Libro I
Introducción
La narracion de los sucesos que marcaron una de las épocas mas brillantes de la historia nacional, las victorias, combates y peligros de una guerra memorable, la conquista, en fin, del reino de Granada, y la subversion del imperio árabe en España, son el objeto y materia de las páginas siguientes.
La imaginacion, seducida por las ideas encantadoras que inspira un argumento tan fecundo y bello, apenas sabe contenerse dentro de los límites de la verdad histórica: las hazañas, las proezas, los grandes hechos de armas que ennoblecen á los actores de la escena, el entusiasmo religioso del cristiano caballero, y el ardoroso valor del sarraceno feroz, son circunstancias que dan á esta época un aspecto heróico y caballeresco, y que arrastran al historiador á las regiones de la ficcion. Pero el célebre Washington Irving, cuya fama se extiende ya desde las selvas de la América setentrional hasta las extremidades de la Europa, tratando este asunto con mano maestra, y con el mismo acierto que todas sus demas producciones, ha sabido evitar este escollo, y exornar su obra con las gracias de un estilo que le es peculiar, dándole un aire romántico, sin desdecir un punto de su carácter de historiador, sin omitir un solo hecho, ni añadir circunstancia alguna que no se halle en las antiguas crónicas y memorias que tratan de la materia.
Parecerá una temeridad haberme yo arrojado á traducir á este autor inimitable. Pero la consideracion de no haberse escrito hasta ahora, que yo sepa, esta historia en particular y con la extension que se merece, y sí solo incidentalmente por algunos autores envejecidos, junto con el deseo de presentar al público español á un escritor cuyas obras están traducidas en casi todos los idiomas menos el castellano, me animó á una empresa acaso superior á mis fuerzas, y digna de mejor pluma.
Por otra parte, los atractivos que parece debe tener para toda clase de lectores la historia de la conquista de Granada, animan á creer que este trabajo merecerá una acogida favorable. El hombre de estado, el literato, el militar, hallarán aqui materia adecuada á sus gustos é inclinaciones; y los que leen por mera curiosidad, no dejarán de experimentar algun placer cuando se les trata de los moros de Granada, de esta nacion de guerreros (como dice Simon de Argote) galanteadores hasta la adoracion, supersticiosos hasta el fanatismo, valientes hasta el frenesí; ni dejarán de contemplar con interés la larga y gloriosa lucha que sostuvieron sus antepasados, (los Aguilares, los Portocarreros, los Ponces de Leon, nombres identificados con las glorias de su pátria) primero que lograsen derrocar el poder colosal del sarraceno, y diesen cima al triunfo mas señalado que jamas alcanzaron las armas españolas.
Si esta traduccion merece la aprobacion del público, tendré por bien empleados mis desvelos; labor ipse voluptas.
El Traductor.
I
Del reino de Granada, y del tributo que pagaba á la Corona de Castilla.
Desde la desastrosa época en que la invasion de los árabes y la derrota de don Rodrigo, último Rey de los godos, echaron el sello á la perdicion de España, habian pasado cerca de ochocientos años; y los príncipes cristianos, recobrando sucesivamente los reinos que perdieron, habian reducido el señorío de los moros á solo el territorio de Granada.
Estaba situado este famoso reino en el mediodia de España, confinando por esta parte con el mar mediterráneo, y por la del norte con una cordillera de altas y escarpadas montañas, cuya esterilidad se recompensaba largamente con la pródiga fertilidad de los ricos y profundos valles que abrigaban en su seno.
La ciudad de Granada, ocupando el centro del imperio, descollaba desde la falda de Sierra nevada, y cubria dos alturas y un valle fertilizado por el Darro. Sobre una de estas alturas se eleva el alcázar real de la Alhambra, cuya capacidad es tanta, que pueden alojarse cuarenta mil hombres dentro de sus muros y torreones. Era fama entre los moros, que el Rey que levantó este suntuoso edificio, estaba instruido en las ciencias ocultas, y que el arte de la alquimia le suministró los medios para ocurrir á tan grandes gastos. Es efectivamente una obra sublime, y acaso superior en su género á cuanto ha producido la magnificencia oriental; pues aun en el dia, el forastero que discurre por sus silenciosos y desiertos patios y desmantelados salones, contempla con admiracion la curiosa labor de sus dorados techos, y el lujo de los adornos, que á pesar del tiempo y sus estragos, conservan todavia su brillantez y hermosura.
Sobre otro cerro, enfrente de la Alhambra, estaba fundada la fortaleza de la Alcazaba, su rival, donde habia un llano espacioso, cubierto de casas y de una poblacion numerosa. Por las faldas de estos cerros se extendia la ciudad, en la que se contaban setenta mil casas, distribuidas en calles angostas y plazuelas, segun era costumbre de los moros. En las casas habia patios y jardines; y en ellos se veian brotar fuentes caudalosas, y florecer el granado, el cidro y el naranjo; y elevándose unos sobre otros los edificios, presentaba esta capital el aspecto singular y embelesador de una ciudad y de un jardin á un mismo tiempo. Estaba la poblacion cercada de altos muros, que tenian tres leguas de circunferencia, con doce puertas, y mil y treinta torres. La elevacion de la ciudad y la proximidad de Sierra nevada, cubierta perpetuamente de nieve, mitigaban los calores excesivos del estío; de suerte, que mientras en otras partes agoviaba y rendia el rigor de la canícula, aqui se gozaba de una temperatura suave, y un aire puro y sano circulaba por las habitaciones de Granada.
Pero la gloria de esta ciudad era su vega, que se extendia por espacio de treinta y siete leguas de circunferencia. Era un jardin de delicias, rodeado de altos cerros, y fertilizado por una multitud de fuentes y manantiales; y el cristalino Jenil deteniendo su curso, lo atravesaba con lento y tortuoso paso. La industria de los moros, habia repartido las aguas de este rio en mil corrientes y arroyuelos, que llevaban un riego abundante por toda la superficie de la llanura. Llegaron en efecto á poner en tanta prosperidad á esta region feliz, que causaba admiracion; esmerándose en añadirle nuevos adornos, asi como un amante se complace en realzar la belleza de su dama. Los cerros estaban coronados de olivares y viñedos, y matizados los valles de huertas y jardines: lozanas mieses doraban el espacioso llano, y cubríanle inmensos plantíos de moreras que producían una finísima seda, al paso que por cualquier lado deleitaban la vista el naranjo, el cidro, la higuera y el granado. Trepando de rama en rama, se veia á la débil vid enlazarse con el álamo robusto, ó bien adornando con sus dorados racimos la rústica cabaña; y el canto perenne del ruiseñor, alegraba á este vergel florido. En una palabra, tan ameno era el suelo, tan puro y apacible el aire, y tan sereno el cielo de esta region deliciosa, que se imaginaban los moros que el paraiso de su Profeta, debia de estar en la parte del cielo sobrepuesta al reino de Granada .
Se habia dejado á los infieles en posesion de este rico y populoso territorio, bajo la condicion de pagar á los Reyes de Castilla y de Leon, un tributo anual de dos mil doblas de oro, y entregar mil y seiscientos cautivos cristianos, ó en defecto de estos, un número igual de moros, como esclavos; debiendo verificarse la entrega de todo en la ciudad de Córdoba.
En la época en que principia esta Crónica, Fernando é Isabel, de gloriosa y feliz memoria, reinaban en los reinos unidos de Castilla, Leon y Aragon; y Muley Aben Hazen ocupaba el trono de Granada.
Este Muley Aben Hazen habia sucedido á su padre Ismael en 1465, siendo Rey de Castilla y de Leon don Enrique IV, hermano y predecesor inmediato de la Reina Isabel. Era del esclarecido linage de Mahomed Aben Alamar, el primero de los Reyes moros de Granada, y era el mas poderoso de su línea, pues se habia acrecentado mucho su poder con la pérdida de otros reinos, que los cristianos habian conquistado á los moros, y con haberse acogido á su proteccion muchas ciudades y lugares fuertes de los reinos contiguos á Granada, que no quisieron rendir vasallage á los cristianos. Asi se fueron dilatando los estados de Muley, y tal vino á ser su poblacion y riqueza, cual no habia ejemplo; pues se contaban en ellos catorce ciudades y noventa y siete plazas fuertes, ademas de un gran número de aldeas y lugares abiertos, defendidos por castillos formidables; el espíritu de Aben Hazen creció á la par de su poderío.
El tributo en dinero y cautivos, habia sido pagado puntualmente por Ismael, y aun Muley en una ocasion habia asistido personalmente á su pago en Córdoba. Pero la insolencia y menosprecio que sufrió entonces de los orgullosos castellanos, habian despertado toda su indignacion, y se enfurecia el africano altivo al recordar aquella humillante escena y el envilecimiento de los suyos. Asi, cuando subió al trono, cesó enteramente el pago del tributo, y bastaba traérselo á la memoria para que la cólera le arrebatase.
II
Los Reyes Católicos envian á pedir el tributo al moro: lo que éste contestó, y como quebrantó la tregua.
En el año de 1478, llegó á las puertas de Granada un caballero español de orgulloso porte y muy noble presencia, que venia como Embajador de los Reyes Católicos, para reclamar los atrasos del tributo. Llamábase don Juan de Vera, y era un devoto y celoso caballero, lleno de ardor por la fé y de lealtad por la corona. Venia perfectamente montado y armado de todas piezas, y le seguia una comitiva corta, pero bien apercibida.
Miraban los habitantes moros á esta pequeña, pero lucida muestra de la nobleza castellana, con una mezcla de curiosidad y ceño, al verla entrar por la famosa puerta de Elvira, con aquella gravedad y señorío que distinguen á los caballeros españoles. Y mirando el gentil continente y fuerte contestura física de don Juan, que le hacian apto para las mas árduas empresas militares, se figuraban que vendria para ganar renombre y fama compitiendo con los caballeros granadinos en los torneos ó en los juegos de cañas, por los cuales eran tan celebrados; pues en los intervalos de la guerra, solian todavia los guerreros de las dos naciones entretenerse juntos en estos egercicios caballerescos. Pero cuando entendieron que su venida era para pedir el tributo tan odiado de su fogoso Monarca, dijeron que bien era menester un caballero de tanto valor y esfuerzo como este manifestaba, para venir con una embajada semejante.
Sentado bajo de un dosel magnífico, y rodeado de los grandes del reino, recibió Muley Aben Hazen á don Juan de Vera en el salon de Embajadores, uno de los mas suntuosos de la Alhambra. Expuso el español el objeto de su mision; y habiendo concluido, le dijo el soberbio Monarca con semblante airado y tono desdeñoso: “Id, y decid á vuestros soberanos, que ya murieron los Reyes de Granada que pagaban tributo á los cristianos; y que en Granada no se labra sino alfanges y hierros de lanza contra nuestros enemigos.” Con esta respuesta, mensagera de una guerra cruel, volvió el Embajador castellano á la presencia de su Monarca.
En el corto espacio que permanecieron en Granada, tuvieron lugar don Juan y sus compañeros de reconocer, como inteligentes y prácticos, las fuerzas y situacion del moro. Notaron que estaba bien apercibido para la guerra; que las murallas, fuertes y bien torreadas, estaban guarnecidas de lombardas y otras piezas de artillería; que los almacenes estaban bien provistos de municiones y pertrechos de guerra; que habia una infantería numerosísima, y muchos escuadrones de caballería, prontos á entrar en campaña y, capaces no solo de hacer la guerra en la defensiva, sino de llevarla á las puertas del enemigo. Todo esto vieron nuestros guerreros sin arredrarse, antes se felicitaron de haber hallado un contrario tan digno de ellos; y esta consideracion servia de estímulo á su valor. Al pasar por las calles de Granada, cuando salian de la ciudad, miraban en derredor de sí, é íbanseles los ojos tras de tanto objeto como excitaba su codicia. Veian aquellos suntuosos palacios y magníficas mezquitas, aquella Alcaycería ó mercado, tan abundante de sedas, de telas de oro y plata, de joyas, de piedras preciosas y de una variedad inmensa de géneros de mucho precio y lujo, traidos de los mas remotos climas, y deseaban con impaciencia llegase la hora en que todas estas riquezas fuesen despojos de sus soldados, y en que, postrada la media luna, tremolase en su lugar el estandarte de la cruz.
Iba don Juan de Vera atravesando lentamente el pais con direccion á la frontera, y no veia pueblo que no estuviese bien fortificado: toda la vega estaba sembrada de torres, que servian de asilo á las gentes del campo: en las montañas, todos los pasos se hallaban defendidos con castillos, y todos los cerros tenian sus atalayas. Al pasar bajo los muros de estas fortalezas, veíanse relumbrar desde los adarves las lanzas y cimitarras de los moros, y el feroz centinela parecia lanzar miradas de odio y enemistad á los cristianos. Era evidente que de romperse la guerra con esta nacion, se seguiria una larga y sangrienta lucha, llena de trances peligrosos y de empresas árduas; una lucha, en fin, en que el terreno se ganaria á palmos, y con sudor y sangre; y solo podria conservarse con suma dificultad. Pero esto mismo inflamó el espíritu guerrero de los castellanos, y ya se les hacia tarde que empezasen las hostilidades.
Al desafio del fogoso Monarca moro, hubieran contestado desde luego los Reyes Católicos con el estruendo de su artillería; pero se hallaban á la sazon empeñados en una guerra con Portugal, y ocupados en deshacer una faccion de los grandes de su mismo reino. Asi, pues, se permitió continuase la tregua, que por tantos años habia subsistido entre las dos naciones; reservándose el cauto Fernando la resistencia de los moros á pagar tributo, como un motivo fundado para hacerles la guerra en el momento que se presentase una ocasion favorable.
Al cabo de tres años terminó la guerra con Portugal, y quedó sosegada en gran parte la faccion de los nobles de Castilla. Trataron entonces Fernando é Isabel de realizar el proyecto, que desde la union de sus dos coronas habia sido el grande objeto de su plausible ambicion, á saber: la conquista de Granada, y la extirpacion del dominio de los moros en España. Para este fin determinó Fernando hacer la guerra con detenimiento y precaucion; y perseverar en ella, quitando al enemigo, uno despues de otro, sus castillos y fortalezas, hasta dejarle enteramente sin apoyo, para acometer entonces la capital. Á este intento dijo el prudente Rey: “Uno á uno he de sacar los granos á esta Granada.”
No se ocultaban á Muley Aben Hazen las intenciones hostiles del Católico Monarca; pero confiaba en los medios que tenia para resistirle. En el discurso de un reinado tranquilo, habia juntado grandes caudales y puesto en estado de defensa todas las plazas del reino: habia sacado de Berbería cuerpos numerosos de tropas auxiliares, y se habia concertado con los príncipes de África, para que en caso urgente le enviasen nuevos socorros. Tenia en sus vasallos soldados aguerridos y de gran corazon, cuyos hechos no desmentian la opinion de que gozaban. Avezados á los trabajos de la guerra, sabian sufrir el hambre, la sed, el cansancio y la desnudez; montaban primorosamente, y lo mismo peleaban á pié que á caballo, lo mismo armados de todas piezas que á la gineta, ó á la ligera, con solo lanza y adarga. Obedientes á la voz del Soberano, campeaban á la primera intimacion, y defendian con tenacidad sus pueblos y posesiones.
Hallándose tan apercibido para la guerra, resolvió Muley Aben Hazen anticiparse á Fernando, y dar el primer golpe. En la tregua que subsistia habia una cláusula singular, y era, que se podia acometer cualquier castillo, y hacerse unos á otros correrías y cabalgadas, siempre que no se asentase real, ni fuesen con banderas tendidas, ni con sonido de trompeta, sino de improviso y con estratagema, y que esto no durase mas de tres dias. De aqui se originaron tantas empresas tan temerarias y peregrinas, en que se asaltaban y sorprendian tantos castillos y lugares fuertes. Pero hacia ya mucho tiempo que por parte de los moros no se habia cometido ningun exceso de este género, y por esta causa los pueblos fronterizos de los cristianos no se guardaban con la debida vigilancia.
Deseando estaba Muley Aben Hazen saltear alguna villa, cuando se le dió aviso que la Zahara, por el descuido de su alcaide, se hallaba á mal recado, mal abastecida y con corta guarnicion. Esta importante fortaleza, estaba situada sobre un escarpado cerro entre Ronda y Medina Sidonia, y la dominaba un castillo encaramado en un peñasco tan alto, que se decia descollaba entre las nubes, y que las aves no alcanzaban á remontar hasta alli el vuelo. Las calles y muchas de las casas, no eran mas que excavaciones labradas en la peña viva. La poblacion tenia una sola puerta, la cual miraba á poniente, y estaba defendida con sus torres y almenas. La única subida á este empinado castillo, era por un sendero cortado en la misma roca, y tan fragoso en algunas partes, que parecia una escalera desmoronada. Tal era Zahara, que por su situacion y fuerza parecia podia burlarse de cuantas tentativas se hiciesen para tomarla; y esto se tenia por tan cierto, que dió motivo á que á las mugeres de una virtud severa é inaccesibles las llamasen Zahareñas. Pero ni la plaza mas fuerte, ni la virtud mas austera, dejan de tener algun lado débil, por lo que han menester la mayor vigilancia para guardarse. Estén, pues, sobre aviso las damas y los guerreros, y escarmienten con la suerte de Zahara.
III
Expedicion de Muley Aben Hazen contra la fortaleza de Zahara.
Año 1481
En el año de 1481, y pocos dias despues de la natividad de Nuestro Señor, dió Muley Aben Hazen el famoso asalto de la villa de Zahara. Los moradores de ella yacian en el mas profundo sueño, y hasta el centinela habia abandonado su puesto, para ponerse al abrigo de una tempestad tan brava, que habia durado tres noches consecutivas. En tal trastorno de los elementos ¿quién habia de pensar que campease un enemigo? Empero el feroz Aben Hazen halló ser esta la ocasion mas oportuna para la ejecucion de sus designios. En el silencio de la noche se oyó repentinamente dentro de los muros de Zahara, un alboroto y vocería mil veces mas temible que el bramido de la tempestad; y el grito de “¡al arma! ¡al arma! ¡el moro! ¡el moro!” resonó por las calles de la villa, mezclado con el estruendo de las armas, los lamentos de los moribundos y la algazara de los vencedores. Habia salido de Granada Muley Aben Hazen á la cabeza de una fuerza considerable, y atravesando aceleradamente las montañas, llegó á favor de la oscuridad de aquella noche tempestuosa, hasta el pié de la fortaleza, y arrimando las escalas la entró sin ser visto, apoderándose del castillo y del lugar. Los moradores, que no se recelaban del menor peligro, despertaron cuando tenian ya la guerra y la muerte dentro de casa, y atemorizados huian, figurándose que los espíritus infernales venidos sobre las alas del viento, se habian apoderado de sus torres y baluartes. El grito de la guerra se oia por todas partes, en las calles de la villa y en las almenas del castillo; todo lo ocupaba el enemigo, y aunque envuelto en tinieblas, obraba de concierto á favor de señales convenidas. Los soldados de la guarnicion, saliendo atropelladamente de sus cuarteles, corrian desordenados por las calles sin acertar á reunirse, y sin saber á quien herir: entre tanto la cruel cimitarra, esparciendo el terror y la muerte, interceptaba á los fugitivos, y sacrificaba á cuantos ofrecian la menor resistencia.
En breve cesó la lucha y con ella el estrépito de las armas; y ya solo se oian los silvidos del temporal que corria, y de cuando en cuando las voces de la soldadesca mora, ocupada en el saqueo, cuando resonó una trompeta por toda la villa, intimando á los habitantes que se reuniesen en la plaza. Aqui, rodeados de una guardia fuerte, permanecieron hasta la madrugada; y al amanecer era cosa que movia á compasion ver una poblacion poco antes tan feliz, y que ayer se habia retirado al descanso de sus lechos con seguridad y confianza, hacinados hoy en aquel sitio estrecho sin distincion de edad, calidad ni sexo, y expuestos á todo el rigor de un cielo proceloso. Sordo á los ruegos y clamores de estos infelices, mandó el feroz Aben Hazen que llevasen á todos cautivos á Granada. Dejando una fuerte guarnicion en el pueblo y en el castillo, con órden de poner á entrambos en buen estado de defensa, regresó Muley á su capital, ufano de su victoria, cargado de despojos, y llevando consigo los pendones y banderas de Zahara.
Se estaba disponiendo en Granada la celebracion de este triunfo con fiestas y torneos, cuando llegaron los cautivos de Zahara. Estos infelices, rendidos de fatiga, y con la desesperacion retratada en sus pálidos semblantes, venian conducidos por un destacamento de soldados; y mezclados hombres, mugeres y niños, fueron metidos á manera de ganado por las puertas de la ciudad. Grande fue la indignacion de los habitantes al presenciar esta cruel escena. Los ancianos, que tenian experiencia de las calamidades de la guerra, pronosticaron mil males venideros; y las tímidas madres estrecharon á sus hijos contra su seno al mirar el desconsuelo de las de Zahara, con los suyos espirando entre sus brazos. Por todas partes se oian los acentos de la piedad; y la lástima que inspiraban estos desgraciados, iba acompañada de imprecaciones contra el Rey, por su bárbaro proceder. Las prevenciones para las fiestas se abandonaron, y las viandas que estaban destinadas para el regalo de los vencedores, se repartieron entre los vencidos.
No por eso dejaron los nobles y los alfaquís de acudir á la Alhambra para felicitar al Soberano; pero al tiempo que se tributaba al pié del trono el incienso de la adulacion, salió de en medio de la turba de cortesanos una voz, que cual trueno asaltó los oidos del atónito Aben Hazen. “¡Ay! ¡Ay! ¡Ay de Granada!” decia aquella voz: “la hora de tu desolacion se acerca: las ruinas de Zahara caerán sobre nuestras cabezas, y nuestro imperio en España se acabará para siempre.” Aterrados quedaron todos al oir al denunciador de tantos males, y se retiraron dejándole solo en medio del salon. Era un anciano vestido en hábito de Dervís, á quien la nieve de las canas no habia apagado el fuego de su espíritu, que centelleaba en sus encendidos ojos: era, como dicen los historiadores árabes, un Santon, uno de aquellos que pasando la vida en la oracion y la soledad, alcanzan á fuerza de ayunos y penitencias el don de la profecía. La voz del Santon resonó por los salones de la Alhambra, imponiendo silencio y causando temor á todos los presentes. Solo Muley Aben Hazen le oyó sin inmutarse; y mirándole con desprecio, le trató de viejo demente, cuyas predicciones no eran mas que delirios de una imaginacion descarriada. Saliéndose de la presencia real, bajó el Santon á la ciudad y la recorrió toda con ademanes frenéticos, dando voces, y repitiendo en todas partes el fatal vaticinio. “La tregua se quebrantó, decia, y desde hoy comienza una guerra exterminadora. ¡Ay! ¡ay! ¡ay de tí Granada! la desolacion reinará en tus palacios; tus fuertes defensores caerán bajo la espada del enemigo, y tus hijos y tus hijas gemirán en la esclavitud. Zahara no es mas que el tipo de Granada.”
El pueblo que esto escuchaba se llenó de espanto, pareciéndole que eran inspiraciones proféticas los desvaríos del Santon. Encerrábanse los unos en sus casas como en tiempo de luto, y los otros se reunian en corrillos por las calles y las plazas, alarmándose mútuamente con los mas tristes presentimientos, y maldiciendo el arrojo y barbarie del temerario Aben Hazen.
El Monarca moro cerró los oidos al descontento general; y conociendo que su conducta debia acarrearle la venganza de los cristianos, se declaró abiertamente, é hizo un esfuerzo para sorprender á Castellar y á Olvera; pero sin lograr su intento. Envió asimismo alfaquís á los estados berberiscos, anunciándoles que la espada estaba desembainada, y solicitando su auxilio para mantener contra la violencia de los infieles al reino de Granada y á la religion de Mahoma.
IV
Expedicion del marqués de Cádiz contra Alhama.
Año 1482
Grande fue la indignacion del Rey Fernando, cuando llegó á saber que los moros habian entrado en Zahara de rebato; sintiéndolo tanto mas, cuanto se habia propuesto ser el primero á romper esta guerra famosa, señalando sus principios con alguna hazaña; y como se preciaba de una política profunda, le pesó sobre manera que su contrario se le hubiese anticipado. Expidió, pues, sus órdenes inmediatamente á todos los adelantados y alcaides de la frontera, para que guardasen con la mayor vigilancia sus respectivos puestos, y estuviesen prevenidos para entrar á sangre y fuego por las tierras de los moros; al paso que despachó á religiosos de diversas órdenes, para que animasen á los caballeros de la Cristiandad á tomar parte en esta Cruzada contra infieles.
Entre los muchos buenos caballeros que se reunieron alrededor del trono de Fernando é Isabel, uno de los mas eminentes por su gerarquía y renombre en las armas, era don Rodrigo Ponce de Leon, marqués de Cádiz, de quien será justo dar una noticia particular, puesto que fue el caudillo principal de esta famosa guerra, y se halló en casi todas sus empresas y acciones. Nació, pues, don Rodrigo en 1443, del esclarecido linage de los Ponces, y ya desde su primera juventud se habia distinguido en el campo del honor. Era de mediana estatura, su cuerpo robusto y capaz de mucho esfuerzo y fatiga: su barba y cabellos eran rojos y crespos, el rostro ingénuo y noble, y algo picado de viruelas. Era valiente, piadoso y muy moderado en sus costumbres: benigno y justiciero con sus inferiores, cortés y franco con sus iguales. Era afecto y fiel á sus amigos, feroz y terrible, pero magnánimo, con sus enemigos. Se le consideraba como el espejo de la caballería de su tiempo, y los historiadores coetáneos le comparaban con el inmortal Cid.
Tenia el marqués de Cádiz posesiones muy dilatadas en las partes mas fértiles de la Andalucía; y puesto á la cabeza de sus deudos y vasallos, podia salir al campo con un ejército. Apenas recibió las órdenes del Rey, cuando ya ardia en deseos de hacer una entrada repentina en el reino de Granada, para señalar los principios de la guerra con una accion brillante, y consolar á los Soberanos por el insulto recibido en la toma de Zahara. Como sus estados confinaban con el territorio de los moros, que solian hacer en aquellos frecuentes correrías, tenia siempre á su servicio muchos adalides y espías, de los cuales algunos eran moros fugitivos. Despachó á éstos en todas direcciones para que observasen los movimientos del enemigo, y le tragesen noticias importantes á la seguridad de la frontera. Estando en su pueblo de Marchena, se le presentó uno de sus espías, dándole aviso de que la villa de Alhama, que era de los moros, se hallaba con una guarnicion muy escasa, y tan mal guardada, que seria fácil tomarla por asalto.
Era Alhama una plaza bastante grande, de mucha poblacion, y rica, que distaba pocas leguas de Granada: tenia su asiento en una altura entre peñascos, y rodeábala casi enteramente un rio, al paso que la defendia una fortaleza, á que no se podia subir sino por un camino muy fragoso y escarpado. Por ser tan fuerte el sitio, y en el centro del reino, vivian sus moradores sin el recelo de ser acometidos, dando asi lugar á la empresa que contra ellos se dispuso.
Para cerciorarse del estado de la fortaleza, envió el Marqués á reconocerla un soldado veterano, de quien tenia la mayor confianza, que se llamaba Ortega de Prado, hombre arrestado, de sútil ingenio, muy activo, y capitan de escaladores. Llegó Ortega á Alhama una noche oscura, y con silencio y precaucion fue recorriendo sus muros, aplicando de cuando en cuando el oido al suelo ó á la muralla. Pudo asi sentir ya el paso mesurado del centinela, ó ya la voz de la patrulla, que daba á aquel la contraseña: conociendo que en la plaza habia vigilancia, se dirigió al castillo, y llegó trepando hasta el pié de las almenas: alli todo era silencio, y en toda la extension del baluarte ningun centinela se veia. Hízose cargo de ciertos parages por donde mas fácilmente podria subirse al muro con escalas, observó la hora de relevar la guardia, y habiendo tomado las demas señas que le hacian al caso, se retiró sin ser descubierto.
Ortega, vuelto á Marchena, aseguró al Marqués que era muy practicable el sorprender á Alhama, escalando los muros del castillo. Trató el Marqués este negocio secretamente con don Pedro Enriquez, adelantado de Andalucía, con don Diego de Merlo, asistente de Sevilla, y con Sancho de Ávila, alcaide de Carmona, los cuales prometieron ayudarle con sus gentes; y el dia señalado se reunieron en Marchena con buen número de soldados y vasallos. Solamente los gefes sabian el objeto y destino de esta expedicion; pero para inflamar el espíritu de los andaluces, bastaba indicarles que se trataba de una incursion en las tierras de los moros, sus antiguos enemigos. El secreto y la prontitud, eran indispensables al buen éxito de la empresa. Partieron, pues, á toda prisa con tres mil caballos y cuatro mil infantes, y pasando por Antequera, camino poco transitado, atravesaron con algun trabajo los puertos y desfiladeros de la sierra llamada del Arracife, dejando el bagage á las orillas del rio Yeguas. La marcha era principalmente de noche; de dia permanecian ocultos, y en su acampamento no se permitia el menor ruido, ni se encendia fuego, porque no les descubriese el humo. La tarde del tercer dia volvieron á ponerse en marcha, y habiendo caminado con toda la diligencia, que permitia un terreno tan fragoso, llegaron á media noche á un hondo valle, distante media legua de Alhama.
Aqui fue donde manifestó el Marqués á sus soldados el intento que traia. Díjoles, que se trataba de dar nueva gloria á la santa ley que profesaban, y de vengar con las armas el agravio recibido en Zahara, acometiendo á Alhama, pueblo rico que ofrecia grandes despojos. Animáronse los soldados con esta exhortacion, y pidieron que al punto se les llevase al asalto. Llegaron junto á Alhama dos horas antes de amanecer, y poniéndose en emboscada, despacharon trescientos hombres escogidos é intrépidos, (de los cuales muchos eran alcaides y capitanes) para escalar los muros, y apoderarse del castillo. Á la cabeza de estos valientes iba Ortega de Prado, que llevaba consigo treinta hombres con escalas. Favorecidos de la oscuridad de la noche, y guardando el mayor silencio, fueron subiendo hácia el castillo: llegaron al pié de la muralla, donde se detuvieron un instante para asegurarse de que no se les habia sentido; pero viendo que todos yacian en el mas profundo reposo, y que nadie rebullia, aplicaron las escalas y subieron á las almenas.
El primero que entró en la fortaleza fue Ortega, y á éste siguió Martin Galindo, jóven muy alentado y deseoso de ganar fama. Acercáronse los dos cautelosamente á la puerta de la ciudadela, y echándose sobre el centinela, le pusieron un puñal al pecho, intimándole que les señalase el cuerpo de guardia. Obedeció el infiel á quien despacharon en seguida, para impedir que alarmase á la guarnicion. En el cuerpo de guardia empezó no el combate, sino mas bien el degüello, pues mataron durmiendo á muchos de los soldados, y á los demas (tal fue el terror que les infundió este sobresalto) los arrollaron sin resistencia: pero á ninguno perdonaron; porque siendo en tan corto número los escaladores, no podian hacer prisioneros. En breve cundió la alarma por la guarnicion, despertaron los moros y acudieron á las armas, cuando ya los trescientos escogidos se habian apoderado de los baluartes; mas no por eso dejaron aquellos de pelear con obstinacion, defendiendo el terreno á palmos, y regándolo con su sangre. Entre tanto resonaban en todo el castillo el estruendo de las armas, el grito de los combatientes, y los gemidos de los moribundos. El ejército que habia quedado en emboscada, conociendo por este alboroto que los suyos habian logrado sorprender la fortaleza, salieron de su celada, y se llegaron á las murallas con grande algazara, haciendo sonar timbales y trompetas para aumentar la confusion y el espanto de los moros. Entonces fue cuando se trabó con mas encarnizamiento la pelea; pues habiendo llegado los escaladores hasta la plaza del castillo, porfiaban por abrir las puertas para admitir á sus compañeros. Aqui sucumbieron dos valientes alcaides, Nicolás de Rioja, y Sancho de Ávila, pero murieron honrosamente, cayendo sobre un monton de muertos. Al fin consiguió Ortega abrir un postigo que daba al campo, por donde entraron con toda su gente el marqués de Cádiz, y el adelantado de Andalucía y don Diego de Merlo: y asi quedó enteramente en poder de los cristianos la ciudadela.
Sucedió en esta ocasion, que estando el marqués de Cádiz discurriendo con otros caballeros, por las estancias de aquella fortaleza, llegó á un aposento muy bien alhajado y superior á los demas, donde á la luz de una lámpara de plata vió una hermosísima mora, que era la muger del alcaide, que se hallaba á la sazon ausente, habiendo ido á unas bodas en Velez-málaga. Á la vista de un guerrero cristiano quiso ella huir atemorizada; pero enredándosele los pies en la ropa de la cama, cayó á los del Marqués, implorando su piedad y proteccion. El cristiano caballero, en cuyo noble pecho rebosaban los sentimientos de honor y cortesía para el sexo, alzó del suelo á la bella mora, y procuró calmar sus temores: pero en el punto mismo se aumentó á aquella el susto, viendo entrar corriendo en su aposento á sus doncellas, perseguidas por los soldados españoles. Reprendió á éstos el Marqués por una conducta tan indigna, recordándoles, que alli habian venido para hacer la guerra á los hombres, y no á mugeres indefensas; y volviéndose á las temerosas moras, les aseguró su proteccion, y puso una guardia competente para velar sobre su seguridad.
Ya los cristianos eran dueños del castillo, pero no de la villa, cuyos habitantes se dispusieron á defender vigorosamente sus hogares; pues habiendo amanecido, pudieron reconocer y apreciar el número y fuerzas del enemigo. Aunque la poblacion se componia principalmente de mercaderes y artesanos, eran diestros en el uso de las armas, y los animaba un espíritu guerrero y la esperanza de ser en breve socorridos desde Granada, que distaba solamente ocho leguas. Coronando sus torres y almenas, las defendieron contra el ejército cristiano, que habia quedado fuera, descargando sobre él una lluvia de piedras y saetas cada vez que intentaba acercarse: barrearon las bocascalles que daban al castillo, y habiendo colocado en ellas suficiente número de diestros ballesteros y arcabuceros, mantenian un fuego continuo contra la puerta del castillo; de suerte que mataban ó herian á cuantos pretendian salir por ella. Dos valientes caballeros que con alguna gente quisieron hacer una salida, pagaron á la puerta misma este arrojo con sus vidas.
La situacion de los españoles iba haciéndose ya muy peligrosa, pues no podia tardar en llegar el socorro de Granada; y si en el discurso del dia no se apoderaban de la plaza, podrian verse cercados y bloqueados por un ejército, y casi sin víveres para su manutencion. Discurrian algunos, que aun cuando llegasen á hacerse dueños del lugar, no podrian subsistir en él; por lo que aconsejaban que se hiciese botin de todo lo mejor que habia, y que despues de derribar y quemar el castillo, emprendiesen la retirada sobre Sevilla. No era de este parecer el marqués de Cádiz. “Dios, dijo, ha puesto en nuestras manos esta fortaleza: él sin duda nos dará fuerzas para conservarla: con trabajo y sangre la hemos ganado, y seria mengua de nuestro honor el abandonarla por el temor de peligros imaginarios.” Del mismo modo opinaban el adelantado y don Diego de Merlo, cuyas exhortaciones impidieron que se abandonase la fortaleza: tal era el cansancio de los soldados por tan largas marchas y el continuo pelear, junto con el temor que tenian de la venida de los moros de Granada.
Entre tanto, restauradas en parte las fuerzas de los soldados de fuera con algunas raciones que se les repartieron, avanzaron al asalto de la plaza, y peleando desesperadamente con la morisma que la defendia, arrimaron las escalas y subieron á la muralla. El marqués de Cádiz por su parte, viendo que la puerta del castillo estaba completamente dominada por la artillería del enemigo, mandó abrir una brecha en la muralla, para que por ella pudiesen salir los suyos á acometer la villa. Efectuada la brecha salió acaudillando su tropa, y animándola con la promesa de que se le daria el pueblo á saco, y que los habitantes quedarian cautivos. Con esta seguridad se arrojaron los soldados al asalto de la plaza, acometiéndola simultáneamente por diversas partes, por las puertas, por las murallas, y aun por los tejados de las casas que unian al castillo con el pueblo. Los moros pelearon valerosamente por las calles y desde las ventanas de sus casas: eran inferiores á los cristianos en el esfuerzo, por razon de su género de vida que era sedentaria é industriosa, y por estar enervados con el uso frecuente de baños calientes ; pero se aventajaban en el número; y en defensa de sus hogares, el amor pátrio y la desesperacion inspiraban nuevos brios asi á los viejos como á los jóvenes, asi á los flacos como á los fuertes. Ni los lamentos de sus esposas é hijos, ni las heridas, ni la muerte de los suyos, fueron parte para que desmayasen en una contienda en que se trataba de su libertad, de su hacienda y de sus vidas; á lo que se añadia la esperanza que les animaba, del socorro que por momentos debia llegarles de Granada. Los cristianos por su parte, peleaban por la gloria, por la justa venganza y por la religion. La victoria les aseguraba un botin inmenso; su vencimiento los entregaba en manos del tirano de Granada.
En todo el dia no cesó el combate; pero á la noche empezaron á desmayar los moros; y se recogieron á una mezquita, desde donde con dardos, arcabuces y ballestas, hicieron tanto daño en los fieles, que les obligaron á detener el paso. Por último cubriéndose con manteletes y broqueles, pudieron los cristianos llegar á la mezquita, é incendiaron sus puertas. Los moros al ver entrar el humo y subir las llamas, perdieron de todo punto las esperanzas, y los mas de ellos se dieron á partido: otros salieron contra el enemigo, vendiendo sus vidas lo mas caro que les fue posible.
Terminada ya esta sangrienta lucha, quedó Alhama por los cristianos: sus habitantes fueron hechos esclavos asi hombres como mugeres; y aunque varios lograron escapar por una mina que salia al rio, y estuvieron algunos dias ocultos en cuevas y parages secretos, al fin la hambre los forzó á entregarse á los vencedores. Concedióse á los soldados el saqueo del pueblo, y les valió un botin inmenso. Hallaron cantidades enormes de oro y plata, alhajas, sedas y preciosas telas, con mucho ganado, granos, aceite, miel y otros muchos productos, que rendia esta region feliz; pues en Alhama se recaudaban las rentas reales y el tributo de aquella comarca. Era el pueblo mas rico del reino, y por su fuerza y situacion particular, se llamaba la llave de Granada. La devastacion y estrago que hizo la soldadesca española seria incalculable; pues creyendo como imposible mantenerse en posesion de su conquista, trataron de inutilizar cuanto no pudiesen llevar consigo. Hicieron pedazos grandes tinajas de aceite, destrozaron riquísimos muebles, y aportillando los pósitos de granos, esparcieron al viento sus tesoros. Hallaron en las mazmorras de la plaza algunos cristianos, que habian sido cautivados en Zahara, á los cuales sacaron en triunfo á respirar el aire libre; y á un español renegado, que habia servido de espía á los moros en sus correrías por las tierras de los cristianos, le ahorcaron desde los adarves para que á todo el ejército sirviese de ejemplo este castigo.
V
De la sensacion que causó en el pueblo de Granada la toma de Alhama, y de la salida que hizo el Rey moro para recobrarla.
No tardó en llegar á Granada la infausta noticia de la toma de Alhama. Trájola un ginete moro, que habia venido corriendo la vega á rienda suelta, sin aflojar en su carrera hasta llegar á las puertas de la Alhambra y á la presencia del Monarca. “Los cristianos, dijo, están en la tierra: vinieron sobre nosotros de improviso, y de noche escalaron los muros del castillo. Mucho se ha peleado, grande ha sido la mortandad, pero á mi salida de Alhama, ya la ciudadela quedaba en poder de los infieles.”
Confuso quedó Aben Hazen con la nueva de este suceso, pareciéndole que ya el cielo le castigaba por los males que habia causado en Zahara. No obstante, llegó á persuadirse que esto seria una incursion pasagera de algunos forrageadores, á quienes seria fácil echar del castillo y de la tierra, enviando prontamente á Alhama algun socorro. Con esta confianza, mandó que salieran al punto para socorrer á aquella plaza mil ginetes, lo mejor de su caballería, los cuales llegaron á la vista de Alhama la mañana despues del dia de su rendicion, y cuando ya el pendon cristiano tremolaba sobre sus muros y baluartes.
Viendo esto los moros, y que salia de la plaza á recibirlos un cuerpo numeroso de caballería, volvieron las riendas á sus caballos y tomaron á mas andar el camino de Granada, donde entraron de tropel, difundiendo con la noticia que traian el dolor y la consternacion. “Alhama cayó, decian, Alhama cayó: el cristiano se apoderó de sus fuertes torres: la llave de Granada está en manos del enemigo.”
Al oir estas palabras y acordándose de los males pronosticados por el Santon, se alarmaron los granadinos, pareciéndoles que habia llegado ya el cumplimiento de su fatal vaticinio, y en toda la ciudad no se oia sino quejas y lamentos. “¡Ay de mí, Alhama!” decian; y esta exclamacion, tantas veces repetida, sirvió de asunto á un romance que se compuso con este motivo, y se ha conservado hasta nuestros dias. Conmovido asi el pueblo, se dirigió á la Alhambra, y llegando algunos á la presencia del Monarca, manifestaron su sentimiento plañendo y mesándose los cabellos. “Mal haya el dia, le dijeron, en que encendiste las llamas de la guerra en nuestra tierra. El santo profeta nos sea testigo ante Alá que nosotros y nuestros hijos somos inocentes de este hecho. Sobre tu cabeza y sobre la cabeza de tus descendientes, hasta la fin del mundo, sea el pecado de la desolacion de Zahara” .
En vista de la tempestad que le amenazaba, se apresuró Muley Aben Hazen á poner en tan inesperado mal el remedio que estuviese á su alcance. Sabia que los captores de Alhama eran pocos, y que escaseaban de municiones de guerra, de mantenimientos, y de otros requisitos para resistir un sitio. Haciendo un movimiento rápido, se lisongeaba de envolverlos con un ejército poderoso, y cortándoles toda comunicacion, cogerlos prisioneros en la misma fortaleza que le habian arrebatado. Pensar y obrar, todo era uno con Muley Aben Hazen. Salió, pues, en persona con tres mil caballos y cincuenta mil infantes, pero sin llevar consigo artillería ni ninguno de los demas ingenios que entonces se usaban en los asedios: tanta era la confianza que tenia en la muchedumbre de sus fuerzas.
Entre tanto caminaba tambien con direccion á Alhama, don Alonso de Córdoba, señor de la casa de Aguilar, el amigo fiel y compañero de armas del marqués de Cádiz. Era don Alonso de los primeros entre los nobles de Castilla, y hermano de don Gonzalo de Córdoba, el mismo que despues vino á ser tan célebre, y que ganó en la guerra el renombre de gran capitan; pero entonces constituia don Alonso la gloria y honor de su linage, pues su hermano era todavia jóven en las armas. Su valor natural y un espíritu caballeresco que le animaba, le hacian arrostrar gustoso los peligros de toda empresa honrosa y arriesgada. Teniendo pues noticia en ocasion que se hallaba ausente, de la incursion que habia hecho el marqués de Cádiz en el territorio de los moros, se apresuró á reunirse con él para participar, si por ventura aun fuese tiempo, en las glorias de esta expedicion; y juntando sus soldados y vasallos, se puso en marcha para Alhama. Llegado al rio Yeguas, halló en sus orillas el bagage del ejército del marqués, y cargando con él, prosiguió su marcha. Hallábase don Alonso á muy corta distancia de Alhama, cuando al marqués de Cádiz le llegó la noticia de su venida, y casi al mismo tiempo el aviso que le trageron sus espías, de que el Rey moro venia contra ellos con un ejército poderoso. Olvidando su propio peligro, y temiendo cayese don Alonso en manos del enemigo, despachó el marqués con toda diligencia un mensagero bien montado, para que le advirtiese del riesgo que corria, y le impidiese pasar adelante.
En estas circunstancias, y conociendo don Alonso que si continuaba su marcha para Alhama, le interceptaria infaliblemente el ejército moro antes que pudiese entrar en la plaza, trató de tomar una posicion fuerte en aquellos montes, y esperar al enemigo. Pero habiéndosele representado ser una temeridad el oponerse con un puñado de hombres á un ejército numeroso, hubo de abandonar esta idea; bien que no por eso prevaleció la opinion de los que aconsejaban una pronta retirada al territorio de los cristianos. En medio de estos debates, llegaron unos espías anunciando á don Alonso que Muley Aben Hazen, noticioso de sus movimientos, venia rápidamente en su busca. No quedando, pues, en tales circunstancias otra alternativa, y atendiendo á la seguridad de sus gentes, se puso don Alonso en movimiento, y mal de su grado y pesaroso emprendió la retirada sobre Antequera. Siguió Muley en su alcance alguna distancia, pero cansándose de perseguirle, revolvió con su ejército contra Alhama.
Habiendo llegado los moros cerca de esta plaza, vieron el campo cubierto de cadáveres, que habian sido arrojados alli sin enterrar, y que servian de pasto á una manada de perros que los estaban devorando. Conociendo que estos cuerpos eran los de sus compañeros que habian muerto defendiendo aquella fortaleza, se indignaron por tamaño ultrage, y echándose sobre aquellos inmundos animales, los despedazaron con los alfanges. En seguida corrieron enfurecidos al asalto de la plaza, para vengarse de los cristianos, y sin órden ni concierto la embistieron por diversas partes, poniendo muchas escalas, pero sin querer valerse de manteletes ni otros medios de proteccion; pues con la muchedumbre de sus fuerzas y tan repentino acometimiento, esperaban distraer y aterrar al enemigo.
El marqués de Cádiz y sus capitanes, se apercibieron para la defensa, y distribuidos por la muralla, animaban á sus gentes que descargando sobre las cabezas indefensas de los moros piedras, dardos y cuanto pudieron haber á las manos, hicieron en ellos un estrago enorme. Ciegos de cólera los moros, intentaban á veces subir á la muralla por los parages mas dificultosos; pero á proporcion que subian los mataban los cristianos, y arrojaban desde los adarves, ó trastornándoles las escalas, los precipitaban contra las peñas. Á la vista de esta mortandad, bramaba de corage el soberbio Muley, enviando un destacamento tras otro para que escalasen el muro, pero sin ningun efecto; pues no fueron de mas provecho sus esfuerzos que los embates del mar contra las rocas en que se estrellan.
La vigorosa y eficaz defensa de los cristianos, hizo conocer á Aben Hazen el error que habia cometido saliendo de Granada sin los correspondientes ingenios de batir. Trató pues, de minar la muralla, y dió sus órdenes al efecto. Avanzaron los moros á la empresa con grandes gritos; pero fueron recibidos con tan cruel descarga, que apenas empezada la obra, la hubieron de abandonar. Empero volvieron varias veces á la demanda, y otras tantas fueron rechazados con gran pérdida; pues los cristianos no solo mantenian un fuego continuo desde los adarves, sino que hacian salidas con mucho daño del enemigo. Veíanse al pié de la muralla montones de moros muertos, y entre ellos algunos de los mejores caballeros de Granada. Duró la contienda todo aquel dia, y á la noche llegó á dos mil hombres el número de moros muertos ó heridos.
Perdida ya toda esperanza de tomar á Alhama por asalto, determinó Muley obligarla á la rendicion por la falta de agua. Á este intento dispuso sacar de madre y dar nueva direccion al rio que pasaba por aquella plaza y que la surtia de agua, pues no habia en ella fuentes ni cisternas, y por esto se llamaba Alhama “la seca.”
Fue sangriento y porfiado el debate que se siguió á las orillas del rio, pretendiendo los moros plantar estacas en su cauce para apartar la corriente, y trabajando los cristianos por impedirlo. Los capitanes españoles animaban á los suyos con el ejemplo, haciéndoles volver á la pelea cada vez que el enemigo les forzaba á recogerse al pueblo. Al marqués de Cádiz se le veia hasta las rodillas en el agua, peleando mano á mano con los moros. Corria el rio tinto en sangre, y embarazado con los cadáveres de los muertos. Por último consiguieron los moros rechazar á los cristianos y torcieron la corriente. Pero quedando todavia un hilo de agua, y forzados á aprovechar aun esta corta cantidad, salian los sitiados por una mina para proveerse de tan precioso elemento, y mientras unos llenaban las vasijas, otros tenian que protegerlos, sosteniendo las repetidas cargas y el fuego del enemigo. De dia y de noche, y con trabajo y sangre, se mantenia esta lucha cruel, pudiendo decirse que cada gota de agua les costaba otra de sangre.
Entre tanto fue creciendo la necesidad en la guarnicion, y llegaron á verse reducidos al último extremo. Los hombres y los caballos caian muertos de sed: muchos se negaban á hacer el servicio, y desesperados ó faltos de fuerzas, arrojaban las armas. Á esto se añadia que los moros, situados en una altura que dominaba la villa, mantenian contra ella un fuego continuo de arcabuces y ballestas. En tal conflicto, se apresuraron los caudillos á enviar mensageros á Córdoba y á Sevilla, suplicando á los caballeros de Andalucía que les acudiesen al socorro. Enviaron asimismo á implorar el favor del Rey y de la Reina, que á la sazon se hallaban en Medina del Campo. En situacion tan crítica, tuvieron la dicha de descubrir una cisterna con agua, que sirvió provisionalmente de remedio á sus trabajos.
VI
El duque de Medina Sidonia y los caballeros de Andalucía, acuden al socorro de Alhama.
La situacion peligrosa de los caballeros á quienes Muley Aben Hazen tenia cercados y encerrados en Alhama, llenó de temor á sus amigos, y de consternacion á toda la Andalucía. Pero el sentimiento mayor era el que mostraba la marquesa de Cádiz, esposa del valiente don Rodrigo Ponce de Leon. Afligida y cuidadosa por la suerte de su marido, volvió la vista en derredor, buscando algun caballero poderoso de cuyo favor pudiera valerse en tan riguroso trance; y ninguno halló mas á propósito que don Juan de Guzman, duque de Medina Sidonia. Distinguíase este señor entre todos los grandes de España, por su poder y riquezas; pues eran muy dilatadas sus posesiones en Andalucía, y comprendian muchos lugares, puertos de mar y villas, que le reconocian y obedecian como á un soberano. Pero el duque de Medina Sidonia y el marqués de Cádiz eran á la sazon enemigos declarados. Existia entre ellos una enemistad hereditaria, que diversas veces habia sido ocasion de sangrientos choques entre las dos casas; pues todavia el poder de la corona, no habia podido despojar á aquellos orgullosos nobles del derecho que ejercian, de hacerse mútuamente la guerra con sus vasallos. Parecia, pues, que á cualquiera hubiera debido acudir la marquesa en esta ocasion, primero que al duque de Medina Sidonia; pero juzgaba esta señora de la condicion del duque por la nobleza de los sentimientos que á ella misma la animaban. Apelando, pues, á la generosidad de tan cortés y valiente caballero, imploró su auxilio en favor de su marido; y no lo hizo en valde, ni fue vana su confianza; pues apenas oyó el duque los ruegos de la esposa de su enemigo, cuando olvidando sus resentimientos determinó ir en persona á socorrerle.
Á este fin hizo circular una órden á todos los alcaides de sus pueblos y castillos, para que á la mayor brevedad se reunieran en Sevilla con toda la fuerza disponible de sus respectivas guarniciones: convocó á los caballeros de Andalucía, representándoles que se trataba de salvar de manos del comun enemigo la flor de la caballería española; y á los que le siguiesen como voluntarios, ofreció paga generosa, armas, caballos y subsistencia.
Asi es que todos aquellos á quienes podian estimular el honor, la religion, el patriotismo ó la codicia, acudieron al estandarte del duque, que en breve se halló al frente de cinco mil caballos y cincuenta mil infantes. Muchos caballeros de nombradía le acompañaron en esta empresa: entre otros el intrépido don Alonso de Aguilar, con su hermano don Gonzalo de Córdoba, despues tan célebre por sus hazañas; don Rodrigo Giron, maestre de Calatrava, juntamente con Martin Alonso de Montemayor, y el marqués de Villena; tenido por la mejor lanza de España. Con tan brillante y numerosa hueste, y rodeado de todo el aparato de la guerra, salió de Sevilla el duque de Medina Sidonia, llevando consigo el estandarte de aquella ciudad famosa.
Hallábanse los Reyes en Medina del Campo, donde se estaba celebrando con un Te Deum el triunfo de la fé por la toma de Alhama, cuando recibieron el aviso del iminente peligro del valeroso Ponce de Leon y sus compañeros. En caso tan urgente, y recelando no se perdiese el fruto de aquella conquista, tomó el Rey caballos al instante, y dejando órden para que la Reina le siguiese, partió á grandes jornadas para Andalucía , acompañado de don Beltran de la Cueva, duque de Alburquerque, don Iñigo Lopez de Mendoza, conde de Tendilla, y de don Pedro Manriquez, conde de Treviño, con algunos otros caballeros de distincion y fama. Sin detenerse mas tiempo que el preciso para mudar caballos, continuó el Rey su carrera hasta Córdoba: tanta era su impaciencia por ponerse á la cabeza del ejército del duque. Á su llegada á aquella ciudad, y cuando se acercaban á la frontera, le hizo el duque de Alburquerque algunas reflexiones sobre la imprudencia de entrar en pais enemigo con tan poca precaucion y tan corto acompañamiento, aconsejándole dejase el socorro de Alhama al cuidado de sus capitanes, sin aventurar su real persona; “porque los Reyes vuestros predecesores, dijo el duque, nunca entraron en tierra de moros sino acompañados de un gran número de gentes de Castilla, y los reyes que tienen las gentes y los capitanes que vos teneis, basta que envien algunos de ellos á hacer las guerras.” Y á esto respondió el Rey: “duque, habiendo partido de la villa de Medina, con propósito de socorrer á aquellos caballeros, cosa seria por cierto contra mi condicion dejar de continuar mi camino, no habiendo para ello mas impedimento que el que decís.”
Teniendo aviso en Córdoba que el duque de Medina Sidonia estaba ya muy adentro en el territorio enemigo, prosiguió su marcha sin descansar en aquella ciudad; y con el ansia que tenia de llevar en persona el socorro á los cercados, envió delante un correo para prevenir al duque suspendiese su marcha hasta su llegada. Pero conociendo este experimentado caudillo que en la tardanza se aventuraba el éxito de la empresa, por la gran necesidad en que se hallaba la guarnicion de Alhama, escribió á su soberano de acuerdo con sus capitanes, que le dispensase de obedecerle en aquella ocasion, por la premura de las circunstancias. Recibió el Rey esta carta en Ponton del Maestre, y haciéndose cargo de las razones del duque, y del riesgo que corria entrando en tierra de moros con tan pocos caballeros como le seguian, determinó esperar noticias del ejército en la ciudad de Antequera.
Entre tanto Muley Aben Hazen, noticioso de la salida del duque de Medina Sidonia con una hueste formidable, y de las disposiciones del Rey Fernando para venir en persona al socorro de la plaza, conoció que era ya preciso hacer el último esfuerzo, y recobrar á Alhama por un asalto general y vigoroso, ó abandonarla á los cristianos. Sabiendo la intencion del Rey, se le presentaron algunos caballeros jóvenes, de los mas calificados y valientes de Granada, ofreciendo intentar una empresa, que de salir bien con ella le aseguraba la posesion de aquella plaza. Obtenida la licencia del Soberano, se dirigieron estos pocos hácia la villa, la mañana del dia siguiente al rayar del alba, y por la parte mas enhiesta y agria, llegaron á la muralla, que elevándose sobre las peñas en que estaba sentada, parecia inaccesible al mas atrevido escalador. Empero aqui pusieron las escalas, y lograron subir á las almenas sin que nadie lo notase, porque en el intermedio Muley Aben Hazen, para distraer á los cercados, ordenó una zalagarda, y fingió un asalto por otra parte. Con este ardid llegaron á introducirse en la villa hasta setenta moros, antes que se alarmase la guarnicion; y en apoyo de aquellos empezaba á escalar la muralla un número mayor, cuando advertidos del peligro corrieron los españoles á las almenas para contener al enemigo. Trabóse alli una contienda encarnizada, y hombre á hombre y cuerpo á cuerpo, pelearon moros y cristianos con mucha pérdida de ambas partes; bien que no tardaron estos últimos en ganar el ascendiente, pues desprendiéndose las escalas con el peso de la gente que venia en ellas, dieron consigo los moros en el suelo, y fueron rodando sus cuerpos de peña en peña hasta la llanura: á los demas que habian ganado lo alto del muro, los llevaron á cuchillo, y muertos ó heridos los arrojaron por los adarves. Debióse en gran manera este buen suceso al esfuerzo y valor del animoso caballero don Alonso Ponce, y del bizarro escudero Pedro Pinedo, tio aquel, y sobrino este del marqués de Cádiz.
Libre ya de moros la muralla, partieron estos dos caballeros en persecucion de los setenta moros que habian efectuado su entrada en el lugar, y que, por estar ocupada casi toda la guarnicion en defender aquella parte que Muley amenazaba combatir, habian recorrido muchas de las calles sin hallar oposicion, y se encaminaban ya á las puertas para abrirlas al ejército . La muerte iba guiando sus pasos, y se les podia seguir el rastro por la sangre de sus huellas, y por los cadáveres de los que inmolaban de camino. Llegaron á una de las puertas, embistieron la guardia, y ya la fatal cimitarra tenia postrados á la mayor parte de los soldados de ella, cuando fueron alcanzados por don Alonso Ponce, con Pinedo y sus camaradas: un momento mas que tardáran, Alhama quedaba abierta al enemigo. Viéronse entonces los moros acometidos de frente y por las espaldas: al punto forman un círculo, y puestos espalda con espalda y la bandera en el centro, presentan animosamente los pechos á sus contrarios. De esta suerte pelearon largo tiempo con desesperada resolucion formándose en derredor un parapeto con los cuerpos de los que mataban. Vinieron contra ellos nuevas tropas, y crecieron los apuros, mas no por eso dejaron de batirse, ni pidieron jamas cuartel: conforme se disminuia su número, estrechaban mas y mas el círculo, defendiendo con inimitable constancia su bandera, hasta que muertos todos los demas, pereció el último moro abrazado con el asta de su estandarte. Este estandarte se desplegó en seguida sobre la muralla, y las cabezas de los moros muertos fueron arrojadas al campo del enemigo.
Muley Aben Hazen, viendo frustrada esta tentativa y muertos tantos de sus mejores caballeros, se mesaba las barbas en los arrebatos de su dolor. Para mayor confusion suya, se le avisó que desde las alturas se veia relumbrar las lanzas y ondear los pendones del ejército cristiano, que venia á socorrer á Alhama. Cediendo pues al rigor de su fortuna, alzó Muley el sitio, movió el campo sin tardanza, y al tiempo que se oian los últimos acentos de los añafiles del ejército moro, que se retiraba de los infaustos muros de Alhama, se vieron desembocar por las montañas las espesas columnas del duque de Medinasidonia.
Cuando los cristianos de Alhama vieron retirarse por una parte á sus enemigos, y avanzar por otra á sus libertadores, prorrumpieron en gritos de alegría; pues se les volvia á la vida en el punto mismo en que pensaban ser presa de la muerte, y cuando la hambre, la sed y todas las privaciones, los tenian reducidos al estado de esqueletos. La escena que pasó entre el duque de Medinasidonia y el marqués de Cádiz, fue la mas interesante y tierna. Al recibir á su magnánimo libertador, se le asomaron al Marqués las lágrimas á los ojos, y lleno de admiracion y reconocimiento, le estrechó entre sus brazos. El duque, su contrario antiguo, ahora su amigo mas afectuoso, le correspondió con iguales demostraciones, y le ofreció generosamente para en adelante una amistad sincera, y el olvido de sus diferencias.
Mientras esto pasaba con los gefes, se suscitó entre la tropa una contienda sórdida, sobre la particion de los despojos; pues pretendian los soldados del duque participar del fruto de aquella victoria, en premio de su trabajo y del socorro que habian prestado. De las palabras hubieran llegado á las armas, á no intervenir el duque que decidió la cuestion con su magnanimidad característica, diciendo á los suyos: “Quédense con los despojos, aquellos á quien la fortuna se los dió; que nosotros solo hemos tomado las armas por la honra, por la religion y por la salud comun. Por de presente sea éste el premio de nuestro trabajo: para en adelante, yo os aseguro que serán vuestras, con vuestro valor y esfuerzo, todas las riquezas de los moros y del reino de Granada.” Aplaudieron los soldados las razones de su general, apaciguáronse los ánimos, y terminó felizmente aquel tumulto.
Despues de haber descansado de sus fatigas, y participado abundantemente de las provisiones que la diligencia de la amante esposa del marqués de Cádiz habia prevenido, se retiraron los veteranos de Alhama, dejando en guarnicion de su conquista á una parte de las tropas recien venidas, y volvieron á sus casas cargados de un botin precioso. El duque de Medinasidonia y el marqués de Cádiz, con los caballeros sus allegados, se dirigieron á Antequera, donde fueron recibidos por el Rey con mucha distincion y señales particulares de favor. De alli partieron juntos para Marchena, villa del Marqués, cuya esposa, agradecida á la gentileza que habia usado con ella el Duque, hizo celebrar su venida con fiestas y regocijos, y se honró á tan distinguido huésped con un espléndido banquete. Cuando partió el Duque para su casa en san Lucar, le fue el Marqués acompañando hasta algunas leguas, y su despedida fue como la de dos afectos hermanos que se separan. Tal ejemplo dieron al mundo estos dos ilustres rivales, ganando entrambos la estimacion general; el uno por haber conquistado la fortaleza mas importante y fuerte del reino de Granada, el otro por haber subyugado á su mayor enemigo por un acto de magnanimidad.
VII
Acontecimientos en Granada, y principios del Rey moro, Boabdil el chico.
Confuso y pesaroso volvió Muley Aben Hazen á su capital, despues de esta expedicion infructuosa, para ser testigo del descontento general y para oir las quejas y acusaciones de su pueblo. El desafecto que se manifestaba en el comun, fermentaba con mas secreto, pero mas peligrosamente entre los nobles. El reinado de Muley habia sido tiránico y sanguinario; y muchos de los gefes de la tribu de los Abencerrages, la mas ilustre entre los moros, habian sido víctimas de su política ó de su venganza: circunstancias que, unidas á las disensiones que existian en la familia real, prepararon una conspiracion cuyo objeto era el de desposeerle del trono, y libertar al pueblo de tan opresivo yugo.
Era Aben Hazen apasionado al sexo y tenia muchas mugeres, de las cuales se dejaba dominar alternativamente. Entre ellas habia dos reinas, á quienes amaba con extremo: la una se llamaba Aixa, á quien, en obsequio de su honestidad y pureza, dieron los moros el sobre nombre de la “Horra”, en arábigo la casta. Ésta en su juventud, tuvo de Aben Hazen un hijo, á quien todos consideraban como el heredero presuntivo del trono, y que se llamó Mahomet Audalla, si bien los historiadores le conocen mas generalmente por el nombre de Boabdil. Á su nacimiento los astrólogos, segun costumbre, formaron su horóscopo; y el terror y el espanto se apoderaron de sus ánimos, al notar los fatales portentos que su ciencia les revelaba. La vana ciencia de la astrología judiciaria, era muy comun entre los moros; y la supersticiosa costumbre de sacar horóscopos, parece haberse observado en el caso que aqui se cita. “¡Alá achbar! Dios es grande, exclamaron: él es quien pone y quita los imperios: en el cielo está escrito que este príncipe ocupará el trono de Granada, pero que en su reinado se consumará la perdicion del reino.” Desde este punto concibió contra él su padre una aversion decidida, y fue tan constante en perseguirle, que por esto y por la prediccion ominosa que le amenazaba, vino Boabdil á llamarse el “Zogoibi” ó el desgraciado.
La otra reina favorita de Muley, era Fátima, á quien dieron los moros el título de la “Zoroya” ó luz del alba, por lo resplandeciente de su hermosura: era cristiana de nacimiento, hija del comendador Sancho Jimenez de Solis, y siendo aun niña habia quedado cautiva de los moros. Enamorado el viejo Rey de esta bella española, la hizo su sultana, y se entregó enteramente á su gobierno. El fruto de este amor fueron dos príncipes, á quienes desde su nacimiento tenia determinado la Zoroya elevar á la autoridad suprema, por cuantos medios estuviesen á su alcance; pues la ambicion de Fátima no era menor que su hermosura, y el objeto de sus mas ardientes deseos era el de colocar á uno de sus hijos sobre el trono de Granada. Para este fin se valió del ascendiente que tenia sobre el ánimo cruel de su marido, y haciéndole entrar en sospechas contra sus demas hijos, á quienes achacaba los mas siniestros designios, logró perderlos en el afecto de su padre. Tanto pudieron al fin sus artificios, que mandó Muley dar públicamente la muerte á varios de sus hijos en la fuente de los leones, que está en el patio de la Alhambra, lugar muy señalado en la historia de los moros como teatro de tantos hechos sanguinarios.
No satisfecha con esto, pasó á indisponer al Rey con la virtuosa sultana Aixa, su rival, cuya belleza no era ya la misma que en su juventud primera, ni ofrecia tantos atractivos como antes á su marido; y por esto no le fue dificil persuadir á Muley que la repudiase y la encerrase con su hijo en la torre de Comáres, una de las principales de la Alhambra. Por último, viendo en Boabdil, que ya iba entrando en la edad viril, un obstáculo á sus designios, despertó de nuevo en el pecho feroz de su padre los recelos y las sospechas, recordándole la prediccion que fijaba la pérdida del imperio para cuando llegase á reinar este príncipe. Á esto, desafiando el influjo de las estrellas, decia Muley: “La cuchilla del verdugo probará la falsedad de estos horóscopos, y atajará la ambicion de Boabdil, asi como ha castigado la osadía de sus hermanos.”
Advertida secretamente de la intencion cruel del viejo Monarca, la sultana Aixa, muger de resolucion y talento, se concertó con algunas damas de su servidumbre para facilitar la fuga de su hijo. Á un criado de toda su confianza se dió el encargo de apostarse á la media noche en las orillas del rio Darro, prevenido de un ligero caballo árabe. Y al tiempo que yacian todos en un profundo reposo, y reinaban en palacio el silencio y la oscuridad, atando por los cabos los mantos y tocas de sus criadas, descolgó la sultana al jóven príncipe desde la torre de Comáres. Bajando á tientas aquella áspera cuesta, llegó Boabdil á las márgenes del Darro y saltando en su caballo, partió á carrera tendida para Guadix, en las Alpujarras. Aqui permaneció oculto algun tiempo; pero despues, reuniendo sus partidarios y fortificándose en aquella plaza, pudo declararse abiertamente y desafiar las asechanzas de su padre.
Tal era el estado de cosas en la casa real de Granada, cuando volvió Muley de su desastrosa expedicion de Alhama. La faccion formada entre los nobles para deponer al Rey padre y colocar en el trono á Boabdil, se habia puesto ya de acuerdo con éste: estaban tomadas las medidas necesarias, y para la ejecucion de su proyecto solo esperaban una ocasion favorable, que en breve se les presentó. Tenia Aben Hazen en las inmediaciones de Granada un sitio de recreo llamado Alejares, donde solia acudir para solazar el ánimo y distraerse de los cuidados contínuos que le rodeaban. Habia pasado alli un dia, cuando volviendo á Granada, halló cerradas las puertas de la ciudad, y proclamado Rey á su hijo Boabdil. “¡Alá achbar! ¡Dios es grande! dijo el triste Monarca: en vano es porfiar contra el destino: estaba escrito que mi hijo habia de subir al trono: Alá no permita que se cumpla lo restante del vaticinio.” Conociendo Aben Hazen que mientras durase aquella efervescencia popular, serian inútiles cuantos esfuerzos hiciera para recuperar su autoridad, volvió las riendas á su caballo y se dirigió á Baza, donde fue recibido con grandes demostraciones de lealtad.
Pero en el carácter entero y firme de Muley Aben Hazen, no cabia la debilidad de rendir el cetro sin resistencia: confiaba en la lealtad de una gran parte del reino que aun le reconocia; y se lisongeaba que presentándose repentinamente en la capital con una fuerza regular, conseguiria intimidar al pueblo y hacerle volver á su observancia. Tomada esta resolucion, procedió á llevarla á efecto con la destreza y osadía propias de su carácter, y á la cabeza de quinientos hombres escogidos se presentó una noche bajo los muros de Granada: escaló la Alhambra, y entrando con furor sanguinario por aquellos silenciosos aposentos, se arrojó sobre sus pacíficos habitadores, cebando en ellos el alfange exterminador, que no perdonaba edad, calidad, ni sexo. Despertaron aquellos infelices para volver los mas de ellos á cerrar los ojos en la muerte: resonaban en todo el castillo sus alaridos, y las fuentes corrian ensangrentadas. El alcaide Aben Comixer se retrajo á una torre fuerte, y se encerró con algunos soldados; pero Muley, sin perder tiempo en perseguirle, bajó con su feroz cuadrilla á la ciudad, para vengarse de los rebelados. Alarmáronse los habitantes, corrieron á las armas y encendiendo luces por todas partes, pudieron reconocer el corto número de los autores de tanto estrago. Muley se habia equivocado en sus conjeturas; porque la masa del pueblo indignado de su tiranía, se manifestó decididamente, en favor de Boabdil. Siguióse por las calles y plazas un combate terrible, pero corto, en que murieron muchos de los partidarios de Muley: los demas se salvaron con la fuga, y en compañía de su soberano, se dirigieron á la ciudad de Málaga.
Tal fue el principio de aquellos bandos y disensiones intestinas, que apresuraron la ruina de este imperio. Divididos los moros entre sí, formaron desde aquel dia dos partidos, mandados por el padre y el hijo; pero con todo eso, cuando la ocasion se presentaba, nunca dejaron de unir sus respectivas fuerzas para dirigirlas contra los cristianos, como á enemigo comun.
VIII
Expedicion real contra Loja.
En un consejo de guerra convocado por el Rey Fernando en Córdoba, se trataba de lo que debia hacerse con Alhama, y ya el parecer de los que aconsejaban que se desamparase aquella fortaleza, por estar situada en el centro del territorio moro y expuesta en todo tiempo á un ataque, empezaba á prevalecer, cuando llegó la Reina. Instruida Isabel de estas deliberaciones, se presenta en el consejo y tomando la palabra: “No quiera Dios, dice, que asi se malogre el primer fruto de nuestras victorias: ¿tan fácilmente habiamos de abandonar la primera plaza que hemos arrancado al enemigo? Lejos de nosotros semejante idea; ¿pues qué otra cosa seria el hacerlo, sino descubrir la debilidad de nuestros consejos, é inspirar mayores brios á los infieles? No se vuelva pues á tratar de abandonar á Alhama, y sí solo de conservar y extender nuestras conquistas, hasta dar glorioso término á tan santa guerra con la destruccion total del imperio de los moros en España.”
El discurso de la Reina infundió nuevo ánimo en el consejo real, y al punto se tomaron las medidas convenientes para mantener á Alhama á todo trance: por alcaide de esta plaza nombró el Rey á Luis Fernandez Portocarrero, señor de Palma; se le agregaron Diego Lopez de Ayala, Pedro Ruiz de Alarcon y Alonso Ortiz, capitanes de cuatrocientas lanzas, con mil hombres de infantería y vituallas para tres meses.
Deliberó Fernando entonces emprender el asedio de Loja, ciudad fuerte, no muy distante de Alhama. Con este intento intimó á todas las ciudades y pueblos de Andalucía y Extremadura, al reino de Toledo y á las órdenes militares, le enviasen para un tiempo señalado, á su campo delante de Loja, cierta cantidad de provisiones, segun sus respectivos repartimientos. Los moros por su parte, no fueron menos diligentes en sus preparativos: enviaron al África á solicitar socorros, y á impetrar el auxilio de los príncipes berberiscos en esta guerra por la fé. Á fin de interceptar estos socorros, apostaron los Reyes de Castilla en el estrecho de Gibraltar, una escuadra de navíos y galeras al mando de Martin Diaz de Mena y de Cárlos de Valera, con órden de barrer las costas de Berbería y destruir hasta la última nave de aquella nacion.
Mientras se hacian estas prevenciones, salió el Rey á hacer una tala en la vega de Granada, y quemáronse en esta incursion gran número de cortijos, alquerías y lugares; se robó mucho ganado, y fueron destruidas las mieses.
Hácia fines de junio partió de Córdoba el Rey Fernando, para sentar sus reales bajo los muros de Loja, llevando consigo solo cinco mil hombres de á caballo y ocho mil de infantería. El marqués de Cádiz, capitan tan experimentado cuanto valiente, representó al Rey que con tan corto número de tropas seria muy arriesgado acometer aquella empresa; hízole ver que el plan de campaña se habia formado mal, y que se habian omitido muchas prevenciones importantes; pero en el ánimo del Rey, pudieron mas los consejos de don Diego de Merlo; y sin llevar todos los pertrechos indispensables á un ejército sitiador, movió el campo, y con resolucion y confianza marchó contra la ciudad de Loja.
Llegando á aquella plaza, asentó el Rey su estancia entre unos olivares, á orillas del rio Jenil, que por aquella parte pasa muy hondo, y acanalado por unas riberas tan altas, que con dificultad se puede vadear, y los moros estaban en posesion del puente. Las alturas inmediatas fueron ocupadas por la demas tropa, distribuida en varios acampamentos, pero separados unos de otros por barrancos, de suerte que en caso necesario, no podian acudir á socorrerse mútuamente. La artillería, por otra parte, se colocó con tan poco acierto, que no se pudo sacar de ella utilidad alguna, y la aspereza y desigualdad del terreno impidieron no poco las maniobras de la caballería. Todos estos defectos fueron notados por el duque de Villahermosa, hermano natural del Rey, que aconsejó se mudase el campo á otra parte, y se echasen puentes sobre el rio. Hiciéronse algunas diligencias á este efecto, pero con tan poca actividad y conocimiento, que no fueron de ningun provecho. Hay cerca de la ciudad un cerro llamado cuesta de Albohazen, que por dominar á aquella ciudad y estar situado delante del puente, era muy á propósito para contener al enemigo. Para remediar en parte los desaciertos cometidos, y dar mayor seguridad al campo, se hacia preciso apoderarse de aquella altura y fortificarse en ella; por lo que mandó el Rey que acometiesen á tomarla; y este honroso encargo se confió al valor y bizarría del marqués de Cádiz, el marqués de Villena, don Rodrigo Tellez Giron, maestre de Calatrava, su hermano el conde de Ureña y don Alonso de Aguilar. Subieron allá estos ínclitos guerreros con sus tropas, y vióse en breve relucir la cuesta de Albohazen con las armas de Castilla.
Mandaba á la sazon en Loja un alcaide viejo llamado Aliatar, cuya hija era la sultana favorita de Boabdil. Era Aliatar un esforzado y valiente moro, muy versado en la guerra, como que se habia criado en ella; y aunque muy cargado de años, (pues llegaban á noventa los que tenia) conservaba en la vejez todo el fuego y energía de la juventud. Su nombre era el terror de la frontera, su espíritu indómito y fiero, é implacable el odio que profesaba á los cristianos. Tenia á sus órdenes tres mil ginetes, con los cuales habia hecho muchas correrías muy señaladas, y estaba esperando por momentos la venida del Rey viejo con tropas de refuerzo. Desde las torres de su fortaleza, habia observado este veterano caudillo los movimientos del ejército cristiano, y ninguno de los errores que cometieron se ocultó á su penetracion. Aquella misma noche, mandó salir un cuerpo numeroso de tropa escogida, con órden de ponerse en emboscada junto á una de las faldas de la cuesta de Albohazen; y al dia siguiente hizo una salida por el puente, fingiendo atacar aquella altura. Corrieron á hacerle rostro los caballeros que alli estaban, dejando desamparado el puesto, y al punto Aliatar finge ceder al ímpetu del enemigo y retrocede: los cristianos le persiguen, y hallándose ya bastante apartados de su campo, oyen á retaguardia un clamor terrible; vuelven el rostro y ven atacado su acampamento por los moros que habian quedado en emboscada: acuden los cristianos á la defensa de sus estancias, y tornan á pelear con grande ánimo; pero Aliatar revuelve al instante contra ellos y los embiste. Viéronse entonces los caballeros acometidos de frente y por espalda, y con esta desventaja sostuvieron el combate por espacio de una hora: la cuesta de Albohazen se empapó en sangre, y quedó cubierta de montones de cadáveres; pero viniendo luego á socorrerles una parte del ejército cristiano, fue forzado el fiero Aliatar á retirarse, y se volvió con los suyos á la ciudad. Algunos caballeros de fama perecieron en esta refriega: entre ellos don Rodrigo Tellez Giron, que murió de una saeta, la cual le acertó debajo del brazo al tiempo de levantarlo para descargar un golpe. Fue muy sentida su muerte, por haber ocurrido en la flor de su edad, cuando apenas contaba veinte y cuatro años. Los Reyes le lloraron como á uno de sus mejores vasallos, los capitanes como á un fiel compañero de armas y partícipe en sus glorias y peligros, y los soldados como á un gefe bajo cuya conducta se habian prometido alcanzar los mayores triunfos.
Alterado por este revés, y conociendo, aunque tarde, ser muy acertada la opinion del marqués de Cádiz en cuanto á la insuficiencia de sus fuerzas para aquella empresa, convocó el Rey aquella noche un consejo de guerra, y se acordó, para evitar mayores desastres, retirar el ejército y replegarse sobre Riofrio, no muy lejos de alli, á fin de esperar la reunion de las tropas que venian de Córdoba. Al amanecer del dia siguiente, se empezaron á abatir las tiendas en la cuesta de Albohazen; y notando el vigilante Aliatar este movimiento, salió sin tardanza para dar un nuevo ataque. Una parte del ejército cristiano, á quien aun no se habia comunicado la órden de levantar el campo, viendo que se abandonaba aquella posicion importante y que salia toda la guarnicion de Loja, entendió que los moros habrian sido reforzados la noche pasada por la venida de su Rey, y que el ejército se habia puesto en retirada. Al punto y sin detenerse á recibir órdenes, se entregan á una fuga precipitada; y comunicando su confusion á los demas, no paran en su carrera hasta llegar á un parage dicho la Peña de los enamorados, distante de Loja unas siete leguas .
El Rey y los capitanes que le asistian reconocieron el peligro de aquel momento, y haciendo frente al enemigo, sostuvieron repetidas cargas, para dar tiempo á que se recogiese el campo y se pusiese en salvo la artillería y demas pertrechos. Conseguido este objeto, corrió el Rey á una altura desde donde llamando á voces á los fugitivos, procuraba rehacerlos. Reuniéronsele unos pocos, con los cuales, metiéndose por medio del fuego enemigo, arremetió á un escuadron de moros con tal denuedo y valor, que los arrolló y echó hasta el rio, donde fueron ahogados los que no murieron con la espada. Pero reforzados los moros, volvieron en mayor número, y corrió gran peligro la persona del Rey: dos veces debió la vida al valor de don Juan Ribera, señor de Montemayor. El marqués de Cádiz, viendo desde lejos el riesgo de su Soberano, corrió á socorrerle seguido de unos setenta ginetes, y de la primera lanzada atravesó al mas osado de los moros. Herido el caballo de un flechazo y sin mas armas que la espada, se echó entre el Rey y los enemigos, y haciendo prodigios de valor, le sacó de aquel aprieto. Á su constancia y serenidad se debió principalmente la salvacion de la mayor parte del ejército , en el cual hubo, no obstante, grandes pérdidas, por lo mucho que en aquel azaroso dia se expusieron los caudillos. El duque de Medinaceli fue derribado de su caballo, y estuvo en poco no cayese en manos del enemigo: el conde de Tendilla recibió varias heridas, y no fue menos lo que padecieron otros hidalgos de nota y caballeros de la casa real. Por último, recogido la mayor parte del bagage y restablecido algun tanto el órden, comenzó á retirarse el ejército, evacuando las cercanías de Loja y la sangrienta cuesta de Albohazen, con pérdida de algunas piezas de artillería, muchas tiendas de campaña y una cantidad de provisiones.
Siguió Aliatar el alcance, picando la retaguardia hasta llegar á Riofrio. Desde alli pasó el Rey Fernando á Córdoba, donde procuró escusar este mal suceso, atribuyéndolo al poco número de sus fuerzas y á la circunstancia de ser gente allegadiza, sin experiencia ni disciplina. Tal fue el éxito de esta mal trazada expedicion, en que recibió Fernando una leccion que le hizo mas cauto en adelante y menos confiado en su fortuna. Entre tanto, para consolar y animar á sus soldados, ordenó una nueva incursion en la vega de Granada.
IX
Muley Aben Hazen entra por los estados de Medinasidonia, y corre la campiña de Tarifa.
Juntando un ejército en Málaga, marchó Muley Aben Hazen á socorrer á Loja; pero llegó cuando ya Fernando iba de retirada, y cuando el último escuadron de su ejército estaba á la otra parte de la frontera. Perdida esta ocasion, revolvió el Monarca moro contra Alhama, sin que en esta segunda tentativa fuese mas feliz que en la primera; pues el valor y constancia del alcaide Luis Portocarrero, le tuvieron á raya hasta tanto que la salida del Rey Fernando para correr segunda vez la vega, le obligó mal de su grado á retirarse.
No pudiendo con una fuerza tan inferior como la suya competir con el ejército de Castilla, ni tampoco permanecer tranquilo viendo la devastacion de su territorio, determinó Muley hacer una entrada por los estados de Medinasidonia, diciendo: “Ya que no podemos defender nuestras tierras del enemigo, vayamos á asolar las suyas.” Todo parecia convidar á esta empresa; la abundancia del pais, la gran cantidad de ganado que se criaba en sus dehesas, y la ausencia de muchos de los caballeros de Andalucía que se hallaban en el ejército del Rey, y habian dejado la tierra casi sin defensa. Procedióse pues á la ejecucion de este proyecto: marchó Muley para las tierras de Medinasidonia con mil y quinientos caballos y seis mil infantes; y tomando la ribera del mar, pasó por Estepona, y entró en el territorio cristiano por la parte de Gibraltar.
El alcaide de esta plaza, Pedro de Vargas, soldado animoso, vigilante y emprendedor, era el único que inspiraba á Muley algun recelo; y aunque sabia éste que la guarnicion era demasiado corta para que hiciesen una salida con buen éxito, no dejaba de temer que le molestasen en su marcha. Asi es que al pasar por aquel peñon antiguo, que parece elevarse hasta las nubes, volvia Muley la vista hácia él con ansia y con cuidado: siguiendo su marcha con precaucion y silencio, envió delante batidores para reconocer el terreno, y tomó otras medidas para asegurarse contra cualquiera emboscada ó asechanza del enemigo, sin creerse enteramente seguro hasta que, pasando la tierra quebrada y montuosa de Castellar, y dejando á Gibraltar á la izquierda, llegó á las llanuras que atraviesa el rio Celemin. Aqui sentó su campo; y destacando cuatrocientos corredores, ó ginetes armados á la ligera, los apostó cerca de Algeciras, con órden de observar la fortaleza vecina de Gibraltar, de atacar al alcaide y cortarle la retirada, en el caso que intentase una salida. Tomada esta disposicion, se despacharon doscientos corredores mas para correr la campiña de Tarifa, é igual número para asolar las tierras de Medinasidonia: los demas, con el Rey, quedaron en el campo para formar un punto de reunion. Con tan buen efecto corrieron aquellos forrageadores el pais, que en breve volvieron conduciendo rebaños enteros, y ganado en tanta cantidad, que era mas de lo suficiente para suplir la falta de lo que acababa de quitarles Fernando en su incursion en la vega. La tropa apostada en la playa de Algeciras con órden de observar á Gibraltar, volvió tambien al campo, diciendo que en aquella plaza todo quedaba tranquilo, y que no habian visto moverse un solo soldado de la guarnicion; por lo que Muley se felicitó en vista de la celeridad y secreto con que habia efectuado esta entrada, burlando la vigilancia de aquel sagaz alcaide.
Pero se equivocaba Muley Aben Hazen creyendo que sus movimientos habian sido tan secretos, que no se hubiesen notado. De todo tenia aviso Pedro de Vargas; mas siendo tan corta su guarnicion, no se atrevia á salir de la fortaleza, por no dejarla desamparada. Felizmente aportó, á esta sazon, en la bahía de Gibraltar la escuadra de Cárlos de Valera, que cruzaba en el estrecho; y Vargas, dejando al comandante de ella encargado de la defensa de la plaza en su ausencia, se salió fuera aquella misma noche con setenta caballos, y se dirigió á Castellar, lugar fuerte situado en una altura por donde sabia que los moros habian de pasar á su regreso. De órden suya se encendieron hogueras en los cerros, para avisar á las gentes del campo que los moros estaban en la tierra, y despacháronse correos en diversas direcciones para apellidar á los habitantes, é intimarles que se le reuniesen armados en Castellar.
Muley Aben Hazen, conociendo por las almenaras que ardian en las montañas que el pais se levantaba, alzó el campo, y á toda prisa se puso en movimiento con direccion á la frontera; pero le servia de mucho entorpecimiento en su marcha el botin que habia recogido, y la gran cabalgada que habia sacado de la campiña de Tarifa. En esto le avisaron sus adalides que habia tropas enemigas en campaña; pero hizo poco aprecio de este aviso, sabiendo que no podian ser sino los soldados de Pedro de Vargas, que no pasaban de doscientos ginetes. Empero echó delante doscientos y cincuenta caballos al mando de los alcaides de Cáceres y de Marbella: detras de estos colocó la cabalgada, llevando él mismo la retaguardia, que formaba el grueso de su ejército. Pedro de Vargas, que estaba alerta, los vió venir cuando se acercaban á Castellar, por una nube de polvo que levantaron al bajar una de las cuestas de aquel pais montuoso, y notó que la vanguardia estaba separada de la retaguardia por un espacio de mas de media legua, y por la cabalgada que iba en el centro, al paso que un bosque espeso ocultaba los primeros á los últimos. Persuadido Vargas que en tal disposicion no podrian valerse unos á otros, en el caso de ser atacados repentinamente, y que seria fácil ponerlos en confusion, tomó cincuenta ginetes escogidos, y haciendo un rodeo, fue con el mayor secreto á esperar al enemigo á la entrada de un paso angosto, por donde forzosamente habia de pasar.
Aqui se pusieron en emboscada, ocultándose entre los peñascos y matorrales, con propósito de dejar pasar la delantera, y caer sobre la rezaga. En esto se presentaron seis batidores moros á caballo, que empezaron á reconocer aquel sitio con el mayor cuidado, y ya iban á descubrir la celada, cuando Vargas, precisado á mudar el plan que habia formado, hizo una seña, y al punto salieron contra ellos diez ginetes españoles. De la primera embestida mordieron la tierra cuatro de los moros: los otros dos, metiendo espuela á sus caballos, huyeron para reunirse con los suyos, persiguiéndolos los diez de Pedro de Vargas. Adelantáronse entonces unos ochenta caballos de la vanguardia de los moros para socorrer á los batidores: volvieron atrás los diez españoles, y persiguiéndolos los moros, entraron unos y otros atropelladamente por el paso ó desfiladero donde estaba la emboscada. Al punto suena una trompeta, y saliendo Vargas y los suyos, dieron en ellos con tal furia y denuedo, que en un momento arrollaron á cuarenta de los enemigos: los demas volvieron las espaldas. “¡Adelante! gritó Vargas, y acabemos con la vanguardia antes que puedan ser socorridos por los de atrás.” En efecto, hicieron los nuestros una carga tan vigorosa, que desbarataron toda la delantera de los moros, los cuales huyeron desordenados para reunirse con la retaguardia, y atravesando por medio de la cabalgada, la pusieron en confusion, levantando entre todos tal polvo, que no se podian distinguir los objetos. Satisfechos con esta ventaja, y recelando la llegada del Rey moro con el grueso del ejército, trataron los cristianos de ponerse en cobro, y con veinte y ocho caballos y los despojos de los muertos, (entre los cuales hallaron á los alcaides de Cáceres y Marbella) se retiraron á Castellar.
Sorprendido Muley con esta confusion y alboroto, llegó á temer que toda la gente de Jerez estaba en armas contra él, y poco faltó, para que abandonase la cabalgada y se retirase por otro camino; pero como el buen soldado jamas abandona la presa sin pelear, determinó pasar adelante, y llegando al campo de batalla, le halló cubierto de los cuerpos muertos de mas de ciento de sus soldados. Enfurecido á la vista de tanto estrago, siguió el alcance del enemigo hasta las puertas de Castellar, y pegó fuego á dos casas que habia junto á la muralla. Reuniendo despues el ganado que andaba disperso, lo hizo conducir formando una hilera inmensa, por debajo de los muros de la villa, como para desafiar á Pedro de Vargas.
En medio de su fiereza, tenia el viejo Aben Hazen sus rasgos de generosidad y cortesía, y no era menos caballero que soldado. Mandando llamar á un cautivo cristiano, le preguntó cuáles eran las rentas del alcaide de Gibraltar; y habiéndosele respondido que de cada piara que pasaba por aquel término, le correspondia una res, dijo Muley: “Alá no permita que á tan buen caballero se le defraude de su derecho.” Inmediatamente mandó escoger de entre el ganado que traia doce reses de las mejores y mas gordas, que entregó á un alfaquí con órden de presentárlas de su parte á Pedro de Vargas. “Y decidle, añadió el Rey, que me perdone si antes no satisfice sus derechos, de los cuales no tenia noticia; pero que instruido ya de ellos, me apresuro á pagárselos con la puntualidad que se debe á tan buen caballero; y que no sabia yo fuese el alcaide de Gibraltar tan activo y vigilante en la cobranza de sus alcabalas.”
No dejó de caerle en gracia á Pedro de Vargas la ocurrencia del Rey de Granada; y usando del mismo estilo, contestó: “Decid al Rey, vuestro señor, que le beso las manos por la merced que me hace, y que siento no me haya permitido la cortedad de mis fuerzas darle un recibimiento mas señalado á su entrada en estas partes; pero que estoy esperando la llegada esta noche de trescientos caballos de Jerez, y que si en efecto vienen, no dejaré de obsequiar á S. M. con ellos á la madrugada.” Y presentando al alfaquí un vestido de seda y un manto de escarlata, le despidió con mucha cortesía.
Al recibir esta respuesta, dijo Aben Hazen meneando la cabeza: “Líbrenos Alá de una visita de estos campeadores de Jerez; que si nos atacan, embarazados como vamos con esta cabalgada, y empeñados en un pais tan áspero y fragoso, no les será dificil efectuar nuestra destruccion.” Con este cuidado aceleró su marcha, y pasó con tal precipitacion aquellas montañas, que se le descarrió una gran parte del ganado, y se volvieron cinco mil cabezas, que fueron recogidas por los cristianos: con lo demas llegó Muley á Málaga, donde entró ufano y glorioso por el daño que habia causado en las tierras del duque de Medinasidonia .
X
Incursion de los caballeros de Andalucía por los montes de Málaga, llamados la Ajarquía.
Año 1483
La reciente correría de Muley Aben Hazen, hiriendo el amor propio de los caballeros de Andalucía, les animó á nuevas empresas; y resueltos á tomar satisfaccion de este insulto, se reunieron en Antequera, por el mes de marzo de 1483, el marqués de Cádiz, don Pedro Enriquez, adelantado de Andalucía, el conde de Cifuentes, alférez del pendon real y asistente de Sevilla, don Alonso de Cárdenas, maestre de Santiago, y don Alonso de Aguilar. Á estos se agregaron muchos caballeros de nota con sus respectivas fuerzas; de modo que en breve se vieron juntos en Antequera dos mil y setecientos caballos, y algunas compañías de á pié: toda gente muy lucida, la flor de la caballería española. Tratóse en un consejo de guerra de fijar el punto donde habian de dirigir las armas, y hubo entre los gefes gran diversidad de pareceres. El consejo del marqués de Cádiz era que marchasen contra Zahara, para cobrar aquella plaza, y los demas caballeros propusieron diferentes planes: pero el maestre de Santiago, manifestando el que habia formado, fijó la atencion del consejo, y le hizo entrar en sus ideas. Dijo que segun aviso que tenia de sus adalides, se podria con toda seguridad hacer una incursion en un pais montuoso cerca de Málaga, llamado la Ajarquía, region muy fértil, abundante de ganado, y cubierta de aldeas y lugares, donde seria fácil juntar un botin inmenso. Añadió que la guarnicion de Málaga era demasiado corta para salir á molestarles, y que llevando adelante sus estragos, podrian acaso sorprender aquella rica é importante plaza, y apoderarse de ella por asalto.
El marqués de Cádiz trató de manifestar las dificultades que ofrecia esta empresa, por la naturaleza del pais, del cual tenia noticias exactas por un moro tránsfugo, llamado Luis Amar, que le servia de adalid. Representó que la Ajarquía era unos montes ásperos y fragosos, herizados de riscos y peñascos, y habitados por una gente feroz y guerrera, que al abrigo de aquellas asperezas podrian desafiar, aunque pocos, á ejércitos enteros; y que aun cuando se consiguiese vencer á estos infelices, seria una victoria sin provecho y sin despojos, porque á ellos les seria muy fácil poner en cobro los bienes que tuviesen, llevándolos á los lugares fuertes de la montaña. Pero contra las advertencias del Marqués prevaleció el consejo del maestre de Santiago; é inflamados aquellos ánimos por la esperanza de un suceso brillante, se dispusieron con ardor á acometer aquella empresa.
Dejando en Antequera una parte del bagage, por ir menos embarazados, se pusieron en marcha, llenos de confianza, con direccion á la Ajarquía. Don Alonso de Aguilar y el adelantado de Andalucía guiaban la vanguardia: á esta seguia la batalla del valiente don Rodrigo Ponce de Leon, marqués de Cádiz, á quien acompañaban algunos hermanos y sobrinos suyos, con otros muchos caballeros que deseosos de distinguirse se alistaron en sus banderas: la retaguardia la conducia don Alonso de Cárdenas, maestre de Santiago, donde iban los caballeros de su órden, con la gente de Écija, y los hombres de armas de la santa hermandad: y detras de todos venian las acémilas con las provisiones. Ejército mas bizarro, ni mas confiado en sus fuerzas, con ser tan pocas, jamas pisó la tierra. Componíase principalmente de jóvenes de la primera nobleza, para quienes la guerra era un pasatiempo y la gloria el único galardon. Rivalizando entre sí en el lujo de sus arneses, no habian perdonado gasto alguno para salir con gala y lucimiento á aquella empresa. Montados en hermosos caballos andaluces, las armas resplandecientes y primorosamente labradas, adornados los yelmos con pomposas cimeras, y los escudos con divisas curiosas, salieron por las puertas de Antequera con ostentacion marcial, arrebatando los aplausos y la admiracion del pueblo entero. En seguimiento del ejército venia una cuadrilla de mercaderes, gente pacífica, y atraida tan solo de la codicia de aprovechar los despojos de la guerra, para cuyo fin traian al cinto sus taleguillos de cuero bien provistos de monedas de oro y plata, proponiéndose con ellas comprar á bajo precio las alhajas, joyas, vajilla, y telas de seda que habian de ganar los soldados en el saqueo de Málaga. Muy mal se hallaba el orgullo de aquellos caballeros con las ideas bajas de estos traficantes; pero los dejaron seguir por la comodidad de sus soldados, que sin ellos se hallarian sobrecargados de botin.
Se habia tratado de conducir esta expedicion con mucha prontitud y sigilo: pero el ruido de los preparativos habia llegado ya á la ciudad de Málaga, donde mandaba Muley Audalla, hermano menor de Muley Aben Hazen, conocido por el sobrenombre del Zagal, ó el valiente: título que le ganaron sus proezas, y que en las batallas valia por un ejército, por la confianza que inspiraba á los soldados. No se le ocultó al Zagal que el objeto ulterior de aquella expedicion era la ciudad de Málaga, por lo que determinó apoderarse de aquellas montañas, convocar el paisanage, y tomando todos los pasos y salidas, atajar los progresos del enemigo.
Entre tanto el ejército, prosiguiendo su marcha, llegó á la entrada de la Ajarquía y por sendas estrechas y fragosas, se internó en aquellas soledades, siguiendo unas veces el cauce de un arroyo, donde las piedras, sueltas y amontonadas por las avenidas, hacian el paso en extremo trabajoso, y otras, atravesando barrancos y trepando precipicios con suma dificultad y peligro. Habiendo marchado todo el dia, llegaron poco antes de ponerse el sol á una elevacion, desde donde se descubria la hermosa vega de Málaga y el azulado mediterráneo, vista que despertó de nuevo toda su codicia, pues no se prometian menos que la conquista de aquella plaza. Á la entrada de la noche se hallaron en medio de unas aldeas esparcidas por un valle pequeño que se abriga en el seno de aquella sierra, las cuales son propiamente lo que los moros llamaban la Ajarquía. Aqui fue donde empezaron á disiparse aquellas esperanzas tan alegres y tan ligeramente formadas; pues hallaron que los habitantes, avisados de su venida, habian abandonado sus casas, y se habian recogido con sus efectos á las atalayas y lugares defensibles de la montaña. Irritados por este suceso, pegaron fuego á las casas, y esperando mejor fortuna mas adelante, prosiguieron su marcha, asolando la tierra, quemando las alquerías, y destruyendo cuanto los moros no se habian llevado.
Despues de andar alguna distancia, se hallaron empeñados en lo mas áspero y fragoso de la sierra, y rodeados por todas partes de riscos, peñascos y precipicios. Ya el órden de la marcha no se pudo conservar: los caballos no tenian lugar para revolverse, y tropezaban á cada paso, rodando aquellos derrumbaderos con sus ginetes, y poniendo en desorden á los peones. Al pasar por una aldea incendiada, la luz de las llamas reveló á los moros el ahogo y turbacion de los cristianos; y corriendo aquellos á ocupar todas las cumbres, los acometieron desde alli con piedras, dardos y saetas, aumentando su confusion y espanto con terribles alaridos, cuyos ecos, retumbando de roca en roca, hacian creer á los nuestros que se hallaban cercados de una hueste innumerable. En tal conflicto, y viendo el maestre de Santiago caer en derredor á muchos de sus mejores soldados sin poderles valer, ni tomar venganza, envió con urgencia á pedir socorro al marqués de Cádiz. Acudió este caudillo, y con él don Alonso de Aguilar, á favorecer á su compañero de armas: si bien no hicieron mas que participar de su peligro. Reunidos los tres gefes, entraron apresuradamente en deliberacion sobre el partido que podrian tomar en tan críticas circunstancias, y acordaron, en medio de la tempestad de piedras y flechas, volver atrás, y retirar las tropas de aquella espesura para buscar un terreno mas igual. Dióse en consecuencia órden á los adalides para que los guiasen fuera de aquel sitio azaroso; pero estos, ó turbados por el miedo, ó porque ignoraban el pais, erraron el camino, y fueron metiendo el ejército en un valle angosto, dominado de riscos y tan pedregoso, que era casi intransitable no solo para la caballería sino tambien para los infantes. Entre tanto los moros, alentados por la angustia de los cristianos, los acometieron de nuevo; y con armas arrojadizas, con piedras enormes que hacian rodar sobre ellos desde lo alto de aquellos precipicios, y con gritos espantosos, les tuvieron fatigados sin dejarles un momento de respiro. Á esto se añadia la oscuridad de la noche, interrumpida solamente por los fuegos que ardian en los cerros, donde se veia discurrir á los enemigos saltando de peña en peña, semejantes á espíritus infernales mas bien que á figuras humanas.
En tal situacion les amaneció, sin que la luz del dia sirviese de consuelo á sus cansados espíritus; pues no veian en derredor sino la desolacion y la muerte. Al mirar cubierto de cadáveres aquel sitio fatal, y coronados los cerros por el enemigo, que no cesaba de afligirlos, la desesperacion se apoderó de aquellos ánimos valientes. Los soldados volvian ansiosamente la vista sobre sus gefes, como implorando su socorro, y éstos, que no podian sufrir aquellas miradas, ni atajar la mortandad que se hacia en los suyos, enloquecian de rabia y de dolor. Cubiertos de polvo, y de sangre, y de heridas, y demudados por el horror y la fatiga, ¡qué diferente espectáculo ofrecian ahora estos caballeros de el que presentaron al salir de Antequera con sus lucidos y bizarros escuadrones!
Tomados todos los pasos por los moros, fueron inútiles cuantos esfuerzos hicieron los cristianos para salir de aquella estrechura; y sin bandera que los reuniese, ni trompeta que los animase, ya los soldados procuraban salvarse, cada uno como pudiese, cuando para mayor confusion oyeron resonar por aquellos cerros el terrible grito de “¡el Zagal! ¡el Zagal!” “¿Qué grito es ese?”, dijo el Maestre, y un soldado veterano le respondió: “es el apellido de guerra del general moro, que sin duda ha salido en persona con las tropas de Málaga.” Entonces el buen Maestre, volviéndose á los caballeros, dijo: “Muramos, haciendo camino con el corazon, pues no lo podemos hacer con las armas, subamos esa sierra como hombres, y procuremos vender caro las vidas, sin esperar á que nos degüellen como reses mudas.” Diciendo estas palabras, hincó las espuelas al caballo, y arremetió la sierra arriba, siguiéndole buen número de sus soldados. Aqui llegó á su colmo la congoja de los nuestros, y fue grande el destrozo que hizo en ellos el enemigo con dardos, flechas y azagayas. Á veces un peñasco enorme, desprendido desde lo alto de un precipicio, los cogia en medio, abriendo tremendos surcos, y arrebatando en su impetuoso curso escuadrones enteros: y á veces los caballos, que no podian hacer pié en un terreno tan escabroso, perdian el equilibrio, y con sus ginetes, asi como con los peones que se agarraban á sus colas para sostenerse, rodaban la cuesta abajo hasta el valle, estrellándose hombres, armas, y caballos contra las peñas. En esta lucha cruel perdió el Maestre á su alférez, ó portaestandarte, y á muchos de sus parientes y amigos mas queridos. Al fin consiguió llegar hasta la cima de aquella cuesta, donde se vió amenazado de nuevos trabajos y de mayores peligros. Cercado de enemigos, rodeado de precipicios, muertos la mayor parte de sus parciales, y dispersados casi todos los demas, no pudo el Maestre contener su dolor, y exclamó: “¡Dios bueno! grande es la tu ira que en el dia de hoy has querido mostrar contra los tuyos; pues vemos que la desesperacion que estos moros tenian, se les ha convertido en tal osadía, que sin armas hayan victoria de nosotros armados.” Bien hubiera querido el Maestre hacer todavia un esfuerzo para reunir algunos soldados, y oponerse al enemigo; pero los pocos que estaban con él, viéndolo todo perdido y sin remedio, le suplicaron que huyese, y que pensase en salvar su vida, para dedicarla despues á tomar venganza de los moros. Con harto pesar suyo admitió el Maestre este partido y tornó á exclamar: “No vuelvo, por cierto, las espaldas á estos moros, pero huyo la tu ira, ¡Señor! que se ha mostrado contra nosotros para nuestros pecados.” Dichas estas palabras, envió delante á sus adalides; y valiéndose de la ligereza de su caballo, pasó uno de los desfiladeros de aquellos montes antes que los moros se lo pudiesen estorbar, y se salió de la sierra.
El marqués de Cádiz, con don Alonso de Aguilar, y el conde de Cifuentes, habian ganado la cima de aquel cerro por otra senda, y fueron atacados alli por las tropas del Zagal y el paisanage. Los deudos y vasallos del Marqués se reunieron alrededor de su gefe, é hicieron una resistencia porfiada; pero los moros cargaron en tanto número, que tuvieron aquellos que ceder á la superioridad de la fuerza. Rendidos de fatiga, desfallecidos y atemorizados, perdieron la presencia de ánimo, y apelaron á la fuga; pero alcanzados por el enemigo, fueron muertos la mayor parte, ó compraron la vida á precio de su libertad. Con ser un guerrero veterano, no pudo el marqués de Cádiz sostener tan de cerca el aspecto terrible de la muerte: ya dos sobrinos suyos, atravesados de flechas habian caido exánimes á sus pies, y acababa de ver exhalar el postrer aliento á dos de sus hermanos, don Diego y don Lope, quedándole solo don Beltran, cuando una piedra que alcanzó á éste, le arrebató tambien la vida. Visto esto, lanzó el Marqués un alarido, y prorrumpió en exclamaciones de dolor, y en maldiciones contra los moros. Perdida toda esperanza, y no pudiendo ayudar á don Alonso de Aguilar, por haberse interpuesto el enemigo, se alejó de alli huyendo, y favorecido de la oscuridad, (pues ya iba entrando la noche) llegó por sendas secretas que le indicó la fiel guia, Luis Amar, hasta la salida de aquellos montes, desde donde, con algunos pocos que le siguieron, se dirigieron á Antequera.
El conde de Cifuentes, con un corto número de soldados, queriendo seguir los pasos del Marqués, se extravió por aquellos desiertos; y no pudiendo ni huir, ni resistir al enemigo; que por todas partes les cercaba, se dieron á partido, y quedaron prisioneros el Conde, su hermano don Pedro de Silva, y los pocos que le seguian.
Pasada aquella noche, don Alonso de Aguilar y un puñado de hombres que le quedaban, amanecieron empeñados todavia en aquellos montes, sin haber podido hallar la salida de tan intrincado laberinto. Turbados los ánimos, y rendidas las fuerzas, detuvieron el paso por un momento, y se repararon al abrigo de un peñasco que les ocultaba al enemigo. Aqui les sirvió de mucho alivio un riachuelo que descubrieron, pues era excesiva la sed que padecian asi hombres como caballos. Á medida que entraba el dia, íbanse descubriendo los horrores de aquel sangriento teatro: alli se veian los cuerpos de los hermanos y sobrinos del marqués de Cádiz, cubiertos de polvo, y acribillados de heridas; alli tambien los de otros caballeros no menos ilustres, y todo el campo teñido en sangre, y sembrado de cadáveres, armas y trofeos. Entre tanto los moros, abandonando las alturas para recojer los despojos, dieron á los cristianos un momento de respiro, y algunos de los fugitivos que en el discurso de la noche se habian escondido en las cuevas y quiebras de la sierra tuvieron lugar de reunirse con don Alonso. Asi se formó poco á poco un escuadron pequeño alrededor de este caudillo, que aprovechando aquella coyuntura, pudo salir de la sierra, y con este remanente de un ejército brillante llegó á Antequera.
Sucedió este desastre tan señalado en viernes 21 de marzo, dia de san Benito, habiendo empezado la tarde del dia anterior. La memoria de tan funesto suceso se conserva en los anales de estos reinos bajo el título de la derrota de los montes de Málaga; y el lugar donde fue mayor la mortandad, se denomina, aun hoy dia, la cuesta de la matanza. De los caudillos que sobrevivieron, los mas volvieron á Antequera; algunos se refugiaron en Alhama, y muchos caballeros y soldados anduvieron vagando por los montes unos ocho dias, manteniéndose de yerbas y raices, saliendo de noche y ocultándose de dia. Á tal punto llegó su debilidad y desaliento, que acometidos no hacian resistencia alguna, y á veces tres ó cuatro de ellos se entregaban á un paisano moro: hasta las mugeres salieron é hicieron prisioneros. Algunos fueron metidos en las mazmorras de los pueblos de la frontera, otros llevados cautivos á Granada; pero la mayor parte fueron conducidos á Málaga, donde se habian lisonjeado de entrar en triunfo. Á doscientos y cincuenta caballeros de linage, entre alcaides, capitanes é hidalgos, encerraron en la Alcazaba, ó ciudadela de Málaga, para esperar su rescate; y de los soldados, quinientos y setenta fueron hacinados en el corral de la misma Alcazaba, para ser vendidos como esclavos .
Fue grande el despojo que ganaron los moros en esta jornada, por la cantidad y valor de las armas y arneses de los cristianos, que ó murieron con ellas ó las arrojaron para huir; y por los caballos magníficamente enjaezados, que recogieron, juntamente con muchos estandartes y banderas; todo lo cual fue llevado en triunfo por los pueblos de los moros.
Los mercaderes que habian seguido el ejército para traficar en los despojos de la guerra, vinieron á ser ellos mismos un objeto de tráfico; y conducidos como ganado á la plaza pública de Málaga, fueron vendidos como esclavos, ó compraron á fuerza de oro su libertad.
Apenas en Antequera habia empezado á calmar el tumulto de alegría y admiracion que habia causado en el pueblo la salida de los caballeros para correr los montes de Málaga, cuando vieron acudir á refugiarse en sus muros los miserables restos de esta expedicion desgraciada. Cada dia, y cada hora, se presentaba alli algun fugitivo, en cuyo dolorido semblante, y condicion desaliñada y lastimosa, no era ya posible reconocer al guerrero que poco antes habian visto salir por aquellas puertas con tanto lucimiento y gallardía.
La llegada del marqués de Cádiz, casi solo, cubierto de polvo y de sangre, destrozada la armadura, y desfigurado el rostro por el dolor y la desesperacion, llenó de tristeza á todos los corazones; que era mucho el amor que le tenian. Preguntábanle qué era de sus hermanos, que le habian acompañado, y cuando supieron que todos tres habian perecido ante sus ojos, se quedaron como pasmados, y sin atreverse á hablar, le miraban con silenciosa simpatía. En tanta afliccion, el marqués de Cádiz, encerrado en su aposento, sin hablar palabra ni admitir consuelo, ponderaba en la soledad toda la extension de su infortunio. Empero sirvió de algun alivio á su sentimiento la venida de don Alonso de Aguilar; y en medio del estrago que la guadaña de la muerte habia causado en su familia, se felicitaba el Marqués de que este fiel amigo y compañero de armas hubiese salido salvo de tan gran peligro.
Por muchos dias permanecieron aquellos habitantes con los ojos vueltos, ansiosamente hácia la frontera, esperando la llegada de algun amigo ó pariente, cuya suerte era todavia un misterio. Pero en breve cesaron las agonías de la incertidumbre, y se llegó á saber esta gran calamidad en toda su extension. El dolor y la consternacion se apoderaron de los ánimos de todos; la tierra se cubrió de luto, y fue tan general el llanto, que como dice un historiador coetáneo, “no habia ojos enjutos en toda la Andalucía .” Todo parecia perdido: los cristianos humillados por este revés, quedaron sin ánimo, sin brios, sin aliento: el miedo y la inquietud reinaron algun tiempo en los pueblos de la frontera, y llegó el desmayo hasta los reales pechos de Fernando é Isabel, en medio del esplendor de su corte.
Grande fue por el contrario el regocijo de los moros cuando vieron entrar cautivos en sus pueblos á los guerreros mas ilustres de la cristiandad, conducidos por el paisanage de las montañas, pareciéndoles que era una disposicion de Alá en su favor. Pero cuando vieron entrar cautivos á muchos que eran la flor de la caballería española, cuando vieron arrastrar ignominiosamente por las calles de Granada las armas y banderas de algunas de las primeras casas de Castilla, cuando vieron, en fin, llegar prisionero al conde de Cifuentes, portaestandarte real de Castilla, con su hermano don Pedro de Silva, ya no supieron poner límites á su alegría: creian ver restituidos los dias de su gloria primitiva, y parecíales que iban á entrar nuevamente en una carrera de triunfos sobre los infieles. Tales fueron los efectos de la desastrosa jornada de la Ajarquía.
XI
El Rey chico de Granada, con un ejército bizarro, marcha contra Lucena. El conde de Cabra y el alcaide de los Donceles, se disponen á resistirle.
La derrota de los cristianos en los montes de Málaga, y el éxito feliz de la incursion ejecutada por Muley Aben Hazen en la comarca de Medinasidonia, produjeron un efecto muy favorable á los intereses de este Monarca; y la multitud inconstante le victoreaba por las calles de Granada, sin disimular el menosprecio que les inspiraba la inaccion de Boabdil. Éste, aunque en la flor de la edad, y distinguido por su vigor y destreza en las justas y torneos, no habia dado aun muestras de su valor en las batallas; y se murmuraba de él que preferia el blando reposo de la Alhambra, á los peligros y privaciones de la guerra. La autoridad y crédito de ambos Reyes, padre é hijo, se fundaba en la prosperidad de sus empresas contra los cristianos; y Boabdil, conociendo la necesidad de acreditarse con una accion señalada, que sirviese al mismo tiempo de contrapeso al triunfo reciente de su padre: consultó al efecto con su suegro Aliatar, el viejo alcaide de Loja, que bajo las cenizas de la vejez alimentaba el fuego de un odio mortal á los cristianos. Aliatar ponderando el temor y desmayo de éstos por los daños que últimamente habian padecido, y el estado indefenso de la frontera de Córdoba y Écija por la pérdida de tantos caballeros principales, aconsejó una entrada por aquella parte, para combatir á Lucena, ciudad no muy fuerte, y situada en un territorio abundante de ganado, granos y toda clase de productos. En esto hablaba el viejo alcaide con todo conocimiento; pues eran tantas las veces que habia entrado á correr y talar aquella comarca, que solian decir los moros que Lucena era la huerta de Aliatar.
Animado por los consejos de este veterano de la frontera, reunió Boabdil una fuerza de nueve mil infantes y setecientos caballos, compuesta la mayor parte de sus parciales, aunque muchos habia que lo eran de su padre; pues en medio de sus discordias, jamas dejaron estos Reyes rivales de unir sus fuerzas cuando se trataba de una expedicion contra los cristianos. Reuniéronse bajo el estandarte real muchos de los mas ilustres y valientes de la nobleza de Granada, magníficamente equipados, y con armas y vestidos de tanto lujo, que mas parecia que iban á una fiesta ó juego de cañas, que á una empresa militar.
Antes de partir, la sultana Aixa la Horra armó á su hijo Boabdil, y al ceñirle la cimitarra, le echó su bendicion. Moraima, su esposa favorita, al considerar el peligro en que iba á ponerse su marido, no pudo contener las lágrimas. “¿Por qué lloras, hija de Aliatar? le dijo la altiva Aixa: esas lágrimas no están bien á la hija de un guerrero, ni á la esposa de un Monarca. Ten por cierto que mayores peligros rodean á un Rey dentro de los fuertes muros de su palacio, que bajo el frágil techo de una tienda de campaña: con los peligros en la guerra, se compra la seguridad sobre el trono.” Pero Moraima, colgada al cuello de su esposo, no acertaba á apartarse de él, ni sabia disimular su dolor y sus recelos. Separándose, al fin, subió á un mirador que daba sobre la vega, y desde alli siguió con los ojos la marcha del ejército, que se alejaba por el camino de Loja, respondiendo con ayes y suspiros al estruendo marcial de los atambores.
Al salir el Rey por la puerta de Elvira, en medio de las aclamaciones de su pueblo, se le rompió la lanza en la bóveda de la puerta; y algunos de los nobles que le acompañaban, teniéndolo por mal agüero, se turbaron y le aconsejaron que no pasase adelante. Pero Boabdil, despreciando sus temores y sin querer tomar otra lanza, sacó el alfange y con ánimo varonil, se puso al frente de todos, mandando que le siguiesen. Otro accidente, que pareció no menos aciago, ocurrió al llegar á la rambla del Beiro, distante medio tiro de ballesta de la ciudad; pues saliéndoles al camino una zorra, corrió por medio de todo el ejército, y muy cerca de la persona del Rey, sin que ninguno de tantos como tiraron á matarla la hiciesen el menor daño. Pero Boabdil, sin hacer caso de pronósticos, prosiguió su marcha con direccion á Loja .
Llegando á esta ciudad, se aumentó la fuerza del ejército con algunos caballos escogidos de la guarnicion, capitaneados por Aliatar, que armado de todas piezas y montado en un fogoso caballo berberisco, discurria por las filas, saltando y caracoleando con la ligereza de un árabe del desierto. Los soldados y el pueblo que le miraban tan lozano y tan animoso, sin embargo de contar cerca de un siglo de años, le prodigaron sus aplausos, y le acompañaron con vivas hasta salir de la ciudad. Entró el ejército moro á marchas forzadas en el territorio cristiano, asolando el pais, robando el ganado y llevándose cautivos á los habitantes. El objeto era caer de improviso sobre Lucena: por esto y para no ser observados, hicieron la última jornada de noche; y ya el veterano Aliatar, en cuyo carácter se unian la astucia de la zorra y la ferocidad del lobo, se lisongeaba de haber sorprendido aquella plaza, cuando vió arder hogueras por las montañas. “Estamos descubiertos, dijo á Boabdil: el pais se está armando contra nosotros: marchemos sin pérdida de momento contra Lucena; acaso, siendo tan corta su guarnicion, podremos tomar la plaza por asalto antes que lleguen los socorros.” Aprobó el Rey este consejo, y avanzaron rápidamente hácia Lucena.
Hallábase á la sazon en su pueblo y castillo de Baena, distante pocas leguas de Lucena, don Diego de Córdoba, conde de Cabra, guerrero muy señalado, que mantenia en pié cierto número de soldados y vasallos para resistir las incursiones repentinas de los moros; pues en aquellos tiempos era indispensable al noble que vivia en la frontera, estar continuamente con mucha vigilancia, ceñida la espada, ensillado el caballo, y las armas á punto, para no ser sorprendido por el enemigo. La noche del 20 de abril, 1483, estando el Conde para recogerse, dió parte el centinela que velaba sobre la torre principal del castillo, que en las montañas inmediatas y en una atalaya situada cerca del camino que pasa de Cabra á Lucena, se veian arder hogueras. Subió á la torre el Conde, y mirando á la atalaya, vió encendidas en ella, cinco luces, señal de que el moro andaba en la comarca. Al punto mandó tocar á rebato, despachó correos para avisar á los pueblos convecinos, é intimó con un trompeta á los habitantes de la villa, que al amanecer estuviesen armados y equipados para salir á campaña. Toda aquella noche se pasó en hacer prevenciones para el dia siguiente; y tanto en el pueblo como en el castillo no se oia sino el ruido de los armeros, el herrar de los caballos y el bullicio de los preparativos.
Al amanecer del dia siguiente, salió de Baena el conde de Cabra con doscientos cincuenta caballos y mil y doscientos infantes, y se puso apresuradamente en marcha para Cabra, distante de alli tres leguas, donde á su llegada, se le reunió don Alonso de Córdoba, señor de Zuheros. Habiendo dado aqui de almorzar á la tropa, que aun no se habia desayunado, iba á emprender de nuevo la marcha, cuando reparó que se le habia olvidado traer el estandarte de Baena, que por espacio de ochenta años habian llevado siempre los de su familia en los combates. Mas ya no era tiempo de enviar por él, y tomó el estandarte de Cabra, cuya divisa era el animal de este nombre, y que por espacio de medio siglo no se habia sacado en las batallas. En esto recibió un correo el Conde despachado con toda urgencia por su sobrino don Diego Hernandez de Córdoba, señor de Lucena y alcaide de los Donceles, suplicándole acudiese sin tardanza á su socorro, pues se hallaba cercado por un ejército poderoso mandado por Boabdil, que amenazaba asaltar la plaza, y habia ya pegado fuego á las puertas.
Con esta nueva, y el deseo de batirse con el Rey moro en persona, marchó el Conde inmediatamente con sus tropas la via de Lucena, donde llegó cuando Boabdil, dejando de combatir la plaza, se ocupaba en talar los campos circunvecinos. Entre tanto, don Diego Hernandez de Córdoba, cuyas fuerzas no pasaban de ochenta caballos y trescientos infantes, habia recogido dentro de los muros de la ciudad á las mugeres y niños, armado á todos los hombres, y despachado correos en diferentes direcciones, para pedir socorro; al mismo tiempo que por su órden ardian las hogueras en las montañas. Aquel dia al amanecer, habia llegado el Rey moro con su ejército, amenazando pasar á cuchillo la guarnicion si no se le entregaba la plaza en el momento. El mensagero que envió con esta intimacion, era un Abencerrage, á quien don Diego (que le conocia y habia tratado familiarmente) entretuvo con palabras, para dar tiempo á que llegasen los socorros. Entre tanto el fogoso Aliatar, sin esperar el resultado de la conferencia, habia dado un asalto á la plaza, pero hallando una resistencia inesperada, habia retirado su gente con propósito, segun se temia, de intentar otro mas vigoroso aquella noche.
Enterado el Conde de todo lo sucedido, se volvió á su sobrino con semblante alegre, y propuso que al punto saliesen en busca del enemigo. Al prudente don Diego le pareció temeridad acometer á tantos con tan poca gente, y asi lo manifestó á su tio; pero éste insistiendo en su idea, dijo: “Yo, sobrino, partí de Baena con intento de pelear con este Rey moro; ved lo que os parece.” “En todo caso, le respondió el alcaide, espere vueseñoría siquiera dos horas, y entre tanto habrán llegado los socorros que han de venir de la Rambla, de Santaella, de Montilla y de otras partes.” “Si esto aguardamos, dijo el Conde, ya se habrán ido los moros, y nuestro trabajo habrá sido en vano: quédese vuesamerced aqui, que yo resuelto estoy á pelear y á no aguardar mas.” El jóven alcaide de los Donceles, aunque mas cauto que su ardoroso tio, no era menos valiente; asi es que determinando seguirle en esta empresa, se le reunió con la poca gente que tenia, y juntos marcharon al encuentro del enemigo.
Habiéndose enviado delante seis descubridores á caballo para reconocer su situacion, volvieron de alli á poco con la noticia de haber dado vista al ejército moro en un prado al pié de una colina, donde los soldados de infantería, tendidos por la yerba, estaban comiendo el rancho, mientras la caballería, formada en cinco escuadrones, les hacia la guardia. Subiendo á una altura, vieron el Conde y su sobrino al ejército moro, y notaron que los cinco escuadrones se habian formado en dos, cuya fuerza podria ser de unas setecientas lanzas cada uno. Al parecer estaban ya disponiendo su marcha, y la infantería empezaba á desfilar, siguiéndola los prisioneros y un numeroso tren de acémilas con la presa y el bagage. Reconocieron á Aliatar que correteaba por el campo apresurando los movimientos de la tropa, y pudieron distinguir al Rey por su caballo blanco, magníficamente enjaezado, asi como por la lucida y brillante guardia que rodeaba su persona.
Vueltos los dos caudillos á su tropa, la pusieron en ordenanza; y el Conde para inspirarles el valor tan necesario en aquella ocasion les arengó, diciendo: que no se dejasen intimidar por el gran número de los moros, pues muchas veces se habia visto, y Dios habia permitido, que los pocos venciesen á los muchos; y que por su parte confiaba alcanzarian aquel dia un triunfo señalado, en que ganarian gloria y riquezas juntamente; que no arrojasen las lanzas, sino que las guardasen para repetir con ellas las heridas; y últimamente, que no diesen grita sino cuando la diese el enemigo, para que asi no se pudiese conocer cual de los dos ejércitos era el mas numeroso. En seguida mandó á Lope de Mendoza y á Diego de Cabrera que se apeasen, y entrasen á pié en los batallones de infantería para animarlos al combate; y á Diego de Clavijo, alcaide de Baena, que se quedase en la retaguardia, para impedir que ninguno volviese las espaldas. Dadas estas órdenes, arrojó la lanza, y sacando la espada, mandó que adelantasen el estandarte hácia el enemigo.
XII
La batalla de Lucena.
Mirando estaban el Rey moro y Aliatar las tropas cristianas que avanzaban á dar batalla, sin poder averiguar su número, por la distancia y una niebla que las rodeaba, cuando Boabdil divisando confusamente el estandarte de Cabra, preguntó á su suegro qué bandera era aquella. “Señor, dijo este anciano guerrero, la he estado considerando, y no la conozco. Paréceme que es un perro, y esto traen los de Úbeda y Baeza en su enseña. Si fuese asi, toda Andalucía está movida contra vos, y soy de parecer que os retireis.”
El conde de Cabra, al bajar de una loma para acercarse al enemigo, se halló en un terreno mas bajo que los moros; por lo que hizo un movimiento retrogrado con intento de mejorar de posicion. Entendieron los moros que los cristianos reusaban la batalla, y se arrojaron impetuosamente á la pelea; pero el Conde, que ya tenia la ventaja del terreno, los recibió con tanta firmeza, que los hizo detenerse y aun retroceder. En seguida, viendo á los moros revueltos é indecisos, bajó de la altura en que se hallaba, y apellidando Santiago, los cargó con tal furia, que los puso en confusion, y empezaron los moros á huir. Boabdil hizo los mayores esfuerzos para ordenarlos: “Deteneos, les decia, deteneos: no huyais: á lo menos sepamos de quien huis.” Los caballeros granadinos, sintiendo esta reconvencion, volvieron por su honor, y por un rato hicieron rostro al enemigo con el valor á que obliga la presencia del Soberano. En este punto llegó Lorenzo de Porres, alcaide de Luque, que asomó por un encinar con cincuenta caballos y ciento y cincuenta infantes, sonando una trompeta italiana. Apenas sus acentos hirieron el fino oido de Aliatar, cuando volviéndose al Rey, dijo: “Señor, esta trompeta es italiana: sin duda se ha revuelto todo el mundo contra vos.” Á la trompeta de Porres respondió la del conde de Cabra en otra direccion, haciendo creer á los moros que se hallaban entre dos ejércitos. Saliendo Porres del encinar, acometió por aquella parte. Los moros, amedrentados y confusos por la diversidad de las alarmas, no se detuvieron á averiguar la fuerza de este nuevo contrario; y viéndose acometidos por partes opuestas, sin poder reconocer el número del enemigo, por la espesura de la niebla, dieron las espaldas, y se retiraron poco menos que huyendo.
Siguieron los nuestros el alcance por espacio de tres leguas, peleando y escaramuzando con ellos hasta llegar al arroyo de Martin Gonzalez, que á la sazon llevaba mucha agua por las lluvias recientes. Aqui se detuvo el Rey, y poniéndose al frente de un escuadron de caballería, determinó hacer rostro al enemigo hasta que las tropas y el bagage pasasen el arroyo. Pero en este lance peligroso, solo se mantuvieron á su lado algunos pocos, los mas leales y valientes de su guardia: la infantería, en cuanto pasó el vado, se entregó á una fuga desordenada: otro tanto hizo la mayor parte de la caballería, sin que bastasen para detenerlos las exhortaciones del Rey, ni el ejemplo del pequeño escuadron que amparaba su persona. Estos pocos caballeros, que eran la flor de la nobleza granadina, sostuvieron el choque de los cristianos, y peleando con resolucion desesperada, sin querer rendirse ni pedir cuartel, protegieron la retirada de su Rey.
Boabdil, forzado á huir, se metió en una espesura que habia orillas del arroyo, que estaba guarnecido de fresnos, sauces y tamariscos. Desde alli, volviendo atrás los ojos, vió el campo cubierto de muertos y moribundos, y que arrollados los pocos que quedaban de sus fieles defensores, perecian en el arroyo, donde los alcanzaba el furor de los cristianos. Apeándose entonces de su caballo, cuyo color y ricos jaeces pudieran dar á conocer el dueño, procuró el Rey ocultarse entre aquellos arbustos; pero un soldado de Lucena, llamado Martin Hurtado, le descubrió y acometió con una pica para prenderle. Defendióse el Rey con su alfange; pero viendo venir contra él otros dos soldados, se hizo atrás algunos pasos, ofreciendo un rescate generoso si le dejaban: entonces uno de los tres se adelanta para asirle, y Boabdil de una cuchillada le hiende la cabeza hasta los hombros. Llegando á este tiempo el alcaide de los Donceles, le dijeron los soldados: “Señor, aqui tenemos preso á un moro que parece hombre principal y de rescate.” “¡Miserables! exclamó el Rey, vosotros no me habeis prendido: á este caballero me entrego.” Don Diego, al hacerse cargo de su prisionero, le trató con mucha cortesía y respeto, pues veia que era persona de calidad; pero Boabdil, ocultando su gerarquía, se dió á conocer como hijo de Aben Aleyzer , un caballero de la casa real.
Entregó don Diego su prisionero á cinco soldados, para que le condujesen al castillo de Lucena, y pasó adelante para reunirse con el conde de Cabra, que seguia el alcance de los moros. Llegando al arroyo de Riancal, alcanzó á su tio, que aun perseguia al enemigo, sin hacer reflexion sobre el riesgo que corria de que los moros volviendo del terror pánico que les habia cegado, reconociesen el corto número de sus vencedores, y atacándoles los destruyesen.
Siguió el ejército moro retirándose por un valle que, atravesando las montañas de Algarinejo, conduce á Loja. Á cada paso le salia al encuentro algun nuevo enemigo; pues alarmado el pais por los fuegos de la noche anterior, habian corrido á las armas todos los pueblos y lugares en contorno. Perseguido por retaguardia y acometido por los costados, el fiero Aliatar, como lobo acosado por los pastores, se volvia de cuando en cuando contra los cristianos, pero sin atreverse á suspender la marcha de sus tropas.
Con la noticia de este suceso, don Alonso de Aguilar, que se hallaba en Antequera con algunos de los caballeros que habian escapado de la matanza de los montes de Málaga, salió en busca de los moros, capitaneando un escuadron de solo cuarenta ginetes, pero caballeros todos de un valor acreditado, y que no respiraban sino venganza contra los infieles. Llegando á las orillas del Jenil, por la parte donde empieza á regar las llanuras de Córdoba, alcanzaron al ejército moro, ocupado en vadear el rio, que á la sazon venia muy crecido por las lluvias recientes. Apenas el pequeño escuadron de don Alonso avistó al enemigo, se arrojaron furiosos al combate, diciéndose unos á otros: “acordaos de los montes de Málaga.” La carga fue terrible, pero la sostuvo con firmeza la caballería de Aliatar que cubria la retirada del ejército. Siguióse á las márgenes del rio una lucha sangrienta y porfiada, peleando moros y cristianos mano á mano y cuerpo á cuerpo; unas veces en tierra y otras en el agua: muchos fueron lanceados en la orilla, otros se arrojaron al rio, y hundiéndose con el peso de las armas, se ahogaron: algunos asidos unos á otros, caian de sus caballos, sin dejar de luchar aun en medio de las ondas, y se veian rodar por el arroyo abajo turbantes y yelmos juntamente. Los moros eran muy superiores en el número, pero iban desmayados por la derrota que acababan de sufrir, al paso que animaba á los cristianos un ardor que rayaba en desesperacion.
Solo Aliatar, en medio de este revés, conservaba su energía característica. Indignado por la fuga ignominiosa de su ejército, por la pérdida del Rey y por el estrago que este puñado de valientes hacia en sus tropas, corrió contra don Alonso de Aguilar, cuyo fulminante acero difundia por do quiera el terror y la muerte. Lo halló vuelto de espaldas, y juntando el moro todas sus fuerzas, le arrojó su lanza para atravesarle, pero no la dirigió en esta ocasion con el tino que acostumbraba: el golpe arrancó á don Alonso parte del coselete sin hacerle herida. Entonces echando mano al alfange, se arrojó sobre don Alonso; pero éste, que ya estaba alerta, paró el golpe y cerrando con él, le fue echando hasta el borde del agua, donde el uno al otro procuraron sumergirse, acuchillándose sin cesar. Aliatar habia recibido ya varias heridas, y don Alonso compadeciendo su edad, queria perdonarle la vida, y le intimó que se rindiese. “¡Á un perro cristiano!, exclamó Aliatar, ¡jamas!” Apenas acabó de pronunciar estas palabras, cuando un golpe de la espada de don Alonso, le partió el turbante y la cabeza al mismo tiempo. Cayó Aliatar muerto sin proferir un ay, y su cuerpo fue á parar al Jenil, donde nunca se pudo hallar ni reconocer . Asi murió Aliatar, que por tanto tiempo habia sido el terror de la Andalucía: toda su vida la pasó en hostilizar á los cristianos, dando pruebas del odio que les tenia hasta morir.
Con la muerte de Aliatar cesó toda resistencia por parte de la caballería: revueltos caballos y peones se apresuraron á pasar el vado, y atropellándose unos á otros, fueron muchos los que perecieron en el agua. Don Alonso y sus compañeros les siguieron el alcance hostigándolos hasta la frontera; y cada golpe que descargaban en ellos, les parecia disminuir la gravedad de la humillacion y afrenta que pesaba sobre sus corazones.
En esta derrota tan señalada, perdieron los moros mas de cinco mil hombres entre muertos y prisioneros, de los cuales muchos eran de las casas mas ilustres de Granada. Á esta batalla la llaman algunos la batalla de Lucena, y otros la del Rey moro, por la captura de Boabdil. Cayeron en poder de los cristianos veinte y dos estandartes, que se colocaron en la iglesia de Baena, donde quedan (dice un coronista de época posterior) hasta el presente; y todos los años, el dia de san Jorge, se llevan en procesion para celebrar tan gloriosa victoria.
Grande fue el triunfo del conde de Cabra cuando, al volver de perseguir los moros, halló al Rey Boabdil prisionero en su poder. Pero cuando trajeron el real cautivo á su presencia, y vió tan infeliz y abatido al mismo que poco antes habia ocupado un trono, el generoso corazon del Conde se sintió tocado de simpatía. Como cristiano y cortés caballero, procuró consolarle, y le dijo: que la misma mutabilidad de las cosas humanas que le habia reducido á su estado actual, podria restituirle á su anterior prosperidad, que en este mundo no hay nada permanente, y que hasta el dolor mas grande tiene un término señalado. Suavizando asi con palabras consoladoras la pena del Rey de Granada, y guardándole toda la consideracion y respeto que inspiraban su dignidad é infortunio, le condujo el Conde prisionero á su castillo de Baena.
XIII
Lamentaciones de los moros por la batalla de Lucena.
Estaban los centinelas de Loja observando, desde las torres de la ciudad, el valle que separa las montañas de Algarinejo, y recorrian con la vista las verdes márgenes del Jenil, con la esperanza de descubrir el victorioso pendon de Aliatar, su ídolo guerrero, y de anunciar el triunfante regreso de su Monarca, cuando en la tarde del 21 de abril, vieron un solo ginete, que venia por la ribera del rio fatigando los hijares de su cansado caballo. Ya desde lejos indicaba el brillo de sus armas que era un guerrero, y estando cerca, conocieron por la riqueza de su armadura, y por los jaeces del caballo, que era un guerrero distinguido.
Entró en Loja desfallecido y consternado; y el caballo cubierto de polvo y de sudor, jadeando de fatiga y enrojecido por la sangre que manaban sus heridas, despues de haber sacado á su dueño del peligro, cayó rendido y espiró en la puerta de la ciudad. Los soldados que estaban en la puerta se apiñaron en torno del caballero, que contemplaba silencioso y triste las agonías de su moribundo caballo, y vieron que era el bizarro Cidi Caleb, sobrino del alfaquí principal del Albaicin de Granada. Los moradores de Loja, viendo á tan principal caballero tan solo, tan abatido y demudado, se abandonaron á los mas tristes recelos y sospechas.
“Caballero, le dijeron, ¿do el Rey y el ejército?” Y él señalando tristemente la tierra de los cristianos, respondió: “¡allá quedan, que el cielo cayó sobre ellos, y todos son perdidos ó muertos!”
Entonces prorrumpieron todos en exclamaciones de dolor, y fue excesivo el llanto de las mugeres, pues la flor de la juventud de Loja habia salido con el ejército. Estaba en la puerta apoyado en su lanza, un soldado viejo cubierto de cicatrices: “¿Qué es de Aliatar? preguntó ansiosamente: viviendo él no está perdido el ejército.” “Yo le ví caer, dijo Cidi Caleb, hendido el turbante por la espada del cristiano.” Al oir el soldado estas palabras, se golpeó el pecho, y se echó polvo en la cabeza, pues era uno de los secuaces mas antiguos de Aliatar.
El noble Cidi Caleb, sin detenerse á tomar descanso, montó otro caballo, y se apresuró á llevar á Granada tan infáustas nuevas. En su tránsito por los pueblos, cundió mas y mas la consternacion, pues lo mejor de sus moradores habia ido á la guerra con el Rey. Cuando, al llegar á Granada, anunció la pérdida del Rey y del ejército, una voz de horror se difundió por toda la ciudad. Cada uno ponderaba la parte que le habia tocado en tan general calamidad: rodearon las gentes al mensagero de tan fatal anuncio, y el uno le preguntaba por su padre, el otro por su hermano, algunas por sus amantes, y muchas madres preguntaron por sus hijos. Las respuestas de Caleb no referian mas que muertes ó heridas: á este le decia “ví como á tu padre le atravesaron de una lanzada, estando defendiendo la persona del Rey:” á aquel, “tu hermano cayó herido entre los pies de los caballos, pero no hubo lugar de socorrerle, pues ya teniamos encima la caballería de los cristianos.” Á alguna dijo: “ví el caballo de tu amante, cubierto de sangre y corriendo por el campo sin su ginete:” á otra, “tu hijo peleó á mi lado en las orillas del Jenil: acosados por el enemigo nos arrojamos al agua, y en medio de la corriente le oí invocar á Alá; llegué á la orilla opuesta, y no le volví mas á ver.”
Dejando á todos en el mayor desconsuelo, pasó Cidi Caleb adelante, y entrando á galope por la frondosa alameda que conduce á la Alhambra, se apeó en la puerta de la justicia. Aixa, la madre de Boabdil, y Moraima, su tierna y amante esposa, estaban esperando ya con ansia la noticia de su victorioso regreso. ¿Qué palabras bastarán para pintar su afliccion, al oir la dolorosa narracion de Cidi Caleb? La sultana Aixa, transida de dolor, apenas habló palabra: de cuando en cuando lanzaba un profundo suspiro; pero alzando los ojos al cielo, decia: “es la voluntad de Alá;” y procuraba reprimir las mortales angustias que agitaban su corazon maternal. No asi la sensible Moraima, que arrebatada de un acceso de dolor, se arrojó en el suelo, lamentando á voces la pérdida de su padre y de su marido. Su madre, la sultana, animada de un espíritu mas elevado, le reprendió esta debilidad. “Hija mia, le dijo, modera esos extremos; considera que la magnanimidad debe ser el atributo de los príncipes, y que no les es permitido publicar con clamores las penas que padecen, á par de ánimos comunes y vulgares.” Pero Moraima, como débil y tierna muger, solo sabia sentir y llorar. Encerrada en su aposento, contemplaba desde un mirador la florida vega y el plácido Jenil, y el camino que conduce á Loja; objetos que todos le recordaban las causas de su afliccion. “¡Ah, padre mio! decia entre lágrimas y suspiros, ¡alli veo correr tan risueño ese rio cuyas aguas cubren tus desfigurados restos! ¿Quién será el que en tierra de cristianos los recoja, y les dé honrosa sepultura? ¡Y tu, Boabdil! ¡luz de mis ojos, gloria de mi corazon, vida de mi vida, en mal dia y en mal hora te alejaste de estos muros!, el camino por do fuiste queda solitario, y nunca mas se regocijará con tu vuelta, la montaña que pasaste yace como una nube en el horizonte, y mas allá todo es oscuridad.”
Convocóse á los músicos de palacio, para que procurasen con su arte embelesador calmar el sentimiento de la Reina, y entonaron cantares alegres al compás de sus instrumentos; pero muy pronto prevaleció la angustia de sus corazones, convirtiendo los cánticos en lamentaciones.
“¡Bellísima Granada! decian, tu gloria está marchita: ya no suena en la Bivarrambla el pisar de los caballos, ni el sonido de la trompeta; ya no se junta alli tu juventud lozana, para manifestar sus brios en las cañas y torneos. ¡Ah!, ¡la flor de tu caballería queda postrada en tierra extraña!, ya no se oyen en tus silenciosas calles los dulces acentos del laud, ni los del rabel en la pastoril cabaña, ni la graciosa zambra alegra los estrados. ¡Deliciosa Alhambra!, ¡cuán triste y solitaria quedas! en vano el azahar y el mirto espiran sus olores en tus dorados aposentos; en vano el ruiseñor canta en tus florestas; en vano es el murmullo arrullador de las claras fuentes que refrescan tus marmóreos salones, pues ya no resplandece en ellos el rostro de tu Rey, y la luz que te iluminaba se extinguió para siempre.”
Tales fueron, dice un coronista árabe, los lamentos que se oian en Granada: desde el palacio hasta la choza, todo era duelo y llanto; y todos, con igual sentimiento, deploraban á su jóven Monarca, atajado asi en la flor de su edad y en los principios de su carrera. Algunos se temian que iba á cumplirse la prediccion del astrólogo, y que á la caida de Boabdil, (á quien creian muerto) seguiria la perdicion del reino.
XIV
Del ensalzamiento de Muley Aben Hazen, y de la cautividad de Boabdil.
Mientras se creia en Granada que Boabdil habia muerto, fue excesivo el sentimiento que mostró el pueblo por su pérdida, y el entusiasmo con que celebró su memoria; que las faltas de los hombres, con una muerte prematura, fácilmente se perdonan; pero cuando llegaron á saber que aun estaba vivo, y que se habia entregado prisionero á los cristianos, hubo en ellos una mudanza repentina. Ya no le concedian ni talento como general, ni valor como soldado; censuraron su expedicion como temeraria y mal trazada, y le acusaron de cobarde por no haber querido morir en el campo de batalla, primero que entregarse al enemigo.
Los alfaquís, como siempre, se mezclaron con la multitud, y dieron sagazmente al descontento general la direccion que querian. “¡Lo veis! dijeron, ¡el pronóstico anunciado cuando nació Boabdil, está ya cumplido! este príncipe se ha sentado en el trono, y su vencimiento y cautividad han puesto la pátria al borde de un abismo. Pero, ¡consolaos, Musulmanes! que el dia aciago ya pasó; los hados están satisfechos, y el cetro que se quebró en la débil mano de Boabdil, va á cobrar su esplendor primitivo en la vigorosa de Aben Hazen.”
Fue aplaudido este discurso por el pueblo, que se consideraba ya libre del ominoso vaticinio que tanta inquietud le habia causado, y declararon todos que solo Aben Hazen tenia el valor y la capacidad necesaria para protejer el reino en tiempos tan revueltos. Cuanto mas duraba el cautiverio de Boabdil, tanto mas crecia el favor popular de su padre, y uno despues de otro volvieron muchos de los pueblos á su obediencia; que el poder llama al poder, y la fortuna atrae á la fortuna. Asi es que en breves dias pudo Aben Hazen volver á Granada y restablecerse en la Alhambra. Antes que llegára, juntó Aixa, su repudiada esposa, la familia y tesoros de su hijo, y se retiró al barrio del Albaicin, cuyos habitantes aun conservaban sentimientos de lealtad á Boabdil. Aqui se fortificó, y mantuvo en nombre de su hijo el simulacro de una corte, sin que el fiero Aben Hazen se atreviese á molestarla, pues eran aun muchos, tanto del pueblo como del ejército, los que respetaban las virtudes de Aixa la Horra, y compadecian las desgracias del Rey cautivo. Asi es que Granada presentaba el espectáculo singular de dos soberanías en una misma ciudad, pues mientras Aben Hazen mandaba en la Alhambra, la sultana Aixa tenia plantado el estandarte de Boabdil en la fortaleza rival de la Alcazaba.
Entre tanto, permanecia este desgraciado príncipe en el castillo de Baena, bajo una guardia vigilante. Mirando desde las torres de su prision, no veia en derredor sino gente armada, centinelas, y muros impenetrables; todo el pais estaba cubierto de atalayas, y guardados todos los pasos y caminos que conducian á Granada; de suerte que un solo turbante no podia asomarse por la frontera, sin que se alarmase toda aquella comarca. En tal estado, y no viendo esperanza de fugarse, ni de que viniesen los suyos á libertarle, se entregó Boabdil á las mas tristes reflexiones, considerando el trastorno de las cosas de su reino, el desconsuelo de su familia, y los males que á unos y otros podrian sobrevenir á consecuencia de su cautiverio.
El conde de Cabra, si bien guardaba á su real prisionero con la mayor vigilancia, no por eso dejaba de tratarle con todo honor y respeto, dándole el mejor alojamiento de su castillo, y animándole con palabras lisonjeras y con esperanzas de libertad. Pasados algunos dias, llegaron cartas de los Reyes de Castilla; y su contenido llenó á Boabdil de consuelo, pues no respiraban sino compasion por su suerte: proceder cortés y noble, que distingue á las almas de un órden superior. Esta magnanimidad en un enemigo, sacó de su abatimiento al espíritu del cautivo Monarca. “Decid (respondió) á los Reyes mis señores, que yo no puedo estar triste hallándome en poder de tan altos y poderosos príncipes, especialmente siendo tan humanos, y teniendo tanta parte de la gracia que Alá concede á los Reyes que bien ama. Decidles tambien que dias ha que pensaba ponerme debajo de su poderío, para recibir de sus manos el reino de Granada, asi como lo recibió el Rey mi abuelo de las de don Juan II, padre de la augusta Reina, y que el trabajo mayor que tengo en esta prision es el de hacer por fuerza lo que pensaba hacer de grado.”
Entre tanto Muley Aben Hazen, temeroso de la parcialidad de su hijo que aun era formidable en Granada, trató de consolidar su poder haciéndose dueño de la persona de Boabdil. Con este objeto, envió embajadores á los Reyes de Castilla, ofreciendo por el rescate, ó mas bien por la compra de su hijo, poner en libertad al conde de Cifuentes, con otros nueve prisioneros de los mas distinguidos, y formar una confederacion con aquellos Soberanos. Al proponer estas condiciones, no repugnó el inhumano padre manifestar que le era indiferente le entregasen su hijo vivo ó muerto, con tal que quedase seguro de su persona. Pero el generoso corazon de Isabel se opuso á la entrega del desgraciado príncipe en manos de su desnaturalizado enemigo: las proposiciones insolentes del Rey moro, fueron por tanto, rechazadas con desden, y díjosele que los Reyes de Castilla, no se hallaban en el caso de recibir leyes, sino de darlas; y que no se trataria de paz con él en tanto que no dejase las armas y la pidiese con humildad.
Otras proposiciones hicieron, con mas sana intencion, la sultana Aixa y sus parciales: ofrecian que Mahomet Audalla, por otro nombre Boabdil, tendria su corona como vasallo de los Reyes de Castilla, pagando un tributo anual de doce mil doblas zahenas, y entregando por espacio de cinco años setenta cautivos en cada uno; que daria en el acto una suma considerable como rescate, poniendo al mismo tiempo en libertad cuatrocientos cautivos, los que escogiese el Rey; que serviria á éste con una fuerza militar determinada, y vendria á las cortes del reino cuando fuese llamado; finalmente, que entregaria en rehenes su hijo único y los hijos de doce casas principales de Granada.
Estaba el Rey Fernando en Córdoba cuando se le comunicaron estas proposiciones: la Reina estaba ausente, y hasta consultar con ella, suspendió el Rey tomar una resolucion en negocio tan importante, limitándose á mandar al conde de Cabra trajese el cautivo Monarca á Córdoba. Obedeciendo el Conde, vino á esta ciudad con su prisionero, á quien Fernando no admitió desde luego en su presencia, por hallarse aun indeciso sobre la conducta que habia de observar con él. En tanto, pues, que determinaba si se le pondria en libertad con rescate, ó le dispensaria un trato mas magnánimo, le puso bajo la custodia de Martin de Alarcon, con órden de guardarle en el castillo de Porcuna, y de tratarle con decoro y distincion.
Las disensiones y discordias que á esta sazon agitaban á Granada, ofrecian á Fernando la ocasion mas oportuna para una incursion en aquel reino; y el político Rey, aprovechando aquella coyuntura, cuando aun no habia concluido ningun tratado con Boabdil, entró en el territorio moro á la cabeza de sus grandes y de una fuerza considerable, asolando la tierra, y destruyéndolo todo hasta las mismas puertas de Granada. El viejo Aben Hazen, desde las torres de la Alhambra, miraba el estrago que hacian los cristianos, sin atreverse á salir para contenerlos; no porque le faltasen tropas, sino por la poca confianza que tenia en ellas y en el pueblo. Se recelaba especialmente de la faccion del Albaicin, persuadido que si salia de la ciudad le habrian éstos cerrado las puertas cuando volviese. Asi es que el Rey moro, consumido de rabia y encerrado en la capital como tigre en su jaula, veia, sin poderlo impedir, señorearse de la vega los lucidos batallones de Castilla, y relumbrar el estandarte de la cruz por entre el humo de los lugares y pueblos incendiados.
XV
Libertad de Boabdil.
Habiendo el Rey conseguido el objeto que se propuso en esta expedicion, marchó con su ejército la vuelta de Córdoba, donde á su llegada, trató de fijar la suerte de Boabdil con acuerdo de los prelados y grandes del reino reunidos en consejo.
Don Alonso de Cárdenas, maestre de Santiago, habló el primero, y oponiéndose á toda transacion ó pacto con los infieles, dijo que en aquella guerra no se trataba solo de la subyugacion de los moros, sino de su expulsion completa; y que por tanto no debia ponerse en libertad á Boabdil.
El marqués de Cádiz, por el contrario; aconsejó al Rey la restitucion inmediata del Rey cautivo á sus dominios, aunque fuese sin condiciones. “Esta medida tan conforme á la sana política, dijo, atizará la guerra civil de Granada, que es un fuego que abrasa las entrañas del enemigo, y hará mas por los intereses de Castilla, que cuantos triunfos alcanzen nuestras armas.”
Don Pedro de Mendoza, gran cardenal de España, conformándose con el parecer del Marqués, apoyó su proposicion.
Con esta variedad de consejos, se hallaba el Rey perplejo; pero la Reina le sacó de dudas, manifestando su opinion. Los Reyes de Granada habian sido vasallos de los Reyes sus progenitores, por lo que opinaba que á Boabdil se le podria conceder su libertad si se declaraba feudatario de la corona de Castilla, añadiendo que por este medio se lograria sacar de las prisiones de Granada muchos cristianos que gemian en el cautiverio. Adoptó Fernando la medida que le aconsejaba su magnánima esposa, y se notificaron á Boabdil las condiciones. Fueron éstas otorgadas por el Rey cautivo, que se obligó á reconocer á los Reyes de Castilla por señores, á pagar tributo, y á dar á sus tropas paso seguro y mantenimientos en sus dominios. Los Soberanos por su parte, le concedieron á él y á los pueblos de su dominio una tregua por dos años, ofreciendo ademas mantenerle sobre el trono, y ayudarle á recobrar las plazas que hubiese perdido durante su cautiverio.
Celebrado y solemnizado este contrato en el castillo de Porcuna, se hicieron las prevenciones necesarias para recibir al Rey chico en Córdoba con lucimiento y distincion. Soberbios caballos, primorosamente enjaezados, vestiduras de riquísimo paño, brocados y sedas, y otros arreos suntuosos, le fueron suministrados, á él y á cincuenta caballeros moros que habian venido á tratar de su rescate, para que pudiese comparecer con la grandeza correspondiente al Monarca de Granada, y al mas poderoso vasallo de los Reyes de Castilla: se le entregó ademas una cantidad de dinero, para el sostenimiento de su dignidad mientras permanecia en Córdoba, y para los gastos de su regreso á sus dominios: finalmente, se dió órden para que todos los títulos y caballeros de la corte saliesen á recibirle.
Habiendo llegado el caso de parecer Boabdil en presencia de Fernando, juzgaron algunos que viniendo á rendirle homenage como vasallo, le debia besar la mano, por lo que aconsejaron al Rey que se la diese para el efecto. “Diérasela por cierto, respondió Fernando, si estuviese libre en su reino, pero no se la doy porque está preso en el mio.”
Entró el Rey moro en Córdoba con grande acompañamiento de caballeros de la corte, y escoltado por los cincuenta moros sus parciales: fue recibido en palacio con mucha pompa y ceremonia, y llegando á la presencia del Rey, inclinó la rodilla, y pidió le diese á besar la mano, asi porque era su señor y él su subdito, como en reconocimiento de la libertad que le habia dado. Pero Fernando no consintió esta señal de dependencia, y le levantó del suelo. Entonces empezó un interprete á hacer en nombre del Rey moro mil elogios de Fernando, ponderando su magnanimidad, y dándole las mas rendidas gracias. El Rey, no sufriendo alabanzas en su presencia, le interrumpió y dijo: “No son menester estos cumplimientos: yo espero de su integridad, que hará todo aquello que como buen Rey y buen hombre debe hacer.” Con estas palabras recibió á Boabdil el chico bajo su real proteccion, y le aseguró de su amistad.
XVI
Boabdil vuelve de su cautiverio.
Por el mes de agosto llegó á Córdoba con una comitiva espléndida un noble moro Abencerrage, que traia al hijo de Boabdil y á otros jóvenes de la primera nobleza de Granada, que habian de quedar en rehenes hasta el cumplimiento de las condiciones del rescate. Viendo el rey moro á su hijo único á quien dejaba como cautivo en tierra estraña, se enterneció, y estrechándolo entre sus brazos, dijo: “En hora menguada nací, y bajo infausta estrella: con razon me llaman el Zogoibi, ó el desgraciado, pues los males que mi padre me acarrea, esos mismos ocasiono yo á mi hijo.” Pero sirvió de mucho consuelo al afligido Boabdil la piedad que usaron los reyes católicos con el jóven príncipe, pues entregándolo al buen alcaide, Martin de Alarcon, dieron á éste las mas estrechas órdenes para que le sirviese atento y obsequioso, y le guardase todas las consideraciones debidas á sus tiernos años y distinguido nacimiento.
El dia 2 de setiembre se presentó á las puertas de la mansion de Boabdil una guardia de honor para escoltarlo hasta la frontera de su reino. Al separarse de su hijo, volvió el Rey á abrazarlo, pero sin pronunciar palabra, por no descubrir la agitacion de su espíritu. Montó á caballo, y sin volver atrás el rostro, se apresuró á partir, temiendo manifestar por entre la estudiada serenidad de Rey la debilidad de un tierno padre.
Salió Boabdil de Córdoba acompañándole el Rey hasta corta distancia, donde se separaron, partiendo éste para Guadalupe, y aquel para Granada. En su tránsito por los pueblos, se le hicieron los honores correspondientes á una persona real, escoltándole los adelantados de las Andalucías y generales de la frontera, hasta dejarle en sus dominios. Saliendo entonces á recibirle los caballeros principales de su corte, enviados secretamente por la sultana Aixa, para conducirlo á Granada, se halló otra vez el Rey chico en su propio territorio, rodeado de guerreros musulmanes, y bajo la salvaguardia de su mismo real estandarte. Con tan feliz suceso se ensanchó el corazon oprimido de Boabdil, que ya empezaba á dudar de las predicciones de los astrólogos. Pero fue de poca duracion su regocijo: en el corto número de leales caballeros que habian salido á recibirle, echaba de menos el príncipe á muchos de sus mas obsequiosos servidores: bien pronto notó una gran mudanza en los ánimos de sus vasallos: su padre representando el concierto ajustado en Porcuna como una traicion á la pátria y á la religion, habia logrado desconceptuarle con el pueblo: muchos de los nobles que estaban á su devocion, persuadidos que Boabdil trababa de imponerles el yugo de los cristianos, habian vuelto á reconocer á su padre, y casi todos los pueblos se habian apartado de su obediencia: de suerte que la sultana Aixa y su partido apenas se podian mantener en las torres de la Alcazaba.
Tal fue la triste relacion que hicieron á Boabdil sus cortesanos del estado de sus intereses. Tambien le manifestaron que su regreso á Granada, para reunirse con aquella pequeña corte que aun le reconocia, era una empresa de mucha dificultad y peligro, por la vigilancia con que el viejo Aben Hazen guardaba las puertas y murallas de la ciudad.
Llegó Boabdil á su capital de noche, y acercándose cautelosamente á los muros, logró apoderarse de un postigo del arrabal del Albaicin, cuyos moradores siempre le habian sido favorables. Pasó con rapidez aquellas calles, y llegó sin oposicion al castillo de la Alcazaba, donde le recibieron en sus brazos la heróica Aixa su madre, y Moraima su esposa predilecta. Ésta, en medio de su regocijo por la vuelta de su marido, no pudo contener las lágrimas al recordar la muerte del anciano Aliatar, su padre, y la ausencia de su hijo, que quedaba con los cristianos en rehenes. Aun á Boabdil, humillado por las desgracias y por las mudanzas que notaba, se le humedecieron los ojos; pero su madre le inspiró otro ánimo y otros pensamientos. “No es ocasion esta, dijo, de lágrimas y ternezas: ya solo el cetro y el trono han de ser el objeto de tus cuidados. Bien hiciste, hijo mio, de volver con resolucion á tu capital; pero piensa que de tí solo depende el permanecer en ella como soberano ó como cautivo.”
El Rey viejo Aben Hazen, recogido en una de las torres mas fuertes de la Alhambra, apenas se habia entregado al descanso de su lecho, cuando oyó confusamente un mormullo que se levantaba en el cuartel del Albaicin, que está á la parte opuesta del valle que atraviesa el Darro. Poco despues llegaron sin aliento á las puertas de palacio algunos mensageros, esparciendo la alarma de que Boabdil habia entrado en la ciudad, y se habia apoderado de la Alcazaba. En el primer arrebato de ira estuvo en poco que Aben Hazen postrase á sus pies al portador de esta nueva. Convocó inmediatamente á sus consejeros y capitanes, y exhortándoles á la fidelidad en tan crítico momento, mandó prevenir lo necesario para que á la mañana siguiente se entrase por fuerza de armas en el Albaicin.
Entre tanto la sultana Aixa tomó las medidas mas prontas y vigorosas para fortalecer su partido. Se proclamó á Boabdil por las calles del Albaicin, se distribuyeron entre el pueblo cuantiosas sumas de dinero, y á los nobles se prodigaron promesas de honores para cuando el Rey chico estuviese afirmado sobre el trono de Granada. Estas disposiciones tan acertadas hicieron el efecto que era consiguiente, y al amanecer ya estaba todo el Albaicin sobre las armas.
Siguióse en Granada un dia de luto y sangre: todo era horror y tumulto: las cajas y trompetas resonaban por todas partes: se suspendieron los negocios, cerráronse las puertas de las casas, y veíanse discurrir por las calles cuadrillas de gente armada, aclamando unos á Boabdil, otros á Aben Hazen. Donde quiera que éstas se encontraban, se batian furiosamente, y cada plaza era un campo de batalla. Las tropas del Rey viejo, entre las cuales habia muchos caballeros de gran valor y orgullo, consiguieron echar de las plazas al populacho, que favorecia á Boabdil: pero éste, barreando las calles, y fortificándose en las casas, peleó desesperadamente desde las ventanas y azoteas. Mas de un guerrero de la mejor sangre de Granada pereció en esta refriega civil con armas villanas y á manos de plebeyos.
Tan violenta convulsion en el centro de una ciudad, no podia ser muy duradera. Por intercesion de los alfaquís se efectuó un armisticio, y Boabdil, fiando poco del inconstante favor del pueblo, se allanó á dejar una capital en que su autoridad, siempre precaria, solo podria conservarse á fuerza de sangre y de una lucha continuada. Pasando á Almería, estableció su corte en aquella ciudad, que estaba enteramente á su devocion, y que por su riqueza é importancia rivalizaba con Granada. Pero este pacto, en que se renunciaba á la grandeza en obsequio de la tranquilidad, fue del todo opuesto á los consejos de la sultana Aixa; porque para ella no habia mas dueño legítimo de aquellos dominios que el que residia en Granada, y dijo, con una sonrisa desdeñosa, que no era digno de llamarse Monarca el que no era dueño de su capital.
XVII
Salida de los moros de Ronda para correr los campos de Utrera, y batalla del Lopera.
Aunque Muley Aben Hazen, quedaba ya mandando en Granada sin rival, apoyándole los alfaquís, que habian denunciado á Boabdil como apóstata, y desgraciado por destino, todavia la inconstancia de aquel pueblo turbulento, y el número de partidarios que en las clases inferiores conservaba su hijo, le inspiraban las mas vivas inquietudes. “¡Alá achbar! exclamó Muley, ¡Dios es grande! pero una incursion feliz en tierras de cristianos, ha de efectuar mas en mi servicio que mil textos del Koran, comentados por diez mil alfaquís.”
Estando á la sazon el Rey Fernando ausente de Andalucía, y ocupado con muchas de sus tropas en una expedicion distante, juzgó Muley Aben Hazen ser esta la ocasion mas favorable para una correría. Dudoso estuvo el Rey al nombrar un general que la dirigiese. Aliatar, aquel rayo de la guerra, ya no existia; pero quedaba otro general de no menos valor y fortuna, y éste era el veterano y sagaz Bejir, alcaide de Málaga. El espíritu que animaba á las gentes de su mando favorecia sobremanera el éxito de la expedicion que se meditaba. Ufanos por la derrota del ejército cristiano en las sierras de la Ajarquía, habian llegado á persuadirse que nada podia resistir á su valor. Muchos de ellos montaban los caballos y llevaban las armas de los caballeros andaluces que perecieron en aquella jornada desastrosa, y ensoberbecidos con esta decantada victoria, ardian en deseos de salir al campo para cobrar nuevos laureles.
Apenas recibió las órdenes del Rey para entrar á sangre y fuego hasta el centro de Andalucía, se dispuso el viejo Bejir á cumplirlas, convocando á los alcaides de la frontera y á los guerreros de mas fama para que se le reuniesen con sus tropas en la ciudad de Ronda, fronteriza del territorio cristiano.
Ronda, situada en medio de la serranía del mismo nombre, se eleva sobre un peñasco casi aislado, al cual rodea un hondo valle ó barranco, por donde corren las aguas cristalinas del Rioverde. Los moros de esta ciudad eran los mas activos, robustos y guerreros de aquellas montañas: tan diestros en el uso de las armas, que hasta los niños disparaban la ballesta con asombroso acierto: adictos á la rapiña, no cesaban de hacer daño en las fértiles campiñas de Andalucía: sus casas estaban llenas de despojos cristianos, y no pocos cautivos suspiraban en sus profundas mazmorras.
El gobernador de esta ciudad guerrera era Hamet el Zeli, llamado asimismo el Zegrí. Era de la famosa tribu de este nombre, y el mas altivo y valiente de su linage. Ademas de la guarnicion de Ronda, tenia á su servicio particular una legion de moros Gomeles, naturales del África, gente mercenaria, feroz y sin mas ocupacion que la guerra. Bien equipados, y montados en los ligeros y briosos caballos que se crian en los pastos de Ronda, era la caballería de los Gomeles la mejor y mas acreditada entre los moros. Rápidos en sus movimientos, fieros al embestir, bajaban de las montañas á la llanura como huracan impetuoso, retirándose con igual presteza sin dar lugar á la persecucion.
Al llamamiento del Bejir acudieron con prontitud y gusto los moros de aquella comarca, juntándose dentro de Ronda en número de mil quinientos caballos y cuatro mil infantes. Los habitantes de la plaza se regocijaban con anticipacion por los despojos que en breve habian de acumularse dentro de sus muros. Á todos tenia ocupados el afan de participar del fruto de aquella empresa. El estruendo de los tambores y trompetas resonaba en las calles y plazas; y hasta los caballos, con relinchos y patadas, manifestaban, al parecer, su impaciencia por salir al campo; al paso que los cautivos cristianos, sintiendo desde el fondo de sus lóbregos calabozos el rumor de las prevenciones con que se amenazaba á su pátria, suspiraban y se afligian.
Salieron de Ronda aquellos moros animándose mútuamente con las mas lisonjeras esperanzas, engalanados muchos de ellos con armaduras espléndidas, ganadas á los cristianos en el reciente destrozo tan señalado, y montados en los caballos que tomaron entonces á los caballeros de Andalucía. El cauto Bejir concertó sus planes con tal secreto y prontitud, que los pueblos de la frontera cristiana ninguna sospecha tuvieron de la tempestad que se iba aglomerando contra ellos mas allá de las montañas. La dilatada serranía de Ronda, interpuesta como una pantalla, ocultaba los movimientos del enemigo. Siguió el ejército su marcha con la rapidez que permitia la naturaleza del pais, guiándole Hamet el Zegrí, que tenia bien conocidos todos los pasos y salidas de aquellas montañas. Ni golpe de tambor, ni sonido de trompeta se permitió alterase el silencio que todos guardaban; y aquella masa armada fue avanzando poco á poco, como nube que congregándose en la cumbre de una montaña, va á estallar sobre la llanura.
En vano el general mas prevenido se cree seguro de ser descubierto; y que las peñas tienen oidos, y los árboles tienen ojos, y los pájaros lengua, para descubrir los proyectos mas secretos. Andaban á la sazon discurriendo por aquellos montes seis cristianos Almogávares, especie de guerrilleros, que se empleaban en asaltar á los moros, haciéndolos prisioneros, y robando sus ganados. Puestos en acecho sobre la cumbre de un cerro, esperaban estos seis, como aves de rapiña, se les presentase en la llanura algun objeto en que saciar su codicia, cuando vieron desembocar por un valle al ejército moro. Al abrigo de aquellas espesuras, estuvieron observando con silencio el número y fuerzas del enemigo, las banderas de los diferentes pueblos y capitanes, y la direccion que al parecer llevaban en su marcha. Separándose entonces, partieron cada uno por camino diferente, para dar la alarma, y avisar á los comandantes de la frontera. Unos fueron á Écija, donde mandaba don Luis Portocarrero, á quien anunciaron esta entrada de los moros, y otros dieron aviso de ella en Utrera, alarmando los pueblos de aquella comarca.
Portocarrero, con la actividad y energía que le caracterizaban, despachó correos á los alcaides de las fortalezas del contorno, á Hernan Carrillo, que mandaba algunas gentes de las hermandades, y á ciertos caballeros de la órden de Alcántara. Reuniendo las tropas de su capitanía y los dependientes de su casa, fue Portocarrero el primero que salió al encuentro de los moros. La fuerza que llevaba era harto escasa; pero todos iban bien apercibidos y perfectamente montados: estaban hechos á aquellos rebatos, y eran hombres para quienes bastaba la voz de “¡al arma! ¡á caballo! y ¡al campo!” para despertar su espíritu guerrero, y animarlos á cualquiera empresa.
La noticia de esta entrada llegó tambien á Jerez, donde la recibió el marqués de Cádiz. Avisado este valeroso caudillo que el moro habia pasado la frontera, llevando delante el estandarte de Málaga, se llenó de gozo por la ocasion que se le presentaba de vengar en los autores de la cruel matanza de la Ajarquía la muerte de sus hermanos, acaecida en aquella ocasion calamitosa. Juntando pues apresuradamente sus vasallos y las gentes de Jerez, partió, respirando venganza, con trescientos caballos y doscientos infantes.
El veterano Bejir, habiendo atravesado las sierras de Ronda sin que se hubiese notado su marcha, segun él se persuadia, empezaba á bajar á las llanuras de Utrera. La vista de esta feraz campiña despertó la codicia de aquellos feroces Gomeles, y aun sus caballos, empinando las orejas y olfateando el aire, parecian reconocer el teatro de sus frecuentes correrías.
Al salir de los montes, dividió el Bejir sus tropas en tres partes: una, compuesta de peones y de la gente mas flaca, quedó á la entrada de la sierra, para guardar el paso; otra se puso en emboscada entre los árboles y matas del rio Lopera; y los demas fueron enviados delante para correr los campos y robar la tierra. Esta última fuerza se componia principalmente de la caballería ligera de los fogosos Gomeles de Ronda, capitaneados por el intrépido alcaide Hamet el Zegrí, siempre el primero en semejantes ocasiones.
No sospechando que la tierra estaba alerta y en movimiento para venir á su encuentro, se lanzaron estos africanos por aquellos campos hasta llegar á dos leguas de Utrera. Aqui se desparramaron por la llanura, cercando los ganados, y reuniendo los rebaños en grandes manadas, para llevarlos á la montaña. Estando asi dispersados, salieron de Utrera, y dieron de improviso sobre ellos, un escuadron de caballos y un cuerpo de infantería. Los Gomeles, formándose en pelotones, procuraron defenderse; pero les faltaba su capitan Hamet el Zegrí, que andaba, como azor, buscando presa por aquellos contornos. No pudiendo resistir aquel ímpetu, cedieron y huyeron á la emboscada que estaba en las orillas del Lopera. Al llegar al rio salieron los moros que estaban en la celada, y volviendo al mismo tiempo el rostro los fugitivos, embistieron todos juntos á los cristianos. Éstos, aunque muy inferiores en el número, sostuvieron el choque con firmeza. Quebradas las lanzas al primer encuentro, echaron mano los unos á las espadas, los otros á los alfanges, y revueltos entre sí pelearon con furor. Hamet, abandonando la presa que traia, corrió con algunos de sus Gomeles al combate; pero en aquel punto sonaron trompetas en otra direccion, y Portocarrero y sus gentes entrando á galope en el campo cargaron al enemigo por el flanco.
Los moros, aunque aturdidos por un asalto tan repentino en parte donde pensaban no habia guardia ni defensa, pelearon un rato con desesperacion, y resistieron con valor una carga impetuosa que les hicieron los caballeros de Alcántara en union con los hombres de armas de la santa hermandad. Al fin, derribado de su caballo el valiente Bejir, y hecho prisionero, perdieron el ánimo sus tropas, y se entregaron á la fuga. Al huir, dividieron su fuerza, y tomaron dos caminos para mejor salvarse. Portocarrero les siguió el alcance por una parte causándoles mucha pérdida. Esta accion tuvo lugar en las orillas del Lopera, junto á una fuente llamada de la higuera. Fueron muertos seiscientos caballeros moros, y muchos mas quedaron prisioneros. Los despojos fueron de mucha consideracion, y con ellos volvieron los cristianos á sus casas en triunfo.
El cuerpo mayor del ejército enemigo se retiró por la ribera del Guadalete en número de mil caballos y una multitud informe de infantería. Á poco que anduvieron les salió al encuentro el marqués de Cádiz con las gentes de su casa y los caballeros de Jerez. Estando ya sobre el enemigo, vieron los cristianos á muchos de los moros ataviados con las armas de los caballeros que habian perecido en los montes de Málaga, y aun con las suyas propias que en la misma ocasion les fue forzoso arrojar para salvarse. Enfurecidos con semejante afrenta, se lanzaron contra los moros no ya con el ardimiento de guerreros, sino con la ferocidad de tigres. Á todos animaba un mismo espíritu, y un deseo igual de lavar aquella mancha en la sangre del enemigo. El buen marqués de Cádiz, á la vista de un poderoso moro montado en el mismo caballo de su hermano Beltran, dió un grito de dolor y rabia, y acometiéndole con furia irresistible, le derribó del caballo, y dió con él muerto en el suelo. En breve tuvieron los moros que ceder al valor frenético de sus contrarios, poniéndose en huida con direccion al desfiladero guardado por la primera batalla que habia quedado en la sierra. Éstos, como viesen á los suyos entrar huyendo por aquel estrecho, perseguidos por los cristianos, creyeron tener encima á toda la Andalucía y participando en su terror siguieron su ejemplo.
Las tropas del Marqués, habiéndolos perseguido alguna distancia por aquellos montes, volvieron á las márgenes del Guadalete. Aqui se detuvieron para descansar y hacer la particion de los despojos. Entre estos se hallaron muchos ricos coseletes, yelmos y armas: trofeos ganados por los moros en la derrota de los montes de Málaga. Muchos fueron reclamados por sus dueños, otros fueron conocidos como pertenecientes á caballeros que perecieron en aquella jornada. Hubo tambien caballos ricamente enjaezados, perdidos en la misma ocasion por los guerreros de Antequera . Asi es que el júbilo de los vencedores se templó con el triste recuerdo de sus desgraciados compañeros de armas.
Estaba el buen marqués de Cádiz descansando á la sombra de un árbol, orillas del rio, cuando le trajeron el caballo que habia sido de su hermano Beltran. Apoyándose sobre el cuello del hermoso bruto, miró el Marqués tristemente aquella silla do nunca mas se sentaria su noble dueño. Una congoja mortal agitaba su espíritu, y ocultando el rostro en la frondosa crin del caballo, exclamó: “¡Ay, hermano mio!” sin pronunciar mas palabra: tan expresivo es, con ser tan callado, el sentimiento de un guerrero. Tendiendo luego la vista por el campo, y viéndolo cubierto de moros muertos, se consoló en medio de la amargura de su dolor, con la consideracion de que su hermano no habia quedado sin venganza.
XVIII
Retirada de Hamet el Zegrí.
El fogoso Hamet andaba, como se ha dicho, recorriendo la campiña de Utrera, y arrebatando los ganados, cuando oyó desde lejos el ruido del combate que se habia trabado. Sin detenerse un punto, partió á rienda suelta con un puñado de hombres, para reunirse con el ejército; y como viese á los cristianos persiguiendo ciegamente á los moros, que se retiraban á la emboscada, creyó confundir al enemigo atacándole por retaguardia. “¡Á ellos, dijo, que son nuestros!” y ya con solo treinta Gomeles que le seguian, se disponia á la carga, cuando sonaron trompetas, y vió á Portocarrero acometer por el flanco á los moros que estaban emboscados.
La derrota total y fuga precipitada de su ejército, que en breve se siguió, llenó á Hamet de consternacion y rabia. Rodeado de enemigos, que por todas partes venian acudiendo, y forzado á huir, no sabia por donde emprender la retirada, pues el paso por la sierra lo ocupaba el ejército cristiano, y por cualquier otro camino era iminente el riesgo de caer en manos del enemigo. Recogió las riendas al caballo, y levantándose sobre sus estribos, volvió Hamet la vista en derredor para reconocer el pais, quedando luego pensativo como quien consulta consigo mismo. Acordándose entonces de un desertor cristiano que venia en su tropa, se volvió á él, y llamándole le dijo: “cristiano, ¿sabes tú algun camino desviado, alguna senda solitaria, por donde podamos pasar de largo sin tropezar con el enemigo?” “Una ruta puedo señalaros, respondió el desertor, que nos conduciria á Ronda; pero está llena de peligros; pues pasa por medio del territorio cristiano.” “Está bien, dijo Hamet, cuanto mas peligrosa en apariencia, tanto menos se sospechará que la seguimos. Ahora bien; ponte á mi lado, y marchemos; pero atiende á lo que te digo: ¿ves este bolsillo de oro y este alfanje? Llévanos con seguridad á los pasos de la sierra, y el bolsillo será el galardon de tus servicios; engáñanos, y el alfanje dividirá tu cabeza hasta los hombros .”
Obedeció el traidor temblando: apartáronse del camino que conduce en derechura las montañas, y por senderos escusados, atravesando ramblas y barrancos, se dirigieron hácia Lebrija. La ruta que llevaban era verdaderamente peligrosa: todo les alarmaba, ya el sonido de trompetas, que oian desde lejos, ya las campanas de los pueblos, que aun tocaban á rebato anunciando la presencia del enemigo: obligándoles á veces el peligro de ser descubiertos á esconderse entre las peñas y matorrales. Hamet cabalgaba silencioso, puesta la mano sobre el pomo del alfanje, y la vista sobre el renegado que le guiaba, pronto á sacrificarle á la menor señal de traicion: detras iba su cuadrilla de Gomeles, llenos de vergüenza y rabia por tener que salir huyendo de un pais que habian venido á devastar.
Al cerrar de la noche, tomaban caminos mas transitables, evitando pasar por los pueblos. Siguiendo su marcha con precaucion y silencio, llegaron á media noche hasta cerca de Arcos: pasaron el Guadalete, y al rayar el alba, ya estaban á la entrada de la sierra. Internándose en aquellas soledades, llegaron al mismo desfiladero por donde el ejército moro habia pasado huyendo de los cristianos. Alli vieron, de trecho en trecho, señales tristes de la matanza de sus camaradas: las peñas estaban manchadas de sangre mora, y cubierto el suelo de armas rotas y de cuerpos mutilados, expuestos á la voracidad de las aves y fieras; vista que llenó al alcaide de Ronda de dolor é indignacion. De cuando en cuando veian salir de entre las peñas y matas algun miserable moro, que al abrigo de aquellas asperezas, y abandonando caballo y armas, habia podido eximirse del furor del enemigo.
El ejército moro habia salido de Ronda entre aclamaciones y vivas; pero á la vuelta de Hamet á aquella plaza con el remanente de sus Gomeles, desfallecidos y extenuados por el hambre y la fatiga, solo se oian lástimas y lamentos; pues ya los fugitivos habian anunciado allá la pérdida de aquella brillante hueste en las márgenes del Lopera.
La derrota de los moros en esta ocasion no fue menos señalada y desastrosa que la de los cristianos, acaecida poco antes en las alturas de Málaga. De un ejército poderoso, compuesto de la flor de la caballería mora, apenas lograron escapar doscientos hombres; y de aquella tropa tan lucida, que con tanta confianza habia entrado por la Andalucía, casi todos quedaron muertos ó prisioneros; entre ellos hubo muchos capitanes y caballeros de casas ilustres, que probaron la amargura de la cautividad hasta redimirse con la entrega de cuantiosos rescates.
Esta batalla se dió el dia 17 de setiembre y se llamó la batalla de Lopera. La nueva de este triunfo alcanzó á los Reyes Fernando é Isabel en Vitoria, y se celebró con fiestas, luminarias y procesiones. El Rey honró al marqués de Cádiz concediéndole, y á sus herederos, el privilegio de vestir, todos los años, la ropa que él y sus sucesores, los Reyes de Castilla, llevasen el dia de Nuestra Señora de setiembre, en conmemoracion de tan gloriosa victoria. Con igual favor premió la Reina los servicios de don Luis Fernandez Portocarrero, haciendo merced á su esposa, mientras viviese, del vestido que llevase en el aniversario de aquella batalla .
XIX
Del honroso recibimiento que hicieron los Reyes católicos al conde de Cabra y al alcaide de los Donceles.
Suspendiendo aqui por un momento la marcha de nuestra crónica, apartémonos, lector discreto, del ruido de las armas, para considerar la entrada solemne que el conde de Cabra y el alcaide de los Donceles, hicieron en Córdoba con motivo de la captura del Rey moro Boabdil.
En esta ciudad, y en el antiguo Alcázar moro que hay en ella, tenian á la sazon su corte los Soberanos de Castilla. Arreglado el ceremonial por el cardenal don Pedro de Mendoza, obispo de Toledo, el buen conde de Cabra, conforme á lo que estaba dispuesto, se presentó el dia 14 de octubre á las puertas de Córdoba. Salieron á recibirle el gran cardenal y el duque de Villahermosa, hermano natural del Rey, con muchos de los grandes y prelados del reino, que le fueron acompañando hasta palacio, donde entró entre las aclamaciones de un pueblo numeroso, y obsequiado con el marcial estruendo de cajas, trompetas y otros instrumentos.
Llegando el Conde á presencia de los Soberanos, que estaban sentados bajo un dosel magnífico en el salon de audiencia, se levantó el Rey para recibirle, adelantándose cinco pasos al efecto: el Conde doblando una rodilla, le besó la mano; pero el Rey para mas honrarle, y porque no queria tratarle solamente como vasallo, le abrazó afectuosamente. La Reina entonces se acercó tres pasos hácia el Conde, y lo recibió con un semblante lleno de bondad y dulzura, dándole á besar su mano. Volviendo luego los Reyes á ocupar su asiento en el trono, mandaron al Conde que se sentase en su presencia. Hízolo éste asi en un escaño cerca del Rey; sentándose tambien al lado del Conde el duque de Nájera, despues el obispo de Palencia, luego el conde de Aguilar, el conde de Luna y don Gutierre de Cárdenas, comendador mayor de Leon. Al lado de la Reina tomaron asimismo asiento el gran cardenal de España, el duque de Villahermosa, el conde de Monterey y los obispos de Jaen y Cuenca, segun el órden en que van nombrados. La Infanta doña Isabel, por estar indispuesta, no pudo asistir á esta ceremonia.
Sonando entonces una música festiva, se presentaron veinte damas del acompañamiento de la Reina, primorosamente ataviadas, y con ellas otros tantos caballeros jóvenes adornados de magníficos arreos; los cuales dieron principio á un baile, en que se danzó con toda la gravedad y compostura características de aquel tiempo, pero con mucha gracia. Concluido el baile, se levantaron el Rey y la Reina para retirarse, y habiéndose despedido de la corte con expresiones las mas benignas, quedó deshecho aquel concurso. El conde de Cabra pasó entonces en compañía de todos los grandes al palacio del gran cardenal, donde se le sirvió una cena suntuosa.
El sábado siguiente se le hizo su recibimiento al alcaide de los Donceles, aunque no con la misma distincion que á su tio el Conde, por considerarse á éste como el actor principal en aquel hecho tan famoso. Asi es que el gran cardenal y el duque de Villahermosa, en vez de salir á la puerta de la ciudad á recibirle, lo verificaron en palacio, donde le entretuvieron en conversacion, esperando se les llamase á comparecer en la real presencia.
Habiéndose presentado el alcaide de los Donceles á sus Soberanos, se levantaron éstos de su asiento, y abrazándolo benignamente, aunque sin haberse adelantado hácia él, le mandaron que se sentase al lado del conde de Cabra. La Infanta doña Isabel salió tambien á recibirle, y tomó su asiento al lado de la Reina. Se volvió á entonar una música alegre, y se procedió como antes á bailar, saliendo al efecto la Infanta acompañada de una jóven dama portuguesa. Concluyendo asi la funcion, despidieron los Reyes al alcaide de los Donceles con mucho agasajo y cortesía y la corte se retiró.
El domingo siguiente el conde de Cabra y el alcaide de los Donceles, fueron convidados á cenar con los Soberanos. Aquella noche concurrió á la corte toda la grandeza, con vestidos y galas del mayor lujo, y con el esplendor que distinguia á la nobleza castellana de aquella época. Antes de cenar hubo baile: el Rey sacó á la Reina, y bailó con ella: el conde de Cabra tuvo el honor de dar la mano á la Infanta doña Isabel, y otro tanto hizo el alcaide de los Donceles con la hija del marqués de Astorga.
Despues del baile, pasaron los Reyes y la corte á la sala de cenar. Aqui á la vista de todos los presentes, cenaron el conde de Cabra y el alcaide de los Donceles con el Rey, la Reina y la Infanta. El marqués de Villena sirvió á la familia real, siendo escanciador del Rey don Fadrique de Toledo, hijo del duque de Alba: en igual calidad sirvió á la Reina don Alonso de Estúñiga, y á la Infanta don Tello de Aguilar. Otros caballeros principales y distinguidos sirvieron al conde de Cabra y al alcaide de los Donceles. Á la una se retiraron los dos huéspedes, habiéndolos despedido los Reyes con expresiones muy corteses y benignas .
Tales fueron los obsequios y honores que dispensaron los Reyes católicos á estos dos famosos caballeros. Pero el reconocimiento de los Soberanos no paró aqui. Pasados muy pocos dias, concedieron á entrambos cuantiosas rentas, asi perpetuas como vitalicias, y el título de don para ellos y sus descendientes. Asimismo se les dió facultad para añadir á sus armas anteriores la cabeza de un moro coronado, con una cadena de oro al cuello, y que orleasen el escudo con veinte y dos banderas, en señal de otras tantas que habian ganado á los moros. Los descendientes de las casas de Cabra y Córdoba traen, aun hoy dia, estas armas, en memoria de la victoria de Lucena, y de la captura del Rey chico de Granada.
XX
Empresa del marqués de Cádiz para recobrar á Zahara, y su resultado.
Los adalides ó espías que el marqués de Cádiz tenia constantemente á su servicio, no cesaban de rondar las plazas y fortalezas de los moros, para reconocer su situacion y fuerza, el número de la tropa que las guarnecia, y la vigilancia ó descuido de los alcaides. De todo esto daban puntualmente parte á su dueño, el cual por este medio sabia el estado de defensa en que se hallaban todas las fortalezas de la frontera, y el momento mas favorable para atacarlas con ventaja. Ademas de muchos pueblos y villas sobre los cuales egercia un dominio feudal, tenia el Marqués siempre á su disposicion una fuerza armada compuesta de sus vasallos, deudos y familiares, que en todo lance ú ocasion estaban prontos á seguirle, y á morir en su defensa. En las armerías de sus castillos habia gran provision de corazas, yelmos, y armas de varias clases, todo á punto de servir; estando ademas llenas sus caballerizas de caballos fuertes, activos y muy propios para el servicio de la montaña.
Persuadido el marqués de Cádiz que por efecto de la derrota de los moros en las orillas del Lopera, estarian los pueblos fronterizos del enemigo con muy poca defensa, y reducidas á muy corto número sus guarniciones, por la pérdida de sus alcaides, juzgó ser esta la ocasion mas oportuna para intentar una nueva empresa. Las noticias que le daban sus espías, le determinaron á acometer á la fortaleza de Zahara; la misma que dos años antes habia Muley Aben Hazen arrebatado á los cristianos, y que á la sazon se hallaba mal guardada y escasa de mantenimientos.
Habiendo participado sus designios á Luis Fernandez Portocarrero, y á Juan Almaraz, que mandaba las gentes de la hermandad, juntaron estos caudillos sus tropas, y el dia 28 de octubre de este año, se reunieron con el Marqués sobre la ribera del Guadalete, junto á un desfiladero que conduce á Zahara. Reunidas sus tropas, llegaban al número de seiscientos caballos y mil quinientos infantes, con los cuales se pusieron en movimiento contra Zahara en cuanto cerró la noche. Entrando por el desfiladero, siguieron su marcha con precaucion y silencio al través de aquellos montes, hasta llegar junto á los muros de la plaza. Llegaron tan callando, que los centinelas no sintieron ni una voz, ni una pisada; y la oscuridad era tanta, que no pudieron distinguir objeto alguno. Venia con el marqués de Cádiz el famoso escalador Ortega de Prado, que ya se habia distinguido en la sorpresa de Alhama. Este veterano con diez hombres prevenidos de escalas, fue á colocarse en el hueco de unas peñas junto á la muralla: en un barranco, no muy lejos de alli, se apostaron setenta soldados que debian sostener á los escaladores; y en una hondonada que distaba poco de la puerta de la plaza, se ocultó la demas tropa, para esperar el momento de acometer.
Lo que restaba de la noche se pasó guardando todos el mas profundo silencio: al fin amaneció, y los rayos del sol naciente comenzaron á dorar los altos picos de la serranía de Ronda. Los soldados de la guarnicion de Zahara, mirando desde las almenas y viendo la quietud que reinaba en aquel pais solitario, abandonaron las murallas, muy lejos de sospechar que no habia peña ni mata que no ocultase un enemigo. Entonces fue cuando por órden del Marqués salió de la hondonada un escuadron de caballería ligera, que se presentó delante de la villa, y corriendo el campo llegó hasta la misma puerta, provocando á los moros para que saliesen á escaramuzar. Asi lo hicieron en efecto unos setenta de á caballo y algunos peones de los que guardaban la muralla, los cuales pensando castigar la osadía del enemigo, arremetieron á él con valor impetuoso. Huyeron los cristianos, y corrieron en pos de ellos los moros persiguiéndolos; pero en esto oyeron á sus espaldas una vocería y tumulto grande, y volviendo los ojos, ven que se está atacando á la villa, y que una partida de escaladores va subiendo, espada en mano, por la muralla: al punto vuelven las riendas á sus caballos y se retiran con precipitacion hácia el lugar. Saliendo entonces de la hondonada donde estaban emboscados, trataron el marqués de Cádiz y Portocarrero de cortarles la retirada; mas no lo pudieron conseguir, y los moros tuvieron lugar de refugiarse dentro de la plaza.
Mientras Portocarrero combatia la puerta, el Marqués metiendo las espuelas al caballo, corrió al socorro de los escaladores, los cuales acometidos por cincuenta moros armados de lanzas y corazas, se veian en el mayor aprieto, y á pique de ser lanzados de la muralla. En tan crítico momento llegó el Marqués, que arrojándose del caballo y animando á sus gentes, subió por una escala con algunos soldados y atacó vigorosamente al enemigo . Turbados y confusos, desampararon los moros la muralla, pero siguieron defendiéndose por las calles: al fin, acosados por los cristianos, se recogieron á la ciudadela, dejando las puertas y torres de la plaza en poder del enemigo. Los moros no pudiendo subsistir en la ciudadela por ser muchos y tener pocos bastimentos, ofrecieron darse á partido, y el Marqués les concedió el de salir libremente con sus efectos, dejando las armas y obligándose á pasar á Berbería.
Asi se volvió á ganar la villa de Zahara para confusion de Muley Aben Hazen, que de esta manera pagó la pena y perdió el fruto, de aquella su agresion injusta. Los Reyes de Castilla, agradeciendo esta hazaña al valiente Ponce de Leon, le concedieron el título de duque de Cádiz y marqués de Zahara; pero él estimaba en tanto su primer título, que nunca lo dejó, y firmaba siempre: el marqués duque de Cádiz.
XXI
De la disciplina y buen gobierno que estableció el conde de Tendilla en la guarnicion de Alhama.
Con motivo de la toma de Zahara, ganada por segunda vez por los cristianos, se complacen los coronistas de aquella época en cotejar el descuido del alcaide moro, que perdió esta fortaleza en la claridad del dia, con la vigilancia del cristiano gobernador de la de Alhama. Las observaciones que hacen á este intento, servirán de asunto al capítulo presente.
La custodia de esta importante plaza, estaba entonces confiada á don Iñigo Lopez de Mendoza, conde de Tendilla, caballero esforzado y de noble sangre, hermano del gran cardenal de España. Al tomar posesion de su gobierno, halló que la guarnicion se componia de solo mil hombres entre peones y caballos: tropa aguerrida y veterana, pero licenciosa, adicta al juego y á la holganza, y agena de disciplina. Los naipes y los dados eran ya las armas que mas bien manejaban: los cantares deshonestos, las músicas ociosas, les ocupaba lo mas del tiempo, á vueltas de ruidosas altercaciones y sangrientas riñas. “Aqui, dijo el Conde, no hay mas que un puñado de hombres: es menester, pues, que cada uno de ellos sea un héroe.”
Desde luego se dispuso á reformar estas costumbres, procurando inspirar á sus soldados una loable ambicion, y doctrinándoles en todo lo concerniente al ejercicio de la caballería: desterró los juegos, prohibió las músicas é hizo desaparecer la ociosidad, origen de tantos vicios, y causa de la perdicion de tantos ejércitos . “El justo fin de una guerra, dijo, se pervierte muchas veces por la pravedad de los que la siguen: y la insubordinacion y falta de órden en la tropa, suelen ser el escollo de los planes mas bien concertados.” Añadiendo, cuando era menester, el rigor á la blandura y el castigo á los consejos, logró poco á poco restablecer la disciplina, despertó el espíritu belicoso de sus soldados, y los hizo ser el terror del enemigo.
La fortaleza de Alhama, por la elevacion en que estaba puesta, dominaba el camino que conducia á Málaga, y aquella parte de la vega regada por el Cazin y el Jenil. Desde aqui hacia el Conde sus salidas y correrías, arrebatando ganados, destruyendo mieses, é interceptando los convoyes que pasaban por el camino; y esto era tan frecuente, que decian los moros que ni una hormiga podia atravesar la vega sin que lo advirtiese el conde de Tendilla. Algunas veces salia á combatir las torres y casas fuertes que habia en contorno, donde el paisanage moro se guarecia y depositaba sus cosechas y ganado. En estas ocasiones solia llevar sus estragos hasta cerca de Granada, y volvia á Alhama conduciendo gran cantidad de despojos, y muchos prisioneros. Tal, en fin, era la actividad y solicitud con que el conde de Tendilla hacia la guerra, que ni dejaba en ócio á los suyos, ni en seguridad al enemigo: y los moros, viendo que no podian alejarse de Granada mas de una legua, para atender á las labores del campo, sin mucho peligro de quedar cautivos, prorrumpieron en quejas y clamores contra el Rey, que asi permitia se insultase su territorio. Con este motivo se despacharon de Granada varios escuadrones de caballería, á fin de que protegiesen á los labradores en la colectacion de sus cosechas. Estas tropas, rondando en las inmediaciones de Alhama, impedian las salidas de los cristianos, y los tuvieron por algunos dias encerrados en la fortaleza.
Estando asi bloqueado el Conde, se oyó una noche un estampido tremendo, que estremeció la fortaleza hasta sus cimientos. Los habitantes de la villa despertaron llenos de temor, y los soldados de la guarnicion corrieron á las armas, recelando fuese un asalto del enemigo: pero la causa de esta alarma resultó ser la caida de un gran trozo de la muralla del castillo, que minada por las lluvias del invierno, se habia hundido, dejando una gran brecha por la parte que miraba al campo. En gran cuidado puso este fracaso al Conde, pues llegando á conocimiento de los moros, era indudable que darian aviso en Granada y Loja, y que viniendo de alli una fuerza considerable, les seria fácil combatir la fortaleza y entrarla por aquella brecha. En este apurado lance dió el Conde pruebas de un ingenio fecundo de recursos. Mandó cubrir toda aquella parte del muro que se habia caido con un gran lienzo, el cual hizo luego pintar, imitando una muralla con sus almenas; y en efecto salió tan semejante, que desde lejos no se podia distinguir el lienzo de la muralla . En seguida hizo trabajar con la mayor diligencia en el reparo del portillo, sin permitir entre tanto que saliese nadie de la villa, porque no diesen aviso al enemigo, del estado indefenso en que se hallaba. Algunas partidas de caballería ligera se vieron discurrir en aquellos dias por los campos de Alhama; pero ninguna notó el engaño del lienzo y el defecto de la muralla; de suerte que en pocos dias quedó ésta reedificada y mas fuerte de lo que antes estaba.
No es menos digno de atencion otro arbitrio, que poco despues discurrió este ingenioso caballero. Llegó á faltarle enteramente el dinero, y no tenia oro ni plata con que pagar los sueldos de los soldados, que murmuraban y se quejaban, viéndose sin los medios de comprar en la villa lo necesario para su subsistencia. Para ocurrir, pues, á esta necesidad, escribió de su mano en varios papelitos diversas cantidades, grandes y pequeñas, segun le pareció que lo exigian las circunstancias, y autorizando estas cédulas con su firma, las dió á su tropa en pago de su sueldo . Al mismo tiempo mandó bajo las penas mas severas, que nadie en Alhama rehusase admitir este papel por el valor que en él estaba señalado; prometiendo solemnemente redimirlo con el tiempo, y pagar su importe en oro ó plata. Los habitantes que conocian la integridad del Conde, fiaron en su palabra, y recibiendo sus pagas en esta moneda, remediaron las necesidades de la guarnicion.
Preciso es añadir, en honor de la justicia, que el Conde cumplió su palabra como buen caballero; y este es el primer ejemplar que se sabe del uso de papel-moneda, que despues se ha hecho tan general en todo el mundo civilizado.
XXII
De la entrada del ejército cristiano en el territorio de los moros para talar sus tierras.
Año 1484
Los caballeros que habian sobrevivido á la matanza de los montes de Málaga, no obstante haber vengado en diversas ocasiones la muerte de sus compañeros, aun conservaban altamente en el corazon la memoria de aquel sangriento suceso: ardian por entrar de nuevo por el territorio moro, para llevarlo todo á fuego y sangre, y dejar aquellas fértiles regiones, que habian sido testigos de su desgracia, hechas triste y espantoso monumento de su venganza.
Sus deseos se cumplieron, y en la primavera de 1484, volvió la antigua ciudad de Antequera á resonar con el estrépito de las armas. Muchos de los caballeros que el año anterior se habian reunido alli para aquella expedicion desastrosa, volvieron á entrar por las mismas puertas con sus soldados, cubiertos de hierro; no ya con la pompa y alegría que entonces, y sí con gravedad y silencio, y con ánimos resueltos. En breve se juntó en aquella plaza una fuerza de seis mil de á caballo y doce mil de infantería, tropa escogida y compuesta en parte de los caballeros de las órdenes militares y religiosas, y de las gentes de la hermandad. Todo cuanto podia ser de necesidad y provecho al ejército en esta nueva incursion, se le suministró con prevision diligente. El celo caritativo de la Reina dispuso, que fuesen con la tropa muchos cirujanos para que curasen á los heridos, sin llevar precio, pues ella pagaba sus servicios. Asimismo se previno por órden de Isabel un hospital de campaña, compuesto de seis tiendas espaciosas, provistas de camas y todo lo necesario para los heridos y enfermos.
Hechas estas y otras prevenciones, salió de Antequera aquel lucido y poderoso ejército llevando el órden siguiente. Don Alonso de Aguilar guiaba la vanguardia, acompañándole el alcaide de los Donceles y Luis Fernandez Portocarrero, con los capitanes de la hermandad y sus gentes. La segunda batalla iba al mando del marqués de Cádiz y del maestre de Santiago, con los caballeros de esta órden y las tropas de la casa de Ponce de Leon. En el ala derecha de esta batalla mandaba Gonzalo de Córdoba y en la izquierda Diego Lopez de Ayala. La tercera batalla venia á las órdenes del duque de Medinasidonia y del conde de Cabra, que llevaban asimismo las gentes de sus respectivas casas. El comendador mayor de Alcántara conducia la retaguardia, acompañándole los caballeros de su órden y los de Jerez, Écija y Carmona.
Tal fue el ejército que salió de Antequera para ejecutar la mas rigurosa tala, que habia desolado jamas el reino de Granada. Entrando en el territorio moro por la via de Alora, destruyeron luego todos los panes, viñas y olivares en contorno de aquella villa: pasaron adelante por los valles y tierras de Coin, Casarabonela, Almejía y Cartama, y en diez dias convirtieron aquel pais risueño en un desierto espantoso. Desde alli á manera de un arroyo de lava ardiente siguió el ejército su curso lento y destructor por tierras de Pupiana y Alhendin, y mas allá, hasta la vega de Málaga, abrasando y talando huertas, olivares y almendrales, sin dejar cosa verde. Los moros de algunos de estos pueblos procuraron eximir sus tierras de tanto estrago, ofreciendo poner en libertad á los cristianos que tenian cautivos: otros salieron animosamente á defender sus propiedades; pero fueron rechazados con mucha pérdida, y los arrabales de sus pueblos destruidos y quemados . Á la noche era un espectáculo, que infundia horror ver como entre columnas de denso humo subian las devoradoras llamas desde los pueblos y caseríos incendiados.
Llegando á las orillas del mar, halló el ejército muchos barcos, que le estaban esperando con toda clase de mantenimientos y municiones que habian traido de Sevilla y de Jerez, para que nada faltase á la tropa en esta expedicion. Asi pudieron continuar su marcha hasta las inmediaciones de Málaga, donde fueron atacados vigorosamente por los moros de aquella ciudad, y un dia entero se pasó en escaramuzas muy reñidas; pero mientras una parte del ejército peleaba, la otra se ocupaba en asolar la vega.
Conseguido el objeto de esta expedicion, que no era el de hacer conquistas, sino solo de debilitar al enemigo, volvieron atrás los cristianos, dirigiendo su marcha hácia las montañas. Dieron la vuelta por Coin, Altazaina, Gutero y Alhaurin, talando y arrasando cuanto hallaron en circuito de estos pueblos, cuyos floridos valles eran la gloria de aquellas montañas y las delicias de los moros. Al cabo de cuarenta dias que duró esta tala, volvió el ejército cristiano á los prados de Antequera.
Á principios de junio tomó el Rey Fernando en persona el mando de estas tropas, aumentando su fuerza con varias lombardas y otras piezas de batir, dirigidas por ingenieros alemanes y franceses. Con esta nueva arma, aseguraba el marqués de Cádiz que se podrian ganar con poca dificultad todas las fortalezas de los moros; pues siendo su principal defensa la aspereza y elevacion del terreno, no tenian las murallas el espesor y fuerza necesaria para resistir el furioso ímpetu de las balas arrojadas por la pólvora. Asi era la verdad, como luego se conoció en la suerte que cupo á la villa de Alora. Apenas se rompió el fuego contra esta fortaleza, cuando se reconocieron los efectos de estas máquinas terribles: dos torres y una parte de la muralla fueron derribadas en poco tiempo. Los moros, amedrentados y confusos por este nuevo género de ataque, no acertaban á defenderse: el estruendo de la artillería y la ruina de sus casas, tenia á las mugeres llenas de consternacion; y éstas, pidiendo á voces la rendicion, obligaron á aquellos á entregarse á los sitiadores. En efecto el dia 20 de junio quedó esta plaza por el Rey, habiéndose permitido á los habitantes salir de ella con sus efectos.
Igual suerte tuvo la villa de Setenil, situada sobre un peñasco escarpado, y tenida por inexpugnable. Diversas veces se habia combatido esta fortaleza por los Reyes anteriores, que nunca la pudieron rendir. Aun ahora la artillería estuvo asestada contra sus muros por algunos dias, sin hacer impresion alguna; pero al fin el marqués de Cádiz, dirigiendo él mismo los tiros, aportilló las puertas y abrió una gran brecha en la muralla, obligando á los moros á rendirse.
Á la toma de Alora y Setenil, se siguió la de otros muchos pueblos, que sin esperar á ser combatidos, se entregaron á las armas del Rey. Los moros habian desplegado siempre mucha constancia y valor en la defensa de sus plazas: eran temibles en sus salidas y escaramuzas; y en los sitios sabian sufrir el hambre y la sed; pero esta terrible artillería, que con tanta facilidad daba en tierra con sus murallas, los tenia llenos de confusion y espanto, pues veian ser en vano toda resistencia. Admirado el Rey del efecto producido por los cañones, mandó aumentar su número; y esta arma poderosa fue mas adelante de gran de influencia en el resultado de la guerra.
La última operacion de este año, tan desastroso para los moros, fue una incursion que hácia el fin del verano hizo el Rey en la vega de Granada. En esta ocasion, despues de asolar el pais, quemó dos pueblos, y destruyó varios molinos que habia á las puertas mismas de la capital.
El viejo Muley Aben Hazen, contemplaba con dolor y asombro la devastacion de sus dominios: la adversidad y los achaques habian postrado aquel espíritu altivo, y suspiraba por la paz. Á fin de obtenerla, hizo proposiciones al Rey, ofreciendo tener su corona como tributario de la de Castilla; pero Fernando, que no aspiraba á menos que á la absoluta conquista de Granada, no quiso entrar en negociacion alguna. Dejando bien provistas y guarnecidas las plazas que se habian tomado á los moros, volvió el Rey á Córdoba, donde entró en triunfo, terminando una série de campañas que le habian cubierto de gloria.
XXIII
Tentativa del Zagal para sorprender á Boabdil en Almería.
Todo este año, tan desastroso para los moros, permaneció Boabdil, verdaderamente llamado el Zogoibi, en la ciudad marítima de Almería. Reducido á una corte mezquina, y conservando apenas el nombre de Rey, esperaba que la fluctuacion de los eventos, haciendo volver á su obediencia á aquel inconstante pueblo, le restituyese al trono de la Alhambra. Su altiva madre, la sultana Aixa, procuró sacarle de este letargo. “Es de ánimos apocados, le dijo, esperar que vuelva la rueda de la fortuna; las almas grandes saben asirla y sujetarla á su voluntad. Sal al campo, acomete empresas, arrostra peligros; asi podras acaso recobrar el trono de Granada, ó conservar al menos la sombra de soberanía que te queda.”
Pero Boabdil no tenia la fuerza de alma que era menester para seguir estos animosos consejos, y en breves dias le sobrevinieron los males que su madre le tenia pronosticado.
Postrado en cama, y casi ciego, el anciano Muley Aben Hazen, iba sucumbiendo á la vejez y á los achaques. Su hermano Audalla, por otro nombre el Zagal, el mismo que habia concurrido á la matanza de los cristianos en los montes de Málaga, era general en gefe de los ejércitos moros, y habia llegado insensiblemente á encargarse de casi todos los cuidados del gobierno. Entre otras cosas proseguia con tanto celo la guerra del Rey padre contra el hijo, que sospechaban algunos habia en esto algo mas que simpatía fraternal.
Las desgracias y reveses sufridos últimamente por los moros, habian herido el amor propio de la nacion: en Almería se indignaban de la inaccion de Boabdil, y de los tratos que traia con el enemigo; al paso que en Granada se fomentaban mañosamente estos mismos sentimientos por los agentes de Audalla. Poco á poco lograron malquistarle con el pueblo y con la tropa, y formaron una tenebrosa conjuracion para su ruina. En febrero de 1485, se presentó el Zagal delante de Almería á la cabeza de un escuadron de caballos. Las puertas le fueron inmediatamente abiertas por los conjurados, y entrando con su gente, corrió el Zagal á la ciudadela, donde fue recibido con aclamaciones por la guarnicion, que mató al alcaide. Pasando en seguida al Alcázar, recorrió todos sus aposentos en busca de Boabdil: en uno de ellos halló á la sultana Aixa, con el jóven Aben Ahagete, hermano menor del Rey, y algunas personas de su servidumbre. “¿Dónde está el traidor Boabdil?” exclamó el Zagal. “El traidor y el pérfido lo eres tú, le replicó la intrépida Sultana, y mi hijo á esta hora confio estará en parte segura, para vengarse algun dia de tu traicion.” La rabia del Zagal, cuando supo que se le habia escapado su víctima, llegó al último extremo. En su furor mató al jóven príncipe Aben Ahagete; y sus secuaces, siguiendo este ejemplo, sacrificaron á los demas que se hallaban presentes, escepto á la sultana Aixa, que quedó su prisionera.
Un soldado leal habia prevenido á Boabdil de su peligro, en tiempo para efectuar su fuga. Saltando en un caballo ligero, partió á escape, acompañado de algunos parciales, y en medio de aquella confusion logró salir de la ciudad: ¿pero dónde habia de acudir, si no habia fortaleza ni castillo que no estuviese contra él? ¿de quién se habia de fiar, si ya los moros estaban enseñados á detestarle como traidor y apóstata? En tal estado, no le quedó otra alternativa que la de refugiarse entre los cristianos, sus enemigos naturales, y volviendo pesaroso las riendas á su caballo, dirigió los pasos hácia Córdoba. Hubo de pasar como fugitivo una parte de sus propios dominios, sin hallarse enteramente seguro hasta pasar la frontera, y dejar atrás las altas montañas que eran la barrera natural de su pátria. Entonces fue cuando reconoció toda la humillacion de su estado: un desertor de su trono; un desecho de su nacion; un Rey sin reino. En la agonía de su dolor se dió un golpe en el pecho, y exclamó: “¡en hora fatal nací, y verdad dicen los que me llaman el desventurado!”
Entró en Córdoba con semblante decaido, y acompañado de solo cuarenta de sus partidarios. Los Reyes estaban ausentes; pero los señores de la corte le recibieron con demostraciones afectuosas, y con la generosidad que distingue á las almas nobles y caballerescas.
Entre tanto, el Zagal puso en Almería un nuevo alcaide, para que mandase en nombre de su hermano; y habiendo reforzado la guarnicion, partió para Málaga, donde se esperaba un nuevo ataque de los cristianos. Expulsado de aquellos dominios el Rey chico, y ciego é impedido su padre Aben Hazen, era el Zagal virtualmente el Soberano de Granada. El pueblo, bien hallado con su nuevo ídolo, victoreaba su nombre y fundaba en él las esperanzas de la nacion.
XXIV
Nueva campaña del Rey católico contra los moros, y sitios de Coin y Cartama.
Año 1485
Con la experiencia de los efectos producidos en el año anterior por la artillería de batir, contra las fortalezas de los moros, determinó el Rey Fernando proveerse de un tren numeroso para la campaña de 1485, en el discurso de la cual se proponia combatir algunos de los lugares mas fuertes del enemigo. Á principios de la primavera se reunió en Córdoba un ejército de nueve mil caballos y veinte mil infantes; y el dia 5 de abril salió el Rey á campaña. Se habia acordado en el consejo marchar á poner el campo sobre Málaga, puerto de mar importante por ser el conducto de los socorros y mantenimientos que recibia la capital de Granada; pero se creyó necesario tomar primero las plazas y fortalezas que habia en los valles de santa María y Cartama, que estaban antes de la ciudad de Málaga.
El primer lugar que se combatió, fue la villa de Benamaquex, cuyos moradores se habian sometido el año anterior á los Reyes de Castilla, y despues se habian rebelado. Indignado el Rey contra ellos por tan falso proceder, dijo: “Yo haré que el castigo de estos sirva de escarmiento á otros, para que guarden lealtad por fuerza, cuando no la guardaren de grado.” Se tomó el lugar por asalto, y ciento y ocho de sus principales habitantes fueron pasados á cuchillo ó ahorcados . En el mismo dia pusieron sitio sobre las villas de Coin y Cartama el marqués de Cádiz y Luis Fernandez Portocarrero, cada uno con las tropas respectivas de su mando; colocándose el Rey con lo demas del ejército entre los dos pueblos, para socorrer á los sitiadores de la una y la otra parte. Á un mismo tiempo empezó la batería contra las dos plazas: y tal era el estruendo de las lombardas, que los tiros que se tiraban en el un campo se oian en el otro. Los moros hicieron varias salidas, y no obstante que el espantoso tronar de la artillería los tenia confundidos, se defendieron animosamente.
Entre tanto los moros de la serranía avisados por las ahumadas que veian en las montañas, del peligro en que estaban aquellas dos plazas, se reunieron en bastante número en la villa de Monda, distante una legua de Coin. Diversas veces intentaron entrar en esta plaza para defenderla; pero la vigilancia de los sitiadores lo estorbaba, y siempre fueron rechazados. En tal estado de cosas se vió entrar un dia en Monda un arrogante moro, capitan de una partida de atezados africanos á caballo: era Hamet el Zegrí, el soberbio alcaide de Ronda, á la cabeza de sus Gomeles. Desde la fatal jornada del Lopera, le habia atormentado el deseo de vengarse y de borrar aquella afrenta. Presentándose á los guerreros reunidos en Monda, dijo: “¿Quién de vosotros se compadece de las mugeres y niños de Coin, amagados por el cautiverio y la muerte? aquel que se mueva á piedad, sígame; ¡que yo como musulman estoy pronto á morir en defensa de musulmanes!” Diciendo estas palabras, empuñó una enseña blanca, y tremolándola sobre su cabeza, se lanzó fuera de la villa, seguido de sus Gomeles y otros muchos guerreros animados con tan noble ejemplo. Avisados de las intenciones de Hamet los habitantes de Coin, cuando vieron venir la enseña blanca, salieron á dar rebato en el campo cristiano, dejando asi lugar á que efectuasen su entrada en la villa Hamet y sus Gomeles. Con este refuerzo se animó la guarnicion á una resistencia vigorosa, dándoles el ejemplo los Gomeles, que como soldados veteranos tanto mas peleaban cuanto mas eran combatidos.
Al fin se abrió una brecha en la muralla, y Fernando impaciente porque no se rendia la plaza, mandó al Duque de Nájera y al conde de Benavente que entrasen con sus tropas. Asimismo envió á decir al duque de Medinaceli, que enviase sus gentes para ayudar á aquellos caballeros. Este mandamiento ofendió gravemente el orgullo feudal del Duque. “Decid al Rey mi señor, respondió con altivez, que yo vine á servirle con la gente de mi casa; y que si manda vayan mis soldados á cualquier parte, tengo yo de ir con ellos; pero si he de quedar en el real, ellos se han de quedar conmigo; porque ni la gente puede servir bien sin el capitan, ni el capitan sin la gente.”
Entre tanto las tropas destinadas para el asalto, capitaneadas por Pero Ruiz de Alarcon, avanzaron á la muralla y entraron á viva fuerza por la brecha. Los moros aterrados por la impetuosidad del ataque, se retrajeron peleando á la plaza de la villa, y ya Pero Ruiz de Alarcon se imaginaba haber ganado el lugar, cuando sobrevinieron Hamet y sus Gomeles, los cuales con grandes alaridos cayeron furiosamente sobre los cristianos. Éstos acometidos por los Gomeles, y turbados por las piedras y armas, que les arrojaban desde las ventanas y azoteas, tuvieron que ceder, y se retiraron por la misma brecha donde habian entrado. Ruiz de Alarcon, sin volver un paso atrás, se mantuvo peleando en una de las calles; y como le dijesen los pocos que estaban con él que se retirase, respondió: “¡no entré yo en la pelea para salir de ella huyendo!” En breve le rodearon los moros, huyeron sus compañeros, y él, cubierto de heridas, cayó muerto peleando con fama de buen caballero . La resistencia de los habitantes aunque sostenida por el valor de los Gomeles, de nada sirvió contra la artillería de los cristianos. Á impulso de los tiros vinieron luego á tierra las murallas; las casas fueron incendiadas por los combustibles que se echaron dentro de la plaza, y los moros fueron forzados á capitular. Se concedió á los naturales de la villa que saliesen con sus efectos, y á los Gomeles con sus armas. Hamet el Zegrí cabalgó orgulloso por medio del real cristiano, y los caballeros españoles no pudieron menos de contemplar con admiracion á este guerrero impertérrito acompañado con sus fieles y valientes partidarios.
Á la toma de Coin se siguió la de Cartama. La rendicion de estas dos plazas infundió tal temor en los moros de aquella comarca, que los habitantes de muchos de los pueblos convecinos abandonaron sus casas, y huyeron con los bienes que pudieron llevar.
Dejando entonces su campo y artillería cerca de Cartama, partió el Rey con alguna tropa ligera para reconocer la ciudad de Málaga. El vigilante Zagal que ya tenia noticia del plan concertado en el consejo de Córdoba, se habia metido en aquella plaza, habia reforzado sus defensas, y prevenido á los alcaides de los lugares de la sierra que le auxiliasen con sus fuerzas. El mismo dia que se presentó Fernando delante de Málaga, salió el Zagal á su encuentro con hasta mil hombres de guerra, que mostraban ser la caballería mas escogida del reino de Granada. Trabóse entre unos y otros una escaramuza muy reñida por las huertas y olivares inmediatos á la ciudad: muchos cayeron de entrambas partes, y los cristianos hicieron anticipadamente experiencia de los trabajos que debia costarles la conquista de aquella plaza.
Acabada la escaramuza, tuvo el marqués de Cádiz una conferencia secreta con el Rey. En ella, despues de manifestarle las dificultades que ofrecia el asedio de Málaga, le comunicó una carta que habia recibido de un moro de Ronda, llamado Jusef Jerife, que le participaba hallarse esta plaza casi desamparada y sin medios de resistir un ataque repentino. El Marqués instó vivamente al Rey que aprovechase la ocasion que se le presentaba de tomar esta fortaleza, una de las mas importantes de la frontera, y que en manos de Hamet el Zegrí era el azote de la Andalucía. Al dar este consejo, animaba tambien al piadoso Marqués el deseo de romper las cadenas de los cautivos cristianos, hechos prisioneros en la derrota de la Ajarquía y que gemian en las profundas mazmorras de Ronda.
El Rey Fernando escuchó con gusto los consejos del Marqués: sabia que Ronda era una de las llaves del reino de Granada, y deseaba castigar á sus naturales por el socorro que habian dado á los moros de Coin. Asi, pues, se abandonó por ahora el sitio de Málaga, y se hicieron las prevenciones necesarias para marchar con rapidez y secreto contra Ronda.
XXV
Sitio de Ronda.
Vuelto Hamet el Zegrí á Ronda, despues de la rendicion de Coin, tomó la nueva de haber marchado el ejército cristiano á poner cerco sobre Málaga, y recibió las órdenes del Zagal para que le auxiliase con alguna tropa. Enviando allá parte de su guarnicion, Hamet, á quien su espíritu fogoso y vengativo no dejaba sosegar, resolvió ejecutar una nueva expedicion, que borrase la afrenta recibida en la batalla del Lopera. La situacion de la Andalucía, destituida de tropas, presentaba la ocasion mas oportuna para una correría por las tierras de aquel reino; y pues el torrente de la guerra habia ido á inundar á la vega de Málaga, ningun peligro habia que recelar en Ronda, aun cuando no fuese tanta la fuerza de sus muros y defensas. Dejando pues en esta plaza una parte de la guarnicion, se puso Hamet á la cabeza de sus Gomeles, y bajó como un huracan á desolar las llanuras de la Andalucía: entró por los estados del duque de Medinasidonia, y corriendo aquella dilatada campiña y fértiles dehesas, arrebató ganados, saqueó pueblos, y efectuó su retirada con poca ó ninguna oposicion; pues aunque las campanas tocaron á rebato, y las hogueras anunciaron la presencia del enemigo, fue tal la rapidez de sus movimientos, que no dejó lugar á la persecucion.
Cargado de despojos y ufano por el buen éxito de esta incursion, seguia Hamet su marcha con direccion á Ronda, cuando al desembocar de uno de los desfiladeros de la Serranía, llegó á sus oidos el sonido lúgubre de la artillería cristiana, que tronaba contra Ronda. Metiendo espuela á su caballo, pasó Hamet adelante; y á medida que avanzaba, crecia aquel estruendo bélico, retumbando, de cerro en cerro. Llegó á una altura, tendió la vista, y con el mayor asombro vió blanquear los campos en derredor de Ronda con las tiendas de un ejército sitiador. El estandarte real tremolaba en medio del campamento, indicando la presencia del Monarca, y el bronce horrísono, vomitando humo y llamas, anunciaba la próxima ruina de las torres de Ronda.
El ejército real habia logrado venir sobre Ronda de improviso, estando ausente su alcaide y la mayor parte de la guarnicion; pero sus habitantes, egercitados en la guerra, se defendian con valor, confiando ser en breve socorridos por Hamet y sus Gomeles. La decantada fuerza de aquellos baluartes aprovechó poco contra el rigor de las lombardas, las cuales, al cuarto dia de romper el fuego, habian derribado tres torres y una gran parte del muro que cercaba los arrabales. Con tan buenos principios cobraron mayor esfuerzo los sitiadores, aproximaron las lombardas, bajando mas la puntería, y se batió aquella fortaleza con tal vigor, que el peñon en que estaba fundada se estremecia hasta los cimientos. Los cautivos cristianos, sepultados en sus calabozos, se complacian de aquel rumor, teniéndolo por presagio de su cercana libertad.
El pesar que tenia Hamet de ver cercada y combatida aquella plaza, le inspiró una resolucion desesperada. Exhortando á sus soldados para que le siguiesen, pasó con la mayor cautela á colocarse con su gente en una altura inmediata al Real cristiano. Aqui permanecieron hasta alta noche; y saliendo del monte á tiempo que la mayor parte del ejército yacía entregada al sueño, acometieron repentinamente por el lado mas flaco del acampamento, con propósito de abrirse paso con la espada por medio de los sitiadores, y ganando la ciudad, entrar á defenderla. Pero la vigilancia con que se guardaba el campo cristiano frustró esta tentativa; y los moros, rechazados y perseguidos, se acogieron á la sierra de donde habian salido, defendiéndose de los cristianos con piedras, dardos y saetas.
Hizo entonces Hamet encender grandes fuegos en las cumbres de las montañas, y acudieron á su estandarte muchos moros de la Serranía y algunas tropas de Málaga. Con este refuerzo hizo varias tentativas para forzar el Real cristiano y entrar en Ronda; pero fueron inútiles todos sus esfuerzos, y siempre tuvo que recogerse á las asperezas de la sierra con pérdida de muchos de sus soldados mas valientes.
Entre tanto, los apuros de los sitiados crecian de hora en hora. El marqués de Cádiz habia logrado apoderarse de los arrabales, y se hallaba en disposicion de llegar hasta la base misma del escarpado peñon que sostenia aquella fortaleza. Al pié de este precipicio brotaba una fuentecilla, á la cual se bajaba desde la ciudad por una mina cortada en la peña viva. De aqui se surtia de agua el vecindario, empleándose para sacarla, á los cautivos cristianos, cuyos cansados pies tenian casi gastados los escalones de la mina. El marqués de Cádiz, descubriendo este manantial, mandó contraminarlo al través de la roca sólida. Asi lo ejecutaron sus ingenieros, y llegando al caño de la fuente, lo cegaron, quitando á la ciudad este recurso.
Mientras el generoso marqués de Cádiz, animado por la esperanza de sacar de su cautiverio á sus compañeros de armas, estrechaba el sitio con el mayor celo, Hamet el Zegrí, mirando desde las alturas la destruccion de su fortaleza, se golpeaba el pecho, y se abandonaba á los extremos de una furia impotente. Cada tiro de la artillería cristiana parecia herirle en el corazon; de dia estaba viendo caer, una despues de otra, las torres de Ronda, y de noche que ardia la ciudad como un volcan abrasado. “Tiraban, dice un coronista de aquel tiempo, no solo piedras de canto, sino grandes pelotas de hierro, fundidas en moldes, que hacian mucho estrago do quiera que alcanzaban.” Asimismo arrojaban dentro de la ciudad unas pellas de cáñamo, confeccionadas de alquitran y pólvora, las cuales cayendo encendidas sobre las casas, las incendiaban. Grande fue el horror de los naturales de la ciudad: veian arder sus casas, caer las torres, y obstruirse las calles con los escombros y con los cadáveres: en tal confusion y espanto, ni sabian dónde guarecerse, ni cómo defenderse, ni qué consejo tomar. Las mugeres, atemorizadas por el estrago de las balas y la voracidad de las llamas, prorrumpian en gritos dolorosos; y sus lamentos, mezclados con el estruendo de la artillería, se oian á la otra parte de la sierra, donde estaban los moros de Hamet, reducidos á ser espectadores de esta escena.
Perdida toda esperanza de que les viniese socorro de fuera, tuvieron los moros de Ronda que entregarse á partido; y fue bastante favorable el que les concedió Fernando. Conocia el Rey que la plaza aun era capaz de alguna resistencia, y deseaba por otra parte relevar á los suyos del trabajo que tenian peleando con una multitud de moros, que desde las sierras y lugares ásperos los guerreaban sin cesar. Se permitió, pues, á los moradores de Ronda salir con sus efectos para irse á los reinos de África, ó donde quisiesen; y á los que prefirieron permanecer en España, se les señaló tierras donde morar, y se les conservó en el egercicio de su ley.
Verificada la rendicion, se despacharon algunos destacamentos para perseguir á los moros que andaban por aquellas montañas; pero Hamet, viéndolo todo perdido, no quiso esperar una batalla, que precisamente habia de ser infructuosa, y se retiró con sus Gomeles pesaroso é indignado, aunque sin desesperar enteramente de su fortuna.
El primer cuidado del buen marqués de Cádiz, al entrar en Ronda, fue la emancipacion de sus desgraciados compañeros de armas, que gemian en las mazmorras. ¡Qué mudados los halló de lo que eran cuando, llenos de vigor y de confianza, y resplandecientes por el lujo de sus arreos, salieron de Antequera á correr los infaustos montes de Málaga! medio desnudos, aherrojados, y con las barbas hasta la cintura, movian á compasion; y su vista despertó en el ánimo del marqués de Cádiz recuerdos muy amargos. Entre los cautivos habia algunos jóvenes de casas ilustres, que con piedad filial se habian entregado prisioneros en lugar de sus padres. Todos fueron enviados á Córdoba, donde la piadosa Isabel, compadeciendo sus trabajos, les suministró ropas, alimentos y dinero, hasta dejarlos en sus casas. Sus cadenas fueron suspendidas en el exterior de san Juan de los Reyes de Toledo, donde aun se hallan, para que el cristiano viagero pueda regocijarse con su vista. Entre los cautivos moros habia una jóven de extremada hermosura, á quien un jóven español, cautivo en Ronda, supo comunicar á un mismo tiempo los sentimientos del amor mas tierno, y el conocimiento de la verdadera fé. Deseando completar tan buena obra, la pidió por esposa á la Reina, que se la concedió gustosa, haciéndola bautizar y colmando á entrambos de mercedes.
Asi quedó sujeta á los Soberanos de Castilla la fortaleza de Ronda, tenida por inexpugnable, asilo de los guerreros mas atrevidos de Granada, y columna de las esperanzas de los moros. Á su ejemplo se rindieron Cazarabonela, Marbella y otros muchos pueblos; de forma que en el discurso de esta expedicion, llegaron á setenta los pueblos que se arrancaron al dominio de los sectarios de Mahoma.
XXVI
Los granadinos brindan con la corona al Zagal, y éste parte para la capital.
El pueblo de Granada, desleal y mudable por su condicion, habia vacilado largo tiempo entre Muley Aben Hazen y su hijo, Boabdil el chico, ya declarándose por el uno, ya aclamando al otro, segun la premura de las circunstancias, sin que por eso hubiese diminucion alguna de los males que afligian á la nacion. Cuando llegó á la capital la noticia de la toma de Ronda, y la pérdida consiguiente de la frontera, se reunió el pueblo tumultuariamente en una de las plazas públicas; y murmurando de sus gobernantes, les imputó, como de costumbre, todos los infortunios de la pátria; porque el pueblo nunca se imagina puedan originarse en él mismo los males que padece. Un alfaquí astuto, llamado Alyme Mozer, que habia notado los progresos del descontento popular, se levantó entre los granadinos, y los arengó. “Tiempo ha, dijo, que andais divididos entre dos Reyes, de los que ninguno tiene el valor y fuerza que se necesita para acudir al remedio de vuestros males: el uno, Aben Hazen; incapaz por su edad y sus achaques de salir contra el enemigo: el otro Boabdil; el apóstata, el desertor de su trono, el desgraciado por destino. En un tiempo en que padecemos los amagos de una guerra exterminadora, aquel solo es digno de empuñar el cetro que sabe blandir la espada. Si buscais tal hombre, no será dificil hallarlo: Alá os lo envia en la persona de vuestro general el invencible Audalla, cuyo sobrenombre de el Zagal ha llegado á ser en las batallas el terror de los cristianos, y precursor de nuestras glorias.”
El discurso del alfaquí fue recibido por el pueblo con aclamaciones, y los granadinos, siguiendo el impulso que se les habia dado, enviaron una diputacion á Málaga para ofrecer al Zagal la corona, y conducirlo á la capital. El Rey electo, aunque manifestó extrañar una resolucion tan inesperada, se dejó persuadir fácilmente, y admitió la brillante oferta que le hacian. Dejando con el mando de Málaga á Rodován de Vanegas, uno de los mas valientes generales moros, partió para Granada con una comitiva de trescientos caballeros de su confianza.
El viejo Muley Aben Hazen no esperó la venida de su hermano. Cansado de luchar con las olas de su fortuna, ya solo buscaba en aquel piélago de vicisitudes un puerto seguro donde pasar tranquilo el resto de sus dias. En un hondo valle de los que guarnecen la costa del Mediterráneo, estaba la pequeña ciudad de Almuñecar, defendida por la parte de tierra por estupendas montañas. El Riofrio corria por este valle, que abundaba de frutos, granos y ricos pastos. Las defensas de la ciudad eran bastante fuertes, y el alcaide y guarnicion acérrimos partidarios del viejo Monarca. Éste fue el lugar que Muley Aben Hazen eligió para su retiro. Su primer cuidado fue el de enviar alli sus tesoros: en seguida pasó á refugiarse allá él mismo; y por último, dispuso que viniesen á reunirse con él Fátima y sus dos hijos.
Entretanto, Muley Audalla, el Zagal, proseguia su camino hácia Granada, acompañado de sus trescientos caballeros. Llegando cerca de Alhama, por donde le era forzoso pasar, envió delante corredores para reconocer el terreno, á fin de asegurarse contra cualquiera emboscada de los cristianos; pues en el tiempo que mandaba en esta fortaleza el conde de Tendilla, era muy peligroso este paso, por la vigilancia con que se guardaban aquellas cercanías, y las frecuentes salidas que hacia la guarnicion; y aunque la tenencia de Alhama estaba confiada ahora á don Gutierre de Padilla, clavero de Calatrava, que no era tan activo y lince como su antecesor, juzgó el Zagal ser muy necesarias estas medidas de precaucion. Todo lo iban registrando los batidores, cuando al llegar á una altura que dominaba á un valle angosto, descubrieron cerca de un arroyo una partida de hasta noventa de á caballo. Apeados, y derramados por aquel sitio, estaban los unos descansando á la sombra de los árboles y peñas, y los otros jugando los despojos que habian ganado, en tanto que sus caballos, quitados los frenos, pacian en las verdes márgenes del arroyo.
Estos caballeros tan descuidados eran de la órden de Calatrava, que con otros de sus compañeros de armas habian salido á una incursion contra los moros, y habiendo corrido el pais hasta Sierranevada, volvian á Alhama alegres por la presa que llevaban. Los demas que formaban parte de esta fuerza habian pasado delante, dejando á los otros en aquel valle, donde habian hecho alto para descansar. El Zagal, contemplando la negligente seguridad de estos caballeros, dijo, con una sonrisa feroz: “Ellos serán los trofeos que honren nuestra entrada en la capital.” Acercándose al valle silenciosa y cautamente, entró en él con su tropa á rienda suelta, y embistió de repente á los cristianos con tal furia, que ni aun para cabalgar tuvieron tiempo, mucho menos para defenderse. Empero hicieron una resistencia confusa peleando entre las peñas y árboles: su valor, en tan cruel trance, no les fue de provecho alguno; setenta y nueve fueron sacrificados, los once restantes quedaron prisioneros. Partieron luego algunos de los moros en seguimiento de la cabalgada, y la alcanzaron que subia lentamente por una cuesta: los cristianos que la conducian, viendo á lo lejos mayor número de moros, huyeron, abandonando la presa al enemigo.
Recogido el botin y los prisioneros, el Zagal, orgulloso por este nuevo triunfo, prosiguió su marcha hácia Granada. Llegando á la puerta de Elvira, se detuvo un momento, acordándose que aun no habia sido proclamado Rey. Esta ceremonia en breve se cumplió: pues ya la fama habia pregonado alli su nueva hazaña, embriagando los ánimos de la multitud ligera. Entró en Granada como en triunfo: delante iban los once caballeros de Calatrava; despues de estos los noventa caballos que se habian cogido, llevando las armas y arreos de sus anteriores dueños; en seguida venian setenta moros á caballo, llevando colgadas de los arzones otras tantas cabezas de cristianos: tras de estos cabalgaba Muley Audalla, rodeado de muchos caballeros principales, ricamente ataviados; y por último cerraba la marcha una multitud de vacas, ovejas y otros despojos ganados á los cristianos .
Miraba complacido aquel feroz populacho á los caballeros cautivos y á las sangrientas cabezas de sus compañeros, celebrando este mezquino triunfo como principio feliz del reinado de su nuevo Monarca. De Aben Hazen y de Boabdil apenas se hacia ya mencion, ó solo se hablaba de ellos con desprecio; al paso que por toda la ciudad no se oian sino alabanzas del Zagal ó el valiente.
XXVII
Tentativa del conde de Cabra para prender al nuevo Rey de Granada, y su resultado.
La exaltacion al trono de Granada de un guerrero activo y veterano, hacia una mudanza notable en el aspecto de la guerra, y exigia algun hecho brillante que minorase la confianza de los moros en su nuevo Monarca, y animase á los cristianos á mayores esfuerzos.
El valeroso don Diego de Córdoba, conde de Cabra, estaba por este tiempo en su castillo de Baena, guardando con vigilancia la frontera. Era ya el mes de agosto, y veia con sentimiento pasar el verano sin que se ofreciese una ocasion favorable de hostilizar al moro, cuando tuvo aviso por sus espías de hallarse la importante plaza de Moclin sin la guarnicion competente á su defensa. Fundado sobre un alto cerro, al que por una parte ceñia un bosque espeso, y por otra un rio, era este lugar sobremanera fuerte; y como defendia uno de aquellos pasos fragosos y solitarios por donde los cristianos solian hacer sus correrías contra los moros, éstos, en su lenguage figurado, lo denominaban el escudo de Granada.
Animados por los consejos del Conde, que proponia se combatiese á esta plaza, salió de Córdoba el Rey y pasó á Alcalá la Real, (que está cerca de Moclin) para dirigir la empresa. La Reina se trasladó á Baena, acompañada del Príncipe don Juan, la Infanta doña Isabel, y el gran cardenal de España. Reunidas en Alcalá las fuerzas destinadas contra Moclin, mandó el Rey al conde de Cabra y á don Alonso de Montemayor, fuesen delante con sus tropas, para ponerse sobre aquella villa á una hora determinada. El maestre de Calatrava, el conde de Buendia, que mandaba las gentes del cardenal, y el obispo de Jaen, en número de cuatro mil caballos y seis mil infantes, tuvieron órden de seguir al Conde, para cooperar con él y completar el cerco: el Rey habia de venir despues con toda la demas tropa, para sentar alli su Real.
En cumplimiento de la órden que tenia, partió el Conde á media noche, prosiguiendo su marcha hasta el dia siguiente, cuando se detuvo á la falda de un ribazo para dejar descansar su gente. Aqui le halló un espía que vino á informarle que el Zagal habia salido de Granada con una fuerza considerable, y estaba acampado cerca de Moclin. Era evidente que el cauto moro habia tenido noticia de este movimiento, y del ataque que se meditaba; pero semejante idea nunca le ocurrió al conde de Cabra. Se acordaba este fogoso caballero de haber hecho prisionero á un Rey, y ya le parecia que su fortuna le brindaba de nuevo con la misma hazaña. ¡Qué triunfo seria conducir segunda vez á su castillo de Baena un Monarca preso! ¡Qué gloria la de poner un cautivo semejante á los pies de la Reina su señora! Deslumbrado por este pensamiento, continuó apresuradamente su marcha para Moclin, á cuyas cercanías llegó al caer la noche, y mucho antes de la hora convenida .
Estaba la luna en su creciente, y era una noche clara y serena, cuando venia el conde de Cabra conduciendo su gente por una de aquellas quiebras profundas que suele abrir en las montañas el ímpetu breve pero tremendo de las avenidas ocasionadas por las lluvias del otoño. Los trémulos rayos de la luna, penetrando hasta el fondo del barranco, se reflejaban en la tersa armadura de los escuadrones, que por alli seguian su marcha silenciosa. En esto se oyó de improviso y por diferentes partes, la voz de guerra de los moros, y el grito de, ¡el Zagal, el Zagal! resonó por aquellos cerros, acompañado de una lluvia de armas arrojadizas. Levantó los ojos el Conde, y vió todas aquellas alturas coronadas de soldados moros. Las flechas y dardos que tiraban, caian en derredor como granizo, sirviéndoles de blanco el relumbrar de las armas de los cristianos. Ya muchos de los caballeros habian caido cubiertos de heridas, entre otros don Gonzalo, hermano del Conde; y él mismo, herido en una mano, y atravesado el caballo de cuatro lanzadas, se hallaba en el mayor peligro. Acordábase del horrible destrozo de los montes de Málaga, y temia en esta ocasion igual catástrofe: no habia un momento que perder, y mandando la retirada, se apresuró á salir con sus gentes de aquel fatal estrecho. Los moros, bajando con precipitacion de las alturas, persiguieron á los cristianos que se retiraban, y fueron en su alcance por espacio de una legua. De cuando en cuando revolvian los del Conde contra el enemigo, peleaban un rato, y volvian á huir. Por este medio pudieron efectuar su reunion con las tropas del maestre de Calatrava y del obispo de Jaen, pero no sin mucha pérdida; pues ademas de un gran número de soldados, perecieron en este rebato muchos caballeros de nota, sin otros que quedaron prisioneros de los moros. El Zagal, satisfecho con los laureles que habia ganado, desistió de perseguir á los cristianos, y volvió triunfante á su campo cerca de Moclin .
La Reina, que habia quedado en Baena, sabida la nueva de este desbarato, recibió un pesar profundo: la consideracion de este desastre y la muerte de tantos de sus vasallos mas leales, turbó aquella alma grande, y una negra melancolía se apoderó de su corazon. En esta disposicion de ánimo la halló el gran cardenal, que procurando consolarla, la dijo tuviese presente que ninguna conquista se hizo jamas sin que alguna vez los vencedores fuesen vencidos; que los moros eran hombres belicosos, defendidos por una tierra montuosa y áspera, que nunca se pudo conquistar por los Reyes anteriores de Castilla; y que ella en solos dos años habia ganado mas pueblos y tierras á los moros que sus antepasados en doscientos: por último, ofreció servirla con tres mil caballos suyos, mantenidos á su costa, y proveer á las necesidades de la guerra con la cantidad que por de pronto fuese menester. Las discretas razones del cardenal, calmaron el agitado espíritu de la Reina, y volvieron á su semblante la acostumbrada serenidad.
XXVIII
Expedicion contra los castillos de Cambil y Alhabar.
La noticia del revés padecido por el conde de Cabra, alcanzó á Fernando en Fuente del Rey, distante tres leguas de Moclin; y aunque fue grande el disgusto que le causó la precipitacion del Conde, se abstuvo de tratarle con severidad, pues conocia bien el mérito de aquel valiente caballero . Llamando un consejo de guerra, consultó el Rey á sus capitanes sobre el plan que debia seguirse en aquellas circunstancias; y despues de algunos debates, quedó determinado abandonar la expedicion contra Moclin, y marchar á ponerse sobre dos fortalezas llamadas Cambil y Alhabar, distantes unas cuatro leguas de Jaen.
Hacia mucho tiempo que el obispado de Jaen se resentia de la proximidad de estos dos castillos, que eran el azote y terror de aquella comarca. Estaban situados sobre la frontera del reino de Granada, en un angosto y profundo valle rodeado por todas partes de altos montes. Por medio de este valle pasa el Riofrio entre dos grandes peñas, que se levantan casi perpendicularmente en una y otra orilla, y distan entre sí como un tiro de piedra. Sobre estas peñas estaban fundados los dos castillos, que por sus muchas torres y fuertes muros, se tenian por inexpugnables. Un puente echado sobre el rio, comunicaba entre los castillos, que, como dos gigantes, guardaban aquella entrada, y dominaban todo el valle. Estas fortalezas pertenecian á los caballeros de la belicosa tribu de los Abencerrages, los cuales desde alli solian hacer aquellas correrías ó incursiones repentinas, que eran las delicias de los moros. Para este efecto, mantenian siempre en ellas una fuerte guarnicion, y abundancia de armas y mantenimientos. Era entonces su alcaide un caballero Abencerrage de los mas esforzados de Granada, llamado Mahomet Lentin-ben-Usef, el cual tenia á sus órdenes muchos soldados africanos de la feroz tribu de los Gomeles.
Conforme, pues, á la resolucion tomada en el consejo de reducir estos castillos, se envió delante al marqués de Cádiz con dos mil de á caballo, para estar en observacion de ellos, é impedir que entrase ni saliese nadie hasta la llegada del Rey con el ejército y la artillería de batir. Los escuadrones del ejército real, no tardaron en presentarse delante de estas fortalezas; y repartido el campo en tres estancias, por exigirlo asi la disposicion del terreno, vióse tremolar en aquellas cercanías el pendon de Castilla, y blanquear los collados con las tiendas de los cristianos.
Entretanto, la falta de la artillería, que habia quedado atrás á distancia de mas de tres leguas, tenia paralizados á los sitiadores, que sin ella no podian intentar operacion alguna. El alcaide Mahomet Lentin, que sabia bien la fragosidad del camino por donde la artillería habia de pasar, creyó ser imposible con ningun esfuerzo ni industria de hombres vencer tantas dificultades, y arrastrar por aquellas montañas las gruesas lombardas y otras piezas de batir. Seguro de que jamas llegarian al campo, se burlaba de los cristianos, y mirando su inaccion, decia: “Permanezcan aqui un poco mas tiempo, y las avenidas del otoño los han de arrebatar de estas montañas.”
Estando asi los cristianos ociosos en su campo, y encerrado el alcaide en su fortaleza, oyó éste una tarde, allá en las montañas, el ruido de herramientas, y de cuando en cuando un estruendo como el de un árbol grande cuando lo derriban, ó como el de un peñasco cuando vuela por los aires arrancado de sus cimientos. El alcaide, sintiendo estos sonidos, decia á sus capitanes: “Paréceme que los cristianos están haciendo la guerra á los árboles y peñas, pues no la pueden hacer contra nuestros castillos.” Todo aquel dia y noche se oyó el mismo ruido, sin que se pudiese penetrar este misterio hasta la mañana siguiente. Apenas los primeros rayos del sol comenzaron á alumbrar aquellas montañas, cuando desde la cumbre de un cerro inmediato á los castillos, resonó un clamor y vocería grande, á que los cristianos contestaron desde su campo, con el sonido alegre de cajas y trompetas. Sobresaltados los moros, volvieron allá los ojos, y vieron con espanto una multitud de hombres con picos, palas y azadones, trabajando en allanar el terreno y quitar estorbos, al paso que en su seguimiento venian muchas yuntas de bueyes, arrastrando lentamente la gruesa artillería y demas pertrechos de batir.
Por órden de la Reina, y bajo la direccion del obispo de Jaen, se habia llevado maravillosamente á cabo la grande empresa de abrir al través de aquellas sierras tan ásperas y fragosas, un camino para el tránsito de la artillería. Seis mil hombres, con picos, almadanas y otras herramientas, fueron destinados á esta obra, en que trabajaron dia y noche. Los montes fueron arrasados é igualados con los valles; se derribaron árboles, se volaron peñas, y en fin, se vencieron y quitaron todos los obstáculos que la naturaleza habia acumulado en derredor. Al cabo de doce dias quedó ejecutada esta obra gigantesca , llegó la artillería al campo, y plantados los cañones en las alturas frente de los castillos, fue grande el triunfo de los cristianos, y no poca la confusion de los moros.
El ingeniero mayor Francisco Ramirez de Madrid, dirigió las baterías, y rompió el fuego contra el castillo de Alhabar. En breve derribó dos torres, y las almenas que defendian la puerta. Los moros que estaban dentro, ni sabian cómo defenderse, ni podian acudir á reparar las brechas, por los tiros de los ribadoquines, que mataban á cuantos osaban presentarse. Exasperado á la vista del estrago que hacia aquella nueva arma tan destructora, exclamó el valiente alcaide Mahomet Lentin: “¿De qué sirve el valor de los caballeros contra esos cobardes ingenios que desde lejos matan?” Finalmente, habiendo conseguido el ingeniero Ramirez, llevar algunas piezas mayores á la cumbre de un monte que dominaba á los dos castillos, puso á los moros en tanto aprieto, que movieron partidos de entrega. Los artículos de la rendicion se ajustaron brevemente: al alcaide y á la guarnicion se concedió paso seguro para Granada; y ambos castillos quedaron en poder de los Reyes católicos, el dia de san Mateo en el mes de setiembre; cesando asi los robos y cautiverios que hasta entonces se habian hecho en aquella comarca, cuyos naturales podian ya sin recelo salir á las labores del campo, criar sus ganados, y coger en paz los frutos de su industria.
XXIX
Empresa de los caballeros de Calatrava contra la villa de Zalea.
En tanto que ocurrían estos sucesos en la frontera, la fortaleza de Alhama desatendida y falta de mantenimientos, padecia una extrema necesidad. Con la derrota del conde de Cabra, habian cesado los socorros ordinarios; la vega hormigueaba con las tropas del Zagal; y reducida la guarnicion á un corto número, no osaban apartarse de los muros para buscar de qué subsistir. Á esto se añadia el desmayo y turbacion de aquellos caballeros, por la suerte lastimosa que cupo á sus camaradas, sorprendidos por el Rey moro cuando pasaba á Granada á ocupar el trono; pero la noticia que despues tuvieron de la insolente entrada que hizo aquel en la capital, llevando en triunfo las armas y caballos de los cristianos, y pendientes de los arzones sus ensangrentadas cabezas, los llenó de indignacion, y ardian ya en deseos de vengar su muerte.
Tal era la disposicion de ánimo en que se hallaban los caballeros de Calatrava, y el clavero de la órden, don Gutierre de Padilla, alcaide de la fortaleza, cuando llegó á las puertas de Alhama un moro, que solicitando hablar con don Gutierre, fue admitido á su presencia. Venia este moro con un cuévano, y mostraba ser uno de aquellos mercaderes ambulantes que seguian á los ejércitos para traficar en los despojos de la guerra, y que vendian por los pueblos, diges, perfumes y géneros de poco valor; si bien algunas veces presentaban ricos chales, cadenas de oro, aderezos y joyas de mucho precio; fruto de la rapiña de los soldados. Acercándose al clavero con aire misterioso, le dijo el moro: “Señor, querria hablar con vos á solas; tengo una joya preciosa que vender.” “Yo no he menester joyas, replicó el clavero, lleva tu hacienda á los soldados.” “Por la sangre del que murió en la cruz, exclamó el moro con tono solemne, que no os hagais sordo á mi oferta; porque la joya que quiero vender es de un valor inestimable, y vos solo podeis ser el comprador.”
Don Gutierre, movido por las instancias del moro, y entendiendo que bajo aquel lenguage figurado, propio de su nacion, se ocultaba algun sentido que pudiera ser importante, hizo una señal á los que estaban presentes para que se retiráran. Quedando solo con el clavero, dijo á éste el moro: “¿Qué me dareis si entrego en vuestras manos la fortaleza de Zalea?”
Zalea era un lugar fuerte, que distaba de alli dos leguas, y que por estar tan cerca, se habia hecho muy temible á los de Alhama; pues de continuo practicaban aquellos moros ataques repentinos y emboscadas, matando ó cautivando á los caballeros de Calatrava, que ya no podian salir de sus muros sin mucho riesgo.
Miró don Gutierre á este traficante en fortalezas con una mezcla de admiracion y desconfianza; y notándolo el moro, añadió: “Tengo un hermano en la guarnicion, que por una suma competente, dará entrada de noche en la ciudadela á vuestras tropas.”
“¿Luego por una cantidad de oro, dijo el clavero, ofreces hacer traicion á tu pueblo y á tu fé?”
“Yo renuncio á entrambos, replicó el moro; mi madre fue una cautiva castellana; su pueblo será mi pueblo, su religion mi religion.”
El prudente clavero, todavia desconfiaba de la sinceridad de éste que ni bien era moro ni bien cristiano, y continuó: “¿Qué seguridad me darás de ser conmigo mas leal, que con el alcaide de Zalea?”
“El alcaide, exclamó airado el moro, ¡es un tirano! me tiene agraviado, y le he jurado venganza.”
“Basta, dijo don Gutierre, á tu venganza me atengo; ella me asegura mucho mas que tu cristianismo.”
Entonces don Gutierre, reuniendo en consejo á los caballeros que le acompañaban, les propuso la empresa de sorprender á Zalea, que de todos fue aprobada como único medio de vengar la muerte de sus camaradas, y borrar la afrenta que padecia la órden por su reciente descalabro. Se despacharon espías para reconocer á Zalea y comunicar con el hermano del moro; se ajustó la suma en que se habia de pagar este servicio, y diéronse las demas disposiciones necesarias, para el buen éxito de la empresa.
Venida la noche que habia señalado el moro, fueron con él cierto número de caballeros; y estando cerca de Zalea, le ataron las manos por detras, amenazándole con la muerte á la menor señal de traicion. Prosiguieron entonces su camino, guiándolos el moro, y á la media noche llegaron bajo el muro de la ciudadela. Hecha la señal convenida, se descolgó por la muralla una escala, y subieron por ella primero Gutierre Muñoz y Pedro de Alvarado, siguiendo á éstos otros escuderos. Dentro ya de la ciudadela, sorprenden á los guardas, los matan, los arrollan, y se hacen dueños de una torre. Alarmada la guarnicion, se aperciben los moros á la defensa; pero confusos, atemorizados y medio desnudos, tuvieron que ceder al valor impetuoso de los caballeros de Calatrava: los mas fueron llevados á cuchillo; los otros quedaron prisioneros. En espacio de una hora, y con poca pérdida, se apoderaron los cristianos de la ciudadela, y á consecuencia se sometió tambien la villa. Hallaron en los almacenes gran cantidad de provisiones, que enviadas á Alhama, remediaron la necesidad de aquella guarnicion.
Asi se ganó la fuerte villa de Zalea por los caballeros de Calatrava, que con esta hazaña restauraron la gloria de su órden, algun tanto ofuscada por el fatal encuentro que poco antes tuvieron con el Zagal. Este peregrino suceso, ocurrió por el mismo tiempo que la toma de Cambil y Alhabar; terminando asi prósperamente los variados eventos de tan importante año. Fernando é Isabel se retiraron á Alcalá de Henares, donde la Reina, el dia 16 de diciembre, dió á luz á la Infanta Catalina, despues esposa de Enrique VIII de Inglaterra.
XXX
Muerte de Muley Aben Hazen, y concordia entre el Zagal y Boabdil.
El nuevo Rey de Granada, con sus proezas, con la rota del conde de Cabra, y el destrozo de los caballeros de Calatrava, se habia conciliado el favor del pueblo, á quien procuraba conservar en este buen sentido con torneos, fiestas y otros regocijos públicos, á que los moros eran en extremo apasionados. Entre tanto la experiencia que tenia del carácter veleidoso de su nacion, le hacia temer alguna nueva revolucion en favor de Muley Aben Hazen, su hermano desposeido. Postrado en cama y ciego, estaba entonces este anciano Monarca retirado en Almuñecar, donde se lisonjeaba de pasar tranquilo el resto de su vida; pero en breves dias una órden dictada por los recelos del Zagal, vino á turbar este sosiego, y le obligó á trasladarse á Salobreña.
Este pequeño pueblo estaba situado en medio de un hermoso y fértil valle, sobre un montecillo, cerca de la costa del mediterráneo. Su defensa era un fuerte castillo, edificado por los Reyes de Granada para depósito de sus tesoros. Aqui tambien enviaban aquellos sus hijos y hermanos cuya ambicion les inspiraba algun recelo; y estos príncipes reducidos á los límites del valle, ni bien presos ni del todo libres, pasaban la vida entregados al ócio y á los placeres, gozando de un cielo el mas sereno, de un clima suave, y de un pais delicioso. Su palacio estaba adornado de muchas fuentes, floridos jardines y baños perfumados: la música y el baile hacian transcurrir las horas; y en fin, cuantos deleites podian proporcionar el arte y la naturaleza, se les permitia sin restriccion. Nada se les habia negado sino solo la libertad; y á no faltar ésta, fuera aquella morada un paraiso verdadero.
Apenas llegó aqui el viejo Aben Hazen, se agravó su enfermedad, y pasados pocos dias pagó el tributo á la naturaleza. Este acontecimiento nada tenia de extraño; pues ya tiempo hacia que estaba extinguiéndose en él la llama de la vida: pero las medidas que inmediatamente tomó el Zagal, despertaron las sospechas del público. Apoderándose con prisa poco decorosa de los tesoros del difunto, los mandó conducir á Granada, y se los apropió en perjuicio de sus sobrinos. La sultana Fátima y sus dos hijos, fueron encerrados en la torre de Comáres; la misma que, á instancias suyas, habia sido en otro tiempo prision de la virtuosa sultana Aixa la Horra, y de su hijo Boabdil. El cuerpo del viejo Aben Hazen fue tambien trasladado á Granada, pero no con la pompa que exigia la consideracion de haber sido un Monarca poderoso, sino conducido ignominiosamente en una mula. Sus restos fueron llevados á la sepultura por dos cautivos cristianos, sin ninguna manera de honras fúnebres, y depositados en el Osario real .
Apenas se supo en Granada la muerte de Aben Hazen, empezó el pueblo á lamentar su pérdida y á exaltar sus virtudes. Confesaban que habia sido soberbio y cruel, pero tambien habia sido valiente: no negaban ser él la causa de la guerra en que estaban empeñados, pero tambien veian que para él habia sido mas funesta que para ninguno. En una palabra, estaba muerto; y con su muerte olvidaron todos sus defectos. Á medida que dejaban de odiar á Aben Hazen, iban aborreciendo al Zagal. La muerte misteriosa del anciano Rey, el afan de apoderarse de sus tesoros, el abandono escandaloso de su cadáver y la prision de la sultana, todo llenó de sospechas los ánimos del pueblo, en cuyos murmullos iba el nombre del Zagal acompañado con el dictado de fratricida.
Entonces fue cuando los granadinos, que no se hallaban sin un ídolo á quien adorar, empezaron á informarse de la suerte del Rey chico Boabdil. Este desgraciado príncipe vivia á la sazon en Córdoba, protejido por la amistad del Rey Fernando. La mudanza de la opinion pública en Granada, y el ascendiente que iban tomando sus partidarios, le animó á levantar de nuevo su estandarte; y el Rey Católico, interesado en fomentar las divisiones de los moros, le auxilió con armas y tesoros. Asi pudo Boabdil establecer el simulacro de una corte en Velez el blanco, ciudad fuerte en los confines de Murcia, donde permaneció dando tiempo al tiempo, y esperando que la fortuna le restituyese al trono de sus abuelos.
En efecto, la aceptacion popular del Zagal habia ido á menos desde la muerte de su hermano: se habian reanimado los partidos del Albaicin y de la Alhambra, y ardia la infeliz Granada en disensiones civiles, manchándose sus calles diariamente con la sangre de sus hijos. En tal estado de cosas se levantó entre los moros Hamet Aben Zarrax, denominado el santo; el mismo que en otra ocasion habia pronosticado los males de Granada. “¡Musulmanes!, exclamó este lúgubre adivino, guardaos de hombres que quieren mandar y no saben defender: dejad ya de mataros por el Chico ni por el Zagal: renuncien vuestros Reyes á sus contiendas, y únanse para la salvacion de la pátria, ó sean entrambos desposeidos.” Las palabras del santon fueron recibidas como emanadas de un oráculo. Al punto entraron en consejo los ancianos y alfaquís, para deliberar sobre el modo de concertar á los dos Reyes; y habiendo acordado dividir entre ellos el reino, dieron al Zagal las ciudades de Granada, Málaga, Velez-málaga, Almería, Almuñecar y sus dependencias; dejando á Boabdil con todo lo demas. Entre las ciudades concedidas á este último, se hizo mencion particular de la de Loja; estipulándose que inmediatamente pasaria allá Boabdil á tomar en persona el mando; pues el favor que tenia con el Rey católico, juzgaban seria un motivo para que éste no llevase á efecto la intencion que tenia de atacar aquella plaza.
El prudente Zagal accedió á este arreglo; y vendiendo como virtud lo que solo era necesidad, envió á su sobrino una diputacion, invitándole á ratificar un convenio en que le cedia la mitad del reino, para que unidos los dos amistosamente, acudiesen al socorro de la pátria. Boabdil, aunque repugnaba toda confederacion con un hombre á quien miraba como enemigo de su casa, y usurpador de sus estados, admitió la oferta que se le hacia de la mitad del reino, sin renunciar por eso el derecho absoluto que juzgaba tener al todo. Establecida esta concordia, se dispuso á partir para Loja. Al tiempo de montar á caballo, se le presentó Hamet Aben Zarrax. “Seais fiel á la pátria y á la fé, le dijo el santon, no tengais mas comunicacion con los cristianos; que os están minando la tierra bajo los pies. De dos cosas solo podeis ser una, ó Rey ó esclavo; mirad cual escogeis.”
Las palabras del santon, se imprimieron altamente en el corazon de Boabdil; pero este desgraciado Rey, propenso á obrar segun el impulso de las circunstancias, jamas seguia una política constante. Llegando á Loja, escribió al Rey Fernando informándole de como esta ciudad y otras muchas, habian vuelto á su obediencia, y que conforme al homenage que le habia hecho, las tendria como feudos de la corona de Castilla; por lo que le rogaba se abstuviese de cualquier empresa contra ellas que hubiese premeditado . Pero Fernando, teniendo por artificioso el proceder de Boabdil, cerró los oidos á estas razones, le acusó de haber formado una confederacion hostil con su tio, y privándole de su amistad, se previno para perseguirle en la próxima campaña.
La fatal estrella de Boabdil, parecia influir en todas sus acciones: su alianza con el Rey católico, le habia hecho odioso á sus vasallos; y reconciliándose ahora con los suyos, faltaba á la fé jurada, y al pacto que tenia con los cristianos: verificándose ademas, en las contiendas ruinosas que traia con sus rivales, aquel proverbio castellano, alusivo á las guerras civiles: “El vencido vencido, y el vencedor perdido” .
XXXI
Del ejército cristiano que se reunió en Córdoba, y del consejo que tuvo el Rey en la Peña de los Enamorados.
Año 1486
La pompa y ostentacion con que los Reyes Católicos abrieron la campaña de este año, presentan á la imaginacion el principio de un drama heróico, cuando sube el telon al sonido marcial de bélicos instrumentos, y se vé lucir la escena toda con el aparato de la guerra y el brillo de las armas. La antigua ciudad de Córdoba fue el punto señalado por los Soberanos para la reunion de las tropas; y por la primavera de 1486 ya resonaban en las verdes márgenes del Guadalquivir los agudos acentos de las trompetas, y los relinchos de los caballos. En esta era espléndida de la caballería castellana, estaba en su mayor punto el lujo en los arreos militares, procurando los nobles distinguirse por el adorno de sus personas, y por el número y equipo de sus secuaces. Todos los dias se veia entrar en Córdoba, con sonido de trompetas y banderas tendidas, algun caballero de nota, señor de una casa ilustre y poderosa, á quien acompañaba una larga comitiva de pages y criados costosamente vestidos, y una multitud de deudos y vasallos suyos, asi de á caballo como de á pié, todos perfectamente equipados, y con armas resplandecientes.
Uno de estos fue don Iñigo Lopez de Mendoza, duque del Infantado, á quien se podria citar como ejemplo de lo que era un guerrero noble de aquella época. Traia consigo quinientos hombres de armas de su casa, equipados á la gineta y á la guisa, y le acompañaban muchos hidalgos magníficamente vestidos y armados. Venian cincuenta caballos con paramentos de brocado y de paño fino bordado de oro. Los reposteros de las acémilas eran de seda curiosamente labrada; las riendas de lo mismo, y relucientes de plata las garzotas y demas jaeces.
Igual lujo ostentaban estos señores en el adorno de sus tiendas, ó pavellones, cuya tela era de diversos colores, con colgaduras de seda, y banderetas que las coronaban. Para el servicio de sus mesas tenian vasos de oro y plata, y procuraban mostrar su grande estado en lo exquisito y costoso de los manjares que se les servian. De noche, cuando salian por las calles de Córdoba, llevaban delante de sí muchas hachas encendidas, cuya luz realzando el brillo de su fina armadura, y la blancura de sus penachos, llenaba de admiracion á los espectadores.
Mas no era solo la caballería española la que honraba á la ciudad de Córdoba. Á la fama de esta guerra concurrieron de diferentes reinos de la cristiandad muchos caballeros que anhelaban distinguirse en tan santa empresa. Entre otros que vinieron de Francia, uno de los mas señalados fue Gaston du Leon, senescal de Tolosa, que trajo en su compañía muchos buenos caballeros, y gente muy lucida. Pero de los voluntarios que vinieron á servir al Rey, el de mas nota era un caballero inglés de alta gerarquía y enlazado con la familia Real de Inglaterra. Éste era el Lord Scales, conde de Rivers, que venia acompañado de hasta cien archeros, y unos doscientos hombres de guerra, que peleaban á pié con lanzas y hachas de armas. Los maestres de Santiago, de Calatrava y de Alcántara, se presentaron tambien en Córdoba con sus respectivos caballeros, condecorados con las insignias de sus órdenes. Estos guerreros eran la flor de la milicia castellana: el continuo egercicio de las armas los habia hecho diestros en la guerra, y terribles en los combates: montados en poderosos caballos, parecian castillos; al paso que la sencillez de su trage, y la calma y serenidad de su valor, contrastaban admirablemente con los vanos adornos y ardorosa vivacidad de los demas caballeros.
Notando los Soberanos el faustoso lujo de sus nobles, no pudieron menos de manifestar su desaprobacion; pues ademas de ser un ejemplo ruinoso para los otros caballeros de menor estado que los querian imitar, se temian produjese en sus costumbres la afeminacion y molicie, tan enemigas del oficio de las armas. Con este motivo hablaron á algunos de los grandes, aconsejándoles la moderacion en sus gastos, y la sencillez de porte propia del soldado cuando sirve. Viendo á los soldados del duque del Infantado tan relucientes de bordados y oropel, le dijo el Rey: “¡Brava tropa para un torneo! pero, señor Duque, el oro, aunque vistoso, es de poca resistencia: el hierro es el metal de mas provecho para la guerra.” “Señor, respondió el Duque, el mismo ánimo que tuvieron mis gentes para gastar, tendrán para pelear, prefiriendo la honra á la vida.”
Concluidas las prevenciones, y estando á punto todo el aparato de la guerra, reveló el Rey los designios que habia formado, y su propósito de emprender el asedio de la ciudad de Loja. Sentido por el daño que padeció en su última tentativa contra esta plaza, y conociendo que mientras no se apoderase de ella no habia seguridad para los pueblos que tenian los cristianos en aquella comarca, ni se podria bien llevar adelante la conquista comenzada, habia resuelto dirigir de nuevo sus armas contra esta ciudad belicosa; y por esto habia convocado en los campos de Córdoba á toda la fuerza y caballería de sus reinos. En el mes de mayo salió de Córdoba el Rey, á la cabeza de una hueste que se componia de doce mil caballos y cuarenta mil infantes, con seis mil gastadores, provistos de hachas, picos y azadones, para allanar los caminos. Llevaba asimismo un numeroso tren de lombardas, y otras piezas de artillería, con un cuerpo de alemanes muy diestros en el servicio de esta arma.
La salida de esta brillante hueste por las puertas de Córdoba, presentaba un espectáculo verdaderamente grandioso. Al verla pasar con sonido de cajas y clarines, desplegadas las enseñas y divisas de las casas mas ilustres de España y del extranjero, que ondeaban sobre un mar de pomposos plumeros; al verla atravesar el puente con armas resplandecientes, cuya tersa superficie despedia rayos de luz que se reflejaban en las aguas del Guadalquivir, se exaltaba la imaginacion, y el espíritu belicoso de estos guerreros se comunicaba á los expectadores.
El ejército real, en su marcha hácia Loja, acampó una tarde en un prado á las orillas del rio Yeguas, y al pié de un cerro que se llama la Peña de los Enamorados. La estancia de cada caudillo formaba, al parecer, un acampamento por separado; y su tienda, mas vistosa que las demas, se elevaba sobre las de sus vasallos y partidarios, distinguiéndose por el pendon que la coronaba. En tanto que la soldadesca se ocupaba, los unos en dar agua á sus caballos, y los otros en atizar los fuegos que empezaban á suplir la luz del dia, se oia, entre el confuso sonido de diversas lenguas y naciones de que se componia aquella hueste, ya la cancion alegre de algun frances, que celebraba sus amores en las orillas placenteras del Loira ó del Garona; ya los acentos ásperos y guturales de un aleman, que entonaba un Krieger Lied; ya los suaves y sonoros del español, que recitaba algun romance, celebrando las hazañas del Cid, ú otro suceso peregrino de las guerras con los moros; ó bien se oia á algun inglés, que cantaba una letra melancólica y pesada sobre los hechos de algun héroe feudal ó famoso vandido de su remota isla.
Desde un terreno elevado que dominaba á todo el acampamento descollaba el magnífico pabellon del Rey, delante del cual estaba plantado el estandarte de Castilla y Aragon, y el sagrado de la Cruz. En esta tienda se habian reunido en consejo los caudillos principales del ejército, convocados por Fernando con motivo de noticias que tenia de haber Boabdil juntado en Loja una fuerza considerable. Despues de alguna deliberacion se determinó cercar la plaza por dos partes: una division del ejército debia apoderarse de la cuesta de Albohazen, punto importante que estaba enfrente de la ciudad; y otra, haciendo un rodeo, iria á acampar á la parte opuesta. Dadas estas disposiciones, pidió el marqués de Cádiz que se le destinase al punto de mas peligro: la empresa de tomar aquella fatal cuesta, donde en el sitio anterior habia padecido un descalabro, el honor de volver á plantar alli su estandarte, y de vengar la muerte del maestre de Calatrava, le parecia corresponderle, y ser necesario para dejar bien puesta su reputacion y la de sus compañeros de armas. Igual honor solicitó el conde de Cabra, acostumbrado á ser de los primeros en todo lance arriesgado: acaso estimulaba tambien á éste el deseo de resarcir los daños de su derrota reciente, ó bien se lisonjeaba de volver á prender á Boabdil. Condescendió el Rey con los deseos del Marqués, y permitió al Conde que le acompañase, sin admitir la oferta que le hizo el Lord Rivers de participar en el peligro de esta empresa. “Estos caballeros, le dijo el Rey, tienen ciertas cuentas que ajustar con su amor propio: dejadlos, Milord, que sigan con su idea, pues no faltarán ocasiones en que podais vos distinguiros.”
Á la madrugada del dia siguiente hizo el marqués de Cádiz abatir las tiendas; y con cinco mil caballos y doce mil infantes se puso en marcha, atravesando rápidamente los pasos de las montañas, pues deseaba dar el golpe, y hacerse dueño de la cuesta de Albohazen, antes que llegase el Rey con el grueso del ejército.
La ciudad de Loja está fundada sobre una altura entre dos sierras, á las orillas del Jenil. Para llegar á la cuesta consabida, tuvo la tropa que vencer muchos obstáculos que presentaba la naturaleza del terreno. El conde de Cabra, que iba delante, despues de haber pasado las asperezas de la sierra y llegado al valle, se halló empeñado con su gente en un laberinto de acequias y canales, donde la caballería apenas podia dar un paso. En tal situacion, mandó que se apeasen los ginetes, y haciendo que llevasen los caballos del diestro, logró, con no poca pena y peligro, sacarlos de aquel apuro. Don Alonso de Aguilar y el conde de Ureña, que tambien iban en la vanguardia, pasaron aquellas acequias á favor de pontones fabricados para el efecto; y el marqués de Cádiz, como mas práctico por la experiencia que tenia del terreno, llegó al punto de reunion haciendo un rodeo por el pié de la sierra. Juntos todos, empezaron á subir la famosa cuesta, de donde en otra ocasion habian sido echados con tanta pérdida; y ocupada en breve por sus batallones, tremolaron en ella sus respectivos estandartes.
XXXII
El ejército cristiano se presenta delante de Loja, asedio de esta plaza, y proezas del Conde inglés.
La marcha del ejército cristiano sobre Loja, sumergió al inconstante Boabdil en un abismo de dudas y confusiones; y vacilando entre el juramento prestado á los Soberanos, y su deber para con sus vasallos, no acertaba á formar resolucion alguna. Al fin, la vista del enemigo, que coronaba ya la altura de Albohazen, y los clamores del pueblo que pedia se le llevase á la pelea, determinaron su conducta, y se dispuso á una vigorosa resistencia. “¡Alá! exclamó Boabdil, tú que penetras los corazones de los hombres, sabes que he guardado fidelidad á este Rey cristiano: ofrecí tener la ciudad de Loja como vasallo suyo; mas él viene contra mí como enemigo: sobre su cabeza sea la infraccion de lo tratado.”
Armándose apresuradamente, salió Boabdil á la cabeza de su guardia y de una fuerza de quinientos caballos y cuatro mil infantes, la flor de su ejército. Con parte de esta tropa, mandó atacar á un cuerpo de cristianos que todavia andaban derramados y confusos por las huertas; dirigiéndose él con toda la demas contra la cuesta de Albohazen, para desalojar de alli al enemigo, antes que tuviese lugar de fortificarse en un punto tan importante. Puesto á la frente de sus soldados, se arrojó el Rey al combate con un valor impetuoso que rayaba en desesperacion. La pelea se trabó con encarnizamiento; y Boabdil, exponiendo indiscretamente su persona, que por el lucimiento de sus armas y arreos le hacia ser el blanco de los tiros enemigos, recibió dos heridas desde el primer encuentro; quedando deudor de la vida al valor inimitable de sus guardias, que le defendieron y sacaron del campo cubierto de sangre.
La falta de Boabdil no disminuyó el furor de la contienda. Un arrogante moro de sombrío y terrible aspecto, montado en un caballo negro y seguido de una partida de Gomeles, se arrojó á reemplazar al Rey. Este guerrero era el soberbio Hamet el Zegrí, alcaide de Ronda, con el remanente de su valerosa guarnicion. Animados por su ejemplo, redoblaron los moros sus esfuerzos para ganar la cuesta; á la cual defendia por un lado el marqués de Cádiz, y por otro, don Alonso de Aguilar, apoyados por el conde de Ureña, que peleando en el mismo parage donde habia perecido su hermano, el maestre de Calatrava, sacrificó sendos moros en memoria de este malogrado caudillo. Diversas veces intentaron los moros subir la cuesta, y otras tantas fueron rechazados con mucha pérdida, sin que cediese un punto de su braveza esta contienda, en que los unos pugnaban por ganar una posicion tan necesaria á la seguridad de la plaza, y los otros por conservarla porque en ello les iba de su honor. Reforzados los moros con mas tropa que salió de la ciudad, volvieron con mayor saña al asalto de la cuesta, y atacaron de nuevo á los cristianos que estaban en el valle empeñados en las huertas y olivares, para impedir que concentrasen sus fuerzas. Estos últimos fueron fácilmente arrollados, y entonces los moros agolpándose al pié de la cuesta, la rodearon toda con una hueste inmensa.
La situacion del marqués de Cádiz y de sus compañeros, era ya en extremo peligrosa; pues sobre tener que resistir las repetidas cargas de una parte de los enemigos, se veian expuestos á un fuego continuo que otros les hacian desde lejos con arcabuces y ballestas. En tan crítico momento asomó el Rey Fernando con el grueso del ejército, y pasó á colocarse sobre una altura que dominaba al campo de batalla. Á su lado estaba aquel noble inglés, el conde de Rivers, que ahora por primera vez presenciaba un combate con los moros, y veia su modo de pelear. La velocidad de los caballos en su carrera, el ímpetu tumultuoso de la infantería, el estruendo de las armas, junto con la algazara de los unos y los lelilies de los otros, excitaron su admiracion; é inflamado su belicoso espíritu á la vista de esta sangrienta lucha, en que veia mezclados yelmos cristianos y turbantes moros, pidió al Rey licencia para entrar en la pelea, pues queria batirse á uso de su tierra. Se la concedió Fernando, y descabalgando el conde, quedó á pié armado en blanco, con una espada ceñida y una hacha de armas en las manos; volvióse á su gente, y despues de hacerles una corta exhortacion, exclamó: “¡San Jorge por Inglaterra!” y con viril y esforzado corazon se lanzó delante de todos contra los moros . Los ingleses sostenidos por un fuerte destacamento de españoles, se metieron por lo mas espeso y encendido de la pelea, abriéndose paso por entre los moros con sus hachas de armas, de la misma suerte que en un bosque lo hiciera un leñador; y entretanto los archeros que los seguian, aprovechando los claros que dejaban, esparcian el terror y la muerte entre las filas enemigas con una lluvia de saetas. Los moros confundidos por tan furioso acometimiento, y desanimados por la pérdida del Zegrí, á quien sacaron mal herido del campo de batalla, empezaron á cejar, y se replegaron sobre el puente, acosados por los cristianos que les obligaron á pasarlo tumultuosamente y á retirarse dentro de los arrabales. Con ellos entró de tropel el conde de Rivers y la demas tropa, peleando por las calles y en las casas. Llegando entonces el Rey con su guardia, hubo de retraerse el enemigo á la ciudad, y se encerró en sus muros, abandonando los arrabales, que luego fueron ocupados por los cristianos; debiéndose en gran manera este suceso á la bizarría de aquel intrépido extrangero .
Acabada la contienda, presentaban aquellas calles un espectáculo lastimoso, por el gran número de ciudadanos que perecieron en defensa de sus umbrales. Algunos fueron muertos sin resistencia; y esta suerte tuvo un pobre tejedor que estaba tejiendo en su casa sin alterarse por lo que pasaba en aquella hora. Decíale su muger que huyese á la ciudad si no queria morir; mas él, sin alzar mano del telar, le respondió: “¿De qué sirve huir? ¿para qué nos guardaremos? Dígote muger, que aqui permaneceré; porque mas vale morir á hierro que vivir en hierros.” Con esta resolucion, volvió el moro á sus tareas; entraron los enemigos, y lo mataron al pié de su telar . Los cristianos por su parte, no dejaron de tener alguna pérdida: entre los heridos fue uno el Lord inglés, que recibió una pedrada en la boca que le derribó dos dientes.
Hallándose las tropas del Rey en posesion de los arrabales y de la cuesta de Albohazen, se procedió á estrechar el sitio; se destruyó el puente por donde los moros salian á combatir el real, y se echaron sobre el rio, á una y otra parte de la ciudad, otros dos puentes, para la mas fácil comunicacion de los sitiadores, que estaban repartidos en tres acampamentos. Dadas estas disposiciones y distribuida la artillería en los puntos mas convenientes, se rompió un fuego tremendo contra la plaza, tirando no solo balas de piedra y hierro, si que tambien unas pellas compuestas de materias combustibles, que subian por el aire echando de sí llamas y centellas, é incendiando todo lo que alcanzaban. El ímpetu irresistible de las lombardas derribaba las torres y las murallas, haciendo en éstas grandes portillos, por donde se descubria el interior de la ciudad, y se veia la confusion de sus moradores, el incendio y hundimiento de los edificios, y el estrago que hacian los proyectiles. Hicieron los moros los mayores esfuerzos por reparar las brechas, pero infructuosamente; porque cuantos se exponian á este trabajo eran arrebatados por los tiros de la artillería, ó quedaban sepultados en las ruinas. En tal conflicto, salian desesperados contra los cristianos de los arrabales, y arremetian á ellos con puñales y terciados, despreciando la muerte y procurando mas bien destruir que defenderse; pues estaban firmemente persuadidos que si morian matando á los enemigos de su fé, serian trasladados en derechura al paraiso.
Por espacio de un dia y dos noches duró esta terrible escena; pero al fin conociendo los moros la inutilidad de su resistencia, viendo inhabilitado á su monarca, heridos ó muertos casi todos los capitanes, y sus defensas reducidas á un monton de escombros, clamaron por la rendicion; y los mismos que habian comprometido á Boabdil á la defensa, le obligaron ahora á capitular. Las condiciones de la entrega se ajustaron con brevedad. La plaza habia de quedar inmediatamente en poder de Fernando, con todos los cautivos cristianos que hubiese en ella, saliendo los moradores con los efectos que pudiesen llevar consigo: á los unos se concederia paso seguro para Granada, á los otros se permitiria habitar en Castilla, Aragon ó Valencia; y finalmente, Boabdil haria pleito homenage al Rey como vasallo, pero no se le habia de hacer cargo alguno por haber quebrantado sus promesas; obligándose ademas á dejar el título de Rey de Granada por el de duque de Guadix, si dentro de seis meses ganaban los cristianos esta plaza. Otorgadas estas condiciones, salieron de Loja sus defensores, humillados y tristes por la pérdida de una plaza en que tanto tiempo se habian mantenido con honor; las mugeres y niños llenaban el aire con sus lamentos, al verse desterrados de su pátria y hogares; y Boabdil, el Zogoibi, el verdaderamente desgraciado, saliendo el último, descubria en su semblante las señales de un profundo abatimiento. La debilidad ocasionada por sus heridas, y el valor personal que habia desplegado, inspiraron á los caballeros cristianos cierto interés, que los hizo condolerse en sus desgracias. Presentándose á Fernando, le hizo el Monarca moro un humilde acatamiento, y á la hora partió triste y pesaroso para Priego.
Grande fue la satisfaccion del Rey por la captura de Loja, y grandes fueron los elogios que con este motivo hizo de los caudillos principales. Los historiadores recuerdan con particularidad su visita al Conde inglés. Habiendo ido á verle en su tienda, le consolaba el Rey por la pérdida de sus dientes, diciéndose se alegrase de que su valor hubiese sido causa de un efecto que en otros suele ser producido por el tiempo ó las enfermedades; y que atendido el lugar y la ocasion en que sufrió esta pérdida, mas le hacia hermoso que disforme. Á lo que respondió el Conde: “Que daba gracias á Dios y á la gloriosa Vírgen por la visita que le hacia el mas poderoso Rey de la cristiandad, y que agradecia la bondad conque le consolaba por aquella pérdida, aunque no reputaba mucho perder dos dientes en servicio de aquel que se lo habia dado todo.”
XXXIII
Toma de Illora.
Prosiguiendo el Rey en su victoriosa carrera, pasó desde Loja á combatir á Illora, villa fuerte, distante cuatro leguas de la capital del reino. Estaba esta formidable fortaleza fundada sobre una alta peña, en medio de un espacioso valle, y por su encumbrado castillo que señoreaba todo el pais circunvecino, se llamaba el ojo derecho de Granada. El alcaide de Illora era uno de los mas valientes entre los capitanes moros: con propósito de defenderse hasta el último extremo, hizo salir de la villa á todas las mugeres, viejos y niños: barreó las calles de los arrabales, y taladró las casas, para que pudiesen comunicar entre sí, abriendo en las paredes troneras para los arcabuces y ballestas. Llegó el Rey con toda su hueste, y sentando su real sobre el cerro de la Encinilla, mandó á sus capitanes repartir las estancias alrededor de la villa en tal forma, que quedase cercada por todas partes. Para mayor seguridad de los campamentos, y porque conocia el arrojado carácter del alcaide, los hizo fortificar con fosos, palizadas y otras defensas; dobló las guardias, y puso centinelas en unas torres que habia en las alturas inmediatas.
Hechas estas prevenciones, pidió el duque del Infantado se le diese cargo de principiar el asalto: era su primera campaña, y deseaba desmentir las insinuaciones del Rey contra aquella tan ataviada caballería que le acompañaba. Accedió Fernando á sus deseos, mandando al conde de Cabra hiciese un ataque simultáneo por otra parte, y ambos caudillos se pusieron en movimiento con su gente respectiva. Los soldados del Duque mostraban en su lozanía y en el lucimiento de su rica armadura, no haber probado aun los trabajos de la guerra: los del Conde se conocia que eran unos veteranos curtidos por la inclemencia de los elementos, y sus armas, melladas en muchas partes, indicaban los muchos y duros encuentros en que se habian hallado. Notando esta diferencia, se sonrojó el jóven Duque. “Ea caballeros, dijo, que en tiempo estamos de mostrar los corazones en la pelea, como mostramos las galas en los alardes: arremetamos contra el enemigo, esperando en Dios que asi como tenemos la honra de caballeros arreados, alcanzaremos la de hombres esforzados.” Á estas palabras respondieron los soldados con aclamaciones, y acaudillados por el Duque movieron adelante, sufriendo terribles descargas de piedras, balas y saetas; pero ninguna consideracion fue poderosa á contenerlos, y entraron por fuerza de armas en los arrabales. Á este mismo tiempo entró tambien en ellos el conde de Cabra por otra parte, y despues de una larga y sangrienta lucha, lograron los dos caballeros rechazar á los moros y encerrarlos en la villa. Los soldados del Duque salieron de esta refriega en menos número, y cubiertos de sangre, de polvo y de heridas; pero su conducta mereció al Rey los mayores elogios, y desde aquel dia no se volvió á hacer mas burla de sus galas y bordados.
Ganados los arrabales, se construyeron tres baterías de ocho piezas de batir cada una, y se rompió el fuego contra la plaza. El estrago fue tremendo; pues no eran aquellas defensas para resistir á esta arma destructora: las casas, las torres, la muralla, todo fue en breves horas derribado, demolido y arruinado. El hundimiento de los edificios, el horrible estruendo de los cañones, y la carnicería de las gentes, llenaron á los moros de terror y espanto, y pidieron capitulacion. El alcaide, viendo que el pueblo estaba hecho una ruina, que no habia esperanza de ser socorrido desde Granada, y que la gente no tenia fuerzas ni voluntad para defenderse, cedió á sus ruegos, y se dió á partido con harto pesar suyo. Se permitió á los habitantes salir libremente de la villa con sus efectos, dejando las armas; y el duque del Infantado con el conde de Cabra, tuvieron el encargo de escoltarlos hasta el puente de Pinos, distante dos leguas de Granada.
Ganada Illora, mandó el Rey reparar las torres y muros hasta ponerla en buen estado de defensa, y nombró por alcaide de la plaza á Gonzalo de Córdoba, á quien por sus proezas se daba ya el título de gran capitan.
XXXIV
De la llegada de la Reina Isabel al campo de Moclin, y discretos dichos del Conde inglés.
La guerra de Granada, por mas que los poetas quieran embellecerla con las flores de su imaginacion, no puede negarse que fue una de las mas terribles de cuantas se han celebrado bajo el título de guerras santas. La relacion de los sucesos se reduce principalmente á una série de empresas árduas por las montañas, de sangrientas batallas, de saqueos y asolamientos; pero de cuando en cuando, suele interrumpirse esta narrativa por la descripcion de alguna funcion real, ó magnífica ceremonia.
Inmediatamente despues de la toma de Loja, habia el Rey escrito á Isabel solicitando su presencia en el campo, para consultarla sobre el modo de disponer de los territorios que acababa de conquistar. En su consecuencia, partió de Córdoba la Reina á principios de junio, con la Infanta doña Isabel y gran número de damas de su corte. Traia una comitiva espléndida de caballeros, guardias, pages y criados, y cuarenta mulas para su servicio y el de las personas que la acompañaban.
Llegando la comitiva á la Peña de los Enamorados, sobre la orilla del rio Yeguas, vieron venir al marqués de Cádiz con el adelantado de Andalucía, y gran séquito de caballeros muy lucidos. La Reina recibió al Marqués con demostraciones particulares de favor; pues se le estimaba como al espejo de la caballería, llegando algunos á comparar sus hechos y proezas con las del inmortal Cid . Con todo este acompañamiento siguió la Reina su camino por las floridas márgenes del Jenil hasta llegar á Loja, donde se detuvo para consolar á los heridos, á quienes socorrió con dineros á proporcion de su clase. Desde aqui, escoltándola siempre el marqués de Cádiz, se dirigió á Moclin, cuya plaza estaba ahora sitiada por el Rey, que despues de la toma de Illora habia trasladado alli sus reales.
Estando la Reina cerca del campo, salió á recibirla el duque del Infantado con un tren magnífico de caballeros bizarramente vestidos. Salieron tambien los hombres de armas de Sevilla llevando el estandarte de aquella antigua ciudad, y el prior de san Juan con los caballeros de su órden. Al llegar la Reina, se pusieron á la izquierda del camino formados en batalla. Venia Isabel en una mula castaña y sentada en una silla de andas guarnecida de plata dorada: sobre las ancas de la mula caia un gualdrapa de terciopelo carmesí con bordaduras de oro: las falsas-riendas y cabezada eran de seda de raso, entretalladas con letras de oro y bordadas de lo mismo. Llevaba la Reina un brial de terciopelo, y debajo una saya de brocado: traia un manto de escarlata bordado á la morisca, y un sombrero negro guarnecido de brocado alrededor de la copa y ala.
La Infanta venia en otra mula castaña ricamente enjaezada, y estaba vestida con un brial de brocado negro, y un manto del mismo color, guarnecido como el de la Reina.
Al pasar por delante del duque del Infantado y de sus caballeros, hizo la Reina una reverencia al pendon de Sevilla, y mandó que lo pasasen á mano derecha. Antes de llegar al campo, salieron á recibirla todos los batallones del real con banderas desplegadas, las cuales se abajaban al pasar la Reina en señal de salutacion; y fue grande la alegría que todos manifestaron con su venida, pues era mucho el amor que la tenian.
Llegó entonces el Rey montado en un soberbio caballo, y acompañado de muchos grandes de Castilla. Tenia vestido un jubon de carmesí, con quijotes de seda de raso amarillo, un sayo de brocado, un sombrero con plumas, y ceñida una espada morisca muy rica. Los adornos y atavíos de los grandes que con él venian eran asimismo á maravilla hermosos y de diversas maneras, asi de guerra como de fiesta.
Fernando é Isabel se trataban mas bien con el respeto que se deben mútuamente dos soberanos aliados, que con la familiaridad que es natural entre esposos. Asi es, que antes que se diesen los brazos, se hicieron cada uno tres profundas cortesías; y quitándose la Reina el sombrero, quedó con una cófia ó redecilla de seda, el rostro descubierto. Se acercó entonces el Rey, la abrazó, y la besó en una mejilla: asimismo abrazó á su hija la Infanta, y despues de santiguarla la besó en la boca .
Inmediatamente despues del Rey, se presentó el Conde inglés muy pomposo y en extraña manera. Venia armado en blanco, y montado á la guisa en un brioso caballo bayo, cuyos paramentos eran de seda azul sembrada de estrellitas de oro, y llegaban hasta el suelo. Encima de las armas traia un ferreruelo á la francesa de brocado negro raso, y en el brazo un broquelete redondo, ribeteado de oro: el sombrero era blanco y adornado de muchas plumas. Venian con él cinco pages vestidos de seda y brocado, y montados en caballos con riquísimos jaeces: asimismo le acompañaban ciertos gentiles-hombres de su pais suntuosamente ataviados. Acercándose el Conde, saludó con aire cortés y caballeresco, primero á la Reina y á la Infanta, y despues al Rey. La Reina le recibió muy benignamente, alabando su valerosa conducta en el asalto de Loja; y como le consolase por la pérdida de sus dientes, respondió el Lord: “que Dios que habia hecho toda aquella fábrica, quiso abrir alli una ventana para ver mejor lo que pasaba dentro .” Siguió el discreto Lord un rato al lado de la real familia, cumplimentando á todos con discursos muy corteses, haciendo corbetas con su caballo, y saltando de una parte á otra con tanta gracia, que á todos pareció bien; y asi los Reyes como los grandes, quedaron admirados tanto de la magnificencia de su porte, como de su destreza en el manejo .
La Reina, reconocida á los servicios de este bizarro inglés, le envió muchos ricos dones; entre otras cosas doce caballos, una tienda de campaña magnífica, dos camas de ropa guarnecidas, la una con paramentos de oro, y mucha ropa blanca .
XXXV
Rendicion de Moclin y otros sucesos.
Al rigor de la artillería cristiana habia cedido ya la mayor parte de los pueblos fronterizos de Granada. El ejército del Rey, acampado ahora delante de Moclin, se disponia á combatir esta plaza, una de las mas fuertes de la frontera. Situada sobre un alto cerro por cuya base pasaba un rio que la protegia por un lado, mientras por otro le defendia un bosque espeso, se la reputaba como inexpugnable. Sus altos muros y macizas torres dominaban todas las entradas y pasos de las montañas inmediatas; y tal era la fuerza de su posicion, que los moros la llamaban el Escudo de Granada.
Tenia Fernando particular empeño en rendir esta plaza; pues doscientos años antes un maestre de Calatrava, con todos sus caballeros, habia sido lanceado por los moros delante de sus puertas, y recientemente habian hecho una carnicería cruel en las tropas del conde de Cabra. Sentido el Rey por estas causas, hizo todas las prevenciones necesarias para un sitio riguroso. En medio del real se habian puesto dos montones, el uno de harina, y el otro de cebada, que se llamaban la Alhóndiga Real; se construyeron tres baterías de gruesa artillería, y se repartieron en diferentes puntos, alrededor de la villa, las piezas menores y máquinas bélicas con que se arrojaban los proyectiles.
Los moros, por su parte, proveyeron con igual actividad los medios de su defensa: abrieron fosos, fortificaron los baluartes, y trasladaron á Granada las mugeres, viejos y niños.
Estando todo á punto, se rompió el fuego contra la ciudadela y torres principales con tal vigor y acierto, que en breve reconocieron aquellos soberbios muros, tenidos por inexpugnables antes de la invencion de la pólvora, los efectos irresistibles del cañon. No obstante, los moros se defendieron con resolucion; reparaban las brechas como mejor podian, y mantenian, dia y noche, un fuego bien sostenido contra los sitiadores; por manera que no habia momento en que no se oyese el estruendo de las armas, y se recibiesen daños de una y otra parte. Los ingenios tiraban, como otras veces, no solo balas de piedra y hierro, sino tambien pelotas compuestas de materias combustibles. Una de estas, que subió por el aire como un metéoro, arrojando llamas y centellas, vino á caer en una torre donde los moros guardaban la pólvora, y siguiéndose una explosion tremenda, voló la torre con la gente que estaba en ella, se extremecieron las casas, muchas vinieron al suelo, y el terror y la confusion se apoderaron de los habitantes. Los moros, que jamas habian visto una explosion semejante, atribuyeron la destruccion de su torre á un milagro; y algunos que habian notado la caida de aquella bola de fuego, se imaginaban que habia bajado del cielo para castigar su pertinacia .
Viendo pues al cielo y la tierra conjurados, al parecer en su daño, desfallecieron las fuerzas de los moros, y perdiendo de todo punto el ánimo, entregaron la fortaleza.
La entrada de los Reyes católicos en Moclin fue una procesion solemne. Delante iba el estandarte de la Cruz; despues venian las diferentes banderas del ejército, y últimamente los Reyes con gran séquito de caballeros, y el coro de la capilla Real cantando el salmo de Te Deum laudamus. Pasando en esta forma por las calles sin que ningun sonido, menos el canto de los coristas, alterase el silencio que todos guardaban, se oyó de improviso el solemne cántico de Benedictus qui venit in nomine Domini , entonado por unas voces que parecian salir de la tierra. Admirados todos, se detuvo la procesion. Los acentos que se oian eran los de varios cautivos cristianos, algunos de ellos sacerdotes, que yacian sepultados en los subterráneos de la fortaleza. El piadoso corazon de Isabel se conmovió; y mandando sacar de su encierro á los cautivos, se acabó de enternecer al mirarlos pálidos, desfallecidos, y extenuados por los trabajos que habian padecido: estaban medio desnudos, aherrojados, y con el pelo y barbas tan crecidas, que les llegaban hasta la cintura. Al punto mandó suministrarles alimentos, y el dinero necesario para conducirlos á sus casas .
Muchos de estos cautivos eran caballeros, que en la derrota del conde de Cabra habian sido heridos y hechos prisioneros. Posteriormente se hallaron otras señales tristes de este desastroso suceso. Al reconocer el paso donde habia ocurrido, se encontraron entre las matas y en las quiebras de las peñas los cuerpos de muchos cristianos, que no pudiendo huir por efecto de sus heridas, y temiendo caer en manos del enemigo, se habian ocultado en aquellas breñas, donde perecieron de necesidad . Por órden de la Reina fueron recogidos piadosamente estos restos, y depositados como reliquias de mártires en las mezquitas de Moclin, despues de consagradas al verdadero culto.
Alcanzada esta nueva conquista, y prosiguiendo en su triunfante carrera, partió de alli Fernando, con propósito de asolar la vega, y estender el estrago hasta las mismas puertas de Granada. La Reina quedó en Moclin consolando á los heridos, fundando instituciones, y entendiendo en las cosas del gobierno. Por manera que mientras el victorioso Fernando marchaba delante, la diligente Isabel seguia sus pasos, de la misma suerte que sigue los del segador el que ata las haces, y recoge la rica mies que la hoz ha derribado.
XXXVI
De la nueva tala que hizo el Rey católico en la vega de Granada, y de la suerte de los dos hermanos moros.
Desde la muerte sospechosa del Rey viejo Aben Hazen, todo le sucedia malamente á Muley el Zagal. La fortuna parecia haber abandonado sus banderas; el crédito que tenia con el pueblo declinaba mas cada dia, y los ejércitos cristianos, señoreándose por su territorio, tomaban sus fortalezas, y asolaban la vega, sin que se atreviese él á marchar á contenerlos por el temor de las novedades que en su ausencia pudiera intentar el partido contrario del Albaicin.
Pocos dias se pasaban que no llegasen á la capital los infelices moradores de algun pueblo conquistado, trayendo la poca hacienda que les quedaba, y lamentando la desolacion de sus hogares. La noticia de la pérdida de Illora y de Moclin, aterró á los granadinos, que prorrumpiendo en exclamaciones, decian: “¡El ojo derecho de Granada se extinguió!, ¡rompióse el escudo de Granada!, ¿quién ahora nos defenderá del enemigo?” Irritado el pueblo contra los miserables restos de las guarniciones de estas plazas, viéndolos llegar con ánimo decaido, sin armas ni banderas, los llenaba de vituperios; mas ellos respondian: “Hemos peleado mientras tuvimos fuerzas para pelear, y muros que nos defendiesen: pero el cristiano postró por el suelo nuestras torres y baluartes, y nunca llegaron los socorros que esperábamos de Granada.”
Los alcaides de Illora y Moclin eran hermanos, iguales en proezas, y de los mas valientes entre los caballeros granadinos. Diestros en los torneos y afortunados en la guerra, habian sido las delicias del pueblo, que no habia mucho los seguia con aclamaciones. Mas ahora, con la mudanza de su fortuna, los aplausos de la inconstante plebe se habian vuelto vituperios; ingratitud que llenó de indignacion á los alcaides. Teniéndose entonces noticia de que Fernando avanzaba con una hueste triunfante para asolar la tierra en derredor de la capital, los dos hermanos, viendo que el Zagal no se movia para salir á su encuentro, se presentaron al Monarca. “Señor, le dijeron, hemos defendido vuestras fortalezas hasta quedar casi sepultados en sus ruinas, y nuestro premio solo ha sido injurias y baldones. Dadnos ocasion en que podamos mostrar el valor de caballeros: dadnos tropa para salir contra el enemigo, que ya se acerca, y nuestra sea la afrenta si no salimos con honor de la batalla.” Accedió el Zagal á sus deseos, y salieron los hermanos á la cabeza de una fuerza considerable de peones y caballos. El pueblo, viendo pasar aquellos estandartes tan conocidos, no dejó de mostrar alguna satisfaccion; pero los alcaides con semblante severo, siguieron adelante sin darse por entendidos; porque sabian que los mismos que ahora los aclamaban, serian los primeros á maldecirlos si volviesen con desgracia.
El ejército de Fernando habia llegado hasta dos leguas de Granada, y la vanguardia, conducida por el marqués de Cádiz, se hallaba cerca del Puente de Pinos, paso famoso por donde los Reyes de Castilla hacian sus entradas en las guerras con los moros; y muy conocido por los muchos sangrientos combates que alli se habian dado. Aqui era donde el enemigo esperaba triunfar de los cristianos, á quienes atacó vigorosamente, saliendo contra la division del marqués de Cádiz con grandes alaridos y con una furia extraordinaria. Á la entrada del puente fue donde mas se encendió la pelea; pues unos y otros sabian la importancia de este paso. El Rey, que estaba mirando el combate desde una altura donde se habia colocado con el grueso de su ejército, notó con particularidad las proezas de dos caballeros moros, iguales en armas y divisas, que mostraban ser gefes entre los suyos. Éstos eran los dos hermanos, alcaides de Illora y Moclin, los cuales donde quiera que llegaban difundian el terror y la muerte, peleando con tal valor, que parecia desesperacion. Fueron contra ellos el conde de Cabra y don Martin de Córdoba; pero avanzando indiscretamente, se vieron rodeados por el enemigo, y en el mayor peligro. Un jóven caballero cristiano, advirtiendo el apuro en que se hallaban, corrió á socorrerlos, y en él reconoció el Rey á don Juan de Aragon, conde de Ribagorza, su sobrino. Montado en un soberbio caballo, y con armas resplandecientes, acudia don Juan á todas partes; y aunque le mataron el caballo, todavia con la ayuda de sus gentes sacó de aquel empeño al conde de Cabra, y contuvo al enemigo, que ya empezaba á envolver á los cristianos.
El Rey, viendo el peligro de sus gentes, hizo avanzar la batalla Real en su socorro. Á su llegada, cedió el enemigo, y se retiró hácia el puente. Los dos capitanes moros hicieron los mayores esfuerzos para reanimar sus soldados; pero solo pudieron conseguir, á fuerza de ruegos y amenazas, reunir algunos pocos, con los cuales defendieron el puente con ánimo notable, hasta que todos quedaron muertos en el sitio: los dos hermanos cayeron con mil heridas, cubriendo con sus cuerpos el paso que tan animosamente habian defendido.
Instruido el pueblo de Granada del heroismo con que estos dos guerreros se habian sacrificado por la pátria, concibieron un dolor profundo; y para perpetuar la memoria de tan esclarecido hecho, erigieron junto al puente una columna, que por mucho tiempo se llamó “El sepulcro de los Hermanos.”
El ejército de Fernando, prosiguiendo su marcha, llegó hasta las mismas puertas de Granada, y derramándose por la vega taló los panes, viñas y olivares, y destruyó cuanto habia en derredor, convirtiendo aquel paraiso terrestre en un desierto. Estando los cristianos ocupados en estas operaciones, habia salido de la ciudad un cuerpo de caballería de mil y quinientos hombres y algunos batallones de infantería, los cuales, apostándose en unas huertas cortadas por muchas acequias, y rodeadas de olivares, esperaban la ocasion de atacar con ventaja al enemigo. Esta pareció ofrecerse al pasar por alli el duque del Infantado con sus dos batallas de hombres de armas y de ginetes, acompañándole don García Osorio, obispo de Jaen, y Francisco Bobadilla con las gentes de dicha ciudad, Andujar, Úbeda y Baeza . Los moros que en la guerra usaban mucho de ardides y estratagemas, viendo el buen órden que llevaban los del duque, no osaron acometerlos, y dejando pasar de mal talante aquellos lucidos batallones, salieron contra las últimas escuadras del Obispo. Despues de escaramuzar con ellas un rato, fingieron los moros huir y se metieron por una huerta llamada del Rey, donde entraron con ellos los cristianos, que los perseguian con ciega precipitacion. Viendo aquellos á sus contrarios comprometidos en las espesuras de la huerta, soltaron el rio Guadalgenil, para que corriese por una acequia grande que rodeaba todo aquel circuito, y en un momento se vieron aquellos caballeros atajados por el agua, y de nuevo acometidos por el enemigo. En la confusion que se siguió aun los mas valientes no acertaban á defenderse; muchos se arrojaron al agua para pasar la acequia, y algunos se ahogaron con sus caballos. Felizmente el duque del Infantado advirtió á tiempo el peligro de sus compañeros, y acudiendo á su socorro con la caballería ligera, los libró de aquel peligro. Los moros, forzados á huir, se alejaron por el camino de Elvira, persiguiéndolos el Duque hasta cerca de Granada.
Concluida la tala en circuito de la capital, salió de la vega Fernando con toda su hueste por el puerto de Lope, y se dirigió á Moclin, para reunirse con la Reina. El gobierno de las plazas recien conquistadas se confió á don Fadrique de Toledo, despues tan célebre en Flandes bajo el título de duque de Alba ; y terminando asi felizmente esta campaña, regresaron los Reyes en triunfo á la ciudad de Córdoba.
XXXVII
Atentado del Zagal contra la vida de Boabdil, y resolucion que tomó éste á consecuencia.
Apenas habia llegado á la otra parte de la sierra de Elvira el último escuadron de la caballería cristiana que se retiraba, cuando estalló la cólera, largo tiempo reprimida, del viejo Muley el Zagal. Resuelto á exterminar por cualesquiera medios á Boabdil y sus confederados, revolvió furioso contra ellos: á unos castigó con la confiscacion de sus bienes, á otros con destierros, á otros con la muerte. Pero Boabdil se habia vuelto á refugiarse en Velez el blanco, donde, á la sombra de su protector Fernando, esperaba que la fortuna, mostrándose mas propicia, le llamase á nuevas empresas. El Zagal que le miraba como punto de reunion de sus contrarios, y deseaba su perdicion, se valió, para efectuarla, de los medios mas infames. Le envió embajadores, brindándole con la paz, por ser asi necesario al bien de entrambos y á la salvacion del reino; y aun ofreció dejar el título de Rey y hacerse su vasallo; pero estos mismos embajadores que traian un mensage tan plausible, venian provistos de yerbas para envenenarle; y si ésto no se conseguia, tenian órden para acabar con él abiertamente con sus puñales. Boabdil, advertido secretamente de esta traicion, se negó á dar audiencia á los embajadores, denunció á su tio como usurpador y fratricida, y declaró su resolucion de no ceder en su enemistad contra él, hasta poner su cabeza sobre las puertas de la Alhambra.
Asi volvió á encenderse la guerra entre los dos Monarcas. Favorecia el Rey Católico á Boabdil, mandando á todos sus capitanes y alcaides le ayudasen en sus empresas contra su tio; y don Juan de Benavides, que mandaba en Loja, hizo varias entradas en nombre de aquel por tierras de Almería, Baza y Guadix, que reconocian al Zagal. Pero contra los esfuerzos de Boabdil prevalecian tres males que le aquejaban: la inconstancia de su pueblo, el odio de su tio, y su alianza con Fernando. Las ciudades le cerraban las puertas, sus vasallos le maldecian, y aun los pocos caballeros que hasta ahora le habian seguido lo iban abandonando. Con la mengua de su fortuna desfallecian el ánimo y las esperanzas del jóven Rey, y temia quedar en breve sin un palmo de tierra donde plantar su estandarte, y sin un partidario que le siguiese.
Tal era el abatimiento en que se hallaba, cuando recibió cartas de su madre, la magnánima sultana Aixa, afeándole que andubiese rondando cobardemente los confines de su reino mientras un usurpador estaba enseñoreado de su capital, y que se valiese de socorros extranjeros, habiendo en Granada corazones leales, prontos á sacrificarse en su servicio. “El Albaicin, le decia, solo aguarda que llegues para abrirte sus puertas: anímate pues á un esfuerzo vigoroso; y sea el golpe decisivo, para que todo se remedie ó para que se pierda todo. ¡Reinar ó morir! hé aqui la ley que el honor prescribe á los Monarcas.”
La falta de resolucion era el defecto principal en la índole de Boabdil; pero hay ocasiones en que aun los mas indecisos se determinan, y entonces suelen éstos obrar con una energía que no se encuentra en caractéres mas resueltos. La exhortacion de la sultana le despertó como de un letargo. Granada con todos sus atractivos y delicias, con su Alhambra, sus claras fuentes y floridos jardines, se representó vivamente á su imaginacion “¡Pátria querida!, exclamó, ¡paraiso de mis padres! ¿por qué culpa se me destierra de tí? ¿y por qué en mis propios dominios he de vivir peregrino y fugitivo, mientras un bárbaro usurpador ciñe orgullosamente mi corona? Alá, que protege al justo, sin duda defenderá mi causa: un solo golpe y todo será mio.”
Reuniendo á los pocos caballeros de su bando, les dijo: “¿Quién de vosotros quiere seguir á su Soberano hasta la muerte?” y todos sin excepcion echaron mano á la cimitarra. “¡Basta, dijo Boabdil, cada uno se aperciba secretamente á una empresa de gran trabajo y peligro: si triunfamos, nuestra recompensa es un imperio!”
XXXVIII
Boabdil vuelve secretamente á Granada y se presenta á sus parciales.
En manos de Dios (dice un coronista árabe) está el destino de los príncipes. Él solo da los imperios. Un ginete moro, montado en un veloz caballo árabe, venia atravesando las montañas que se extienden entre Granada y la frontera de Murcia. Pasando los valles con precipitacion, se detenia y miraba cauteloso el camino cuando llegaba á las alturas. Á poca distancia le seguia un escuadron de caballeros que no pasaba de cincuenta lanzas. En el primor de sus armas y arneses mostraban ser guerreros de distincion, y el aire magestuoso y noble de su gefe parecia denotar un príncipe. El escuadron que asi describe el coronista árabe era el Rey moro Boabdil y sus fieles partidarios.
Por espacio de dos noches y un dia caminaron con no poco trabajo y riesgo por los pasos mas solitarios de las montañas, sin entrar en las poblaciones. Era la media noche, y la oscuridad y el silencio prevalecian en derredor, cuando empezaron á bajar de las montañas, y se acercaron á la ciudad de Granada. Siguiendo cautelosamente lo largo de la muralla, llegaron cerca de la puerta del Albaicin. Aqui dejó Boabdil escondidos á los que con él venian, y tomando solo cuatro ó cinco de ellos, se acercó con resolucion á la puerta, y llamó con el pomo de su alfange. Acudió la guardia, y preguntó quién llamaba á una hora tan intempestiva. “El Rey, respondió Boabdil, abrid presto.” Asi lo hicieron en efecto, y reconociendo los soldados á la luz de una hacha la persona del jóven Monarca, le admitieron sin replicar. Habiendo entrado con sus parciales, corrieron éstos á las casas de los principales moradores del Albaicin, que intimándoles se armasen en defensa de su Soberano; y al amanecer ya estaba todo el arrabal sobre las armas, y reunido bajo el estandarte de Boabdil. Tan feliz éxito tuvo este arrojo; que asi puede llamarse, pues ningun concierto prévio existia ni inteligencia con los de Granada. “Asi como los guardas abrieron las puertas del Albaicin, dice un historiador coetáneo, asi Dios abrió las voluntades de los moros para que recibiesen á su Rey” .
Por la mañana temprano el Zagal, con la nueva de este suceso, sacudió el sueño, y reuniendo su guardia, se encaminó espada en mano contra el Albaicin, esperando sorprender á su sobrino; pero los partidarios de éste le recibieron con intrepidez, y le obligaron á retroceder á la plaza de la mezquita mayor. Aqui se encendió de nuevo la pelea, y se batieron los dos Reyes mano á mano y con furor implacable, como si quisieran decidir sus pretensiones á la corona por un combate singular; pero acudiendo muchos de una y de otra parte, fueron separados, y los del Zagal tuvieron que abandonar la plaza. Todavia duró algun tiempo por las calles esta lucha cruel, que despues se renovó en el campo, donde se batieron ambos partidos hasta la tarde. Á la noche se retiraron unos y otros á sus cuarteles respectivos, para volver á pelear á la mañana, sin que por muchos dias dejasen de ensangrentar malamente las calles de la ciudad, hecha víctima de estas bárbaras disensiones. Atacándose alternativamente, sitiaban á veces los del Zagal al Albaicin, y á veces haciendo éstos una salida, rechazaban á sus contrarios, y los encerraban en la Alhambra, en cuyos encuentros el furor que los animaba no permitia á ninguno de los dos partidos conceder cuartel á los prisioneros del otro.
Entretanto, Boabdil, hallándose con fuerzas muy inferiores á las de su rival y temiendo una mudanza en las voluntades de sus parciales, que los mas eran mercaderes y artesanos, y empezaban á cansarse de tantos trabajos y escenas tan sangrientas, envió sus mensajeros á don Fadrique de Toledo, general de las fuerzas cristianas en la frontera, rogándole con instancia acudiese á su socorro. Don Fadrique, que tenia órdenes del Rey para favorecer á Boabdil contra su tio, se puso luego en marcha con una fuerza competente, y se acercó á Granada; pero temiendo alguna traicion, cuidó de no comprometerse con ninguno de los dos partidos, y se mantuvo por de pronto en observacion de sus movimientos. El carácter feroz y sanguinario de las disensiones que desgarraban á la infeliz Granada, convenció en breve á don Fadrique que no estaban de inteligencia aquellos Reyes; y determinando ayudar á Boabdil, le envió un cuerpo de peones y arcabuceros al mando de Fernan Alvarez de Sotomayor, alcaide de Colomera. Este socorro, semejante á un tizon arrojado al fuego, encendió de nuevo las llamas de la guerra civil, que ardió entre los habitantes moros por espacio de cincuenta dias.
Libro II
I
El Rey don Fernando, con una hueste poderosa, se pone sobre Velez-málaga.
Año 1487.
Hasta aqui los sucesos de esta ilustre guerra, han sido principalmente una série de hazañas brillantes, pero pasageras, como correrías, cabalgadas, y sorpresas de lugares y castillos. Mas ahora se trata de operaciones importantes y detenidas, y del asedio formal y rendicion de las plazas mas fuertes del reino de Granada, cuya capital quedó asi aislada, y desnuda de los baluartes que la defendian.
Los grandes triunfos de los Reyes de Castilla habian resonado en el oriente, llenando de consternacion al Gran Señor, Bayaceto II, y al Soldan de Egipto; y estos príncipes, suspendiendo por entonces las sangrientas guerras que traian entre sí, entraron en una confederacion para defender la religion de Mahoma y el reino de Granada, contra el poder hostil de los cristianos. Á fin de distraer la atencion de los Soberanos, acordaron de enviar un armamento poderoso contra la isla de Sicilia, que pertenecia entonces á la corona de Castilla, y de expedir al socorro de Granada una fuerza considerable desde las costas vecinas del África.
Con la noticia que tuvieron de estos sucesos, resolvieron don Fernando y doña Isabel dirigir sus fuerzas contra los pueblos marítimos de Granada, y apoderándose de todos los puertos, privar á los moros de los auxilios que les pudieran venir de fuera. El punto que mas particularmente llamaba su atencion, era Málaga, por ser el puerto principal del reino, y el emporio de un comercio vasto que se hacia entre aquellas partes y las costas de la Siria y del Egipto. Por este conducto se mantenia tambien una comunicacion activa con el África, y se recibian de Tunez, Trípoli, Fetz y los demas estados Berberiscos, socorros pecuniarios, tropas, armas y caballos; por lo que se llamaba enfáticamente la mano y boca de Granada. Pero antes de poner sitio á esta formidable ciudad, pareció indispensable asegurarse de la de Velez-málaga y sus dependencias, que, por su proximidad á aquella, podria entorpecer las operaciones del ejército.
Para esta importante campaña fueron convocados nuevamente los grandes del reino, con sus gentes respectivas, en la primavera de 1487. La guerra que amenazaban las potencias del oriente despertó en los pechos generosos de aquellos caballeros un ardor extraordinario; y con tal celo acudieron al llamamiento de sus Soberanos, que en breve se juntó en la antigua ciudad de Córdoba un ejército de doce mil hombres de á caballo y cincuenta mil infantes, la flor de la milicia española, capitaneada por los caudillos mas valientes de Castilla. La noche anterior á la marcha de esta poderosa hueste hubo un terremoto, que estremeció la ciudad y llenó de espanto á sus moradores, principalmente á los que vivian cerca del antiguo alcázar de los Reyes moros, donde fue mayor el movimiento: y este suceso muchos lo tuvieron por presagio de alguna calamidad iminente, al paso que otros lo celebraron como anuncio de que el imperio de los moros iba á estremecerse hasta su centro.
La víspera del Domingo de Ramos partió de Córdoba el Rey con su ejército dividido en dos cuerpos; en uno de los cuales puso toda la artillería, guardada por una buena escolta, y mandada por el maestre de Alcántara y Martin Alonso, señor de Montemayor. Se dispuso que marchase esta division por el camino mas llano, para que no faltase el forrage á los bueyes que llevaban la artillería. La otra division, que era el grueso del ejército, iba capitaneada por el Rey en persona, y se dirigió por las montañas, sin que le arredrasen las asperezas de un camino que á veces se reducia á una vereda, perdiéndose entre peñas y precipicios, y otras conducia al borde de una sima espantosa, ó á un torrente cuyas aguas, acrecentadas por las recientes lluvias, interceptaban la marcha del ejército. Para vencer en algun modo las dificultades del terreno, se envió delante al alcaide de los Donceles con cuatro mil gastadores, prevenidos unos de picos, palas y azadones, para allanar los caminos, y otros, de los instrumentos necesarios para construir puentes de madera en los arroyos, mientras que algunos tuvieron órden de poner piedras en los charcos para el paso de la infantería. Á don Diego de Castrillo se le despachó con alguna gente de á caballo y de á pié, para que tomase los pasos de las montañas, cuyos habitantes, por la ferocidad de su carácter, no dejaban de inspirar al ejército algun cuidado.
Despues de una marcha penosa por montañas tan agrias, que á veces no habia disposicion para formar el campamento, y con pérdida de muchos bagages, que rendidos de fatiga perecieron por el camino, llegaron felizmente á dar vista á la vega de Velez-málaga. Defendido por una cordillera de montañas, se extendia este delicioso valle hasta la ribera del mar, cuyos aires le refrescaban, al paso que le hacian fértil las aguas del rio Velez. Estaban los collados cubiertos de viñedos y olivares, lozanas mieses ondeaban en las llanuras, y numerosos rebaños pacian en las dilatadas dehesas. En torno de la ciudad se veia florecer los jardines de los moros, y blanquear en ellos sus pabellones por entre infinitos naranjos, cidros y granados, sobre los cuales descollaba la erguida palma, amiga de los climas meridionales y de un cielo benigno y puro.
En un extremo del valle, y á la falda de un cerro aislado, estaba fundada la ciudad de Velez-málaga, bien fortificada con torres y muros muy espesos. En lo mas alto del cerro habia un castillo poderoso é inaccesible por todas partes, que dominaba todo el pais circunvecino, y junto á los muros dos arrabales, defendidos con albarradas y grandes fosos. Contribuian á la seguridad de esta plaza las inmediatas fortalezas de Benamarhoja, Comares y Competa, guarnecidas por una raza de moros muy fuertes y belicosos, que habitaban aquellas montañas.
Al mismo tiempo que llegó el ejército cristiano á la vista de Velez-málaga, arribó á aquella costa la escuadra que mandaba el conde de Trevento, compuesta de cuatro galeras armadas, y de muchas caravelas con mantenimientos para el ejército.
Despues de reconocer el terreno determinó el Rey acampar en la ladera de una montaña, que es la última de una cordillera que se extiende hasta Granada. En su cumbre habia un lugar de moros muy fuerte, llamado Bentomiz, que, por su proximidad á Velez-málaga, se creyó podria proporcionar socorros á esta plaza. Á muchos de los generales pareció peligrosa la posicion escogida por el Rey, pues quedaba el campo expuesto á los ataques de un enemigo tan inmediato; pero Fernando resolvió conservarla, diciendo que asi cortaria la comunicacion entre el lugar y la ciudad, y que en cuanto al peligro, estuviesen sus soldados mas alerta para evitar una sorpresa. Salió, pues, el Rey á caballo con algunos caballeros, para distribuir las estancias, y despues de colocar cierta gente de á pié en un cerro que dominaba la ciudad, se retiró á su pavellon para tomar algun alimento. Sentado apenas á la mesa, sintió un alboroto repentino, y saliendo fuera, vió correr á sus soldados delante de una fuerza superior enemiga. Asiendo una lanza, y sin mas armas defensivas que su coraza, saltó Fernando á caballo, dirigiéndose con los pocos que le acompañaban al socorro de sus soldados. Éstos, que vieron venir en su auxilio al mismo Rey, cobraron aliento, y revolviendo contra los moros, los acometieron con denuedo. Llevado del ardor que le animaba, se metió Fernando por medio de los enemigos: un caballerizo que iba á su lado, fue muerto á los primeros tiros; pero antes que pudiera escapar el moro que le matára, le dejó el Rey atravesado con su lanza. Echó mano entonces á la espada, pero por mas esfuerzos que hizo, no pudo sacarla de la vaina; de manera que rodeado de enemigos, y sin armas con que defenderse, se halló el Rey en el mas iminente peligro. En esta hora crítica llegaron el marqués de Cádiz, el conde de Cabra y el adelantado de Murcia, con Garcilaso de la Vega y Diego de Ataide, los cuales, cubriendo al Soberano con sus cuerpos, le defendieron contra los tiros del enemigo. Al marqués de Cádiz mataron su caballo, y aun él mismo corrió gran riesgo; pero con la ayuda de sus valientes compañeros logró rechazar á los moros, persiguiéndolos hasta meterlos por las puertas de la ciudad.
Pasado este rebato, rodearon al Rey sus grandes y caballeros, representándole cuán mal hacia en exponer su persona en los combates, teniendo en su ejército tantos y tan buenos capitanes á quienes tocaba pelear; que mirase que la vida del príncipe era la vida de su pueblo, y que muchos y grandes ejércitos se habian perdido por la pérdida de su general; por lo que le suplicaban que en adelante les ayudase con la fuerza de su ánimo gobernando, y no con la de su brazo peleando. Á esto respondió el Rey confesando que tenian razon, pero que no le era posible mirar el peligro de sus gentes sin acudir á su socorro; cuyas palabras llenaron á todos de contento, pues veian que no solo les gobernaba como buen Rey, sino que les protegia como capitan valiente. Esta hazaña no tardó en llegar á los oidos de la Reina, haciéndola temblar el arrojo de su esposo, aun en medio de su regocijo al saber que el peligro era pasado. Posteriormente concedió doña Isabel á Velez-málaga, por armas de la ciudad, y en conmemoracion de este suceso, la figura de un Rey á caballo, con un caballerizo muerto á sus pies y los moros en huida.
Estaba ya formado el campamento, pero faltaba la artillería, que por el mal estado de los caminos aun no habia podido llegar. Entretanto mandó el Rey combatir los arrabales de la ciudad, los cuales fueron entrados despues de una lucha sangrienta de seis horas, y con pérdida de muchos caballeros muertos ó heridos, siendo entre éstos el mas distinguido, don Alvaro de Portugal, hijo del duque de Braganza. Se procedió entonces á fortificar los arrabales con trincheras y empalizadas, se puso en ellos una guarnicion competente, al mando de don Fadrique de Toledo, y se abrieron en derredor de la ciudad otras trincheras, con que se cortó enteramente la comunicacion de los sitiados con los pueblos del contorno. Para mayor seguridad de las recuas que traian los mantenimientos al real, se colocaron en los pasos de las montañas varios destacamentos de infantería; pero la aspereza de aquellos lugares favorecia de manera á los moros, que no fue posible impedir que hiciesen éstos salidas repentinas, en que arrebataban los convoyes, y cautivaban las personas, retirándose luego á sus guaridas con toda seguridad. Á veces, por medio de grandes fuegos encendidos en las cumbres de las montañas, se concertaba el enemigo con las guarniciones de las torres y castillos inmediatos, para atacar al campo de los cristianos, á quienes convenia por esto estar de continuo alerta y apercibidos para pelear.
Creyendo el Rey haber intimidado á los de Velez-málaga con la manifestacion de sus fuerzas, les dirigió una carta, ofreciéndoles condiciones muy ventajosas si desde luego capitulaban, y amenazando llevar la ciudad á sangre y fuego si persistian en defenderse. El portador de esta carta fue un caballero llamado Carvajal, que, poniéndola en la punta de una lanza, la entregó á los moros que estaban en la muralla, los cuales contestaron diciendo, que el Rey de Castilla era demasiado noble para llevar á efecto una amenaza semejante, y que ellos no se entregarian, porque no era posible llegase al campo la artillería, y porque estaban seguros de ser socorridos por el Rey de Granada.
Al mismo tiempo que esta noticia, recibió el Rey la de haberse juntado en Comares, lugar fuerte distante de alli dos leguas, las gentes de la Ajarquía, cuya sierra era capaz de proporcionar hasta quince mil hombres de pelea, y era la misma donde, al principio de la guerra, se habia hecho tan gran matanza de cristianos.
La situacion del ejército, desunido y encerrado en pais enemigo, no dejaba de ser peligrosa, y exigia la mayor disciplina y vigilancia. Asi lo entendió Fernando, haciendo publicar en los reales ciertas ordenanzas, por las que se prohibian los juegos, las blasfemias y las pendencias: las mugeres mundanas, y los rufianes que las acompañaban, fueron echados del campamento: ninguno habia de salir á las escaramuzas que los moros moviesen, sin licencia de su capitan, ni pegar fuego á los montes inmediatos; y el seguro concedido á cualquier pueblo ó individuo moro se habia de guardar inviolablemente. Estas ordenanzas, mandadas observar bajo penas muy severas, tuvieron tan buen efecto, que en medio de ser tan grande el concurso de varias gentes que alli habia, no se vió á nadie sacar armas contra otro, ni se oyó palabra, de que pudiese nacer escándalo.
Entretanto los guerreros de la serranía, reuniéndose en las cumbres de las montañas á la par de una tormenta que amenaza las llanuras, bajaron á las cuestas de Bentomiz, que dominaban el real, con intento de abrirse paso con las armas hasta la ciudad; pero un destacamento fuerte que se envió contra ellos, los arrojó de alli despues de un combate muy reñido, y se recogieron los moros á los lugares ásperos de la sierra, donde no se les pudo seguir.
Habian pasado ya diez dias desde que se asentó el real, y la artillería aun no habia llegado. Las lombardas y otras piezas de mayor calibre quedaron en Antequera, de donde no pudieron pasar por la fragosidad de los caminos: las demas, con muchos carros de municiones, llegaron, á duras penas, hasta media legua del campo; y los cristianos, animados con este refuerzo, se dispusieron á batir en forma las fortalezas de Velez-málaga.
II
Sale el Rey de Granada para levantar el sitio de Velez-málaga; intenta sorprender á los cristianos: resultado de esta empresa.
En tanto que el estandarte de la cruz tremolaba delante de Velez-málaga, las facciones rivales del Albaicin y la Alhambra seguian afligiendo con sus disensiones á la infeliz Granada. La noticia de hallarse sitiada aquella plaza llamó al fin la atencion de los viejos y alfaquís, los cuales, dirigiéndose al pueblo, le representaron el peligro que á todos amenazaba. “¿Qué contiendas son estas, decian, en que aun el triunfo es ignominioso, y en que el vencedor oculta sonrojado sus heridas? Los cristianos están devastando la tierra que ganaron vuestros padres con su valor y sangre, habitan las mismas casas que éstos edificaron, gozan la sombra de los árboles que plantaron; y entretanto vuestros hermanos andan por el mundo desterrados y peregrinos. ¿Buscais á vuestro enemigo verdadero?... acampado está en las alturas de Bentomiz. ¿Quereis ocasion en que mostrar vuestro valor?... hallareis no pocas bajo los muros de Velez-málaga.”
Habiendo asi conmovido los ánimos del pueblo, se presentaron á los dos Reyes contrarios, á quienes dirigieron iguales reconvenciones. La situacion del Zagal era en extremo delicada: dos enemigos, uno de casa, otro de fuera, le guerreaban al mismo tiempo: si dejaba á los cristianos apoderarse de Velez-málaga, era consiguiente la perdicion del Reino: si salia á contenerlos, debia temer que Boabdil, en su ausencia, se levantase con el mando. En tal estado determinó concertarse con su sobrino, á quien hizo presente cuanto sufria la pátria por efecto de sus discordias, y cuán fácil seria habiendo union, remediarlo todo, y acabar de una vez con los cristianos, que de suyo se habian metido en la sepultura, sin que faltase mas que echarles la tierra encima: ofreció dejar el título de Rey, reconocer como tal á su sobrino, y pelear bajo su bandera; solo pedia que se le permitiese marchar al socorro de Velez-málaga, y castigar á los cristianos. Pero Boabdil, tratando de artificiosas estas proposiciones, las desechó con indignacion: “¿Cómo, dijo, he de fiarme de un traidor, que se ha ensangrentado en mi familia, y que ha buscado mi muerte por tantos modos y en tantas ocasiones?”
Quedó el Zagal confuso y despechado con esta repulsa; pero no habia tiempo que perder: los clamores del pueblo, que veia abandonadas al enemigo las mejores ciudades del reino, y el ardor de los caballeros de su corte, impacientes por salir al campo, exigian una pronta resolucion, y se decidió á marchar contra el enemigo. Poniéndose, pues, á la cabeza de una fuerza de mil caballos y veinte mil infantes, salió repentinamente una noche, y se dirigió por las montañas que se extienden desde Granada hasta Bentomiz, tomando los caminos menos transitados, y marchando con tal rapidez, que llegó á las alturas de este pueblo, antes que el Rey Fernando tuviese noticia de sus movimientos.
Alarmáronse los cristianos una tarde, viendo arder grandes hogueras en las montañas inmediatas á Bentomiz. Á la roja luz de las llamas se descubria el brillo de las armas y el aparato de la guerra, y se oia á lo lejos el sonido de los timbales y trompetas de los moros. Á los fuegos de Bentomiz respondian otros fuegos desde las torres de Velez-málaga, y el grito de, ¡el Zagal, el Zagal! resonaba de cerro en cerro, anunciando á los cristianos que el belicoso Rey de Granada campeaba en las alturas que dominaban al real. Iguales eran con este motivo la sorpresa del Rey de Castilla y el regocijo de los moros. El conde de Cabra, con su ardor acostumbrado, queria escalar aquellos cerros, y atacar al Zagal antes que pudiese formar su campo; pero no lo consintió Fernando por no exponerse á tener que levantar el sitio, y mandó que permaneciesen todos guardando sus respectivos puestos, sin moverse para buscar al enemigo.
Toda aquella noche ardieron los fuegos que coronaban las montañas. Al dia siguiente presentaban las cercanías de Bentomiz una escena marcial y pintoresca. Los rayos del sol naciente doraban los altos picos de la sierra, y deslizándose por la ladera abajo, caian de soslayo sobre las tiendas de los guerreros castellanos, dando á su blancura un realce singular, y mayor viveza á los colores de las banderetas con que se distinguian. El suntuoso pabellon del Rey descollaba sobre todo el campamento; y plantados en una eminencia, ondeaban al aire libre los estandartes de Castilla y de Aragon. Mas allá se descubria la ciudad, su encumbrado castillo, y sus fuertes torres, en que relumbraban las armas de los infieles; siendo remate de esta perspectiva el campamento moro, que guarnecia el perfil de la sierra, y que, á los resplandores del nuevo sol, se mostraba reluciente de armas, pabellones y divisas. Veíanse subir columnas de humo donde la noche anterior se habian encendido las hogueras; y la aguda voz de la trompeta, el ronco sonido de las cajas, y el relincho de los caballos, se oia confusamente desde aquella elevacion aérea; que es tan puro y diáfano el atmósfera en esta region, que se oyen los sonidos y se distinguen los objetos á una gran distancia, y asi pudieron fácilmente los cristianos ver la multitud de enemigos que se reunian contra ellos en las montañas inmediatas.
La primera disposicion del Rey moro fue destacar una fuerza competente al mando de Rodovan de Vanegas, gobernador de Granada, con órden de dar sobre el convoy de artillería que se encaminaba al real cristiano; pero la diligencia con que salió á impedirlo el maestre de Alcántara, le obligó á revocar esta órden; permaneciendo asi unos y otros sin osar venirse á las manos, y el Zagal contemplando desde arriba el campo enemigo, como tigre que espera la ocasion de saltear alguna presa. Habiéndosele frustrado este proyecto, concibió el de sorprender á los cristianos por medio de un ataque repentino concertado con los moros de la ciudad. Al efecto escribió al alcaide de ella, previniéndole que á la medianoche, cuando viese la señal de un fuego en cierto punto de la sierra, saliese con toda su guarnicion para dar furiosamente sobre las guardias del real: el Rey acometeria al mismo tiempo por la parte opuesta; de modo que envolviendo al enemigo en el silencio de la noche, seria fácil arrollarlo y destruirlo.
Iba ya el sol tocando el término de su carrera, y las largas sombras que caian de las montañas, empezaban á oscurecer la vega. Veia el fiero Zagal llegar la hora de ejecutar sus planes, y ya miraba como víctimas suyas á los cristianos, agenos, al parecer, del peligro que los amenazaba. “¡Alá achbar!, exclamó, señalando el campo enemigo, ¡Dios es grande! El ha traido á nuestras manos este Rey infiel con toda su caballería, para que con un glorioso triunfo recobremos todo lo perdido. ¡Aqui de nuestro valor y esfuerzo!, y dichoso el que muere peleando por la causa del profeta, que ese pasará en derechura al paraiso de los fieles, y gozará la belleza inmortal de las houris celestiales: dichoso el que sobreviva á esta victoria, pues él volverá á Granada, y la verá en toda su hermosura, libre de enemigos, y restituida á su primitiva gloria.”
Llegó al fin la hora señalada, y por órden del Rey moro se encendió una llama viva en la parte mas elevada de Bentomiz; pero en vano fue esperar la señal correspondiente que debia hacerse en la ciudad. Apurada la paciencia del Zagal con esta tardanza, empezó á mover la sierra abajo con su gente, para atacar al real cristiano. Avanzando por un desfiladero que conducia al llano, dieron de improviso con un cuerpo numeroso de cristianos: oyese al mismo tiempo una vocería terrible, y se ven los moros acometidos cuando menos lo esperaban. Confuso y sobresaltado, manda el Zagal retirar sus tropas, y se recoge á las alturas: hace una señal, y al punto empiezan á arder por todos aquellos cerros muchas y grandes hogueras que estaban ya prevenidas. El resplandor de las llamas iluminaba el horizonte, esparciendo en aquellos contornos una luz tan viva, que todo se descubria, las entradas y pasos de la sierra, el campo cristiano, su situacion y sus defensas. Donde quiera que volvia los ojos veia el Zagal relumbrar á la luz de los fuegos, las espadas, yelmos y corazas de sus enemigos; no habia paso que no estuviese herizado de lanzas cristianas, ni punto que no estuviese guardado por escuadrones de á caballo y de á pié ordenados en batalla.
Conviene saber que la carta que el Rey moro dirigió al alcaide de Velez-málaga habia sido interceptada por el vigilante Fernando, que tomó con prontitud y sigilo las medidas convenientes para recibir al enemigo.
Desesperado y furioso el Zagal al ver que se habian descubierto y frustrado sus designios, mandó avanzar sus tropas al ataque. En efecto, bajaron los moros aquellas cuestas impetuosamente y con grandes alaridos; pero de nuevo los detuvieron y rechazaron los cristianos apostados en la hondonada, los cuales eran la division de don Diego Hurtado de Mendoza, hermano del gran cardenal. Los moros, retirándose como antes á las alturas, donde no podian seguirles los soldados de don Diego, hicieron desde alli un fuego bien sostenido de arcabuces y ballestas, correspondiéndoles los cristianos con descargas de artillería. Asi se pasó la mayor parte de la noche: al estruendo de los tiros retumbaban los montes y valles, y el lúgubre resplandor de las hogueras hacia resaltar lo terrible de aquella nocturna escena.
Venida el alba, y viendo los moros que no habia cooperacion por parte de la ciudad, empezaron á desanimarse, y á temer que subiesen al asalto de aquellas cuestas las tropas cristianas que guardaban en gran número todas las entradas y pasos de la sierra. Á esta sazon fue cuando envió Fernando al marqués de Cádiz con gente de á caballo y de á pié para apoderarse de un cerro que ocupaba uno de los batallones del enemigo. Subió allá el Marqués, y con su intrepidez acostumbrada atacó á los moros, que luego abandonaron el puesto huyendo. Los demas, que ocupaban otros puntos, alarmados al ver huir á sus compañeros, se retiran en desórden. Un terror pánico se apodera de toda la hueste; y arrojando las armas, se entrega aquella numerosa morisma á una fuga desordenada. Derramándose por las montañas, se precipitan por todos los pasos y desfiladeros, y huyen sin saber de que, y sin que nadie los persiga, sembrando el suelo de espadas, lanzas, corazas y ballestas, que dejan para correr mas fácilmente. Solo Rodovan de Venegas pudo en tanta confusion reunir algunos pocos, con los cuales efectuó su entrada en Velez-málaga; todos los demas gefes, y el Rey con ellos, tuvieron que seguir á los fugitivos. El marqués de Cádiz, como viese despejado el campo, y que no se le hacia oposicion, movió adelante con sus gentes; y subiendo de cuesta en cuesta con mucha circunspeccion por el temor de alguna estratagema, llegó al sitio que el ejército moro acababa de abandonar: alli ningun enemigo se le presentó: todo estaba tranquilo; y solo se veia por el suelo armas, tiendas, banderas y trofeos. La fuerza con que venia era demasiado corta para perseguir al enemigo; asi que, cargando con los despojos, se volvió á los reales.
Una derrota tan señalada y milagrosa, llenó de admiracion al Rey Fernando, haciéndole recelar algun ardid de los que usaban los moros con frecuencia. Con esta sospecha mandó que toda aquella noche estuviesen las tropas sobre las armas; dobló las guardias, y en su tienda la hicieron mil caballeros é hidalgos bien armados, sin que se disminuyese un punto esta vigilancia, hasta que se tuvo noticia cierta de la dispersion del ejército del Zagal.
La noticia de tan feliz acontecimiento, llegó á Córdoba á tiempo que la Reina doña Isabel hacia grandes aprestos para reforzar con nuevas tropas el ejército de Fernando. Los avisos que se tenian alli de la situacion peligrosa del ejército real, y de la salida del Rey de Granada, habian llenado la corte de consternacion, y afligian el corazon de la Reina con mil temores y presentimientos. Se habia convocado, para que tomase las armas, á toda la gente de la Andalucía, exceptuando solo á los ancianos que pasaban de setenta años: el gran cardenal Mendoza, religioso, estadista y guerrero á un mismo tiempo, habia prometido mantener á su costa toda la caballería, y ya la Reina se disponia á partir para el Real cristiano con los primeros socorros, cuando se suspendió todo con la plausible noticia de la total derrota de los moros: los cuidados se convirtieron en alegría, las tropas fueron licenciadas, y este señalado triunfo se celebró con Te Deum en todas las Iglesias.
III
Ingratitud de los Granadinos para con el valiente Muley Audalla, el Zagal: rendicion de Velez-málaga y otras plazas.
La salida del anciano guerrero Muley Audalla, el Zagal, para defender su territorio, dejando en Granada un rival poderoso, se celebró alli como una bizarría digna de admiracion: sus pasadas hazañas y su valor acreditado inspiraban á todos las mas lisongeras esperanzas, al paso que la apatía de Boabdil, que miraba tranquilo la invasion y ruina de su pátria, tenia exasperados los ánimos del pueblo, y llenos de temor á los que seguian su partido. Se habian suspendido las sangrientas conmociones de la ciudad, y la atencion pública se dirigia únicamente á las operaciones del Zagal, á quien contemplaban ya victorioso y de vuelta para Granada, conduciendo prisionero al Rey de Castilla y á toda su caballería. Estando todos en tan alegre expectacion, vieron llegar algunos ginetes fugitivos del ejército moro, que corriendo la vega, fueron los primeros que anunciaron aquella fatal derrota y dispersion. Al referir este desastroso suceso, parecia que recordaban confusamente algun sueño espantoso: no sabian decir cómo ni por qué habia sucedido: hablaban de un combate empeñado en la oscuridad de la noche entre rocas y precipicios; de millares de enemigos emboscados en los pasos y desfiladeros de las montañas; del horror que se apoderó del ejército, de su fuga, dispersion y ruina.
La llegada de otros fugitivos confirmó en breve estas infaustas nuevas; y el pueblo de Granada, pasando desde el colmo de la alegría al extremo del abatimiento, prorumpió en exclamaciones no de dolor, sí de indignacion: confundian al general con el ejército, á los abandonados con los desertores; y el Zagal, que habia sido el ídolo del pueblo, vino á ser el objeto de su execracion. En esto se oyó de improviso el grito de ¡viva Boabdil el chico! y al punto resuena por todas partes la misma voz; ¡viva Boabdil el chico!, decian, ¡viva el legítimo Rey de Granada! y ¡mueran los usurpadores! Llevado de aquel impulso momentáneo, corre el pueblo al Albaicin, y los mismos que poco antes habian sitiado á Boabdil, rodean ahora su palacio con aclamaciones. Conducido á la Alhambra en triunfo, y dueño ya de Granada y de todas sus fortalezas, se vió este príncipe sentado otra vez sobre el trono de sus mayores.
Al ceñir aquella corona que tantas veces le habia arrebatado la inconstante multitud, trató Boabdil de consolidar su poder, y por órden suya rodaron al suelo las cabezas de cuatro moros principales, que mas celosos se habian mostrado en la causa de su rival. Estos castigos eran tan comunes en toda mudanza de gobierno, que el público, lejos de ofenderse, alabó la moderacion de su Soberano: cesaron las facciones, y ensalzando todos á Boabdil hasta las nubes, quedó el Zagal entregado al olvido y menosprecio.
Confundido y humillado por un revés tan repentino cual nunca, acaso, cupo en suerte á ningun caudillo, se dirigia el Zagal tristemente hácia Granada: la víspera de aquel dia se habia visto á la cabeza de un ejército poderoso, sus enemigos le temblaban, y la victoria parecia que iba á coronarle de laureles: ahora se contemplaba fugitivo entre los montes; su ejército, su prosperidad, su poderío, todo se habia desvanecido como un sueño ligero, ó como una ficcion de la fantasía. Llegando cerca de la ciudad, se detuvo en las márgenes del Jenil, y envió delante algunos ginetes para tomar lengua; los cuales volviendo en breve con semblantes decaidos, le dijeron: “Señor, las puertas de Granada están cerradas para vos; el estandarte de Boabdil tremola sobre las torres de la Alhambra.” Volvió el Zagal las riendas á su caballo, y partió silencioso la vuelta de Almuñecar: desde alli pasó á Almería, y por último se refugió en Guadix, donde permaneció procurando reunir sus fuerzas, por si alguna mudanza política le llamaba á nuevas empresas.
Entretanto reinaba en Velez-málaga una penosa incertidumbre sobre lo que pasaba por fuera: durante la noche anterior habian notado por los fuegos encendidos en las alturas de Bentomiz, que se les hacian señales cuyo sentido no comprendian: al amanecer del dia siguiente vieron que el campamento moro habia desaparecido como por encanto; y todo se volvia conjeturas y recelos, cuando vieron llegar á rienda suelta, y entrar por las puertas de la ciudad, al bizarro Rodovan de Venegas con un escuadron de caballería, triste fragmento de un ejército florido. La noticia de tan gran revés llenó á todos de consternacion; pero Rodovan los animó á la resistencia con la seguridad de ser en breve socorridos desde Granada, y con la esperanza de que la artillería gruesa de los cristianos se atascaria en los caminos, y nunca llegaria al campo. Pero esta esperanza en breve se desvaneció: al dia siguiente vieron entrar en el real un tren poderoso de lombardas, ribadoquines, catapultas, y una larga fila de carros con municiones, escoltados por el maestre de Alcántara.
Sabido por los sitiados que Granada habia cerrado sus puertas contra el Zagal, y que no habia que esperar socorros, trataron de capitular, aconsejándolo el mismo Rodovan de Venegas, que conocia ser ya inútil la resistencia. Las condiciones se ajustaron entre Rodovan y el conde de Cifuentes, que se conocian y estimaban mútuamente; y aprobadas por Fernando, que deseaba proseguir mas adelante sus conquistas, y marchar contra Málaga, se entregó la ciudad, permitiéndose salir á los habitantes con todos sus efectos, menos las armas, y dejando á cada uno la eleccion de su morada, no siendo en lugares inmediatos á la mar. Ciento y veinte cristianos de ambos sexos debieron su libertad á la rendicion de Velez-málaga; y enviados á Córdoba, fueron recibidos por la Reina y la Infanta doña Isabel en aquella famosa catedral, donde se celebró con toda solemnidad tan gran victoria.
Á la entrega de Velez-málaga se siguió la de Bentomiz, Comares, y todos los lugares y castillos de la Ajarquía. Vinieron diputaciones de unos cuarenta pueblos de las Alpujarras, cuyos moradores se sometieron á los Soberanos, jurando obedecerlos como mudejares ó vasallos moriscos. Se tuvo al mismo tiempo noticia de la revolucion acaecida en Granada; con cuyo motivo solicitaba Boabdil la proteccion del Rey en favor de los pueblos que habian vuelto á su obediencia, ó que renunciasen á su tio, asegurando que no dudaba ser en breve reconocido por todo el reino, al cual tendria entonces como vasallo de la corona de Castilla. Accedió Fernando á esta súplica, extendiendo su proteccion á los habitantes de Granada, los cuales pudieron asi salir en paz á cultivar sus campos, y comerciar con el territorio cristiano: iguales ventajas se ofrecieron á los pueblos que dentro de seis meses abandonasen al Zagal, y volviesen á la obediencia de Boabdil.
Dadas estas disposiciones, y proveido todo lo necesario al gobierno del territorio nuevamente adquirido, dirigió Fernando su atencion al objeto principal de esta campaña, la conquista de la ciudad de Málaga.
IV
De la ciudad de Málaga, y de sus habitantes.
La ciudad de Málaga era la plaza mas importante, y al mismo tiempo la mas fuerte, del reino de Granada. Fundada en un valle hermoso á la ribera del mar, la defendia por un lado una cordillera de montañas, y por otro bañaban el pié de sus baluartes las olas del mediterráneo. Sus murallas eran altas, macizas, y coronadas de muchas torres. Dos castillos formidables dominaban la poblacion: el uno la Alcazaba ó ciudadela, que estaba en la pendiente de una cuesta junto al mar: el otro, Gibralfaro, situado en la cumbre de la misma cuesta en un sitio donde antiguamente hubo un faro ó fanal, de donde tomó su nombre, por una corrupcion de Gibel fano, cerro del fanal; y este castillo era tan fuerte por su situacion y defensas, que se tenia por inexpugnable. De la una á la otra fortaleza se comunicaba por medio de un camino cubierto, seis pasos de ancho, que corria de arriba abajo entre dos murallas paralelas. Inmediatos á la ciudad habia dos grandes arrabales; en el uno, por la parte del mar, estaban las casas de recreo y jardines de los ciudadanos mas opulentos; en el otro, por la parte de tierra, habia una poblacion numerosa, defendida por murallas y torres de mucha fuerza.
La ciudad de Málaga, rica, mercantil y populosa, estimaba en mas la conservacion de un comercio lucrativo que mantenia con el África y Levante, que el honor de resistir á un asedio, cuyas ruinosas consecuencias no ignoraba: la paz era sus delicias; y en sus consejos influia no tanto el voto del guerrero, como el interés del comerciante. De esta clase era Alí Dordux, uno de los principales; sus riquezas eran sin cuento, sus navíos cubrian todos los mares, y su palabra era ley en la ciudad. Reuniendo á los primeros y mas ricos de sus compañeros, acudió Alí á la Alcazaba, donde hizo al alcaide Aben Connixa un discurso, representándole la inutilidad de toda resistencia, los males que debia acarrear un sitio, y la ruina que se seguiria á la toma de la ciudad á fuerza de armas. Por otra parte le puso delante el favor que podrian esperar del Monarca de Castilla, si pronta y voluntariamente reconocian á Boabdil por Rey, la segura posesion de sus bienes, y el comercio provechoso con los puertos de los cristianos. El alcaide escuchó con atencion estos consejos, y cediendo á las instancias que se le hicieron, salió al real cristiano para tratar de conciertos con el Rey, habiendo dejado á su hermano con el mando.
Mandaba á esta sazon en el castillo de Gibralfaro aquel moro belicoso, enemigo implacable de los cristianos, aquel Hamet el Zegrí, alcaide de Ronda, tan valiente y tan temido. Tenia Hamet consigo el remanente de sus Gomeles, y otros de la misma tribu que se le habian agregado. Mirando estos bárbaros la ciudad de Málaga desde los antiguos torreones de su encumbrado castillo, donde se anidaban como aves de rapiña, contemplaban con todo el desprecio del orgullo militar aquella poblacion mercantil, que tenian cargo de defender, estimando en mas que á sus moradores, sus fortalezas y defensas. La guerra era su oficio, las escenas de peligro y sangre sus delicias; y confiados en la fuerza de la plaza y en la de su castillo, tenian en poco la guerra con que el cristiano les amenazaba.
Tales eran los elementos de la guarnicion de Gibralfaro, y el furor de sus soldados al saber que se trataba de la entrega de Málaga, y que el alcaide de la Alcazaba lo consentia, puede fácilmente concebirse. Para evitar una degradacion semejante, no reparó Hamet en la violencia de los medios: bajó con sus Gomeles á la ciudadela, y entrando en ella repentinamente dió la muerte al hermano del alcaide Aben Connixa, asi como á todos los que presentaron la menor resistencia, y en seguida convocó á los habitantes de Málaga para deliberar sobre las medidas que convenia tomar en defensa de la plaza.
Á consecuencia de esta intimacion, acudieron de nuevo á la Alcazaba los principales de la ciudad. Llegando á la presencia de Hamet, vieron con temeroso respeto la feroz guardia africana que le rodeaba, y las señales de la reciente carnicería que alli se habia cometido. “El alcaide Aben Connixa, dijo el Zegrí con tono altivo y mirar torvo, ha sido un traidor á su Soberano y á vosotros, pues ha conspirado para entregar la ciudad á los cristianos: el enemigo se acerca, y conviene que luego elijais otro gefe mas digno del honroso cargo de defenderos.”
Á esto respondieron todos que solo él era capaz de mandar en aquellas circunstancias; y quedando asi Hamet constituido alcaide de Málaga, procedió á guarnecer todas las fortalezas y torres con sus partidarios, é hizo las demas prevenciones necesarias para una vigorosa resistencia.
Con la noticia de estos acontecimientos, cesaron las negociaciones entre Fernando y el destituido alcaide Aben Connixa; y pues parecia que no quedaba otro recurso, se trató de emprender el asedio de aquella plaza. En esto el marqués de Cádiz, que habia hecho conocimiento en Velez con un moro principal, amigo de Hamet, y natural de Málaga, manifestó al Rey que por este conducto se podrian hacer proposiciones al alcaide de Málaga para la entrega de la ciudad, ó á lo menos para la del castillo de Gibralfaro. Vino Fernando en ello, y aprobando el pensamiento del Marqués, le dijo: “En vuestras manos pongo este negocio, y la llave de mi tesoro; no repareis ni en el gasto ni en las condiciones, y haced á mi nombre lo que mejor os pareciere.” El moro, que estaba ya prevenido y conforme, partió en compañía de otro moro amigo suyo, para desempeñar esta comision, habiendo el Marqués provisto á entrambos de armas y caballos. Llevaban cartas secretas del Marqués para Hamet, ofreciéndole la villa de Coin en herencia perpetua, y cuatro mil doblas de oro, si entregaba el castillo de Gibralfaro; juntamente con una suma cuantiosa para distribuir entre los oficiales y la tropa: para la entrega de la ciudad los ofrecimientos eran sin límites.
Hamet, que apreciaba el carácter guerrero del marqués de Cádiz, recibió á sus mensageros en el castillo de Gibralfaro, con atencion y cortesía, escuchó con paciencia las proposiciones que le hicieren, y los despidió con un salvo conducto para la vuelta; pero se negó absolutamente á entrar en ningun trato.
La respuesta de Hamet no pareció tan perentoria, que no debiese hacerse otra tentativa. En efecto, despacho el Marqués otros emisarios con nuevas proposiciones; los cuales llegando á Málaga una noche, hallaron que se habian doblado las guardias, que rondaban patrullas por todas partes, y que habia una vigilancia extraordinaria: en fin, fueron descubiertos y perseguidos, debiendo solo su seguridad á la ligereza de sus caballos, y al conocimiento práctico que tenian del pais.
Visto por el Rey que la fidelidad de Hamet el Zegrí no sucumbia á las ofertas que se le hacian, mandó intimarle públicamente la rendicion, ofreciendo las condiciones mas favorables en el caso de una sumision voluntaria, y amenazando á todos con la cautividad en el caso de resistencia.
Recibió Hamet esta intimacion en presencia de los habitantes principales, de los que ninguno se atrevió á interponer palabra, por el temor que le tenian. La respuesta fue que la ciudad de Málaga le habia sido encomendada, no para entregarla como el Rey pedia, sino para defenderla como veria.
Vueltos los mensageros al real, informaron sobre el estado de la ciudad, ponderando el número de la guarnicion, la extension de sus fortalezas, y el espíritu decidido del alcaide y de la tropa. El Rey expidió inmediatamente sus órdenes para que se adelantase la artillería, y el dia 7 de mayo marchó con su ejército á ponerse sobre Málaga.
V
Marcha del ejército real contra la ciudad de Málaga.
Tomando la ribera del mar, avanzó con direccion á Málaga el ejército real, cuyas largas y lucidas columnas se extendian por el pié de las montañas que guarnecen el mediterráneo, al paso que una flota de naves cargadas de artillería y pertrechos, seguia su marcha á corta distancia de tierra. Hamet el Zegrí, viendo que se acercaba esta fuerza, mandó poner fuego á las casas de los arrabales mas inmediatos á la ciudad, é hizo salir tres batallones al encuentro de la vanguardia del enemigo.
Para penetrar en la vega y cercar la ciudad, era preciso que desfilase el ejército por un paso angosto, al que por una parte defendia el castillo de Gibralfaro, y por otra lo dominaba un cerro alto y escabroso que se junta con las montañas inmediatas. En este cerro colocó Hamet uno de los tres batallones, otro en el paso por donde habian de marchar las tropas, y el tercero en una cuesta no muy lejos. Llegando por este lado la vanguardia del ejército, pareció necesario tomar el cerro, y con este objeto se destacó un cuerpo de peones, naturales de Galicia, al mismo tiempo que ciertos hidalgos y caballeros de la casa real atacaron á los moros que estaban abajo guardando el paso, siguiéndose en una y otra parte una pelea muy reñida. Los moros se defendieron con valor: los gallegos repetidas veces fueron rechazados, y otras tantas volvieron al asalto. Por espacio de seis horas se sostuvo esta cruel lucha, en que se peleó no solo con arcabuces y ballestas, sino con espadas y puñales: ninguno daba cuartel ni lo pedia, ninguno curaba de hacer cautivos, y sí solo de herir y matar.
Los demas cuerpos del ejército oian desde lejos el rumor de la batalla, los tiros y los lelilies de los moros; pero no podian pasar adelante para auxiliar á la vanguardia, pues venian por una senda tan estrecha, entre el mar y las montañas de la costa, que solo podian marchar en fila, impidiéndose unos á otros el paso, y sirviéndoles de mucho embarazo la caballería y los bagages. Empero algunas compañías de las hermandades, sostenidas por las tropas que mandaban Hurtado de Mendoza y Garcilaso de la Vega, avanzaron al asalto del cerro, y con gran trabajo pasaron adelante, peleando siempre, hasta llegar á la cumbre, donde el porta-estandarte, Luis Maceda, plantó su bandera. Los moros se retiraron de esta posicion, dejándola ocupada por los cristianos; y á su ejemplo los que defendian el paso se retrajeron al castillo de Gibralfaro.
Ganado el cerro, y libre ya de enemigos aquel paso, pudo el ejército seguir adelante sin estorbos. En esto iba entrando la noche, y no hubo lugar de sentar los reales en los puntos que convenia: las tropas cansadas y rendidas, acamparon por entonces en la mejor forma que permitian las circunstancias; y el Rey, acompañado de algunos grandes y caballeros de su hueste, pasó la noche reconociendo el campo, poniendo guardias, partidas avanzadas y escuchas, para que estuviesen en observacion de la ciudad, y avisasen de cualquier movimiento que hiciese el enemigo.
Á otro dia cuando amaneció, pudo el Rey contemplar y admirar aquella ciudad hermosa que esperaba en breve añadir á sus dominios. Por una parte estaba rodeada de arboledas, huertas y viñedos, que hacian verdear los cerros convecinos: por otra le bañaba un mar tranquilo, en cuyo plácido seno se reflejaban sus palacios, sus torres y fortalezas; obras de grandes varones, en muchos y antiguos tiempos construidas, para mayor seguridad de los habitadores de una morada tan deliciosa. Por entre las torres y edificios se descubrian los pensiles de los ciudadanos, donde florecian el cidro, el naranjo y el granado, y con ellos la erguida palma y el robusto cedro, indicando la opulencia y lujo que reinaban en el interior.
Entretanto el ejército cristiano, distribuyéndose en derredor de la ciudad, la cercó por todas partes; se tomó posesion de todos los puntos importantes, y á cada capitan se le señaló su estancia respectiva. El encargo de guardar el cerro, que con tanto trabajo se habia ganado, fue confiado á Rodrigo Ponce de Leon, marqués de Cádiz, que en todas las ocasiones aspiraba al puesto de mas peligro: su campamento se componia de mil y quinientos caballos y catorce mil infantes, extendiéndose desde la cumbre de aquella altura hasta la orilla del mar, y cerrando asi enteramente por este lado el paso para la plaza. Desde este punto partia una línea de campamentos fortificados con fosos y vallados que rodeaban toda la ciudad hasta la marina, donde las naves y galeras del Rey apostadas en el puerto, acababan de bloquear la plaza por mar y tierra. En ciertos parages habia talleres de varios artífices; herreros, con fraguas siempre encendidas; carpinteros que al golpe de sus martillos hacian resonar el valle; ingenieros que construian máquinas para el asalto de la plaza; en fin, picapedreros y carboneros, que los unos labraban las piedras para la artillería, y los otros hacian el carbon para los hornos y fraguas.
Sentados los reales, se desembarcó la artillería gruesa, se construyeron baterías, y en el cerro que ocupaba el marqués de Cádiz se plantaron cinco lombardas grandes para batir el castillo de Gibralfaro que estaba enfrente. Los moros hicieron los mayores esfuerzos para estorbar estas operaciones, y con el fuego de su artillería molestaron de tal manera á la gente ocupada en los trabajos, que fue menester abandonarlos de dia para continuarlos por la noche. Tiraron asimismo con tanto acierto contra la tienda real, que se habia colocado en un punto al alcance de las baterías, que fue necesario mudarla de alli para ponerla tras de una cuesta. Estando concluidos los trabajos, rompieron el fuego las baterías cristianas, y contestaron á las de la plaza con un cañoneo tremendo; al mismo tiempo que los navíos de la flota, acercándose á tierra, combatieron vigorosamente la ciudad por aquella parte.
Era un espectáculo grandioso é imponente ver tanto aparato militar, tanta batería, tanto cerro poblado de tiendas, con las enseñas de los mas ínclitos guerreros de Castilla; las galeras y navíos que cubrian el mar, las embarcaciones que iban y venian, y el contínuo llegar de tropas, provisiones y pertrechos. Empero causaba horror el estruendo de la artillería, y el estrago que hacian las lombardas, singularmente las de una batería cristiana, que se llamaban las siete hermanas Jimenas. De dia no cesaba el bombardeo; de noche se veian resplandecer en los aires los combustibles que se arrojaban á la plaza, y subir iluminando el cielo las llamas de las casas incendiadas; y entretanto Hamet el Zegrí y sus Gomeles miraban complacidos la tempestad que habian suscitado, y se gozaban con los horrores de la guerra.
VI
Sitio de Málaga, y obstinacion de Hamet el Zegrí.
El sitio de Málaga se prosiguió por algunos dias con la mayor actividad, pero sin producir mucha impresion en los baluartes; tanta era la fuerza de los que defendian á aquella plaza antigua. El primero que se distinguió fue el conde de Cifuentes, que con algunos caballeros de la casa real se arrojó al asalto de una torre que estaba medio desmantelada por los tiros de la artillería. La resistencia de los moros fue pertinaz y terrible: desde las ventanas y troneras de la torre arrojaron sobre los cristianos pez y resina hirviendo, piedras, dardos y saetas. Pero todo fue poco contra el valor del Conde y de sus compañeros; los cuales volviendo á poner las escalas, subieron á la torre, y plantaron en ella su bandera. Procedieron entonces á atacarla los que habian sido echados de ella: mináronla por la parte de dentro, y poniendo bajo los cimientos unos puntales de madera, los pegaron fuego y se retiraron: de alli á poco cedieron los puntales, se hundió la torre, y cayó con un rumor tremendo; quedando muchos de los cristianos sepultados en las ruinas, y expuestos los demas á los tiros del enemigo.
Entretanto se habia abierto una brecha en la muralla que cercaba uno de los arrabales; y acudiendo á ella sitiados y sitiadores, los unos para defender la entrada, los otros para forzarla, comenzó una lucha cruel, en que no se ganó paso que no fuese regado con sangre de los unos y de los otros. Al fin hubieron de ceder los moros al esfuerzo de los cristianos, y quedaron éstos dueños de la mayor parte del arrabal.
Estas ventajas aunque cortas, hubieran podido animar las tropas de Fernando; pero las defensas principales de la plaza estaban aun enteras, la guarnicion se componia de soldados veteranos, que habian servido en muchas de las plazas conquistadas por el Rey; y los moros, acostumbrados á los efectos de la artillería, no se confundian ya, ni se amedrentaban con el estruendo de los cañones, sino que reparaban las brechas, y construian nuevas defensas con mucha habilidad. Por otra parte, los cristianos ensoberbecidos con la rapidez de sus conquistas anteriores, se mostraban impacientes por los pocos progresos que hacian en este sitio. Algunos temian una carestía en los mantenimientos, cuya conduccion por tierra era en extremo trabajosa, y por mar estaba sugeta á mil incertidumbres. Muchos se alarmaron por una pestilencia que se manifestó en aquellos contornos; y tanto pudo con ellos el temor, que no pocos abandonaron los reales, y se volvieron á sus casas. Otros, pensando hacer fortuna, y persuadidos que por todas estas causas tendria el Rey que levantar el sitio, desertaron al enemigo, á quien dieron noticias exageradas de los temores y descontentos del ejército, de la desercion diaria de los soldados, y sobre todo de la escasez de pólvora, que aseguraban haria en breve callar la artillería.
Animados los moros con estas amonestaciones, y no dudando que si perseveraban en su defensa obligarian al Rey á retirarse de sus muros, cobraron nuevos brios, hicieron nuevas salidas, y tan vigorosas, que fue preciso estar en todo el real con una continua y penosa vigilancia. Asimismo fortificaron las murallas en los lugares menos fuertes, con zanjas y empalizadas, é hicieron otras demostraciones de un espíritu pertinaz y decidido.
Entretanto el Rey, instruido de las noticias que se habian comunicado á los moros, y de la persuasion en que estaban de que muy pronto se alzaria el sitio, habia escrito á la Reina para que se trasladase al campo, juzgando ser este el medio mas seguro de desmentir tan falsos rumores, y de desvanecer las vanas esperanzas del enemigo. En efecto, pasados algunos dias se presentó doña Isabel en los reales, y no fue poco el entusiasmo de los soldados cuando vieron llegar á su magnánima Reina, dispuesta á partir con ellos los peligros y trabajos de aquella empresa. Venian acompañándola muchos grandes y caballeros de su corte; á un lado iba la Infanta su hija, al otro el gran cardenal de España; despues el prior de Praxo, su confesor, con otros prelados; y últimamente, un séquito numeroso, para manifestar que no era una visita pasagera la que la Reina se proponia hacer.
Con la venida de doña Isabel se suspendieron los horrores de la guerra, cesó el fuego contra la plaza, y se despacharon mensageros á los sitiados para ofrecerles la paz en los mismos términos que se habia concedido á los de Velez-málaga: se les intimó la resolucion de los Soberanos de no levantar el campo hasta apoderarse de la ciudad, y se les amenazó con el cautiverio y la muerte si persistian en la resistencia.
Hamet el Zegrí oyó esta amonestacion con desprecio, y despidió á los mensajeros sin dignarse dar una respuesta. “El Rey cristiano, dijo á los suyos, nos quiere ganar con ofrecimientos, porque desespera de vencernos con las armas: la falta que tiene de pólvora se conoce por el silencio de sus baterías: se le acabaron ya los medios de destruir nuestras defensas; y por poco que permanezca aqui, las próximas lluvias y temporales arrebatarán sus convoyes, dispersarán sus flotas, y llenarán su campo de hambre y mortandad. Entonces, quedando el mar abierto para nosotros, podremos recibir del África socorros y mantenimientos.”
Estas palabras, acompañadas de terribles amenazas contra todo el que tratase de capitulacion, impusieron silencio á los que pensaban de otro modo y suspiraban por la paz. No obstante, algunos de los moradores entraron en correspondencia con el enemigo; pero habiendo sido descubiertos, los bárbaros Gomeles, para quienes una insinuacion de su gefe tenia fuerza de ley, se echaron sobre ellos, y los mataron, confiscando en seguida sus efectos. Intimidóse el pueblo con estos rigores, y los que mas habian murmurado eran ya los que mas diligentes se mostraban en la defensa de la plaza.
Instruido el Rey del menosprecio con que habian sido tratados sus mensageros, se indignó sobremanera; y sabiendo que la suspension del fuego se atribuia á la falta de pólvora, mandó hacer una descarga general de todas las baterías. Esta explosion repentina convenció á Hamet de su error, y acabó de confundir á los habitantes, que ya no sabian á quien mas temer, si á los que les guerreaban de fuera, ó á los que les señoreaban de dentro, si al cristiano ó al Zegrí.
Aquella tarde fueron los Soberanos á visitar las estancias del marqués de Cádiz, desde donde se descubria gran parte de la ciudad y del campamento. La tienda del Marqués era de mucha capacidad, y construida al estilo oriental; sus colgaduras de brocado y de finísimo paño de Francia. Estaba colocada en lo mas alto del cerro, frente de Gibralfaro, rodeándola otras muchas tiendas de diferentes caballeros; de modo que presentaban juntas un contraste vistoso y alegre con las torres sombrías de aquel antiguo castillo. Aqui se sirvió á los Soberanos un refresco espléndido, de que participaron damas hermosas é ilustres caballeros; y viéronse reunidas en un punto la flor de la belleza de Castilla y la gala de la caballería.
Mientras aun era de dia, propuso el Marqués á la Reina que presenciase los efectos de la artillería, y al intento mandó disparar algunas lombardas gruesas contra la plaza. La Reina y sus damas, sintiendo temblar la tierra bajo sus pies, y viendo caer al ímpetu de las balas grandes fragmentos de las murallas, se llenaron de temor y de admiracion. Estando el Marqués entreteniendo asi á sus reales huéspedes, levantó los ojos, y quedó confundido al ver su misma bandera desplegada en una de las torres de Gibralfaro. Un sonrojo irresistible cubrió sus mejillas, pues aquella bandera era la que habia perdido en la memorable matanza de los montes de Málaga. Para agravar aun mas este insulto, se presentaron los moros en las almenas vestidos con los cascos y corazas de muchos caballeros que habian quedado muertos ó cautivos en aquella ocasion. El marqués de Cádiz disimuló su indignacion, y sin proferir palabra, remitió para otro dia la satisfaccion de aquel agravio.
VII
Combate del castillo de Gibralfaro por el marqués de Cádiz.
La mañana despues del banquete que se dió en obsequio de la Reina, rompieron las baterías del marqués de Cádiz un fuego tremendo contra el castillo de Gibralfaro. Todo el dia estuvo aquella altura envuelta en una nube de denso humo; ni cesó el estruendo de las lombardas con la entrada de la noche, sino que siguió durante toda ella, hasta la mañana, cuando el cañoneo, lejos de disminuirse, continuó con mayor viveza. Muy pronto se reconocieron en aquellos baluartes los efectos de estas máquinas terribles; pues la torre principal del castillo, donde se habia desplegado aquella insolente bandera, quedó luego desmantelada, y reducida á escombros otra mas pequeña; habiéndose tambien abierto en la muralla inmediata una brecha considerable. Muchos de aquellos jóvenes fogosos que seguian las banderas del Marqués, pidieron que se les llevase al asalto de la brecha; otros, mas prudentes y experimentados, reprobaron esta empresa como una temeridad; pero todos convinieron en que las estancias podrian acercarse mas á las murallas, y que esto debia hacerse en pago del insolente desafio del enemigo.
Dudoso estuvo el Marqués al adoptar una medida tan arriesgada; pero porque no pareciese que rehusaba este peligro el que nunca habia mostrado temer ninguno, determinó complacer á aquella juventud briosa, y mandó adelantar su campo hasta ponerlo á un tiro de piedra de los baluartes.
El estruendo de las baterías habia cesado: la mayor parte de la tropa se habia entregado al sueño para descansar de las fatigas y desvelos de las noches anteriores, y la demas, esparcida por el campamento, lo guardaba con negligencia, sin recelar peligro alguno de una fortaleza medio arruinada. En tal estado salieron repentinamente del castillo hasta dos mil moros, conducidos por Aben Zenete, el capitan principal de Hamet, los cuales dieron sobre las primeras estancias del Marqués con ímpetu tan arrebatado, que mataron á muchos de los soldados mientras dormian, y á los demas pusieron en huida. Estaba el Marqués en su tienda, distante de alli como un tiro de ballesta, cuando oyó el tumulto de la embestida, y vió la fuga y confusion de sus gentes. Saliendo fuera sin tardanza, y sin mas acompañamiento que el alférez que llevaba su bandera, corrió el marqués á detener á los fugitivos. “¡Vuelta hidalgos! les decia, ¡vuelta!, que ¡yo soy el Marqués!, ¡yo soy Ponce de Leon!” é iba su bandera delante de él. Al oir aquella voz tan conocida, se detuvieron los soldados, y reuniéndose bajo la bandera del Marqués, volvieron rostro al enemigo. Felizmente llegaron al mismo tiempo varios caballeros de las estancias inmediatas con algunos soldados gallegos, y otros de las hermandades. Trabóse entonces una porfiada y sangrienta lucha en las quebradas y barrancos del monte, peleando unos y otros á pié, y cuerpo á cuerpo; por manera que llegaban á herirse con los puñales, y á veces abrazados rodaban aquellos precipicios. La bandera del Marqués estuvo á pique de caer en manos del enemigo, y á no haber sido tanto el valor de los caballeros que la guardaban, hubiera sido cierta esta desgracia, pues llegaron á verse rodeados de enemigos, y heridos muchos de ellos; entre otros don Diego y don Luis Ponce, yerno éste, y hermano aquel, del marqués de Cádiz. Duró el combate por espacio de una hora, y el cerro, cubierto de muertos y heridos, se humedeció con la sangre de unos y otros; pero al fin cedieron los moros, viendo mal herido de una lanzada á su capitan Aben Zenete, y se retrajeron al castillo.
Viéronse entonces los cristianos expuestos á un fuego atroz de arcabuces y ballestas, que se les hizo desde los adarves de Gibralfaro: las guardias avanzadas del campamento padecieron en extremo; y como quiera que los tiros se dirigian principalmente contra el Marqués, le acertó uno en el broquel, y pasándolo, le barreó la coraza sin hacerle daño. Con ésto vieron todos el peligro é inutilidad de una posicion tan inmediata á aquella fortaleza, y los mismos que habian aconsejado se estableciesen alli las estancias, solicitaban ahora con empeño que se volviesen á poner donde estaban al principio. Asi lo ejecutó el Marqués á quien por su valor y por el que infundia á sus soldados con su presencia, se debió en aquel peligro la salvacion de toda aquella parte del ejército.
Entre los muchos caballeros de estimacion que perecieron en este rebato, fue uno Ortega de Prado, capitan de escaladores, el mismo que proyectó la sorpresa de Alhama, y que plantó la primera escala para subir al muro. Su pérdida se sintió en extremo especialmente por el marqués de Cádiz, que le habia dispensado siempre su amistad y confianza, como quien sabia apreciar á los hombres de mérito, y aprovecharse de sus talentos.
VIII
Continuacion del sitio: descontento de los habitantes.
Tanto sitiados como sitiadores hicieron ahora los mayores esfuerzos para proseguir la contienda con vigor. El vigilante Hamet recorria los muros, doblaba las guardias, todo lo reconocia. Entre otras medidas dividió la guarnicion en partidas de cien hombres con un capitan; los unos para rondar, los otros para escaramuzar con el enemigo, y otros de reserva y prontos á auxiliar á los combatientes. Hizo tambien armar seis albatozas ó baterías flotantes provistas de piezas de gran calibre para atacar la flota.
Los Soberanos de Castilla por su parte, hicieron venir mantenimientos en gran cantidad de diferentes puntos de España, y mandaron traer pólvora de Barcelona, Valencia, Sicilia y Portugal. Para el asalto de la plaza construyeron unas torres de madera montadas sobre ruedas que podrian contener hasta cien hombres. De estas torres salian unas escalas para echar sobre los muros; y para descender desde el muro á la ciudad, habia otras escalas ingeridas en las primeras. Habia tambien galápagos ó grandes escudos de madera, cubiertos de cueros, con los cuales se defendian los soldados en los asaltos, ó cuando minaban las murallas: en fin, se abrieron minas en diferentes puntos, unas para volar el muro, otras para la entrada de las tropas en la ciudad, y entretanto se distraia la atencion de los sitiados con el incesante fuego de la artillería.
El infatigable Hamet, que conocia todos los puntos combatibles del real cristiano, no cesaba de atacar á los sitiadores, ya por tierra con sus Gomeles, ya por mar con las albatozas; de manera que dia y noche no les dejaba punto de reposo. Con tan continuos trabajos estaba el ejército real rendido y desvelado, y ya no cabian los heridos en las tiendas llamadas hospital de la Reina. Para mejor resistir los asaltos repentinos de los moros, mandó el Rey profundizar los fosos en derredor del campamento, y plantar una estacada hácia la parte que miraba á Gibralfaro. El cargo de guardar estas defensas, y proveer lo necesario á su conservacion, se dió á Garcilaso de la Vega, á Juan de Zúñiga, y á Diego de Ataide.
En muy poco tiempo fueron descubiertas por Hamet las minas que con tanto secreto habian empezado los cristianos. Al punto mandó contraminarlas, y trabajando mútuamente los soldados hasta encontrarse, se trabó en aquellos subterráneos un combate sangriento y de cuerpo á cuerpo, por desalojar los unos á los otros. Consiguieron al fin los moros lanzar á los cristianos de una de las minas, y cegándola la destruyeron. Animados con este pequeño triunfo, determinaron atacar á un mismo tiempo todas las minas y la escuadra que bloqueaba el puerto. El combate duró seis horas, por mar, por tierra, y debajo de la tierra, en las trincheras, en los fosos, y en las minas. La intrepidez que manifestaron los moros, excede á toda ponderacion; pero al fin fueron batidos en todos los puntos, y tuvieron que encerrarse en la ciudad, sin tener ya recursos propios ni poderlos recibir de fuera.
Á los padecimientos de Málaga se añadieron ahora los horrores del hambre; el poco pan que habia se reservó exclusivamente para los soldados, y aun éstos no recibian sino cuatro onzas por la mañana y dos por la tarde, como racion diaria. Los habitantes mas acomodados, y todos los que estaban por la paz, deploraban una resistencia tan funesta para sus casas y familias; pero ninguno osaba manifestar su sentimiento, ni menos proponer la capitulacion, por no despertar la cólera de sus fieros defensores. En tal estado, se presentaron á Alí Dordux, que con otros ciudadanos estaba encargado de guardar una de las puertas, y comunicándole sus penas y los trabajos que padecian, le persuadieron á intentar una negociacion con los Soberanos, para la entrega de la ciudad y la conservacion de sus vidas y propiedades. “Hagamos, le dijeron, un concierto con los cristianos antes que sea tarde, y evitemos la destruccion que nos amaga.”
El compasivo Alí cedió fácilmente á las instancias que se le hicieron; y poniéndose de acuerdo con sus compañeros de armas, escribió una proposicion al Rey de Castilla, ofreciendo dar entrada en la ciudad al ejército cristiano por la puerta que le estaba confiada, con solo que le diese seguro para las vidas y haciendas de los moradores. Este escrito se confió á un fiel emisario, para que lo llevase al real cristiano, y trajese á una hora convenida la respuesta de Fernando. Partió el moro, y llegando felizmente al campo, fue admitido á la presencia de los Soberanos, los cuales, con el deseo de ganar aquella plaza sin mas sacrificios de hombres y dinero, prometieron por escrito conceder las condiciones. Venia ya el moro de vuelta para la ciudad, y se hallaba no muy lejos del parage donde le esperaban Alí Dordux y sus compañeros, cuando le descubrió una patrulla de Gomeles que rondaba aquellos sitios. Teniéndole por espía, lo acechan los Gomeles, y cayendo sobre él de improviso, le prenden á la vista misma de los confederados, que se dieron por perdidos. Conducido por los soldados, llegó el infeliz hasta cerca de la puerta; pero haciendo entonces un esfuerzo, se escapó de sus manos, y huyó con tal ligereza, que parecia llevar alas en los pies. Los Gomeles le persiguieron, pero perdiendo luego toda esperanza de alcanzarle, se detuvieron, y apuntándole uno de ellos con la ballesta, le disparó una vira que se le clavó en mitad de las espaldas: cayó el fugitivo, y ya iban á asirle los soldados, cuando volvió á levantarse, y huyendo con las fuerzas que la desesperacion le daba, pudo llegar al real, donde poco despues murió de su herida, pero con la satisfaccion de haber guardado el secreto y salvado las vidas de Alí y sus compañeros.
IX
De los padecimientos del pueblo de Málaga.
La extrema necesidad que padecian los de Málaga, y el peligro de que cayese esta hermosa ciudad en poder de los cristianos, tenian llenos de temor y sentimiento á los moros de otras partes. El anciano y belicoso Rey Muley Audalla, el Zagal, estaba aun en Guadix, procurando rehacer poco á poco su desbaratado ejército, cuando supo la situacion crítica en que se hallaba aquella plaza. Animado por las exhortaciones de los alfaquís, y dejándose llevar de su aficion á la guerra, determinó socorrer á Málaga, y con la fuerza que tenia disponible envió allá un capitan escogido para que entrase en la ciudad.
El Rey chico Boabdil, noticioso de este movimiento, y dispuesto siempre á hostilizar á su tio, despachó una fuerza superior de á pié y de á caballo para interceptar los socorros. Trabóse un combate muy reñido; y las tropas del Zagal, derrotadas con mucha pérdida, se retiraron en desórden á Guadix. Ensoberbecido Boabdil con tan triste triunfo, y deseoso de acreditar su lealtad á los Soberanos de Castilla, les envió mensajeros con la noticia de esta victoria, suplicándoles le tuviesen siempre como el mas leal de sus vasallos. Asimismo envió (como regalo para la Reina) preciosas telas de seda, perfumes orientales, un vaso de oro curiosamente labrado, y una cautiva de Reveda; con cuatro caballos árabes suntuosamente enjaezados, una espada y una daga con guarniciones primorosas, muchos albornoces, y otras ropas ricamente bordadas, para el Rey.
Tal era la fatalidad de Boabdil, que hasta en sus victorias era desgraciado: su reciente expedicion contra el Zagal, y la derrota de unas tropas destinadas al socorro de Málaga, habia entibiado el amor de sus vasallos, haciendo vacilar en su lealtad á muchos de sus partidarios mas adictos. “Muley Audalla, decian, era soberbio y sanguinario, pero tambien era fiel á la pátria, y sabia sostener el decoro de la corona. Este Boabdil sacrifica la religion, la pátria, los amigos, todo, á un simulacro de Soberanía.”
Instruido Boabdil de estas murmuraciones, y temiendo algun nuevo revés, escribió á los Reyes Católicos solicitando con urgencia le enviasen tropas para ayudar á mantenerle sobre el trono. Esta súplica, tan favorable á las miras políticas de Fernando, fue al punto concedida; y por órden del Rey marchó para Granada un destacamento de mil caballos y dos mil infantes al mando de Gonzalo de Córdoba, despues tan celebrado por sus hazañas.
No era el Rey chico el único príncipe moro que solicitaba la proteccion de Fernando é Isabel: vióse un dia entrar en el puerto de Málaga una galera pomposamente engalanada, llevando el pabellon de la medialuna, y juntamente una bandera blanca en señal de paz. Enviado por el Rey de Tremecen, venia en esta galera un embajador con regalos para los Soberanos de Castilla, á quienes pasó luego á cumplimentar, presentando al Rey caballos berberiscos con jaezes de oro, mantos moriscos ricamente bordados, y otros objetos de mucho precio; con vestiduras de seda de diversas maneras, aderezos de finísimas piedras, y perfumes exquisitos de la Arabia para la Reina.
Manifestó el embajador á los Soberanos que el Rey de Tremecen, admirando el gran poder y rápidas conquistas de SS. AA. deseaba le reconociesen como vasallo de la corona de Castilla, y que en este concepto diesen favor y proteccion á los naturales y navíos de Tremecen, de la misma suerte que á los demas moros que se habian sometido á su dominio: pidió asimismo un modelo de las armas de Castilla, para que el Rey, su amo, y sus vasallos pudiesen conocer y respetar su bandera donde quiera que la viesen; y por último les suplicó extendiesen á los habitantes de la infeliz Málaga la misma clemencia que habian dispensado á los de otras plazas conquistadas.
Esta embajada fue recibida por los Reyes Católicos con el mayor agrado; concedióse el seguro que pedia el Rey de Tremecen para sus buques y vasallos, y se le enviaron las armas reales fundidas en escudos de oro del tamaño de una mano.
Los sitiados entretanto veian crecer la hambre de dia en dia, y disminuirse las esperanzas de recibir socorros de fuera: los mas se mantenian de carne de caballos; y diariamente perecian muchos de pura necesidad. Esta penosa situacion se les hacia aun mas sensible al ver cubierto el mar de embarcaciones que entraban de continuo con víveres para los sitiadores. Todo sobraba en el campo cristiano; el ganado que no cesaba de llegar, y el trigo y la harina, que amontonados en medio del real blanqueaban al sol para tormento de los sitiados, los cuales veian á sus hijos perecer de necesidad, al paso que reinaba la abundancia á un tiro de ballesta de sus muros.
X
Atentado que cometió un Santon de los moros.
Vivia por este tiempo en una aldea cerca de Guadix un moro anciano, llamado Abrahan Alguerbí, natural de Guerba, en el reino de Tunez, el cual por muchos años habia hecho vida de ermitaño. La soledad en que vivia, sus ayunos y penitencias, junto con las revelaciones que decia tener por un ángel enviado por Mahoma, le granjearon en breve entre los habitantes del contorno la opinion de santo; y los moros, naturalmente crédulos, y afectos á este género de entusiastas, respetaban como inspiraciones proféticas los desvarios de su imaginacion.
Presentóse un dia este visionario en las calles de Guadix, pálido el semblante, extenuado el cuerpo, y los ojos encendidos. Convocando el pueblo, declaró que Alá le habia revelado allá en su retiro, un medio de libertar á Málaga, y de confundir á los enemigos que la cercaban. Los moros le escucharon con atencion; y mas de cuatrocientos de ellos, fiando ligeramente de sus palabras, ofrecieron aventurarse con él á cualquier peligro, y obedecerle ciegamente. De este número muchos eran Gomeles, que ardian en deseos de socorrer á sus paisanos, de quienes se componia principalmente la guarnicion de Málaga.
Pusiéronse en camino para esta ciudad, marchando de noche por sendas secretas al través de las montañas, y ocultándose de dia por no ser observados. Al fin llegaron á unas alturas cerca de Málaga, y dieron vista al real cristiano. El campamento del marqués de Cádiz, por la parte que se extendia desde la falda del cerro frente de Gibralfaro hasta la orilla del mar, pareció el punto mas combatible, y consiguiente á esto tomó el ermitaño sus medidas. Aquella noche se acercaron los moros al campamento, y permanecieron ocultos; pero la mañana siguiente, casi al alba, y cuando apenas se divisaban los objetos, dieron furiosamente y de improviso en las estancias del Marqués, con intento de abrirse paso hasta la ciudad. Los cristianos, aunque sobresaltados, pelearon con esfuerzo: los moros, saltando unos los fosos y parapetos, y otros metiéndose en el agua por pasar las trincheras, lograron entrar en la plaza en número de doscientos: los demas casi todos fueron muertos ó prisioneros.
El santon ni tomó parte en la contienda, ni quiso entrar en la ciudad: era muy otro el propósito con que venia; por lo que apartándose del lugar donde peleaban, se hincó de rodillas, y alzadas las manos al cielo, fingió estar en oracion. En esta actitud le hallaron los cristianos, que despues del combate andaban buscando á los fugitivos por aquellas quiebras y barrancos, y viendo que se mantenia en la misma postura, inmóvil como una estátua, llegaron á él con una mezcla de admiracion y respeto, y lo llevaron al marqués de Cádiz. Á las preguntas que le hizo el Marqués, respondió el moro, que era santo, y que Alá le habia revelado todo lo que habia de acontecer en aquel sitio. Quiso el Marqués saber cómo y cuándo se tomaria la ciudad; pero á esto dijo el santon que no le era permitido descubrir un secreto tan importante sino solo al Rey ó á la Reina en persona. El marqués de Cádiz, aunque nada supersticioso, todavia porque notaba en este moro algo de misterioso, y podria ser tuviese que comunicar alguna noticia interesante, determinó ponerlo en presencia de los Reyes, y en la misma forma en que fue hallado, vestido un albornoz, lo envió al pabellon real, rodeándole las gentes, que le llamaban el Moro Santo; pues ya la fama de este supuesto profeta habia cundido por el campo.
Dió la casualidad de hallarse el Rey durmiendo cuando lo trajeron, y la Reina, aunque deseaba ver á este hombre singular, mandó, por un efecto de su delicadeza, que lo guardasen fuera hasta que despertase el Rey. Entretanto, lo entraron en una tienda inmediata donde estaban doña Beatriz de Bobadilla, y don Alvaro de Portugal, hijo del duque de Braganza, con algunas otras personas. El moro que no sabia la lengua, creyó, segun el aparato y magnificencia que veia, ser aquella la tienda real, y que don Alvaro y la Marquesa eran el Rey y la Reina. Pidió entonces un jarro de agua, que luego le fue traido; y levantando el brazo para tomarlo, aparta el albornoz con disimulo, suelta el jarro, y tirando de un terciado ó espada corta que traia oculta, dió á don Alvaro tan fiera cuchillada en la cabeza, que le postró por tierra y puso á punto de morir. En seguida se volvió contra la Marquesa, á quien tiró otra cuchillada, pero no con igual acierto, por habérsele enredado el arma en las colgaduras de la tienda. Antes que pudiese repetir el golpe, se arrojaron sobre él el tesorero Rui Lopez de Toledo, y un religioso llamado Fr. Juan de Velalcazar, los cuales abrazándose con él, le tuvieron sugeto hasta que llegaron las guardias del Marqués que alli mismo le hicieron pedazos al instante.
Sabido por los Reyes este suceso, se llenaron de horror al considerar el eminente peligro de que acababan de escapar. Los soldados tomaron el cuerpo destrozado del santon, y metiéndolo en un trabuco, lo arrojaron á la ciudad. Alli lo recogieron los Gomeles, y despues de lavado y perfumado, lo enterraron con el mayor decoro y con grandes demostraciones de sentimiento. En seguida, para vengar su muerte, mataron á un cristiano de los principales que tenian cautivos, y poniendo su cadáver sobre un asno, echaron fuera el animal con direccion al campamento.
Desde entonces se nombraron para la custodia de las personas reales, ademas de la guardia ordinaria, doscientos caballeros hijos-dalgo de los reinos de Castilla y de Aragon; se prohibió la entrada en el real á todo moro, que no se supiese primero quién era y á qué venia, y se mandó saliesen del campo los mudejares ó vasallos moriscos, á quienes la traicion que acababa de cometerse, habia puesto en mal concepto con los cristianos.
XI
Hamet el Zegrí animado por un Dervís, persevera en su defensa; destruccion de una torre por el ingeniero Francisco Ramirez.
Hecho apenas el entierro del santon con los mismos honores que se pudieran tributar á un mártir, se levantó en su lugar un Dervís, que protestaba tener el don de la profecía. Mostrando á los moros una bandera blanca, que aseguraba ser cosa sagrada, les dijo que Alá le habia revelado que bajo aquella enseña saldrian los habitantes de Málaga contra el ejército sitiador, alcanzarian una victoria cumplida, y gozarian de los mantenimientos que abundaban en el real. Los moros entusiasmados con este vaticinio, hubieran querido hacer en el acto una salida; pero díjoles el Dervís que aun no habia llegado la hora, y que era necesario esperar que el cielo le descubriese el dia señalado para tan gran triunfo. Hamet el Zegrí escuchó al Dervís con el mas profundo respeto, lo llevó consigo á su castillo de Gibralfaro, consultando con él en todo, y para animar al pueblo, enarboló la bandera blanca en la torre mas elevada.
Entretanto venian acudiendo al servicio de los Reyes varios grandes y caballeros, cuyos auxilios se hacian necesarios para relevar en parte al ejército de los muchos trabajos y fatigas que habia pasado en tan largo sitio. De cuando en cuando se veia entrar en el puerto de Málaga algun gallardo navío, ostentando la enseña de una casa ilustre, y conduciendo tropas y municiones: ni eran menos frecuentes los refuerzos que llegaban por tierra, atronando las montañas con el sonido marcial de cajas y trompetas, y deslumbrando la vista con el brillo de sus armas. Un dia se vió blanquear el mar con las velas de una flota numerosa, y fondearon en la bahía cien buques, armados unos para la guerra, y cargados otros con provisiones y pertrechos. Este poderoso socorro habia sido enviado por el duque de Medinasidonia, que llegó al mismo tiempo por tierra, y entró en el real con una fuerza considerable de caballeros deudos suyos, y gentes de su casa, todo lo cual puso á disposicion de los Reyes, juntamente con veinte mil doblas de oro, que les prestó.
Reforzado asi el ejército, aconsejó la Reina, con el fin de evitar las miserias de un sitio prolongado, ó la efusion de sangre consiguiente á un asalto general, que de nuevo se propusiese á los moros la rendicion en los términos mas benignos. En su consecuencia se les ofreció seguridad para sus vidas y haciendas, y la libertad personal, si desde luego venian á partido, y denunciando todos los horrores de la guerra si persistian en defenderse. Pero Hamet, confiando en la fuerza de sus defensas, que aun estaban muy enteras, desechó estas proposiciones con el mismo desprecio que las primeras: animábale tambien la consideracion de los azares á que está expuesto un ejército sitiador, las inclemencias de la estacion que se acercaba, y sobre todo los vaticinios y consejos del Dervís.
Volvieron entonces los cristianos á hostilizar al enemigo: algunos caballeros de la casa real, conducidos por Rui Lopez de Toledo, tesorero de la Reina, emprendieron el asalto de dos torres del arrabal cerca de la puerta llamada de Granada, y peleando desesperadamente, las tomaron, las perdieron, y las volvieron á tomar, sin que quedasen por los unos ni por los otros, pues pegándoles fuego los moros, fueron al fin abandonadas por ambas partes. Á este combate se siguió otro por la mar, en que fueron aun menos afortunados los cristianos; pues saliendo los moros con sus albatozas, atacaron tan vigorosamente los navíos del duque de Medinasidonia, que echaron uno á pique, é hicieron retroceder á los demas.
Entretanto Hamet el Zegrí, mirando estos combates desde la torre mas alta de Gibralfaro, atribuia el triunfo de sus armas á las artes y encantos del Dervís; y este impostor, que no se apartaba de su lado, señalándole el ejército cristiano, acampado por todo el valle, y la numerosa flota que cubria el mar, le decia que cobrase esfuerzo, porque en breves dias seria presa de los elementos aquella flota, y saliendo ellos con la bandera sagrada, derrotarian de todo punto aquella hueste, ganarian grandes despojos, y Málaga victoriosa y libre, triunfaria de sus enemigos.
Viendo la pertinacia de los sitiados, determinaron los cristianos aproximar sus estancias á los muros; y ganando una posicion despues de otra, llegaron cerca de la barrera de la ciudad, donde habia un puente con cuatro arcos, y en cada extremo una torre de mucha fuerza. Dióse órden de tomar este puente á Francisco Ramirez de Madrid, general de la artillería. La empresa era peligrosa, y los aproches no podian hacerse sin exponer la tropa á un fuego destructor; por lo que mandó Ramirez abrir una mina, que se llevó hasta debajo de los cimientos de la primera torre, donde puso boca abajo y bien cargada una pieza de artillería, para volar la torre cuando llegase la ocasion. Acercándose entonces al puente cuanto pudo, levantó un reducto, plantó en él algunos cañones, y empezó á batir la torre. Los moros contestaron desde los adarves con vigor; pero estando en la furia del combate, se puso fuego al cañon que estaba armado bajo la torre, rebentó la tierra con una explosion tremenda, y vino al suelo gran parte de la torre, sepultando en sus escombros á muchos de los moros que la defendian: los demas huyeron amedrentados por aquel estremecimiento, y confundidos por un ardid de que no tenian noticia. Quedando asi desamparado este puesto, se apoderaron de él los cristianos, y procedieron á combatir la torre que estaba al otro extremo del puente. Hiciéronse entonces mútuamente las torres un fuego terrible de arcabuces y ballestas, y por mucho tiempo no se atrevieron los combatientes á salir de ellas para batirse; pero al fin logró Francisco Ramirez pasar el puente, y llegar á la torre contraria por medio de parapetos que levantó de trecho en trecho para defenderse de la artillería de los moros, los cuales, despues de una larga y sangrienta lucha, fueron forzados á ceder, y á dejar aquel importante paso en poder de los cristianos.
En premio de esta hazaña, y del valor y pericia que habia desplegado el capitan Ramirez, le armó el Rey caballero, despues de la rendicion de Málaga, en la misma torre que tan gloriosamente habia ganado.
XII
Crece la hambre en la ciudad; quejas del pueblo, y salida de Hamet el Zegrí con el pendon sagrado para atacar á los cristianos.
Era ya excesiva la hambre que se padecia en la ciudad. Los Gomeles, buscando que comer, entraban en las casas, rompian las arcas, y derribaban las paredes; y los habitantes reducidos al último extremo, se mantenian de cueros de vaca, y daban á sus criaturas hojas de parra cocidas con aceite. Todos los dias perecian muchos de necesidad; y algunos, forzados á elegir entre el cautiverio y la muerte, salian al real cristiano á ofrecerse por esclavos. Al fin pudo mas con ellos el rigor de la hambre que el respeto que tenian á los Gomeles; y reuniéndose en casa de Alí Dordux, el comerciante rico, le suplicaron intercediese por ellos con Hamet el Zegrí, para que consintiese en la entrega de la ciudad. Alí, viendo que la necesidad iba dando osadía á los ciudadanos, al paso que amortiguaba la fiereza de los soldados, se animó á entablar con el alcaide esta peligrosa conferencia, y asociándose con un alfaquí llamado Abrahan Alhariz, y un habitante principal, cuyo nombre era Amar-ben-Amar, se dirigió con este objeto al castillo de Gibralfaro.
Llegando alli hallaron á Hamet, no como antes rodeado de armas y soldados, sino solo en su aposento con el Dervís, y sentado á una mesa de piedra con varios cartones y pergaminos delante, en que habia trazados signos cabalísticos, y caractéres místicos y extraños: distribuidos en derredor habia tambien instrumentos raros y desconocidos; y el Dervís que le acompañaba parecia haberle estado explicando el sentido misterioso de aquellos signos.
Admirados y temerosos, se acercaron Alí Dordux y sus compañeros á Hamet, sin atreverse por de pronto á declarar el objeto de su venida; pero el alfaquí confiando en lo sagrado de su carácter, tomó al fin la palabra y le arengó en estos términos. “Te requerimos en nombre de Dios todo poderoso que desistas de una resistencia tan inútil como funesta, y que entregues la ciudad al cristiano mientras aun hay esperanzas de que nos trate con clemencia. Considera cuantos de nuestros guerreros tiene postrados el cuchillo del enemigo, y no quieras tú que la hambre acabe con los que quedan, ni con nuestras mugeres é hijos, que gimiendo nos piden pan, y se nos mueren ante nuestros ojos, sin que nos quede remedio con que acudirles. ¿De qué sirve nuestra defensa? ¿Son por ventura mas fuertes los muros de Málaga que los muros de Ronda? ¿ó son nuestros guerreros mas valientes que los caballeros de Loja? La fortaleza de Ronda sucumbió, y la caballería de Loja tambien tuvo que ceder. ¿Esperaremos que nos socorran? Ya no hay tiempo de esperanza; ya Granada perdió su fuerza, perdió su orgullo; ya Granada no tiene caballeros, ni Rey que la gobierne, ni capitanes que la defiendan. Por Alá te conjuramos, pues eres nuestro capitan, que no seas nuestro mas duro enemigo, sino que entregues lo que queda de esta Málaga, otro tiempo tan feliz, y nos saques de las miserias que nos abruman.”
Tales fueron las quejas que la desesperacion arrancó á los habitantes de la ciudad. Hamet el Zegrí las escuchó sin alterarse, porque respetaba el carácter privilegiado del alfaquí: pero lleno de vanas esperanzas, insistió en aguardar algunos dias. “Tened todavia paciencia, les dijo, y confiad en este varon santo que veis aqui, el cual me asegura terminarán en breve nuestros males; el hado es inmutable; y en el libro del destino está escrito que saldremos á pelear con los cristianos, que los venceremos, y serán nuestros esos montones de harina que blanquean en los reales. Asi lo ha prometido Alá por boca de su profeta. ¡Alá achbar! ¡Dios es grande! Nadie se oponga á los decretos del Altísimo.”
Esto dijo Hamet, y los diputados no atreviéndose á replicarle, regresaron á la ciudad, y exhortaron al pueblo á tener paciencia. “En breves dias, le dijeron, habrán cesado vuestros trabajos: cuando desaparezca la bandera blanca de las torres de Gibralfaro, la hora de vuestro triunfo estará cerca, pues entonces habrá llegado la de salir contra el enemigo.”
Todos los dias, y todas las horas del dia volvian aquellos habitantes los ojos hácia el estandarte sagrado, que continuaba tremolando en el castillo. Por fin, estando Hamet un dia en consulta con sus capitanes para determinar el partido que se habia de tomar en tan apuradas circunstancias, se presentó el Dervís. “Disponeos, dijo, á obedecer la voluntad de Alá, que la hora de nuestro triunfo está ya cerca. Salid mañana al campo, y pelead como varones esforzados: yo con el pendon sagrado iré delante, y entregaré en vuestras manos el enemigo; pero antes perdonaos mútuamente las ofensas, pues solo siendo caritativos podreis ser vencedores.”
Las palabras del Dervís fueron recibidas con el mayor aplauso; al punto se recogió la bandera blanca, y toda aquella noche se pasó en prevenciones para la mañana siguiente, cuando Hamet, con el capitan Abrahan Zenete y los Gomeles, bajó á la ciudad para ejecutar aquella salida que habia de acabar con los cristianos. Delante iba el Dervís, que llevaba la sagrada enseña; y al verla pasar el pueblo entusiasmado y lleno de esperanzas, exclamaba: “¡Alá achbar!” y se postraba humildemente, animando al mismo tiempo con alabanzas las tropas de aquella empresa. El temor y la esperanza agitaban en Málaga á todos los corazones: los ancianos, las mugeres y los niños, en fin, todos los que no salieron al combate subieron á las almenas, á las torres, ó á las azoteas, para ver una batalla que habia de ser decisiva de su suerte.
Antes de salir al campo hizo Alí Dordux una amonestacion á los soldados, previniéndoles que no abandonasen la bandera, que fuesen siempre delante peleando, y que á ninguno diesen cuartel. Volviendo entonces á ponerse en movimiento, fueron á dar con ímpetu tan furioso en las estancias del maestre de Santiago y del maestre de Alcántara, que tuvieron lugar de matar y herir á mucha de la gente que las guardaba. En este rebato llegó el capitan Zenete á una tienda donde halló algunos niños cristianos, á quienes el rumor de las armas acababa de despertar de su sueño. El moro compadeciendo su tierna edad, ó porque desdeñaba un enemigo tan débil, se contentó con darles de plano con el alfange, diciendo: “andad rapaces á vuestras madres” y como le riñese el fanático Dervís por este acto de clemencia, respondió: “no los maté porque no vide barbas”.
Cundió la alarma por el campo, y los cristianos acudieron de todas partes para defender las entradas del real. Don Pedro Portocarrero, señor de Moguer, don Alonso Pacheco, y Lorenzo Suarez de Mendoza, corrieron con sus gentes á defender los portillos por donde pretendian entrar los moros, á quienes con gran pena impidieron el paso, mientras llegaba nuevo socorro. Hamet furioso al encontrar tanta resistencia, cuando esperaba una victoria fácil, llevó repetidas veces sus tropas al asalto de los portillos, y otras tantas hubo de retroceder con mucha pérdida. Los cristianos, al abrigo de sus defensas, hicieron un destrozo terrible en las filas de los moros: pero ellos confiando ciegamente en los vaticinios del Dervís, volvian á la pelea cada vez mas enardecidos, arrostrando los peligros y la muerte por vengar á sus compañeros. Por último, intentaron escalar la cerca que defendia el real, y acometieron en medio de una lluvia de dardos y saetas, cayendo á cada paso, y llenando los fosos con sus cuerpos. Hamet el Zegrí, siempre á la cabeza de sus guerreros, siempre en lo mas encendido del combate, corria de fila en fila, y animaba á sus Gomeles con la voz y con el ejemplo. Al ver la terrible matanza de los suyos, bramaba de corage, y discurria delante de la cerca buscando por donde entrar, y pasando como por ensalmo por entre mil tiros que le asestaron los cristianos sin que ninguno le tocase. El Dervís tambien acudia como frenético á todas partes, ondeando la bandera blanca, y excitando á los moros con alaridos; pero en medio de su frenesí, una piedra arrojada por una catapulta, le alcanzó en la frente, dando fin á un mismo tiempo á su vida y á sus delirios.
Los moros, viendo muerto á su profeta y postrado por tierra el pendon sagrado, perdieron inmediatamente el ánimo, y huyeron en desórden á la ciudad. Hamet hizo algunos esfuerzos para contenerlos, pero confundido él mismo por la pérdida del Dervís, tan solo acertó á cubrir la retirada de las tropas, y se retrajo con ellas á los muros de la plaza.
Los habitantes de Málaga, suspensos entre el temor y la esperanza, miraron esta contienda desde las almenas y torres. Al principio, cuando vieron huir delante de los moros las guardias del real, exclamaron: “¡Alá nos da la victoria!” y prorumpian en gritos de alegría; pero cuando las tropas, rechazadas cuantas veces volvian al asalto, empezaron á retroceder, cuando vieron caer el mandante, y volver huyendo al mismo Hamet perseguido por los cristianos, el regocijo se convirtió en lamentos, y el horror y la desesperacion se apoderó de todo el pueblo.
Al entrar el Zegrí en Málaga se vió expuesto á los furores de una multitud exasperada: todo se volvia quejas y reconvenciones: las madres, cuyos hijos habian muerto, le seguian con imprecaciones, y algunas poniéndole delante sus criaturas á punto de espirar, le decian: “Holladlas con los pies de vuestro caballo, pues ni tenemos alimento que darles, ni valor para oir sus quejas.” Los ciudadanos que habian tomado las armas, y muchos de los guerreros que habian venido de fuera para defender la ciudad, unieron sus clamores á los del pueblo; de modo que Hamet, perdido el ascendiente militar, é incapaz de resistir aquel torrente de quejas y maldiciones, renunció el mando de la plaza, y se recogió con los Gomeles que le quedaban á su castillo de Gibralfaro.
XIII
Rendicion de la ciudad de Málaga; cumplimiento del pronóstico del Dervís, y suerte de Hamet el Zegrí.
Los moradores de Málaga, libres ya del dominio de Hamet, acudieron á Alí Dordux: y pusieron en sus manos la suerte de la ciudad. Alí, asociándose el alfaquí Abrahan Alhariz y otros cuatro moros principales, formó una junta provisional, en que se acordó enviar mensajeros al Rey de Castilla, ofreciendo entregar la plaza con tal que á los habitantes se les asegurase en sus personas y bienes en calidad de mudejares, ó vasallos tributarios. Salieron los mensageros al real cristiano, y oida por el Rey la peticion de los moros, respondió airado: “Ya no es tiempo de pedir ni de conceder partidos, pues bien se que la hambre, y no vuestra voluntad, es la que os mueve á capitular. Entregaos pues á discrecion y disponeos á sufrir la ley que imponga el vencedor: los que merezcan la muerte, morirán, y los que cautiverio, quedarán cautivos.”
Grande fue la turbacion de los moros cuando supieron la respuesta de Fernando; pero Alí Dordux los consoló ofreciendo ir en persona á solicitar condiciones mas favorables; como en efecto lo hizo acompañado de dos cólegas suyos, aunque sin adelantar nada, pues el resultado de esta embajada tan lejos estuvo como la primera de corresponder á las esperanzas de los sitiados. Fernando ni aun consintió que llegasen los embajadores á su presencia. “Dadlos al diablo, dijo con enfado al comendador de Leon, que no los quiero ver, ni los he de tomar sino como á vencidos, dándose á mi merced.” Con esta nueva repulsa, vinieron los moros á un estado que rayaba en desesperacion; pero resolviendo tentar el último recurso, escribieron al Rey manifestándole que ellos le darian la ciudad con todas sus fortalezas, y con todos los bienes que en ella habia; pero que si no se les daba seguro para la libertad de sus personas, ellos colgarian de las almenas de la plaza hasta mil y quinientos cautivos cristianos que tenian de ambos sexos; y poniendo á las mugeres, viejos y niños, en la Alcazaba, darian fuego á la ciudad, y saldrian á morir matando, para que al fin tuviesen los Reyes la victoria sangrienta, y aquel hecho de la ciudad de Málaga fuese celebrado por todos los vivientes, y en todos los siglos que durase el mundo.
Á consecuencia de esta carta se suscitaron algunos debates en el real, y fueron varios los votos de los caballeros. Muchos de ellos indignados contra los moros por las grandes pérdidas que habian ocasionado á los cristianos en tan larga resistencia, quisieron irritar el ánimo del Rey para que los tratase con el último rigor; pero la generosa Isabel, reprobando consejos tan sanguinarios, insistió en que no se empañase aquel triunfo con algun acto de crueldad. Los moros entretanto, se abandonaron á los extremos de su desesperacion: por una parte veian la hambre y la muerte; por otra, la esclavitud y las cadenas. Aquellos cuyo oficio era la guerra, ardian por señalar su caida con una accion ilustre. “¡Perezcan los cautivos!, decian, ¡arda la ciudad, muramos, y acometamos al enemigo!” En medio del clamor general alzó Alí Dordux la voz, y dirigiéndose á los habitantes principales y padres de familia, les dijo: “Los que viven de la espada perezcan, pues lo quieren, con la espada; pero no sigamos nosotros tan loco ejemplo. ¡Quién sabe si la vista de nuestras inocentes esposas y tiernos hijos, despertará en el pecho real de Fernando una centella de conmiseracion! y cuando no, la Reina cristiana dicen que es la piedad misma.”
Animados los moros por este rayo de esperanza, autorizaron á Alí Dordux para que entregase la ciudad á merced de los Soberanos. Partió de nuevo Alí con este encargo; empeñó en su favor á muchos caballeros del real, y al fin obtuvo una audiencia de los Soberanos, á quienes presentó regalos de telas de seda y oro, piedras preciosas, joyas, aromas, y otros objetos de gran valor, que habia acumulado en su comercio con los paises orientales; y poco á poco ganó la gracia de Fernando y de Isabel. Alí entonces renovó las súplicas, representando que él y otros muchos habian procurado desde un principio que se entregase la ciudad, pero que las amenazas de hombres arbitrarios, en cuyas manos estaba la fuerza, se lo habian impedido; por lo que esperaba no se confundiese al inocente con el culpado.
Los Soberanos habiendo admitido los regalos de Alí Dordux, no pudieron ya cerrar el oido á sus súplicas. Asi, pues, le indultaron á él y á cuarenta familias que nombró, dándoles seguro para sus personas, con facultad para residir en Málaga en clase de mudejares. Hecho este arreglo, hizo Alí venir veinte habitantes principales, á quienes entregó en rehenes, hasta que toda la ciudad quedase en posesion de los cristianos.
Don Gutierre de Cárdenas, comendador mayor de Leon entró entonces en la ciudad armado y á caballo, y tomó posesion en nombre de los Soberanos de Castilla. Entrando despues varios capitanes y caballeros del ejército, ocuparon todas las fortalezas, y enarbolaron el pendon de la cruz, el de Santiago, y el estandarte real, en la torre de homenage de la Alcazaba.
Entregada la ciudad, imploraron aquellos infelices habitantes se les permitiese salir al real para comprar pan para ellos y sus familias. Obtenida la licencia, acudieron arrebatados y famélicos á los montones de grano y harina que tantas veces habian mirado con ansia desde sus muros. Todo se repartió entre ellos, y satisfecha su necesidad, quedó en cierto modo cumplido el vaticinio del Dervís, cuando dijo que aquellos bastimentos los habian de comer ellos.
Entretanto Hamet el Zegrí, indignado y pesaroso, miraba desde las torres de su fortaleza la ocupacion de Málaga por los batallones de Castilla; veia tremolar el pendon de la Cruz donde poco antes ondeaba el de la medialuna, y si los suyos le siguieran, bajára allá espada en mano, y muriera gustoso á trueque de tomar venganza de los cristianos. Mas ya no animaba á los Gomeles el mismo espíritu que en otro tiempo: los lentos progresos de la hambre habian minado las fuerzas asi del alma como del cuerpo, y casi todos aconsejaban la rendicion. Muy duro se le hacia al altivo Hamet el someterse á pedir partido: empero confiando que su valor le haria respetar de un contrario noble, envió un parlamentario al Rey, ofreciendo capitular en términos honrosos. La respuesta de Fernando fue lacónica y terminante: “que se entregase á discrecion.”
Todavia permaneció Hamet dos dias encerrado en su castillo despues de la toma de la ciudad; pero al fin hubo de ceder á los clamores de sus secuaces, y bajó con ellos á someterse al vencedor. Los Gomeles todos quedaron cautivos, con la excepcion de Abrahan Zenete, á quien, por haber procedido tan piadoso con aquellos niños cristianos cuando la última salida de los moros, se concedió un partido favorable. En cuanto á Hamet, se le puso inmediatamente en hierros; y preguntado qué le movió á tan pertinaz resistencia, respondió, que él habia tomado aquel cargo con obligacion de morir, ó ser preso, defendiendo su ley, su Soberano, y la ciudad que éste le habia confiado, y que á tener ayudadores, antes le vieran muerto que prisionero.
XIV
Entrada de los Reyes Católicos en la ciudad de Málaga, y distribucion de los cautivos.
Una de las primeras disposiciones de los vencedores, despues de la rendicion de Málaga, fue celebrar la emancipacion de los cautivos cristianos con una funcion religiosa. Á corta distancia de la ciudad mandaron erigir una tienda, y poner en ella un altar con las decoraciones de iglesia correspondientes; pasando alli los Reyes para recibir á los cautivos. Éstos, en número de mil y seiscientos de ambos sexos, entre ellos algunas personas de distincion, salieron de la ciudad en procesion, con una cruz, cantando himnos y dando gracias á Dios y á los Soberanos por haberles librado del duro cautiverio en que yacian. Á medio camino se reunió con ellos, y les fue acompañando, un gran concurso de gentes del real, con cruces y pendones, y una música solemne. Llegando á presencia de sus libertadores, se hubieran postrado los cautivos á sus pies para besárselos; pero el Rey y la Reina les dieron benignamente sus manos á besar, sin consentir otro acatamiento. Arrodillándose entonces los cautivos delante del altar, se pusieron en oracion, y de nuevo prorumpieron en alabanzas al Altísimo por tan gran victoria. En seguida se mandó quitarles los hierros, que aun llevaban, se les dió de comer, ropa, dinero, y todo lo que necesitaban para retirarse á sus casas. El aspecto de los cautivos, pálidos, desfallecidos y extenuados, su admiracion y su agradecimiento, las lágrimas y la alegría de todos los presentes, constituyeron un espectáculo verdaderamente grande, y que á todos enterneció.
De los cristianos que desertaron á los moros, y les habian informado de lo que pasaba en el real, fueron hallados doce, y se les sentenció á morir acañaverados: castigo harto severo, que consistia en atar al delincuente á una estaca en medio de una plaza, mientras que los soldados, corriendo á caballo, los atravesaban con cañas puntiagudas: los moros conversos y relapsos fueron entregados á las llamas.
Estando ya limpia la ciudad de las inmundicias y malos olores que se habian acumulado en tan largo sitio, entraron en ella los obispos y otros eclesiásticos que seguian la corte, con los cantores y capellanes del Rey; y pasando en procesion solemne á la mezquita mayor, la consagraron é intitularon santa María de la Encarnacion. Concluido este acto, entraron el Rey y la Reina acompañados del gran cardenal y de los grandes y caballeros del ejército, oyeron misa, y en seguida erigieron aquella iglesia en catedral, y á Málaga en obispado. La Reina se aposentó en la Alcazaba, desde donde se descubria toda la ciudad: el Rey estableció su alojamiento en el antiguo castillo de Gibralfaro.
Se procedió entonces á disponer de los moros que habian quedado prisioneros. Divididos en tres porciones, se destinó una á la redencion de los cautivos cristianos en el reino de Granada y tierras de África; otra se repartió entre los capitanes y caballeros que habian concurrido á aquella empresa, segun su clase y los servicios que habian prestado; y la tercera se tomó para indemnizacion de los grandes gastos ocasionados en tan largo sitio. Cien moros Gomeles fueron enviados al Papa Inocencio VIII, quien los bautizó y convirtió á la fé cristiana. Á la Reina de Nápoles, hermana del Rey, se le hizo regalo de cincuenta moras, doncellas; treinta fueron enviadas á la de Portugal, y otras muchas fueron repartidas por doña Isabel entre las damas de su corte y señoras principales de Castilla.
Cuatrocientos y cincuenta judios moriscos, que se hallaron en la ciudad, fueron rescatados por otro judío, rico contratista de Castilla, que pagó por ellos veinte mil doblas de oro, y se los llevó en dos galeras armadas.
Á la masa general de los habitantes se concedió la facultad de rescatarse mediante á suma que pagarian dentro de un término señalado. El contingente de cada individuo, sin distincion, se fijó en treinta doblas de oro, y á buena cuenta del pago general se les habian de recoger todas las alhajas de oro y plata, con los demas objetos de valor que poseian. El plazo se fijó á los ocho meses, con la condicion que si al espirar este término no hubiesen satisfecho la cantidad estipulada, serian todos tratados como esclavos. Para asegurar por parte de los moros el cumplimiento de estas condiciones, se hizo una enumeracion rigurosa de las casas y familias, se tomó razon de todos sus efectos, y se les mandó acudiesen con ellos á unos corrales grandes que habia en la Alcazaba, rodeados de una muralla alta, y que en otro tiempo habian servido para encerrar á los cristianos que los moros cautivaban.
Viérase entonces á estos infelices pasar tristemente por las calles con direccion á la Alcazaba; asi ancianos como jóvenes, asi matronas como doncellas, de las que algunas eran bien nacidas, y criadas con el mayor regalo; y habiendo de desamparar sus casas para sufrir el cautiverio en las agenas, se torcian las manos, y levantaban los ojos al cielo, diciendo: “¡Ó Málaga, ciudad nombrada y hermosa como ninguna! ¿Do está la fortaleza de tus castillos? ¿Do está la hermosura de tus torres? ¿Tus poderosos muros de qué aprovecharon á sus moradores, que desterrados de la dulce pátria van á morir entre extrangeros, ó á vivir en la esclavitud? ¿Qué harán tus viejos y tus matronas, cuando no haya quien honre sus canas? ¿Qué harán tus doncellas, criadas con tanta delicadeza y señorío, cuando se vean en dura servidumbre? ¡Ah, tus naturales, separados para siempre, nunca mas volverán á verse! al hijo arrancan de los brazos de su padre; apartan al marido de su muger, y á los tiernos niños arrebatan del seno de sus madres. ¡Ó Málaga, ciudad de nuestro nacimiento! ¿quién podrá ver tu desolacion, que no derrame lágrimas de amargura?”
Estando ya bien asegurada la posesion de la ciudad, se envió un fuerte destacamento contra las villas de Mijas y Osuna, situadas á la orilla del mar, y se les intimó la rendicion. Los habitantes pidieron las mismas condiciones que se habian concedido á los de Málaga, ignorando cuales fuesen; y habiéndoseles prometido, se rindieron, y fueron todos presos y conducidos con sus efectos á los corrales de la Alcazaba.
Éstos, asi como los cautivos de Málaga, fueron distribuidos entre varios pueblos y familias, hasta tanto que se cumplia el plazo señalado para el pago total de su rescate; pero habiendo espirado los ocho meses estipulados, antes que pudiesen verificarlo, quedaron todos, en número de once mil, segun refieren algunos, y de quince mil, segun otros, condenados á la esclavitud.
XV
De la situacion en que se hallaban respectivamente el Rey Católico, Boabdil y el Zagal, y de la incursion de éste en tierra de cristianos.
Toda la parte occidental del reino de Granada reconocia ya el dominio de los Reyes Católicos: el puerto de Málaga obedecia sus leyes; y los belicosos naturales de la serranía de Ronda les rendian vasallage, subyugados y sumisos: aquellas soberbias fortalezas, que tanto tiempo habian señoreado los valles de Andalucía, desplegaban ahora el estandarte de Castilla y Aragon; y las atalayas que coronaban todas las alturas, estaban desmanteladas, ó guardadas por las tropas del Rey Católico.
Mientras que en esta parte del territorio moro se establecia el imperio de los cristianos, en la parte central, que es lo que rodea á Granada, se mantenia el Rey chico Boabdil gobernando como vasallo de la corona de Castilla. Este desgraciado príncipe no perdia ocasion de propiciar á los conquistadores de su pátria con actos de sumision, y con demostraciones en que no podia tener parte el corazon. Apenas supo la toma de Málaga, envió sus mensageros á felicitar al Rey, acompañando regalos de caballos suntuosamente enjaezados, telas de seda y oro, y perfumes orientales; todo lo cual fue admitido benignamente; y Boabdil, con poca advertencia, se figuró haber ganado un lugar distinguido en los afectos de Fernando. Pero la política de Boabdil algunas ventajas, aunque pasageras, producia á sus vasallos: el territorio que reconocia su dominio estaba libre de las calamidades de la guerra; el labrador cultivaba en paz sus campos, y la vega de Granada, volviendo á florecer, se manifestaba en su primitiva lozanía. Restablecido el comercio, prosperaba el traficante, y en las puertas de la ciudad habia un tránsito continuo de caballerías cargadas con los productos de todos los climas. Pero el pueblo de Granada, aunque apreciaba estas ventajas, aborrecia en secreto los medios con que se habian conseguido, y miraban á Boabdil casi como apóstata é infiel.
Los moros que aun no se habian sometido al dominio cristiano, fundaban ahora sus esperanzas en el anciano Rey Muley Audalla el Zagal. Este príncipe, aunque no reinaba en la Alhambra, todavia se hallaba con mayores fuerzas que su sobrino: sus dominios se extendian desde Jaen, por los confines de Murcia, hasta el mediterráneo, y comprendian las ciudades de Baza y Guadix, y el importante puerto de Almería, que en algun tiempo habia rivalizado con Granada por su poblacion y riquezas. Tenia ademas bajo su jurisdiccion una gran parte de las Alpujarras, ó serranía de Granada. Esta region montuosa es el centro del poder y riqueza de los moros. Su grande elevacion y su fragosidad la hacian casi inaccesible á los enemigos; pero en el seno de aquellos riscos se abrigaban unos valles deliciosos, donde reinaba una temperatura suave y una pródiga fertilidad. Por todas partes brotaban manantiales y fuentecillas, que creciendo en ciertas estaciones con las aguas que bajaban de Sierra nevada, cubrian de verdor y frescura las faldas de aquellos cerros, y formaban al fin arroyos caudalosos, que corrian serpeando por entre plantíos de moreras, almendros, higueras y granados. Aqui tambien se producia la seda mas fina de toda España, se cultivaban grandes viñedos, y se criaban numerosos rebaños con los ricos pastos que ofrecian los valles y las quebradas. Aun en la parte mas árida y estéril proporcionaban estos montes inmensas riquezas, por la diversidad de minerales de que estaban impregnados. En fin, las Alpujarras eran un raudal copioso que acrecentaba en gran manera las rentas de los Monarcas de Granada: sus naturales eran robustos y guerreros, y al llamamiento del Rey salian de aquellos lugares hasta cincuenta mil hombres de pelea.
Tal era la porcion de este imperio que tocó al anciano Muley el Zagal. La guerra aun no habia llegado á esta poderosa comarca, pues le servian de barrera contra sus estragos los elevados riscos y áridos peñascos que la defendian. Mas no por eso dejó el Zagal de añadirle nuevas defensas, mandando reparar todas las fortalezas, á fin de hacer alli el último esfuerzo contra los progresos de los cristianos. Entretanto, conociendo la necesidad de acometer alguna empresa para conservar en su punto al afecto y fidelidad de sus vasallos, ordenó una correría por el territorio enemigo, cuya manera de guerrear sabia él ser la mas grata á los moros, para quienes tenia mas atractivos un corto botin arrebatado á fuerza de armas, que todos los provechos de un comercio pacífico y seguro.
Reinaba entonces la mayor tranquilidad en la frontera de Jaen, y los alcaides de las fortalezas cristianas vivian descuidados, y seguros de toda agresion, por tener tan cerca á su aliado Boabdil, y contemplar distante á su fogoso tio el Zagal. De repente salió este príncipe de Guadix con una fuerza escogida, atravesó rápidamente las montañas que se extienden detras de Granada, y fue á dar como un rayo en la campiña de Alcalá la Real. Primero que cundiese la alarma, ni pudiese la comarca acudir á su defensa, habia hecho en ella el Zagal un estrago enorme, saqueando y quemando aldeas, arrebatando ganados, y llevándose gran número de cautivos. Reuniéronse las gentes de la frontera; pero ya estaba muy lejos el enemigo, que volviendo á pasar las montañas, entró triunfante por las puertas de Guadix, cargado de despojos cristianos, y conduciendo una numerosa cabalgada. Con esta y otras empresas semejantes fomentaba el Zagal el espíritu guerrero de sus vasallos, granjeaba su opinion y afecto, y disponia los ánimos á resistir una invasion que se esperaba por parte del Rey Católico.
XVI
Disposiciones del Rey Fernando para continuar la guerra; sale á campaña; varias empresas de moros contra cristianos.
Año 1488.
Iba ya entrando el año de 1488, y los Soberanos Católicos, resueltos á proseguir en la triunfante carrera que habian comenzado, hasta acabar con el imperio sarraceno en España, se dispusieron á hacer nuevos sacrificios, y á pasar nuevos trabajos y fatigas. Los apuros del erario obligaron á discurrir medios, y á buscar recursos, para la continuacion de los aprestos que se hacian; pero á todo ocurrió el celo del estado eclesiástico contribuyendo con subsidios de consideracion en tropas y dinero. Con todo esto no pudo el Rey reunir su ejército hasta junio de este año, cuando á los cinco dias del mes partió de Murcia con un campo volante de cuatro mil caballos y catorce mil infantes, conduciendo la vanguardia el marqués de Cádiz, á quien seguia el adelantado de Murcia. Entró el ejército en la frontera enemiga por la ribera del mar, esparciendo el terror donde quiera que llegaba: á su vista se rendian los pueblos sin hacer resistencia, temerosos de experimentar los males que habian desolado la frontera opuesta; y en esta forma los pueblos de Vera, Velez el rubio, Velez el blanco y otros de menos nota, se entregaron á la primera intimacion.
Hasta llegar cerca de Almería, no halló el ejército oposicion alguna. En esta importante ciudad mandaba á la sazon el príncipe Zelim, pariente del Zagal. Á la vista del enemigo salió este valeroso moro capitaneando su guarnicion, y en las huertas inmediatas á la ciudad trabó una escaramuza muy reñida con las tropas de la vanguardia. Llegando el Rey con el grueso del ejército, mandó cesar la escaramuza, y recoger las gentes; y pues conocia que la fuerza que llevaba era poca para combatir la ciudad, se contentó con reconocer su asiento, y se retiró con direccion á Baza, donde se hallaba el Zagal con una guarnicion poderosa.
El Rey moro se apercibió para recibirlos, y en un valle que está delante de la ciudad, donde habia muchas huertas, colocó una celada de arcabuceros y ballesteros. Llegaron los cristianos, y como se acercasen á este sitio, salió el Zagal á su encuentro con gente de á caballo y de á pié, y empezó una escaramuza con el marqués de Cádiz y el adelantado de Murcia, que conducian la vanguardia. Despues de pelear un rato fingieron los moros ceder, y se retrajeron poco á poco á las huertas, para atraer alli á los cristianos, como en efecto lo consiguieron. Saliendo entonces los que estaban en la celada, abrieron un fuego atroz contra los cristianos por flanco y por retaguardia, matando é hiriendo á muchos, y poniendo á los demas en confusion. Reforzado el Zagal con mas tropas que salieron de la ciudad, atacó de nuevo al enemigo, le obligó á volver las espaldas, y lo persiguió dando horribles alaridos, y haciendo en él un estrago enorme. Á este tiempo llegó felizmente el Rey con la demas tropa, y cubriendo la retirada de los suyos, se opuso con tanta firmeza á la furia de los moros, que los hizo retroceder, y encerrarse en la ciudad. Muchos caballeros de nota perecieron en esta refriega; entre otros don Felipe de Aragon, maestre de Montesa, sobrino del Rey é hijo natural de don Cárlos su hermano.
Con el descalabro de la vanguardia, se suspendió la marcha victoriosa del ejército cristiano; y Fernando, mas cauto ya por la leccion severa que acababa de recibir, acampó en las orillas del rio Guadalquiton que pasa por alli cerca, sin atreverse, con la fuerza que llevaba, á emprender el sitio de aquella plaza. Desesperando, pues, de desalojar de Baza al anciano guerrero el Zagal, levantó Fernando sus reales, y se retiró de alli como antes lo habia hecho de delante de Loja.
Vuelto á Murcia, tomó el Rey las medidas convenientes para la seguridad de las plazas conquistadas en este año: puso en ellas fuertes guarniciones y víveres en abundancia, y nombró por capitan mayor de todas á Luis Fernandez Portocarrero. Dadas estas disposiciones, y despedida la gente de guerra, se retiró el Rey á hacer oracion á la cruz de Carabaca.
Apenas fueron licenciadas las tropas del ejército invasor, salió de Baza el Zagal, y entrando á fuego y sangre por las tierras que acababan de someterse á Fernando, sorprendió el castillo de Nijar, que se guardaba con poca vigilancia, y pasó á cuchillo la guarnicion. Corrió despues con furor sanguinario toda la frontera, matando, hiriendo, y haciendo prisioneros á los cristianos donde quiera que los hallaba desprevenidos. El alcaide de Cullar, confiando en la fortaleza de este pueblo, que por su situacion y por su castillo parecia inexpugnable, se habia ausentado sin recelar ningun peligro. Presentóse alli el vigilante Zagal, asaltó el lugar, y á viva fuerza echó de él á los cristianos, que se refugiaron en el castillo. Un capitan veterano é intrépido, que se llamaba Juan de Avalos, tomó entonces el mando, resuelto á defenderse hasta el último extremo. Los moros, dueños ya del lugar, acometieron la fortaleza: los ataques fueron recios y repetidos, y la resistencia del alcaide obstinada y ejemplar; pero habiendo el enemigo minado una torre con parte de la muralla, penetró en el átrio del castillo. Aqui los cristianos redoblaron los esfuerzos, y subiendo á las torres se defendieron contra los moros con una lluvia de piedras, con pez hirviendo, flechas, y todo género de armas arrojadizas, logrando al fin lanzarlos del castillo. Cinco dias duró este combate. Los cristianos, rendidos por el cansancio y las heridas, estaban á punto de sucumbir; pero les animaban las exhortaciones de su animoso alcaide, y temian la muerte si caian en manos del Zagal. La llegada de Portocarrero, con una fuerza numerosa, los sacó de este peligro: el Rey moro abandonó el asalto; pero en su rabia y despecho incendió la villa, y se puso en marcha la vuelta para Guadix.
Á ejemplo del Zagal, dos capitanes moros, Alí Alatan el uno é Izá Alatan el otro, salieron de Alhendin y Salobreña, y asolaron todas las tierras que estaban sujetas á Boabdil, robando y destruyendo muchos de los lugares que se habian declarado por los cristianos. Los moros de Almería, de Tabernas y de Purchena, hicieron tambien entradas, y devastaron las tierras mas fértiles de Murcia, al paso que en la frontera opuesta, los pueblos de sierra bermeja corrieron á las armas, y sacudieron el yugo que acababan de admitir. El marqués de Cádiz con su actividad y vigilancia habia logrado suprimir una insurreccion de los moros de Gausin, lugar fuerte de la serranía; pero los que se habian hecho fuertes en castillos roqueros, ó torres, siguieron hostilizando á los cristianos, dando sobre ellos de improviso, y llevándose los hombres, los ganados, y todo género de botin á sus guaridas, donde quedaban al abrigo de toda persecucion.
Tales fueron las operaciones y sucesos que terminaron la campaña de este año, señalado por otra parte con un acontecimiento que parece digno de recordarse. Muy grandes (dicen los antiguos coronistas) fueron las aguas y tempestades que en este año prevalecieron en Castilla y Aragon. Parecia que se habian vuelto á abrir las cataratas del cielo, y que un nuevo diluvio iba á inundar la naturaleza. Los arroyos convertidos en rápidos torrentes, arrollaban en su hervoroso curso las casas y los molinos, destruian las mieses, y arrebataban los ganados. Los pastores veian anegarse sus rebaños, y huyendo del peligro se refugiaban en las torres y lugares altos. El plácido Guadalquivir se volvió un mar embravecido, cuyas olas inundaban todo el campo de Tablada, llenando de terror á los habitantes de Sevilla. Compelida por un viento recio, y acompañada de temblores de tierra, vino una negra y espesa nube, que donde quiera que pasaba arrebataba los tejados de las casas, y estremecia hasta sus cimientos las torres y las fortalezas. Los navíos en los puertos eran arrancados de sus amarras, y los que andaban por la mar, arrojados sobre las costas por la furia del huracan, se estrellaban contra las rocas, volando por el aire sus fragmentos. Grande fue la desolacion y ruina, que señaló el curso de esta perniciosa nube, asi por mar como por tierra. Á muchos pareció este trastorno de los elementos un evento prodigioso, fuera del órden natural, y no pocos lo consideraban como presagio de alguna calamidad iminente.
XVII
De las disposiciones del Rey Católico para sitiar la ciudad de Baza, y de las medidas que tomaron los moros para defenderse.
Año 1489.
Al borrascoso invierno del año pasado, se siguió la primavera de 1489, y las tropas cristianas convocadas para la prosecucion de la guerra, se pusieron en movimiento para reunirse en Jaen, donde llegaron tarde, y con no poca dificultad, porque las grandes aguas recientes habian hecho casi intransitables los caminos, y muy trabajoso el vado de los rios. Pero juntándose al fin en aquella ciudad trece mil caballos y cuarenta mil infantes, pudo el Rey abrir la campaña, y á últimos de mayo pasó la frontera con su ejército. La Reina, con el Príncipe don Juan y las Infantas, permaneció en Jaen, servida y acompañada por el gran cardenal de España, y otros prelados que asistian en sus consejos. El propósito de Fernando era sitiar la ciudad de Baza, que era la llave de las posesiones que le quedaban al moro. Tomada esta importante plaza, tendrian que someterse luego las de Guadix y Almería; el Zagal quedaria sin apoyo, y se daba el último golpe á su poder. Á medida que avanzaba el ejército, tuvieron los cristianos que combatir varios castillos y lugares fuertes en las cercanías de Baza, para asegurarse contra la molestia que pudieran ocasionarles. Pero esto no siempre se conseguia sin trabajo: la villa de Cujar hizo una resistencia porfiada; y su alcaide el bizarro Hubec Adalgar, oponiendo la fuerza á la fuerza, y los ingenios á los ingenios, frustró varias tentativas de los cristianos ya para ganar el muro por asalto, ya para derribarlo con pertrechos. Defendíanse los moros desde sus almenas con toda clase de armas arrojadizas; y por medio de unas calderas asidas unas á otras con cadenas, arrojaban fuego sobre el enemigo, quemándole los manteletes y otras máquinas que tenia para el asalto. Duró este sitio algunos dias; pero al fin hubo de ceder el valor del alcaide á la fuerza superior de los sitiadores, y se entregó la plaza, concediéndola el Rey un partido honroso. Los habitantes y la guarnicion salieron con sus efectos y armas, y conducidos por el valiente Hubec Adalgar tomaron la direccion de Baza.
El Zagal, que se hallaba en Guadix, distante pocas leguas de Baza, se aprovechó de las demoras que por estas causas sufria el ejército cristiano, para hacer las prevenciones necesarias á su defensa. Sabia que habia llegado el caso de hacer el último esfuerzo para la conservacion de los dominios que le quedaban, y que esta campaña iba á determinar si permaneceria Monarca ó viviria vasallo. Confiando en la fortaleza de la ciudad de Baza, no creyó necesario acudir allá en persona, pero aumentó la guarnicion enviando desde Guadix toda la fuerza que tenia disponible, abasteció la plaza completamente, y convocó en su defensa á todo el que se tenia por verdadero musulman, y amaba la religion, su pátria y su libertad. Las ciudades de Purchena y de Tabernas, y otras de aquella serranía obedeciendo esta intimacion, corrieron á las armas: las Alpujarras arrojaron de su pedregoso seno una multitud de hombres de pelea, que acudieron á la defensa de Baza; y muchos caballeros de Granada, desdeñando el ócio y tranquilidad en que vivian bajo el gobierno de un Rey tributario, salieron ocultamente de la ciudad, y se reunieron con sus valientes patriotas para el mismo objeto. Pero las esperanzas del Zagal se fundaban principalmente en el valor y lealtad de Cidi Yahye Alnayar Aben Zelim, deudo suyo y alcaide de Almería, á quien habia mandado venir á Baza con todas las tropas de su mando. Llegaban éstas á diez mil hombres, soldados aguerridos y avezados á los trabajos, asi como de mucha experiencia en todo género de ardides, emboscadas y evoluciones. Gobernados á una sola voz de su capitan, acometian impetuosos, ó se detenian en medio de su carrera; y al sonido de la trompeta, se recogian, se ordenaban, ó revolvian contra el enemigo con maravillosa prontitud y destreza. Semejantes á una tempestad, daban sobre sus contrarios de repente, esparciendo el estrago y la consternacion, y luego con increible ligereza se retiraban; de manera que pasado el sobresalto, no se veia mas que una nube de polvo, ni se oia sino el galopear de los caballos.
Entrando Cidi Yahye por las puertas de Baza con sus diez mil valientes, fue recibido por el pueblo con aclamaciones. El Zagal, aunque permanecia en Guadix, se creia seguro de aquella plaza por la confianza que tenia en su pariente, y se felicitaba de tener un general de su sangre y tan valiente á la cabeza de sus tropas. Con estos refuerzos llegaba la guarnicion á veinte mil hombres, mandados por tres capitanes principales; el uno Mohamed Ben Hazen, llamado el veterano, el otro Abu Halí, alcaide de la guarnicion primitiva, y el tercero Hubec Adalgar, que lo habia sido de la de Cujar. Pero sobre todos éstos ejercia la autoridad suprema el príncipe Cidi Yahye, por su nacimiento real, y porque gozaba la confianza particular del Rey.
La ciudad de Baza está fundada en un valle espacioso, ocho leguas de largo y tres de ancho, que se llamaba la Hoya de Baza, y la rodea una sierra que es la de Habalcohol, de donde descienden las aguas de dos rios que riegan y fertilizan el pais. Por una parte protegian á la ciudad las ramblas y cuestas de la sierra inmediata, y un castillo poderoso; y por otra, la defendia un fuerte muro guarnecido de muchas y grandes torres: los arrabales eran grandes, pero mal fortificados con una cerca de tapia y casa-muro. Enfrente de los arrabales, habia una frondosa huerta con muchos árboles y frutales, que ocupaban casi una legua en circuito. Aqui tenian los vecinos pudientes sus torres ó casas de campo, aqui sus jardines y huertos llenos de flores y legumbres, y regados por las abundantes aguas de la sierra; sirviendo de proteccion á la ciudad esta multitud de árboles, torres y acequias, por los impedimentos que ofrecian al paso de un enemigo.
No obstante que la prevencion hecha en Baza de armas, municiones y víveres, era mas que suficiente para un sitio de quince meses, continuaban todavia los preparativos cuando se presentó á vista de la ciudad el ejército de Fernando. Veíanse por una parte cuadrillas de á caballo y de á pié, dirigiéndose presurosas hácia las puertas, y arrieros con numerosas recuas, aguijando sus cansadas caballerías, todo con el afan de ponerse á cubierto de la tormenta que amenazaba: por otra, venia por el valle adelante á par de una nube preñada, el ejército cristiano con estruendo de cajas y trompetas, que hacian retumbar la sierra, y con armas resplandecientes, cuyo brillo reverberaba desde lejos. Sentó Fernando sus reales un poco desviados de aquella espesura de huertas, y envió á intimar la rendicion á la ciudad, ofreciendo las condiciones mas favorables en el caso de una sumision inmediata, y protestando del modo mas solemne no alzar mano del sitio hasta quedar dueño de la plaza.
Recibida esta intimacion, tuvieron los caudillos moros un consejo de guerra. El príncipe Cidi Yahye, irritado por las amenazas del Rey, queria que se le contestase declarando que la guarnicion, lejos de entregarse, se batiria hasta quedar sepultada en las ruinas de sus muros. Pero á esto dijo el veterano Mohamed: “¿De qué sirve una declaracion que tal vez nuestros hechos desmentirán? las amenazas deben medirse por las fuerzas que se tiene para cumplirlas, y los hechos deben ser siempre mayores que los ofrecimientos.”
Conforme á este consejo se envió al Monarca cristiano una respuesta lacónica, agradeciéndole la oferta de un partido ventajoso, pero diciéndole que ellos estaban en aquella ciudad, no para dársela sino para defenderla.
XVIII
Batalla de las huertas delante de Baza.
Sabida por el Rey la resolucion de los caudillos moros, se dispuso á sitiar la plaza con vigor; y pareciéndole necesario adelantar el campo para que la artillería batiese con mas efecto las murallas, lo mandó poner en las huertas cerca de los arrabales. Mientras se verificaba esta operacion, y se fortificaban las estancias, avanzó un destacamento fuerte para ocupar las huertas y contener las salidas del enemigo. Entraron en ellas los capitanes por diferentes puntos con sus batallas ordenadas, mas no sin algun recelo de verse comprometidos en aquel verde laberinto. El maestre de Santiago, que iba delante, previno á sus soldados que se mantuviesen firmes y unidos, asegurándoles que si peleaban con osadía y duraban en el esfuerzo, saldrian triunfantes de cualquiera dificultad y peligro.
Á poco de haber entrado en las huertas, oyeron desde los arrabales el sonido de cajas y trompetas, mezclado con alaridos, y en seguida vieron salir á su encuentro un cuerpo numeroso de infantería mora. Á su cabeza venia el príncipe Cidi Yahye, que los animaba diciéndoles, que iban á pelear por la vida y por la libertad, por sus bienes, por la pátria y por la religion. “Para nosotros, decia, no hay mas recurso que la fuerza de nuestras manos, el valor de nuestros corazones, y la divina proteccion de Alá.” Á esta exhortacion respondieron los moros con aclamaciones, y se arrojaron animosos al combate. Juntáronse entonces las armas enemigas unas con otras en medio de las huertas, y empezaron á herirse con espadas, lanzas, arcabuces y ballestas. Pero las muchas torres y otros edificios, la espesura de los árboles, y las acequias, daban mayor ventaja á los moros que estaban á pié, que á los cristianos que iban á caballo. Visto este inconveniente, mandaron los capitanes cristianos que se apeasen los ginetes y se juntasen con los peones. Entonces se encendió de nuevo la pelea, y con tal furia, que cada uno parecia disponerse con voluntad á la muerte por dársela al enemigo. Á medida que se empeñaba el combate, las tropas de la una y de la otra parte iban separándose de sus banderas por la estrechez y dificultades del terreno, hasta llegar á batirse sueltos ó por pelotones, sin órden de batalla, y sordos asi á las señales de las trompetas como á la voz de los capitanes. Asi es que mientras en una parte vencian los moros, en otra triunfaban los cristianos. En esta confusion sucedia á veces que los combatientes, ciegos de temor, huian de los suyos mismos, y corrian á refugiarse entre los enemigos, no pudiendo distinguir los unos de los otros en aquella oscura frondosidad. Pero la contienda mas reñida fue la que se trabó al derredor de las torres, donde unos y otros se alojaban como en unas fortalezas pequeñas, y que ganaban y perdian alternativamente. Muchas de estas torres fueron incendiadas, aumentándose los horrores del combate con el humo y llamas que envolvian aquellas arboledas, y con los alaridos de los que morian en el fuego.
Algunos de los capitanes cristianos, en vista de aquel desórden y carnicería, quisieran retraerse de la huerta con sus gentes; pero perdido el tino de la salida no supieron efectuar su retirada. Estando asi las cosas, sucedió que una bala derribó el brazo al alférez de uno de los batallones del gran cardenal, y ya la bandera iba á caer en manos del enemigo, cuando Rodrigo de Mendoza, sobrino del cardenal, mozo de pocos años pero intrépido, se abalanzó á salvarla en medio de una lluvia de balas y saetas, y recobrándola, pasó delante contra los moros con sus soldados, que le siguieron con aclamaciones.
Entretanto quedaba el Rey con la demas tropa á la entrada de la huerta, desde donde expedia sus órdenes, y enviaba socorros á los puntos donde parecia necesario. Pero estaba con mucha pena, porque con el impedimento de los árboles y torres, y del humo que todo lo envolvia, le era imposible descubrir lo que pasaba; y los que salian de la pelea, heridos ó desalentados, no le daban mas que noticias confusas ó contradictorias. De los que se le presentaron en este estado fue uno don Juan de Luna, jóven de un mérito particular, muy favorecido del Rey, y de todos bien quisto por sus buenas prendas. Estaba recien casado con doña Catalina de Urrea, dama de no menos hermosura que nobleza. Poniéndole al pié de un árbol, procuraron estancar la sangre que le brotaba de una profunda herida; pero fue diligencia inútil; y el malogrado jóven espiró á los pies de su Soberano, que sintió vivamente esta desgracia.
Por otra parte Mohamed Ben Hazen, rodeado de sus capitanes, contemplaba ansiosamente desde los muros esta escena sanguinaria. Doce horas sin intermision habia durado la batalla, impidiendo los árboles y casas que los de la ciudad supiesen el estado en que se hallaba; pero al través de aquella espesura veian relumbrar las lanzas y cimitarras, y subir por diferentes partes de la huerta columnas de humo, al paso que el estrépito de las armas, el tronar de ribadoquines y espingardas, el clamor de los vencedores, y los gemidos de los moribundos, anunciaban el fatal conflicto de los combatientes. Á éstos se añadian los gritos y lamentos de las mugeres, cuando, traidos en hombros de sus compañeros, veian llegar á las puertas de la ciudad sus parientes mas caros, heridos y ensangrentados. Pero cuando vieron exánime á Reduan de Zalfarga, que era uno de sus capitanes mas valientes, fue general el sentimiento, y subió de todo punto la confusion y espanto de los moros. Poco á poco se fue acercando el rumor de la batalla, y al fin vieron á sus guerreros salir de la huerta peleando, y retraerse á un lugar junto á los arrabales, que habian fortificado con palizadas. Llegando aqui los cristianos, establecieron sus estancias junto á las de los moros, fortificándolas igualmente con palizadas, y mandó el Rey que se sentase el campo en la huerta, que con tanto trabajo se habia ganado.
Mohamed Ben Hazen hizo una salida para socorrer al príncipe Cidi Yahye, é intentó desalojar á los cristianos de la importante posicion que ocupaban; pero iba ya entrando la noche, y la oscuridad hizo inútiles sus esfuerzos. Mas no por eso dejaron los moros de dar varios ataques y rebatos en el discurso de la noche; por manera que los cristianos, rendidos con las fatigas y trabajos de aquel dia, no pudieron disfrutar un momento de reposo.
XIX
Sitio de Baza; compromiso del ejército cristiano, y disposiciones con que el Rey completó el cerco de la ciudad.
Al dia siguiente presentaba el campo delante de Baza una escena lastimosa. Los cristianos mostraban en la palidez de sus semblantes los trabajos que habian pasado, y los cadáveres que yacian á montones delante de los cuerpos de guardia, daban indicios de los fieros asaltos sostenidos en el discurso de la noche. Las acequias corrian tintas en sangre; las torres incendiadas humeaban todavia; y el suelo, hollado por las pisadas de hombres y caballos, manifestaba haber sido teatro de terribles conflictos entre sitiados y sitiadores. El Rey, con la experiencia de la noche pasada, se convenció del peligro y trabajo que habria en conservar la posicion que ocupaba, y despues de haber consultado con los cabos principales del ejército, determinó retirar el campo y abandonar las huertas.
Este movimiento, á la vista de un enemigo activo y vigilante, era en extremo arriesgado. Para asegurar el éxito, mandó Fernando reforzar los cuerpos de guardia situados cerca de los arrabales, y colocó en órden de batalla en frente de la ciudad una division formidable para hacer rostro al enemigo. Aun no se habia desarmado tienda alguna, y las banderetas con que se distinguian ondeaban todavia sobre los árboles de la huerta; pero entretanto se trabajaba con calor para retirar todo el equipage del ejército á la posicion donde primero se formó el campo. Al caer de la tarde se dió la señal de abatir las tiendas, y desaparecieron todas de repente; se abandonaron los puestos avanzados, la demas tropa se puso en retirada, y todo aquel aparato militar empezó á desvanecerse de la vista de los moros.
Entendiendo Cidi Yahye, aunque tarde, esta sútil maniobra, salió de la ciudad con mucha gente de á pié y á caballo, y atacó furiosamente á los cristianos; pero éstos, que conocian el modo de pelear de los moros, se retiraron en buen órden; y volviendo algunas veces el rostro al enemigo, para proseguir despues su marcha, lograron salir con poco daño de aquel peligroso laberinto.
Puesto ahora el campo en parte mas segura, convocó el Rey un consejo de guerra, para determinar el modo de proceder, y fueron muy diversos los pareceres. Las dificultades que presentaba esta empresa por la fuerza y extension de las defensas de la plaza, por la muchedumbre de moros que la defendian y por la naturaleza del terreno, influyeron con el marqués de Cádiz para que votase contra la continuacion del sitio. Don Gutierre de Cárdenas, al contrario, aconsejó que se prosiguiese lo comenzado, porque si otra cosa se hiciese pareceria temor y flaqueza, cobraria nuevos brios el enemigo, y tomando incremento el partido del Zagal, quedaba Boabdil expuesto á que se le rebelase su inconstante pueblo. Esta opinion alhagaba el amor propio de Fernando; pero al reflexionar sobre los trabajos que el ejército habia pasado, los que aun tendria que padecer si se continuaba el sitio, y la dificultad que habria para proveer los mantenimientos necesarios, le pareció mas acertado el consejo del marqués de Cádiz, y determinó seguirlo.
Los soldados, sabiendo que el Rey trataba de levantar el campo, tan solo por escusar los trabajos y peligros á que estaban expuestos, se llenaron de un entusiasmo generoso, y todos á una voz suplicaron que por ningun motivo se abandonase el sitio hasta la rendicion de la ciudad. En esta incertidumbre, envió Fernando sus mensageros á la Reina, que estaba en Jaen, para consultarla sobre el partido que convenia tomar. La respuesta de Isabel fue, que dejaba á la discrecion del Rey y de los capitanes el levantar ó continuar el sitio que se habia puesto sobre Baza; pero que si se resolvian á perseverar en aquella empresa, ella con la ayuda de Dios daria órden para que fuesen bien provistos de gente, víveres, dinero y todo lo que fuese necesario hasta la toma de la ciudad. Con esta seguridad se animó Fernando á continuar el sitio, y comunicada á los soldados la determinacion del Rey, la recibieron con tanto regocijo como la noticia de una victoria.
Entretanto el príncipe moro, Cidi Yahye, que habia tenido noticia de estos debates, no dudaba que el ejército sitiador alzase luego el campo y se retirase. Un movimiento que notó en el real cristiano, parecia confirmar esta esperanza; pues vió abatirse tiendas y desfilar las tropas por el valle. Pero esta ilusion lisonjera fue de poca duracion: el Rey Católico no habia hecho mas que dividir su hueste en dos reales, para mas estrechar el sitio. El uno, que se componia de cuatro mil caballos y ocho mil infantes, con toda la artillería y los pertrechos de batir, se colocó á las faldas de la sierra, entre ésta y la ciudad; y en él se aposentaron el marqués de Cádiz, don Alonso de Aguilar, y don Luis Fernandez Portocarrero, con otros caballeros distinguidos. En el otro mandaba el Rey en persona con seis mil caballos, una infantería numerosa, y las gentes de las montañas de Vizcaya y Guipuzcoa, y las del reino de Galicia. Entre otros caballeros, estaban con el Rey el conde de Tendilla, don Rodrigo de Mendoza, y don Alonso de Cárdenas, maestre de Santiago. Estaban estos dos campamentos situados á partes opuestas de la ciudad, y del uno al otro habria la distancia de media legua: el terreno de en medio estaba ocupado por las huertas; y por esto se tuvo cuidado de fortificar á entrambos con trincheras, palizadas y otras defensas.
El veterano Mohamet, miraba cuidadoso estos dos campamentos tan formidables; pero todavia se consolaba pareciéndole que estando tan separados el uno del otro, y con aquella espesura de huertas en medio, no podrian socorrerse mútuamente en caso necesario. Mas no tardó en venir el desengaño para destruir esta confianza. Apenas acabaron de fortificar los reales, cuando se dejó sentir allá en las huertas el ruido de herramientas, y el hundimiento de árboles; y con sorpresa y dolor vieron los moros de la ciudad como iban desapareciendo aquellas deliciosas arboledas, postradas por los gastadores de Fernando. Animados de un celo ardoroso, salieron á proteger aquellos sitios, que eran su placer y su recreo; y por muchos dias fueron las huertas teatro de escaramuzas y refriegas muy sangrientas. Pero entretanto, seguia la devastacion, y los taladores protegidos por la tropa, continuaban su trabajo. Era una empresa que exigia infinita paciencia, y esfuerzos gigantescos, pues era tal la magnitud y espesura de los árboles, que aunque trabajaban para derribarlos cuatro mil hombres armados con destrales, apenas lograban escombrar cien pasos en cuadro cada dia; y por otra parte, ponian los moros tanto impedimento, que pasaron cuarenta dias primero que se acabase de arrasar las huertas.
Asi quedó la ciudad de Baza despojada de aquel verdor lozano que la hermoseaba, y que constituia á un mismo tiempo su proteccion y sus delicias. Prosiguiendo los sitiadores su trabajo, lograron al fin cercar enteramente y aislar la plaza: abrieron en lo llano una zanja profunda, que llegaba del un real al otro, y por medio de ella hicieron correr las aguas de la sierra; fortificándola ademas con una gran palizada y con quince castillos que levantaron de trecho en trecho. Por la parte de la sierra se hizo otra zanja, fortificada con las mismas defensas que la primera; quedando asi los moros cercados por todas partes con fosos, palizadas y castillos, en términos que no les era posible en sus salidas exceder de esta gran línea de circunvalacion, ni recibir socorros de fuera. Finalmente, se deliberó quitarles el agua de una fuente que habia cerca de la ciudad. Á esta fuente tenian los moros un afecto particular, pues era casi indispensable á su subsistencia; y sabiendo por algunos desertores, que el Rey trataba de apoderarse de ella, salieron una noche y fortificaron sus alrededores tan eficazmente, que tuvieron los cristianos que abandonar el proyecto, y dejar á los moros este recurso.
XX
Hazaña de Hernan Perez del Pulgar.
El sitio de Baza, mientras proporcionaba á los generales cristianos el lucir su ciencia y conocimientos militares, ofrecia muy pocas ocasiones á la fogosa juventud española para egercitar sus brios. El tedio de una vida tan monotona y tranquila como la que pasaban en el real, se les hacia insoportable, y suspiraban por acometer alguna empresa de dificultad y peligro. Entre otros caballeros á quienes animaba este deseo, se distinguian Francisco de Bazan, y don Antonio de la Cueva, hijo del duque de Alburquerque. Estando estos dos en conversacion un dia se quejaban de la inaccion á que estaban reducidos, cuando un adalid veterano que los habia escuchado, se les presentó ofreciendo llevarlos á tal parte, que les fuera fácil ganar honra y provecho, y hacer un servicio al Rey. “Cerca de Guadix, decia, hay unas aldeas que ofrecen rica y abundante presa. Conducidos por mí, podreis dar sobre ellas de improviso; y si sois discretos como sois valientes, os llevareis los despojos á la vista misma del Zagal.” La proposicion gustó en extremo á aquellos jóvenes ardorosos. Estas expediciones eran muy frecuentes por aquel tiempo; y los moros del Padul, de Alhendin y de otros lugares de las Alpujarras, habian hecho muchas cabalgadas y correrías por el territorio cristiano. Francisco de Bazan y don Antonio de la Cueva, fácilmente hallaron otros caballeros de su edad, que se reunieron á ellos para esta empresa; y muy pronto llegó su número á doscientos caballos y trescientos peones, todos bien equipados y mejor dispuestos.
Guardando muy secreto el destino que llevaban, salieron del real una tarde entre dos luces, y guiados por el adalid, se dirigieron por caminos escusados al través de las montañas. Continuaron su marcha sin detenerse de dia ni de noche, hasta que una mañana al rayar del alba, llegaron cerca de Guadix, y entrando repentinamente en las aldeas, saquearon las casas, prendieron á sus moradores, y destruyeron cuanto no podian llevar consigo. Saliendo despues al campo, cogieron mucho ganado; y reunido todo el botin, se pusieron en retirada apresuradamente, para ganar las montañas antes que corriese la alarma, y la tierra se levantase. Pero habiéndose comunicado inmediatamente al Rey moro, por algunos pastores, la noticia de este arrojo, y del estrago cometido, mandó el Zagal salir á toda prisa seiscientos hombres escogidos á caballo y á pié para recobrar la presa, y traer á los agresores cautivos á Guadix.
Los caballeros cristianos, caminando con la prisa que permitia su cansancio y una numerosa cabalgada, empezaban á internarse en las montañas, cuando volviendo el rostro, descubrieron una nube de polvo, y poco despues los turbantes de una fuerza enemiga que venia en su persecucion. Algunos de los ginetes cristianos, viendo que los moros eran en mayor número, y que salian de refresco, al paso que ellos y sus caballos estaban rendidos de fatiga, querian abandonar la cabalgada y salvarse con la fuga. Pero sus gefes, Francisco de Bazan, y don Antonio de la Cueva, lejos de consentir una accion tan cobarde, mandaron que se apercibiesen todos á la pelea, diciendo que seria cosa indigna soltar la presa sin tirar un golpe, y abandonar los peones á la furia del enemigo; que si el temor aconsejaba la fuga, la conservacion de sus vidas dependia de una resistencia vigorosa; y que seria menor peligro acometer como valientes, que huir como cobardes.
En esto se acercaba el enemigo, y con la diversidad de voluntades iba creciendo la confusion. Unos, como buenos caballeros, querian batirse y esperar al enemigo: otros, que eran voluntarios y gente allegadiza, solo pensaban en asegurar sus personas huyendo. Para terminar la disputa, mandaron los capitanes al alférez que volviese la bandera, y fuese delante contra los moros. El alférez se mostró indeciso, y la tropa iba ya á entregarse á una fuga desordenada. Entonces un escudero de la guardia del Rey, que se llamaba Hernan Perez del Pulgar, y era alcaide de la fortaleza del Salar, se puso al frente de todos, y atando al extremo de su lanza un pañuelo por via de enseña, la levantó en alto, diciendo: “Caballeros ¿para qué tomamos armas en las manos, si hacemos consistir la salud en la ligereza de nuestros pies? hoy se ha de ver quien es el hombre esforzado, y quien es el cobarde: el que se hallare con ánimo de pelear, no carecerá de bandera, si quisiese seguir esta toca.” Dicho esto y ondeando aquella bandera sobre su cabeza, volvió su caballo y arremetió á los moros con denuedo. Este ejemplo animó á todos los caballeros; y movidos unos de su voluntad, y otros vencidos de la vergüenza, siguieron al valeroso Pulgar, y entraron con algazara en la pelea.
Los moros apenas tuvieron esfuerzo para resistir el primer encuentro. Arrebatados de un terror pánico, se pusieron en huida, y fueron perseguidos por los cristianos con mucha pérdida hasta cerca de Guadix. Trescientos moros quedaron tendidos en el campo, y fueron despojados por los vencedores; algunos cayeron prisioneros; y los caballeros cristianos, con su cabalgada y muchas acémilas cargadas de despojos, regresaron al real, donde entraron en triunfo, llevando delante la bandera singular que los habia conducido á la victoria.
El Rey, instruido de esta hazaña de Hernan Perez del Pulgar, le armó caballero, y en memoria de tan bizarro hecho, le dió licencia para traer por armas una lanza con una toca, juntamente con un castillo y doce leones. Por esta y otras proezas semejantes, fue muy distinguido el esforzado Pulgar en las guerras de Granada, y ganó tanta nombradía que vino á ser llamado, el de las hazañas.
XXI
Continuacion del sitio de Baza, y embajada que recibió el Rey.
Los quebrantos y reveses de la guerra, tenian abatido el ánimo del anciano Monarca el Zagal, y las noticias que todos los dias le venian de los sufrimientos de la guarnicion y vecinos de Baza, le afligian tanto mas, cuanto no podia ir en persona á socorrerlos, por ser necesaria su presencia en Guadix para contener á su sobrino. Empero su situacion, bajo algunos aspectos, se aventajaba á la del jóven Rey de Granada; pues mientras éste en clase de vasallo pensionado disfrutaba tranquilo del blando reposo de la Alhambra, el veterano Zagal mantenia la guerra con honor, defendiéndose hasta en el último escalon del trono. Los caballeros de Granada hacian comparaciones entre la generosa resistencia de los defensores de Baza, y la indecorosa sumision que prestaban ellos al dominio de un extrangero. Cuando se les referia alguna desgracia acaecida á sus compatriotas, se llenaban de angustia sus corazones; cuando se les participaba alguna brillante empresa felizmente acabada por los mismos, se quedaban sonrojados y confusos. Muchos salieron ocultamente de la ciudad con sus armas, y fueron á reunirse con los guerreros de Baza; los demas, conmovidos por los partidarios del Zagal, entraron en una conspiracion cuyo objeto era sorprender la Alhambra, matar á Boabdil, y reuniendo todas las tropas, marchar á Guadix, donde reforzados por la guarnicion de esta plaza, y capitaneados por el belicoso Rey viejo, podrian caer con fuerza irresistible sobre el ejército cristiano delante de Baza.
Felizmente para Boabdil se le dió con tiempo noticia de esta conspiracion; y haciendo prender á los autores de ella, mandó cortar á cuatro de los principales las cabezas, las cuales fueron colocadas en las puertas de la Alhambra. Con este castigo se atemorizaron los desafectos, cesó el alboroto, y se estableció una tranquilidad aparente en toda la capital.
Fernando, con la noticia que tuvo de estos movimientos, tomó oportunamente sus medidas para impedir que se socorriese á Baza; colocó en los caminos partidas de caballería para interceptar los convoyes, y prender á los voluntarios que salian de Granada; y mandó erigir atalayas en las alturas, para guardar el campo, y dar aviso al momento que se presentase un enemigo.
Con estas medidas, y con aquella línea de torres y almenas erizadas de tropas que ceñia la ciudad, quedaron el príncipe Cidi Yahye y sus valientes compañeros de armas excluidos, en cierto modo del resto del mundo. Las semanas y los meses se pasaban, esperando el Rey que el temor ó la necesidad obligase á los moros á mover partidos de rendicion; pero ellos en medio de sus apuros, aparentaban cada dia mayor esfuerzo; hacian salidas frecuentes, disponian emboscadas, y daban asaltos vigorosos al real cristiano. Este, por la grande extension de sus defensas, era débil en algunas partes; y los moros dirigiéndo por alli sus ataques, entraban de rebato en el real, hiriendo y robando, para volverse en seguida á la ciudad con los despojos que cogian.
Estas salidas acarreaban á veces encuentros y escaramuzas muy sangrientas. En ellas se distinguieron don Alonso de Cárdenas, el alcaide de los Donceles, y otros caballeros. En cierta accion que se empeñó una tarde al pié de la sierra, un capitan valiente, llamado Martin Galindo, viendo á un poderoso moro á caballo, que hacia tanto estrago en los cristianos, que parecia no haber resistencia contra la fuerza de su brazo, se fue para él, y lo desafió á combate singular. El moro, que era de la valerosa tribu de los Abencerrajes, apenas oyó el reto, manifestó que lo admitia: tomaron los dos carrera, y arremetiendo el uno contra el otro, se encontraron de las lanzas con ímpetu furioso. En el primer encuentro el caballero cristiano derribó de la silla á su contrario; pero antes que Galindo pudiese volver su caballo, se levantó el moro, cobró su lanza, y embistiéndole le hirió en el brazo y en la cara. Aunque Galindo estaba á caballo y el moro á pié, era tal la destreza y valentía de este último, que Galindo se hallaba en el mayor peligro, cuando felizmente fue socorrido por algunos de sus compañeros. Á la llegada de éstos se retiró el valiente moro con serenidad, teniéndolos á raya hasta reunirse con los suyos.
Algunos de los jóvenes caballeros españoles, envidiosos del triunfo de este guerrero infiel, quisieron asimismo hacer armas con otros caballeros del ejército enemigo; pero el Rey prohibió semejantes encuentros por inútiles, y aun mandó que se evitasen las escaramuzas; porque ademas de la destreza que tenian los moros en este género de peleas, se aventajaban á los cristianos en el conocimiento práctico que tenian del pais.
Estándose asi prosiguiendo el sitio de la ciudad de Baza, llamó la atencion de todos la venida al real de un religioso que acababa de llegar de la tierra santa: llamábase Fray Antonio Millan, y era prior del monasterio del santo Sepulcro en Jerusalen. Venia este religioso como embajador del Soldan de Egipto, para tratar con el Rey Católico de materias concernientes á la guerra de Granada. La confederacion formada entre aquel potentado y el gran señor Bayaceto II para socorrer unidos á los moros de Granada, (como se dijo en otro capítulo de esta crónica) se habia disuelto, y estos príncipes volviendo á su antigua enemistad, se habian declarado la guerra. Pero el Soldan, como acérrimo musulman, creyó de su deber salvar al reino de Granada del poder de los cristianos. Con este objeto, despachó al referido religioso con cartas para los Soberanos de Castilla, como igualmente para el Papa y el Rey de Nápoles, representando contra los daños que se hacia á los de su nacion y ley, en la guerra con los moros de Granada; siendo asi que él en sus dominios, protegia muchos cristianos en la posesion de sus bienes, y en el egercicio de su religion. Por lo tanto exigia que cesase la guerra contra los moros, y que se les restituyese el territorio de que habian sido despojados; y de lo contrario amenazaba dar la muerte á todos los cristianos que estaban bajo su señorío, arrasar sus templos y monasterios, y destruir el Sepulcro santo.
Recibida esta embajada, tuvo el Rey algunas conferencias con el religioso, y en ellas se trató del estado de la iglesia en los dominios del Soldan, y de la conducta y política de este príncipe para con ella. Y contestando á las quejas del Soldan, entró Fernando en una relacion detallada de las causas que justificaban aquella guerra, cuyo objeto, decia, era recobrar el territorio usurpado antiguamente por los moros, y satisfacer los muchos agravios y ofensas que de éstos habian recibido los cristianos. Al mismo tiempo encargó que se informase al Soldan del buen tratamiento que daba á los moros que se reducian á su obediencia.
Con esta respuesta, y despues de recibir del Rey las atenciones mas lisongeras, se despidió Fray Antonio Millan, y partió para Jaen, para visitar á la Reina. Doña Isabel le recibió con todo honor y cortesía, y haciéndole venir á menudo á su presencia, escuchaba con interés la relacion que le hacia de las cosas de Palestina. Compadecida de los sufrimientos de los cristianos en aquellas partes, dió al monasterio del santo Sepulcro una renta de mil ducados cada año; y al despedirse Fray Antonio para Jerusalen, le dió un velo bordado por sus propias manos para poner encima de la santa sepultura del Señor.
XXII
De las disposiciones que tomó la Reina para proveer de bastimentos al ejército.
En tanto que don Fernando, con la nobleza del reino, se mantenia constante en su real de Baza, esperando dar nuevos blasones á las armas de Castilla; la Reina doña Isabel, que realmente era el alma de esta grande empresa, discurria con sus consejeros en el palacio de Jaen, los medios de proveer á la subsistencia del ejército y del Rey. Los suministros de víveres y dinero no cesaban, y eran continuos los reemplazos que exigia la pérdida de la gente de guerra. Pero de las obligaciones de Isabel, era esta última la menos difícil de cumplir; pues era tanto el amor que se le tenia en todo el reino, que á su llamamiento no quedó grande ni caballero de los que habian permanecido en sus casas, que no acudiese á servirla, ya en persona, ó ya enviándole sus gentes. Las casas antiguas de Castilla pusieron sobre las armas hasta el último vasallo; y los moros de Baza veian llegar todos los dias nuevas tropas al campo de los sitiadores, y ondear en él nuevas enseñas con armas y divisas bien conocidas en la guerra.
La mayor dificultad era el suministro de provisiones; pues no solo habia que abastecer al ejército, sino tambien á las guarniciones de los pueblos conquistados. La conduccion de lo que diariamente exigia el consumo de tan gran número de gentes, era un trabajo inmenso, en un pais donde apenas habia caminos de rueda, ni menos comunicaciones por agua. Todo se tenia que llevar á lomo, y por caminos escabrosos, ó por sendas al través de las montañas, donde no habia seguridad contra la rapiña y continuos asaltos de los moros. Los mercaderes que tenian costumbre de abastecer al ejército por contrata, suspendieron las remesas de mantenimientos en vista de las dificultades y pérdidas que habia para conducirlos. Para suplir esta falta, alquiló la Reina catorce mil bestias, mandó comprar todo el trigo y cebada que habia en Andalucía y en las tierras de los maestrazgos de Santiago y de Calatrava. La administracion de estos recursos se confió á personas de probidad; que los unos se hacian cargo del grano que se compraba, otros cuidaban de su elaboracion en los molinos, y otros de su conduccion al campo. Para cada doscientas bestias habia un oficial que dirigia á los conductores de las recuas, á fin de que no hubiese entorpecimiento en las remesas. Los convoyes estaban en continuo movimiento, y las acémilas no cesaban de ir y venir, guardadas por escoltas competentes, para evitar que fuesen interceptados por los moros; y en estas operaciones no hubo un solo dia de intermision, porque de ellas dependia la subsistencia del ejército. Cuando llegaban al campo las provisiones, se vendian á la tropa á un precio tasado, que ni subia ni bajaba.
Para ocurrir á estas atenciones fue menester un gasto enorme; pero con los subsidios del clero, y los préstamos de los pueblos y particulares, se vencieron todas las dificultades. Muchos comerciantes ricos, caballeros, y aun señoras, anticiparon de su voluntad cuantiosas sumas sin exigir garantías: tanta era la confianza que tenian en la palabra de la Reina. Asimismo se enagenaron ciertas rentas de la corona, para que las tuviesen por juro de heredad los compradores. Y no bastando todo esto para tan grandes gastos, envió doña Isabel su vajilla de oro y plata, con todas sus joyas y pedrería, á Valencia y Barcelona, donde se empeñaron por una cantidad crecida, que luego se destinó á cubrir las necesidades de la guerra.
Asi pues con su talento, actividad y espíritu emprendedor, consiguió esta muger heróica mantener aquella numerosa hueste, y abastecerla de todo lo necesario, en el centro de un pais enemigo, donde no se podia llegar sino por montañas ásperas, y caminos escabrosos. Ni eran solamente las cosas necesarias á la vida las que abundaban en el real, sino las de comodidad y lujo. Bajo la proteccion de las escoltas, y atraidos por su interés, los comerciantes y artífices acudieron de todas partes á este gran mercado militar, donde en breve se establecieron almacenes de toda clase de géneros, y talleres en diversos ramos: armeros que labraban aquellos suntuosos cascos y ricas corazas, que eran la gala de los caballeros cristianos: silleros y guarnicioneros, con arreos de montar relucientes de oro y plata; y mercaderes, en cuyas tiendas habia abundancia de preciosas sedas, brocados, lienzos finos y tapicería; en fin, cuanto podia alhagar el gusto de una juventud afecta á la magnificencia. Asi es que en el adorno de sus tiendas, y el esplendor de sus vestidos y jaeces, rivalizaban entre sí los grandes y caballeros, sin que el ejemplo ni las insinuaciones del Rey, bastasen para contenerlos.
XXIII
De los desastres que ocurrieron en el real.
A proporcion de la abundancia que habia en el real cristiano de todas las cosas de necesidad, y aun de lujo, conducidas por una multitud de acémilas que dia y noche no cesaban de bajar de las montañas, era la escasez que se padecia ya en la guarnicion de Baza, donde la falta de mantenimientos y la mengua de los recursos, amenazaba los horrores de la hambre.
El príncipe Cidi Yahye se habia conducido con mucho valor y espíritu, en la defensa de la ciudad, mientras hubo esperanzas de triunfar de los sitiadores; mas ahora empezaba á declinar de la constancia que solia animarle, y se le veia pasear con aire pensativo los adarves de Baza, volviendo muchas veces los ojos ansiosamente hácia el campo cristiano, y quedando luego absorto en una meditacion profunda. El veterano alcaide Mohamed Ben Hazen, á cuya penetracion no se ocultaban los pensamientos del jóven príncipe, procuraba reanimarle y le decia: “La estacion de invierno se acerca; con las lluvias crecerán los arroyos, y las avenidas de la sierra inundarán la vega. El Rey cristiano ya vacila, y no podrá detenerse mucho mas en estos sitios. Un solo temporal que sobrevenga, arrebatará con ímpetu irresistible ese conjunto de alegres pabellones, y los desparramará de la misma suerte que el viento esparce el polvo de las eras.”
Con estas razones se animó el príncipe Cidi Yahye, y no veia llegar la hora de que empezase la estacion lluviosa. Estando un dia observando el real cristiano, notó en él un movimiento general, y oyó el ruido de muchas herramientas, como si se estuviera construyendo algunas nuevas máquinas de guerra. Poco despues vió con asombro levantarse sobre las cercas del real unos edificios cubiertos de madera y tejas; luego mas de mil casas construidas de tapia, aparecieron coronadas con los pendones de diversos capitanes; por último, las frágiles tiendas y blancos pabellones que cubrian las llanuras, desaparecieron como nubes ligeras, y vióse al campo cristiano convertido en una especie de ciudad, con sus calles y plazas; pues hasta los soldados habian hecho sus enramadas ó chozas, para su comodidad. En medio de todas ellas se habia erigido un edificio capaz, donde tremolaban los estandartes de Castilla y de Aragon, indicando la mansion del Soberano.
Fernando habia tomado la resolucion de substituir á las tiendas de campaña estas casas provisionales, asi para defensa contra los rigores de la estacion próxima, como para convencer á los moros que su ánimo era continuar el sitio. Pero al construir estas nuevas habitaciones, no se habia tenido presente la naturaleza del clima en aquel pais, ni se tomaron las precauciones convenientes contra los estragos que suelen causar en Andalucía las aguas otoñales despues de una larga sequedad. Apenas se acabaron de construir aquellos endebles edificios, sobrevino un temporal tan recio, que en pocos momentos vinieron la mayor parte al suelo, sepultando en sus ruinas hombres y bestias; el campamento se inundó todo, se perdieron muchas vidas, y fue grande la pena y trabajo que se padeció en el real. Para mayor confusion de los sitiadores, cesaron repentinamente las remesas de víveres; porque con la gran lluvia reciente, ni los caminos eran transitables, ni se podian vadear los rios. Con solo haber faltado un dia la provision ordinaria, se hizo tan sensible la escasez de pan y cebada, que la consternacion se apoderó de todo el ejército. Afortunadamente fue pasagero el temporal; cesó la lluvia, pasaron los torrentes, y los convoyes detenidos en las orillas de los arroyos, llegaron con felicidad al campo.
Apenas la Reina doña Isabel tuvo noticia de este contratiempo, tomó providencias activas para precaver efectos tan desastrosos. Despachó seis mil peones, con ingenieros experimentados, para reparar los caminos, y hacer puentes y calzadas, como lo verificaron por espacio de siete leguas de tierra. Las gentes de armas que por órden del Rey estaban distribuidas por los cerros para guardar los pasos de las montañas, hicieron dos sendas; una para las caballerías que venian al real con los bastimentos, otra para las que volvian á fin de que no se encontrasen en el camino, ni se estorbasen el paso las unas á las otras: las casas destruidas por el temporal reciente, se construyeron de nuevo con mayor solidez, y se tomaron medidas de precaucion para proteger el campo contra las inundaciones que podrian sobrevenir en adelante.
XXIV
Escaramuzas entre moros y cristianos delante de Baza; y decision de los sitiados en defensa de la ciudad.
En vista del estrago y confusion que habia causado en el campo un solo temporal, y con la experiencia de los males á que está expuesto un ejército sitiador, deseaba el Rey hacer algun partido á los moros de Baza, y terminar aquella empresa. Con este objeto envió mensageros á Mohamed Ben Hazen, ofreciendo libertad personal y seguridad de bienes á los habitantes, y á él mercedes ilimitadas, si luego se le entregaba la ciudad. Pero los brillantes ofrecimientos de Fernando, lejos de deslumbrar al veterano alcaide, sirvieron para inspirarle mayor confianza, pareciéndole síntomas de temor ó debilidad. Las noticias exageradas que habia recibido de los daños ocasionados en el real por la inundacion reciente, y del descontento de la tropa por la falta de víveres, le confirmaron en esta opinion. Asi pues, dió á las proposiciones del Rey una negativa cortés pero terminante; y queriendo entretanto animar la guarnicion, les aseguraba que en breve las fortunas del invierno y la hambre, pondrian á los cristianos en la inevitable necesidad de abandonar el sitio; por lo que les exhortaba á ser constantes en la defensa de la ciudad, y que saliesen con espíritu y ardimiento á pelear con el enemigo. Asi, en efecto, lo hicieron; y animados por su alcaide, casi todos los dias daban batalla á los sitiadores, atacaban las guardias avanzadas, y movian escaramuzas muy reñidas, en que perecian de la una y de la otra parte muchos de los caballeros y soldados mas valientes.
En una de estas salidas subieron á lo alto de la sierra hasta trescientos de á caballo y dos mil peones, para sorprender á los cristianos que estaban ocupados en los trabajos. Su venida fue tan repentina, que las tropas que estaban de guardia para proteger las obras, no tuvieron lugar de apercibirse: muchos de ellos, escuderos del conde de Ureña, fueron muertos; los demas huyeron la sierra abajo, perseguidos por los moros, hasta encontrar con las gentes del conde de Tendilla y de Gonzalo de Córdoba. El valeroso Conde, abrazado con su rodela y sostenido por Gonzalo, se puso al frente de sus tropas, detuvo á los fugitivos, é hizo rostro al enemigo. La carga de los moros fue terrible; y turbados los cristianos empezaban á remolinarse, cuando sobrevino don Alonso de Aguilar con algunas compañías, y se renovó la pelea en las asperezas al pié de la sierra. Los moros eran inferiores en el número, pero se aventajaban á los cristianos en ligereza, y en la costumbre que tenian de pelear en lugares fragosos. Con todo esto fueron al fin batidos, y huyeron perseguidos por don Alonso hasta los arrabales de la ciudad, dejando gran número de muertos en el campo.
Tal fue uno entre infinitos encuentros ásperos que ocurrian cada dia, con pérdida de muchos buenos caballeros, sin beneficio conocido de una ni de otra parte. Los moros, sin embargo de tantas pérdidas y reveses, continuaban haciendo salidas diariamente con admirable vigor y esfuerzo, y la pertinacia de su resistencia parecia crecer á proporcion de sus apuros. Éstos se hacian de hora en hora mas sensibles; la caja militar estaba ya agotada, y no habia dinero con que pagar el sueldo de la tropa. Para suplir esta falta, fue menester discurrir nuevos recursos; y el veterano Mohamed apelando á la generosidad del pueblo, le manifestó las necesidades de la guarnicion. Con esto los ciudadanos consultaron entre sí, y recogiendo toda la vajilla de oro y plata que tenian, la entregaron al alcaide. “Tomad esto, le dijeron, y haced moneda, ya sea vendiéndolo, ó ya empeñándolo, porque no falte con que pagar á nuestros defensores.” Las mugeres de Baza, tambien, animadas de una noble emulacion, se desprendieron de sus brazaletes, manillas y zarzillos, y todo lo pusieron en manos del alcaide, diciendo: “He aqui los despojos de nuestra vanidad; dispon de ellos de modo que contribuyan á la defensa de nuestras casas y familias. Si Baza se salva, no serán menester joyas para celebrar tan alegre evento; si Baza se pierde, ¿para qué quieren adornos los cautivos?”
Con estas contribuciones pudo Mohamed pagar el sueldo de las tropas, y proseguir en la defensa de la ciudad. El generoso desprendimiento y decision del pueblo de Baza, no tardó en llegar á noticia de Fernando; y sabiendo el político Monarca la persuasion en que estaban los caudillos moros de que el ejército cristiano tendria que retirarse de sus muros, determinó darles una prueba convincente de la falacia de sus esperanzas. Escribió, pues, á la Reina doña Isabel, rogándola que con los caballeros de su corte y toda su servidumbre, se pusiese en camino para el real, y fijase alli su residencia durante el invierno. Por este medio se convencerian los moros de la inalterable resolucion tomada por los Soberanos, de perseverar en el sitio hasta la rendicion de la ciudad, y vendrian en partido de entregarla.
XXV
Llega la Reina doña Isabel al campo, y efectos que produjo su venida.
Mohamet Ben Hazen animaba todavia á sus compañeros con la esperanza de que el ejército real abandonase el sitio, cuando una tarde oyeron en el campo cristiano una salva general, y mucha algazara entre la gente. Los centinelas en las atalayas, avisaron al mismo tiempo que un ejército cristiano bajaba de las montañas; y subiendo Mohamed con los demas caudillos á una de las torres mas altas, vió en efecto una fuerza numerosa y suntuosamente equipada que, con sonido de trompetas y otros instrumentos militares, venia ya marchando por el valle adelante con direccion al real. Estando mas cerca aquella hueste, descubrieron una dama primorosamente ataviada; y en su aire magestuoso reconocieron luego á la Reina. Venia montada en una mula con paramentos magníficos, y resplandecientes de oro, que llegaban hasta el suelo. Acompañaban á la Reina la Infanta doña Isabel, su hija, que iba á la mano derecha, y el cardenal de España que estaba á la izquierda, con un séquito lucido de damas y caballeros: despues venian los pages y escuderos, y últimamente una numerosa guardia de hidalgos, cubiertos de una armadura espléndida. El veterano Mohamed, como viese venir la Reina en persona al campo sitiador, perdió de todo punto el ánimo, y volviéndose tristemente á sus capitanes, dijo: “Caballeros, la suerte de Baza está ya decidida.”
Los caudillos moros contemplaron un rato, entre pesarosos y admirados, esta brillante procesion que anunciaba la pérdida de la ciudad; y algunos de ellos, en un rapto de desesperacion, quisieran salir para atacar la escolta real. Pero el príncipe Cidi Yahye, lejos de consentirlo, prohibió que se disparase la artillería, ni se ofreciese á la Reina el menor insulto; pues aun entre los moros era respetado el carácter de Isabel, y los mas de los capitanes de Baza poseian aquella cortesía caballeresca que distingue á los ánimos heróicos; como que en efecto, eran de los caballeros mas valientes de su nacion.
Cuando los habitantes de la ciudad supieron que la Reina se acercaba al campo cristiano, corrieron á apoderarse de todos los puntos elevados que dominaban la vega; y en breve no quedó azotea, torre ni mezquita, que no estuviese coronada de turbantes, por el ansia que tenian todos de ver tan grande espectáculo. Primero vieron salir al Rey, el cual con mucha pompa, y acompañado del marqués de Cádiz, del maestre de Santiago, del almirante de Castilla, y de otros grandes, se adelantó á recibir la Reina: despues venian todos los demas caballeros del Real, magníficamente arreados, y en seguimiento de ellos un gran concurso de gentes, que en obsequio de su amada Reina prodigaban los vivas y aclamaciones. Habiéndose encontrado los Soberanos, se abrazaron; y reunidas las dos comitivas, entraron con pompa marcial en el campo. Entretanto los espectadores de la ciudad, contemplaban maravillados el lujo y esplendor de los vestidos y caparazones, el brillo de las armas, las ricas sedas y brocados, los plumages de diversos colores, y las banderas que ondeaban al viento; al paso que fijaba su atencion una música festiva de cajas, clarines, chirimías y dulzainas, cuyos armoniosos sonidos parecian elevarse al cielo.
Caso fue digno de admiracion (dice el coronista Hernando del Pulgar que se halló presente) ver la mutacion repentina que causó en los ánimos de los moros la llegada de la Reina: cesaron las escaramuzas; los rigores de la guerra se mitigaron; y á la turbulencia de los espíritus sucedió una dulce calma: desde alli adelante no disparó la artillería un solo tiro, ni se tomaron armas, como antes, para salir á las peleas; y aunque de la una y de la otra parte se mantenia una vigilante guarda, no se dieron mas combates, ni hubo mas muertes ni violencias.
Con la venida de la Reina, se persuadió el príncipe Cidi Yahye que los cristianos habian hecho propósito firme de proseguir el sitio: veia que al fin tendria que capitular la plaza; y aunque habia prodigado las vidas de sus soldados, mientras le animaba la esperanza de un resultado feliz, no queria verter sangre en una causa desesperada, ni exasperar al enemigo con una resistencia inútil. Habiendo pues, manifestado sus deseos de parlamentar, nombró el Rey al comendador de Leon, don Gutierre de Cárdenas, para que conferenciase con el alcaide Mohamed. Juntándose los dos caudillos en el lugar convenido, con acompañamiento de caballeros de la una y de la otra parte, y saludándose ambos cortesmente, habló primero el comendador de Leon, manifestando al alcaide en un discurso enérgico, cuán vano y peligroso era continuar en su defensa, y recordándole los males que habia padecido la ciudad de Málaga por su pertinacia. “De parte de mis Soberanos, dijo el comendador, os ofrezco, si luego entregais la ciudad, que todos los moradores de ella serán tratados como subditos, y protegidos en su religion, en su libertad, y en la posesion de sus bienes. Si vos que tanta fama teneis de capitan juicioso y experimentado, rehusais admitir este partido, entonces serán cargo vuestro las muertes, cautiverios y estragos que padecerá la ciudad de Baza.”
Esto dijo el comendador, y Mohamed volvió á la ciudad para consultar á sus cólegas. Era evidente que la rendicion de Baza no se podia escusar; pero la entrega de una plaza tan importante, sin haber sostenido un asalto, pareció á los caudillos moros que seria mengua de su reputacion. Asi pues, pidió el príncipe Cidi Yahye licencia para enviar un mensagero á Guadix, con una carta para el anciano Rey el Zagal, tratando de la entrega. Concedióse la licencia, juntamente con un salvo conducto para el enviado, y partió Mohamed Ben Hazen para desempeñar tan delicado encargo.
XXVI
Rendicion de Baza.
Encerrado en un aposento en el castillo de Guadix, y solo con su tristeza, estaba el anciano Rey el Zagal, reflexionando sobre el estado deplorable de sus intereses, cuando le fue anunciado el enviado de Baza, y entró en su presencia el alcaide Mohamed Ben Hazen, que le entregó la carta del príncipe Cidi Yahye. En ella se le participaba la crítica situacion de Baza, la imposibilidad de resistir por mas tiempo, faltando los socorros, y el partido favorable que ofrecian los Soberanos de Castilla. El contenido de esta carta se imprimió altamente en el corazon del Monarca, el cual, acabando de leerla, dió un profundo suspiro, y quedó como pensativo y pesaroso. Reuniendo luego á los ancianos y alfaquís, les comunicó las noticias que acababa de recibir, y pidió que le aconsejasen. El consejo, dividido por una variedad de votos y opiniones, no hizo mas que aumentar la perplejidad del Rey; pues sin socorrer á Baza, era inevitable la pérdida de esta ciudad, y cuantas tentativas se habian hecho al efecto habian sido infructuosas. Despidiendo, pues, el Zagal á su consejo, mandó venir á su presencia al veterano Mohamed. “¡Alá achbar! ¡Dios es grande!, exclamó, volved á mi primo Cidi Yahye: decidle que no está en mi poder el socorrerle, y que haga lo que juzgue mas acertado; pues no es mi voluntad exponer á mayores trabajos á los que con hazañas dignas de memoria los han sufrido ya tan grandes.”
La contestacion del Zagal decidió de la suerte de la ciudad. Cidi Yahye de acuerdo con los demas capitanes capituló inmediatamente, y obtuvo condiciones muy favorables. Á los caballeros y demas que habian venido de fuera para defender la ciudad, se les permitió salir libremente con sus armas, caballos y efectos; á los habitantes se concedió la facultad de retirarse con todos sus bienes, ó de establecer su morada en los arrabales, sin ser molestados en sus ritos ni costumbres, haciendo en este caso juramento de ser fieles á los Soberanos, y de contribuir con el mismo tributo que antes pagaban á los Reyes moros. La ciudad con todas sus fortalezas, se habia de entregar al Rey en el término de seis dias, concediéndose este tiempo á los moradores de ella para retirar sus efectos; y entretanto, para garantía de este asiento, se pondrian en poder del comendador de Leon quince moros hijos de casas principales. Cuando se presentaron Cidi Yahye y Mohamed para entregar los rehenes, entre los cuales habia un hijo de este último, hicieron reverencia al Rey y la Reina, de quienes fueron recibidos con el mayor agrado y cortesía, y obsequiados ellos y otros caballeros moros con mercedes que se les hicieron de dineros, ropas, caballos, y otros objetos de valor.
El príncipe Cidi Yahye quedó tan prendado de la gracia, dignidad y generosidad de la Reina, y del noble proceder de Fernando, que juró nunca sacar la espada contra tan magnánimos príncipes; y la Reina, muy pagada de su gentileza, le dijo que teniéndole á él en su partido creia ya felizmente concluida la guerra de Granada. ¡Cuán poderosas son las alabanzas en boca de los príncipes! el discurso lisonjero de la ilustre Isabel subyugó enteramente á Cidi Yahye; y animado este príncipe de una lealtad repentina, pidió á los Reyes le contasen en el número de sus vasallos mas adictos, ofreció en el fervor de su celo no solo dedicar su espada á su servicio, sino emplear todo su influjo, que era grande, para persuadir á su primo Muley Audalla el Zagal, que les entregase las ciudades de Guadix y Almería; y lo que es mas, abjuró (segun consta en las historias,) los errores de la secta, y se convirtió á la fé cristiana.
El veterano Mohamed, movido tambien de la magnanimidad y noble condicion de los Reyes, solicitó que le recibiesen en su servicio; y á ejemplo hicieron otro tanto muchos caballeros moros, cuyos servicios fueron admitidos benignamente y premiados con magnificencia.
Asi, pues, la ciudad de Baza, despues de un sitio de seis meses y veinte dias, se entregó el 4 de diciembre de 1489. Al otro dia verificaron los Reyes su entrada del modo mas solemne, y el júbilo de los vencedores se aumentó á la vista de mas de quinientos cautivos cristianos que fueron sacados de las mazmorras de la ciudad.
La pérdida de los cristianos en este sitio subió á veinte mil hombres, de los que la mayor parte perecieron de frio y de enfermedades. Á la entrega de Baza se siguió la de Tabernas, Almuñecar, y de casi todos los pueblos y fortalezas de las Alpujarras; concediéndoles el Rey los mismos privilegios que á la ciudad de Baza: sus moradores fueron recibidos como vasallos mudejares, y se premió á los alcaides con dinero, y otras mercedes, á proporcion de la importancia de las plazas que entregaban. En los principios de la guerra debió Fernando sus conquistas á la espada; pero en esta campaña halló que el oro no era menos poderoso que el acero.
Entre los alcaides moros que vinieron á hacer entrega de las fortalezas de su mando, habia uno llamado Alí Abenfahar, guerrero veterano, que siempre habia gozado de la confianza de su monarca. Era un moro de noble presencia y de aspecto sério; y mientras sus compañeros hacian la entrega de sus respectivas fortalezas, él, triste y silencioso, se mantenia aparte de los demas. Cuando le tocó hablar, se dirigió á los Soberanos con la franqueza de un soldado; pero con el tono que correspondia á la adversidad en que se hallaba, y dijo: “Yo señores soy moro, y de linage de moros, y soy alcaide de las villas y castillos de Purchena y de Paterna, donde fui destinado para guardarlas; pero me faltaron los que debieran ayudarme, posponiendo al honor su seguridad. Estas villas, pues, muy poderosos Reyes, son vuestras, y podeis tomar posesion de ellas cuando fuere vuestra voluntad.” Al punto mandó el Rey que se le diese una cuantiosa suma, en pago de tan importante entrega; pero el moro, con ademan altivo y firme, apartó de sí el dinero, y añadió: “no vengo ante VV. AA. para vender lo que no es mio, sino para entregar lo que la fortuna ha hecho vuestro; y creed que á no fallecer el esfuerzo de los míos, la muerte me seria el premio que recibiera defendiendo mis fortalezas, y no el oro que me ofreceis.”
Prendados los Reyes del noble orgullo y lealtad de este alcaide, quisieron atraerle á su servicio, y con este objeto le hicieron las ofertas mas lisongeras; pero sin ningun efecto. “¿Y no se os ofrece cosa alguna, dijo la Reina, en que os podamos complacer y manifestar nuestro aprecio?” “Lo que suplico á VV. AA., dijo el moro, es que hayan en su encomienda á los que moran en aquellas villas y en su valle, y los manden conservar en su ley y en sus bienes.” “De hacerlo asi os damos nuestra real palabra, dijo el Rey; ¿y para vos qué pedís?” “Nada, respondió Alí, sino que me deis seguro para pasar con mis caballeros y efectos á las partes de África.”
Estando provisto de un pasaporte del Rey, reunió Alí Abenfahar sus criados, armas y demas efectos, se despidió de sus compañeros, y con el corazon lleno de dolor, pero sin derramar una lágrima, montó su caballo berberisco, volvió la espalda á los deliciosos valles de su conquistada pátria, y partió á buscar fortuna en las ardientes arenas del África.
XXVII
Sumision del Zagal á los Reyes de Castilla.
No parece sino que las malas nuevas se comunican mas presto que las buenas, y que las desgracias se eslabonan, y llaman unas á otras. Despues de la rendicion de Baza, apenas pasaba dia que no tuviese el Rey anciano aviso de alguna nueva pérdida; ya era una fortaleza formidable que entregaba sus llaves al Rey cristiano, ya un pueblo floreciente que le abria sus puertas, ó ya un valle risueño que pasaba bajo su dominio; por manera, que los estados del Zagal quedaban ahora reducidos á una pequeña parte de las Alpujarras, y á las ciudades de Guadix y Almería.
La contrariedad de su fortuna, y la mengua de su gloria, tenian abatido y cuidadoso al triste Monarca, cuando se le presentó su primo el príncipe Cidi Yahye, que conforme á la obligacion contraída con los Soberanos, venia á persuadir al Zagal que se sometiese á los vencedores. Pasando desde luego al objeto de su mision, le representó Cidi la triste situacion de las cosas, y la imposibilidad de restablecer el imperio sarraceno en España. “La suerte, decia, se ha declarado contra nosotros; nuestra ruina está ordenada de arriba. Acordaos de la prediccion de los astrólogos cuando nació Boabdil; ésta que creimos cumplida cuando se perdió la batalla de Lucena, es ya evidente que se refiere á la perdicion total del reino: asi lo van manifestando los sucesos, y asi es la voluntad del cielo.” El Zagal, que le oia con mucha atencion y sin mover pestaña, despues de haber estado un rato pensativo y sin responder, dijo, lanzando un triste y profundo suspiro: “¡Alá huma su bahana hu! ¡hágase la voluntad de Dios! Ya veo que asi lo quiere Alá, y que cuanto le place se cumple. Si él no hubiera decretado la caida del reino de Granada, esta espada y este brazo le hubieran defendido”.
“¿Qué resta, pues, añadió Cidi Yahye, sino sacar el mejor partido que permitan las circunstancias, y salvar de la ruina general alguna pequeña parte de vuestros dominios? Concertaos con los Reyes de Castilla, confiad en su justicia y generosidad, y no dudeis en cederles como á amigos lo que al fin os habian de quitar como enemigos.”
Vencido por estas razones, y humillándose al rigor de su fortuna, accedió el altivo Zagal á las proposiciones de su primo; y aquella rica porcion del imperio que poseia, con tantas villas y fortalezas, y con las montañas que se extienden desde Granada hasta el mediterráneo, con sus fértiles valles semejantes á esmeraldas engastadas en una cadena de oro, pasaron al dominio del cristiano, juntamente con las populosas ciudades de Guadix y Almería, las dos mas preciosas joyas de su corona.
Los Soberanos para compensar esta cesion, recibieron al Zagal por amigo y aliado, y le concedieron en herencia perpetua el territorio de Alhamin en las Alpujarras, con las sabinas de Malaha; se le dió el título de Rey de Andarax, con dos mil mudejares por vasallos, y una renta de cuatro millones de maravedises al año; todo lo cual habia de poseer como vasallo de la corona de Castilla.
Dadas estas disposiciones, partió de Baza el Rey don Fernando y pasó á Almería, para tomar posesion de las tierras y villas nuevamente adquiridas, pues estaba concertado que se le hiciese alli la entrega formal de todas ellas. Al llegar cerca de esta ciudad, salió el Rey moro con el príncipe Cidi Yahye y otros caballeros á recibirle. Para cumplir esta ceremonia se revistió el Zagal de una humildad violenta; pero se descubrieron en su semblante señales de impaciencia; y era evidente que al humillarse ante Fernando, no creia hacer mas que someterse á la voluntad del cielo; no obstante, cuando llegó cerca del Rey, se apeó de su caballo, y le pidió la mano para besarla; pero aquel, guardando la consideracion debida al título real que el moro habia tomado, no consintió este homenage, y abrazándole benignamente, le dijo que volviese á cabalgar.
Formalizado el concierto acordado entre los dos príncipes, quedó Fernando dueño de Almería y de todas las demas posesiones del Zagal; y este anciano guerrero, despidiéndose del vencedor, partió con algunos pocos partidarios en busca de su pequeño territorio de Andarax, para ocultar alli á los ojos del mundo su humillacion, y consolarse con una sombra de Soberanía.
XXVIII
Acontecimientos en Granada posteriores á la sumision del Zagal.
Tal es la instabilidad de las cosas humanas, que cuando está mas en su punto el placer, entonces está mas cerca el pesar. Las olas de la prosperidad tienen su reflujo como las del mar; y el mismo viento que parece conducirnos al puerto de nuestras esperanzas, suele sumergirnos en un abismo de desgracias. Cuando Jusef Aben Connixa, visir de Boabdil, anunció á su Soberano las capitulaciones del Zagal, el corazon del jóven príncipe se llenó de un gozo excesivo; y felicitándose por tan feliz acontecimiento, dijo “¡al fin el hado se cansó de perseguirme! ¡de hoy mas nadie me llame el Zogoibi!”
En el primer arrebato de su alegría, mandó Boabdil ensillar un caballo; y con una comitiva brillante salió de la Alhambra para recibir en la ciudad los parabienes y aclamaciones de su pueblo. Entrando en la plaza de Vivarrambla, halló un gentío inmenso muy conmovido; pero estando ya mas cerca ¡cuál seria su sorpresa al oir murmullos, reconvenciones, vituperios! La noticia de haberse obligado á Muley Audalla el Zagal á capitular, habia llegado á la capital, y llenado todos los ánimos de dolor é indignacion. En aquellos primeros momentos ensalzó el pueblo al anciano Muley como príncipe virtuoso, y como espejo de Monarcas, que se habia batido hasta el último extremo en defensa de la pátria, sin comprometer jamas la dignidad de su corona con ningun acto de vasallage. Boabdil, por el contrario, contemplando sin moverse la heróica pero desgraciada lucha de su tio, se regocijaba por el vencimiento de los fieles y el triunfo de los cristianos. Viendo, pues, que se presentaba al público con tanta pompa en un dia que, segun ellos, era de humillacion para todo buen musulman, no supieron contener su furor; y entre los clamores que prevalecian, oyó Boabdil que se le aplicaban los epítetos de apóstata y traidor.
Pesaroso y confuso volvió el jóven príncipe á la Alhambra, donde se encerró como en una prision voluntaria, mientras pasase aquella borrasca popular. Confiaba que el pueblo, conociendo al fin las ventajas de la paz en que vivia, no renunciaria ligeramente un bien tamaño, por consideracion al precio con que se le habia procurado; y cuando no, la poderosa amistad de los Reyes Católicos le parecia mas que suficiente, para asegurarse contra las asechanzas de los partidos. Pero muy pronto recibió cartas de Fernando que le sacaron de esta ilusion, recordándole las condiciones con que habia comprado la proteccion que disfrutaba.
Despues de la toma de Loja, estipuló Boabdil en un tratado con los Soberanos que, ganada por ellos la ciudad de Guadix, les entregaria la de Granada dentro de un término señalado, quedándose él con ciertas villas y rentas para su sustento. Ahora le notificaba Fernando que no solo Guadix, sino Baza y Almería, habian sucumbido á su poder; y le exigia el cumplimiento del tratado. Aun cuando el desgraciado Boabdil quisiera, no podia ya satisfacer esta reclamacion. Encerrado en la Alhambra, donde apenas se creia seguro contra el furor de un pueblo exasperado, llena la capital de gente forastera y de soldados con licencia, á quienes la necesidad y la desesperacion habian hecho feroces ¿qué autoridad tenia para mandar, qué medios para hacerse obedecer, ni cómo en tal tempestad osaria intimar á los granadinos la entrega de la ciudad? Todo esto hizo Boabdil presente al Rey cristiano en contestacion á las reclamaciones que éste le hacia; y suplicándole quedase por ahora satisfecho con sus conquistas recientes, le aseguró que si lograba restablecer su autoridad en la capital, seria para gobernar como vasallo de la corona de Castilla.
Ya se deja discurrir que Fernando no quedaria muy satisfecho con esta excusa; y pues las circunstancias favorecian sus designios, determinó dar la última mano á la gran de obra de la conquista, sentándose en el trono de la Alhambra. Tratando á Boabdil como un aliado infiel que habia faltado á su palabra, le excluyó de su amistad, y escribió una carta al consejo y caudillos de Granada, pidiendo la entrega de la ciudad y de todas sus fuerzas, juntamente con las armas asi de los naturales como de los que estaban alli refugiados. Si los moradores accedian á esta demanda, prometia tratarlos benignamente, y concederles el mismo partido que á Baza, Guadix y Almería; si por el contrario se resistian, les amenazaba con la suerte de Málaga.
La intimacion del Católico Monarca, alteró sobremanera los ánimos de los granadinos. Algunos, que en la tregua reciente habian hecho un comercio lucrativo con el territorio cristiano, quisieran asegurar estas ventajas mediante una sumision voluntaria: otros, que tenian familia y obligaciones, y las miraban con solicitud y ternura, temian atraerse con la resistencia los horrores de la esclavitud. Pero la gente de guerra, que era el mayor número, los que no tenian mas patrimonio que la espada, ni mas oficio que las armas, y los refugiados que habiéndolo perdido todo solo respiraban venganza, se negaban á otorgar el partido que se les proponia. Á esta clase se añadia otra de condicion no menos belicosa, pero animada de un espíritu mas noble y caballeresco: estos eran los caballeros de alta gerarquía, y de claros y antiguos linages, que habian heredado un odio mortal á los cristianos, y para quienes era peor que la muerte la idea de que Granada, Granada ilustre, por tantos siglos centro de la grandeza y poderío de los moros, viniese á ser mansion de infieles. Entre estos guerreros sobresalia Muza Ben Abul Gazan, descendiente de Reyes, y tan noble por su condicion como por su estado. La gracia y robustez se veian reunidas en su persona: la habilidad con que regia un caballo, y manejaba todo género de armas, era la envidia de sus compañeros; y la destreza que desplegaba en los torneos, la admiracion de las damas moras; al paso que sus proezas en la guerra le habian hecho el terror del enemigo.
Cuando Muza llegó á saber que Fernando exigia la entrega de las armas, se vió centellear la cólera en sus ojos. “¿Piensa el Rey cristiano, dijo, que somos mugeres, y que para nuestras manos bastan ruecas? si tal piensa, sepa que el moro nació para vibrar la lanza, y para blandir la espada: quitarle éstas es quitarle su naturaleza. Si tanto apetece el Rey de Castilla nuestras armas, venga y ganelas. Por mi, quiero mas bien una humilde sepultura al pié de los muros que muriera defendiendo, que el mas soberbio palacio de Granada habido á costa de sumision á los cristianos.”
Las palabras de Muza merecieron á la mayoría de sus oyentes aplausos y aclamaciones. Granada despertó de nuevo como un guerrero que sale de un letargo ignominioso: los caudillos y el consejo participaron del entusiasmo general, y de comun acuerdo despacharon un mensagero á los Soberanos con una contestacion, en que declaraban, que primero sufririan la muerte que entregarles la ciudad.
XXIX
El Rey don Fernando vuelve las armas contra la ciudad de Granada; suerte del castillo de Roman.
Año 1490.
Recibida por el Rey la declaracion hostil de los moros de Granada, hizo prevenciones para llevar allá la guerra tan pronto como pasase la estacion del invierno. Habiendo reforzado las guarniciones de todas las fortalezas que tenia en las inmediaciones de aquella capital, dió la capitanía mayor de todas á don Iñigo Lopez de Mendoza, conde de Tendilla; y este veterano caudillo estableció su cuartel general en Alcalá la Real, distante ocho leguas de Granada. Entretanto bullia esta ciudad con nuevos preparativos de guerra; y asi el pueblo como los caballeros, animados por Muza Ben Abul Gazan, que era el alma de sus movimientos, se disponian con ardor á acometer nuevas empresas. Ya se habian hecho diversas salidas, y Muza que mandaba la caballería habia corrido la tierra hasta las mismas puertas de las fortalezas cristianas, arrebatando los ganados, sorprendiendo al enemigo en los pasos angostos de las montañas, y poniendo espanto en toda la frontera.
Era ya pasado el invierno, la primavera estaba muy adelante, y Fernando aun no habia salido á campaña. Sabia el prudente Monarca que la ciudad de Granada era demasiado fuerte y populosa para que se pudiese tomar por asalto, y que con la abundancia de víveres que habia en ella, seria menester un sitio muy largo para rendirla. Por estos motivos determinó ceñir sus operaciones á asolar la vega este año, para producir una escasez en el siguiente, y emprender entonces con mejor efecto el cerco de la ciudad. Un intervalo de paz habia restituido á la vega toda su lozanía y hermosura; los verdes pastos que bordaban las márgenes del Jenil, estaban cubiertos de numerosos rebaños; las floridas huertas prometian cosechas abundantes, y las doradas mieses ondeaban en la llanura. Se aproximaba el tiempo en que el labrador debia meter la hoz, y recoger los preciosos frutos de su industria; cuando descendió de las montañas el torrente de la guerra, y Fernando, con cinco mil caballos y veinte mil infantes, se presentó delante de Granada. Venian con él el duque de Medinasidonia, el marqués de Cádiz, el de Villena, los condes de Ureña y de Cabra, y don Alonso de Aguilar. En esta ocasion sacó Fernando el príncipe su hijo al campo del honor, y le armó caballero; cuya ceremonia, como para animarle á grandes hazañas, se verificó junto á la acequia principal, casi debajo de las almenas de aquella ciudad guerrera, objeto de tantas empresas.
No tardó el Rey en poner en egecucion el plan que habia formado; y destacando partidas en todas las direcciones, les mandó correr la tierra, como en efecto lo hicieron, quemando y saqueando pueblos, y llevando la desolacion por toda aquella hermosa campiña. Llegó el estrago tan cerca de Granada, que el humo de las aldeas y huertas incendiadas envolvia la ciudad, y oscurecia las torres de la Alhambra, donde el desventurado Boabdil, temiendo la indignacion pública, permanecia encerrado sin osar presentarse á sus vasallos, que le maldecian como autor de los nuevos males que padecian. Mas no por eso dejaron los moros de hacer grandes esfuerzos para estorbar la tala de sus campos. Incitados por Muza, hacian salidas sin cesar; y dirigidos por él, rondaban el real cristiano en cuadrillas de á caballo, salteando los convoyes, los forrageros y los destacamentos cortos, y practicando, por la facilidad que para esto daba la disposicion del terreno, mil estratagemas y sorpresas.
En un encuentro que tuvieron los cristianos con el enemigo, cayeron las tropas del marqués de Villena en una emboscada que les estaba prevenida. La caballería mora, con la rapidez de sus movimientos y la ventaja que le daba el terreno, hizo desde luego un estrago enorme en las filas del Marqués, cuyo hermano, don Alonso Pacheco, fue derribado de su caballo y muerto en la primera carga. Igual suerte tuvo Esteban de Luzon, capitan bizarro, que pereció combatiendo al lado de su gefe. El Marqués, sostenido por su camarero Soler y algunos pocos caballeros, hacia una resistencia animosa á los asaltos del enemigo que le cercaba por todas partes, cuando un socorro enviado por el Rey le sacó de este apuro. Irritado el Marqués por la muerte de su hermano, quisiera volver contra el enemigo; pero en esto hizo Fernando señal de recoger la gente, y le fue forzoso obedecer. Puesto ya en retirada, echó de menos á Soler, y volviendo el rostro le vió acometido de seis moros, y á punto de sucumbir á su furor. Al instante se arroja el Marqués á defenderle, enviste á los moros, y matando á dos por su mano, pone en huida á los demas. Empero uno de ellos, antes de huir, le tiró con una lanza, y atravesándole el brazo derecho, le dejó manco para el resto de su vida.
Admirando la Reina esta hazaña, preguntó un dia al marqués de Villena por qué habia arriesgado su vida en defensa de un criado. “Señora, respondió el Marqués ¿qué mucho que aventurase yo una vida en defensa de quien, si tuviera tres, las perdiera por mí todas?”
Tal fue uno entre muchos ardides practicados por los moros. Pero como en los diversos encuentros que tuvieron con ellos los cristianos, veia Fernando que el enemigo rara vez presentaba batalla sino cuando tenia todas las ventajas, mandó á sus capitanes que evitasen las escaramuzas, y atendiesen solo á la devastacion de la tierra, que era el objeto de esta campaña.
Estándose practicando la tala de la vega ocurrió el suceso del castillo de Roman. Esta fortaleza distante dos leguas de Granada, y situada sobre una eminencia, solia servir de asilo á los moros del contorno en las entradas de los cristianos por la vega: alli depositaba el paisanage sus efectos mas preciosos; y aun las partidas que salian de Granada para molestar al enemigo, se ponian alli en seguro cuando amagaba algun peligro. Los estragos del ejército invasor, tenian con gran cuidado á la guarnicion del castillo, y los centinelas hacian la guardia con la mayor vigilancia, cuando una mañana se descubrió desde las almenas una nube de polvo, que crecia y se acercaba por momentos. Muy pronto se ofrecieron á la vista turbantes y armas moras, y poco despues una manada de ganado, á la cual venian aguijando con gran prisa ciento y cuarenta ginetes moros, que conducian asimismo dos cautivos cristianos cargados de hierros.
Llegando la cabalgada cerca del castillo, se presentó á la puerta un caballero moro de noble presencia y ricamente ataviado, pidiendo se le diese entrada. Dijo que venia con su gente de vuelta de una incursion por tierras de cristianos, donde habia cogido un botin cuantioso; pero que el enemigo habia salido en su persecucion, y estaba ya tan cerca, que temia ser alcanzado antes de llegar á Granada. El alcaide se decidió al punto, y abriendo las puertas de su fortaleza, admitió en ella toda aquella gente y la cabalgada. Llenóse el patio del castillo de ganado y de caballos; y mientras los soldados de la guarnicion se ocupaban en distribuirlos y colocarlos, el caballero moro, que era el gefe de la partida, iba repartiendo su gente por las almenas y cuerpos de guardia. En esto se levantó un clamor espantoso en todo el castillo, y la tropa de la guarnicion queriendo acudir á las armas, se halló, con no poca sorpresa é indignacion, sin los medios de resistir; y completamente en poder de un enemigo.
La supuesta partida de guerrilleros se componia de mudejares, moros tributarios de los cristianos, y su capitan era el príncipe Cidi Yahye, que con esta pequeña fuerza habia salido de las montañas, para ayudar al Rey Fernando en sus operaciones delante de Granada, y habia concertado la sorpresa de este castillo para presentarlo á los Soberanos como prenda de su fidelidad, y primicias de su devocion.
En cuanto á los moros de la guarnicion, Cidi Yahye, no pudiendo desentenderse de la consideracion que le merecian como compatriotas, los puso en libertad, y les permitió pasar á Granada. Esta indulgencia ningun efecto favorable produjo en la opinion de sus amigos y deudos en la capital; porque indignados estos al saber el ardid con que se habia tomado el castillo de Roman, se unieron con el público para maldecirle como traidor.
Pero la indignacion del pueblo de Granada subió de punto con la noticia de otro suceso todavia mas sensible. El anciano guerrero Muley Audalla el Zagal, mal hallado con el sosiego é inaccion de su pequeño reino, y no pudiendo contener su fogoso espíritu dentro de los estrechos límites á que estaba reducido, determinó volver á las armas, y acudir al servicio del Rey de Castilla, que sabia estaba haciendo la tala de la vega. Reuniendo, pues, toda su fuerza disponible, que no pasaba de doscientos hombres, se presentó en el real cristiano, dispuesto á servir á su enemigo natural; por el anhelo de arrancar la ciudad de Granada del poder de su sobrino.
La ceguedad del colérico Monarca perjudicó su causa, al mismo tiempo que fortaleció la de su contrario. Los moros de Granada le habian prodigado las alabanzas mientras le consideraban víctima de su patriotismo; pero cuando le vieron armado contra su misma nacion, y alistado bajo las banderas del cristiano, le colmaron de baldones y vituperios. La opinion pública, tomando, como era consiguiente, una direccion inversa, corria ahora en favor de Boabdil; y agolpado el pueblo delante de la Alhambra, le saludaba como su única esperanza, y como el apoyo de la pátria. Boabdil, animado por esta inesperada expresion de favor popular, salió de su retiro, y fue recibido con vivas y aclamaciones: sus pasados yerros le fueron todos perdonados, los males padecidos se atribuyeron á su tio, y en aquella efervescencia de los ánimos, si alguno dejaba de victorear á Boabdil, era para fulminar execraciones contra el Zagal.
XXX
El Rey de Granada sale á campaña; expedicion contra Alhendin; hazaña del conde de Tendilla.
Concluida la tala de la vega, que duró por espacio de treinta dias, y hecha ahora un desierto aquella vasta campiña poco ha tan florida, se retiró el ejército devastador, y pasando el puente de Pinos, marchó al través de las montañas con direccion á Córdoba. Boabdil, rotos los lazos que le unian al Rey cristiano, y viendo que no le quedaba mas recurso que el de sus propias fuerzas, se apresuró á prevenir los efectos del estrago reciente, abriendo con la espada un conducto por donde la capital recibiese socorros de fuera.
Apenas el último escuadron de la hueste de Fernando desapareció entre las montañas, se armó Boabdil, y se dispuso á salir al campo. Sus vasallos, animados con este ejemplo, acudieron con celo á su estandarte, las parcialidades se unieron para seguirle, y los naturales de Sierra nevada, abandonando las asperezas donde moraban, vinieron á ofrecer al jóven Rey sus servicios, en prueba de su devocion. La plaza de Vivarrambla volvió á resplandecer con lucidos escuadrones de caballería, con armas, pendones y divisas, y bajo la conducta del bizarro Muza, se reunió una hueste numerosa que solo pedia la presencia del Rey para marchar contra el enemigo.
El dia 15 de junio salió Boabdil de Granada para acometer nuevas empresas. Á pocas leguas de la ciudad, y á la entrada de las Alpujarras, estaba el castillo de Alhendin, que dominaba el camino que conduce á la capital y una gran parte de la vega. Su alcaide era un caballero llamado Mendo de Quesada, y su guarnicion se componia de unos doscientos y cincuenta hombres aguerridos y resueltos, los cuales, con sus salidas y rebatos, se habian hecho tan temibles, que el labrador no osaba salir á las labores del campo; el traficante no podia caminar seguro, ni los convoyes transitar sino guardados por una fuerte escolta. Contra esta fortaleza dirigió Boabdil sus armas, y por espacio de seis dias no cesó de combatirla. Los cristianos se defendieron con vigor; pero los asaltos continuos del enemigo, que dos veces forzó la barbacana del castillo, y la falta de sueño, los puso en tanto aprieto, que tuvieron que retirarse á la torre principal, y abandonar las demas defensas. Los moros entonces se acercaron á la torre, y protegidos con manteletes cavaron sus cimientos, y la pusieron sobre puntales, para derribarla, quemando los maderos, si los cristianos persistian en su defensa.
Con la esperanza de ver llegar en su socorro alguna fuerza cristiana, tendia Mendo la vista ansiosamente por la vega; pero ni una lanza ni un casco se descubria. Sus mejores soldados yacian muertos ó heridos, los demas, rendidos por la fatiga y las vigilias, apenas podian manejar las armas. En tal situacion, y amenazado ademas con el hundimiento de la torre, hizo la señal de rendirse, y entregó su fortaleza. El alcaide con los soldados que le quedaban, fueron hechos prisioneros; y el Rey moro, temiendo que los cristianos volviesen á cobrar aquel castillo, lo mandó arrasar: al punto se arrimó el fuego á los puntales, hundióse la torre con estruendo, y quedó reducida á un monton de escombros la soberbia fortaleza de Alhendin.
Animado por este triunfo, pasó Boabdil adelante, y tomó las fortalezas de Marchena y Buluduy; envió alfaquís en diferentes direcciones para anunciar la guerra comenzada, y llamó á su estandarte á todo el que se tenia por verdadero musulman. Muchos caballeros y pueblos que se habian sometido al Rey de Castilla, deslumbrados por este triunfo pasagero de las armas moras, se declararon en favor de Boabdil, y ya se lisongeaba el jóven Monarca que todo el reino iba á volver á su obediencia. La fogosa juventud de Granada participó del entusiasmo general, y anhelando volver á aquellas correrías que otro tiempo habian sido sus delicias, concertó una entrada por el territorio de Jaen para correr á Quesada, y apoderarse de un convoy que segun noticias que se tenian caminaba para Baeza. Armados á la ligera y bien montados, se reunieron hasta cien ginetes, con otros tantos peones, y saliendo de Granada en el silencio de la noche, marcharon rápidamente para la frontera, la pasaron sin oposicion y como caidos de las nubes, comparecieron de improviso en el centro del territorio cristiano.
La frontera de Jaen estaba á la sazon á cargo del conde de Tendilla, que estaba alojado en Alcalá la Real. Esta fortaleza, por su proximidad á Granada, solia ser el refugio de los cautivos cristianos que lograban escaparse de las mazmorras de la capital. Pero como estos desgraciados muchas veces erraban el camino, y se extraviaban en la oscuridad de la noche, el Conde habia mandado construir á sus expensas una torre en un alto cerca de Alcalá, y en ella ardia siempre de noche una luz muy viva, que servia de norte á los fugitivos, y guiaba sus pasos á un lugar seguro. Por uno de estos fugitivos tuvo el Conde aviso de la salida de los caballeros de Granada; y conociendo que era ya tarde para impedirles el paso, determinó esperar y atacarlos á la vuelta. Una mañana, pues, antes de amanecer salió al camino con ciento y cincuenta lanzas escogidas, y se puso en emboscada en un barranco cerca de Barcina, distante tres leguas de Granada, por donde sabia que debian pasar los moros. Todo aquel dia y su noche permanecieron ocultos esperando la venida de los moros; pero ni lanza ni turbante pudieron descubrir. Serian dos horas antes del alba, y ya los caballeros que iban con el Conde le aconsejaban que abandonase aquella empresa y volviese á Alcalá, cuando vinieron los adalides anunciando que los moros estaban cerca, y que venian en número de unos doscientos, con muchos prisioneros y despojos. Al punto cabalgaron los cristianos, embrazaron sus adargas, y con las lanzas en ristre, se pusieron á la entrada del barranco.
Alegres por el buen éxito de su empresa, y por la captura del convoy, venian los moros conduciendo, sin órden ni precaucion, gran número de cautivos de ambos sexos, y muchas acémilas cargadas de géneros, alhajas, y otros efectos preciosos. Dejó el Conde que pasase una parte de la escolta, y haciendo entonces la señal de acometer, se arrojan sus caballeros contra el enemigo dando alaridos, y con ímpetu vigoroso. Los moros, sobresaltados y confusos, no aciertan á defenderse; arrollados en breves momentos, muerden la tierra treinta y seis, dánse á prision cincuenta y cinco, y huyendo los demas, se salvan entre las peñas y matorrales. El bizarro Conde puso luego en libertad á los prisioneros cristianos, y volvió á sus corazones la alegría con la restitucion de sus alhajas y efectos. Los despojos ganados á los moros fueron cuarenta y cinco caballos ensillados, con muchas armas y algunos otros objetos de valor. Reunido el botin y puesta en órden la cabalgada, marchó el Conde con su gente la vuelta de Alcalá la Real, donde llegó felizmente, y fue recibido con grandes regocijos. Á esta satisfaccion se le añadió la de ver á su esposa, señora de mucho mérito, é hija del marqués de Villena, que salió á recibirle á las puertas de la ciudad, despues de una separacion de dos años, ocasionada por los deberes de esta prolongada guerra que tan ocupado traia al Conde su marido.
XXXI
Expedicion del Rey chico contra Salobreña, y hazaña de Hernan Perez del Pulgar.
Dominada la capital de los moros por tantas y tan fuertes plazas como tenian los cristianos en sus inmediaciones, y privada de los medios de subsistir, hacíase cada dia mas urgente la necesidad de abrir una comunicacion por donde se recibiesen socorros y refuerzos de Ultramar. Todos los puertos marítimos estaban en poder de los cristianos, y Granada, con el corto remanente de su territorio, habia quedado aislada y sin salida. En tales circunstancias dirigió Boabdil su atencion al puerto de Salobreña. De la situacion y fuerzas de esta plaza, tenida entre los moros por inexpugnable, ya se ha hecho mencion en esta Crónica. En ella mandaba por el Rey Católico el general de artillería Francisco Ramirez de Madrid; pero este caudillo se hallaba á la sazon ausente en Córdoba, y en su lugar estaba por alcaide otro capitan muy ejercitado en la guerra.
Boabdil con la noticia que tuvo del estado de la guarnicion, y de la ausencia del alcaide, se dirigió allá apresuradamente con su ejército, esperando por medio de un movimiento rápido apoderarse de Salobreña, antes que el Rey Fernando pudiese venir á su socorro. Los moradores de la villa eran mudejares, que habian hecho juramento de fidelidad á los cristianos; pero la vista del estandarte de su nacion, y el sonido de las cajas y trompetas moras, despertó el amor pátrio en sus corazones, alborotose el pueblo, aclamaron á Boabdil, y dieron entrada libre á sus tropas en la plaza. La guarnicion cristiana, demasiado débil para resistir á tanta fuerza, se retiró á la ciudadela, donde hizo una defensa porfiada, esperando recibir socorros de una fortaleza vecina.
La nueva de haber ido el Rey moro sobre Salobreña, cundió por la costa inspirando mil temores á los cristianos. Don Francisco Enriquez, tio del Rey, que mandaba en Velez-málaga, convocó á los alcaides y caballeros de su jurisdiccion para que fuesen con él en socorro de aquella importante fortaleza. De los que acudieron á su llamamiento fue uno Hernan Perez del Pulgar, llamado el de las hazañas, el mismo que en una correría que hicieron los caballeros del real de Baza, se distinguió acaudillando á sus compañeros con un pañuelo por bandera. Habiendo reunido un corto número de gentes, se puso don Francisco en movimiento para Salobreña. La marcha no podia ser mas áspera y trabajosa, pues todo era subir y bajar cuestas, algunas de ellas muy agras y precipitosas; y á veces guiaba el camino por la orilla de un precipicio, al pié del cual se veia espumear y agitarse con impotente furia el mar embravecido. Cuando llegó don Francisco con su gente al elevado promontorio que se extiende por un lado del valle de Salobreña, quedó confuso y triste al ver acampado en derredor de la fortaleza un ejército moro de mucha fuerza. El pendon de la medialuna ondeaba sobre las casas de la poblacion, y solo en la torre principal del castillo se veia una bandera cristiana.
Viendo que no era posible, con la poca fuerza que traia, hacer impresion alguna en el campamento moro, ni menos socorrer el castillo, se colocó don Francisco con su tropa en una peña cercana al mar, donde no podia hacerles daño el enemigo; y elevando alli su estandarte, esforzaba á los cercados animándoles con la seguridad de ser en breve socorridos por el Rey. Entretanto Hernan Perez del Pulgar, rondando un dia el campamento moro, observó en el castillo un postigo que daba al campo; y como siempre ardia en deseos de distinguirse con algun hecho brillante, determinó meterse por aquella entrada, y propuso á sus camaradas que le siguiesen. La proposicion era temeraria; pero tambien era temerario el valor de aquellos españoles. Guiados por Pulgar rompieron estos valientes por una parte del real enemigo donde habia poca vigilancia, y llegaron peleando, hasta el postigo de la fortaleza: al instante se les abrió la puerta, y antes que el ejército moro tuviese entera noticia de este arrojo, ya estaban dentro del castillo.
Con este refuerzo cobró ánimo la guarnicion, y fue mas vigorosa su resistencia. Pero los moros, sabiendo que habia escasez de agua en el castillo, se lisonjeaban que la necesidad pondria muy pronto á los sitiados en términos de rendirse. Para que perdiesen esta esperanza, mandó Pulgar que se les arrojase desde los adarves un cántaro de agua, y con él una taza de plata, como en efecto se verificó.
Con todo esto no dejaba de ser muy crítica la situacion de los cercados; la sed que padecian era excesiva, y ya temian no poderse sostener hasta que llegasen los socorros, cuando un dia vieron á lo lejos en el mar una flotilla con bandera española, que venia con direccion á tierra. Surtas las embarcaciones en el puerto, supieron luego los cristianos que venia en ellas Francisco Ramirez de Madrid, con los socorros que se esperaban. En una isleta pedregosa, que habia no muy lejos de tierra, desembarcó Ramirez sus soldados, hallándose alli tan fortificado como pudiera estarlo en un castillo. La fuerza que traia era muy poca para presentar batalla al enemigo; pero no perdia ocasion de molestarlo y distraer su intencion. Asi es que cuando Boabdil daba algun asalto al castillo, luego desamparaba él la isla, y acometia el campamento moro por el un lado, mientras Enriquez, dejando su peña, lo combatia por el otro.
Estando todavia Boabdil ocupado con el sitio de la ciudadela de Salobreña, recibió aviso de que el Rey Fernando, con una hueste poderosa, venia á marchas forzadas en su socorro. No habiendo ya momento que perder, hizo el último esfuerzo contra el castillo, y le dió un asalto furioso, pero inútil, pues fue rechazado como otras veces; y forzado á abandonar el sitio, se puso aceleradamente en marcha para la capital, no sin algun recelo de que le interceptase su contrario. De camino que volvia á Granada, se consoló de su poca suerte, corriendo y asolando las posesiones concedidas últimamente al Zagal y á Cidi Yahye; y despues de haber hecho cuanto mal podia, y dejando en la tierra señales tristes de su venganza, se restituyó á su capital y al reposo de la Alhambra.
XXXII
Conspiracion de Guadix, y su castigo: fin de la carrera del Zagal.
Apenas se halló Boabdil de vuelta en su capital, cuando apareció Fernando en la vega con siete mil caballos y veinte mil infantes. Habia salido de Córdoba para socorrer á Salobreña; pero teniendo en su marcha aviso de haberse levantado el sitio, habia vuelto camino de Granada, para completar la desolacion de esta infeliz ciudad con nuevos estragos. En esta entrada, que duró quince dias, se acabó de destruir lo poco que habia quedado de la primera tala, y fue tan general la ruina, que no quedó cosa verde ni animal con vida en la superficie de la tierra.
Hecha esta nueva tala, partió el Rey con su ejército para contener una conspiracion que acababa de manifestarse en las ciudades de Baza, Almería y Guadix, cuyos naturales trataban secretamente con el Rey moro para sacudir el yugo cristiano, y volver á su obediencia. El marqués de Villena, instruido de estos movimientos, se presentó repentinamente en Guadix con una fuerza competente, y sacando la poblacion fuera de los muros, con pretesto de hacer alarde de los habitantes que eran aptos para llevar las armas, los excluyó de la ciudad, cerrándoles las puertas. Cuando llegó á Guadix el Rey, le rodearon estos infieles suplicándole que los restituyese á sus casas y familias. Fernando, sin dejar de oir sus quejas, les hizo la proposicion siguiente. “De dos cosas una; que os vais con vuestras mujeres é hijos donde querais, y yo os mandaré poner en salvo, ó me entregareis á todos los que tuvieron parte en esta traicion, para que haga justicia de ellos; y sabed que no se me ha de escapar ninguno”. La resolucion del Rey no dejaba á los moros otra alternativa sino irse, pues los mas eran cómplices en la conspiracion que se habia descubierto; por lo que partieron con sus familias y bienes para morar en otras partes. Igual partido ofreció el Rey á los moros de Baza y Almería, los cuales, la mayor parte, pasaron al África; los demas, no queriendo dejar la tierra, fueron distribuidos en varias aldeas y lugares indefensos.
Estando la atencion del Rey Católico ocupada con Guadix, se le presentó alli el Rey anciano Muley Audalla, llamado el Zagal. Con tanto revés, con tantos y tan amargos desengaños, estaba el triste Monarca disgustado é impaciente. En el gobierno de su pequeño territorio de Andarax y de sus dos mil subditos, habia experimentado mas trabajos, que en el gobierno de todo el reino de Granada. Aquel prestigio que le hacia estimar de su nacion, se habia desvanecido desde el punto que los moros vieron su estandarte unido al de Fernando. Volviendo de aquella indecorosa campaña que habia hecho con sus doscientos hombres, llegó á Andarax para sufrir el último golpe de la fortuna. Sus vasallos, instruidos de los triunfos de Boabdil, corrieron á las armas, se juntaron tumultuariamente, y declarándose en favor del jóven Rey, amenazaron con la muerte al Zagal. El desventurado Monarca, habiéndose con bastante trabajo substraido á su furor, y no quedándole ya deseos de reinar, venia á suplicar al Rey tomase sus posesiones, y le diese el equivalente que fuese de su voluntad, pues queria irse con los suyos al África. Accedió Fernando á sus deseos, y quedándose con veinte y tres poblaciones entre villas y aldeas, le entregó la cantidad de cinco millones de maravedis, y un salvo conducto para su viage. Habiendo asi enagenado su pequeño reino, juntó el Zagal sus tesoros y efectos, que valian mucho, y embarcándose con su familia y otras muchas que le siguieron, pasó á Berbería.
Y ahora, extendiendo la vista mas allá de la época en que termina esta Crónica, sigamos los pasos del Zagal hasta el fin de su carrera. Su corto y turbulento reinado y su desastroso fin pudieran servir de aviso á la ambicion desenfrenada, sino fuera cierto que contra este género de ambicion son inútiles asi el ejemplo como el precepto. Cuando llegó al África, el Rey de Fetz, sin tener con él piedad ni consideracion alguna, lo hizo prender y arrojar en una prision como si fuera su vasallo. Acusado de haber sido la causa de las disensiones y acabamiento del reino de Granada, y probada esta acusacion á satisfaccion del Rey de Fetz, se le condenó á oscuridad perpetua; y por medio de una plancha de cobre caldeado que se le pasó por delante de los ojos, se le privó enteramente de la vista. Sus riquezas, que acaso habian sido la causa secreta de un tratamiento tan cruel, fueron confiscadas por su opresor, que se apoderó de ellas, dejando en el mundo al Zagal ciego, destituido y sin recursos. En este infeliz estado fue el desgraciado Monarca explorando su camino por las regiones de Tingitania, hasta llegar á la ciudad de Velez de Gomera. El Rey de Velez, que en algun tiempo habia sido su aliado, mostró compadecerse de su suerte, le dió alimento y ropas, y le permitió permanecer tranquilo en sus dominios. La muerte, que tan á menudo arrebata al próspero y dichoso, cuando empieza á probar los gustos que le dispensa su fortuna, suele por el contrario reservar al miserable, para que apure hasta las heces la copa de la amargura. El Zagal arrastró por muchos años una existencia triste en la ciudad de Velez, vagando por ella ciego y desconsolado, compadecido de algunos, despreciado por los demas, y llevando sobre el vestido un pergamino con un letrero en arábigo que decia: Este es el desventurado Rey de Andalucía.
XXXIII
Preparativos en Granada para una defensa vigorosa.
Año 1491.
¡Granada, Granada hermosa, reina de jardines, cuán quebrantadas veo tus fuerzas!, ¡cuán ajada y marchita tu hermosura! El comercio que otro tiempo derramaba la abundancia en tu recinto, desapareció del todo; y el traficante ya no acude á tus puertas con los ricos productos de los mas remotos climas. Las ciudades que te solian pagar tributo, ya no reconocen tu dominio; y la bizarra caballería que llenaba la Vivarrambla, pereció en muchas batallas. Sobre las frondosas arboledas de tus generalifes, veo descollar todavia las rojas torres de la Alhambra; pero en sus marmóreos salones solo reina la melancolía; y tu Monarca, mirando desde tus elevados miradores, no descubre sino un yermo, donde antes florecian las verdes glorias de la vega.
Tal es la lamentacion de los escritores moros por el estado deplorable de Granada, á la que no quedaba ya sino la sombra de su anterior grandeza. Las dos últimas talas, sucediéndose rápidamente la una á la otra, habian arrebatado todo el producto del año; y el agricultor, viendo que su industria no servia mas que de atraer nuevos estragos, habia abandonado enteramente el cultivo de la tierra.
En el discurso del invierno hizo Fernando las prevenciones mas diligentes para esta última campaña, en que debia decidirse la suerte de Granada; y en 11 de abril partió para la frontera del enemigo, con propósito firme de poner sitio á la ciudad y de perseverar en él hasta plantar el estandarte de Castilla en las torres de la Alhambra. De los grandes del reino, algunos acudieron con sus personas; pero muchos, cansados por las pasadas fatigas de la guerra, y porque preveian una empresa larga, se contentaron con enviar sus vasallos, equipados á su costa: las ciudades enviaron tambien sus contingentes; y pudo el Rey abrir la campaña con un ejército de diez mil caballos y cuarenta mil infantes. Los capitanes de mas nota que acompañaron á Fernando, fueron don Rodrigo Ponce de Leon, marqués de Cádiz, el maestre de Santiago, el marqués de Villena, los condes de Tendilla, Cifuentes, Cabra, y Ureña, y don Alonso de Aguilar. La Reina, con el Príncipe don Juan y las Infantas, doña María y doña Catalina, quedó en Alcalá para cuidar de la subsistencia del ejército, y estar en disposicion de acudir al campo cristiano, siempre que fuese necesaria su presencia.
Entró el ejército en la vega por diferentes puntos; y en 23 de abril sentó Fernando su real en una aldea llamada los Ojos de Guetar, distante como media legua de Granada. Á la vista de tan formidable hueste, se apoderó la consternacion de los habitantes de Granada; y aun muchos de los guerreros se turbaron al considerar el terrible conflicto que les esperaba. Boabdil reunió su consejo en la Alhambra, desde cuyos miradores veia por entre nubes de polvo relucir los escuadrones de Castilla que se enseñoreaban de la vega. Intimidados y confusos, no sabian los consejeros que partido proponerle; pero los mas, temiendo por sus familias, le aconsejaban que se aviniese con el Rey cristiano, y fiase de su generosidad, para obtener términos honrosos. Fue llamado el Wazir ó intendente de la ciudad, Abul Casim Abdelmelec, para que informase sobre los medios con que podia contar el público para subsistir y defenderse; y presentando este ministro el estado de las provisiones, y las listas de los ciudadanos que eran aptos para las armas, dijo, que para algunos meses habia víveres suficientes; “pero ¿de qué sirve, añadió, este recurso provisional, si son interminables los sitios del Rey cristiano? ¿y qué confianza se puede tener de soldados ciudadanos, que bravean y amenazan en la paz, y se esconden en la guerra?”
Oyendo Muza estas palabras, se levantó, y con generoso ardor, dijo: “No hay que desconfiar de nuestras fuerzas. La sangre de aquellos sarracenos que conquistaron á España aun corre por nuestras venas. Ademas de la gente de armas, muy aguerrida, tenemos veinte mil mancebos en el fuego de la juventud. ¿Carecemos de mantenimientos? caballos tenemos veloces, y campeadores atrevidos; dejadlos que vayan á correr las tierras de aquellos infieles musulmanes que se sometieron al cristiano, y pronto los vereis volver con abundantes cabalgadas. Sean ellos nuestros proveedores; que para el soldado no hay vianda mas sabrosa que la que se arrebata al enemigo.”
El entusiasmo de Muza se comunicó á Boabdil. “Haced, dijo á sus capitanes, lo que convenga en esta guerra; que en vuestras manos y valor está la salud comun y la seguridad de todos: vosotros sois los protectores del reino, y á vosotros toca la venganza de tantos agravios, muertes y asolamientos como ha padecido la pátria”.
Procedióse entonces á señalar á cada uno su deber. Al Wazir se dió el encargo de las armas, provisiones y alistamientos: á Muza el mando de la caballería, la guarda de las puertas y la direccion de todas las salidas y escaramuzas: Naim Reduan y Mohamed Aben Zayde fueron nombrados sus ayudantes. Abdul Kerin Zegrí, y otros capitanes, defenderian las murallas, y los alcaides mandarian en los baluartes.
Estas medidas, y la confianza que inspiraba el nombre de Muza, inflamaron el espíritu guerrero de los granadinos, y en toda la ciudad no se veia sino preparativos para una vigorosa resistencia. Al presentarse el ejército cristiano, se habia cerrado las puertas, y para mas asegurarlas se les habia echado, ademas de los cerrojos, gruesas cadenas. Pero Muza mandó abrirlas de par en par. “Á mi y á mis caballeros, dijo, se ha confiado la guarda de estas puertas: nuestros pechos serán la barrera que las defienda.” En cada una puso una guardia numerosa de soldados escogidos: la caballería estaba siempre á punto de servir, armados los ginetes, y ensillados los caballos. ¿Se acercaba un enemigo? ya habia en la puerta un fuerte escuadron, pronto á lanzarse fuera como rayo que se desprende de la nube. Muza, lejos de ser jactancioso, era mas temible por sus hechos que por sus palabras; y tales hazañas ejecutaba, que la misma vanagloria no podia pretenderlas mayores. Era el campeon de los moros, y era tal, que si Granada tuviera muchos guerreros como él, acaso se hubiera dilatado la conquista de este reino, y el sarraceno por mucho tiempo se hubiera conservado sobre el trono de la Alhambra.
XXXIV
Llega la Reina doña Isabel al campo cristiano; desafio del moro Tarfe, y notable hazaña de Hernan Perez del Pulgar.
Aunque despojada de sus glorias, y sin esperanzas de ser socorrida, todavia la ciudad de Granada, por la extension y fuerza de sus baluartes y castillos, parecia desafiar todas las tentativas que se hiciesen para tomarla por asalto: habia una guarnicion numerosa, habia valor y patriotismo; y el pueblo, aletargado hasta ahora por las blanduras de la paz, habia tomado en este peligroso trance una actitud imponente.
Conoció Fernando que no se podia tomar á viva fuerza esta ciudad sin mucho trabajo y sangre; y por tanto determinó rendirla con la hambre. Al efecto envió sus tropas á correr los pueblos y valles de las Alpujarras, y fueron saqueados y destruidos muchos de los lugares que proveian de mantenimientos á la capital, en cuyos alrededores discurrian tambien partidas sueltas que sorprendian casi todos los convoyes que se dirigian al enemigo. La osadía de los moros crecia á par de su desesperacion; sus salidas eran frecuentes y vigorosas, y los rebatos que daba Muza con su caballería, introducian á veces el terror y la muerte hasta el centro del real cristiano. Para proteger el campo contra estos asaltos, lo mandó el Rey fortificar con fosos y parapetos, le dió una forma cuadrangular, y puso las tiendas y barracas de los soldados por hileras, figurando las calles de una ciudad.
Acabado de fortificar el campo, vino á él la Reina, con el Príncipe don Juan y las Infantas. El dia despues de su venida, salió con mucho acompañamiento para ver el real y sus alrededores, y donde quiera llegaba, era recibida con aplausos y aclamaciones. Pero la fogosidad de la juventud granadina de ningun modo se disminuyó con la llegada de la Reina; y Muza, viendo que el Rey cristiano se abstenia de dar un asalto, procuraba empeñar escaramuzas, y promover combates singulares entre sus caballeros y los del ejército enemigo. Asi es que apenas pasaba dia en que no hubiese algun encuentro de este género: los combatientes rivalizaban entre sí en el lujo de sus armas y arreos, asi como en las proezas; y sus contiendas mas parecian ejercicios caballerescos ó justas, que combates verdaderos. Pero Fernando, viendo que estos desafios, al paso que costaban la vida á muchos de sus caballeros mas valientes, alimentaban el valor y ardoroso celo de los moros, los prohibió absolutamente; y por entonces cesaron con sentimiento de ambas partes. Mas no por eso dejaron los moros de hacer los mayores esfuerzos para renovarlos. Á veces una cuadrilla de ellos, bien montados, llegaban gineteando hasta las mismas barreras del real, y arrojaban dentro sus lanzas lo mas que podian, dejando en ellas algun rótulo con sus nombres para provocar á los cristianos; pero estos, contenidos por las terminantes órdenes del Rey disimulaban su irritacion.
Habia entre los caballeros moros uno que se llamaba Tarfe, á quien todos respetaban por su temerario valor y grandes fuerzas. Este arrogante moro, en una salida contra el real cristiano, se separó de sus compañeros, saltó con su caballo las barreras del real, y corriendo hácia el alojamiento de los Reyes, tiró su lanza tan adentro, que la dejó clavada en el suelo junto á la puerta del pabellon real. Los guardias salieron en su persecucion; pero ya Tarfe se habia reunido con los suyos, y envueltos en una nube de polvo corrian todos á rienda suelta hácia Granada. Al sacar del suelo la lanza, se halló en ella un rótulo manifestando que iba dirigida contra la Reina.
Grande fue la indignacion de los caballeros cristianos cuando supieron el temerario arrojo de Tarfe, y el insulto que se habia ofrecido á su Reina. Hallóse presente Hernan Perez del Pulgar, el de las hazañas; y resuelto á no ser excedido en valor por un bárbaro, propuso á sus camaradas una empresa de no menos dificultad y peligro. Muchos se ofrecieron á seguirle; pero él escogió solamente quince, que todos eran de gran corazon y de muchas fuerzas. En el silencio de la noche los sacó fuera del campo, y se acercó cautelosamente á la ciudad, hasta llegar á un postigo que daba sobre el Darro, y estaba guardado por algunos soldados de infantería, los cuales, no esperando un ataque semejante, estaban casi todos durmiendo. Acometieron los cristianos, forzaron la puerta, y siguióse una pelea confusa entre ellos y la guardia. Pulgar, sin detenerse á tomar parte en la refriega, hincó las espuelas á su caballo, y se entró por la calle adelante, corriendo furiosamente y sacando centellas de las piedras, hasta que llegó enfrente de la mezquita principal. Apeándose entonces de su caballo, se arrodilla delante de la puerta, toma posesion del edificio como templo cristiano, y lo consagra á Nuestra Señora. En testimonio de esta ceremonia, saca una tablilla que traia, en que estaban escritas en letras grandes las palabras, Ave María, y con el pomo del puñal la clava en la puerta. Hecho esto, monta su caballo, y á carrera tendida vuelve sobre sus pasos. Entretanto se habia alborotado la ciudad, y los soldados iban acudiendo de todas partes; pero Pulgar, atropellando á unos, derribando á otros, y asombrando á todos, volvió á ganar el postigo, y reuniéndose con sus compañeros que aun estaban peleando en la puerta, se retiró con ellos, y regresaron todos felizmente al real. Los moros, que no sabian el objeto de un atentado al parecer tan infructuoso, hacian mil discursos para comprenderlo; pero ¡cuál seria su exasperacion cuando á la mañana siguiente se ofreció á su vista aquel trofeo de valor, aquel Ave María que el intrépido Pulgar habia elevado en el centro de la ciudad! La mezquita que con tan nuevo modo santificó este héroe, se convirtió, despues de la conquista, en catedral.
XXXV
Combate que se dió á consecuencia de haber salido la Reina á mirar la ciudad de Granada; y hazaña de Garcilaso de la Vega.
Habiendo manifestado la Reina sus deseos de ver de mas cerca la ciudad de Granada, tan célebre en todo el mundo por su hermosura, previno el marqués de Cádiz una escolta poderosa, para protegerla, y á las damas de su corte, mientras disfrutase esta peligrosa satisfaccion. Todo lo mejor y mas lucido del real salió para acompañar á la Reina: la pompa de la corte se juntó en esta expedicion con el aparato de la guerra, y veíase relucir las armas del guerrero por entre las plumas, sedas y brocados de las damas.
Llegando la escolta á una aldea llamada Zubia, que está en un cerro á la izquierda de Granada, donde se descubre la Alhambra y lo mejor de la ciudad, se colocaron el marqués de Villena, el conde de Ureña, y don Alonso de Aguilar, con sus batallones, en la ladera del cerro; y el marqués de Cádiz, con otros caballeros, se puso en órden de batalla en el llano, al rostro de la ciudad. Con estas precauciones pudo la Reina disfrutar cumplidamente la vista de la ciudad desde la azotea de una casa que le estaba prevenida en el lugar. Igual satisfaccion tuvieron las damas de su comitiva, las cuales, contemplando las rojas torres de la Alhambra que descollaba sobre frondosas alamedas, anticipaban la gloria de ver entronizados en aquel recinto á los Soberanos Católicos, y brillando en aquellos salones la caballería de Castilla.
Los moros cuando vieron á los cristianos ordenados en la llanura, creyeron que se les queria presentar batalla, y se apresuraron á admitirla. Salió de la ciudad un escuadron de caballería muy lucida, cuyos ginetes regian con maravillosa destreza sus ligeros y briosos caballos. Iban los moros primorosamente armados; sus vestidos eran de diversos colores y muy vistosos, y en los jaeces de los caballos resplandecian el oro y los bordados. Este era el escuadron favorito de Muza, que se componia de la flor de la juventud granadina: siguieron otros escuadrones, unos armados de todas piezas, otros á la gineta, con solo lanza y adarga; y últimamente salieron los batallones de infantería con sus arcabuces, ballestas, lanzas y cimitarras.
Al ver las tropas que salian de la ciudad, envió la Reina al marqués de Cádiz prohibiéndole que atacase al enemigo, ni admitiese desafios ó escaramuzas, porque no queria que su curiosidad costase la vida á ningun viviente. Prometió el Marqués obedecer, aunque con poco gusto suyo, y muy corta voluntad de sus caballeros. Los moros, no sabiendo á qué atribuir la inaccion del enemigo, que al parecer los habia llamado á la pelea, se salian de sus filas, retaban á los cristianos, y llegaban bastante cerca para tirar sus lanzas dentro de las batallas enemigas. Mas no por eso se descompuso la formacion de los cristianos, que no osaban contravenir las terminantes órdenes de la Reina.
Mientras prevalecia esta tranquilidad violenta en toda la línea cristiana, salió de la ciudad un caballero moro de gran cuerpo y estatura, y armado de todas piezas; rodela espaciosa, enorme lanza, alfange damasquino, y una daga primorosamente guarnecida. Venia con la visera calada; pero en su divisa se echó de ver que era Tarfe, el mas insolente, pero tambien el mas intrépido, de los guerreros de Granada, y el mismo que habia arrojado su lanza contra el pabellon de la Reina. Sugetando un fogoso caballo que parecia participar de la fiereza de su dueño, se acercó el moro, y pasó sosegadamente por delante de la línea cristiana. Pero ¡cuál seria la sorpresa de los caballeros españoles, cuando vieron atada á la cola del caballo, y arrastrada en el polvo, la misma tablilla con el Ave María que Pulgar habia fijado en la puerta de la mezquita! El horror y la indignacion se difundieron por todo el ejército. Pulgar no se hallaba presente; pero Garcilaso de la Vega determinó substituirle, y partiendo á toda prisa á Zubia, se echó á los pies de la Reina, é impetró su permiso para vengar este insulto. Volviendo entonces á cabalgar, embrazó su broquel flamenco, empuñó su fuerte lanza, y calada la visera, salió al encuentro del moro, y lo desafió al combate. Trabóse la pelea á la vista de ambos ejércitos, y en presencia de la Reina y de su comitiva. El choque fue terrible; las lanzas, hechas astillas, saltaron en el aire, y Garcilaso, derribado sobre el arzon de la silla, se vió en el mayor peligro; pero felizmente pudo cobrar las riendas, y poniéndose bien en su caballo, revolvió contra su enemigo. Acometiéronse entonces con las espadas. Las grandes fuerzas del moro, y la ligereza de su caballo, que le obedecia con maravillosa prontitud, le daban la superioridad sobre Garcilaso; pero éste se le aventajaba en la destreza, y en la facilidad con que paraba los golpes del alfange, que relumbraba en derredor de su cabeza. Empezaba á correr la sangre y á desfallecer el esfuerzo de uno y otro combatiente, cuando el moro, confiando en su mucha fuerza, se arrojó sobre su contrario, y se asió con él á brazos para arrancarle de la silla. En esta lucha vinieron los dos al suelo: cayendo el moro encima, paso una rodilla en el pecho de su víctima, y levantó en alto un puñal en ademan de clavárselo por la garganta. Los guerreros cristianos prorumpieron en un grito de desesperacion; pero en el mismo instante vieron al moro caer exánime en la arena. Garcilaso habia aprovechado la ocasion en que su contrario alzó el brazo para herirle, y acortando su espada, se la clavó hasta el corazon. Asi terminó este combate en que se observaron cumplidamente las leyes del duelo, pues nadie intervino en favor del uno ni del otro. Garcilaso despojó á su contrario, cobró la tablilla, y poniéndola en la punta de su espada, volvió en triunfo al ejército, que le recibió con gritos de alegría.
En esto habia llegado el sol al meridiano, y los capitanes moros irritados por el vencimiento de su campeon, determinaron atacar al enemigo. Empezaron á hacerles fuego con dos tiros de artillería, que muy pronto produjeron alguna confusion en las filas cristianas. Notándolo Muza, mandó avanzar á la carga, y dieron sus tropas con tal furia en los cuerpos avanzados de los cristianos, que los hicieron retroceder hasta las batallas del marqués de Cádiz. No pudiendo ya evitar la batalla, se adelantó el Marqués con mil y doscientas lanzas que mandaba, y dióse principio á un combate general. La suerte se declaró muy brevemente contra los moros, que batidos y atemorizados se entregaron á la fuga, huyendo unos á la ciudad, otros á los montes. Los cristianos siguieron el alcance hasta las mismas puertas de Granada, causando al enemigo una pérdida de mas de dos mil hombres: ganaron asimismo los dos tiros de artillería, y no hubo en aquella jornada lanza cristiana que no se bañase en sangre mora.
Tal fue esta corta pero sangrienta accion, denominada por los vencedores la escaramuza de la Reina. En conmemoracion de esta victoria, fundó doña Isabel en la aldea de Zubia un monasterio de Franciscanos, en que se ve un laurel que dicen fue plantado por ella misma.
XXXVI
Incendio del real, y última tala de la vega.
Era una tarde calurosa del mes de julio, y á la roja luz del sol que se ponia, presentaba el real cristiano un aspecto magestuoso. Las tiendas de los capitanes con sus gayadas telas, sus colgaduras y caireles, formaban al parecer una ciudad de brocado y seda; y elevándose en el centro de esta pequeña metrópoli el suntuoso pabellon de la Reina, coronado de banderas y divisas, parecia querer competir con los palacios de Granada. Este precioso pabellon era del marqués de Cádiz, que lo habia cedido á la Reina, y era el mas completo y magnífico que se conocia en la cristiandad. Levantábase en el centro de él un alfaneque al gusto oriental, cuyas ricas colgaduras estaban sostenidas por columnas de lanzas, adornadas con emblemas militares. En derredor de este alfaneque habia otros aposentos, unos de lienzo pintado, otros forrados de seda, y todos separados unos de otros con cortinas: era en fin un palacio de campaña, que se podia erigir y deshacer en un momento.
Iba entrando la noche, y disminuyéndose el bullicio de los preparativos que se hacian en el campo para la última tala que debia darse en la vega al dia siguiente, cuando se retiró la Reina á un gabinete para rezar sus horas antes de recogerse al lecho. Estando asi ocupada en sus oraciones, se vió de improviso rodeada de una luz muy viva, y de un humo denso que iba llenando toda la tienda; un momento despues ardia el pabellon en vivas llamas. La Reina, en tan gran peligro, se salvó apenas con una fuga precipitada, y temiendo por el Rey, corrió á su tienda. Pero el vigilante Fernando estaba ya en pié: saltando de su cama á la primera alarma, y creyendo fuese un rebato del enemigo, se habia salido á medio vestir, y sin mas armas que una lanza y una adarga.
Impelido por el aire que corria aquella noche, fue cundiendo el fuego y comunicándose de tienda en tienda, hasta envolver el campo en un incendio general. Al triste resplandor de las llamas se veia esparcidos por el suelo ricos muebles, armas diferentes, y vasos preciosos, que cediendo al rigor del fuego, empezaban á correr en arroyos de oro y plata. Todo era confusion y espanto; las cajas y trompetas tocaban al arma, las damas medio desnudas se salian despavoridas de sus tiendas, y los soldados, sin armas ni gefes, corrian desafinados por el real sin saber á que parte acudir.
La sospecha de que todo fuese una estratagema del enemigo, se desvaneció muy pronto; pero quedando el recelo de que aprovechasen los moros esta ocasion para intentar un asalto, salió el marqués de Cádiz con tres mil caballos para contenerlos. Cuando salieron del real, vieron iluminado todo el firmamento por el resplandor de las llamas, que parecia querian subirse al cielo, y llenaban el aire de centellas y cenizas. Caia sobre la ciudad una claridad tan grande, que toda ella se descubria patentemente con sus torres, almenas y baluartes: los turbantes de infinitos espectadores coronaban las azoteas de las casas, y las armas de los soldados relumbraban á lo largo de la muralla; pero ni un solo guerrero se veia salir por las puertas, porque los moros recelando tambien algun ardid por parte de los cristianos, no osaron apartarse de sus muros. Poco á poco fueron extinguiéndose las llamas, volvieron á prevalecer el silencio y la oscuridad, y el marqués de Cádiz regresó con su gente al campo.
Cuando al otro dia salió el sol sobre el real cristiano, no quedaba ya de aquel hermoso conjunto de tiendas y pabellones, sino montones de escombros y cenizas, cascos, coseletes, y arreos militares abrasados, y masas de oro y plata derretida. La recámara de la Reina fue destruida enteramente; y la pérdida de los grandes y caballeros en vajilla, joyas, y otros efectos preciosos, fue incalculable. Al principio se atribuyó el fuego á una traicion; pero despues se averiguó haber sido puramente efecto de una casualidad. La Reina, al retirarse á sus oraciones, habia mandado á una moza de cámara que apartase una vela que ardia en su gabinete, porque no le estorbase el dormir. Colocada la luz en otra parte de la tienda, se puso por un descuido muy cerca de unas colgaduras, á las cuales prendió el fuego, y se siguió el desastre referido.
Conociendo el ardoroso temperamento de los moros, se apresuró el Rey á destruir la confianza que les hubiese inspirado el suceso de la noche anterior. Aquella misma mañana se puso en movimiento el ejército cristiano, y saliendo de entre las ruinas del real, se adelantó hácia la ciudad con banderas tendidas, y sonido de cajas y trompetas, como si nada hubiese ocurrido.
Los moros habian mirado el incendio con asombro y perplejidad: al dia siguiente vieron el campo cristiano hecho una masa negra que humeaba todavia, y llegando sus espías, supieron en toda su extension la desgracia acaecida á los sitiadores. No bien habia corrido por la ciudad esta noticia, cuando vieron al ejército cristiano que marchaba hácia ellos. Creyeron los moros que era un ardid con que los cristianos querian encubrir su desesperada situacion, y facilitar su retirada; y Boabdil, movido de un impulso de valor, determinó salir en persona al campo para segundar el golpe que Alá parecia haber descargado sobre los cristianos.
Habia llegado el ejército enemigo hasta debajo de los muros de Granada, y estaba dando la tala á los jardines de los ciudadanos, cuando salió Boabdil con todo lo que quedaba de la flor y caballería de su capital. Pelearon los moros aquel dia con increible esfuerzo; ¿y qué mucho, si peleaban en los umbrales de sus casas, donde el mas cobarde se hace valiente, y en defensa de aquellos amados lugares que eran teatro de sus amores y placeres, y á la vista de sus esposas é hijas, de sus ancianos y doncellas, y de todo lo que el corazon del hombre estima y ama? No era esta una batalla sola, sino muchas reunidas en una; pues cada jardin era la escena de una contienda mortal; cada palmo de terreno era defendido con agonías de desesperacion, y cada paso que adelantaban los cristianos, les costaba su sangre y prodigios de valor. La caballería de Muza aparecia en todas partes, y donde quiera que llegaba daba nuevo ardor al combate; pero la infantería, cuya falta de firmeza habia sido fatal á los moros en tantas ocasiones, se dejó apoderar en esta de un terror pánico, y huyó en desórden, dejando al Soberano, con un puñado de caballeros, expuesto á una fuerza irresistible. Estuvo Boabdil á punto de caer en manos del enemigo, y á no haber sido tanta la velocidad de su caballo, no escapára de aquel peligro. Hizo Muza los mayores esfuerzos para detener á los fugitivos, y ordenar las hazes; pero fueron inútiles: creció el tumulto, y llegó á ser general la derrota de los moros. Muza, pesaroso y desesperado, hubo de retirarse con los demas, pues con la caballería sola no podia mantener el campo. Entrando en la ciudad, mandó cerrar las puertas, y asegurarlas con cerrojos y cadenas, por la poca confianza que tenia en los archeros y arcabuceros encargados de defenderlas. Entretanto tronaba la artillería desde los baluartes de la ciudad, y Fernando, detenido en sus progresos por el vivo fuego que se le hacia, recogió sus tropas, y volvió en triunfo á las ruinas de su campo.
Tal fue la última salida que hicieron los moros en defensa de su amada capital. El embajador francés, que se halló presente, quedó maravillado del modo de pelear y del esfuerzo y osadía de los moros. Verdaderamente la resolucion y constancia que manifestaron en todo el discurso de esta guerra, tiene pocos ejemplos en los anales de la historia. Despues de una lucha de diez años, y de una larga série de batallas en que la fortuna casi siempre se mostró contraria á las armas moras, despues de haber perdido sucesivamente casi todas sus plazas y fortalezas, y de haber muerto ó quedado cautivos tantos de sus hermanos, todavia perseveraban defendiendo cada castillo que les quedaba, cada peñon, cada palmo de terreno, con una tenacidad sin igual; y ahora que la metrópoli se hallaba sin apoyo y sin socorro, y que toda una nacion se habia agolpado bajo sus muros, tambien querian resistir, como si esperasen que la providencia intercediese en su favor con algun milagro. En su obstinada resistencia (dice un antiguo historiador) mostraban bien el dolor con que se despedian de aquella tierra y vega, que eran su cielo y paraiso, porque valiéndose de toda la fortaleza de sus brazos, parece que se abrazaban de aquella su carísima pátria, de la cual ningunas caídas, ningunas heridas ó muertes, los podian apartar; antes estuvieron firmes peleando por ella con las fuerzas juntas del amor y dolor, que merecia tan gran causa, mientras hubo manos y fortuna.
XXXVII
De la construccion de la ciudad santa Fé, y de la capitulacion de Granada.
Los moros, aunque desanimados por el descalabro que acababan de sufrir, todavia se lisonjeaban que el incendio del real y las próximas lluvias del otoño, pondrian al Rey Católico en la necesidad de levantar el campo y de retirar sus tropas. Pero las medidas que tomó Fernando, destruyeron muy pronto esta esperanza. Para convencer á los moros que su resolucion era perseverar en el asedio de la plaza hasta rendirla, mandó construir una ciudad formal en el mismo sitio que ocupaba el campo. La ejecucion de tan árdua empresa se encargó á nueve ciudades principales que rivalizaron entre sí con un celo digno de tan justa causa. En muy poco tiempo se vieron subir fuertes muros, poderosas torres y sólidos edificios, donde antes no habia mas que ligeras tiendas y humildes chozas. Cuatro calles principales atravesaban la ciudad en forma de cruz, terminando en cuatro puertas que miraban á los cuatro vientos. En el centro habia una plaza espaciosa, donde cabia un ejército entero. Á esta ciudad se habia determinado dar el nombre de Isabel, nombre tan amado del ejército y de la nacion; pero esta piadosa princesa no quiso sino que se llamase santa Fé, que es como se denomina al dia presente. Hecha la ciudad, acudieron á ella los comerciantes con todo género de mercancías, establecieron sus almacenes con abundancia de efectos muy preciosos, y dieron á aquella poblacion un aire de prosperidad que contrastaba singularmente con el silencio y soledad que reinaban en la capital vecina.
Entretanto, los rigores de la hambre empezaban á estrechar á los sitiados. Un convoy de víveres y dinero que venia para Granada desde las Alpujarras, cayó en manos del marqués de Cádiz, y fue conducido por él al campo sin que los moros, que lo veian, se lo pudiesen estorbar. Llegó el otoño, pero no habia cosechas; se acercaba el invierno, y ya la escasez de provisiones iba haciéndose muy sensible en la ciudad. Empezaron á desmayar los ánimos, y á desfallecer las fuerzas, y el pueblo, en sus recelos, recordaba los vaticinios de los astrólogos cuando nació su malhadado Monarca, con todo lo que se habia pronosticado de la suerte de Granada cuando la toma de Zahara.
Alarmado Boabdil por los peligros que le amagaban de fuera, y por los clamores de su pueblo, convocó un consejo compuesto de los capitanes principales del ejército, de los alcaides de las fortalezas, de los xeques ó sábios de la ciudad, y de los alfaquís ó doctores de la fé. Reunidos en la Alhambra, les requirió Boabdil que le propusiesen medidas para ocurrir á la necesidad extrema en que se hallaban. La desesperacion estaba retratada en los semblantes de los consejeros, y respondieron todos: la rendicion. El intendente, Abul Casim Abdelmelec, representó el estado deplorable de las cosas: “Nuestros graneros, dijo, están exhaustos; la comida de los caballos la toman los soldados para sí, y los mismos caballos los matan para su sustento; por manera que de siete mil que habia, no quedan sino trescientos: tenemos en fin, un vecindario de doscientas mil almas, que son otras tantas bocas que claman lastimosamente por los medios de subsistir.” Los xeques y ciudadanos principales confirmaron la relacion de Abul Casim, diciendo que no habia mas alternativa que entregarse ó morir.
Boabdil permaneció un rato silencioso y triste, y se mostró profundamente conmovido. Los consejeros, conociendo que vacilaba la resolucion del Rey, unieron sus votos, y le instaron de nuevo que otorgase la rendicion. Solo Muza se manifestó opuesto, diciendo que aun era temprano para tratar de la entrega, y que no estaban aun apurados los recursos. “Uno resta, añadió, terrible en sus efectos, y que en las ocasiones vale las mas cumplidas victorias; es la desesperacion. Animemos al pueblo, hagamos el último esfuerzo, y muramos si es preciso. ¡Por mí mas quiero que me cuenten en el número de los que perecieron en defensa de la pátria, que en el de los que presenciaron su estrago!”
Las palabras de Muza no produjeron efecto alguno: la experiencia de tantas calamidades tenia postrados los ánimos de sus oyentes, y el abatimiento público habia llegado á aquel grado en que el mas entusiasta se torna discreto, y en que se desatiende á los héroes para escuchar los consejos de los ancianos. Cedió Boabdil al voto general, se acordó la capitulacion, y se despachó al intendente Abul Casim Abdelmelec para tratar de las condiciones con los Soberanos.
Habiéndose presentado Abul Casim con este objeto en el real cristiano, fue recibido con mucho agasajo por los Reyes, que nombraron para tratar con él á Gonzalo de Córdoba y al secretario Fernando de Zafra; y despues de algunas conferencias se pusieron por escrito las capitulaciones siguientes:
Habria suspension de armas por espacio de setenta dias y si en este tiempo no venian socorros al Rey moro, se entregaria la ciudad de Granada.
Á todos los cautivos cristianos se pondria en libertad sin rescate.
El Monarca moro y sus caballeros principales, harian pleito homenage á los Soberanos de obedecerles y guardarles fidelidad; concediendo éstos á Boabdil ciertas tierras en las Alpujarras para su mantenimiento.
Los moros de Granada quedarian por vasallos de la corona de Castilla, conservarian sus bienes, caballos y armas, (menos la artillería) serian protegidos en el egercicio de su ley, y gobernados por sus cadis, con sujecion á las autoridades puestas por el Rey: estarian exentos de tributos por espacio de tres años, y los que despues se les exigiese, no serian mayores de los que habian pagado siempre á sus Reyes.
Los que quisiesen pasar al África, podrian verificarlo, con sus efectos, en embarcaciones que se les daria sin coste alguno.
Entretanto que se cumplian estas condiciones, se darian en rehenes cuatrocientos hijos de los ciudadanos moros mas principales, debiéndose al mismo tiempo restituir al Rey de Granada su hijo, y entregar todos los demas rehenes que habian quedado en poder de los Soberanos.
Volviendo á Granada el Wazir Abul Casim con estas capitulaciones, las presentó al Divan como únicas que se concedian. Cuando los consejeros vieron llegar el terrible momento en que debian firmar y sellar la perdicion de su imperio, y en que Granada iba á ser borrada del número de las naciones, faltó en todos ellos la firmeza, y en algunos pudo tanto el sentimiento que derramaron lágrimas. No asi Muza, que conservando su serenidad, dijo: “Señores, dejad el llanto á los niños y mugeres, y tengamos corazon, no para derramar lágrimas, sino hasta la última gota de sangre. Veo tan caidos los ánimos que parece ya imposible salvar la pátria. Pero queda un recurso á los nobles pechos, que es la muerte. La madre tierra recibirá lo que produjo, y al que faltare sepultura que le esconda, no fallará cielo que le cubra. No quiera Alá que se diga que los granadinos nobles no osaron morir por la pátria.”
Acabó Muza de hablar, y un alto silencio prevaleció en toda la asamblea. Volvió Boabdil los ojos en derredor, y en todos los semblantes no vió sino el abatimiento y la resignacion. “¡Alá achbar!, exclamó, ¡Dios es grande! en vano es el oponerse á la voluntad del cielo: demasiado cierto es que nací para ser en todo infortunado, y que el reino de Granada debe espirar bajo mi dominio.” “¡Alá achbar!, respondieron los visires y alfaquís, hágase la voluntad de Dios.” Ya se disponia el consejo á firmar las capitulaciones, cuando Muza, lleno de indignacion, volvió á levantarse, y dijo. “No os engañeis pensando que los cristianos serán fieles á sus promesas, ni creáis que su Rey será tan generoso vencedor, como venturoso enemigo. La muerte es lo menos que debemos temer: el saqueo de la ciudad, la profanacion de los templos, los ultrajes, las afrentas, la violacion de nuestras mugeres, calabozos, cadenas y esclavitud; he aqui las miserias que verán las almas viles: yo, por Alá, no las veré.” Diciendo estas palabras se salió muy airado, y habiendo tomado armas y caballo, partió de la ciudad por la puerta de Elvira, y nunca mas pareció.
Asi refieren los historiadores árabes el suceso de Muza Ben Abul Gazan; pero posteriormente parece haberse adquirido alguna luz sobre su suerte. Dice un coronista antiguo que la tarde de aquel dia, una partida de caballeros cristianos que discurria por las márgenes del Jenil, en número poco mas ó menos de veinte lanzas, vieron venir por el mismo camino un guerrero moro armado de punta en blanco, que traia calada la visera, la lanza en ristre, y su caballo cubierto asimismo de una armadura completa. Los cristianos iban armados á la ligera, con adarga, lanza y casco, pues habiéndose establecido la tregua, no pensaban ser acometidos; pero como viesen venir hácia ellos á este guerrero desconocido con aire tan hostil, le gritaron que se tuviese, y que declarase quien era. El moro, sin responder palabra, arremetió por medio de ellos, y atravesando á uno con la lanza, lo derribó de su caballo. Revolviendo entonces, acometió á los demas con el alfange: sus golpes eran furiosos y mortales, y parecia pelear no por la gloria sino por la venganza, no por conservar su vida sino por dar la muerte; pues todo su afan era herir en los cristianos sin cuidar de su defensa. Casi la mitad de los caballeros yacian muertos ó heridos por el suelo, sin que el furibundo moro hubiese recibido aun ninguna herida grave; tal era la finura y fuerza de las armas que llevaba; pero al fin cayó su caballo atravesado de una lanza, y él mismo, herido malamente, vino tambien al suelo. Los cristianos, admirando su valor, quisieron perdonarle la vida; pero el moro siguió defendiéndose de rodillas con un puñal agudo hasta quedar enteramente exhausto y sin fuerzas para combatir. Entonces, haciendo el último esfuerzo, se arrojó desesperado al rio, y se fue al fondo con el peso de las armas.
Este guerrero desconocido era Muza Ben Abul Gazan; su caballo fue reconocido por algunos moros que habia en el real cristiano; pero la verdad del hecho nunca se ha podido averiguar de todo punto, por las dudas que le rodean.
XXXVIII
Conmociones en Granada: entrega de la ciudad.
Las capitulaciones para la entrega de Granada se firmaron el dia 25 de noviembre, y desde aquel punto dejaron de hostilizarse dos naciones por tanto tiempo enemigas una de otra. El cauto Fernando no por eso permitió que entrasen provisiones en la ciudad, ni se descuidó en tomar las medidas convenientes para impedir que arribasen á las costas del reino socorros del extranjero; pues siendo los moros de su condicion tan ligeros y mudables, bastaria la ocasion mas pequeña para alterarlos, é inducirlos á tomar de nuevo las armas. Pero estas precauciones no eran necesarias: ni el Soldan de Egipto, ni las potencias berberiscas, se hallaban en estado de intervenir en esta guerra: sus propias contiendas les ocupaban demasiado para que pensasen en la defensa de Granada, ó bien repugnaban medir sus débiles fuerzas con las poderosas de Fernando.
Aun no habia espirado el mes de diciembre, y ya era excesiva la hambre que se padecia en la ciudad. Boabdil, viendo cuán poca esperanza habia de que en el término señalado por la capitulacion ocurriese algun evento favorable, y no queriendo prolongar las miserias de su pueblo, determinó, de acuerdo con el consejo, hacer la entrega de la ciudad el dia 6 de enero. El 30 de diciembre manifestó su intencion al Rey Fernando, por medio de Jusef Aben Connixa, quien le entregó los rehenes, como asimismo un presente de dos caballos castizos suntuosamente enjaezados, y una magnífica cimitarra.
Parecia estar decretado que las desgracias persiguiesen á Boabdil hasta el fin de su carrera. Al dia siguiente se presentó de nuevo en Granada aquel santon ó Dervís, Hamet Aben Zarrax, que ya en otra ocasion habia sido causa de alborotos. Corriendo por las calles y plazas con ojos encendidos y rostro espantable, daba voces como frenético, vituperando la capitulacion, denunciando al Rey y á los nobles como musulmanes solo en el nombre, é instigando el pueblo á tomar las armas. Á consecuencia, se alborotaron y armaron mas de veinte mil hombres, que anduvieron por la ciudad dando gritos é inspirando tal temor, que las tiendas y casas se cerraron, y tuvo Boabdil que refugiarse en la Alhambra. Duró este tumulto todo aquel dia y noche; pero á la mañana siguiente el entusiasta que lo habia excitado ya no parecia, ni se pudo saber qué se habia hecho, y asi volvió á tranquilizarse aquella turbulenta multitud. Saliendo entonces de la Alhambra el Monarca moro acompañado de sus principales caballeros, arengó al pueblo para persuadirles que cumpliesen la capitulacion acordada, pues estaban ya entregados los rehenes. Sin disimular sus yerros, y atribuyendo á sí mismo las calamidades de la pátria, dijo el desconsolado Monarca: “Bien sé que mis culpas, y el haberme alzado con el reino contra mi padre, son la causa de los males que padecemos, y que tan amargamente lloro. Por vuestro respeto, no por el mio, he hecho este asiento con los cristianos, deseando protegeros á vosotros, y á vuestras mugeres é hijos contra los horrores de la hambre que nos aqueja, y por aseguraros el ejercicio de vuestra religion, y la posesion de vuestros bienes, libertad y leyes, bajo el dominio de otro Soberano mas venturoso que vuestro desgraciado Boabdil.”
El tono patético con que el Monarca pronunció este discurso, conmovió los ánimos de sus oyentes, quedó determinado guardar la capitulacion, y aun hubo alguna voz que dijo: ¡viva Boabdil el Zogoibi!
En seguida envió el Rey sus mensageros á Fernando avisándole que el dia siguiente le entregaria la ciudad. Entretanto se hicieron en la Alhambra los preparativos necesarios para que al otro dia evacuase la familia real esta mansion deliciosa; se empaquetaron los tesoros y efectos mas preciosos, y se despojó de sus adornos aquellos soberbios salones de que sus moradores iban á despedirse para siempre. En esta ocupacion, y no sin lágrimas y lamentos, se pasó aquella triste noche. Al primer albor de la madrugada, salió la familia de Boabdil por una puerta escusada de palacio; y dirigiéndose por las calles mas retiradas, partieron silenciosamente la sultana Aixa, y Zorayma esposa del Rey, con sus damas y servidumbre, y una escolta pequeña pero leal de moros veteranos. Los soldados que estaban en las puertas, al abrirlas para que saliesen, derramaron lágrimas. La comitiva real, volviendo los ojos por la vez postrera sobre las sombrías torres de aquella régia morada que dejaba, prosiguió su camino por las márgenes del Jenil con direccion á las Alpujarras, hasta llegar á una aldea distante algunas leguas de la ciudad, donde se detuvo para esperar que se les reuniese el Rey.
Apenas el nuevo sol empezó á herir con sus rayos de oro las altas cumbres de Sierra nevada, se puso en movimiento el real cristiano. El obispo de Ávila, Fray don Hernando de Talavera, acompañado de un fuerte destacamento de infantería y caballería, se dirigió á la ciudad para tomar posesion de la Alhambra y sus torres, y pasando por delante de la puerta de los molinos, llegó al cerro de los Mártires, cerca de un postigo de la Alhambra. Aqui le salió al encuentro, acompañado de algunos pocos caballeros, el Rey moro, que habia dejado á su visir Jusef Aben Connixa, con el encargo de hacer la entrega del Alcázar. “Id, señor, dijo Boabdil á don Hernando, y ocupad esa fortaleza por los Reyes poderosos á quien Dios la quiere dar, en castigo de los pecados de los moros;” y sin decir otra palabra, siguió Boabdil su camino para recibir á los Soberanos Católicos. Don Hernando, pasando adelante, entró con sus tropas en la Alhambra, cuyas puertas estaban abiertas de par en par, y desiertos y solitarios sus magníficos aposentos. Entretanto, salió del Real el ejército cristiano en rigurosa ordenanza, y se adelantó hácia Granada. Salieron asimismo el Rey y la Reina con los príncipes sus hijos, y los prelados, grandes y caballeros de su corte, adornados todos con suntuosos atavíos. Con esta pompa y grandeza, procedieron los Soberanos al lugar de Armilla, que está á media legua de la ciudad, donde se detuvieron, por no haberse hecho todavia la señal de estar tomada la posesion.
Mirando ansiosamente las torres de la Alhambra, estuvieron aqui un rato esperando la señal convenida. Al fin vieron brillar á los rayos del sol la Cruz de plata, y tremolar el pendon sagrado en la torre de la vela. Al lado de éste se enarboló el estandarte de Santiago, y á su vista prorumpió el ejército todo en voces de alegría, gritando, ¡Santiago! ¡Santiago! Por último, se elevaron las armas reales, y dijo en alta voz el rey de armas: “Castilla, Castilla por el Rey don Fernando y la Reina doña Isabel.” Á estas palabras respondió el ejército con vivas y aclamaciones, cuyo eco resonó largo rato por la vega. Los Soberanos entonces se hincaron de rodillas, y dieron gracias á Dios por tan gran triunfo: otro tanto hicieron todos los de su acompañamiento, entonando al mismo tiempo los coristas de la capilla real el solemne canto de Te Deum laudamus.
Prosiguiendo su camino, llegó la procesion á una mezquita pequeña, que hoy es la ermita de san Sebastian. Aqui salió á recibir á los Reyes el desgraciado Boabdil, acompañado de unos cincuenta caballeros y criados. Estando cerca, hizo muestra de apearse del caballo, para besar la mano al vencedor. Pero Fernando le hizo la honra de no consentirlo, por lo que Boabdil, inclinándose hácia él, le besó en el brazo derecho. La Reina tampoco admitió el acatamiento del Rey moro; y para consolarle en su adversidad le entregó alli el príncipe su hijo, que hasta entonces habia quedado en tercería. Boabdil entonces, con rostro poco alegre y puestos los ojos en tierra, entregó á Fernando las llaves de la ciudad, diciendo: “Estas llaves son las últimas reliquias del imperio árabe en España. Tuyos son nuestros reinos, trofeos y personas: ¡tal es la voluntad de Dios! Recíbenos con la clemencia prometida de tí y esperada de nosotros”. Tomó el Rey las llaves con dignidad, y dijo á Boabdil: “No dudes de nuestras promesas, ni te falte el ánimo en la adversidad; pues lo que la fortuna de la guerra te ha quitado, lo resarcirá nuestra amistad.” Dicho esto, entregó Fernando las llaves á la Reina, que las dió al príncipe don Juan, de cuyas manos las recibió el conde de Tendilla, que estaba nombrado gobernador de la ciudad, y capitan general del reino de Granada.
Habiendo entregado el último símbolo de su poder, pasó Boabdil adelante la via de las Alpujarras, acompañado de algunos de sus caballeros mas leales. Llegando á donde su familia le esperaba, se reunió con ella, y todos juntos se dirigieron triste y silenciosamente al valle de Purchena, que era la morada que se les habia señalado. Despues de andar dos leguas, y cuando empezaban á internarse en las montañas, llegaron á una altura desde la cual se descubre últimamente la ciudad. Aqui se detuvo involuntariamente toda la comitiva, para contemplar por la vez postrera esta ciudad amada, que despues de algunos pocos pasos se ocultaria á sus ojos para siempre. Jamas les habia parecido tan hermosa: á los rayos de un sol resplandeciente, relumbraban los dorados chapiteles de sus alcázares y mezquitas; las erguidas almenas y torres de la Alhambra presentaban una majestuosa perspectiva; y en derredor, desplegaba la vega su verde seno, por donde corria engastada la líquida plata del cristalino Jenil. Mirando estaban los caballeros moros con el mas profundo dolor y sentimiento esta mansion deliciosa, teatro de sus amores y placeres, cuando salió de la ciudadela un remolino de humo, al que siguió inmediatamente el ruido confuso de una salva de artillería, anunciando la toma de posesion de la ciudad, y el fin del dominio de los árabes en España. El desconsolado Monarca no pudo ya contener el dolor que rebosaba en su corazon. “¡Alá achbar!, exclamó, ¡Dios es grande!” pero aqui le faltaron á un mismo tiempo la voz y la resignacion, y prorumpió en un torrente de lágrimas.
Su madre, la magnánima sultana Aixa, notando esta debilidad, le dijo indignada: “Bien haces de llorar como muger, lo que no fuiste para defender como hombre.”
El visir Aben Connixa, procurando consolar á su amo, le decia: “Considera, señor, que los grandes infortunios, si se toleran con magnanimidad, hacen célebres á los hombres tanto como las grandes hazañas.” Pero para Boabdil no habia consuelo, y entre lágrimas y suspiros dijo: “¡Qué infortunios jamas igualaron á los míos!” De aqui vino el llamarse Fez Alá achbar un cerro que está cerca del Padul; pero el punto desde el cual miró el Rey á Granada por la vez postrera, se denomina aun hoy dia, el último suspiro del moro.
XXXIX
Los Soberanos Católicos entran en Granada y toman posesion de la ciudad.
Habiendo recibido de manos de Boabdil las llaves de Granada, pasaron adelante los Reyes Católicos con todo el ejército; y estando muy cerca de la ciudad, vieron salir á su encuentro los cautivos cristianos, que tantos años habian llorado la pérdida de su libertad. Éstos, en número de quinientos, se presentaron á los Soberanos, descoloridos y macilentos, sacudiendo sus cadenas, y llorando alegrías. Recibiólos el Rey con la mayor ternura, llamándolos buenos españoles, vasallos leales y valientes, y mártires de aquella gran causa. La Reina les prodigó los consuelos, y les suministró por su mano cuantos socorros habian menester.
No pareció á los Soberanos entrar aquel dia en la ciudad, por no estar aun ocupada enteramente por sus tropas, ni asegurada de todo punto la tranquilidad pública. Pero entraron el marqués de Villena y el conde de Tendilla, con seis mil hombres, y se apoderaron de todas las fortalezas. Con ellos entraron el príncipe Cidi Yahye, llamado ahora don Pedro de Granada, que estaba nombrado alguacil mayor de la ciudad, y su hijo don Alonso, á quien se habia dado el cargo de almirante de la armada. Despues de un breve rato se vió relumbrar en todas las almenas los yelmos y lanzas de los cristianos, y tremolar en cada torre el estandarte de Castilla, y oyóse á las baterías anunciar con una estrepitosa salva, la subyugacion de la ciudad y la consumacion de la conquista.
Llegaron entonces los grandes y caballeros á besar la mano á los Soberanos como Reyes de Granada, y les dieron el parabien de su nuevo reino. Concluida esta ceremonia, regresaron todos en procesion al real de santa Fé.
La entrada solemne de Fernando é Isabel en Granada, se verificó el dia 6 de enero. Salieron del real por la mañana con mucho acompañamiento de prelados, grandes y caballeros, adornados todos con sus respectivas insignias y condecoraciones. Á tan brillante comitiva daba mayor lucimiento una poderosa escolta de guerreros resplandecientes de armas, con plumeros que azotaban el viento, y caballos arrogantes. Con esta solemnidad y fausto entraron los Reyes en la ciudad, y llegando á la mezquita mayor, consagrada ya como catedral, hicieron oracion, dando gracias al Todopoderoso por haberles concedido acabar felizmente la empresa de Granada, fin de tantas esperanzas y fatigas.
Concluido este acto religioso, pasó la procesion á la Alhambra; y este régio Alcázar, que poco antes habia sido centro de la grandeza de los Reyes moros, recibió en su recinto á la lucida corte de Castilla. Las damas y caballeros discurrian embelesados por los soberbios salones de este palacio tan celebrado en todo el mundo, y contemplaban con admiracion los primorosos arabescos é inscripciones que adornaban sus paredes, las claras fuentes de sus frondosos patios, y la curiosa labor de sus dorados techos.
La última solicitud de Boabdil, y la que manifiesta cuanto sentia él la mudanza de su fortuna, fue que no se permitiese á nadie salir ni entrar por la puerta por donde habia salido á hacer la entrega de la ciudad. Esta súplica le fue concedida, y se mandó tapiar la puerta, en cuyo estado queda todavia como monumento mudo de este suceso.
Nota. Como no todos tendrán
noticia de esta puerta, y del suceso que se refiere de ella, ha parecido
apropósito manifestar aqui las investigaciones que se hicieron sobre el
particular por el autor de esta historia. La puerta de que se trata se
halla al pié de una gran torre algo distante del cuerpo principal de la
Alhambra, cuya torre está casi arruinada por haberla volado los
franceses con pólvora cuando evacuaron esta fortaleza. Entre las ruinas
que yacen enderredor, cubiertas de parras é higueras, tiene su casita un
tal Mateo Jimenez, cuya familia ha vivido alli por muchas generaciones.
Este fue quien enseñó al autor la referida puerta, cerrada todavia de
piedra y yeso, asegurando haber oido decir á su padre y á su abuelo que
siempre habia estado tapiada, y que por ella salió Boabdil cuando
entregó la ciudad de Granada. El camino por donde se retiró el
desgraciado Monarca, pasa por el huerto del convento de los Mártires,
luego por un barranco inmediato y por una calle de chozas miserables, y
desde alli, por la puerta de los molinos, á la ermita de san Sebastian.
Pero para descubrir esta ruta, el anticuario mas exquisito se hallará
perplejo si el humilde historiador de aquellos sitios, Mateo Jimenez, no
le ayuda con sus conocimientos.
Año 1492.
Habiendo los Soberanos tomado asiento en el trono que les estaba prevenido en el salon de audiencia de este palacio, que por tanto tiempo habia sido mansion de Monarcas sarracenos, acudieron á hacerles el debido acatamiento, y á besarles la mano, los habitantes principales de Granada, y á su ejemplo hicieron lo mismo los diputados de los pueblos y fortalezas de las Alpujarras que aun no se habian sometido. Y asi terminó esta famosa guerra, despues de una sangrienta lucha de diez años de duracion; asi terminó tambien el dominio de los sarracenos en España, y se extinguió un imperio que habia subsistido setecientos setenta y ocho años, contando desde la memorable derrota de don Rodrigo, último Rey de los Godos, hasta la toma de Granada en el año 1492 de la Era de N. S.
APÉNDICE.
Suerte del Rey chico Boabdil.
La Crónica de la Conquista de Granada está ya concluida; pero acaso será interesante al Lector saber la suerte que posteriormente tuvieron algunos de los personajes principales. El desventurado Boabdil se retiró al valle de Purchena, donde se le habia concedido un territorio corto, pero fértil, con el señorío y rentas de varios pueblos. Al visir Jusef Aben Connixa se habia señalado igualmente muchas tierras; y asi él como Jusef Vanegas acompañaron al Rey en su retiro. Si cupiese en el corazon del hombre vivir contento con la posesion del bien presente, sin acordarse de grandezas pasadas, Boabdil hubiera podido al fin disfrutar algunos dias serenos. Viviendo en un valle delicioso y en el seno de su familia, rodeado de vasallos obedientes, y de leales amigos, hubiera podido volver atrás la vista, y contemplar su pasada carrera como quien recuerda las especies de un confuso y espantoso sueño; y debiera bendecir el cielo por haber despertado en el goce de tan dulce y tranquila seguridad. Pero Boabdil no podia olvidar que habia sido Monarca, y la memoria de la pompa régia en que se habia visto, le hacian mirar con desprecio todas las comodidades que disfrutaba.
En este estado de cosas el visir Aben Connixa, creyendo complacer á su amo, ó acaso inducido por los ministros de Fernando, se concertó con el Rey Católico para la venta de las posesiones de Boabdil, y sin la aprobacion ni consentimiento de éste, la efectuó por la cantidad de ochenta mil ducados de oro, que le fueron pagados en el acto. Aben Connixa, cargando el dinero en acémilas, partió alegre la vuelta de las Alpujarras, y llegando á presencia de Boabdil, le puso delante el oro, diciendo: “Señor vuestra hacienda traigo vendida; ved aqui el precio de ella. He querido apartaros del peligro en que vivís, permaneciendo en esta tierra. Los moros son una gente veleidosa y temeraria, y con el pretexto de serviros no dejarán de intentar cosas que acarreen la ruina de todos nosotros, y pongan en riesgo vuestra persona. He notado tambien la tristeza que os consume en este pais, donde todo os recuerda que fuisteis Rey, sin dejaros la menor esperanza de volverlo á ser. Vamos, señor, al África, que con este dinero compraremos alli mejor hacienda, y viviremos con mas honor y mas seguridad.”
Al oir estas palabras fue tal la cólera de Boabdil, que sacó el alfange, y si no le quitáran tan presto de delante á su oficioso visir, lo sacrificára en el acto á la rabia que le dominaba. Pero Boabdil no era vengativo; aquella llamarada de ira se apagó muy pronto, y viendo que el mal no tenia remedio, juntó sus tesoros y efectos preciosos, y partió con su familia y criados para un puerto de mar donde le esperaba un navío prevenido por órden del Rey cristiano.
Cuando llegó al puerto, acudieron muchos de los que habian sido sus vasallos para verle antes que partiese. Embarcóse Boabdil, y los espectadores viendo desplegadas al viento las velas del navío, ya libre de sus amarras, quisieran con una despedida afectuosa, mostrar á su desgraciado príncipe el interés que tomaban en su suerte; pero la consideracion del estado humilde á que habia llegado, trajo irresistiblemente á su memoria el apellido ominoso de su juventud: “¡Adios, Boabdil!, dijeron, ¡Alá te guarde, el Zogoibi!” Esta denominacion fatal se imprimió altamente en el corazon del expatriado Monarca, y de nuevo se le humedecieron los ojos al perder de vista las nevadas cumbres de la serranía de Granada.
Llegando á Fetz, fue bien recibido del Rey Muley Acmed, deudo suyo, y vivió muchos años en sus dominios. Su manera de vida en todo este tiempo, y si la pasó con resignacion ó disgusto, no lo dicen las historias. La última noticia que se tiene de él es del año 1526, treinta y cuatro años despues de la pérdida de Granada, cuando acompañó al Rey de Fetz á la guerra, para suprimir una insurreccion de dos hermanos llamados Xerifes. Los ejércitos se dieron vista en las orillas del Guatisved, junto al vado de Bacuba. El rio era profundo, las orillas altas; y por espacio de tres dias estuvieron los dos ejércitos haciéndose fuego de la una á la otra parte, sin atreverse ni unos ni otros á pasar aquel vado peligroso. Al fin, habiendo el Rey de Fetz dividido su ejército en tres trozos, dió el mando del primero á su hijo, en union con Boabdil, encargándoles que pasasen el vado y ocupasen al enemigo, mientras él llegaba con el resto de las tropas. Boabdil acometió la empresa con denuedo; pero cuando llegó á la orilla opuesta, fue tan vigorosamente atacado por el enemigo, que el hijo del Rey de Fetz y muchos de los capitanes mas valientes murieron en el primer encuentro. Retrocediendo estas tropas, se mezclaron con las demas que empezaban á pasar el vado, y se siguió la mayor confusion y desórden: la caballería atropellaba á los peones, y éstos, atosigados por la matanza que hacia en ellos el enemigo, no sabian á que parte volverse; por manera, que los que escapaban de morir á hierro perecian en el agua. En esta horrible carnicería sucumbió Boabdil, verdaderamente llamado el Zogoibi: triste ejemplo de los caprichos de la fortuna; pues tuvo este príncipe valor para morir en defensa de un reino ageno, no habiéndolo tenido para morir defendiendo el suyo.
Nota. En la galería de pinturas del Generalife, puede verse un retrato del Rey chico Boabdil, que está representado con semblante apacible, rostro hermoso y de buen color, y cabello rubio. Su vestido es de brocado amarillo con relieves de terciopelo negro, una gorra de la misma estofa y color, y sobre ésta una corona. En la armería de Madrid existen dos armaduras que se cree fueron suyas, una de ellas de acero sólido con muy pocas labores; y segun sus dimensiones, puede presumirse que Boabdil seria de buena estatura y de robusto cuerpo.
Muerte del marqués de Cádiz.
El célebre Rodrigo Ponce de Leon, marqués de Cádiz, fue sin duda el mas señalado entre los caballeros españoles por su valor, esfuerzo y grandes servicios en la guerra de Granada. Él fue quien dió principio á esta famosa empresa con la captura de Alhama; y él, despues de participar en casi todos los trances y sucesos de ella, presenció su fin; pues se halló en la toma de Granada que fue el sello de la conquista. Á la edad de cuarenta y ocho años, y cuando empezaba á disfrutar la gloria de tantos triunfos, vino la muerte y le arrebató cubierto de laureles. Murió este esforzado caballero el dia 27 de agosto de 1492, muy pocos meses despues de la conquista, habiendo sido ocasion de tan temprana muerte los achaques que le acarrearon los trabajos y fatigas de la guerra. El Cura de los Palacios, que le conocia, dice que se le citaba como el modelo mas perfecto de la virtud caballeresca de su tiempo: era moderado, casto, y muy piadoso; amante de los soldados, gran defensor de sus vasallos, justiciero, pero benigno, y enemigo de aduladores, cobardes y embusteros. Su ambicion era tan noble como grande, sus pasatiempos todos de un género guerrero. Amaba la geometría aplicada á la ciencia de la fortificacion, y gustaba de la música, esto es, de la música militar, y del sonido de cajas, clarines y trompetas. Como buen caballero, era protector del bello sexo, y no tenia menos acreditado su valor personal que su cortesía para las damas.
Su muerte causó un sentimiento general, por lo mucho que todos le honraban y querian. Sus parientes, criados y amigos, se cubrieron por él de luto, y éstos eran en tanto número, que la mitad de Sevilla se vistió de negro. Pero el que mas vivamente sintió su pérdida, fue su fiel amigo don Alonso de Aguilar.
Las honras fúnebres que se le hicieron, no podian ser mas suntuosas y solemnes. Su cuerpo, (dice el referido Cura de los Palacios) fue colocado en un atahud forrado de terciopelo negro, con una cruz de damasco blanco en la cubierta. Vistiéronle una rica camisa, un jubon de brocado, un sayo de terciopelo, y una marlota de brocado que le llegaba hasta los pies: al lado le pusieron su espada ceñida como él la traia siempre. Ataviado con esta magnificencia, y puesto el atahud en unas primorosas andas, lo colocaron en una sala baja de la casa de los Ponces. Los hermanos y parientes del difunto, la Duquesa su muger, y otras muchas dueñas, hicieron sobre él grandes lloros y sentimientos, y lo mismo hicieron sus criados, escuderos y toda la gente de su casa. Al caer de la noche vinieron mas de ochenta clérigos, y tres órdenes de frailes, y lo encomendaron, y lo sacaron de las andas, acompañándole ellos y todos los canónigos y dignidades de la santa Iglesia mayor, y los obispos que se hallaban en la ciudad; y de los seglares, el conde de Cifuentes, los regidores, veinte y cuatros, y alcaldes mayores. Lleváronle con mucha solemnidad, haciendo á trechos sus paradas, y la clerecía sus responsos; y daban tan grandes gritos las mugeres como si fuera su padre ó hermano. Salieron con él desde su casa doscientas y cuarenta hachas de cera, que parecia por donde pasaba que era la mitad del dia. Acompañáronle asimismo de su casa hasta la sepultura diez banderas que habia ganado en batallas de moros, las cuales alli iban cerca de él, y las pusieron sobre su tumba. Saliéronle á recibir los frailes de san Agustin con su cruz y cirios, y ocho incensarios vestidos de dalmáticas negras: y metiéndole en la iglesia, pusieron las andas en una muy alta cama, donde estuvo hasta que le dijeron cuatro vigilias, y dichas, lo depositaron en su tumba.
Su sepulcro, con aquellas antiguas banderas suspendidas sobre él, subsistió por siglos, excitando la admiracion y reverencia de cuantos tenian noticia de los hechos y virtudes de este héroe. Pero en el año de 1810 saquearon los franceses la capilla en que está situado, derribaron el altar, y destrozaron los sepulcros de los Ponces. La actual duquesa de Benavente, digna descendiente de esta ilustre y heróica casa, hizo despues recoger piadosamente las cenizas de sus abuelos, restableció el altar, y reparó la capilla. Pero los sepulcros han quedado enteramente arruinados, y en el dia una inscripcion en letras de oro, que se ha puesto en la capilla, es lo único que indica el lugar de sepultura del valeroso Rodrigo Ponce de Leon.
Suceso de don Alonso de Aguilar.
A los que toman algun interés en la suerte de don Alonso de Aguilar, uno de los capitanes mas celebrados que tuvo España, y amigo íntimo del marqués de Cádiz, acaso no será indiferente la relacion que sigue de las circunstancias particulares en que halló la muerte.
Inmediatamente despues de la conquista de Granada, empezaron los moros á manifestar en el desasosiego de sus ánimos la impaciencia con que sufrian el yugo de los cristianos. Las medidas que se tomaron para convertirlos, y el excesivo celo de los misioneros, les sirvió posteriormente de pretexto para alborotarse; y cundiendo en ellos el fuego de la sedicion, corrieron á las armas, levantaron el estandarte de la rebelion en las Alpujarras, y se hicieron fuertes en las asperezas de sierra Bermeja. El Rey Católico, instruido de estos tumultos, mandó pregonar perdon general á los que, deponiendo luego las armas, volviesen á su obediencia y á la profesion de la fé cristiana; si bien al mismo tiempo dió órden de marchar contra ellos á don Alonso de Aguilar, y á los condes de Ureña y de Cifuentes.
Hallábase don Alonso á la sazon en Córdoba; y aunque el número de tropas que se le dió para esta expedicion, no guardaba proporcion alguna con las dificultades de la empresa, no vaciló en acometerla. Tenia entonces este caudillo cincuenta y un años, habiéndolos pasado casi todos en la guerra; de suerte que los peligros eran ya su elemento natural. Á la experiencia que da el tiempo, unia todo el ardor de la juventud: su cuerpo, con el ejercicio y las fatigas, habia adquirido la consistencia del hierro: sus armas y arreos habian llegado á ser parte de su naturaleza, y puesto á caballo parecia un hombre de acero.
En esta ocasion llevó don Alonso consigo á su hijo don Pedro de Córdoba, que empezaba á entrar en la edad viril, y daba ya muestras de un espíritu osado y generoso. El pueblo de Córdoba, viendo como el veterano padre, vencedor en mil batallas, llevaba á su hijo á la guerra, se acordó del apellido de esta familia, y dijeron: “Ved el águila enseñando su hijo á volar; viva el valeroso linage de los Aguilares.”
La salida de don Alonso, y el temor que su nombre inspiraba á los moros, hizo que muchos de los rebeldes arrojasen las armas, y volviesen de paz á sus hogares. Pero andaba entre ellos la feroz tribu de los Gandules, moros africanos, que de ninguna manera querian rendir vasallage á los cristianos. Éstos tenian por caudillo un moro muy valiente y diestro, que llamaban el Ferí de Benastepar. Á instancias suyas reunieron los moros rebelados sus familias y efectos mas preciosos, abandonaron las llanuras, y llevando delante sus ganados, se recogieron á los lugares mas ásperos de sierra Bermeja. En la cumbre de la sierra habia un llano rodeado de peñas y precipicios, que formaban una fortaleza natural. Aqui, por disposicion del Ferí, se colocó á las mugeres, niños y todo el equipage; y en los puntos que dominaban las entradas de la sierra, se juntaron montones de piedras, para hacer mas peligrosa la subida, y dar mayor seguridad á este asilo.
Llegando los cristianos, sentaron su real cerca de Monarda, lugar fuerte, situado al pié de la sierra. Los moros, bajando de la montaña, se colocaron en la ladera, orillas de un arroyo que los separaba de los cristianos, y se dispusieron á defender á estos la subida. En este estado habian permanecido algunos dias, sin emprender unos ni otros cosa alguna, cuando una tarde ciertos soldados de don Alonso, tomando una bandera pasaron el arroyo, y sin órden ni concierto se arrojaron á subir la sierra: otros, estimulados por este ejemplo, se fueron en pos de ellos, y en breve se trabó en la ladera una pelea muy reñida. Los condes de Ureña y de Cifuentes, en vista de lo que pasaba, pidieron consejo á don Alonso de Aguilar. “Mi consejo, dijo don Alonso, en Córdoba lo dí, y allá se ha quedado: la empresa es temeraria; pero pues tenemos á los moros delante, salgamos á ellos, que si en nosotros conocen flaqueza, crecerá su ánimo y será mayor nuestro peligro: adelante, pues, y confiemos en Dios que será nuestra la victoria”.
Los cristianos entonces acometieron con denuedo, y empezaron á subir peleando la sierra arriba. Los moros se defendieron vigorosamente, hiriendo á sus contrarios con una lluvia de piedras y saetas, y recogiéndose, cuando se veian apretados, á unos parages llanos que habia á trechos en la ladera. Pero forzados á abandonar sucesivamente todas estas posiciones, se fueron contrayendo al llano mas alto, donde tenian sus mugeres y haciendas. Aqui hicieron el último esfuerzo, cediendo, al fin, al valor de don Alonso y de su hijo, que cargándolos á la cabeza de trescientos hombres, los obligaron á huir y á desamparar el puesto. La demas tropa, mirando la dispersion de los moros, dieron por ganada la batalla, se desmandaron á robar, y arrojaron las armas para cargarse de botin.
Era ya tarde, y empezaba á oscurecerse el dia. El Ferí, despues de grandes esfuerzos, logró atajar la fuga de los suyos. “Soldados, amigos, les decia, ¿dónde vais? ¿dónde huireis que no os alcance el enemigo? ¿Asi abandonais vuestras mugeres é hijos? volved á defenderlas, y no pongais la esperanza en los pies, teniendo armas en las manos.” El discurso del Ferí y los gritos y lamentos de las mugeres, que se oian á lo lejos, alentó á los moros, y les dió ánimo para volver á la pelea, cuando ya era de noche. Por desgracia se pegó fuego, y voló en aquel punto, un barril de pólvora, y su resplandor momentáneo, bastó para descubrir á los moros el desórden de los nuestros, su poco número, y el afan con que se ocupaban en la coleccion de los despojos. “Ahora es la ocasion, exclamó el Ferí, cerraos y herid en ellos, que están derramados y cargados de vuestra hacienda; yo iré delante de todos, y os abriré el camino.” Con esto avanzaron los moros al ataque, y dando espantosos alaridos, cargaron al enemigo con furia irresistible. Los cristianos, esparcidos y embarazados con la presa, se abandonaron á un terror pánico, arrojaron los despojos, y huyeron en desórden.
En este peligroso trance, solo se mantuvieron firmes don Alonso de Aguilar y algunos pocos de sus valientes; los demas, perseguidos por el enemigo, caen muertos, heridos ó derrumbados. Al fin los caballeros cristianos viéndose acometidos de frente y por espaldas, y hostigados por todo género de armas arrojadizas, propusieron á don Alonso abandonar la cumbre, y reparar en la ladera. “No, dijo don Alonso, que la casa de los Aguilares nunca volvió las espaldas en batallas de moros.” Apenas pronunció estas palabras, cayó á sus pies su hijo don Pedro, herido de una piedra que le derribó dos dientes, y atravesado el muslo de una flecha. El animoso jóven, apoyándose en una rodilla, quisiera todavia pelear al lado de su padre; pero éste lo entregó á don Francisco Alvarez de Córdoba, que lo sacó de la pelea. En vano hizo prodigios de valor este pequeño escuadron de héroes: uno despues de otro fueron todos sacrificados. El último fue don Alonso, que hallándose solo y sin caballo, y casi sin armas, desenlazado el coselete, y el pecho lleno de heridas, se defendia entre dos peñas contra la muchedumbre que le acosaba. Alli le fue á buscar un poderoso moro, que se separó de sus compañeros; y asiéndose á brazos los dos, comenzó una terrible lucha. “¡Yo soy don Alonso!, dijo nuestro héroe.” “¡Yo soy el Ferí de Benastepar!” replico el bárbaro, y clavándole al mismo tiempo un puñal, dió con él muerto en el campo.
Asi acabó don Alonso de Aguilar, el mas cabal de los caballeros de Andalucía, el mas poderoso de los grandes de Castilla, y el mas distinguido por su estado, por su condicion, y por sus hechos. Habia sido general de varios ejércitos, virey, autor de grandes empresas, y vencedor en muchas batallas: habia muerto por su mano muchos capitanes moros, entre otros Aliatar, el alcaide de Loja, combatiendo con él cuerpo á cuerpo en las orillas del Jenil: era discreto, magnánimo, justo á par de valiente, y era el quinto señor de su casa que habia perecido en batalla de moros.
El conde de Ureña entretanto, habia logrado con mucha dificultad reunir algunos de los fugitivos, y contener el ímpetu de los moros con el apoyo del conde de Cifuentes, que habia quedado al pié de la sierra con la retaguardia. Todavia dió el enemigo algunos ataques en el discurso de la noche; pero á la mañana siguiente cesó el combate, y volvieron los moros á ocupar el llano que tenian en la cumbre.
La noticia de este desastre alcanzó al Rey en Granada, y le determinó á pasar en persona á castigar á los rebeldes. Su presencia con una fuerza competente desconcertó á los moros, y en breve restableció la paz en las Alpujarras. De los prisioneros que se tomaron se supo el trágico fin de don Alonso, á quien hallaron entre montones de muertos, y tan desfigurado por sus heridas, que apenas se le pudo reconocer. Toda Córdoba lloró su pérdida, y acompañó su cadáver con lágrimas á la iglesia de san Hipólito, donde fue depositado. Algunos años despues, su hija doña Catalina de Aguilar, hizo componer su tumba; y habiéndose examinado el cuerpo, se halló entre los huesos un gran hierro de lanza. El nombre de este esforzado y cumplido caballero ha sido muy celebrado por coronistas y poetas; su desastre ha servido de asunto á muchos romances y cantares, y aun hoy se conserva afectuosamente su memoria en Córdoba, donde es muy comun una letrilla que expresa el sentimiento del público por su muerte, y el resentimiento que tenian con el conde de Ureña, á quien acusaban de haberle abandonado, y dice:
Decid, conde de Ureña,
¿Don Alonso dónde queda?