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—¡El abate Maucombe! —no cesaba de repetirme en voz baja—, ¡excelente idea!
Al preguntar por su residencia a los ancianos que apacentaban a los animales a lo largo de las cunetas, tuve la certeza de que el cura —como perfecto confesor de un Dios misericordioso— había ganado profundamente el afecto de sus feligreses y, cuando me indicaron el camino del presbiterio bastante alejado de la manzana de casuchas y chamizos que constituye el villorio de Saint—Maur, me dirigí hacia allí.
Llegué.
El aspecto campestre de la casa, las ventanas y sus celosías verdes, los tres escalones de asperón, las hiedras, clemátides y las rosas de té que trepaban por los muros hasta el techo, de donde salía, por un tubo en forma de veleta, una pequeña humareda, me inspiraron ideas de recogimiento, de salud y de profunda paz. Los árboles de un prado vecino mostraban, a través de las cercas de un vallado, sus hojas enmohecidas por la exasperante estación. Las dos ventanas del único piso brillaban a la luz de Occidente; entre ellas mediaba una hornacina donde estaba situada la imagen de un santo. Silenciosamente, eché pie a tierra: até mi caballo al postigo y levanté la aldaba de la puerta, mientras lanzaba una mirada de viajero al horizonte, a mi espalda.
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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.
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