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Edición física «Antonina o la Caída de Roma»
Su madre española le había cantado hora tras hora en su cuna durante el corto tiempo en que se le permitió cuidar de su hija. Nada había logrado borrar la impresión que ello causara en las nacientes facultades de la pequeña. Aunque sus más tempranos recuerdos eran sólo los de la amargura de su padre, aunque la forma que pronto asumió la desesperada penitencia de éste la condenó a una vida de reclusión y a una educación preñada de admoniciones, el apego apasionado a los sonidos melodiosos que le inspirara la voz de su madre, que casi bebiera del pecho materno, se mantuvo a pesar de todas las incurias y sobrevivió a todas las oposiciones. Su fuente nutricia eran los recuerdos infantiles, los retazos de canciones oídas desde su ventana, el paso nocturno del viento invernal por las arboledas de la colina Pinciana; y su primera y extasiada gratificación habían sido los primeros sonidos del laúd del senador romano. El lector ya conoce, por la narración de Vetranio en Rávena, cómo se había hecho de un instrumento y de la habilidad para tocarlo. Si el frivolo senador hubiera descubierto la verdadera intensidad de las emociones que su arte despertaba en el pecho de su alumna mientras le enseñaba; si hubiera imaginado cuan incesantemente su sentido del deber luchaba durante las lecciones con su amor por la música —cuan completamente se sumía en un momento en una agonía de dudas y temores, en otro en un éxtasis de disfrute y esperanzas—, su asombro ante la frialdad que ella le manifestara y que de manera tan vivida expresara en su entrevista con Julia en los jardines de la corte habría sido mucho menor. Lo cierto es que nada era más cabal que la pueril inconsciencia de Antonina acerca de los sentimientos que despertaba en Vetranio. Cuando estaba en su presencia, los remanentes de sus afectos que no habían sido agostados por sus temores se sentían únicamente atraídos y apresados por el amado y hermoso laúd. Al recibir el instrumento, ante la apoteosis que significaba ser su dueña, casi olvidó a quien se lo obsequiaba; o, si pensó en él, fue para sentirse agradecida por escapar incólume de manos de un miembro de la clase sobre la cual las reiteradas admoniciones de su padre le habían hecho concebir vagos sentimientos de temor y desconfianza, y para decidir que, ahora que le había dado las gracias por su amabilidad y que se retiraba de sus dominios, nada la induciría a correr el riesgo de que su padre la descubriera y de arrostrar los peligros de volver a ellos.
533 págs. / 15 horas, 34 minutos.
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Publicado el 1 de febrero de 2017 por Edu Robsy.
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