo.)
El hombre.—Enseñadme la firma en blanco de la reina.
Fabiani.—Muéstrame los papeles de Talbot.
El hombre.—Ahora los veréis. (Se acercan á la linterna; Fabiani, colocado detrás del judío, le pone el papel ante los ojos, y el hombre le examina.) «Nos, María, reina...»—Está bien. Ya veis que soy como vos, milord; todo lo he calculado y previsto.
Fabiani (desenvaina un puñal con la mano derecha y se lo hunde en la garganta).—Exceptuando esto.
El hombre.—¡Ah traidor!... ¡Á mí... socorro!
(Cae, y en el mismo instante arroja en la sombra tras sí, sin que Fabiani lo note, un pliego sellado.)
Fabiani (inclinándose sobre el cuerpo).—¡Á fe mía, creo que ya está muerto!... ¡Cojamos ahora esos papeles! (Registra al judío.) ¡Maldición, no lleva nada, ni un solo papel! ¡El bribón me engañaba, quería robarme! ¡Maldito judío, le he matado inútilmente! Todos lo mismo; la mentira y el robo son propios de su raza. ¡Vamos, será preciso quitar de ahí ese cadáver, y no dejarle delante de la puerta! (Dirigiéndose al fondo del teatro.) Si el barquero está aún allí, él me ayudará á tirar el cuerpo al agua.
(Desaparece detrás del parapeto.)
Gilberto (entrando por el lado opuesto).—Me parece haber oído un grito. (Ve el cuerpo tendido en tierra junto á la linterna.) ¡Un hombre asesinado!... ¡El mendigo!
El hombre (incorporándose á medias).—¡Ah!... Llegáis demasiado tarde, Gilberto. (Señala con el dedo el sitio donde acaba de arrojar el pliego sellado.) Recoged eso; son los papeles que prueban que Juana, vuestra prometida, es hija y heredera del último lord Talbot. Mi asesino es lord de Clanbrassil, el favorito de la reina... ¡Ah! me ahogo... ¡Gilberto, véngame y véngate!
(Muere.)
Gilberto.—¡Muerto!... Que me vengue... ¿Qué quiere decir? ¡Juana hija de lord Talbot! ¡Lord de Clanbrassil, favorito de la reina! ¡Oh! Yo me confundo... (Sacudiendo el cadáver.) ¡Habla, una palabra más!... ¡Ah! está bien muerto...
Escena VII
GILBERTO, FABIANI
Fabiani (volviendo).—¿Quién va?
Gilberto.—Acaban de asesinar á un hombre.
Fabiani.—No, es un judío.
Gilberto.—¿Quién le ha dado muerte?
Fabiani.—¡Pardiez! vos ó yo.
Gilberto.—¡Caballero!...
Fabiani.—No hay testigos. Aquí no se ve más que un cadáver y dos hombres á su lado. ¿Quién asesinó á ese hombre? Nada prueba que sea yo más bien que vos.
Gilberto.—¡Miserable! Sois el asesino.
Fabiani.—Pues bien, es verdad. ¿Qué tenemos con eso?
Gilberto.—Voy á llamar á la justicia.
Fabiani.—Lo que haréis es ayudarme á lanzar ese cuerpo al agua.
Gilberto.—Haré que os prendan y castiguen.
Fabiani.—He dicho que me ayudaréis.
Gilberto.—Sois muy insolente.
Fabiani.—Creedme, borremos todas las huellas de esto, pues os interesa más que á mí.
Gilberto.—¡Esto es demasiado!
Fabiani.—Uno de los dos ha dado el golpe: yo soy un gran señor, un noble, y vos un transeúnte, un plebeyo, un hombre del pueblo. El caballero que mata á un judío paga cuatro sueldos de multa; el hombre del pueblo paga su delito con la vida.
Gilberto.—¡Osaríais...!
Fabiani.—Si me denunciáis os denuncio, y yo seré más digno de crédito que vos. Con todo esto, las probabilidades son desiguales; para mí la multa; para vos la horca.
Gilberto.—¡Y no haber testigo ni pruebas! ¡Oh! mi cabeza se extravía... ¡Y el miserable tiene razón!
Fabiani.—¿Queréis que os ayude á arrojar ese cadáver al agua?
Gilberto.—¡Sois un infame!
Fabiani (Gilberto coge el cuerpo por la cabeza, Fabiani por los pies, y le llevan al parapeto).—Sí, amigo mío; no sé con seguridad quién de los dos ha dado muerte á este hombre.
(Desaparecen detrás del parapeto.)
Fabiani (volviendo).—Ya está hecho, compañero. Buenas noches; ya podéis marcharos. (Se dirige hacia la casa, y al volver la cabeza, nota que Gilberto le sigue.) ¡Qué se os ofrece! ¿Es que deseáis algún dinero por vuestro trabajo? En conciencia, nada os debo; pero tomad. (Entrega su bolsa á Gilberto, que al pronto hace un ademán de negativa, aceptando después, como hombre que de pronto cambia de parecer.) Ahora, idos. ¡Vamos! ¿qué esperáis aún?
Gilberto.—Nada.
Fabiani.—Á fe mía, podéis quedaros ahí si bien os parece. Estaréis al sereno, y yo con mi dama. ¡Dios os guarde!
(Se dirige hacia la puerta de la casa y hace ademán de abrir.)
Gilberto.—¿Adónde vais así?
Fabiani.—¡Pardiez! á mi casa.
Gilberto.—¿Cómo á vuestra casa?
Fabiani.—Sí.
Gilberto.—¿Quién de los dos es el que sueña? Antes me dijisteis que el asesino del judío era yo, y ahora me aseguráis que esa es vuestra casa.
Fabiani.—Ó la de mi querida, que es lo mismo.
Gilberto.—Repetidme lo que acabáis de decir.
Fabiani.—Digo, ya que os empeñáis en saberlo, que esa casa es la de una hermosa joven, que es mi querida.
Gilberto.—¡Yo digo, milord, que mientes! ¡Digo que eres un falsario y un asesino; que tu madre fué azotada por el verdugo en una plaza pública; y que voy á sujetar tu cabeza entre mis manos y á oprimirla hasta que te cortes la lengua con tus propios dientes!
Fabiani.—¡Hola! ¿Quién es este diablo de hombre?
Gilberto.—Soy Gilberto el cincelador, y Juana es mi prometida.
Fabiani.—Pues yo soy el caballero Amyas Pawlett, el querido de Juana.
Gilberto.—¡Te digo que mientes! Tú eres lord Clanbrassil, el favorito de la reina. ¡Imbécil! ¡Creías que lo ignoraba!
Fabiani.—¡Está visto que todo el mundo me conoce esta noche!... He aquí otro hombre peligroso, y del cual será preciso deshacerse cuanto antes.
Gilberto.—Dime en el acto que has mentido como un bellaco, y que Juana no es tu querida.
Fabiani.—¿Conoces su letra? (Saca un billete del bolsillo.) Lee eso. (Aparte, mientras que Gilberto desdobla convulsivamente el papel.) Importa que éntre en su casa para reñir con Juana, pues así mi gente tendrá tiempo de llegar.
Gilberto (leyendo).—«Estaré sola esta noche; podéis venir...» ¡Maldición, milord, tú has deshonrado á mi prometida, y eres un infame! ¡Vas á darme satisfacción al punto!
Fabiani (echando mano á la espada).—No hay inconveniente. ¿Dónde está tu acero?
Gilberto.—¡Oh rabia! ¡Ser hijo del pueblo y no tener espada ni puñal! ¡No importa; te esperaré en la esquina de una calle y te asesinaré, miserable!
Fabiani.—Eres muy violento, amigo mío.
Gilberto.—¡Oh! ya me vengaré de ti.
Fabiani.—¡Vengarte de mí! Estás demasiado bajo, y yo muy alto.
Gilberto.—¿Me desafías?
Fabiani.—Sí.
Gilberto.—¡Ya nos veremos!
Fabiani (aparte).—Es preciso que el sol de mañana no salga para ese hombre. (En voz alta.) Créeme, amigo mío, entra en tu casa. Siento mucho que hayas descubierto lo que acabas de averiguar; pero te dejo la dama. Mi intención no era ir más lejos en estos amoríos. ¡Vamos, véte á dormir! (Arroja una llave á los pies de Gilberto.) Si no tienes llave, toma esa, ó si lo prefieres, da tres golpes en la ventana; la muchacha creerá que soy yo, y te abrirá. Buenas noches.
(Vase.)
Escena VIII
GILBERTO, solo
¡Se ha marchado, sin que pudiese despedazarle entre mis manos! ¡Ha sido forzoso dejarle escapar! ¡No tengo arma ninguna! (Ve en tierra el puñal con que lord Clanbrassil ha dado muerte al judío, y recoge el arma con precipitación.) ¡Ah, llegas demasiado tarde! Ya no podría servir sino para mí; pero es igual; bien hayas caído del cielo ó vengas del infierno, yo te bendigo. ¡Oh! Juana me ha vendido; Juana se ha entregado á ese infame; ¡Juana es la heredera de lord Talbot; Juana está perdida para mí! ¡Oh Dios mío! ¡he aquí en una hora desgracias demasiado dolorosas para que yo las resista! (Simón Renard aparece en la oscuridad, en el fondo del teatro.) ¡Oh, vengarme de ese hombre, vengarme de ese lord Clanbrassil! Si voy al palacio de la reina, los lacayos me arrojarán á puntapiés como si fuese un perro. ¡Estoy loco, mi cabeza arde! ¡Me es igual morir, mas antes quisiera vengarme, y para conseguirlo daría hasta mi sangre! ¿No hay nadie en el mundo que quiera hacer este pacto conmigo? ¿Quién se ofrece á vengarme de lord Clanbrassil, tomando en cambio mi vida?
Escena IX
GILBERTO, SIMÓN RENARD
Simón Renard (dando un paso).—Yo.
Gilberto.—¿Tú? ¿Quién eres tú?
Simón Renard.—Soy el hombre que deseas.
Gilberto.—¿Sabes quién soy yo?
Simón Renard.—Eres el hombre que necesito.
Gilberto.—No tengo más que una idea, la de vengarme de lord Clanbrassil y morir.
Simón Renard.—Quedarás vengado y morirás.
Gilberto.—Quien quiera que seas, gracias.
Simón Renard.—Sí, tendrás la venganza que deseas; pero no olvides con qué condición. Necesito tu vida.
Gilberto.—Tómala.
Simón Renard.—¿Queda convenido?
Gilberto.—Sí.
Simón Renard.—Sígueme.
Gilberto.—¿Adónde?
Simón Renard.—Ya lo sabrás.
Gilberto.—No olvides que me has prometido vengarme.
Simón Renard.—Piensa que te comprometes á morir.
Jornada segunda. La reina
Habitación en la cámara de la reina.—Un evangelio abierto sobre un reclinatorio; la corona real en un escabel; puertas laterales, y una más grande en el fondo; una parte de éste queda oculta por una tapicería magnífica.
Personajes
FABIANO FABIANI.
LA REINA.
GILBERTO.
SIMÓN RENARD.
JUANA.
LOS NOBLES. EL VERDUGO.
Escena I
LA REINA, lujosamente vestida, y echada en un diván; FABIANO FABIANI, sentado junto á ella en un escabel, luciendo un magnífico traje y la orden de la Jarretera, tiene un bandolín entre las manos y canta.
Fabiani (dejando su bandolín en el suelo).—¡Oh!
os amo más de cuanto podáis imaginaros, señora; pero á ese Simón
Renard, tan poderoso como vos misma, le odio con toda mi alma.
La Reina.—Ya sabéis que no puedo nada contra él, milord; es aquí el representante del príncipe de España, mi futuro esposo.
Fabiani.—¡Vuestro futuro esposo!
La Reina.—Vamos, milord, no hablemos de eso. Yo os amo. ¿Qué más queréis? Por ahora, os recordaré que ya es hora de retiraros.
Fabiani.—¡María, un momento más!
La Reina.—Ved que es hora de reunirse el consejo. Hasta ahora no ha habido aquí más que la mujer, y es preciso dejar paso á la reina.
Fabiani.—Yo quisiera que la mujer hiciese esperar á la reina á la puerta.
La Reina.—¡Vos lo queréis! Miradme, milord. ¡Tienes una hermosa cabeza, Fabiano!
Fabiani.—¡Vos sí que sois hermosa, señora! No necesitaríais más que vuestra belleza para ser poderosa; hay en vos algo que dice que sois la reina; pero lo lleváis escrito en la frente más bien que en vuestra corona.
La Reina.—Me lisonjeáis.
Fabiani.—Te amo.
La Reina.—¿Me amas de veras, y sólo á mí? Vuelve á decírmelo con tu expresiva mirada. ¡Ay! nosotras las mujeres no sabemos nunca á punto fijo lo que pasa en el corazón de un hombre, y debemos creer por los ojos; pero los más hermosos son á veces los más engañadores. En los tuyos, sin embargo, hay tanta lealtad, tanto candor y buena fe, que no pueden mentir; tu mirada es cándida y sincera, bello paje. ¡Oh! valerse de ojos celestiales para engañar, sería un crimen. Ó tus ojos son los de un ángel, ó los de un demonio.
Fabiani.—Ni demonio ni ángel; sólo soy un hombre que os ama.
La Reina.—¿Que ama á la reina?
Fabiani.—Que ama á María.
La Reina.—Escucha, Fabiano; yo te amo también; pero eres joven; hay muchas bellas damas que te miran con ternura, y una reina puede cansar al fin, lo mismo que otra mujer. No me interrumpas: si alguna vez te enamoras de cualquiera dama, quiero que me lo digas, y haciéndolo así, tal vez te perdone. Tú no sabes hasta qué punto te amo, pues ni yo misma lo sé; pero hay momentos en que mejor quisiera verte muerto, que feliz con otra. ¡Dios mío! yo no sé por qué se me quiere representar siempre como una mujer maligna.
Fabiani.—Yo no puedo ser feliz más que á tu lado, María; solo á ti te amo.
La Reina.—¿De veras? Mírame bien para decírmelo. Estoy tan celosa, que á veces me figuro—¿cuál es la mujer que no tiene estas ideas?—me figuro que me engañas. Quisiera ser invisible para poder seguirte y saber siempre qué haces, qué dices y dónde estás. En los cuentos de hadas se habla de una sortija que hace invisible; yo daría mi corona por esa sortija. Imagínome sin cesar que vas á ver á otras mujeres jóvenes y hermosas, y á fe mía que fuera una indignidad engañarme.
Fabiani.—¡Desechad esas ideas, señora! ¡Yo engañaros, á vos que sois mi reina y mi amor! Para esto debería ser el más ingrato y miserable de los hombres; y seguramente no os he dado motivo alguno para que lo creáis así. ¡Yo te amo, María, te adoro, y no podría ni siquiera mirar á otra mujer! ¿No estás leyéndolo en mis ojos? ¡Dios mío! debería haber un acento de verdad para persuadir. ¡Vamos, mírame bien! ¿Tengo yo el aspecto de un hombre que engaña? ¿No se reconoce pronto al hombre que miente á una mujer? Ninguna se suele engañar en este punto. ¡Y qué momento has elegido, María, para decirme semejantes cosas! Precisamente aquel en que más te amo. Paréceme que nunca te adoré tanto como hoy. Ahora no hablo á la reina, de la cual me burlo, pues ¿qué podría hacerme? Mandar que me cortasen la cabeza, y esto me importa poco; mientras que tú, María, puedes destrozarme el corazón. No es á Vuestra Majestad á quien amo; es á ti; tu blanca y delicada mano es la que beso y adoro, no vuestro cetro, señora.
La Reina.—Gracias, Fabiano mío; adiós. ¡Pero milord, qué joven sois! ¡Qué hermoso es el cabello de vuestra encantadora cabeza! Volved dentro de una hora.
Fabiani.—¡Lo que llamáis una hora es para mí un siglo!
(Sale.)
(Apenas desaparece, la Reina corre presurosa hacia una puertecilla oculta en la pared, ábrela é introduce á Simón Renard.)
Escena II
LA REINA, SIMÓN RENARD
La Reina.—Entrad, caballero. Y bien ¿estabais ahí? ¿Lo habéis oído todo?
Simón Renard.—Sí, señora.
La Reina.—¿Y qué os parece? ¡Oh! es el más redomado y el más falso de los hombres. ¿Qué opináis?
Simón Renard.—No en vano termina en i el apellido de ese hombre.
La Reina.—¿Estáis seguro que va por la noche á casa de esa mujer? ¿le habéis visto?
Simón Renard.—No sólo yo, sino también Chandos, Clinton, Montagu, y otros diez testigos.
La Reina.—¡Eso es verdaderamente una infamia!
Simón Renard.—Ahora mismo podréis tener una prueba más patente, pues la joven se halla aquí. Según he dicho á Vuestra Majestad, mandé prenderla en su casa anoche.
La Reina.—Pero ¿no hay ya crimen suficiente para mandar que corten la cabeza á ese hombre, caballero?
Simón Renard.—El haber visitado á una joven de noche no basta, señora. Vuestra Majestad mandó juzgar á Trogmorton por un hecho análogo, y Trogmorton fué absuelto.
La Reina.—Por eso castigué á sus jueces.
Simón Renard.—Procurad no veros obligada á proceder lo mismo con los de Fabiani.
La Reina.—¡Oh! ¿cómo me vengaré de ese traidor?
Simón Renard.—Supongo que Vuestra Majestad sólo quiere vengarse de cierta manera.
La Reina.—De la única que sea digna de mí.
Simón Renard.—Trogmorton fué absuelto, señora; sólo hay un medio, y ya le he indicado á Vuestra Majestad. El hombre está ahí.
La Reina.—¿Hará cuanto yo quiera?
Simón Renard.—Sí, con tal que hagáis lo que él desea.
La Reina.—¿Dará su vida?
Simón Renard.—Sí, pero poniendo ciertas condiciones.
La Reina.—¿Sabéis lo que quiere?
Simón Renard.—Lo mismo que vos: vengarse.
La Reina.—Decidle que éntre, y permaneced al alcance de mi voz... ¡Ah! escuchad.
Simón Renard (volviendo).—¿Qué desea Vuestra Majestad?
La Reina.—Decid á milord Chandos que esté en la cámara inmediata con seis hombres de mi servicio dispuestos á entrar... y la mujer también. Id. (Simón Renard sale.) ¡Oh! ¡será cosa terrible!
(Ábrese una de las puertas laterales y entran Simón Renard y Gilberto.)
Escena III
LA REINA, GILBERTO, SIMÓN RENARD
Gilberto.—¿Ante quién estoy?
Simón Renard.—Ante la reina.
Gilberto.—¿Ante la reina?
La Reina.—Sí, yo soy la reina, y no hay motivo para asombraros. Vos sois Gilberto, obrero, de oficio cincelador; vivís cerca del Támesis, no sé dónde, con una que llaman Juana, de quien sois el prometido, y que os engaña, pues tiene por amante á un tal Fabiano, que me engaña á mí á su vez. Queréis vengaros, y yo también, y para esto necesito disponer de vuestra vida á mi antojo. Me conviene que digáis lo que yo os mandaré decir, sea lo que fuere, sin que haya para vos nada falso ni verdadero, ni bueno ni malo, ni justo ni injusto; sólo debéis ver mi venganza y mi voluntad. Es indispensable que me dejéis obrar, sometiéndoos á todo. ¿Consentís en ello?
Gilberto.—Señora...
La Reina.—Quedarás vengado, pero te prevengo que habrás de morir: esto es todo. Ahora, fija tus condiciones; si tienes una madre anciana y es necesario llenar su mesa de oro, habla, que no le faltará: vende tu vida al más alto precio que te sea posible.
Gilberto.—Ya no estoy resuelto á morir, señora.
La Reina.—¿Cómo?
Gilberto.—He reflexionado toda la noche, y nada veo aún claro en este asunto. Un hombre se ha jactado de ser amante de Juana; pero ¿quién me asegura que no ha mentido? He visto una llave; pero bien mirado, podría ser robada. He visto un billete; pero ¿quién me dice que no se ha escrito por fuerza? Por otra parte, tampoco sé si la letra es de Juana, pues era de noche y yo estaba turbado. No puedo dar mi vida, que es la suya, sin reflexionarlo antes. No creo nada; ni de nada estoy seguro, porque no he visto á Juana.
La Reina.—¡Bien se ve que estás enamorado! Eres como yo; resistes á todas las pruebas. ¿Y si ves á esa Juana y la oyes confesar su falta, harás lo que yo quiera?
Gilberto.—Sí, con una condición.
La Reina.—Ya me la dirás más tarde. (Á Simón Renard.) ¡Que éntre esa mujer al punto! (Simón Renard sale; la reina oculta á Gilberto detrás de un cortinaje que ocupa parte de la habitación.) Quédate ahí.
(Entra Juana pálida y temblorosa.)
Escena IV
LA REINA, JUANA, GILBERTO detrás del cortinaje
La Reina.—Acércate, joven; ¿sabes quién somos?
Juana.—Sí, señora.
La Reina.—¿Sabes quién es el hombre que te ha seducido?
Juana.—Sí, señora.
La Reina.—¿Te había engañado diciéndote que era el caballero Amyas Pawlett?
Juana.—Sí, señora.
La Reina.—¿Sabes ahora que es Fabiano Fabiani, conde de Clanbrassil?
Juana.—Sí, señora.
La Reina.—Anoche, cuando te prendieron en tu casa, ¿le habías dado cita y le esperabas?
Juana (juntando las manos).—¡Dios mío, señora!
La Reina.—Responde.
Juana (con voz desfallecida).—Sí.
La Reina.—Debes suponer que ya no puedes esperar nada, ni para él, ni para ti.
Juana.—Sólo la muerte. Siempre es una esperanza.
La Reina.—Cuéntame la historia. ¿Dónde encontraste á ese hombre por primera vez?
Juana.—La primera vez en... pero ¿á qué decirlo? Una desgraciada hija del pueblo, pobre y vanidosa, loca y coqueta, enamorada de los adornos, y que se deslumbra ante el gallardo aspecto de un gran señor, nada tiene de particular. Me han seducido y deshonrado, y estoy perdida; nada tengo que añadir á esto. ¡Dios mío! ¿no veis cuánto me aflige cada palabra que digo, señora?
La Reina.—Está bien.
Juana.—¡Oh! ya sé cuán terrible es vuestra cólera, señora; mi cabeza se dobla de antemano bajo el castigo que me preparáis.
La Reina.—¡Yo castigarte! ¿Piensas que me ocupo de ti, loca? ¿Quién eres tú, infeliz criatura, para que me importen tus cosas? No; yo sólo tengo que ver con Fabiano. En cuanto á ti, otro se encargará de castigarte.
Juana.—¡Pues bien! señora, cualquiera que sea el castigo y la persona encargada de él, todo lo sufriré sin quejarme, y hasta os daré gracias si atendéis á la súplica que voy á dirigiros. Hay un hombre que me recogió huérfana en la cuna, y me adoptó y educó, amándome después, y que aún me ama; bien indigna soy de ese hombre, á quien he faltado gravemente, y cuya imagen, sin embargo, grabada en el fondo de mi corazón, es para mí tan sagrada como la de Dios; ese hombre, que sin duda habrá encontrado su casa desierta y abandonada, no se explica lo que ocurre, y tal vez se halle entregado á la desesperación. ¡Pues bien! lo que yo pido á Vuestra Majestad es que no se le dé á entender nada, y que se me haga desaparecer, sin que sepa jamás lo que de mí ha sido. Ignoro si se me comprenderá bien; pero seguramente no se os oculta que ese hombre es un amigo, un noble y generoso amigo... ¡pobre Gilberto!... que me ama y me cree pura. No quiero que me odie y me desprecie... Ya conoceréis, señora, que la estimación de ese hombre es para mí más que la vida. Mi falta le causará un profundo pesar, y tanta será su sorpresa, que tal vez no dé crédito á sus oídos. ¡Pobre Gilberto! ¡Oh señora, compadeceos de mí! ¡En nombre del cielo, que no sepa nada de esto; que no sepa que soy culpable, pues se mataría, y moriría si averiguase que ya no existo!
La Reina.—El hombre de quien habláis os escucha en este momento, os juzga, y os castigará.
(Aparece Gilberto.)
Juana.—¡Cielos, Gilberto!
Gilberto (á la Reina).—Mi vida es vuestra, señora.
La Reina.—Bien. ¿Tenéis que imponer algunas condiciones?
Gilberto.—Sí, señora.
La Reina.—¿Cuáles? Os damos nuestra palabra de reina de aceptarlas de antemano.
Gilberto.—El caso es muy sencillo, señora. Se trata de una deuda de agradecimiento contraída con un caballero de vuestra corte que me ha hecho trabajar mucho en mi oficio de cincelador.
La Reina.—Hablad.
Gilberto.—Ese caballero mantiene relaciones secretas con una mujer con quien no puede unirse, porque ella pertenece á una familia desterrada; esta mujer, que ha vivido oculta hasta ahora, es hija única y heredera del último lord Talbot, decapitado en tiempo de Enrique VIII.
La Reina.—¡Cómo! ¿Estás seguro de lo que dices? ¿Será cierto que el buen lord católico, el leal defensor de mi madre, dejó una hija? Si esto es verdad, juro por mi corona que esa niña es mía; y lo que Juan Talbot hizo por la madre de María de Inglaterra, ésta lo hará por la hija de Juan Talbot.
Gilberto.—Entonces, será sin duda una dicha para Vuestra Majestad devolver á la hija de lord Talbot los bienes de su difunto padre...
La Reina.—Seguramente que sí, y para esto obligaré á Fabiano á renunciar á ellos; pero ¿hay pruebas de que esa heredera exista?
Gilberto.—Las tenemos.
La Reina.—Y si no tuviéramos pruebas, las haríamos. No en balde soy reina.
Gilberto.—Vuestra Majestad devolverá á la hija de lord Talbot los bienes, los títulos, la jerarquía, el nombre y el blasón de su padre; la eximirá de toda proscripción y asegurará su vida; y por último, Vuestra Majestad la unirá con ese caballero, único hombre á quien debe dar su mano. Mediante estas condiciones, señora, podréis disponer de mí, de mi libertad y de mi vida como mejor os plazca.
La Reina.—Bien; haré lo que acabas de decir.
Gilberto.—La reina de Inglaterra debe jurarlo, á mí, Gilberto, el obrero cincelador, por su corona y por el Evangelio abierto.
La Reina.—¡Por mi corona y por el Evangelio lo juro!
Gilberto.—Pacto concluído, señora. Haced preparar una tumba para mí y un lecho nupcial para los esposos. El caballero de quien hablo es Fabiani, conde de Clanbrassil; y aquí tenéis á la heredera de Talbot.
Juana.—¿Qué dice?
La Reina.—¿Estaré hablando con un loco? ¿Qué significa esto? ¿Os atreveríais á burlaros de la reina de Inglaterra? Recordad que en las cámaras reales se han de pesar las palabras, y que hay casos en que la lengua derriba la cabeza.
Gilberto.—Mi cabeza está á vuestra disposición, señora; pero tengo vuestro juramento.
La Reina.—¿Habláis con formalidad? ¡Ese Fabiani, esa Juana... vamos!
Gilberto.—Esa Juana es hija y heredera de Talbot.
La Reina.—¡Bah! ¡visión, quimera, locura! ¿Tenéis las pruebas?
Gilberto.—Completas. (Saca un paquete del pecho.) Dignaos leer esos papeles.
La Reina.—¿Creéis que yo tengo tiempo de leer vuestros papelotes? ¿Os los he pedido yo por ventura? ¿Para qué los quiero yo? Si prueban alguna cosa, á fe mía que los arrojaré al fuego.
Gilberto.—Siempre me quedará vuestro juramento.
La Reina.—¡Mi juramento, mi juramento!
Gilberto.—Sí, señora, por la corona y el Evangelio, es decir, por vuestra cabeza y vuestra alma, por vuestra vida en este mundo y en el otro.
La Reina.—Pero ¿qué quieres? ¡Tú estás verdaderamente loco!
Gilberto.—Voy á deciros lo que quiero. Juana ha perdido su categoría; devolvédsela; proclamadla hija de lord Talbot y esposa de lord Clanbrassil, y tomad después mi vida.
La Reina.—¡Tu vida! ¿Qué haría yo con ella? Sólo podría quererla para vengarme de ese hombre, de Fabiani. Tú no comprendes nada, ni yo te entiendo á ti tampoco. Hablabas de venganza... ¿es así cómo te vengas? Esta gente del pueblo es muy estúpida. ¿Cómo puedo creer yo en la ridícula historia de una heredera de Talbot? ¡Me enseñas los papeles! Ni siquiera los miraré. ¡Ah! Una mujer te vende y te la echas de generoso... Pues yo no lo soy, porque mi corazón rebosa de cólera y de odio; me vengaré, y tú me ayudarás. Pero ¿qué digo? Ese hombre es un loco, y loco rematado. ¿Para qué le necesito yo? ¡Dios mío, qué triste es tener que tratar con semejantes personas en asuntos formales!
Gilberto.—Tengo vuestra palabra de reina católica. Lord Clanbrassil ha seducido á Juana y debe unirse con ella.
La Reina.—¿Y si rehusa?
Gilberto.—Le obligaréis, señora.
Juana.—¡Oh, no, compadeceos de mí!
Gilberto.—Pues bien, si ese infame rehusa, Vuestra Majestad dispondrá de nosotros como lo tenga por conveniente.
La Reina (con alegría).—¡Ah! eso es todo cuanto yo deseo.
Gilberto.—Si llegase ese caso, con tal que Vuestra Majestad ciña la frente sagrada é inviolable de Juana Talbot con la corona de condesa de Waterford, yo haré todo lo que la reina me ordene.
La Reina.—¿Todo?
Gilberto.—Todo.
La Reina.—¿Dirás cuanto convenga decir? ¿Morirás de la muerte que te impongan?
Gilberto.—Como Vuestra Majestad ordene.
Juana.—¡Oh Dios mío!
La Reina.—¿Lo juras?
Gilberto.—Lo juro.
La Reina.—Entonces, se podrá arreglar el asunto. Esto basta; tengo tu palabra y tienes la mía. Está dicho. (Parece reflexionar un momento. Á Juana.) No sois necesaria aquí; salid; ya os llamaré.
Juana.—¡Oh Gilberto! ¿Qué habéis hecho? Soy una miserable, y no me atrevo á miraros; mientras que vos sois un ángel, pues tenéis á la vez las virtudes de éste y las pasiones de un hombre.
(Sale.)
Escena V
LA REINA, GILBERTO; después SIMÓN RENARD, LORD CHANDOS y los guardias
La Reina (á Gilberto).—¿Llevas algún arma, un puñal, un cuchillo ó cualquiera cosa?
Gilberto (sacando del pecho el puñal de lord Clanbrassil).—¿Un puñal? Sí, señora.
La Reina.—Bien; empúñale. (Le coge con fuerza el brazo.) ¡Señor Baile de Amont... lord Chandos! (Entra Simón Renard, lord Chandos y los guardias.) ¡Aseguraos de ese hombre; ha levantado el puñal contra mí! Le he cogido el brazo en el momento en que iba á descargar el golpe. ¡Es un asesino!
Gilberto.—¡Señora!...
La Reina (en voz baja á Gilberto).—¿Olvidas ya nuestro convenio? ¿Es así cómo te sometes? (En voz alta.) Todos sois testigos, señores, de que aún tenía el puñal en la mano. Señor Baile, ¿cómo se llama el verdugo de la Torre de Londres?
Simón Renard.—Mac Dermoti, natural de Irlanda.
La Reina.—Que le conduzcan á mi presencia; quiero hablarle.
Simón Renard.—¿Vos misma?
La Reina.—Yo misma.
Simón Renard.—¡La reina hablar al verdugo!
La Reina.—Sí; la cabeza hablará al brazo... ¡Vamos! (Sale un guardia.) Milord Chandos y vosotros, señores, me respondéis de ese hombre; custodiadle sin perderle de vista, pues aquí van á suceder cosas que él debe ver... Señor de Amont, ¿está en palacio lord Clanbrassil?
Simón Renard.—Se halla en la cámara pintada, esperando que Vuestra Majestad se digne recibirle.
La Reina.—¿No sospecha nada?
Simón Renard.—Nada.
La Reina (á lord Chandos).—Que éntre.
Simón Renard.—También está ahí toda la corte. ¿No ha de entrar nadie con lord Clanbrassil?
La Reina.—¿Cuál de nuestros señores y caballeros es el que más odia á Fabiani?
Simón Renard.—Todos.
La Reina.—Quiero decir los que le odian más.
Simón Renard.—Clinton, Montagu, Somerset, el conde de Derby, Gerard Fitz-Gerard, lord Paget y el lord Canciller.
La Reina (á lord Chandos).—Introducid á todos esos señores, excepto al lord Canciller. (Chandos sale.—Dirigiéndose á Simón Renard:) El digno obispo canciller es tan enemigo de Fabiani como los otros; pero tiene escrúpulos. (Fijando la vista en los papeles que Gilberto ha dejado sobre la mesa.) ¡Ah! bueno será examinar rápidamente esos papeles.
(Mientras se ocupa en este examen, ábrese la puerta del fondo y entran los señores designados por la reina, haciendo profundas reverencias.)
Escena VI
Los mismos, LORD CLINTON y los demás señores
La Reina.—Dios os guarde, señores. (Á lord Montagu.)
Antonino Brown, no olvido nunca que hicisteis frente con valor á Juan
de Montmorency y al señor de Tolosa en mis negociaciones con el
emperador mi tío.—Lord Paget, hoy recibiréis vuestros títulos de barón
de Beaudesert en Stafford.—¡He aquí á nuestro antiguo amigo, lord
Clinton! Somos siempre vuestra buena amiga, milord; ya recuerdo que vos
sois quien exterminó á Tomas Wyat en la llanura de San Jaime. Es preciso
tener á todos presentes. Aquel día, la corona de Inglaterra fué salvada
por un puente que permitió á mis tropas llegar hasta los revoltosos, y
por un muro que impidió á éstos acercarse á mí. El puente es el de
Londres; el muro es lord Clinton.
Lord Clinton (en voz baja á Simón Renard).—Hacía seis meses que la reina no me hablaba. ¡Qué amable está hoy!
Simón Renard (en voz baja á lord Clinton).—Paciencia, milord; aún os parecerá más amable después.
La Reina (á lord Chandos).—El conde de Clanbrassil puede entrar. (Á Simón Renard.) Cuando haya estado aquí algunos minutos...
(Le habla al oído, señalándole la puerta por donde Juana ha salido.)
Simón Renard.—¡Basta, señora!
(Entra Fabiani.)
Escena VII
Los mismos, FABIANI
La Reina.—¡Ah, hele aquí!...
(Sigue hablando con Simón Renard.)
Fabiani (aparte, saludado por todo el mundo, y mirando á su alrededor).—¿Qué quiere decir esto? Sólo veo aquí enemigos hoy. La reina habla en voz baja á Simón Renard... y ella se ríe. ¡Diablo, mala señal!
La Reina (con aire risueño á Fabiani).—¡Guárdeos Dios, milord!
Fabiani (tomándole la mano y besándola).—Señora... (Aparte.) Me ha sonreído. El peligro no es para mí.
La Reina (siempre risueña).—He de hablaros.
(Se adelanta con él hasta el proscenio.)
Fabiani.—Yo también deseo hablaros, señora; tengo que daros quejas. ¡Alejarme, desterrarme durante tanto tiempo! ¡Ah! no sucedería esto si en las horas de ausencia pensarais en mí como yo en vos.
La Reina.—Sois injusto; desde que os separasteis de mí sólo me he ocupado de vos.
Fabiani.—¿De veras he tenido esa dicha? Repetídmelo.
La Reina (siempre risueña).—Os lo juro.
Fabiani.—¿Me amáis, pues, como yo os amo?
La Reina.—Sí, milord, os aseguro que sólo he pensado en vos, tanto que os preparo una sorpresa muy agradable.
Fabiani.—¡Cómo! ¿Qué sorpresa?
La Reina.—Un encuentro que os agradará.
Fabiani.—¿Con quién?
La Reina.—Adivinadlo... ¿No lo adivináis?
Fabiani.—No, señora.
La Reina.—Pues volved la cabeza.
(Al obedecer ve á Juana en el umbral de la puertecilla entreabierta.)
Fabiani (aparte).—¡Juana!
Juana (aparte).—¡Es él!
La Reina (sonriendo).—Milord, ¿conocéis á esa joven?
Fabiani.—No, señora.
La Reina.—Joven ¿conocéis á milord?
Juana.—La verdad antes que la vida. Sí, señora.
La Reina.—¿Conque no conocéis á esa mujer, milord?
Fabiani.—¡Señora! quieren perderme. Estoy rodeado de enemigos. Esa mujer se ha unido con ellos sin duda; yo no la conozco ni sé quién es.
La Reina (levantándose y cruzándole el rostro con su guante).—¡Ah! ¡eres un cobarde... vendes á la una y reniegas de la otra! ¡Conque no sabes quién es! ¿Quieres que yo te lo diga? ¡Esa mujer es Juana Talbot, hija de Juan Talbot, el buen caballero católico que murió en el cadalso por mi madre; esa mujer es Juana Talbot, mi prima, condesa de Shrewsbury, de Wexford y de Waterford! Lord Paget, vos sois comisario del sello privado, y tomaréis nota de nuestras palabras. La reina de Inglaterra reconoce solemnemente á la joven Juana como hija única y heredera del último conde de Waterford. (Mostrando los papeles.) He ahí los títulos y las pruebas, que mandaréis legalizar con nuestro gran sello. Es nuestra voluntad. (Á Fabiani.) Sí, condesa de Waterford, y esto se halla suficientemente probado. ¡Tú le devolverás sus bienes, miserable!... ¡Ah, conque no conocías á esa mujer, ni sabías quién era! ¡Pues yo te lo digo; es Juana Talbot! ¿Deseas saber algo más? (Mirándole de frente, y en voz baja:) ¡Cobarde, es tu querida!
Fabiani.—Señora...
La Reina.—Ya sabes quién es Juana, y ahora te diré quién eres tú. ¡Eres un desalmado, un hombre sin corazón ni talento, un bribón, un miserable!... Eres... señores, no es necesario que os alejéis, pues poco me importa que oigáis lo que debo decir á este hombre; me parece que no hablo en voz baja. Fabiano, para mí eres un traidor, y para ella un vil lacayo, el más miserable de los hombres. ¡Y yo que te había hecho conde de Clanbrassil, barón de Dinasmonddy y barón de Darmouth en Devonshire! ¡Estaba loca! Os pido perdón, señores, por haber sido causa de que os codeárais con ese hombre. ¡Tú caballero, tú noble, tú señor! ¡Qué absurdo! ¡Compárate con esos que están ahí, miserable, y verás que ellos son verdaderamente caballeros! ¡Ahí tienes á Bridges, barón de Chandos; á Seymur, duque de Somerset; á los Stanley, que son condes de Derby desde el año 1425; á los Clinton, que son barones de Clinton desde el año 1298! ¿Te parece á ti que te asemejas á esos nobles? ¡Te titulas aliado de la familia española de Peñalver, pero esto es una falsedad; tú no eres más que un mal italiano, menos que nada, hijo de un zapatero de viejo del pueblo de Larino!... Sí, señores, hijo de un zapatero de viejo; yo lo sabía y no quise decirlo; ocultábalo, y aparentaba creer á este hombre cuando hablaba de su nobleza. ¡Oh Dios mío, qué débiles somos las mujeres! Quisiera que hubiese otras aquí para que aprendieran con esta lección. ¡Ese miserable engaña á una y reniega de la otra! ¡Seguramente eres muy villano! ¿Cómo es que desde que te dirijo la palabra no has doblado la rodilla? ¡Arrodíllate al punto, Fabiani! ¡Señores, obligadle á obedecer!
Fabiani.—Vuestra Majestad...
La Reina.—¡Ese infame, á quien he colmado de beneficios, ese lacayo napolitano, á quien hice caballero y conde libre de Inglaterra! ¡Ah! debía esperármelo, pues ya me habían dicho que esto acabaría así; pero yo soy siempre lo mismo; me empeño en una cosa y veo después que he cometido un error. Todo es culpa mía. Italiano significa para mí bribón, y napolitano, cobarde. Siempre que mi padre se sirvió de un hombre de esa nación hubo de arrepentirse. ¡Ese es Fabiani! Bien ves, Juana, á qué hombre te has entregado. ¡Desgraciada niña, yo te vengaré! ¡Oh! debías saberlo ya; del bolsillo de un italiano sólo se puede sacar un puñal, y de su alma una traición.
Fabiani.—Señora, os juro...
La Reina.—¡Sólo os falta ahora eso! ¿Llevaríais vuestra vileza hasta el punto de jurar? ¡Al fin me haréis ruborizar delante de esos caballeros, cuando ni siquiera podéis levantar la cabeza!
Fabiani.—Sí, señora, la levantaré, aunque vea que estoy perdido y que se ha resuelto mi muerte. Emplearéis todos los medios, el puñal, el veneno...
La Reina (cogiéndole de la mano y conduciéndole vivamente al proscenio).—¡El puñal, el veneno! ¿Qué dices, italiano? ¡La venganza traidora, la venganza vil, la venganza de los hombres de tu nación! ¡No, señor Fabiani, ni puñal ni veneno! ¿Necesito yo por ventura ocultarme, buscar la esquina de las calles por la noche, y hacerme pequeña cuando me vengo? ¡No, yo lo quiero todo á la luz del día, á la luz del sol, en la plaza pública; el hacha y el tajo; la multitud en calles, ventanas y tejados, y cien mil testigos del acto! Quiero que se tenga miedo, que se vea un aparato imponente, magnífico y espantoso á la vez; quiero que se diga: «¡Es una mujer ultrajada, pero también una reina que se venga!» Á ese favorito tan envidiado, á ese gallardo joven insolente, á quien he cubierto de terciopelo y seda, quiero verle ahora espantado, tembloroso y de rodillas sobre un paño negro, con los pies descalzos y las manos atadas, silbado por el pueblo y en manos del verdugo. En ese blanco cuello que yo adorné con un collar de oro voy á poner ahora una cuerda; he visto el efecto que Fabiani producía en un trono; veremos qué aspecto tiene en el cadalso.
Fabiani.—Señora...
La Reina.—¡Ni una palabra más, porque estás verdaderamente perdido! Has de subir al cadalso como Suffolk y Northumberland, y con esto proporcionaré una fiesta á mi buena ciudad de Londres; ya sabes cuánto te aborrece, y por lo tanto mayor será su satisfacción. ¡Ah! ¡gran cosa es ser María, reina de Inglaterra, hija de Enrique VIII, y dueña de los cuatro mares, cuando se quiere tomar venganza! Una vez en el patíbulo, Fabiani, podrás dirigir un largo discurso al pueblo como lo hizo Northumberland, ó una ferviente oración á Dios, como Suffolk, para que la gracia tenga tiempo de llegar; pero eres un traidor, y yo te aseguro que no habrá perdón. ¿Quién diría que ese miserable bergante me hablaba de amor esta mañana? ¡Dios mío, señores, parecéis admirados de que hable así ante vosotros; pero os repito que no me importa! (Á lord Somerset.) Milord duque, sois condestable de la Torre; pedid su espada á ese hombre.
Fabiani.—Hela aquí; pero protesto. Aun admitiendo que esté probado que engañé ó seduje á una mujer...
La Reina.—¡Y qué me importa que hayas seducido á una mujer! Esos señores comprenderán que á mí me es igual.
Fabiani.—Seducir á una mujer no es un crimen capital, señora. Vuestra Majestad no pudo conseguir que condenasen á Trogmorton por una acusación análoga.
La Reina.—¡Creo, Dios me perdone, que ese hombre se atreve á retarme! El gusano se convierte en serpiente. ¿Y quién te dice que se te acusa de eso?
Fabiani.—¿Pues de qué sería? Yo no soy inglés, ni tampoco súbdito de Vuestra Majestad; lo soy del rey de Nápoles, y vasallo del Padre santo. Apelaré á su legado, el eminentísimo cardenal Polus, para que me reclame; me defenderé, y además, soy extranjero; á mí no se me puede encausar sin que haya cometido un crimen, un verdadero crimen. ¿Cuál es el mío?
La Reina.—Todos oís la pregunta que ese hombre me dirige; escuchad ahora la respuesta; y tened todos cuidado, porque vais á ver que me basta golpear con el pie para hacer salir de tierra un cadalso. ¡Chandos, abrid de par en par esas puertas, y que éntre aquí toda la corte; dejad paso á todo el mundo!
Escena VIII
Los mismos, EL LORD CANCILLER, toda la corte
La Reina.—Entrad, señores, entrad, que hoy me
complace verdaderamente veros á todos... Bien, bien; los hombres de
justicia, por aquí... más cerca, más cerca... ¿Dónde están los reyes de
armas de la Cámara de los lores, Harriot y Llanerillo? ¡Ah! ya os veo,
señores; sed bien venidos; desenvainad vuestros aceros y colocaos á
derecha é izquierda de ese hombre, que es vuestro prisionero.
Fabiani.—¿Cuál es mi crimen, señora?
La Reina.—Milord Gardiner, mi sabio amigo, sois canciller de Inglaterra, y os hacemos saber que debéis reuniros cuanto antes con los doce lores comisarios de la Cámara estrellada, á los cuales siento mucho no ver aquí, pues ocurren cosas extrañas en este palacio. Escuchad, señores, Isabel ha suscitado ya más de un enemigo de nuestra corona: hemos tenido la conspiración de Pietro Caro, que produjo el movimiento de Exeter, y que se correspondía secretamente con Isabel por medio de una cifra trazada en un bandolín; después, la traición de Tomás Wyat, que sublevó al condado de Kent; y por último, la rebelión del duque de Suffolk, que fué cogido en el hueco de un árbol después de la derrota de los suyos. Hoy tenemos un nuevo atentado: escuchad todos. Hoy, esta misma mañana, un hombre se ha presentado á mi audiencia, y después de algunas palabras ha levantado un puñal contra mí; pero he detenido su brazo á tiempo. Lord Chandos y el baile de Amont se han apoderado del hombre, y éste declara que lord Clanbrassil es quien le ha impelido al crimen.
Fabiani.—¡Yo! Eso no es verdad. ¡Oh! ¡qué cosa tan horrible! Ese hombre no existe, no se le encontrará. ¿Quién es? ¿Dónde se halla?
La Reina.—Está aquí.
Gilberto (saliendo de entre los soldados que le ocultaban).—Soy yo.
La Reina.—En vista de las declaraciones de ese hombre, Nos, María, reina de Inglaterra, acusamos ante la Cámara á ese hombre, Fabiano Fabiani, conde de Clanbrassil, del delito de alta traición y conato de regicidio en nuestra persona imperial y sagrada.
Fabiani.—¡Regicida yo! ¡Esto es monstruoso! ¡Oh! mi cabeza se trastorna, mi vista se turba... ¿Quién me tiende este lazo? Quien quiera que seas, miserable, ¿osarás afirmar que es verdad cuanto ha dicho la reina?
Gilberto.—Sí.
Fabiani.—¿Yo te he impelido al regicidio?
Gilberto.—Sí.
Fabiani.—¡Maldición! ¡Señores, no podéis imaginar hasta qué punto eso es falso! ¡Desgraciado, quieres perderme, pero ignoras que tú te pierdes al mismo tiempo; el crimen de que me acusas recae sobre ti! Por tu causa moriré, pero tú perecerás también. ¡Insensato, con una sola palabra haces caer dos cabezas, la mía y la tuya!
Gilberto.—Ya lo sé.
Fabiani.—Señores, ese hombre está pagado...
Gilberto.—Por vos: he aquí la bolsa de oro que me disteis para cometer el crimen; en ella están bordados vuestro blasón y vuestra cifra.
Fabiani.—¡Justo cielo!... Pero ¿dónde está el puñal con que ese hombre quería, según dicen, herir á la reina? ¿Dónde está?
Lord Chandos.—Hele aquí.
Gilberto (á Fabiani).—Es el vuestro; me le disteis para descargar el golpe; en vuestra casa encontrarán la vaina.
El lord Canciller.—Conde de Clanbrassil, ¿qué tenéis que contestar? ¿Reconocéis á ese hombre?
Fabiani.—No.
Gilberto.—Á decir verdad, sólo me ha visto de noche. Permitidme hablarle dos palabras al oído, señora, porque así le ayudaré á recordar. (Se acerca á Fabiani y le habla en voz baja.) Hoy no reconoces á nadie, milord, ni al hombre ultrajado ni á la mujer seducida. ¡Ah! la reina se venga, pero el hombre del pueblo también; tú me habías retado, según creo; mas hete aquí cogido entre las dos venganzas. ¿Qué te parece, conde?... Yo soy Gilberto el cincelador.
Fabiani.—¡Sí, te reconozco!... Señores, reconozco á este hombre, y una vez que se trata de él, nada tengo que añadir.
La Reina.—¡Confiesa!
El lord Canciller (á Gilberto).—Según la ley normanda y el estatuto veinticinco del rey Enrique VIII, en los casos de lesa Majestad la confesión no salva al cómplice. No olvidéis que se trata de un caso en que la reina no tiene derecho de perdonar, y que moriréis en el cadalso lo mismo que aquel á quien acusáis. ¿Os ratificaréis en todo lo dicho?
Gilberto.—No ignoro que moriré; pero confirmo mis palabras.
Juana (aparte).—¡Dios mío, si esto es un sueño, es bien horrible!
El lord Canciller (á Gilberto).—¿Consentís en reiterar vuestras declaraciones con la mano sobre el Evangelio?
(Presenta el Evangelio á Gilberto, que pone la mano.)
Gilberto.—Juro por el Evangelio que ese hombre es un asesino; que ese puñal, que es suyo, ha servido para el crimen; y que esta bolsa, suya también, me fué entregada por él para cometerle. Esta es la verdad. ¡Que Dios me asista!
El lord Canciller (á Fabiani).—¿Qué tenéis que decir?
Fabiani.—Nada... ¡Estoy perdido!
Simón Renard (en voz baja á la Reina).—Vuestra Majestad ha enviado á buscar el verdugo; ahí está.
La Reina.—Bueno, que éntre.
(Los caballeros se desvían, y se ve aparecer al verdugo vestido de rojo y negro, llevando sobre el hombro una espada envainada.)
Escena IX
Los mismos, EL VERDUGO
La Reina.—¡Duque de Somerset, esos dos hombres á
la Torre! ¡Canciller Gardiner, comenzaréis á instruir el proceso mañana
mismo ante los doce pares; y que Dios asista á la vieja Inglaterra!
Entendemos que esos hombres serán juzgados ambos antes de nuestra marcha
á Oxford, donde abriremos el Parlamento; poco después nos trasladaremos
á Windsor para pasar la Pascua. (Al verdugo.) ¡Acércate! Me
alegro de verte, porque eres un buen servidor, y ya viejo, que ha visto
tres reinados. Es costumbre que los soberanos de esta nación te hagan un
regalo, el más rico que sea posible, el día de su advenimiento: mi
padre, Enrique VIII, te dió el broche de diamantes de su manto; mi
hermano, Eduardo VI, te regaló un anillo de oro cincelado; y ahora me
toca á mí. Nada te he dado aún; quiero hacerte también un presente:
acércate. (Señalando á Fabiani.) ¿Ves esa cabeza, esa hermosa
cabeza, que aun esta mañana era lo que yo tenía por lo más bello y
querido en el mundo? ¡Pues bien, esa cabeza que ves, yo te la doy!
Jornada tercera. ¿Cuál de los dos?
Parte primera
Sala del interior de la Torre de Londres; bóveda ojival sostenida por gruesos pilares; á derecha é izquierda las dos puertas bajas de dos calabozos; en un lado una claraboya que se figura situada sobre el Támesis, y en el opuesto otra que da á la calle; en ambos hay una puertecilla secreta en el muro. En el fondo, una galería con una especie de balcón cerrado por cristales, y que da á los patios exteriores de la Torre.
Personajes
LA REINA.
GILBERTO.
JUANA.
SIMÓN RENARD.
JOSHUA FARNABY.
MAESE ENEAS DULVERTON.
LORD CLINTON.
UN CARCELERO.
Escena I
GILBERTO, JOSHUA
Gilberto.—¿Qué hay?
Joshua.—¡Ay de mí!
Gilberto.—¿No hay esperanza?
Joshua.—¡Ninguna! (Gilberto se acerca á la ventana.) ¡Oh! no verás nada desde ahí.
Gilberto.—¿Te has informado bien?
Joshua.—Estoy seguro de ello.
Gilberto.—¿Es para Fabiani?
Joshua.—Sí.
Gilberto.—¡Qué feliz es ese hombre!
Joshua.—¡Pobre Gilberto! ya llegará tu vez; hoy él; mañana tú.
Gilberto.—¿Qué quieres decir? No nos entendemos. ¿De qué me hablas?
Joshua.—Del cadalso que levantan en este momento.
Gilberto.—Y yo te hablo de Juana.
Joshua.—¡De Juana!
Gilberto.—Sí, sólo de Juana, ¿qué me importa lo demás? ¿Has olvidado que desde hace más de un mes, con el rostro pegado á los barrotes de mi ventana, que da á la calle, la veo rondar de continuo, pálida y de luto, al pie de esta torrecilla que nos sirve de calabozo á Fabiani y á mí? ¿No recuerdas ya mis angustias, mis dudas y mis incertidumbres? ¿Por cuál de los dos viene ella? Me dirijo esta pregunta noche y día, y á ti también, Joshua; ayer noche me prometiste hacer lo posible por verla y hablarla. ¿Sabes algo? ¿Sabes si viene por mí ó por Fabiani?
Joshua.—He sabido que Fabiani debía ser decapitado hoy mismo, y mañana tú; y confieso que estoy como loco, amigo mío. El cadalso me ha hecho olvidar á Juana. Tu muerte...
Gilberto.—¡Mi muerte! ¿Qué entiendes tú por esta palabra? Mi muerte es que Juana no me ama ya; desde el día en que ya no fuí amado dejé de vivir; lo que ha sobrevivido en mí no vale ya la pena de que me lo quiten mañana. ¡Oh! tú no puedes imaginarte lo que es un hombre que ama. Si me hubieran dicho hace dos meses que Juana, esa Juana tan pura, mi amor, mi orgullo y mi tesoro, se entregaría á otro, y preguntado si la querría después, hubiera contestado que no, y que preferiría mil veces la muerte para los dos. ¡Pues bien! hoy sí la quisiera; Juana no es ya la mujer sin tacha á quien yo adoraba, y cuya frente apenas me atrevía á tocar con los labios; Juana se ha entregado á otro, á un miserable; ya lo sé; pero yo la amo siempre; besaría sus pies, y la pediría perdón si me quisiera. Aunque la encontrara en la calle con otras de mala nota, me la llevaría á casa para estrecharla contra mi corazón. Joshua, yo daría no cien años de vida, porque sólo me quedan algunas horas; pero sí la eternidad por ver sonreir una sola vez á Juana, una sola vez antes de mi muerte, y porque me dijera esa palabra que pronunciaba en otro tiempo: «¡Yo te amo!» Hete aquí, Joshua, lo que es el corazón de un hombre; no creas que se puede matar á la mujer que se adora; muy por el contrario, se acaba por arrodillarse á sus pies como un esclavo. Á ti te parece que soy débil; pero ¿qué hubiera adelantado yo con matar á Juana? ¡Oh! si ella me amase aún, nada me importaría todo lo que ha hecho; pero ella ama á Fabiani, y por él viene aquí. ¡Quisiera morir pronto, Joshua!
Joshua.—Fabiani será ejecutado hoy.
Gilberto.—Y yo mañana.
Joshua.—Siempre está Dios al fin de todo.
Gilberto.—Hoy quedaré vengado de él; mañana quedará vengado de mí.
Joshua.—Hermano, ahí viene el segundo condestable de la Torre, maese Eneas Dulverton; es preciso entrar; esta noche te veré, amigo mío.
Gilberto.—¡Oh! ¡morir sin ser amado, ni llorado! ¡Juana... Juana... Juana...!
(Entra en su calabozo.)
Joshua.—¡Pobre Gilberto! ¡Dios mío! ¿quién hubiera dicho nunca que debía llegar semejante caso?
(Sale.—Entran Simón Renard y maese Eneas Dulverton.)
Escena II
SIMÓN RENARD, MAESE ENEAS DULVERTON
Simón Renard.—Es muy singular, como vos decís;
pero ¿qué se le ha de hacer? La reina está loca y no sabe lo que quiere;
no se puede confiar en nada, porque es una mujer. ¿Podríais decirme
para qué viene aquí? ¡Vamos! el corazón de la mujer es un enigma, que el
rey Francisco I descifró en los cristales de Chambord: «Voluble es la
mujer, y loco el hombre que en ella fía.» Escuchad, maese Eneas,
nosotros somos antiguos amigos, y por lo tanto os diré que es preciso
que esto concluya hoy. De vos depende todo aquí; si os encargan... (Le habla al oído.)
Alargad el asunto cuanto sea posible, para que el plan aborte después.
Sólo puedo disponer de dos horas, y esta noche se ha de hacer lo que yo
quiero. Mañana no ha de haber favorito; y como soy poderoso aquí, al día
siguiente seréis barón y oficial de la Torre. ¿Está entendido?
Maese Eneas.—Perfectamente.
Simón Renard.—Bien... alguien viene, y no quiero que nos vean juntos; salid por ahí; yo voy á recibir á la reina.
(Sepáranse.)
Escena III
UN CARCELERO entra con precaución y después introduce á JUANA
El Carcelero.—Habéis llegado al sitio que
deseabais, señora; ahí tenéis las puertas de los dos calabozos; si lo
tenéis á bien, dadme mi recompensa.
Juana (se quita su brazalete de diamantes y lo entrega).—Ahí la tenéis.
El Carcelero.—Gracias; no me comprometáis.
(Sale.)
Juana (sola).—¡Dios mío! ¿cómo lo haré? Yo soy quien le ha perdido, y mi deber es salvarle; pero no lo conseguiré, porque nada puede hacer una mujer sola en semejante caso. ¡El cadalso, el cadalso... esto es horrible! ¡Vamos, menos lágrimas y más obras!... Pero ¿cómo he de hacerlo? ¡Compadeceos de mí, Dios mío! Alguien viene... ¿quién habla? Reconozco esa voz; es la de la reina... ¡Ah, todo se ha perdido!
(Se oculta detrás de un pilar.—Entran la reina y Simón Renard.)
Escena IV
LA REINA, SIMÓN RENARD, JUANA, oculta
La Reina.—¡Ah! el cambio os extraña; no me parezco á mí misma. ¡Pues bien! ¿qué me importa? Ahora no quiero ya que muera.
Simón Renard.—Vuestra Majestad ordenó ayer, sin embargo, que la ejecución se efectuase hoy.
La Reina.—También ordené el domingo que se verificara el lunes, y hoy mando que se efectúe mañana.
Simón Renard.—En efecto, desde que la Cámara pronunció la sentencia, hace ya tres semanas, Vuestra Majestad aplaza la ejecución de un día para otro.
La Reina.—¡Pues bien! ¿no comprendéis lo que esto significa, caballero? ¿Será preciso decíroslo todo, y que una débil mujer os abra su corazón, porque la infeliz es reina, y vos representáis aquí al príncipe de España, mi futuro esposo? ¡Dios mío! vosotros no sabéis esto; en las mujeres, el corazón tiene su pudor como el cuerpo; y en fin, puesto que deseáis saberlo, aparentando no comprender nada, os diré que aplazo la ejecución de Fabiani porque todas las mañanas me falta la fuerza al pensar que la campana de la Torre de Londres anunciará la muerte de ese hombre. Desfallezco al reflexionar que se afila el hacha para Fabiani, y que se ha de abrir una tumba para ese hombre; porque soy débil, porque estoy loca y porque le amo... ¿Estáis ya satisfecho? ¿Me comprendéis ahora? ¡Oh! ya encontraré medio de vengarme algún día por lo que me hacéis decir ahora.
Simón Renard.—Sin embargo, ya es tiempo de acabar con ese Fabiani; vais á uniros con mi señor el príncipe de España, señora.
La Reina.—Si el príncipe de España no está conforme, que me lo diga; ya buscaremos otro esposo, pues no faltan pretendientes. El hijo del rey de los romanos, el príncipe del Piamonte, el infante de Portugal, el rey de Dinamarca y lord Courtenay son tan buenos caballeros como él.
Simón Renard.—¡Lord Courtenay!
La Reina.—Un barón inglés es tan noble como un príncipe; y además, lord Courtenay desciende de los emperadores de Oriente.
Simón Renard.—Fabiani se ha hecho aborrecer de todo Londres.
La Reina.—Excepto de mí.
Simón Renard.—Los menestrales piensan como los nobles. Si no se efectúa la ejecución hoy mismo, como lo ha prometido Vuestra Majestad...
La Reina.—¿Qué más?
Simón Renard.—Habrá un motín popular.
La Reina.—Tengo mis lansquenetes.
Simón Renard.—Habrá complot de nobles.
La Reina.—Tengo el verdugo.
Simón Renard.—Vuestra Majestad ha jurado por el devocionario de su madre que no concedería perdón.
La Reina.—He aquí una firma en blanco que me ha remitido, y en la cual juro por mi corona imperial que concederé la gracia pedida. La corona de mi padre vale tanto como el devocionario de mi madre; un juramento anula el otro; y además, ¿quién os dice que le perdonaré?
Simón Renard.—¡Os ha vendido traidoramente!
La Reina.—¿Qué me importa? Todos los hombres hacen otro tanto. Yo no quiero que muera. Escuchad, milord... quiero decir embajador... estoy tan perturbada, que no sé ya á quién hablo. Ya sé todo lo que me vais á decir: que es un hombre vil, un cobarde, un miserable; lo reconozco, y me ruborizo de ello; pero le amo. ¿Qué queréis que haga? Tal vez amaré menos á un hombre honrado. Por otra parte, ¿quién sois vos que os dais tanta importancia? ¿Valéis más que él? Vais á decirme que es un favorito, y que á la nación inglesa no le agrada ninguno; pero ¿no sé yo acaso que trabajáis para derribarle y poner en su lugar al conde de Kildare, ese fatuo irlandés? Aunque haga cortar veinte cabezas diarias, nada tenéis que ver con ello. Y no me habléis más del príncipe de España, pues poco caso hacéis de él. No quiero oir hablar tampoco del descontento del señor de Noailles, el embajador de Francia, porque es un necio, y se lo diré yo misma. Además, yo soy mujer, quiero y no quiero, y me falta algo... necesito la vida de ese hombre para vivir. ¡Vamos! no toméis ese aire de candor virginal y de buena fe, porque harto conozco todas vuestras intrigas. Sabéis tan bien como yo que no ha cometido el crimen por que se le condena. Quedamos convenidos; no quiero que Fabiani muera: ¿soy yo el ama ó no? ¡Vaya, hablemos de otra cosa!
Simón Renard.—Me retiro, señora. Toda la nobleza os ha hablado por mi voz.
La Reina.—¡Qué me importa la nobleza!
Simón Renard (aparte).—Probemos con el pueblo.
(Sale haciendo una profunda reverencia.)
La Reina (sola).—Ha salido con un aire singular. Ese hombre es capaz de promover algún motín. Será preciso que vaya al Ayuntamiento... ¡Hola, aquí alguno!
(Preséntanse maese Eneas y Joshua.)
Escena V
Los mismos menos SIMÓN RENARD; MAESE ENEAS, JOSHUA
La Reina.—¿Sois vos, maese Eneas? Es preciso que vos y ese hombre os encarguéis de facilitar la fuga del conde de Clanbrassil.
Maese Eneas.—Señora...
La Reina.—¡Vamos! no quiero fiarme de vos, pues recuerdo que sois uno de sus enemigos. ¡Dios mío! todos cuantos me rodean aborrecen al hombre que amo. Apostaría á que ese llavero, á quien no conozco, le aborrece también.
Joshua.—Es verdad, señora.
La Reina.—¡Dios mío! ese Simón Renard es más rey que yo reina. ¡Cómo! ¿no podré fiarme de nadie aquí? ¿no podré dar á persona alguna plenos poderes para que se encargue de la evasión de Fabiani?
Juana (saliendo de su escondite).—¡Sí, señora, á mí!
Joshua (aparte).—¡Juana!
La Reina.—¡Tú, eres tú, Juana Talbot! ¿Cómo es que te hallas aquí? ¡Ah! es igual; si vienes á salvar á Fabiani, gracias. Debería aborreceros, Juana, y estar celosa de vos, pues tengo mis razones para ello; pero no, os amo porque le amáis. Ante el cadalso no puede haber ya envidia ni celos, y sí sólo amor. Sois como yo; le perdonáis; ya lo veo; los hombres no comprenden eso; pero nosotras nos entenderemos. ¿No es cierto que ambas somos muy desgraciadas? Es preciso conseguir la evasión de Fabiani, y sólo puedo contar con vos; de modo que debo aceptar vuestros servicios, porque lo tomaréis con interés. Encargaos de todo. Vosotros dos, obedeced á Juana Talbot en todo cuanto os ordene, y advertid que me respondéis con vuestras cabezas de la ejecución de sus órdenes. ¡Abrázame, Juana!
Juana.—El Támesis baña el pie de la Torre por aquel lado, y he visto que hay una salida secreta. Si hubiese un barco allí, la evasión se efectuaría por el río; es lo más seguro.
Maese Eneas.—Es imposible conducir hasta ahí un barco en menos de una hora.
Juana.—Es mucho tiempo.
Maese Eneas.—Pronto pasará, y además, habrá cerrado la noche, que será favorable, si Su Majestad se empeña en que se lleve á cabo la evasión.
La Reina.—En efecto, tal vez sea más conveniente; queda convenido, pues, para dentro de una hora. Yo me retiro, Juana, y sólo os encargo que salvéis á Fabiani.
Juana.—Estad tranquila, señora.
(La reina sale, siguiéndola Juana con la vista.)
Joshua (en el proscenio).—¡Gilberto tenía razón, todo es para Fabiani!
Escena VI
Los mismos, menos LA REINA
Juana (á Maese Eneas).—Ya habéis oído
cuál es la voluntad de la reina: una barca al pie de la Torre, las
llaves de los pasadizos secretos, un sombrero y una capa.
Maese Eneas.—No es posible tener todo eso antes de la noche; dentro de una hora, señora.
Juana.—Está bien; retiraos y dejadme con este hombre.
(Maese Eneas sale; Juana le sigue con la vista.)
Joshua (aparte, en el proscenio).—¡Ese hombre! Es muy sencillo; quien ha olvidado á Gilberto no reconoce á Joshua.
(Se dirige hacia la puerta del calabozo de Fabiani, y prepárase á abrir.)
Juana.—¿Qué hacéis ahí?
Joshua.—Me anticipo á vuestros deseos, señora; abro esta puerta.
Juana.—¿Quién está ahí?
Joshua.—Es la puerta del calabozo de milord Fabiani.
Juana.—¿Y esa?
Joshua.—Es la del calabozo de otro.
Juana.—¿De quién?
Joshua.—De otro condenado á muerte, de uno que sin duda no conocéis. Es un obrero llamado Gilberto.
Juana.—¡Abrid esa puerta!
Joshua (después de abrir la puerta).—¡Gilberto!
Escena VII
JUANA, GILBERTO, JOSHUA
Gilberto (en el interior del calabozo).—¿Qué me quieren? (Aparece en el umbral, ve á Juana, y apóyase vacilante contra la pared.) ¡Juana!... ¡Juana Talbot!
Juana (de rodillas, sin levantar la vista).—¡Gilberto, vengo á salvaros!
Gilberto.—¡Á salvarme!
Juana.—Escuchad: compadeceos de mí, y no me agobiéis con vuestras quejas, pues sé todo lo que vais á decirme. Es preciso que yo os salve; todo está preparado, y la evasión es segura; dejadme hacer á mí lo que permitiríais á otra; sólo os pido esto; después, sea yo desconocida para vos; ya no sabréis quién soy; no me perdonéis; pero dejadme salvaros.
Gilberto.—¡Gracias! es inútil. ¿Para qué quiero salvar mi vida, Juana, si ya no me amáis?
Juana (con alegría).—¡Oh, Gilberto! ¿Os dignáis aún ocuparos de lo que siente el corazón de la pobre muchacha? ¿Es posible que el amor que pueda profesar á otro os interese hasta el punto de pareceros que vale la pena informaros sobre él? Yo creía que ya os era igual, y que me despreciabais demasiado para cuidaros de mí. ¿Si supiérais, Gilberto, qué impresión me producen las palabras que acabáis de dirigirme? ¡Es un rayo de sol inesperado en una noche oscura! Escuchad: si yo me atreviese aún á acercarme á vos, á tocar vuestra ropa, á estrecharos la mano; si osase levantar la vista para miraros, como en otro tiempo, ¿sabéis lo que os diría, prosternada, llorando á vuestros pies, con sollozos en la boca y la alegría en el corazón? Os diría: ¡Gilberto, yo te amo!
Gilberto (estrechándola entre sus brazos con arrebato).—¡Tú me amas!
Juana.—¡Sí, te amo!
Gilberto.—¡Tú me amas! ¡Dios mío, será verdad! ¿Es ella la que me lo dice, es su boca la que habla?
Juana.—¡Gilberto mío!
Gilberto.—¿Dices que lo has preparado todo para mi evasión? ¡Pronto, pronto, la vida! ¡Quiero vivir, porque Juana me ama! Parece que esa bóveda se apoya en mi cabeza y me aplasta. ¡Necesito aire... aquí me muero; huyamos pronto, Juana! ¡Quiero vivir, porque soy amado!
Juana.—Aún no; es preciso tener un barco, y para ello se ha de esperar la noche; pero puedes estar tranquilo, porque te salvarás. Antes de una hora saldremos de aquí; la reina no volverá por lo pronto, y entre tanto yo soy quien manda. Más tarde te explicaré esto.
Gilberto.—¡Una hora de espera! ¡Qué larga me parecerá! Ya ansío recobrar la vida y la dicha. ¡Juana, Juana, yo viviré y tú me amarás; reiré y cantaré; detenme para que no cometa alguna locura!
Juana.—¡Sí, te amo, Gilberto, y esto es tan verdad como si te lo dijera en mi lecho de muerte; jamás amé sino á ti, ni aun cuando te faltaba, pues entonces te quería en el fondo de mi corazón! ¡Apenas caída en brazos del demonio que me ha perdido, he llorado á mi ángel!
Gilberto.—¡Olvidar, perdonar! No hables de eso, Juana. ¡Oh! ¿qué me importa á mí el pasado, ni quién resiste á tu acento? ¡Sí, todo te lo perdono, niña adorada! Los celos y la desesperación han abrasado las lágrimas en mis ojos, pero te perdono y te doy gracias, porque para mí eres la única cosa que brilla en este mundo; cada una de tus palabras amortigua más mi dolor, y la alegría renace en mi alma. ¡Juana, levanta la cabeza y mírame!
Juana.—¡Siempre generoso, amado Gilberto!
Gilberto.—¡Oh! ya quisiera estar fuera, muy lejos de aquí, libre contigo. ¡Cuánto tarda en llegar la noche!... Juana, saldremos sin detenernos de Londres, y después, de Inglaterra: iremos á Venecia, porque los de mi oficio ganan allí mucho dinero... ¡Pero Dios mío, estoy loco... olvidaba el nombre que llevas! ¡Es demasiado noble, Juana!
Juana.—¿Qué quieres decir?
Gilberto.—Eres hija de lord Talbot.
Juana.—Conozco otro nombre más hermoso.
Gilberto.—¿Cuál?
Juana.—Esposa del obrero Gilberto.
Gilberto.—¡Juana!...
Juana.—¡Oh! no creas que yo te pido esto, porque sé muy bien que soy indigna de ti, y no me atreveré á levantar mi vista tan alta, ni abusaré del perdón hasta ese punto. El pobre cincelador Gilberto no se unirá desventajosamente con la Condesa de Waterford; no, yo te seguiré y te amaré, sin abandonarte jamás; durante el día me echaré á tus pies, y por la noche á tu puerta; veré cómo trabajas, te ayudaré y te daré cuanto necesites. Quiero ser para ti, algo menos que una hermana y algo más que un perro fiel; y si te casas, Gilberto, pues Dios permitirá que acabes por encontrar una mujer pura y sin mancha, digna de ti, entonces, si ella es buena, y si quiere, seré la sirvienta de tu esposa; si no le place, iré á morir donde pueda. Sólo en este caso me separaré de ti. Si no te casas, permaneceré á tu lado, mostrándome siempre afable y resignada; y si se piensa mal porque viva contigo, nada me importa. Ya no tengo de qué ruborizarme; soy una pobre joven abandonada.
Gilberto (cayendo á sus pies).—¡Eres un ángel; eres mi esposa!
Juana.—¡Tu esposa! ¿Perdonas solo como Dios, purificando? ¡Ah! ¡bendito seas, Gilberto, por ceñirme con esa corona la frente!
(Gilberto se levanta y la estrecha en sus brazos; mientras que se hallan en esta actitud, Joshua coge de la mano á Juana.)
Joshua.—Es Joshua, señora Juana.
Gilberto.—¡Mi buen Joshua!
Joshua.—Antes no me habíais reconocido.
Juana.—¡Ah! es que debí haber comenzado por él.
(Joshua le besa la mano.)
Gilberto (estrechándole en sus brazos).—¡Qué felicidad! ¿Puede ser cierta tanta dicha?
(Desde hace algunos instantes se oye fuera un ruido lejano, gritos confusos y tumulto: el día comienza á declinar.)
Joshua.—¿Qué ruido es ese?
(Se acerca á la ventana que da á la calle.)
Juana.—¡Dios mío! con tal que no suceda nada...
Joshua.—La multitud se agolpa en la calle; se ven picas y hachas; los pensionarios de la Reina están á caballo y en orden de batalla; todos vienen por aquí... ¡Qué gritos! ¡Ah diablo! diríase que es un motín popular.
Juana.—¡Con tal que no sea contra Gilberto!
Gritos lejanos.—¡Muera Fabiani!
Juana.—¿Oís?
Joshua.—Sí.
Juana.—¿Qué dicen?
Joshua.—No lo entiendo bien.
Juana.—¡Dios mío! ¿qué será?
(Entran precipitadamente por la puerta secreta maese Eneas y un barquero.)
Escena VIII
Los mismos, MAESE ENEAS, un barquero
Maese Eneas.—¡Milord Fabiani, no hay que perder
un instante! Se ha sabido que la Reina quería salvaros, y el pueblo de
Londres se ha sublevado contra vos; dentro de un cuarto de hora os
habrían hecho pedazos. Salvaos, Milord; he aquí una capa y un sombrero;
tomad las llaves; ese hombre conducirá la barca, y tened presente que á
mí es á quien debéis todo esto. Daos prisa. (En voz baja al barquero.) No te apresures.
Juana.—(Cubre la cabeza de Gilberto y le pone la capa.) (En voz baja á Joshua.) ¡Cielos! con tal que ese hombre no reconozca...
Maese Eneas (mirando á Gilberto con fijeza).—¡Cómo! ¡ese no es lord Clanbrassil! No ejecutáis las órdenes de la Reina, señorita; facilitáis la fuga de otro.
Juana.—¡Todo se ha perdido!... ¡Debí preverlo! ¡Por Dios, amigo mío, tened compasión; ya sé que es verdad!...
Maese Eneas (en voz baja á Juana).—¡Silencio! Haced lo que deseáis; yo no he dicho nada ni visto nada.
(Se retira al fondo del teatro con aire indiferente.)
Juana.—¿Qué dice?... ¡Ah! la Providencia está por nosotros. ¡Todo el mundo quiere salvar á Gilberto!
Joshua.—No, señorita Juana, todo el mundo quiere perder á Fabiani.
(Durante esta escena redoblan fuera los gritos.)
Juana.—¡Apresurémonos, Gilberto! ¡Pronto, pronto!
Joshua.—Dejadle salir solo.
Juana.—¡Abandonarle!
Joshua.—Sólo por un instante: no debe ir una mujer en la barca si queréis que llegue á buen puerto, porque aún es de día y vais vestida de blanco. Una vez pasado el peligro, volveréis á veros. Venid conmigo por aquí, y dejadle salir por allá.
Juana.—Joshua tiene razón. ¿Dónde te encontraré, Gilberto?
Gilberto.—Debajo del primer arco del puente de Londres.
Juana.—¡Bien; véte pronto; el ruido redobla, y quisiera que ya estuvieses lejos!
Joshua.—He aquí las llaves: se han de abrir doce puertas antes de llegar á la orilla del agua; de modo que tardaréis un cuarto de hora largo.
Juana.—¡Un cuarto de hora! ¡Doce puertas! ¡Esto es horrible!
Gilberto (abrazándola).—Adiós, Juana; algunos instantes más de separación y nos uniremos para toda la vida.
Juana.—¡Por toda la eternidad! (Al barquero.) Buen hombre, os lo recomiendo.
Maese Eneas (en voz baja al barquero).—Por si ocurre un accidente, no te apresures.
(Gilberto sale con el barquero.)
Joshua.—¡Está salvado! Ahora, nosotros; es preciso cerrar ese calabozo. (Cierra el calabozo de Gilberto.) Ya está hecho. Venid pronto por aquí.
(Sale con Juana por la otra puerta oculta.)
Maese Eneas (solo).—Fabiani ha quedado en la ratonera. He ahí una jovencilla muy diestra, que maese Simón Renard hubiera pagado á peso de oro. Pero ¿cómo tomará esto la Reina? Con tal que no recaiga la culpa sobre mí...
(Entran lentamente por la galería Simón Renard y la Reina. El tumulto exterior ha ido en aumento; la noche acaba de cerrar; óyense gritos de muerte, el rumor de las oleadas de la multitud, crugido de armas, detonaciones y pisadas de caballos. Varios caballeros, daga en mano, acompañan á la Reina; entre ellos va el Heraldo de Inglaterra Clarence, llevando el estandarte real, y el Heraldo de la Orden de la Jarretera con la banda de la misma.)
Escena IX
LA REINA, SIMÓN RENARD, MAESE ENEAS, LORD CLINTON, los dos HERALDOS, Caballeros, pajes, etc.
La Reina (en voz baja á Maese Eneas).—¿Se ha evadido Fabiani?
Maese Eneas.—Aún no.
La Reina.—¡Aún no!
(Le mira fijamente con expresión amenazadora.)
Maese Eneas (aparte).—¡Diablo!
Gritos del pueblo (fuera).—¡Muera Fabiani!
Simón Renard.—Es preciso que Vuestra Majestad tome un partido al punto, pues el pueblo quiere la muerte de ese hombre, y en todo Londres reina la mayor efervescencia; la Torre está bloqueada; el motín es formidable, y varios nobles han sido arrastrados en el puente. Los guardias de Vuestra Majestad se sostienen aún; mas no por eso habéis sido menos acosada de calle en calle, desde la casa Ayuntamiento hasta la Torre. Los partidarios de Isabel se han mezclado con el pueblo, y esto se comprende por la malignidad del motín. Lo veo todo muy oscuro. ¿Qué ordena Vuestra Majestad?
Gritos del pueblo.—¡Fabiani! ¡Muera Fabiani!
(Van en aumento y acércanse cada vez más.)
La Reina.—¡Muera Fabiani! Señores, ¿oís ese pueblo que grita? Es preciso darle un hombre; el populacho quiere comer.
Simón Renard.—¿Qué ordena Vuestra Majestad?
La Reina.—Señores, paréceme que todos tembláis alrededor de mí. ¡Por el cielo! ¿será necesario que una mujer os enseñe á ser caballeros? ¡Á caballo, señores, á caballo! ¿Os intimida la canalla por ventura? ¿Temerán las espadas á los palos?
Simón Renard.—No permitáis que las cosas vayan más lejos, señora; ceded mientras sea tiempo; ahora podéis decir «la canalla»; de aquí á una hora diréis «el pueblo».
(Los gritos redoblan; el ruido se acerca.)
La Reina.—¡Dentro de una hora!
Simón Renard (se dirige á la galería y vuelve).—Dentro de un cuarto de hora, señora. Han forzado ya el primer recinto de la Torre; un paso más y el pueblo estará dentro.
El pueblo.—¡Á la Torre, á la Torre! ¡Muera Fabiani, muera Fabiani!
La Reina.—¡Qué verdad es que el pueblo es una cosa horrible! ¡Fabiani!
Simón Renard.—¿Queréis ver cómo le despedazan á vuestra vista en pocos momentos?
La Reina.—¡Verdaderamente es una infamia que ninguno de vosotros se mueva, señores! Pero ¡en nombre del cielo, defendedme!
Lord Clinton.—Á vos sí, señora; á Fabiani, no.
La Reina.—¡Dios mío, será forzoso confesarlo; pero no importa, tanto peor! Fabiano es inocente, Fabiano no ha cometido el crimen por el cual se le condena. Yo y el cincelador Gilberto lo hemos inventado y combinado. ¡Todo es pura comedia! ¿Osaríais desmentirme, señor embajador? ¿Y no le defenderéis ahora, señores, puesto que os digo que es inocente? ¡Por mi Dios, por mi corona y por el alma de mi madre, juro que es inocente del crimen de que se le acusa! ¡Defendedle, mi bravo Clinton; exterminad á estos como lo hicisteis con Tomás Wyat! Os juro que es falso que Fabiani haya querido asesinar á la reina.
Lord Clinton.—Á otra reina ha querido asesinar, que es la Inglaterra.
(Los gritos continúan fuera.)
La Reina.—¡El balcón, abrid el balcón! ¡Quiero probar yo misma al pueblo que no es culpable!
Simón Renard.—¡Probad al pueblo que no es italiano!
La Reina.—¡Cuando pienso que un Simón Renard, una hechura del cardenal de Granvelle, es quien osa hablarme así! ¡Pues bien, abrid esa puerta, abrid el calabozo; Fabiano está ahí y quiero verle, quiero hablarle!
Simón Renard.—¿Qué hacéis? Por su propio interés sería inútil dar á conocer á todo el mundo dónde se halla.
El pueblo.—¡Muera Fabiani! ¡Viva Isabel!
Simón Renard.—¿Oís lo que gritan?
La Reina.—¡Dios mío, Dios mío!
Simón Renard.—Elegid, señora: (Señala con una mano la puerta del calabozo.) Ó esa cabeza al pueblo, (Señala con la otra mano la corona de la reina.) ó esa corona á la princesa Isabel.
El pueblo.—¡Muera Fabiani! ¡Viva Isabel!
(Una piedra rompe un vidrio junto á la Reina.)
Simón Renard.—Vuestra Majestad se pierde sin salvarle; ya han forzado el segundo patio. ¿Qué dispone la reina?
La Reina.—Todos sois unos cobardes, y Clinton el primero. ¡Ah, Clinton, ya me acordaré de esto, amigo mío!
Simón Renard.—¿Qué dispone la reina?
La Reina.—¡Oh, verme abandonada así, haberlo confesado todo y no poder conseguir nada! ¿Qué son, y para qué sirven esos caballeros? El pueblo es infame; yo quisiera hollarle bajo mis pies. ¿Hay, pues, casos en que la reina no es sino una mujer? ¡Todas me las pagaréis juntas, señores!
Simón Renard.—¿Qué dispone la reina?
La Reina (agobiada).—Lo que vos queráis; haced lo que os plazca. ¡Sois un asesino! (Aparte.) ¡Oh Fabiani!
Simón Renard.—¡Heraldos, á mí! Maese Eneas, abrid el balcón grande de la galería.
(El balcón del fondo se abre; Simón Renard se asoma, con un heraldo á la izquierda y otro á la derecha; se oye inmenso rumor.)
El pueblo.—¡Fabiani, Fabiani!
Simón Renard (en el balcón, de cara al pueblo).—¡En nombre de la Reina!
Los heraldos.—¡En nombre de la Reina!
(Profundo silencio fuera.)
Simón Renard.—¡Plebeyos, escuchad la voluntad de la Reina! Hoy, esta misma noche, una hora después de la queda, Fabiano Fabiani, conde de Clanbrassil, cubierto con un velo negro desde la cabeza á los pies, amordazado con mordaza de hierro, con un hacha de cera amarilla de tres libras de peso en la mano, será conducido desde la Torre de Londres, por Charing-Cross, al Mercado Viejo de la Cité, para ser decapitado públicamente, en castigo de sus crímenes de alta traición, y por su conato de regicidio en la sagrada persona de Su Majestad.
(Óyense fuera ruidosos aplausos.)
El pueblo.—¡Viva la Reina! ¡Muera Fabiani!
Simón Renard (continuando).—Y para que nadie lo ignore en esta ciudad, oíd lo que la Reina ordena: durante todo el trayecto que el condenado debe recorrer desde la Torre de Londres al lugar de la ejecución, se hará tocar la gran campana de la Torre, disparándose tres cañonazos, el primero cuando el reo suba al cadalso, el segundo cuando se arrodille sobre el paño negro, y el tercero cuando caiga su cabeza.
(Aplausos.)
El pueblo.—¡Luces, luces!
Simón Renard.—Esta noche, la Torre y la Cité de Londres se iluminarán con hogueras y hachas en señal de regocijo. He dicho. (Aplausos.) ¡Dios guarde la antigua Carta de Inglaterra!
Los dos heraldos.—¡Dios guarde la antigua Carta de Inglaterra!
El pueblo.—¡Muera Fabiani! ¡Viva María! ¡Viva la Reina!
(Ciérrase el balcón; Simón Renard se acerca á la Reina.)
Simón Renard.—Jamás me perdonará la princesa Isabel lo que acabo de hacer ahora.
La Reina.—¡Ni tampoco la reina María!... ¡Dejadme ahora, caballero!
(Despide con un ademán á todos los presentes.)
Simón Renard (en voz baja á Maese Eneas).—Cuidaos de la ejecución.
Maese Eneas.—Confiad en mí.
(Simón Renard sale; en el momento en que maese Eneas se dispone á seguirle, la Reina corre hacia él, cógele por un brazo y le conduce vivamente al proscenio.)
Escena X
LA REINA, MAESE ENEAS
Gritos fuera.—¡Muera Fabiani!
La Reina.—¿Cuál de las dos cabezas crees tú que vale más en este momento, la de Fabiani ó la tuya?
Maese Eneas.—Señora...
La Reina.—¡Eres un traidor!
Maese Eneas.—Señora... (aparte).—¡Diablo!
La Reina.—Pocas explicaciones. Juro por mi madre que si Fabiano muere, tú morirás también.
Maese Eneas.—Pero, señora...
La Reina.—Salva á Fabiano y te salvarás; de lo contrario, has de morir.
Gritos.—¡Muera Fabiani!
Maese Eneas.—¡Salvar á lord Clanbrassil! El pueblo está ahí... es imposible. ¿Por qué medio?...
La Reina.—Busca.
Maese Eneas.—¿Cómo hacerlo, Dios mío?
La Reina.—Como si fuera para ti.
Maese Eneas.—Pero, ved que el pueblo permanecerá armado hasta después de la ejecución; para apaciguarle es preciso decapitar á uno ú otro.
La Reina.—Á quien tú quieras.
Maese Eneas.—¿Á quien yo quiera? Esperad, señora... La ejecución se efectuará de noche, á la luz de las hachas, y el reo irá cubierto con un velo negro y amordazado; el pueblo debe mantenerse á cierta distancia, según costumbre, y basta que vea caer una cabeza. La cosa es posible... Con tal que el barquero esté todavía ahí... ya le dije que no se apresurase. (Se dirige á la ventana que da al Támesis.) ¡Aún está ahí; pero ya era tiempo! (Se inclina hacia fuera, con un hacha en la mano, agitando su pañuelo, y después se dirige á la reina.) Está bien; os respondo de milord Fabiani, señora.
La Reina.—¿Por tu cabeza?
Maese Eneas.—Por mi cabeza.
Parte segunda
Una especie de sala, en la cual desembocan dos escaleras, una para subir y otra para bajar; la entrada de cada una ocupa parte del fondo del escenario; la primera se pierde en los frisos y la segunda en el foso: no se ve de dónde parten ni á dónde conducen.
La sala está tendida de negro de una manera particular: la pared de la derecha, la de la izquierda y el techo, revestidos con un paño negro cortado por una cruz blanca; el que da frente al espectador es blanco con cruz negra; y uno y otro se prolongan hasta perderse de vista en las dos escaleras. Á derecha é izquierda hay un altar tendido de negro y blanco, como para unos funerales: grandes cirios, sin ningún sacerdote; de las bóvedas penden algunas lámparas funerarias, que alumbran débilmente la sala y las escaleras; lo que las ilumina en realidad es el paño blanco del fondo, á través del cual se distingue un resplandor rojizo, cual si hubiese detrás una inmensa hoguera. Las baldosas de la sala son tumulares. Al levantarse el telón se ve dibujarse en negro sobre el paño transparente la sombra inmóvil de la Reina.
Escena I
JUANA y JOSHUA entran con precaución, levantando una de las colgaduras negras, por una puertecilla disimulada
Juana.—¿Dónde estamos, Joshua?
Joshua.—En el descanso de la escalera por donde bajan los condenados que van al suplicio.
Juana.—¿No hay medio de escapar de la Torre?
Joshua.—El pueblo guarda todas las salidas; quiere estar seguro esta vez de que no se le escapará su condenado, y nadie podrá franquear las puertas antes de la ejecución.
Juana.—La arenga que se ha pronunciado desde ese balcón resuena aún en mis oídos. Todo esto es horrible, Joshua.
Joshua.—¡Otras muchas escenas he visto como ésta!
Juana.—¡Con tal que Gilberto haya conseguido evadirse! ¿Le crees salvado, Joshua?
Joshua.—Estoy seguro de ello.
Juana.—¿Bien seguro?
Joshua.—La Torre no estaba guardada por la parte del río, y además, cuando debió salir, el motín no era lo que fué después. ¿Sabéis que es imponente?
Juana.—¿Estáis seguro de que se habrá salvado?
Joshua.—Ahora os espera seguramente en el primer arco del puente de Londres, donde os reuniréis con él á media noche.
Juana.—¡Dios mío! ¡qué inquieto estará! (Divisando la sombra de la Reina.) ¡Cielos! ¿Qué es eso, Joshua?
Joshua (en voz baja, cogiéndole la mano).—¡Silencio!... Es la leona que acecha.
(Mientras que Juana contempla aquella silueta negra con terror, óyese una voz lejana que parece proceder de arriba, y la cual pronuncia distintamente estas palabras:)
Voz.—El que me sigue, cubierto con un velo negro, es el muy alto y poderoso señor Fabiano Fabiani, conde de Clanbrassil, barón de Dinasmonddy, barón de Darmouth en Devonshire, que será decapitado en el mercado de Londres por crimen de regicidio y de alta traición. ¡Dios tenga misericordia de su alma!
Otra voz.—¡Rogad por él!
Juana (temblando).—¡Joshua! ¿Oís?
Joshua.—Sí; yo oigo esas cosas todos los días.
(En lo alto de la escalera aparece un cortejo fúnebre que se desarrolla lentamente á medida que baja. Á la cabeza va un hombre vestido de negro, que lleva una bandera blanca con cruz negra; sigue maese Eneas Dulverton, revestido de manto negro, con su bastón de condestable en la mano; un grupo de soldados con partesanas y traje rojo, y el verdugo con su hacha al hombro y el filo vuelto hacia el que va detrás, que es un hombre cubierto completamente con un gran velo negro, cuyas puntas se arrastran bajo sus pies. De este hombre no se ve sino un brazo que pasa por una abertura del velo, empuñando la mano un blandón de cera amarilla. Á su lado va un sacerdote, y detrás otro grupo de soldados con partesanas, un hombre vestido de blanco, que lleva bandera negra con cruz blanca; y á derecha é izquierda dos filas de alabarderos, alumbrando con hachas.)
Juana.—¡Joshua! ¿No veis?
Joshua.—Todos los días veo esas cosas.
(En el momento de desembocar en el escenario, el cortejo se detiene.)
Maese Eneas.—El que va detrás de mí, cubierto con un velo negro, es el muy alto y muy poderoso señor Fabiano Fabiani, conde de Clanbrassil, barón de Dinasmonddy, barón de Darmouth, en Devonshire, que será decapitado en el mercado de Londres, por crimen de regicidio y alta traición. ¡Dios tenga misericordia de su alma!
Los dos heraldos.—¡Rogad por él!
(El cortejo cruza lentamente por el fondo del teatro.)
Juana.—Lo que vemos es una cosa terrible. Joshua, esto me hiela la sangre.
Joshua.—¡Ese miserable Fabiani!
Juana.—¡Paz, Joshua! Bien miserable, pero muy desgraciado.
(El cortejo llega á la otra escalera. Simón Renard, que desde hace algunos instantes se ha presentado en la entrada de aquella, observándolo todo, se aparta para dejar el paso libre; el cortejo penetra bajo la bóveda de la escalera, donde desaparece poco á poco. Juana le sigue con la vista, poseída de terror.)
Simón Renard (después de haber desaparecido el cortejo).—¿Qué significa eso? ¿Es ese Fabiani? Yo le creía más bajo. ¿Será que maese Eneas?... Paréceme que la Reina ha hablado con él un momento... Veamos lo que hay.
(Desaparece en la escalera en pos del cortejo.)
Joshua.—La campana grande anunciará muy pronto su salida de la Torre, y entonces será tal vez posible que escapéis; voy á buscar los medios; esperadme hasta que vuelva.
Juana.—¿Me dejáis sola, Joshua? ¡Dios mío, yo tengo miedo!
Joshua.—No podríais recorrer toda la Torre conmigo sin riesgo, y es preciso que salgáis de ella. Pensad que Gilberto os espera.
Juana.—¡Gilberto, todo por Gilberto! ¡Id! (Joshua sale.) ¡Oh! ¡qué espectáculo tan espantoso! ¡Cuando pienso que lo mismo habría sido para Gilberto! (Se arrodilla al pie de uno de los altares.) ¡Oh! ¡gracias; sois el Dios salvador! (El paño del fondo se entreabre, apareciendo la Reina, que avanza lentamente hasta el proscenio, sin ver á Juana.) ¡Dios mío, la Reina!
Escena II
JUANA, LA REINA
(Juana se oprime contra el altar, y fija en la Reina una mirada de estupor y de espanto.)
La Reina (permanece algunos instantes silenciosa en el proscenio, con la mirada fija, pálido el rostro, y como absorta en sombría meditación; al fin deja escapar un profundo suspiro).—¡Oh, el pueblo! (Pasea á su alrededor una inquieta mirada y ve á Juana.) ¿Quién está ahí? ¡Ah, eres tú, Juana! Te inspiro pavor sin duda... pero no temas nada. Ya sabrás que maese Eneas nos ha hecho traición. Te digo, niña, que no has de temer nada de mí, pues lo que te perdía hace un mes te salva hoy. Tú amas á Fabiano. Entre todas las mujeres, sólo nosotras dos tenemos el corazón así; ambas le amamos; somos hermanas.
Juana.—Señora...
La Reina.—Sí, tú y yo, dos mujeres solas tiene á su favor; todo lo demás se declara en contra suya; la ciudad entera, un pueblo en masa, todo el mundo. ¡Lucha desigual del amor contra el odio! Fabiano está triste, espantado, aturdido; tiene tu frente pálida, y mis ojos llenos de lágrimas; ocúltase junto á un altar fúnebre, y ora por tu boca, mientras que maldice por la mía. El odio contra Fabiani triunfa; armado y victorioso, manifiéstase por la corte, por el pueblo, por esas turbas de hombres que llenan las calles, profiriendo gritos de muerte y de alegría: soberbio y todopoderoso, ese odio ilumina toda una ciudad alrededor de un cadalso. ¡El amor está aquí, representado por dos mujeres vestidas de luto en una tumba; el odio está allí! (Separa violentamente el paño blanco del fondo, que al desviarse deja ver un balcón, por el cual se divisa, en una noche oscura, toda la ciudad de Londres espléndidamente iluminada, como también lo está lo que se ve de la Torre. Juana fija una mirada de asombro en aquel espectáculo deslumbrador, cuya reverberación ilumina el escenario.) ¡Oh ciudad infame, rebelde y maldita; ciudad monstruosa que empapa su traje de fiesta en la sangre, y que alumbra con sus hachones al verdugo! Eso te infunde pavor ¿no es verdad, Juana? ¿No te parece, como á mí, que esa multitud se burla cobardemente de nosotras, y que nos mira con sus cien mil ojos de fuego, á nosotras, débiles mujeres abandonadas, perdidas y solas en este sepulcro? ¿No la oyes, Juana, reirse y gritar? ¡Oh, daría la Inglaterra á quien pudiese destruir á Londres! ¡Cuánto daría por trocar esas luces en llamas, y esa ciudad iluminada en un mar de fuego!
(Se oye fuera inmenso rumor, seguido de aplausos y gritos confusos que dicen: ¡Ya viene, ya viene; muera Fabiani!—La gran campana de la Torre de Londres produce fúnebres tañidos. Al oir este rumor, la Reina profiere una carcajada terrible.)
Juana.—¡Gran Dios, ya sale ese infeliz!... ¿Os reís, señora?
La Reina.—Sí, me río; y tú vas á reirte también; pero antes será preciso bajar ese tapiz, pues siempre me parece que no estamos solas, y que esa espantosa ciudad nos ve y nos oye. (Corre la cortina blanca y vuelve.) Ahora que ya ha salido, y que no hay peligro alguno, puedo decírtelo todo; pero riámonos las dos de ese execrable pueblo que bebe sangre. ¡Oh! ¡es delicioso, Juana! Tú tiemblas por Fabiani, pero puedes reirte conmigo y estar tranquila. El hombre que se llevan, el hombre que morirá, el que toman por Fabiano, no es él.
(Se ríe.)
Juana.—¡Que no es Fabiano!
La Reina.—¡No!
Juana.—¿Pues quién es?
La Reina.—Es el otro.
Juana.—¿Qué otro?
La Reina.—Ya le conoces, es aquel obrero, aquel hombre... Pero ¿qué importa?
Juana (temblando).—¿Gilberto?
La Reina.—Sí; ese es su nombre.
Juana.—¡Señora, oh, no puede ser! ¡Decidme que no es cierto! ¡Esto sería demasiado horrible! Gilberto huyó.
La Reina.—Sí, huía cuando le cogieron, y le han puesto en lugar de Fabiano, bajo el velo negro; es una ejecución nocturna y el pueblo no verá nada; no tengas cuidado.
Juana (profiriendo un grito espantoso).—¡Ah, señora, aquel que yo amo es Gilberto!
La Reina.—¿Qué dices? ¿has perdido la razón? ¿Me engañabas tú también? ¡Ah! ¿Conque es á Gilberto á quien tú amas? ¡Pues bien, qué me importa!
Juana.—(Desfallecida, á los pies de la Reina, solloza y se arrastra de rodillas, con las manos en actitud de súplica. La gran campana no ha dejado de tocar durante esta escena.) ¡Señora, por compasión... en nombre del cielo! ¡Por vuestra corona, por vuestra madre y por los ángeles! ¡Gilberto, Gilberto, salvadle, señora, porque ese hombre es mi vida, es mi esposo; y todo se lo debo á él desde la cuna! Señora; bien veis, sólo soy una pobre infeliz, y que no debéis mostraros severa conmigo. Lo que acabáis de decirme es para mí un golpe tan terrible, que apenas sé cómo me queda fuerza para hablar. Es preciso que mandéis suspender la ejecución al punto, aplazándola hasta mañana, el tiempo necesario para que se reconozca el error. Ese pueblo podrá esperar hasta mañana, y después veremos lo que se ha de hacer. No, no mováis la cabeza; no hay peligro para vuestro Fabiano; yo me pondré en su lugar. Oculta por el velo negro, nadie lo echará de ver por la noche; pero salvad á Gilberto. ¿Qué os importa que sea yo ó él, tanto más cuanto que deseo morir?... ¡Oh Dios mío!... ¡esa campana, esa espantosa campana... cada uno de sus tañidos es un paso más hacia el cadalso, y parece que me hieren el corazón! Haced lo que os pido, señora, pues no hay peligro alguno para vuestro Fabiani. Yo os amo, señora, aunque no os lo había dicho, porque sois una gran reina; ved cómo beso vuestras hermosas manos. ¡Oh! dadme la orden para suspender la ejecución, pues aún es tiempo, porque van muy despacio y hay mucho camino desde la Torre al Mercado Viejo. El hombre del balcón me dijo que pasarían por Charing-Cross, y como hay un camino más corto, un mensajero llegaría á tiempo. ¡En nombre del cielo, señora, compadeceos! Suponed que yo soy la reina y vos la pobre joven; lloraríais como yo, y yo perdonaría. ¡Hacedlo, señora! He temido que las lágrimas no me permitirían hablar. Suspended la ejecución, señora, que en eso no hay inconveniente, ni peligro para Fabiani. ¿No os parece, señora, que se debe hacer lo que yo digo?
La Reina (enternecida y levantando á Juana).—Bien lo quisiera, infeliz, porque tú lloras, como yo lloraba, y sientes lo que yo sentía; mis angustias me hacen compadecer las tuyas. ¡Mira, también yo lloro! Es una desgracia, pobre niña, pues me parece que hubieran podido tomar otro para víctima, como por ejemplo Tyrconnel; pero es demasiado conocido; se necesitaba un hombre oscuro, y no teníamos más que ese á mano. Te explico esto para que comprendas bien. ¡Dios mío, verdaderamente hay fatalidades que no se pueden evitar!
Juana.—Os escucho, señora; yo también tendría muchas cosas que deciros; pero antes quisiera la orden de suspender la ejecución, para que el mensajero la llevase. Hecho esto, podríamos hablar mejor. ¡Oh, esa campana, siempre esa campana!
La Reina.—Lo que tú quieres no es posible, Juana.
Juana.—Sí, es posible. Un mensajero montado puede llegar á tiempo por el muelle, y sino, iré yo. Esto es posible y fácil; ya veis que os hablo con dulzura.
La Reina.—Pero el pueblo rehusaría, y volviendo á la Torre, destruiría cuanto encontrase, dando muerte á Fabiano, que aún se halla aquí. Tú tiemblas, pobre niña, y yo también; á tu vez, ponte en mi lugar, y comprende que no puedo hacer más de lo que hago. ¡No pienses más en Gilberto, Juana, resígnate! ¡Todo ha concluído!
Juana.—¡No, mientras esa campana resuene, no habrá concluído! ¡Resignarme á la muerte de Gilberto! ¿Creéis que le dejaré morir así? ¡Ah! ya veo que no me escucháis. ¡Pues bien, si la Reina no me escucha, el pueblo me atenderá! El patio está ocupado todavía por una parte de él, y aunque después me cueste la vida, voy á gritar que se le engaña, y que aquel á quien conducen al patíbulo no es Fabiani, sino un obrero.
La Reina.—¡Detente, miserable! (La coge de un brazo y mírala fijamente con aire amenazador.) ¡Ah, conque lo tomas así! ¡Soy buena, lloro contigo y te vuelves loca furiosa! ¡Ah! mi amor es tan grande como el tuyo, y mi mano más fuerte. No te moverás. ¿Qué me importa á mí tu amante? ¿Será cosa de que todas las jóvenes de Inglaterra vengan á pedirme cuenta de los suyos? Yo salvo al mío como puedo, y á costa de cualquiera. ¡Cuidad de los vuestros!
Juana.—¡Dejadme!... ¡Yo os maldigo, mujer indigna!
La Reina.—¡Silencio!
Juana.—No, no callaré. ¡Ah! me ocurre ahora la idea de que no es Gilberto quien va á morir.
La Reina.—¿Qué dices?
Juana.—No lo sé; pero le he visto pasar con el velo negro, y paréceme que si hubiera sido Gilberto habría sentido algo en el corazón; creo que este me hubiera gritado: ¡ese es Gilberto! pero no ha sido así.
La Reina.—¡Dios mío! eso que dices no deja de ser un absurdo, y sin embargo, me espanta, porque has despertado una de las más secretas inquietudes de mi corazón. Ese motín me ha impedido vigilarlo todo por mí misma. ¿Por qué habré confiado á otros la salvación de Fabiano? Maese Eneas es un traidor, y tal vez andaba allí cerca Simón Renard. ¡Dios quiera que no me hayan hecho una segunda traición los enemigos de Fabiano! ¡Venga aquí alguno, pronto! (Preséntanse dos carceleros.) (Al primero.) ¡Corred, y decid que se suspenda la ejecución: he aquí mi anillo real! Se ha de ir al Mercado Viejo... ¿No dices que hay un camino más corto, Juana?
Juana.—Por el muelle.
La Reina (al carcelero).—Por el muelle. ¡Toma un caballo, y á escape! (El carcelero sale.) (Al segundo carcelero.) Corred á la torre de Eduardo el Confesor; allí hay dos calabozos de los condenados á muerte, y en uno de ellos, un hombre. Conducidle aquí al punto. (Sale el carcelero.) ¡Ah, tiemblo de pies á cabeza, y no tendría fuerza para ir yo misma! ¡Ah! ¡miserable mujer, me haces tan desgraciada como tú, y te maldigo á mi vez! ¡Dios mío! ¿tendrá el hombre tiempo de llegar? ¡Qué ansiedad tan horrible! Ya no veo nada; todo se perturba en mi espíritu... ¿Por quién tocará esa campana? ¿Será por Gilberto ó por Fabiani?
Juana.—La campana ha dejado de tocar.
La Reina.—Porque el cortejo estará en el sitio de la ejecución; el hombre no habrá tenido tiempo de llegar.
(Óyese un cañonazo lejano.)
Juana.—¡Cielos!
La Reina.—Ahora sube al patíbulo. (Segundo cañonazo.) Se arrodilla.
Juana.—¡Esto es horrible!
(Tercer cañonazo.)
Las dos.—¡Ah!...
La Reina.—¡Ya no hay más que uno vivo! Dentro de un instante sabremos cuál. ¡Dios mío, permitid que sea Fabiano el que vuelva!
Juana.—¡Dios mío, haced que sea Gilberto! (Se corre la cortina del fondo, y Simón Renard aparece, conduciendo á Gilberto de la mano.) ¡Gilberto!
(Se precipita en sus brazos.)
La Reina.—¿Y Fabiano?
Simón Renard.—Muerto.
La Reina.—¡Muerto! ¿Quién ha osado?...
Simón Renard.—Yo; he salvado á la reina y á Inglaterra.