Muchos sujetos fidedignos conocieron á Juanico y Perico en la escuela de Isoire en Alvernia, pueblo ilustre en todo el universo por su colegio y sus calderos. Era Juanico hijo de un traficante en machos muy afamado, y Perico debía la existencia á un buen labrador de las inmediaciones, que cultivaba la tierra con cuatro muías, y que, cuando había pagado el diezmo, la primicia, los pechos, el encabezamiento, no se quedaba muy sobrado en dinero para llegar hasta el fin del año.
Para ser alverñeses, Juanico y Perico eran muy bonitos muchachos, y se querían mucho uno á otro, teniendo siempre entre ellos ciertas confianzas de que se acuerdan los camaradas de la escuela con gusto cuando se ven luego en siendo grandes.
Ya estaban para salir de la escuela de escribir, cuando un dia trajo un sastre á Juanico un vestido de terciopelo con una chupa de raso á la última moda, acompañado todo con una carta del señor de los Juanetes. Perico alabó mucho el vestido, sin tener envidia; pero Juanico la empezó á echar de gran señor, cosa que afligió mucho á Perico. Juanico desde este dia no volvió á mirar el libro; pero se miraba mucho al espejo y no hacía aprecio de nadie. Poco después llegó en posta unayuda de cámara, trayendo otra carta para el señor marques de los Juanetes, que era una orden de su señor padre para que sin más tardanza fuera el señorito, su hijo, á Paris. Subió Juanico en su coche, alargando la mano á Perico, sonriéndose á guisa de protector y con mucha dignidad. Conoció Perico su miseria y echó á llorar, Juanico se partió con toda la pompa de su altanería.
Bueno es que sepan los lectores que desean instruirse, que el señor Juan, su padre, había granjeado con mucha prontitud un inmenso caudal entrometiéndose en varios negocios. Preguntará alguno cómo se hacen esos inmensos caudales; pues no más que porque sopla la fortuna. El señor Juan era buen mozo, y buena moza su mujer, robusta y lozana. Fueron á Paris á seguir un pleito que les costaba mucho, y la fortuna, que encumbra ó abaja á los hombres como se le antoja, les deparó la mujer de un asentista de los hospitales del ejército, sujeto de mucha capacidad, y que podía jactarse de haber acabado con más soldados en un año que en diez la artillería enemiga. Juan agradó á la señora, y la mujer de Juan al señor asentista. En breve tuvo Juan parte en el asiento, y luégo se metió en otros negocios. Cuando uno está en la corriente del rio, no tiene más que dejarse llevar, para ganar, sin afanarse un caudal inmenso. Los pillos, que desde la orilla nos contemplan navegar las velas desplegadas, se quedan con la boca abierta, sin saber cómo hemos podido salir con nuestros deseos; nos envidian sin saber por qué, y escriben contra nosotros folletos que no leemos. Eso es lo que pasó con Juan el padre, que muy en breve fué don Juan de los Juanetes, y que habiendo comprado un marquesado al cabo de medio año, sacó de la escuela al señor marquesito, su hijo, para que viniera á lucir á Paris.
Perico, siempre amigo constante, escribió una carta dando el parabién á su camarada antiguo, poniendo que escribía aquellas letras para congratularle. El marquesito no le respondió, y Perico cayó malo de sentimiento.
Su padre y su madre buscaron sin tardanza un ayo al señorito. Era este ayo un lindo don Diego, que no sabiendo nada, nada pudo enseñar d su alumno. El marqués quería que aprendiera su hijo el latin; la marquesa no quiso. Llamaron por árbitro á un autor, célebre á la sazón por sus escritos amenos, y le convidaron á comer. Lo primero que le dijo el amo de casa fué: Caballero, como V. sabe el latin y es hombre fino... ¡Yo, señor marqués, el latin, ni una palabra que sé, respondió el autor conceptista, y doy mil gracias á Dios. Claro es que habla uno mejor su lengua cuando no se aplica más que á ella sin hacer caso de las extranjeras. Mire V. á todas nuestras damas cuánto más apurado gusto tienen que los hombres, y cómo escriben sus cartas con cien veces más gracia; pues de nada más pende eso sino de que no saben latin. ¿Qué tal? ¿Tenía yo razón ó no? dijo la marquesa. Mi hijo quiero yo que sea un mozo discreto, que se haga lugar con la gente fina, y ya ves que si supiera el latin sería hombre perdido. ¿Representan acaso la comedia y la ópera en latin? ¿Se defienden en latin los pleitos? ¿Se requiebran las damas en latin? Aturrullado el marqués con tan convincentes razones, confesó su yerro, y quedó resuelto que no perdería el marquesito el tiempo en entender á Cicerón, Horacio y Virgilio. ¿Pues qué ha de aprender? porque al cabo menester es que sepa algo. ¿No se le podría enseñar algo de geografía? ¿De qué le servirá? respondió el ayo. Cuando vaya el señor marqués á sus posesiones, ¿no han de saber los cocheros el camino? Por cierto que no le han de extraviar, y que para viajar no es necesario un cuarto de círculo, que se va muy cómodamente de Paris á la Alvernia, sin que sea menester saber en qué latitud se halla uno. Razón tiene V., replicó su padre; pero me han hablado de una ciencia muy hermosa, que llaman, creo, la astronomía. ¡Qué miseria! respondió el ayo. ¿Nos guiamos acaso por los astros en este mundo? ¿Quiere V. que se devane los sesos el señor marquesito calculando ün eclipse, cuando le encuentra á la hora fija en la Guía le Forasteros, que además le enseña los dias de fiestas movibles, y la edad de la luna, y de todas las princesas de Europa?
La marquesa fué en todo del dictámen del ayo. El marquesito no cabía en sí de gozo;pero su padre estaba muy indeciso. ¿Pues que ha de aprender mi hijo? decía. A ser amable, respondió el amigo llamado á consulta, y lo sabrá todo si sabe los medios de agradar: arte que le enseñará mi señora su madre, sin que ni el uno ni la otra se tomen el menor trabajo para ello.
Al oir estas razones, dio la señora marquesa un abrazo al amable ignorante, diciéndole: bien se ve, caballero, que es V. el hombre más instruido del mundo, y mi hijo le deberá toda su educación; pero me imagino que no fuera malo que supiese algo de historia. Quita allá, respondió, ¿para qué sirve? Las únicas útiles y gustosas son las historietas del dia; que todas las historias antiguas, como decía uno de nuestros más agudos ingenios, son fábulas generalmente admitidas, y las modernas un cáos que nadie puede desenmarañar. ¿Qué importa al señorito su hijo de V. que estableciera Carlomagno los doce pares de Francia, ni que fuese tartamudo su sucesor? Muy bien dicho, exclamó el ayo; así ahogan la inteligencia de los niños bajo un monton de inútiles conocimientos, puesto que en mi dictámen la más absurda de todas las ciencias es la geometría, y la que es capaz de sofocar todo talento. Objeto de esta ridicula ciencia son las superficies, las líneas y los puntos que no existen en la naturaleza, haciendo pasar idealmente cien mil líneas curvas entre un círculo y la línea recta que le toca, aunque en realidad no pueda pasar la cosa más seminima. De véras la geometría es una bobería insulsa.
Ni el marqués ni la marquesa entendían lo que decía el ayo; pero eso no quitó que fueran en todo de su dictámen. Un señor como el marquesito, continuó aquél, no se ha de devanar los sesos en estudios supcrfiuos: si necesita un dia un sublime geómetra para levantar el plano de sus tierras, hará que se las midan por su dinero: si quiere desenvolver la antigüedad de su nobleza que sube á los más remotos siglos, enviará en busca de un benedictino de San Mauro, y lo mismo sucede con todas las artes. Un señorito de buen entendimiento no es pintor, ni músico, ni arquitecto, ni escultor; pero hace que florezcan todas estas artes, dándoles estímulo con su magnificencia. Sin duda vale más protegerlas que ejercitarlas; con que tenga fino gusto el señor marquesito, es suficiente, y los artistas trabajarán para él; y por eso se dice con mucha razón que los caballeros (hablo de aquellos que son muy ricos) lo saben todo sin haber aprendido nada, porque efectivamente al cabo de tiempo saben fallar de todas las cosas que mandan y pagan.
Tomando entonces el hilo de la conversación el amable ignorante dijo: con mucha razón ha notado V., señora, que el fin principal del hombre es hacerse cabida en la sociedad. Díganme si se logra ésta con las ciencias. ¿Se habla nunca de geometría entre gentes? ¿preguntan á un hombre bien criado qué astro sale hoy con el sol? ¿se trata en un convite de si Clodion el de cabellos largos pasó el Rhin? No por cierto, exclamó la marquesa de los Juanetes, á quien su linda cara había hecho algún lugar entre las gentes de fino trato, y no ha de amortiguar mi hijo su talento con el estudio de todo ese fárrago. Pero en resúmen, ¿qué ha de aprender? porque bueno es que pueda un señorito lucir cuando se ofrezca, como dice mi marido el señor marqués. Acuérdome de haber oido decir á un abate que la ciencia más agradable de todas era una cuyo nombre se me ha olvidado, pero que empezaba con B.—¿Con Z?, señora? será la botánica.—No; no hablaba de botánica; digo que empezaba con B, y acababa en on.—Ya entiendo, ese es el blasón: verdades que es ciencia muy profunda, pero que no es de moda desde que se ha perdido la costumbre de pintar sus armas en las pucrtecillas de los estribos de los coches, que era la cosa más útil del mundo en un Estado bien civilizado; sin contar con que sería este estudio un proceder infinito, porque hoy día no hay barbero que no tenga sus armas; y todo aquello que se hace común se aprecia en poco. Finalmente, pesados bien los inconvenientes y las ventajas de las ciencias, quedó resuelto que aprendiera el señor marquesito á bailar.
Pródiga naturaleza, había dotado á éste de una habilidad que en breve tomó vuelo, y era cantar coplas con mucho donaire. Las gracias de la mocedad con este dón supremo fueron parte para que le mirasen como á un mancebo que daba las mayores esperanzas. Las damas le querían; y como tenía la cabeza atestada de coplas, hizo versos para sus queridas. En una décima hablaba de Baco y de Cupido, en ésta de la noche y el día, y en aquella de gustos y sustos; pero como siempre había en sus versos algunas sílabas de mas ó de ménos, los hacía enmendar mediante una onza de oro por décima, y sus versos salían en los periódicos como pudieran los de los Argensolas y Herreras franceses. Figuróse entonces la señora marquesa que tenía en su hijo un ingenio soberano, y convidó á cenar á los ingenios de Paris. El mancebo en breve acabó de quedarse tonto rematado, adquiriendo el arte de hablar sin saber lo que decía, y perfeccionándose en su costumbre de no ser bueno para nada. Su padre, viéndole tan elocuente, sintió en el alma no haberle enseñado el latín, para hacerle un gran togado; pero su madre, que tenía pensamientos más altos, se encargó de levantar un regimiento para su hijo, y éste se puso á enamorar miéntras tanto. A veces el amor cuesta más caro que levantar un regimiento; y así gastó mucho, miéntras que sus padres gastaban todavía más en representar el papel de principales señores.
Una viuda de circunstancias y moza, vecina suya, que tenía poco caudal, tuvo la condescendencia de determinarse á poner en parte segura las muchas riquezas de los señores marqueses de los Juanetes, alzándose con ellas, y casándose con el marquesito; atrájole para ello á su casa, se dejó querer, le dió á entender que no le disgustaba, le prendó poco á poco, le embelesó y le sojuzgó sin dificultad. Unas veces le daba elogios, otras consejos, y al mismo tiempo se hizo la mejor amiga de sus padres. Otra vecina vieja propuso el casamiento; y deslumbrados los marqueses con el brillo de entroncar con linaje tan alto, admitieron gustosísimos la propuesta, y dieron su único hijo á su íntima amiga.
Iba á casarse el marquesito con una mujer á quien idolatraba, y que le quería; le daban el parabién los amigos de la casa, y ya iban á celebrárselos esponsales y estaban trabajando en los vestidos de boda y en el epitalamio. Una mañana que estaba á las plantas de la amable esposa que á la amistad, á la estimación y al amor de consuno debía, mientras que en un animado y amoroso coloquio disfrutaban las primicias de su felicidad y ordenaban el plan de una deliciosa vida, llega desatentado un ayuda de cámara de la marquesa, y le dice: ¡Lindas novedades, por cierto! llena está la casa de alguaciles y escribanos que andan descolgando todos los muebles; los acreedores lo han embargado todo, y yo voy á procurar que se me pague mi salario. Veamos, dijo el marquesito, qué es eso, y que quiere decir esa bulla. Sí, vaya V., dijo la viuda, á dar justo castigo á esos bribones; no se detenga un punto. Vase corriendo, y cuando llegó á su casa ya estaba preso su padre y los criados se habían escapado cada uno por su lado llevándose cuanto habían podido: su madre estaba sola, sin socorro, sin consuelo, deshecha en llanto y sin que le quedara otra cosa que la memoria de sus riquezas, de su hermosura, sus desarreglos y sus desatinados gastos.
Lloró primero largo rato el hijo en compañía de su madre, y le dijo luégo: no nos desesperemos; la viuda moza me quiere entrañablemente, y es todavía más generosa que rica; yo la fío: voy corriendo á hablar con ella, y la traigo aquí. Se vuelve á casa de su amada y la encuentra hablando á solas con un oficial mozo muy amable.
—¡Conque es V., señor de los Juanetes! ¿A qué viene usted aquí? ¿Cómo abandona á su madre? Vuélvase con la pobre mujer, y dígale que le tengo mucha lástima, que necesito una planchadora y que la tomaré á ella. Chico, le dijo el oficial, bastante bien plantado eres; si quieres servir en mi compañía harc que te den un buen enganche.
Atónito el marquesito, y encendido el pecho en ira, se fué á buscar á su antiguo ayo, le fió su pesar y le pidió consejo; y este le propuso que se hiciera, como él, ayo do chiquillos. Si nada sé, le respondió, porque V. nada me ha enseñado y ha sido el primer móvil de mis desventuras. Suspiraba diciendo esto, y un ingenio de sus conocidos antiguos que se hallaba presente, le dijo para consolarle que compusiera novelas, que era un buen medio para hacerse rico en París.
Mis desesperado que nunca el mancebo, se fué á buscar al confesor de su madre, que era un tcatino muy estimado, que solamente confesaba á las señoras de primera tijera, y que así que le vió, corriendo le salió al encuentro. ¡Dios mió! Señor marquesito, ¿dónde ha dejado usía el coche? ¿Cómo está su respetable madre mi señora la marquesa? Contóle entonces el pobre desventurado el desmán de la familia; y al paso que se explicaba, iba poniendo el teatino la cara más seria, más adusta y más grave. Hijo mió, esa era la voluntad de Dios; las riquezas no sirven más que para estragar los corazones. ¿Conque ha hecho Dios á su madre la gracia de reducirla á que pida limosna?
—Sí, padre.—Mejor, que así está cierta de salvarse.—Pero, padre, ¿no hubiera medio entre tanto de que nos socorrieran en este mundo?—Adiós, hijo, que me está aguardando una señora duquesa.
Poco faltó al marquesito para desmayarse: casi todos sus amigos le trataron del mismo modo, y en medio dia aprendió á conocer lo que era el mundo más que había aprendido en toda su vida.
Sumido estaba en la más profunda desesperación, cuando vió venir un carromato entoldado, con unas cortinas de cuero por delante, al que seguían cuatro enormes carretas cargadas todas. En el carro venía un mozo vestido de aldeano, de un rostro lleno y colorado, que respiraba serenidad y alegría. Su mujer morenita y de facciones toscas, pero muy linda, venía traqueando á su lado; y como el carro no llevaba el paso de un birlocho de petimetre, tuvo lugar el caminante para contemplar muy á su sabor al marquesito que estaba inmóvil y absorto en su dolor. ¡Dios mió! exclamó, creo que es Juanico. Al oir este nombre, alza los ojos el marquesito y se pára el carro. Es Juanico, Juanico es; y da mi hombrecito gordo un salto y abraza estrechamente á su antiguo camarada. Conoció Juanico á Perico y se le cubrió el semblante de rubor y llanto. Me has abandonado, le dijo Perico; pero aunque seas gran señor, siempre te he de querer. Confuso y enternecido Perico, le contó sollozando parte de los sucesos de su vida. Ven al mesón donde estoy aposentado, le dijo Perico, á contarme lo demas, da un abrazo á mi mujer y vamos á comer juntos.
Todos tres se fueron á pie, siguiéndoles el bagaje.—¿Qué significa todo ese tren? ¿Es tuyo?—Sí, todo es mió y de mi mujer. Venimos de la tierra; yo tengo una fábrica de hierro estañado y cobre, y me he casado con la hija de un rico negociante que trafica en utensilios necesarios para los ricos y los pobres. Trabajamos mucho, nos bendice Dios, no hemos mudado de condición, estamos acomodados y ayudaremos á nuestro amigo Juanico. Déjate de marquesados, que todas las dignidades de este mundo no valen tanto como un amigo verdadero. Te vendrás conmigo á nuestra tierra; te enseñaré mi oficio, que no es difícil; te pondré de aparcería y viviremos alegres en el rincón de la tierra donde nacimos.
Fuera de sí Juanico se hallaba combatido por el pesar y el gozo, el cariño y la vergüenza, y se decía á sí propio: todos mis amigos de trato fino me han engañado, y Perico, á quien yo había despreciado, es el único que me socorre. ¡Qué instrucción! La bondad de Perico desenvolvió en el pecho de Juanico las semillas de su buena índole que aún no había sofocado el trato del mundo, y vió que no podía abandonar á su padre y á su madre. De tu madre ya cuidaremos, le dijo Perico; y en cuanto á tu pobre padre que está en la cárcel, yo entiendo algo de negocios. Como sus acreedores saben que no le queda nada, con poco que se les de quedarán contentos; yo me encargo de todo.
Tanto trabajó Perico que sacó de la cárcel al padre de su amigo. Juanico se volvió á su lugar con sus padres, que tomaron otra vez su antiguo oficio, y él se casó con una hermana de Perico, que era del mismo genio que su hermano, y con quien vivió muy feliz; y Juan padre, y Juana madre y Juanico hijo se convencieron de que la dicha no se cifra en la vanidad.