Las Afinidades Electivas

Wolfgang Goethe


Novela



Primera parte

I

Eduardo —damos este nombre a un acaudalado barón, en lo mejor de su edad— había pasado las más bellas horas de una tarde de abril en su vivero, injiriendo en patrones jóvenes unos bien conservados injertos. Acababa de terminar su faena; recogía sus herramientas en el estuche y contemplaba con gran satisfacción su obra, cuando se le acercó el jardinero y se regocijó al ver el celo con que su señor participaba en los trabajos.

—¿No has visto a mi mujer? —preguntó Eduardo, disponiéndose a partir.

—Está al otro lado, en el jardín nuevo —contestó el jardinero—. Terminarán hoy la cabaña de musgo que están construyendo junto al tajo de peñascos, frente al castillo. Todo ha resultado muy bien, y tiene que gustarle al señor. La vista desde allí es hermosísima: al fondo, la aldea; un poco a la derecha, la iglesia, y enfrente, el castillo y los jardines.

—Es verdad —respondió Eduardo—; he visto trabajar a los, obreros desde muy cerca de aquí.

—Después —prosiguió el jardinero— ábrese el valle a la derecha y se descubre una alegre lejanía sobre los magníficos vergeles. La senda, que se encarama por las rocas, está muy bien trazada. La señora sabe lo que tiene entre manos, y todo el mundo trabaja con gusto bajo sus órdenes.

—Ve allá —dijo Eduardo— y ruégale que me espere. Dile que deseo ver su nueva obra y disfrutar de ella.

El jardinero se retiró apresuradamente y pronto lo siguió Eduardo.

Descendió por las terrazas, inspeccionando al paso los invernaderos y camas calientes, hasta llegar al arroyo, y después atravesando el puentecillo, alcanzó el sitio donde se dividía en dos el sendero de la parte nueva del jardín. Prescindió del uno, que cruzando el cementerio iba bastante directo hacia los peñascos, para tomar el otro, que algo más lejos, a la izquierda, se dirigía hacia arriba a través de un gracioso bosquecillo; en el sitio donde volvían a reunirse los dos senderos descansó unos momentos en un bien situado banco rústico; emprendió después la verdadera subida y, a través de toda suerte de escaleras y rellanos, se vio conducido a un camino, unas veces más y otras menos empinado, y por último a la cabaña del musgo.

Carlota recibió en la puerta a su esposo e hizo que se sentara en forma que de una sola ojeada pudiera abarcar los diversos cuadros en que se mostraba el paisaje, como en un marco, a través de la puerta y la ventana. Contemplólo él con complacencia, en la esperanza de que bien pronto la primavera había de animarlo todo aún más abundantemente.

—Un solo reparo tengo que oponer —añadió—. La choza me parece harto pequeña.

—Para nosotros dos es bastante amplia —respondió Carlota.

—Tienes razón —dijo Eduardo—, y además es posible que todavía haya lugar para un tercero.

—¿Por qué no? —repuso Carlota—. Y hasta para un cuarto. Para una reunión más numerosa ya dispondremos otros sitios.

—Ya que estamos aquí solos, sin ser importunados por nadie —dijo Eduardo—, y con ánimo pacífico y alegre, tengo que confesarte que hace ya algún tiempo que llevo en mi pecho una cosa que tengo que confiarte, y que deseo hacerlo aunque todavía no he podido llegar a ello.

—He notado ya en ti algo de eso —repuso Carlota.

—Y te confesaré, además —prosiguió Eduardo—, que si no me diera prisa el correo de mañana temprano, si no tuviéramos que tomar una decisión hoy mismo, quizá hubiera guardado silencio aún por más tiempo.

—¿De qué se trata? —preguntó Carlota, saliendo amablemente al encuentro de la cuestión,

—Se trata de nuestro amigo el capitán —respondió Eduardo—. Sabes la triste situación en que, lo mismo que tantos otros, sin culpa suya, se encuentra. ¡Qué doloroso tiene que ser para un hombre de sus conocimientos, sus talentos y sus habilidades, verse sin ocupación alguna! Y... por eso no quiero seguir ocultándote lo que deseo para él: querría que lo acogiéramos en nuestra casa durante algún tiempo.

—Hay que reflexionar sobre ello y que considerarlo en más de un aspecto —repuso Carlota.

—Estoy dispuesto a comunicarte mi opinión —replicó Eduardo—. En su última carta reina la silenciosa expresión del más profundo descontento; no porque le falte con qué hacer frente a sus necesidades, pues sabe estrecharse en todo, y, además, yo he cuidado de lo indispensable; tampoco le pesa aceptar algo de mí, pues durante toda la vida nos hemos ayudado tanto recíprocamente, que nos sería imposible saber en qué relación están nuestro debe y haber; el estar desocupado es lo que en realidad le atormenta. Emplear cada día y cada hora en provecho de otros las múltiples facultades que ha cultivado en sí es su único placer, casi su pasión. ¡Y estarse ahora con los brazos cruzados o continuar sus estudios, adquiriendo aún mayores talentos, ya que no puede emplear los que posee en abundancia!... Comprenderás, querida niña, que es una triste situación que en su soledad le aflige doblemente.

—Creía, sin embargo, —dijo Carlota—, que desde diversos lugares se le habían ofrecido colocaciones. Yo misma escribí en su favor a varios amigos y amigas eficaces, y, en cuanto se me alcanza, mis gestiones no dejaron de hacer efecto.

—Tienes razón —repuso Eduardo—; pero hasta esas mismas proporciones, hasta esos mismos ofrecimientos le han causado nuevo dolor e inquietud. Ninguna de esas plazas es propia para él. No se le pedía que actuara, sino que tendría que sacrificar su tiempo, sus opiniones, su manera de ser, y eso le es imposible. ¡Cuanto más considero todo esto, cuanto más me afecta, tanto más vivo se hace en mí el deseo de verlo a nuestro lado!

—Es muy bello y amable de tu parte —repuso Carlota— el que tomes tanto interés por la situación de tu amigo: pero permíteme que te invite a que pienses también en ti, también en nosotros.

-—Ya lo he hecho —le replicó Eduardo—. De su proximidad sólo podemos prometernos satisfacciones y ventajas. No quiero hablar de los gastos, que en todo caso serán insignificantes para mí si se traslada a nuestra casa; sobre todo teniendo en cuenta, al mismo tiempo, que su presencia no nos causará la menor molestia. Puede habitar en el ala derecha del castillo, y todo lo demás ya se irá arreglando. ¡Qué servicio tan grande se le hará con ello y qué encanto tendrá para nosotros, y hasta qué provecho, su trato inmediato! Hace tiempo que deseo tener un plano exacto de la posesión y sus contornos; él cuidará de ello y dirigirá los trabajos. Tienes el propósito de que explotemos nosotros mismos las fincas cuando hayan transcurrido los años de los arriendos actuales. ¡Qué arriesgada es semejante empresa! ¡Cuántas ideas preliminares puede él proporcionarnos! En todo noto la falta de una persona como él a mi lado. Los hombres de campo suelen tener mucho saber práctico; pero sus explicaciones son confusas y poco leales. Los que han estudiado en la ciudad y las universidades son claros y metódicos, pero les falta la experiencia directa. Puedo prometerme que en este amigo se reunirán ambas cosas; y brotan, además de ello, otras muchas consecuencias que me agrada representarme, que también guardan relación contigo, y de las que preveo mucho bien. Te agradezco que me hayas escuchado amablemente; pero ahora habla también tú con toda libertad y circunstanciadamente, y dime lo que tengas que decir: no he de interrumpirte.

—Muy bien —repuso Carlota—; por lo tanto, quiero ya comenzar con una observación general. Los hombres piensan más en lo particular, en lo presente, y con razón, pues están llamados a hacer y actuar; en cambio, las mujeres piensan más en lo que en la vida guarda relación entre sí, y con la misma razón, ya que su destino y el destino de sus familias se apoyan en esta dependencia, la cual, por lo demás, es exigida precisamente de ellas. Lancemos por eso una ojeada a nuestra vida presente y a la pretérita, y reconocerás que el llamar al capitán no se ajusta por completo a nuestros propósitos, nuestros planes y nuestras disposiciones. ¡Con qué gusto recuerdo nuestras relaciones primeras! Ya cuando jóvenes, nos amamos muy tiernamente; fuimos separados uno de otro: tú, porque tu padre, con un afán jamás saciado de riquezas, te enlazó con una mujer rica bastante más vieja que tú; yo, porque tuve que conceder mi mano, sin ninguna especial razón, a un hombre bien acomodado, a quien no amé, pero respeté mucho. Nos vimos libres al cabo de unos años; primero tú, al haberte dejado tu madrecita en posesión de una gran fortuna; más tarde yo, precisamente en el tiempo en que regresabas de viaje. Volvimos así a encontrarnos. Gozamos con los recuerdos, amamos los recuerdos y podíamos vivir uno cerca de otro sin obstáculo. Entonces rogaste que nos uniéramos; no consentí en seguida, pues como somos aproximadamente de la misma edad, yo, como mujer, había envejecido más que tú como hombre. Pero, por fin, no quise negarte lo que parecías considerar como tu única felicidad. Querías descansar a mi lado de todas las fatigas que habías experimentado en la corte, en la milicia y los viajes; querías recobrar tu tranquilidad espiritual y gozar de la vida, pero sólo conmigo. Puse en un colegio a mi única hija, donde, a la verdad, se educa de un modo mucho más amplio de lo que hubiera sido posible lograr en una residencia campesina; y no sólo a ella, también llevé allí a Otilia, mi querida sobrina, que quizá, bajo mi dirección, se hubiera preparado aquí del mejor modo para ser una buena ayuda en los menesteres de la casa. Hice todo eso, con tu consentimiento, sólo para que pudiéramos gozar sin estorbos de la felicidad tan anhelosamente deseada en la juventud y alcanzada por fin más tarde. Así hemos entrado en nuestra residencia campesina. Tomé yo a mi cargo lo del interior de la casa; tú, lo del exterior y lo tocante al conjunto. Están dadas todas las disposiciones para poder adelantarme en todo a tus deseos y vivir para ti solo; probemos, por lo menos durante algún tiempo, para ver hasta qué punto nos bastamos de esta manera uno a otro.

—Por lo tanto —repuso Eduardo—, ya que, como dices, lo que guarda relación entre sí es vuestro propio elemento, no hay en verdad que oíros hablar ordenadamente o decidirse a daros la razón, y también tú debes tenerla hasta el día de hoy. Las bases que le hemos dado hasta ahora a nuestra existencia son de buena especie; pero ¿acaso no debemos construir nada más sobre ellas y no debe desarrollarse nada más de ellas? Lo que yo realizo en el jardín y tú en el parque, ¿sólo será hecho para ermitaños?

—¡Está bien! —repuso Carlota—, ¡muy bien! ¡Con tal de que no introduzcamos nada embarazoso y extraño! Considera que nuestros propósitos, hasta en lo tocante a entretenimientos, sólo se referían en cierto modo a nuestra mutua sociedad. Querías, primero, darme a conocer por su debido orden los diarios de tus viajes; con este motivo, arreglar a la vez muchos papeles referentes a ellos, y con mi cooperación, con mi ayuda, sacar de aquellos cuadernos y notas, tan inapreciables pero confusos, una obra de que resultará recreo para nosotros mismos y los demás. Te prometí ayudarte a poner todo en limpio, y habíamos pensado que sería tan cómodo, tan ameno, tan agradable e íntimo recorrer con el recuerdo el mundo que no nos había sido dado ver juntos. ¡Si hasta hemos ya comenzado! Además, has vuelto a dedicarte a tocar la flauta por las noches, acompañado por mí al piano; tampoco nos faltan visitas de la vecindad y en la vecindad. Yo, por lo menos, tenía con todo esto planeado el primer verano verdaderamente feliz que pensaba pasar en mi vida.

—¡Si no fuera que, a pesar de todo lo que me repites tan cariñosa y sensatamente —repuso Eduardo, frotándose la frente—, no puedo echar de mí el pensamiento de que la presencia del capitán no descompondría nada, sino que más bien nos estimularía y daría nueva animación! También él hizo conmigo una parte de mis viajes; también él hizo muchas observaciones, aunque con diferente espíritu; utilizaríamos reunido todo eso y sólo entonces se produciría un lindo conjunto.

—Pues deja que te confiese sinceramente —replicó Carlota con cierta impaciencia— que este proyecto repugna a mi sensibilidad; que tengo un presentimiento, que no me anuncia nada bueno.

—De esta manera seríais realmente invencibles las mujeres —repuso Eduardo—; primero tan sensatas, que no se puede contradeciros; tan cariñosas, que causa placer el rendirse a vosotras; tan sensibles, que no hay quien ose haceros daño; tan llenas de presentimiento, que se siente espanto.

—No soy supersticiosa —repuso Carlota—, y no les daría importancia alguna a esos oscuros impulsos si no fueran más que eso; pero en su mayor parte son inconscientes recuerdos de las consecuencias felices o infelices que de nuestras propias acciones o de las de los otros hemos experimentado. Nada es más importante, en cualquier situación, que la intervención de un tercero. He visto amigos, hermanos, amantes, esposos, cuyas relaciones han sido cambiadas por completo, cuya situación fue en absoluto trastornada por la proximidad, casual o voluntaria, de una tercera persona.

—Eso puede ocurrir —repuso Eduardo— con hombres que van a ciegas por la vida, no con aquellos que son más conscientes, iluminados ya por la experiencia.

—La conciencia, querido mío —replicó Carlota—, no es ningún arma eficaz; hasta a veces es peligrosa para aquel que la lleva; y de todo esto resulta, por lo menos, que no debemos precipitarnos. Concédeme aún unos días de plazo; no decidas nada.

—Tal como están las cosas —contestó Eduardo—, aun dentro de unos días será precipitada la determinación que tomemos. Hemos expuesto alternativamente las razones en pro y en contra; se trata de decidir, y sería realmente lo mejor que se lo confiáramos a la suerte.

—Ya sé —repuso Carlota— que en casos dudosos te gusta apostar o echarlo a suertes; pero en un asunto tan serio lo tendría por delito.

—Pero ¿qué debo escribirle al capitán? —exclamó Eduardo—. Tengo que contestarle en el acto.

—Escríbele una carta tranquila, sensata y consoladora —dijo Carlota.

—Lo cual equivale a no decir nada—repuso Eduardo.

—Sin embargo, en muchos casos —repuso Carlota— es mejor y más amable no decir nada que no escribir.

II

Eduardo se encontró solo en su habitación, y, en realidad, el haber oído de labios de Carlota el relato del destino de su vida, la exposición de la situación de ambos y de sus proyectos, había provocado una agradable excitación en su espíritu. Se había sentido tan feliz cerca de ella y en su compañía, que concibió una carta para el capitán, cariñosa, llena de simpatía, pero serena y que no le comprometía a nada. Mas cuando se acercó a su escritorio y cogió la carta de su amigo para leerla otra vez, en seguida se le vino de nuevo a las mientes la triste situación de aquel hombre excelente; volvieron a despertarse todos los sentimientos que lo habían atormentado aquellos días, y le pareció imposible abandonar a su amigo en una tan congojosa posición.

Eduardo no estaba acostumbrado a privarse de nada. Desde la infancia, hijo único y mimado de unos padres ricos que habían sabido inducirle a un matrimonio extraño, pero sumamente ventajoso, con una mujer mucho más vieja que él; regalado también de todas suertes por ésta, que procuraba corresponder a su buena conducta para con ella por medio de la mayor liberalidad; único señor de sí mismo después de su pronta muerte, independiente en los viajes, capaz de toda variación y todo cambio, no deseando nada excesivo, pero sí muchas cosas y diversas, franco, benéfico, bueno y hasta valiente llegado el caso..., ¿qué podía en el mundo oponerse a sus deseos?

Hasta entonces todo había resultado según su idea; incluso había llegado a poseer a Carlota, conquistándola al fin mediante una fidelidad obstinada y hasta novelesca; y ahora veía por primera vez ante sí una oposición, por primera vez un obstáculo, justamente cuando quería tener a su lado a su amigo de la infancia; cuando quería, por decirlo así, redondear todo el círculo de su existencia. Estaba de mal humor, impaciente; tomó repetidas veces la pluma y volvió a dejarla, por no ponerse de acuerdo consigo mismo sobre lo que debía escribir. No quería ir contra los deseos de su mujer, pero tampoco podía acceder a su afán; estando intranquilo como estaba, tenía que escribir una carta tranquila, cosa que le hubiera sido totalmente imposible. Lo más natural era dar largas al asunto. En pocas palabras rogó a su amigo que perdonase no le hubiera escrito en aquellos días y que hoy no le escribiera circunstanciadamente, y le prometía para muy pronto una carta más importante y tranquilizadora.

Carlota, al día siguiente, en un paseo hacia el mismo lugar, aprovechó el momento para reanudar la conversación, acaso convencida de que el modo más seguro de truncar un proyecto es debatirlo repetidas veces.

Eduardo estaba deseoso de esta repetición. Según su costumbre, se expresó de una manera amistosa y agradable, pues aunque él, impresionable como era, se inflamaba fácilmente y sus vivas demandas podían ser enfadosas y su obstinación impacientaba a veces, sin embargo, todas sus expresiones estaban de tal modo dulcificadas por una perfecta consideración hacia su interlocutor, que siempre había que encontrarlo amable, aunque resultara inoportuno.

De tal manera, aquella mañana puso primero a Carlota del más excelente humor, y la perturbó después por completo por medio de galantes frases, hasta que por último exclamó ésta:

—De fijo que quieres que le conceda al amante lo que le había negado al marido. Por lo menos, querido mío —prosiguió—, debes darte cuenta de que tus deseos y la amable vivacidad con que los expresas no han dejado de enternecerme y conmoverme. Me obligan a hacerte una confesión. También yo te he ocultado algo hasta ahora. Me encuentro en una situación semejante a la tuya, y he ejercitado ya sobre mí la misma violencia que te pido ahora que ejerzas sobre ti.

—Lo oigo con gusto —dijo Eduardo—; voy notando que en el matrimonio hay que discutir de vez en cuando, pues de ese modo averigua uno algo del otro.

—Pues, entonces, te diré —dijo Carlota— que a mí me está sucediendo con Otilia lo mismo que a ti con el capitán. Me disgusta sobremanera saber que la querida niña está en un internado donde se encuentra en circunstancias muy penosas. Mientras que Luciana, mi hija, que ha nacido para el mundo, se educa allí para el mundo, se las entiende fácilmente con idiomas, historia y toda la diversidad de conocimientos que le son comunicados lo mismo que con repentizar sus piezas y variaciones; mientras que con su natural vivo y feliz memoria podría decirse que en un momento lo olvida y lo recuerda todo, y se distingue de las otras por su soltura de modales, gracia para bailar, decorosa facilidad en la conversación, y se hace reina del pequeño circulo por su carácter innatamente dominador; mientras que la directora de este colegio la considera como una pequeña divinidad, que se está formando ahora entre sus manos, de la que podrá preciarse que aumentará su reputación y le servirá para atraer más discípulas: mientras que las primeras páginas de sus cartas e informes mensuales no son más que himnos sobre las excelentes cualidades de tal niña, que yo sé muy bien traducir a mi prosa, en cambio, lo que al final enuncia de Otilia no son más que excusas tras excusas de que una muchacha que, por lo demás, se va haciendo tan bella, no quiera desarrollar su espíritu y mostrar alguna habilidad y disposiciones. Lo poco que suele añadir tampoco es para mí ningún enigma, pues descubro en esa querida niña todo el carácter de su madre, mi amiga más querida, que se educó conmigo, y de cuya hija, seguramente, podría yo formar un ser encantador, si pudiera tenerla bajo mi cuidado y dirección. Pero como esto no entra en nuestros planes, y no debe uno alterar y remover tanto sus condiciones de vida ni atraer constantemente algo nuevo, prefiero reprimirme; hasta venzo la desagradable impresión de que mi hija, que de sobra sabe que la pobre Otilia depende completamente dé nosotras, se sirva con soberbia de sus ventajas y anule así, en cierto modo, nuestra buena obra. Pero ¿quién será lo bastante bien educado para no hacer valer a veces su superioridad de una manera cruel para los otros? ¿Quién está tan alto que no tenga que sufrir, a veces, bajo tal presión? Tales pruebas aumentan el valor de Otilia; pero desde que comprendí claramente su situación penosa, he hecho diligencias para llevarla a otro lado. De un momento a otro debo recibir contestación, y entonces no vacilaré. Así están mis asuntos, querido mío. Ya ves que los dos pasamos por las mismas preocupaciones con un corazón fiel y amistoso. Soportémoslas juntos, ya que no se compensan mutuamente.

—¡Qué extrañas criaturas somos! —dijo Eduardo sonriéndose—. En cuanto podemos desterrar de nuestra presencia algo que nos preocupa, creemos ya que el asunto está resuelto. En lo general somos capaces de grandes sacrificios; pero que nos resignemos en lo menudo es una pretensión que suele estar por encima de nuestras fuerzas. Así era mi madre. Mientras viví con ella de niño y de muchacho, no podía librarse de las preocupaciones del momento. Si me retrasaba en un paseo a caballo, tenía que haberme sucedido una desgracia; si me sorprendía un chaparrón, estaba segura de que la mojadura me produciría fiebre. Salía de viaje y me alejaba de ella, y entonces apenas parecía ser cosa suya Considerándolo más detalladamente —prosiguió diciendo—, los dos obramos de una manera absurda e injustificada al abandonar en sus penas y depresiones a dos seres tan nobles y tan queridos para nuestro corazón sólo por no exponernos a algún peligro. Si este proceder no ha de calificarse de egoísta, ¿qué es lo que ha de llamarse así? Acoge tú a Otilia; yo haré lo mismo con el capitán, y, ¡en el nombre de Dios!, hagamos la prueba.

—Aún podríamos atrevernos a ello —dijo Carlota, pensativa— si el peligro fuera solamente para nosotros. Pero ¿acaso crees tú que sería prudente albergar juntos al capitán y a Otilia, un hombre aproximadamente de tus años, edad en que comienza el hombre (¡que tenga yo que decirte en tu propia cara este halago!) a estar más dispuesto para el amor y a ser más digno de ser correspondido, y una muchacha de los méritos de Otilia?

—Tampoco sé cómo puedes apreciar tan altamente a Otilia —repuso Eduardo—. Sólo me lo explico pensando que la hija ha heredado tu afecto hacía la madre. Cierto que es bonita, y recuerdo que el capitán me lo hizo observar a nuestro regreso, hace un año, cuando la encontramos contigo en casa de tu tía. Es bonita y, sobre todo, tiene hermosos ojos; pero, sin embargo, no podría decir que hubiera hecho la menor impresión en mí.

—Eso es muy loable en ti —dijo Carlota—. pues estaba yo presente, y aunque ella es mucho más joven que yo, la presencia de la vieja amiga tenía tantos atractivos para ti que no has reparado en lo que prometía aquella naciente belleza. Es muy propio de tu manera de ser, por la cual con tanto gusto comparto mi vida con la tuya.

Aunque Carlota parecía hablar con tanta sinceridad, ocultaba, sin embargo, alguna cosa. Y era que al regresar Eduardo de viaje le había presentado con toda intención a Otilia, para proporcionar un partido tan conveniente a su amada hija adoptiva, pues ya no pensaba en si misma con relación a Eduardo. También el capitán estaba sobornado para que procurase atraer hacia Otilia la atención de Eduardo; pero éste, que había conservado obstinadamente su antiguo amor por Carlota, no miraba a derecha ni a izquierda, y sólo se sentía feliz al comprender que era posible obtener por fin un tesoro tan vivamente anhelado, que había parecido negado para siempre por la sucesión de los acontecimientos.

Disponíase, precisamente, el matrimonio a descender hacia el castillo a través de los nuevos jardines, cuando un criado subió apresuradamente hasta ellos, anunciándose ya desde abajo con sus risas.

—Vengan a toda prisa Sus Excelencias. El señor Mittler entró a galope en el patio del castillo. Nos llamó a todos a gritos para que buscáramos a los señores y les preguntáramos si la cosa es precisa. Si la cosa es precisa —gritó detrás de nosotros—, ¿habéis oído?; pero ¡pronto!, ¡pronto!

—¡Qué hombre más cómico! —exclamó Eduardo—. ¿No llega en el momento oportuno, Carlota? Vuelve corriendo —ordenóle al criado—. Dile que la cosa es precisa, muy precisa. Que eche pie a tierra. Cuidad de su caballo; llevadlo a él al salón y servidle el almuerzo. Nosotros vamos en el acto. Tomemos el camino más corto —díjole a su esposa, siguiendo la senda que atravesaba el cementerio, la cual, en general, solía evitar.

Pero ¡cuán grande fue su sorpresa al ver que también allí había cuidado Carlota de la sensibilidad! Conservando en lo posible los antiguos monumentos, había sabido arreglar y ordenarlo todo de modo que resultara un lugar agradable en que pudieran detenerse gustosos la vista y la imaginación.

Había respetado hasta la piedra más antigua. En orden de épocas, las había colocado contra la pared, empotrándolas o sosteniéndolas de cualquier otra manera; hasta había diversificado y decorado con ellas el alto zócalo de la iglesia. Eduardo se sintió extrañamente sorprendido al entrar por la puertecilla; estrechó la mano de Carlota, y en sus ojos brillaba una lágrima.

Pero el grotesco huésped la hizo desaparecer al momento, pues no había tenido calma para esperar en el castillo: había atravesado a todo correr la aldea hasta llegar a la puerta del cementerio, donde se paró, gritando a sus amigos:

—¿No me estaréis engañando? Si es realmente algo preciso, me quedaré a comer con vosotros. No me detengáis; aún tengo hoy mucho que hacer.

—Ya que os habéis molestado en venir hasta aquí —exclamó Eduardo—, haced que el caballo entre por completo; nos reuniremos en un grave lugar y veréis cómo Carlota ha sabido adornar este paraje de tristeza.

—Ahí dentro —exclamó el jinete— no entraré a caballo, ni en coche, ni a pie. Esa gente descansa en paz y no tengo nada que ver con ella. Ya basta que tenga que consentir algún día que me metan ahí con los pies por delante. Bueno; ¿se trata de algo serio?

—Si —exclamó Carlota—, muy serio. Es la primera vez, en nuestra vida de recién casados, que nos encontramos en una dificultad y confusión de las cuales no sabemos cómo salir.

—No se os nota nada —repuso el otro—, pero quiero creerlo. Si me engañáis no volveré en lo futuro a ayudaros. Seguidme de prisa; a mi caballo no le vendrá mal un descanso.

Pronto estuvieron reunidos los tres en el salón; sirvieron la comida, durante la cual habló Mittler de lo que había hecho ya en aquel día y de lo que aún proyectaba hacer. Aquel hombre extraño había sido eclesiástico en otro tiempo, y con una actividad infatigable en su ministerio, se había distinguido por saber apaciguar y concertar todas las desavenencias, tanto las domésticas como las vecinales, primero las de simples particulares, después las de parroquias enteras y numerosos propietarios. Mientras había estado en funciones, no se había divorciado ningún matrimonio, y los tribunales territoriales no habían sido molestados con cuestiones y procesos de aquel lugar. Pronto se había dado cuenta de lo necesario que le era poseer conocimientos jurídicos. Se dedicó por completo a esos estudios, y pronto se sintió convertido en el más hábil abogado. Su esfera de acción se extendió asombrosamente, e iba precisamente a ser llamado a la capital para que completara desde arriba lo que había empezado a hacer desde abajo, cuando le tocó un importante premio de la lotería, compró una posesión de mediana importancia, la dio en arrendamiento y la convirtió en centro de su actividad, con el firme propósito, o mejor dicho, siguiendo con su antigua costumbre e inclinación de no detenerse en ninguna casa donde no hubiera ninguna cuestión que arreglar o en que intervenir. Los que se fijan supersticiosamente en el significado de los nombres, afirmaban que era el de Mittler (mediador) lo que le había impulsado a adoptar aquel extrañísimo destino.

Habían servido los postres, cuando el huésped rogó encarecidamente a los amos de la casa que no le ocultasen por más tiempo lo que deseaban revelarle, porque tenía que marcharse en seguida del café. Ambos esposos le hicieron sus confesiones con todo detalle; pero apenas hubo comprendido el sentido de la cuestión, cuando se levantó enojado de la mesa, corrió hacia la ventana y ordenó que le ensillaran el caballo.

—O no me conocéis —exclamó— o no me comprendéis o sois gente llena de malicia. ¿Acaso hay aquí contienda alguna? ¿Hay, por lo tanto, aquí necesidad de socorro? ¿Creéis que estoy en este mundo para dar consejos? Es el oficio más estúpido a que puede uno dedicarse. Que cada uno se aconseje a sí mismo y que haga lo que no pueda dejar de hacer. Si le sale bien, que se regocije de su sabiduría y de su suerte; si le resulta mal, me tiene siempre a su disposición. El que quiere librarse de algún mal, sabe siempre lo que quiere; el que quiera algo mejor que lo que ya tiene, está completamente ciego... Sí, sí, reíos... Es jugar a la gallina ciega; quizá atrape lo deseado; pero ¿qué? Hagáis lo que hagáis, siempre ha de ser igual. Acoged en vuestra casa a esos amigos o dejadlos fuera; es igual. He visto fracasar lo más sensato y resultar bien lo más absurdo. No os rompáis la cabeza, y si de un modo u otro os saliere mal, no os la rompáis tampoco. Mandad a llamarme y seréis auxiliados. Hasta entonces me despido como vuestro seguro servidor.

Y con estas palabras montó a caballo sin esperar el café.

—Aquí ves —dijo Carlota— de qué escaso provecho resulta un tercero cuando entre dos personas íntimamente ligadas falta un completo acuerdo. En este momento estamos aún, si cabe, en mayor confusión e incertidumbre que antes.

Ambos esposos habrían vacilado todavía durante algún tiempo si no hubiera llegado una carta del capitán en contestación a la última de Eduardo. Había resuelto aceptar uno de los puestos ofrecidos, a pesar de que no era en modo alguno propio para él. Debía compartir allí el aburrimiento de gente distinguida y rica, que confiaba en que él sabría disipárselo.

Eduardo se dio exacta cuenta de la situación y la describió con muy agudos rasgos:

—¿Nos será posible —exclamó— saber que está nuestro amigo en caso semejante? ¡No podrás ser tan cruel, Carlota!

—Acaso al final tenga razón ese extraño hombre, nuestro buen Mittler —repuso Carlota—. Todas las decisiones de esa índole son cosa arriesgada. A nadie le es dado prever lo que podrá resultar de ellas. Las situaciones nuevas que ellas crean podrán ser ricas en dichas y desdichas, sin que nos sea lícito por ello atribuirnos mérito o culpa. No me siento lo bastante fuerte para oponerme por más tiempo a tus deseos. Haremos un ensayo. Sólo te ruego que sea considerado como de poca duración. Permíteme que interceda todavía más activamente que hasta ahora en favor del capitán, y que utilice y ponga en campaña celosamente mis influencias y relaciones para proporcionarle un destino que pueda darle alguna satisfacción, dada su manera de ser.

Eduardo manifestó a su esposa, de la más amable manera, su vivísimo agradecimiento. Con ánimo libre y alegre, se apresuró a escribir a su amigo para hacerle la propuesta. Carlota tuvo que añadir su aprobación en una postdata de su propia letra, uniendo sus amistosos ruegos a los de su marido. Escribió de una manera suelta, atenta y cortés, pero con cierta precipitación que no era usual en ella, que no le ocurría con facilidad; al terminar deslució el papel con una mancha de tinta, que la puso de mal humor, y que todavía se extendió más al querer borrarla.

Eduardo bromeó acerca de ello, y como aún quedaba sitio, añadió una segunda postdata diciéndole al amigo que por aquellos signos debía ver con qué impaciencia era esperado, y que regulara la celeridad de su viaje por la prisa con que había sido escrita la carta.

El mensajero había partido, y Eduardo no creyó poder expresar su gratitud de modo más convincente que insistiendo una y otra vez en que Carlota hiciera venir en seguida a Otilia de su internado.

Ella pidió un aplazamiento y, llegada la noche, supo animar a Eduardo a que dedicaran un rato a la música. Carlota tocaba muy bien el piano; Eduardo, la flauta, aunque no con tanta facilidad, pues aunque a temporadas había estudiado con mucho afán, le faltaba, sin embargo, la paciencia y perseverancia necesarias para perfeccionar semejante talento. Por eso ejecutaba su parte con mucha desigualdad; algunos pasajes salían bien, aunque quizá demasiado de prisa; en cambio, se retrasaba en otros, por resultarle harto complicados, y así habría sido difícil para cualquier otro tocar a dúo con él. Pero Carlota sabía amoldarse; se detenía y volvía después a dejarse arrebatar, cumpliendo así el doble deber de un buen director de orquesta y de una discreta ama de casa, que en el conjunto sabe siempre conservar la medida, aunque haya pasajes sueltos que no siempre resulten a compás.

III

Llegó el capitán. Había enviado por delante una carta sumamente sensata, que tranquilizó por completo a Carlota. Tanta perspicacia para juzgarse a sí mismo, tanta claridad para apreciar su propia situación y la situación de sus amigos, prometían perspectivas serenas y agradables.

La conversación de las primeras horas, como suele suceder entre amigos que no se han visto durante algún tiempo, fue animada y casi agotadora. Al atardecer propuso Carlota que dieran un paseo por los jardines nuevos. Al capitán le gustó mucho el paisaje, y apreciaba todas las bellezas que sólo gracias a los nuevos senderos se habían hecho visibles y alcanzables. Tenía experta mirada y fácil de contentar a la vez, y, aunque sabía perfectamente lo que todavía sería de desear allí, no cometía la torpeza, que se suele hacer tan frecuentemente, de poner de mal humor a las personas que le llevaban a través de sus fincas y se las mostraban, exigiendo más de lo que las circunstancias permitían, o acaso recordando algo más perfecto que había visto en otra parte.

Cuando llegaron a la cabaña de musgo, la encontraron adornada de la manera más graciosa; cierto que la decoración sólo se componía de flores artificiales y hierba doncella; pero entre ellas habían colocado haces tan bellos de trigo natural y otros productos del suelo y de los árboles, que honraban el gusto artístico de los autores.

—Aunque a mi marido no le agrada que se celebre su cumpleaños o el día de su santo, no me tomará, sin embargo, hoy a mal que dedique a una triple fiesta estas modestas guirnaldas.

—¿Cómo triple? —exclamó Eduardo.

—Sin duda —exclamó Carlota—; es justo que consideremos como fiesta la llegada de nuestro amigo, y, además, quizá no habréis pensado ninguno de los dos en que hoy es día de vuestro santo. ¿No os llamáis Otón tanto uno como otro?

Ambos amigos se tendieron la mano por encima de la mesilla.

—Me recuerdas aquella juvenil prueba de amistad —dijo Eduardo—. De niños nos llamábamos así los dos; pero cuando vivimos juntos en el mismo internado y se originaban de ello numerosas equivocaciones, le cedí voluntariamente ese nombre bonito y lacónico.

—Con lo cual no has sido excesivamente generoso —dijo el capitán—, pues recuerdo muy bien que el nombre de Eduardo te agradaba más, ya que, en efecto, pronunciado por unos lindos labios, tiene un sonido singularmente grato.

Estaban así los tres sentados en torno a la misma mesita donde Carlota había hablado con tanta vehemencia contra el advenimiento del huésped. En su satisfacción no quería Eduardo recordar a su esposa aquellas horas; sin embargo, no pudo menos de exclamar :

—Todavía queda sitio para una cuarta persona.

En aquel momento sonaron en el castillo unos cuernos de caza que parecían confirmar y fortalecer los buenos propósitos y deseos de los amigos que se encontraban juntos. Los escucharon en silencio, recogiéndose cada cual en sí mismo y sintiendo que se duplicaba su propia felicidad con tan bella unión.

Eduardo fue el primero que interrumpió aquel silencio, levantándose y saliendo a la puerta de la cabaña de musgo.

—Llevemos a nuestro amigo hasta lo más alto —díjole a Carlota—, para que no crea que sólo este estrecho valle constituye nuestro patrimonio y residencia; arriba es la vista más libre y el pecho se dilata.

—Entonces —respondió Carlota— aún tendremos que trepar esta vez por el antiguo y algo penoso sendero: espero, sin embargo, que mis escalones y cuestecillas deben llevarnos pronto más cómodamente hasta arriba de todo.

Y de este modo, cruzando peñascos, malezas y zarzales, se llegaba a la última cima, que, a la verdad, no constituía una llanura, sino una serie de fértiles lomas. Hacia atrás no se divisaban ya la aldea ni el castillo. Al fondo se descubrían extensos estanques; al otro lado, verdes colinas a cuyo pie se extendían aquéllos, y por último, escarpados peñascos que limitaban el último espejo líquido, alzándose a pico y reflejando en su superficie sus formas imponentes. Abajo, en la barrancada, donde un impetuoso arroyo corría hacia los estanques, había un medio oculto molino, que, junto con lo que le rodeaba, parecía constituir un amable lugar de reposo. En todo el semicírculo, que se abarcaba con la vista, alternaban, en gran variedad, hondonadas y colinas, matorrales y bosques, cuyo incipiente verdor prometía para lo futuro el más exuberante aspecto. También atraían la vista, en varios lugares, aislados grupos de árboles; en especial, a los pies de los amigos que contemplaban el paisaje, resaltaba favorablemente una masa de álamos y plátanos, puestos al borde del estanque del centro. Estaban en lo mejor de su desarrollo, eran fuertes y sanos y se esforzaban por tenderse hacia arriba y hacia los lados.

Eduardo dirigió particularmente hacia ellos la atención de su amigo.

—Yo mismo los planté en mi juventud —exclamó—. Eran arbolillos jóvenes que salvé cuando mi padre los mandó arrancar, en pleno verano, al trazar una parte nueva del gran jardín del castillo. También este año, sin duda, volverán a mostrar su agradecimiento echando brotes nuevos.

Regresaron contentos y animados. Al huésped se le designó un alojamiento alegre y espacioso en el ala derecha del castillo, donde muy pronto hubo colocado y ordenado sus libros, papeles e instrumentos para proseguir con su habitual actividad. Pero durante los primeros días Eduardo no lo dejó en paz, llevándolo a todas partes, ya a caballo, ya a pie, y haciéndole conocer la comarca y la finca, al tiempo que le comunicaba los deseos que abrigaba en sí desde hacía mucho tiempo, de conocerla y aprovecharla más ventajosamente.

—Lo primero que deberíamos hacer —dijo el capitán— sería levantar el plano por medio de la brújula. Es una tarea fácil y divertida, y aunque no nos garantice la mayor exactitud, siempre resultará útil y satisfactoria para el principio; además, puede hacerse sin gran gasto y sabiendo con certeza que ha de lograrse lo apetecido. Si algún día deseas una medición más exacta, siempre se encontrará manera.

El capitán era muy práctico en esta clase de operaciones. Había traído consigo los instrumentos necesarios y comenzó en el acto. Dio instrucciones a Eduardo y a varios monteros y aldeanos que debían ayudarle en su tarea. El tiempo era favorable: empleaba las noches y las madrugadas en dibujar y sombrear. Pronto estuvo todo lavado y coloreado, y Eduardo vio del modo más claro sus fincas, brotando del papel como una nueva creación. Creía que sólo entonces empezaba a conocerlas, y le parecía que sólo entonces empezaban a pertenecerle verdaderamente.

Esto dio ocasión para que hablaran sobre la comarca y los trazados del parque, que después de tal ojeada de conjunto podían hacerse mucho mejor que por tanteos en el natural, según aisladas y casuales impresiones.

—Tenemos que hacerle comprender eso a mi mujer —dijo Eduardo.

—¡No lo hagas! —repuso el capitán, a quien no le gustaba oponer sus ideas a las de los otros, pues la experiencia le había enseñado que los pareceres de los hombres son demasiado diversos para que puedan llegar a converger en un solo punto, ni aun mediante los más prudentes razonamientos—. ¡No lo hagas! —exclamó—; se desconcertaría fácilmente. Le ocurre como a todos los que sólo por afición se ocupan de estas cosas: que se interesan más en hacer algo por sí mismos que en que sea hecho algo. Se tantea el terreno, se siente afición por este o aquel lugar, no se osa remover este o aquel obstáculo, no se es bastante atrevido para sacrificar algo, no puede uno imaginarse de antemano lo que debe resultar; se hacen ensayos, salen bien, se malogran; se hacen cambios, se cambia, quizá, lo que se debería dejar y se deja lo que se debería cambiar, y de este modo siempre resulta al final una obra incompleta que agrada y anima, pero que no satisface.

—Confiésame con franqueza —dijo Eduardo— que no estás contento con sus trazados.

—Si la ejecución hubiera agotado el pensamiento, que era bueno, no habría habido nada que decir. Se ha atormentado fatigosamente para hacer subir la senda por las rocas arriba, y atormenta ahora, si quieres, a todos los que lleva a lo alto. No se puede caminar con cierta libertad ni uno al lado de otro ni uno tras otro. A cada momento es interrumpido el compás de la marcha; y otra porción de cosas podrían además objetarse.

—Pero ¿habría sido fácil hacerlo de otro modo? —preguntó Eduardo.

—Muy fácil —respondió el capitán—. Sólo necesitaba hacer desaparecer el ángulo de rocas, que además es insignificante, pues se compone de trozos pequeños; de este modo habría conseguido, para la subida, una curva bellamente desarrollada y a la vez abundantes piedras para terraplenar aquellas partes donde el camino hubiera resultado estrecho y tortuoso. Esto, sin embargo, dicho entre nosotros en la mayor confianza; si no ella se turbará y enojará. Además, lo que está hecho hay que dejarlo subsistir. Si se quiere seguir gastando dinero y esfuerzo, de la cabaña de musgo para arriba y en la cima habría aún bastante que hacer y muchos agradables efectos que lograr.

Si los dos amigos, de este modo, tenían bastante con que ocuparse en lo presente, tampoco les faltaba el recuerdo, vivo y placentero, de tiempos anteriores, en lo cual Carlota solía tomar parte. Además, se proponían, en cuanto hubieran terminado los trabajos más urgentes, dedicarse a redactar sus diarios de viaje, evocando también de esta manera el pasado.

Por cierto que Eduardo, cuando se encontraba solo con Carlota, tenía menos temas de conversación, sobre todo desde que pesaba sobre su corazón la censura de los nuevos trazados del parque, que le parecía tan justificada. Largo tiempo le ocultó lo que el capitán le había confiado; pero, por último, cuando vio a su esposa de nuevo ocupada en hacer construir escaleritas y senderillos desde la cabaña de musgo hacia la cima, no pudo contenerse por más tiempo y, tras algunos rodeos, le hizo conocer sus nuevas ideas.

Carlota quedó sorprendida. Era lo bastante inteligente para comprender al momento que tenía razón; pero lo ya realizado se oponía a aquello otro; así se había hecho, ella lo había encontrado bien, lo había encontrado deseable; hasta le era querido en todos sus detalles lo censurado; se resistía a dejarse convencer; defendió su pequeña creación, reprendió a los hombres porque en seguida tienden a hacer cosas amplias y grandes, en seguida querrían hacer una obra de importancia de lo que no era sino recreo y pasatiempo, sin pensar en los gastos que inevitablemente trae consigo un plan más extenso. Estaba conmovida, ofendida y enojada; no podía abandonar lo viejo ni rechazar del todo lo nuevo; pero, resuelta como era, detuvo inmediatamente los trabajos y se tomó el tiempo necesario para reflexionar sobre el asunto y hacerlo madurar en sí misma.

Mientras que ahora echaba de menos aquel activo entrenamiento, los dos hombres se ocupaban de sus asuntos cada vez más en común; se dedicaban especialmente a los jardines de recreo y a los invernaderos, prosiguiendo también, en medio de todo, con los habituales ejercicios varoniles, como la caza, la compra y permuta de caballos y el domarlos para la silla y el tiro, tanto que Carlota se sentía más sola cada día. Llevaba con más intensidad su correspondencia, también en favor del capitán; pero, sin embargo, pasaba muchas horas solitaria. Tanto más agradables y entretenidos le resultaban por ello los informes que recibía del internado.

A una circunstanciada carta de la directora, que, como de costumbre, se extendía gustosa sobre los progresos de la hija, le había sido añadida una corta postdata y una nota de mano de un auxiliar masculino del instituto, escritos que reproducimos:


POSTDATA DE LA DIRECTORA

“En lo que toca a Otilia, Excelentísima Señora, no podría realmente sino repetir lo ya contenido en mis informes anteriores. No sabría por qué regañarla y, sin embargo, tampoco puedo estar contenta con ella. Es, antes como ahora, modesta y complaciente con los demás; pero su retraimiento, su humildad, no pueden agradarme. Vuestra Excelencia le envió recientemente dinero y varias telas. Al primero no lo ha tocado; las telas siguen también sin empleo. Verdad es que conserva sus cosas muy limpias y en buen estado, y parece como si mudara de traje en este sentido. Tampoco puedo elogiar su gran sobriedad en comer y beber. En nuestra mesa no hay nada superfluo; pero ninguna cosa veo con más gusto como que las niñas coman con apetito manjares sabrosos y sanos. Lo que es servido y presentado con cuidado y conocimiento debe también ser consumido totalmente. Jamás puedo conseguir eso de Otilia. Procura buscar cualquier ocupación, suplir alguna falta, si las sirvientas se descuidan en algo sólo para esquivar algún plato o el postre. Con todo esto, hay que tener en cuenta que a veces, según hace poco he averiguado, tiene un dolor en el lado izquierdo de la cabeza, cierto que pasajero, pero que parece ser violento y digno de ser atendido. Todo esto acerca de esta niña, por lo demás, tan bella y amable.”


NOTA DEL AUXILIAR

“Nuestra excelente directora suele permitirme que lea las cartas en que comunica a los padres y tutores sus observaciones sobre sus discípulas. Las que van dirigidas a Vuestra Excelencia les leo siempre con doble atención, con doble placer, pues a la vez que tenemos que felicitarla por su hija, que reúne en sí todas aquellas brillantes cualidades por las cuales se eleva uno en sociedad, también tengo yo, por lo menos, que estimaba a usted por feliz, por haberle sido otorgada, como hija adoptiva, una niña que ha nacido para bien y contento de los otros y también de fijo para su propia felicidad. Otilia es casi la única discípula respecto de la cual no puedo ponerme de acuerdo con nuestra tan venerada directora. En modo alguno repruebo a esta señora tan activa el que exija que deben verse, externa y claramente, los frutos de su solicitud; pero también hay frutos ocultos, que suelen ser los más auténticamente vigorosos, y que más tarde o más temprano se desenvuelven en una hermosa vida. Tal es, ciertamente, el caso de su hija adoptiva. Desde que le doy lecciones, siempre la veo avanzar al mismo paso, lentamente, lentamente hacia adelante, nunca hacia atrás. Si con un niño es necesario comenzar por el principio, eso mismo hay que hacer ciertamente con ella. No comprende lo que no se deduce de lo precedente. Se muestra incapaz, hasta con terquedad, ante una cosa fácilmente comprensible que no se relaciona para ella con nada. En cambio, si se pueden encontrar los eslabones intermedios y hacérselos ver claramente, le resulta comprensible lo más difícil.

”A causa de esta lenta marcha, está atrasada en comparación con sus condiscípulos, que, con otras capacidades muy diversas, van siempre de prisa hacia adelante; con facilidad lo comprenden y retienen todo, y saben aplicarlo con soltura, aun cuando no haya entre ello relación alguna. Así no aprende nada, no consigue nada en lecciones compendiosas, como ocurre en algunas clases que están a cargo de excelentes profesores, pero vivos e impacientes. Ha habido quejas acerca de su escritura y de su incapacidad para comprender las reglas de la gramática. He examinado detenidamente los motivos de estas acusaciones; es verdad, si se quiere, que escribe despacio y de una manera rígida, pero no tímida ni torpemente. Comprende con facilidad lo que le enseño gradualmente en lengua francesa, que no es ciertamente mi especialidad. A la verdad, sucede con ella una cosa singular: sabe mucho y muy bien, pero cuando se le hace alguna pregunta, parece no saber nada.

”Si me es lícito terminar con una observación general, querría decir que no aprende como un? persona que debe ser educada, sino como una que desea educar; no como discípula, sino como futura maestra. Quizá encuentre extraño Vuestra Excelencia que yo, como educador y maestro, no crea elogiar rectamente a nadie sino considerándolo mi igual. La superior penetración y el profundo conocimiento de los hombres y el mundo que posee Vuestra Excelencia sabrán extraer el más alto sentido de mis palabras, pobres y bien intencionadas. Usted se convencerá de que también de esta niña se pueden esperar grandes satisfacciones. Me encomiendo a su benevolencia y pido permiso para escribir de nuevo en cuanto crea que mi carta puede contener algo importante o agradable.”

Carlota se alegró mucho con aquella esquela. Su contenido coincidía casi por completo con la idea que se había formado ella de Otilia; al mismo tiempo, no podía contener una sonrisa, pareciéndole que el interés del maestro era más tierno del que suele producir el conocimiento de las virtudes de una discípula. Con su manera de pensar, serena y exenta de prejuicios, no despreció aquella relación, como no lo hacía con tantas otras; estimaba el interés que aquel hombre tan sensato mostraba por Otilia, pues harto había aprendido en su vida lo altamente que debe apreciarse todo cariño verdadero en un mundo donde dominan propiamente la indiferencia y la antipatía.

IV

Pronto estuvo acabado el plano topográfico en que la finca y sus alrededores eran representados mediante rayas y colores, a una escala bastante grande, de un modo característico y comprensible, y al que el capitán había sabido dar un seguro fundamento mediante algunas operaciones trigonométricas, pues menos sueño que este hombre activo apenas nadie lo necesitaba; de modo que, como siempre dedicaba sus días a su labor del momento, por la noche siempre estaba realizando algo.

—Pasemos ahora a lo restante —díjole a su amigo—: a la descripción de la finca, para lo cual ya tienen que existir suficientes trabajos preliminares, de donde irán

surgiendo después los tipos de arrendamiento y otras cosas. Pero establezcamos e instituyamos un solo principio: separar de la vida todo lo que es propiamente negocio. Los negocios requieren seriedad y severidad; la vida, capricho; los negocios exigen la más pura perseverancia; la vida necesita a veces una inconsecuencia que hasta llega a ser amable y serenadora. Si eres exacto en los unos, tanto más libremente puedes proceder en la otra; en cambio, en caso de una mezcla, lo exacto es removido y anulado por lo libre.

Eduardo sintió un ligero reproche en estas proposiciones. Cierto que no era naturalmente desordenado; sin embargo, jamás podía llegar a clasificar sus papeles según las materias de que trataban. No tenía separado lo que debía tratar con los otros de lo que sólo dependía de él; así como tampoco disociaba debidamente negocios y ocupaciones, entretenimientos, distracciones. Ahora le resultaba fácil, ya que un amigo se encargaba de aquella tarea; un segundo yo realizaba la separación que el primer yo no siempre era capaz de llevar a cabo.

En el ala del castillo del capitán dispusieron un anaquel para los asuntos actuales y un archivo para los pasados; juntaron todos los documentos, papeles y notas de diversos legajos, cuartos, armarios y cofres, y del modo más rápido fue convertido aquel caos en un agradable orden, y, rotulado, fue todo puesto en las correspondientes casillas. Lo que deseaban fue encontrado de modo más completo de lo que se había esperado. Muy buenos servicios les prestaba para ello un viejo escribiente, que durante todo el día y hasta una parte de la noche no se separaba de su pupitre, y con el cual Eduardo siempre había estado descontento hasta entonces.

—Yo no lo conozco —díjole Eduardo a su amigo—: ¡qué activo y útil es este hombre!

—Eso procede —repuso el capitán— de que no le encomendamos nada nuevo mientras no ha terminado cómodamente lo anterior, y así, como ves, rinde mucho trabajo; en cuanto se le perturba ya no es capaz de nada.

Si los amigos pasaban de este modo los días juntos, no dejaban de reunirse con regularidad en las veladas al lado de Carlota. Cuando no había alguna tertulia de gentes de las aldeas y castillos vecinos, cosa que sucedía con frecuencia, la conversación y la lectura estaban en general consagradas a materias que aumentaran la prosperidad, las ventajas y el bienestar de la sociedad civil.

Carlota, acostumbrada a aprovechar lo presente, al ver contento a su marido se sentía también personalmente bien dispuesta. Varias instalaciones domésticas, que durante mucho tiempo había deseado sin haber sabido dirigirlas rectamente, fueron organizadas por la actividad del capitán. Fue enriquecido el botiquín, que hasta entonces sólo se había compuesto de unos pocos medicamentos; y Carlota, tanto mediante libros fácilmente comprensibles como por conversaciones, fue puesta en situación de ejercitar su carácter activo y caritativo con más frecuencia y eficacia que hasta entonces.

Como también se pensó en los accidentes ordinarios, y que a pesar de eso cogen de improviso con demasiada frecuencia, fue procurado todo lo que podía ser necesario para el salvamento de los que se ahogan, cosa tanto más indispensable ya que la cercanía de tantos estanques, corrientes de agua y máquinas hidráulicas hacía que desgracias de esta clase ocurrieran con frecuencia. De esta cuestión ocupóse el capitán muy detalladamente, y a Eduardo se le escapó el comentario de que uno de tales casos había hecho época en la vida de su amigo de la manera más extraña. Pero como éste guardara silencio y pareciera querer substraerse a un triste recuerdo, Eduardo se calló igualmente, en tanto que Carlota, que en términos generales no estaba menos enterada de ello, pasó por alto aquellas manifestaciones.

—Debemos elogiar todos estos medios preventivos —dijo una noche el capitán—; pero todavía nos falta lo más necesario: un hombre experto que sepa manejarlo todo. Para ello puedo proponer un cirujano militar conocido mío, al cual ahora se le podría tener bajo razonables condiciones; es un hombre distinguido en su profesión, y que repetidas veces, tratándome unos violentos males internos, me ha satisfecho más que algún renombrado médico; y el socorro de urgencia es lo que siempre se echa más de menos en el campo.

También éste fue llamado en el acto, y ambos esposos se alegraron de haber encontrado ocasión de invertir en cosas necesarias tanto dinero como les sobraba para gastos caprichosos.

Así es como también Carlota aprovechaba a su modo los conocimientos y la actividad del capitán, y comenzó a estar plenamente satisfecha de su presencia, y tranquila sobre todas sus consecuencias. Solía prepararse de antemano para hacerle diversas preguntas, y como le tenía apego a la vida, procuraba alejar todo lo nocivo y todo lo mortífero. El baño de plomo de los cacharros de barro, el cardenillo de las vasijas de cobre, le habían causado ya bastante preocupación. Hizo que la instruyera acerca de esto, y, naturalmente, hubo que retroceder hasta las nociones fundamentales de física y química.

Motivo ocasional de tales conversaciones, pero bien recibido siempre, era la afición de Eduardo a leer en voz alta. Tenía una voz sonora y profunda, y antes de entonces había sido apreciado y celebrado por su manera viva y sentida de recitar obras poéticas y retóricas. Ahora eran otros los objetos que le ocupaban, otros los escritores que leía en alta voz; y precisamente, desde hacia algún tiempo, de preferencia obras que trataran de física, química y tecnología.

Una de sus raras cualidades, que, sin embargo, quizá compartía con muchas personas, era que le resultaba insoportable que alguien mirara en su libro cuando estaba leyendo. En otro tiempo, en la lectura de poesías, obras dramáticas y relatos, esto era natural consecuencia del vivo propósito que siente el lector, lo mismo que el poeta, el cómico o el narrador, de producir sorpresas, de hacer pausas y provocar expectación; y, a la verdad, es muy opuesto a este calculado afecto el saber que un tercero se adelanta con la mirada al que lee. Por lo tanto, en tales casos cuidaba siempre de sentarse de modo que no tuviera a nadie a su espalda. Ahora, siendo tres, aquella precaución era innecesaria; y como esta vez no se trataba de excitar los sentimientos ni sorprender la imaginación, no se le ocurrió poner especial cuidado en ello.

Sólo que una noche, como se hubiera sentado negligentemente, advirtió que Carlota fijaba la vista en el libro. Despertóse su antigua impaciencia y se lo reprochó con cierta brusquedad.

—¡Si de una vez para siempre se quisiera renunciar a ese mal hábito que, como tantos otros, resulta molesto para la vida social! Cuando yo le leo a alguien, ¿no es acaso como si le relatara algo de palabra? Lo escrito, lo impreso, reemplaza a mis propios conceptos y mis propios sentimientos; y ¿me molestaría en hablar si tuviera una ventanilla en la frente o en el pecho, de modo que aquel a quien yo quisiera contar uno de mis pensamientos, presentar uno a uno mis sentimientos, pudiera saber siempre, ya desde mucho antes, adonde quería ir a parar? Cuando alguien me mira al libro, me parece siempre como si me partieran en dos pedazos.

Carlota, cuya habilidad se manifestaba en círculos grandes y pequeños, especialmente en que sabía dejar a un lado toda expresión desagradable, violenta o aunque sólo fuera impetuosa; interrumpir una conversación harto larga; animar otra que languidecía, tampoco aquella vez fue abandonada por sus buenas dotes.

—De fijo que perdonarás mi falta cuando te confiese lo que me ha sucedido en este momento. Oí hablar de afinidades, de parentescos, y pensé en seguida en mis parientes, en un par de primos que precisamente en este momento me están dando que hacer. Vuelve mi atención a tu lectura, oigo que se trata de cosas totalmente inanimadas, y echo un vistazo al libro para volver a orientarme.

—Es una expresión figurada lo que te ha engañado y confundido —dijo Eduardo—. Aquí sólo se trata, a la verdad, de tierras y minerales; pero el hombre es un verdadero narciso: le gusta verse reflejado en todas partes; se coloca como alinde bajo el mundo entero.

—¡Cierto! —prosiguió el capitán—; trata de ese modo a todo lo que encuentra fuera de sí: a los animales, a las plantas, a los elementos y a los dioses les presta su saber y su necedad, su voluntad y su capricho.

—Os ruego —repuso Carlota—, aunque no querría alejaros demasiado del interés del momento, que me hagáis saber en breves palabras cuál es propiamente el sentido que en este caso se ha dado a las afinidades, a los parentescos.

—Lo haré con mucho gusto —respondió el capitán, a quien se había dirigido Carlota—; lo mejor que me sea posible; tal como hará cosa de diez años lo he aprendido; tal como lo he leído. Pero no sabré deciros si en el mundo científico se sigue aún pensando de ese modo, ni si concierta con las nuevas doctrinas.

—Es bastante triste —exclamó Eduardo— que hoy en día ya no se pueda estudiar nada para toda la vida. Nuestros antepasados se atenían a la instrucción que habían recibido en su juventud; pero ahora nosotros tenemos que aprender todo de nuevo cada cinco años, si no queremos quedarnos por completo fuera de moda.

—Las mujeres —dijo Carlota— no nos ponemos tantas exigencias; y si he de ser franca, a mí sólo me importa realmente el sentido de la palabra; pues nada hay más ridículo en sociedad que el que se emplee erróneamente una palabra extranjera o un término técnico. Sólo por eso desearía saber en qué sentido se aplica esa expresión a aquellos objetos. En cuanto a su encadenamiento científico, se lo dejaremos a los sabios que, por lo demás, según he podido observar, difícilmente se pondrán alguna vez de acuerdo.

—Pero ¿por dónde empezaremos entonces para llegar a la cuestión del modo más rápido? —preguntó Eduardo al capitán, después de una pausa; el cual, tras haber reflexionado un instante, respondió al poco rato:

—Si me es permitido tomarlo en apariencia desde muy atrás, llegaremos pronto al punto debido.

—Puede usted estar seguro de toda mi atención —dijo Carlota, dejando su labor a un lado.

Y el capitán comenzó de este modo:

—En todos los seres de la naturaleza, perceptibles, para nosotros, observamos en primer lugar que están i en relación consigo mismos. Verdad es que resulta extraño que se enuncie algo que es comprendido ya sin eso; pero sólo habiéndonos puesto plenamente de acuerdo sobre lo conocido, podremos avanzar juntos hacia lo desconocido.

—Me parecería bien —interrumpió Eduardo— que te facilitáramos y nos facilitáramos la cuestión por medio de ejemplos. Sólo con que te imagines el agua, el aceite o el azogue, hallarás una unidad, una cohesión entre sus partes. No abandonan esta unión más que por la violencia o cualquier otro motivo determinante; pero, desaparecido éste, vuelven a juntarse en el acto.

—Es indudable —asintió Carlota—; las gotas de lluvia gustan de reunirse en torrentes. Y ya de niños jugábamos asombrados con el azogue, separándolo en bolitas y dejando que volvieran a juntarse otra vez.

—Y de este modo —añadió el capitán—, me será permitido mencionar de paso, rápidamente, un importante punto: es a saber: que esta relación, completamente pura y hecha posible por la fluidez, se caracteriza siempre y resueltamente por la forma esférica. La gota de agua que cae redonda; usted misma ha hablado de las esferillas de mercurio; hasta el plomo fundido, al caer con lentitud bastante para endurecerse, llega abajo en forma de bola.

—Permítame usted que me adelante —dijo Carlota—, a ver si acierto con el punto adonde quiere usted llegar. Así como todo está en relación consigo mismo, también tiene que estar en correspondencia con las demás cosas.

—La cual será diferente según la diferencia de los seres —prosiguió Eduardo apresuradamente—. Ya se encontrarán como amigos y antiguos conocidos que se juntan rápidamente, se reúnen sin alterar nada uno en el otro, como el vino se mezcla con el agua; o ya, en cambio, permanecerán como extraños uno junto al otro, y no se unirán en modo alguno ni aun por mezcla mecánica o frotamiento, como el aceite y el agua: agitados juntos, se apartan al momento.

—No falta mucho —dijo Carlota— para que en estas formas sencillas se puedan ver las personas que se han conocido; pero sobre todo lo hacen recordar a una las sociedades en que ha vivido. Sin embargo, la mayor semejanza con esos seres inanimados se encuentra en las masas que se oponen mutuamente en el mundo: las clases sociales, las profesiones, la nobleza y el tercer Estado, el soldado y el hombre civil.

—Y, sin embargo —repuso Eduardo—, así como aquellos pueden unirse mediante costumbres y leyes, también en nuestro mundo químico existen intermediarios para aliar lo que se repele mutuamente.

—Así es —interrumpió el capitán— como aliamos el aceite con el agua por medio de una sal alcalina.

—No tanta rapidez en su conferencia —dijo Carlota—, para que pueda yo demostrar que sigo su paso. ¿No hemos llegado aquí a las afinidades?

—Exacto —respondió el capitán—, y en seguida las conoceremos en toda su fuerza y precisión. Llamamos afines a aquellas naturalezas que al encontrarse se apoderan rápidamente unas de otras y se arrastran mutuamente. En los álcalis y ácidos (que aunque opuestos entre sí, o acaso por eso mismo, porque son opuestos entre sí, se buscan y abrazan de la manera más resuelta, se modifican y forman juntos un cuerpo nuevo), dicha afinidad es en extremo sorprendente. Pensemos sólo en la cal, que manifiesta una gran inclinación hacia todos los ácidos; un decidido afán de unirse a ellos. Tan pronto como llegue nuestro gabinete de química le haremos ver diferentes experimentos que son muy entretenidos, y que dan una idea mejor que palabras, nombres y términos científicos.

—Permítame que confiese —dijo Carlota— que si llama usted parientes a estos singulares seres, no se me representan como consanguíneos, sino como afines por el espíritu y el alma. Justamente, de este modo pueden originarse entre los hombres amistades verdaderamente serias, pues las propiedades opuestas hacen posible una unión más entrañable. Y así esperaré a ver qué es lo que de esos misteriosos efectos me presenta usted ante la vista. No volveré ahora a interrumpirte en tu lectura —dijo, volviéndose a Eduardo—, y mucho mejor instruida que antes, escucharé atentamente tu exposición.

—Ya que nos has retado —repuso Eduardo—, no te verás libre tan fácilmente, pues en realidad los casos intrincados son los más interesantes. Sólo con ellos se aprende a conocer los grados de afinidad, las relaciones más próximas y más fuertes, más lejanas y más débiles; las afinidades sólo son interesantes cuando producen separaciones y divorcios.

—Esa triste palabra —exclamó Carlota— que por desgracia se oye ahora en el mundo con tanta frecuencia, ¿aparece también en las ciencias naturales?

—Seguramente —respondió Eduardo—. Hasta era un título honorífico atribuido a los químicos el de llamarles "artistas separadores” (Scheidekünstles).

—Entonces —repuso Carlota— ya no se les llama así, y está muy bien que no se haga. Unir es un arte mucho mayor, tiene mucho más mérito. Un "artista unificador” en cada materia sería bien recibido en todas partes... Pero ya que estamos en ello, hacedme conocer algunos casos.

—Pues volvamos otra vez ahora —dijo el capitán— a lo que ya antes hemos citado y tratado. Por ejemplo, lo que llamamos piedra de cal es una tierra calcárea más o menos pura, íntimamente unida con un ácido sutil que nos ha sido conocido en forma de gas. Si se pone un trozo de una de esas piedras en ácido sulfúrico dilatado con agua, apodérase éste de la cal y aparece junta con él en forma de yeso; en cambio aquel ácido sutil y aéreo se pone en fuga. Hase originado aquí una separación y una nueva combinación, y entonces se cree uno autorizado a emplear hasta las palabras “afinidad electiva”, pues en realidad parece como si una relación fuera preferida a la otra; como si la una fuera elegida más bien que la otra.

—Perdóneme usted —dijo Carlota—, así como yo le perdono al naturalista; pero yo jamás descubriría aquí una elección, sino más bien una necesidad de la naturaleza; y aun apenas eso, pues al fin y al cabo acaso no sea más que obra de la ocasión. La ocasión establece relaciones lo mismo que hace ladrones; y si se trata de esos cuerpos naturales, me parece que la elección está sólo en manos del químico que junta a dichos seres. Pero una vez reunidos, ¡que Dios los asista! En el presente caso sólo me da lástima el pobre ácido gaseoso que tiene que volver a vagar por el infinito.

—Sólo depende de él —repuso el capitán— unirse con el agua, y como manantial de aguas minerales servir de restaurador a sanos y enfermos.

—Bien puede hablar así el yeso —dijo Carlota—; está ya formado; es un cuerpo, está provisto de todo; mientras que aquel pobre ser desalojado todavía puede tener que pasar muchas necesidades antes de volver a encontrar un nuevo acomodo.

—Mucho me equivoco —dijo Eduardo, sonriéndose—, o hay una pequeña malicia en tus palabras, ¡Confiesa tu picardía! Quizá a tus ojos soy yo la cal, que es apresada por el capitán, en calidad de ácido sulfúrico, substraída a tu grata compañía y transformada en un yeso refractario.

—Si la conciencia te manda hacer tales observaciones, puedo estar sin temor —repuso Carlota—. Estas comparaciones son graciosas y entretenidas, y ¿a quién no le agrada jugar con semejanzas? Pero el hombre está varios grados por encima de aquellos elementos, y si ha sido aquí algo liberal en el empleo de las bellas palabras elección y afinidad electiva, hará bien en retornar a sí mismo y considerar debidamente, con este motivo, el valor de tales expresiones. Por desgracia conozco bastantes casos en los que la íntima unión de dos seres, al parecer indisoluble, fue anulada por la asociación accidental de un tercero, y expulsado por el ancho mundo uno de los al principio tan bellamente unidos.

—En eso los químicos son mucho más galantes —dijo Eduardo—; asocian a ello un cuarto elemento para que ninguno quede desocupado.

—Muy cierto —repuso el capitán—; y estos casos son sin duda los más significativos y asombrosos, en los que puede representarse realmente la atracción, la afinidad, el abandono, la unión, actuando como en cruz; donde cuatro seres unidos hasta entonces dos a dos, al ser puestos en contacto, abandonan su unión anterior y se juntan de nuevo. En este separarse y apresarse, en esta huida y en esta busca, créese ver realmente una determinación más elevada; atribuyese a tales seres una especie de voluntad y elección y el término científico de afinidad electiva parece completamente justificado.

—Descríbame uno de esos casos —dijo Carlota.

—No debería efectuarse tal cosa con palabras -—repuso el capitán—. Como ya he dicho, en cuanto pueda mostrarle los experimentos mismos, todo será comprensible y agradable. Ahora tendría que embebecerla con horribles términos técnicos que no le darían a usted ninguna idea. Hay que ver actuando ante nuestros ojos a estos seres, al parecer muertos, y, sin embargo, siempre interiormente dispuestos a la actividad; hay que contemplar con interés cómo se buscan unos a otros, cómo se atraen, se asen, se destruyen, se devoran, se consumen, y cómo en seguida vuelven a brotar de su íntima unión en una forma renovada, nueva e inesperada: sólo entonces se les atribuye una vida eterna, e incluso sentido y razón, porque sentimos que nuestros sentidos apenas son suficientes para observarlos debidamente y que nuestra razón apenas alcanza para concebirlos.

—No niego —dijo Eduardo— que los extraños términos científicos tienen que parecer dificultosos e incluso ridículos a aquel que no está familiarizado con ellos por la contemplación directa o por la idea. Sin embargo, fácilmente podríamos expresar, mientras tanto, con letras, la relación de que aquí se trata.

—Si usted cree que no resultará pedante —repuso el capitán— muy bien puedo expresarme abreviadamente en la lengua de los signos. Imagínese una A que está intimamente unida con una B, de la que no es posible separarla por ningún medio ni con ninguna violencia; imagínese una C que está en la misma relación con una D; ponga usted ahora las dos parejas en contacto: A se arrojará sobre D. C sobre B, sin que se pueda decir quién ha abandonado primero al otro, quién se ha vuelto a unir primero con el otro.

—¡Pues bien! —interrumpió Eduardo—; hasta que veamos todo esto con nuestros propios ojos, consideraremos esta fórmula como una parábola, de la que deducimos una lección para nuestro uso inmediato. Tú, Carlota, representas la A y yo tu B, pues, en realidad, sólo dependo de ti y te sigo como la B a la A. La C es muy claramente el capitán, que por esta vez me substrae hasta cierto punto a ti. Ahora es justo, si no has de desaparecer en lo incierto, que se te procure una D, y esa lo es, sin duda, la amable damita Otilia, a cuya venida te es lícito seguir oponiéndote.

—Está bien —repuso Carlota—; aunque el ejemplo, según me parece, no se acomoda del todo a nuestro caso, sin embargo, considero como una suerte que por una vez hayamos coincidido hoy por completo, y que estas afinidades naturales y electivas hayan precipitado entre nosotros una confidencial explicación. Así, pues, confesaré que desde esta tarde estoy decidida a llamar a Otilia, pues mi actual y fiel ama de llaves y de gobierno se me marcha, porque va a casarse. Esto por mi parte y en cuanto a mí; lo que me determina a ello en cuanto a Otilia, nos lo leerás en alta voz. No miraré lo escrito, porque, a la verdad, su contenido me es ya conocido. Pero lee, lee.

Con estas palabras sacó unas cartas y se las entregó a Eduardo.

V

CARTA DE LA DIRECTORA

“Su Excelencia perdonará que me exprese hoy muy brevemente, pues terminado el examen público de lo que hemos realizado en el pasado año con nuestras discípulas, debo notificar su resultado a todos los padres y tutores; además, me es lícito ser breve, ya que con pocas palabras puedo decir mucho. Su señorita hija ha acreditado ser la primera en todos los sentidos. Los certificados adjuntos, su propia carta, que contiene la descripción de los premios que le han sido otorgados, a la vez que expresa el placer que le causa un resultado tan feliz, le servirán a usted de tranquilidad y hasta de alegría. La mía queda hasta cierto punto disminuida, ya que preveo que no tendremos motivo para retener por mucho tiempo a nuestro lado a una damita tan adelantada. Me encomiendo a la bondad de Vuestra Excelencia, y próximamente me tomaré la libertad de manifestarle mis pensamientos sobre lo que creo más ventajoso para ella. Acerca de Otilia, escribirá mi amable auxiliar.”


CARTA DEL AUXILIAR

“Me permite que escriba acerca de Otilia nuestra venerable directora, en parte porque, dada su manera de pensar, le sería doloroso participar lo que hay que participar, y en parte, también porque ella misma tiene necesidad de presentar excusas que prefiere poner en mis labios.

”Como conozco harto bien lo poco capaz que es la buena Otilia para expresar lo que sabe y lo que puede hacer, tenía cierto miedo del examen público, tanto más que para él no es posible preparación alguna, y aunque hubiera podido hacerse a la manera usual, Otilia no se habría prestado a esas apariencias. Harto ha justificado mi preocupación el resultado: no ha obtenido premio alguno y se halla, además, entre aquellas que no han recibido ningún certificado. ¿Qué más puedo decir? En cuanto a la escritura, apenas alguna otra tiene una letra tan bien formada, pero trazan rasgos mucho más sueltos; en cuantas eran más rápidas todas las demás, y las cuestiones difíciles que ella resuelve mejor no fueron objeto de examen. En francés hubo muchas que parlaban y disertaban más que ella; en historia no siempre tuvo a mano nombres y fechas; en geografía se echó de menos que no prestara atención a la división política. No tuvo ni tiempo ni calma para la ejecución musical de sus escasas y modestas melodías. En dibujo seguramente se hubiera llevado el premio: sus contornos eran limpios y la ejecución muy cuidada, llena de inteligencia. Por desgracia, había acometido un trabajo demasiado grande y no pudo terminarlo.

”Cuando se hubieron retirado las discípulas, celebraron consejo de examinadores, y, por lo menos, nos permitieron a los profesores que dijéramos algunas palabras, noté muy pronto que no se hablaba nada de Otilia, o que, si así ocurría, era con indiferencia si no con desaprobación. Confié en suscitar alguna benevolencia hacia ella con una franca exposición de su manera de ser, y osé hacerlo con doblado celo: en primer lugar, porque podía hablar según mi propia convicción, y en seguida, porque en mi primera edad también yo me había visto en el mismo triste caso. Me oyeron con atención; pero cuando hube terminado, el presidente del tribunal me dijo con amabilidad, pero lacónicamente: “Las capacidades se suponen; es preciso que lleguen a ser destreza. Éste es el objeto de toda educación; ésta es la intención clara y manifiesta de los padres y encargados y la silenciosa y semiconsciente de los niños mismos. Éste es también el objeto del examen, en el cual son a la vez juzgados profesores y discípulos. Por lo que oímos de usted, concebimos buenas esperanzas acerca de esa niña; en todo caso es usted digno de alabanza al observar tan detenidamente las capacidades de las discípulas. Conviértalas en destreza de aquí al año que viene, y ni a usted ni a sus discípulas predilectas les faltarán aplausos.”

”Habíame ya resignado con lo que siguió a esto, pero no había temido algo todavía peor, que ocurrió al poco rato. Nuestra buena directora que, como un buen pastor, no quisiera ver perdida ni, como era aquí el caso, sin adorno a ninguna de sus ovejas, después de haberse 'marchado los señores no pudo ocultar su enojo, y le dijo a Otilia, que, mientras las otras se regocijaban con sus premios, estaba muy tranquila a la ventana: “Pero dígame usted, en nombre del cielo, ¿cómo puede parecerse tan tonta sin serlo?” Otilia respondió con toda serenidad. “Perdone usted, querida madre; precisamente hoy vuelvo a tener mi dolor de cabeza, y bastante fuerte por cierto.” “¡Nadie puede saberlo!”, replicó la señora, tan compasiva en otros casos, y se volvió enojada.

”Cierto que es verdad: nadie puede saberlo, pues Otilia no cambia de semblante ni tampoco he visto que ni una sola vez se llevara la mano hacia la sien.

”Aún no era eso todo. Su señorita hija, Excelentísima Señora, siempre viva y franca, estaba fuera de sí y llena de orgullo por la impresión de su triunfo. Saltaba por la habitación con sus premios y notas, y los agitaba además ante el rostro de Otilia. “¡Te ha ido mal hoy!”, exclamó. Muy serenamente le respondió Otilia: “Todavía no es el último día de exámenes.” “¡Y, sin embargo, siempre seguirás siendo la última!", exclamó la señorita y se alejó saltando.

”Otilia parecía tranquila para cualquier otra persona, pero no para mí. Una interna, desagradable y viva conmoción, a la que se sobrepone, se manifiesta en ella en una desigual coloración del semblante. La mejilla izquierda se enrojece por un momento, mientras que palidece la derecha. Observé este signo y no pude contener mi compasión. Llevé aparte a la directora, hablé seriamente con ella acerca del asunto. La excelente mujer reconoció su falta. Deliberamos, conferenciamos largamente, y sin ser por ello más prolijo, quiero exponer a Vuestra Excelencia nuestra decisión y nuestro ruego: acoja a su lado a Otilia durante algún tiempo. Los motivos. Vuestra Excelencia se los explicará a sí misma mejor de lo que nadie podría hacerlo. Si se determina a hacer esto, diré algo más a Vuestra Excelencia acerca de la manera de tratar a esta amable niña. De este modo, cuando, como es de suponer, nos abandone su señorita hija, veremos con placer el regreso de Otilia.

”Aún hay otra cosa que quizá pudiera olvidar más adelante; jamás he visto que Otilia haya exigido algo o siquiera que haya pedido con insistencia alguna cosa. En cambio, se dan casos, aunque poco frecuentes, en que trata de evitar lo que se solicita de ella. Lo hace con un ademán que es irresistible para quien ha comprendido su sentido. Aprieta una contra otra las palmas de las manos, levantándolas y llevándoselas contra el pecho, al tiempo que se inclina un poco hacia adelante, y con tal mirada contempla al importuno solicitante, que éste desiste gustoso de todo lo que pudiera rogar o exigir. Si alguna vez, señora, viera Vuestra Excelencia este ademán, lo que no es verosímil, dada su manera de tratarla, acuérdese de mí y sea indulgente con Otilia.»

Eduardo había leído en voz alta estas cartas, no sin sonrisas y movimientos de cabeza. Tampoco podían faltar comentarios sobre las personas y sobre la situación del asunto.

—¡Basta! —exclamó por fin Eduardo—; está decidido: que venga. Así se habrá encontrado lo que tú necesitas, querida mía, y también a nosotros nos será lícito seguir ahora adelante con nuestros propósitos. Se está haciendo sumamente necesario que me traslade al ala derecha, junto al capitán. Tanto las de la noche como las de mañana son las mejores horas para trabajar en común. En cambio, tú, de este modo, obtienes en la otra ala un espacio mucho más bello para ti y para Otilia.

Consintió Carlota, y Eduardo describió su futuro género de vida. Exclamó, entre otras cosas:

—Verdaderamente es amable de parte de tu sobrina el tener algo de dolor de cabeza en el lado izquierdo: yo, a veces, lo tengo en el derecho. Si coinciden los ataques y estamos sentados uno junto a otro, apoyado yo en el codo derecho, ella en el izquierdo y las cabezas en dirección opuesta sobre la mano, tendrá que resultar una linda pareja de cuadros.

Al capitán le parecía peligroso; en cambio, Eduardo exclamó:

—¡Guárdate de la D, querido amigo! ¿Qué había de hacer la B si la C le fuera arrebatada?

—Yo creía que era cosa que se comprendía por sí misma —repuso Carlota.

—Claro —exclamó Eduardo—; se volvería a su A. ¡A su alfa y su omega! —añadió levantándose con rapidez y estrechando fuertemente contra su pecho a Carlota.

VI

Había llegado un coche conduciendo a Otilia. Carlota salió a su encuentro; la amable niña corrió para acercársele, se arrojó a sus pies y le abrazó las rodillas.

—¿A qué esta humillación? —dijo Carlota, que estaba un tanto desconcertada y quería levantarla.

—No lo hago por humillarme —respondió Otilia, permaneciendo en su anterior posición—. Sólo es porque me agrada tanto recordar aquellos tiempos en que aún no llegaba más arriba de sus rodillas y en que tan segura me sentía ya de su cariño.

Se levantó y Carlota la abrazó tiernamente. Fue presentada a los caballeros y tratada en seguida con especial consideración de huésped. En todas partes es la hermosura un huésped bien recibido. Parecía atender a la conversación sin que hubiera tomado parte en ella.

A la mañana siguiente díjole Eduardo a Carlota:

—Es una muchacha agradable y que entretiene.

—¿Que entretiene? —repuso Carlota con una sonrisa—. Pero si todavía no ha despegado los labios.

—¿Sí? —respondió Eduardo, pareciendo reflexionar—; pues es extraño.

Carlota no hizo a la recién llegada más que unas pocas indicaciones acerca de cómo se habían de gobernar los asuntos domésticos. De toda la organización se había hecho cargo rápidamente Otilia, y lo que es más: la había sentido. Comprendió con facilidad qué era lo que tenía que atender para todos en general y para cada uno en particular. Todo se ejecutaba puntualmente. Sabía disponer sin que pareciera que mandaba, y si alguien se descuidaba, en seguida hacía ella misma lo que había que hacer.

No bien se dio cuenta del tiempo que le sobraba, rogó a Carlota que le permitiera distribuir sus horas en forma que fue desde entonces exactamente observada. Ejecutaba lo prescrito de la manera que Carlota conocía por el ayudante. Se la dejó hacer lo que quisiera. Sólo de vez en cuando procuraba Carlota estimularla. Así, algunas veces le sustituía sus plumas por plumas gastadas, para inclinarla a una letra de rasgos más libres; pero pronto volvían a ser éstas más finamente talladas.

Las damas habían establecido entre ellas que hablarían en francés cuando estuvieran solas. Y Carlota perseveró tanto más en ello ya que Otilia era más explícita en la lengua extranjera, habiéndosele impuesto como obligación el ejercitarse en ella. Entonces decía con frecuencia más de lo que parecía querer decir. Especialmente se divirtió Carlota con una ocasional descripción de todo el internado, cierto que severa, pero, sin embargo, benévola. Otilia iba llegando a ser para ella una querida compañera, y esperaba hallar más adelante en ella una amiga de la mayor confianza.

Mientras tanto, volvió a sacar Carlota los viejos papeles que se referían a Otilia, para recordar cómo habían juzgado a la buena niña la directora y el ayudante y compararlo con su propia personalidad. Pues era de opinión Carlota que nunca se puede conocer con bastante rapidez el carácter de las personas con quienes se tiene que vivir para saber lo que se puede esperar de ellas, lo que se puede modificar en ellas o lo que de una vez para siempre hay que permitirles y perdonarles.

Verdad que en este examen no encontró nada nuevo; pero muchas cosas conocidas fueron para ella más significativas y Sorprendentes. Así, por ejemplo, la sobriedad de Otilia en comer y beber era realmente para preocupar.

La cuestión del vestido fue lo más inmediato que ocupó a las señoras. Carlota exigió de Otilia que se presentara con trajes más ricos y escogidos. En el acto la buena y activa niña cortó por sí misma las telas que anteriormente le habían sido regaladas, y, con escasa ayuda ajena, supo adaptarlas para su vestido de un modo rápido y extremadamente gracioso. Los trajes nuevos y a la moda realzaron su figura, pues como las gracias de una persona se difunden también a lo que las envuelve, siempre cree uno verla por primera vez y más linda cuando comunica sus propiedades a un contorno nuevo.

Pero desde el principio, y cada vez más, fue para los señores un verdadero consuelo de los ojos, si hemos de darle su justo nombre; pues si la esmeralda hace bien a la vista por su magnífico color, y hasta posee cierta virtud curativa para ese noble sentido, la belleza humana actúa con fuerza aún mucho mayor sobre el sentido externo y sobre el interno. De quien la contempla no puede apoderarse ningún mal; se siente en armonía consigo mismo y con el mundo.

De varias maneras había, por lo tanto, ganado la sociedad con la llegada de Otilia. Ambos amigos observaban con mayor regularidad las horas y hasta los

minutos de reunión. No se hacían esperar más de lo debido para las comidas, para el té o para los paseos. Especialmente por la noche no se apresuraban tanto como antes a levantarse de la mesa. Carlota lo advirtió muy bien y no dejó de observar a ambos. Trataba de investigar si uno más que otro daba motivo para ello, pero no pudo notar ninguna diferencia. Los dos se mostraban, en general, más sociables. En_ sus conversaciones parecían atender a lo que podía ser capaz de provocar el interés de Otilia, lo que fuera acomodado a su sentido y al resto de sus conocimientos. En las lecturas y relatos se detenían hasta que ella volviera. Se hacían más dulces y, en términos generales, más comunicativos.

En correspondencia con ello, crecía cada día en Otilia el afán de ser servicial. Cuanto más iba conociendo la casa, las gentes, las circunstancias, tanto más vivamente intervenía, tanto más rápidamente comprendía cada mirada, cada gesto, una media palabra, una voz. Su tranquila atención era siempre la misma, igual que su plácida actividad. Y de este modo, el sentarse, el levantarse, el ir, el venir, el buscar una cosa, el traerla, el volver a sentarse de nuevo, se verificaba en ella sin una aparente inquietud; era un eterno cambio, un eterno y grato movimiento. Sumábase a esto el que no se la oía caminar: tan suavemente pisaba.

Este honesto afán servicial de Otilia producía gran placer a Carlota. Una sola cosa, que no le pareció del todo adecuada, no la mantuvo oculta para Otilia.

—Figura entre las más laudables atenciones —díjole un día— el que nos inclinemos de prisa cuando alguien deja caer algo de la mano y procuremos recogerlo rápidamente. Reconocemos con ello como si estuviéramos obligados a su servicio; sólo que hay que considerar en el gran mundo a quien se da muestras de esta adhesión. En cuanto a las mujeres, no quiero prescribirte ninguna ley sobre ello. Eres joven. Con las señoras de más alta categoría y más edad es un deber; con tus iguales, una cortesía; con las más jóvenes y de inferior posición es mostrarte de ese modo humana y buena; sólo no le está bien a una dama manifestarse adicta y rendida a los hombres de esta manera.

—Trataré de desacostumbrarme —repuso Otilia—. Sin embargo, me perdonará usted esta inconveniencia si le digo cómo he llegado a ella. Nos han enseñado historia; acaso no he retenido tanto como hubiera debido, pues no sabía para qué la necesitaría. Sólo me han impresionado mucho algunos acontecimientos aislados. Y entre ellos el siguiente: Cuando Carlos I de Inglaterra estaba en presencia de los que se llamaban sus jueces, se le cayó el puño de oro del bastoncito que llevaba. Acostumbrado a que en tales circunstancias todos se molestaran por él, pareció mirar en torno suyo y esperar que también aquella vez le prestara alguien el pequeño servicio. Nadie se movió; bajóse él mismo para recoger el puño. No sé si con motivo, pero me pareció tan doloroso eso, que desde aquel momento no puedo ver que se le caiga a nadie nada de las manos sin bajarme para recogerlo. Pero como es cierto que no siempre puede estar bien, y no en cada caso —añadió sonriéndose— puedo relatar mi cuento, de ahora en adelante haré por contenerme.

Mientras tanto, las buenas iniciativas a que se sentían llamados los dos amigos progresaron ininterrumpidamente. Hasta encontraban nueva ocasión cada día para planear o emprender algo nuevo.

Como cierto día atravesaban juntos la aldea, observaron con desagrado lo atrás que quedaba, en cuanto a orden y limpieza, respecto a aquellas aldeas donde los habitantes, por la escasez del espacio, se ven forzados a uno y a otra.

—¿Recuerdas cómo en nuestro viaje por Suiza —dijo el capitán— expresamos el deseo de embellecer verdaderamente uno de los llamados parques campestres con una aldea situada como ésta, organizándola, no según la arquitectura suiza, sino con la disposición y la limpieza suizas, que tanto favorecen su disfrute?

—Aquí, por ejemplo, sería muy hacedero —repuso Eduardo—. La colina del castillo termina al descender en una avanzada punta; la aldea está construida enfrente, en un semicírculo bastante regular; entre ambas corre el arroyo y contra sus crecidas quiere protegerse el uno con piedras, con estacas el otro, con vigas el tercero y con tablas el que sigue, pero ninguno favorece a los otros, sino que más bien alcanza daño y desventaja para sí y los demás. Así corre el camino con un inhábil trazado, tan pronto subiendo como bajando, ya a través del agua, ya sobre las piedras. Si la gente quisiera poner manos a la obra, no sería necesaria gran ayuda de costas para construir aquí un muro en semicírculo, levantar tras él el camino hasta la altura de las casas, obtener el más bello espacio, dar lugar para la limpieza y desterrar de una vez, con una instalación pensada en grande, todas esas menudas e insuficientes protecciones.

—Intentémoslo —dijo el capitán, echando un vistazo al terreno y formando un rápido juicio.

—No me gusta tener nada que ver con villanos y campesinos si no puedo directamente mandarles —repuso Eduardo.

—No dejas de tener razón —repuso el capitán—; pues también a mí me han dado ya en la vida muchos disgustos tales asuntos. ¡Qué difícil es que el hombre calcule rectamente lo que tiene que sacrificar frente a lo que puede ganar! ¡Qué difícil querer el fin y no desdeñar los medios! Muchos llegan hasta a confundir los medios y el fin, y gozan de aquéllos sin tener éste ante los ojos. Se quiere curar cada mal en el lugar donde aparece, sin preocuparse de aquel punto donde tiene propiamente su origen, desde donde actúa. Por eso son tan difíciles las deliberaciones, sobre todo con la muchedumbre, que es bastante sensata en lo cotidiano, pero que raramente ve más allá del mañana. Si se añade a esto que con una mirada común sale ganando el uno, y el otro perdiendo, es totalmente imposible establecer nada mediante un convenio general. Realmente, todas las cosas de utilidad común tienen que ser fomentadas por el ilimitado derecho del soberano.

Mientras estaban detenidos y hablando, pidióles limosna un hombre que más bien parecía insolente que necesitado. Eduardo, con enojo de ser interrumpido y molestado, le riñó, después de haberlo rechazado en vano varias veces de un modo más suave; pero cuando el mozo se alejaba a pequeños pasos, rezongando y hasta riñendo a su vez, haciendo valer los derechos del mendigo, a quien es licito negarle una limosna, pero no ofenderle, porque lo mismo que cualquier otro se encuentra bajo la protección de Dios y de las autoridades, Eduardo se puso fuera de sí por completo.

El capitán le dijo entonces para apaciguarlo:

—Tomemos este incidente como requerimiento para que extendamos también a esto nuestra policía campestre. No hay más remedio que dar limosnas; pero es mejor que no las dé uno por sí mismo, especialmente en su casa. Se debería ser moderado y uniforme en todo, hasta en hacer bien. Una dádiva demasiado rica trae hacia aquí mendigos en vez de despacharlos; mientras que, por el contrario, en viaje, al pasar rápidamente, bien puede uno aparecérsele a un pobre en la calle bajo la forma de la dicha casual, y arrojarle una sorprendente dádiva. La situación de la aldea y del castillo nos hace muy fácil tomar disposiciones; ya antes de ahora he reflexionado sobre ello. En un extremo de la aldea está la posada; en el otro habita una pareja de buenos viejos; en ambos sitios tienes que depositar una pequeña cantidad de dinero. No el que entre en la aldea, sino el que salga recibirá algo; y como ambas casas están en los caminos que llevan al castillo, también a todos los que quieran subir a él les serán indicados ambos sitios.

—Ven —dijo Eduardo—, despachémoslo en seguida; siempre podremos perfeccionar los detalles más adelante.

Fueron a la posada y junto al matrimonio viejo, y el asunto quedó arreglado.

—Muy bien sé —dijo Eduardo, mientras volvían a subir juntos la colina del castillo—, muy bien sé que todo el mundo depende de un juicioso pensamiento y una firme resolución. Así has juzgado muy acertadamente los trazados del parque de mi esposa, y también me has dado ya una indicación de cómo podría ser hecho algo mejor, cosa que yo le he comunicado en seguida; no quiero negártelo.

—Podía sospecharlo —repuso el capitán—, pero no aprobarlo. La has desconectado; dejó en suspenso los trabajos y se enoja con nosotros en esa única cosa, pues evita el hablar de ella y no nos ha vuelto a invitar a ir a la cabaña de musgo, aunque sube a ella con Otilia en las horas de descanso.

—No tenemos que dejarnos desalentar por eso —repuso Eduardo—. Cuando estoy convencido de algo bueno que podría y debería hacerse, no tengo reposo hasta que lo veo hecho. En general, somos lo bastante prudentes para encaminar las cosas como queremos. Tomemos como entretenimiento de las veladas las descripciones de parques ingleses con grabados en cobre; después tu plano de la finca. Hay que tratarlo primero de un modo problemático y sólo como por broma; ya se llegará a lo serio.

Después de este convenio fueron abiertos los libros, en los que cada vez se veía dibujado el plano de la comarca y su vista panorámica en su primitivo y silvestre estado natural; después, en otros pliegos, se encontraban representadas las variaciones que el arte había acometido en ella para aprovechar y dar relieve a lo bueno ya existente.

De aquí era muy fácil la transición a la propia finca, a los propios alrededores y a lo que se podría perfeccionar en ellos.

Fue agradable ocupación entonces tomar como fundamento el mapa trazado por el capitán, sólo que no podían desprenderse por completo de aquel primer concepto según el cual había comenzado la obra Carlota. Sin embargo, se ideó una más fácil subida a las alturas; se quería construir arriba una casita de recreo, delante de un agradable bosquecillo; ésta debía estar en relación con el castillo, debía divisársela desde sus ventanas, y desde allí había de poder enfilarse éste y los jardines.

El capitán, que había meditado y medido muy bien todo, volvió a hablar de aquel camino de la aldea, aquel muro sobre el arroyo, aquel relleno.

—Construyendo un cómodo camino hasta los altos —dijo—, obtengo justamente tanta piedra como necesito para aquel muro. Tan pronto como una cosa engrana con la otra, ambas se realizan de un modo más barato y más rápido,

—Pero ahora —dijo Carlota— viene mi cuidado. Necesariamente hay que establecer alguna determinada cifra, y si se sabe cuánto es preciso para tal trazado, se reparte la suma, si no por semanas, por lo menos por meses. La caja está bajo mi custodia; yo pago los vales y yo misma llevo las cuentas.

—No parece confiar en nosotros de un modo extraordinario —dijo Eduardo.

—No mucho en cosas de capricho —repuso Carlota—. Al capricho sabemos regirle mejor nosotras.

Se dieron las órdenes; el trabajo fue comenzado con celeridad; el capitán estaba siempre presente, y Carlota era ahora testigo, casi a diario, de su serio y sólido sentido. También él la conoció más de cerca, y a ambos les fue más fácil actuar juntos y llegar a algún resultado.

Con los trabajos ocurre lo mismo que con la danza; personas que llevan el mismo compás tienen que hacerse indispensables una a otra; necesariamente tiene que brotar- de ahí una mutua benevolencia; y de que Carlota quería realmente bien al capitán, desde que lo conocía más de cerca, fue segura prueba el que dejó destruir muy tranquila, y hasta sin tener con ello la más ligera impresión desagradable, un hermoso mirador que en sus primeros trazados había escogido y decorado muy especialmente, pero que se oponía a los nuevos planes.

VII

El haber hallado Carlota una ocupación en común con el capitán tuvo por consecuencia que Eduardo se acompañara más de Otilia. Además, desde hacía algún tiempo había en su corazón una tranquila y amistosa inclinación hacia ella. Otilia era servicial y previsora con todo el mundo; pero al amor propio de Eduardo le parecía que lo era más con él que con los otros. De lo que no cabía dura era de que ella había observado atentamente qué manjares le gustaban y con qué guiso; no le había pasado inadvertido cuánto azúcar solía tomar con el té y otras cosas semejantes. Tenía especial cuidado en evitar las corrientes de aire, a las cuales mostraba él una sensibilidad exagerada, y por las cuales, a veces, tenía discusiones con su mujer, a la que nunca le parecía estar todo bastante ventilado. Del mismo modo se informaba ella de lo que tocaba el jardín y la huerta. Trataba de fomentar lo que él deseaba; sabía evitar lo que le ponía impaciente, de modo que en poco tiempo llegó a ser indispensable para él como un amable genio tutelar, y comenzó a sentir penosamente su ausencia. Sumábase a esto que Otilia parecía más franca y comunicativa tan pronto como se encontraban solos.

Eduardo, a pesar del curso de los años, había conservado siempre algo infantil, que concertaba muy bien con la juventud de Otilia. Recordaban con gusto las veces que se habían visto en los tiempos anteriores; ascendían estos recuerdos hasta la primera época de la inclinación de Eduardo por Carlota. Otilia pretendía recordarlos a los dos como la más bella pareja de la corte; y cuando Eduardo le negaba que pudiera conservar tal memoria de una niñez tan temprana, afirmaba ella que en especial aún tenía presente cómo una vez. al entrar él, habíase escondido ella en el regazo de Carlota, no por temor, sino por infantil sorpresa. Hubiera podido añadir: porque había hecho sobre ella una impresión tan viva, porque le había gustado tan de veras...

En tales circunstancias, diversos asuntos que los dos amigos habían emprendido antes juntos habían quedado hasta cierto punto en suspenso, de modo que encontraron necesario proporcionarse un sumario de ellos, esbozar algunas notas, escribir cartas. Citáronse por eso en la oficina, donde encontraron ocioso al viejo escribiente. Se pusieron al trabajo y pronto le dieron que hacer, sin darse cuenta de que le imponían muchas cosas que tenían antes costumbre de ejecutar por sí mismos. Ya la primera nota no quería salirle bien al capitán, ni la primera carta a Eduardo. Se atormentaron durante algún tiempo, pensando y corrigiendo, hasta que por fin Eduardo, que era el que se encontraba menos dispuesto, preguntó qué hora era.

Entonces resultó que el capitán había olvidado dar cuerda a su cronómetro de segundos, por primera vez desde hacía muchos años, y parecieron, si no sentirlo, por lo menos presentir que el tiempo comenzaba a serles indiferente.

Mientras que los hombres abandonaban algún tanto así su diligencia, más bien crecía la actividad de las damas. En general, el acostumbrado género de vida de una familia, el cual brota de las personas dadas y de las circunstancias necesarias, admite también en sí, como vasija, un afecto extraordinario, una naciente pasión, y puede transcurrir bastante tiempo antes de que este nuevo ingrediente ocasione una fermentación sensible y se derrame espumeando sobre sus bordes.

Para nuestros amigos, las mutuas inclinaciones en formación eran del más agradable afecto. Abríanse los ánimos, y de la particular se originaba una benevolencia general. Cada parte se sentía feliz y no envidiaba la dicha de la otra.

Tal situación eleva el espíritu, dilatando el corazón, y todo lo que se hace y acomete tiene una tendencia a lo infinito. Así, nuestros amigos no se mantenían ya confinados en su morada. Sus paseos se extendían a mayor distancia, y si en ellos Eduardo corría delante con Otilia, para elegir los senderos, para abrir camino, el capitán con Carlota, sumidos en una grave conversación, interesándose por algunos escondrijos recién descubiertos, por algunos inesperados panoramas, seguían la huella de aquellos rápidos exploradores.

Un día, saliendo por la puerta del ala derecha del castillo, bajaron a la posada y, pasando el puente, dirigieron su paseo hacia los estanques, cuyo borde recorrieron hasta donde se solía seguir el curso del agua, pues en seguida sus orillas, cerradas por una colina llena de matorrales y más adelante por rocas, dejaban de ser practicables.

Pero Eduardo, a quien por sus correrías de cazador le era conocida la comarca, penetró con Otilia por un sendero cubierto de malezas, sabiendo muy bien que el viejo molino, escondido entre peñascos, no podía estar muy lejos. Sólo que el poco usado sendero desapareció muy pronto y se encontraron perdidos entre espesos matorrales y musgosas peñas, pero no por mucho tiempo, pues el rumor de las ruedas les anunció en seguida la proximidad del lugar que buscaban.

Avanzando por un saliente risco, vieron ante sí, en el fondo, el viejo, negro y extraño edificio de madera, a la sombra de abruptas peñas y elevados árboles. Al momento decidieron bajar por encima del musgo y de las movedizas piedras: Eduardo delante, y cuando miraba hacia lo alto y veía a Otilia, caminando fácilmente, sin temor ni inquietud, siguiéndole en el más hermoso equilibrio de peñasco en peñasco, creía ver un ser celeste que se cernía sobre él. Y cuando, a veces, en los pasos más inseguros, cogía ella su extendida mano o llegaba a apoyarse sobre su hombro, no podía negar Eduardo que era la más delicada criatura femenina la que le tocaba. Casi habría deseado que tropezara o resbalara para poder tomarla en sus brazos, estrecharla contra su corazón. Pero esto último no lo habría hecho en ningún caso y por más de un motivo: temía ofenderla y dañarla.

En seguida sabremos cómo se explica esto último. Cuando hubieron llegado abajo y estuvieron sentados uno frente a otro, en una mesa campestre bajo los altos árboles, enviada por leche la amable molinera y el obsequioso molinero en busca de Carlota y el capitán, Eduardo comenzó a hablar con cierto titubeo:

—Tengo que hacerle un ruego, querida Otilia; perdónemelo usted, aunque me niegue lo que le pida. No hace usted ningún misterio, ni había para qué, de que debajo de su vestido lleva en el pecho una miniatura. Es el retrato de su padre, ese hombre excelente a quien usted apenas ha conocido, y que en todos los aspectos merece un lugar en su corazón. Pero dispénseme: el retrato es desproporcionadamente grande, y ese metal, ese vidrio, me causan mil congojas cuando usted levanta en alto un niño o lleva algo en los brazos; cuando el coche se tambalea, cuando atravesamos matorrales, lo mismo que ahora cuando hemos descendido de los peñascos. Ríe espanta la posibilidad de que cualquier golpe imprevisto, una caída, un roce, puede ser para usted dañino y perjudicial. Hágalo usted por mí, quite usted ese retrato, no de su memoria, no de su habitación; déle usted él más bello y sagrado lugar de su morada; aléjelo sólo algún tanto de su pecho, ya que su proximidad me parece tan peligrosa, acaso por exagerado recelo.

Otilia guardaba silencio y miraba ante sí mientras él hablaba; después, sin precipitación y sin titubeo, con una mirada que más se dirigía hacia el cielo que hacia Eduardo, soltó la cadena, sacó fuera el retrato, lo apretó contra su frente y se lo tendió a su amigo con estas palabras:

—Guárdemelo usted hasta que lleguemos a casa. No puedo probarle de mejor modo cuánto sé apreciar sus amables cuidados.

El amigo no osó apretar el retrato contra sus labios, pero tomó la mano de Otilia y la apretó contra sus ojos. Acaso eran las dos más hermosas manos que se hubieran jamás mutuamente estrechado. A él le pareció como si le hubieran quitado una piedra del corazón, como si se hubiera caído una barrera puesta entre Otilia y él.

Guíados por el molinero, Carlota y el capitán descendieron por un cómodo sendero. Se saludaron alegremente, tomaron algún refrigerio. No querían regresar por el mismo camino, y Eduardo propuso una senda entre peñascos, a la otra orilla del arroyo, desde la cual volvieron a ser visibles los estanques, al dominarla con algún esfuerzo. Después recorrieron una variada floresta y descubrieron en el paisaje diversas aldeas, poblados, granjas, con sus verdes y fecundos campos circundantes, en primer término una casería muy escondida en medio del bosque, en la altura. Del modo más hermoso se les mostró, delante y detrás del suave alcor, la enorme riqueza del país; de allí alcanzaron un ameno bosquecillo, y al salir del mismo se encontraron en las rocas de frente al castillo.

¡Qué contentos estuvieron cuando de una manera casi inesperada llegaron a aquel lugar! Habían recorrido un pequeño mundo; se hallaban en el sitio donde debía ser emplazado el nuevo edificio, y volvían a ver las ventanas de su morada.

Bajaron a la cabaña de musgo, y por primera vez se reunieron en ella los cuatro. Nada más natural sino que fuera expresado unánimemente el deseo de que el camino de aquel día, que habían recorrido lentamente y no sin fatiga, fuera abierto y ejecutado de tal forma que pudieran volver a recorrerlo en compañía, paseando despacio y con comodidad. Hizo cada cual proposiciones y se calculó que el camino, en el que habían empleado varias horas, una vez arreglado tenía que llevarlos al castillo en una hora. Ya construían con la imaginación, más abajo del molino, donde el arroyo se vierte en los estanques, un puente que acortase el recorrido y decorara el paisaje, cuando Carlota detuvo algún tanto el vuelo de la fantasía creadora recordando los gastos que serían precisos para tal empresa.

—También eso tiene remedio —respondió Eduardo—. Basta con que enajenemos aquella casería del bosque que parece tan bellamente situada y que renta tan poco, y que empleemos la suma que produzca en estos paseos; así disfrutaremos placenteramente, en una inapreciable excursión, de los intereses de un bien colocado capital, ya que actualmente, en las últimas cuentas de fin de año, sólo un miserable ingreso obtenemos con enojo de él.

La misma Carlota, como buena ama de casa, no podía oponer gran cosa. Ya antes de entonces se había hablado del asunto. Ahora quería el capitán hacer un plan de división del fundo entre los labradores del bosque; pero Eduardo deseaba proceder de un modo más breve y fácil. El arrendatario actual, que ya había hecho proposiciones, debía quedarse con él, lo pagaría a plazos, y por plazos se irían abriendo, de trecho en trecho, las proyectadas vías.

Una disposición tan razonable y moderada tenía que encontrar completo aplauso, y toda la sociedad veía ya serpenteando en su espíritu los nuevos caminos, en los cuales, y en sus proximidades, se esperaba además descubrir los puntos de vista y los lugares de descanso más agradables.

Para representarse todo más al detalle, tomaron en seguida el nuevo mapa, por la noche, en casa. Examinaron el camino que habían recorrido, y cómo quizá todavía podría ser trazado de modo más ventajoso en ciertos lugares. Volvieron otra vez a ser discutidos todos los proyectos anteriores y ligados con los nuevos pensamientos; el emplazamiento de la nueva casa frente al castillo fue otra vez aprobado, y allí debían venir a cerrar su curso los caminos.

Otilia había guardado silencio a todo esto; pero por fin Eduardo puso delante de ella el mapa, que hasta entonces había estado extendido ante Carlota; invitándola al mismo tiempo a decir su opinión; y como ella vacilara un momento, la animó cariñosamente a que no callara nada: aún era todo indiferente, aún estaba todo en formación.

—Yo construiría aquí la casa —dijo Otilia poniendo el dedo en la meseta más alta—. Cierto que no se vería el castillo, pues estaría cubierto por el bosquecillo; pero también por eso se encontraría uno como en otro mundo nuevo, ya que al mismo tiempo estarían ocultas la aldea y todas las viviendas. La vista de los estanques, el molino, las colinas, las montañas y toda la comarca, es extraordinariamente bella: lo he notado al pasar.

—¡Tiene razón! —exclamó Eduardo—. ¿Cómo puede no habérsenos ocurrido? Esto es lo que usted piensa, ¿no es verdad, Otilia?

Tomó un lápiz, y con líneas muy fuertes y torpes trazó un cuadrilátero alargado en lo alto de la colina.

El capitán sintió como si le traspasaran el alma, pues muy a disgusto veía estropeado de aquel modo un plano dibujado pulcra y cuidadosamente; sin embargo, se dominó después de una leve desaprobación y acogió bien la idea.

—Tiene razón Otilia —dijo—. ¿No se da con gusto un largo paseo para tomar un café o comer un pescado que no nos habría sabido tan bien en casa? Apetecemos variedad y objetos nuevos. Los antiguos han edificado razonablemente aquí el castillo, pues está protegido de los vientos y cerca de todas las diarias necesidades; por el contrario, un edificio más bien destinado a reuniones de sociedad que a vivienda resultará muy bien allí, y en la buena época del año se pasarán en él muy agradablemente las horas.

Cuanto más se discutió el asunto pareció más favorable, y Eduardo no podía disimular su alegría de que fuera Otilia quien hubiera tenido la idea. Estaba tan orgulloso de ello como si la invención hubiera sido suya.

VIII

Ya a la mañana siguiente muy temprano examinó el capitán el emplazamiento propuesto, trazó primero un rápido croquis y, cuando todos hubieron ratificado la decisión visitando otra vez los lugares, un plano detallado, junto con un presupuesto y todo lo demás necesario. No faltaba ninguno de los preparativos indispensables. El negocio de la venta de la casería también volvió a acometerse en el acto. Los hombres encontraron nuevos motivos para su común actividad.

El capitán hizo observar a Eduardo que sería una gentileza, y casi un deber, solemnizar el cumpleaños de Carlota con la colocación de la primera piedra. No se necesitó mucho para sobreponerse a la antigua aversión de Eduardo por tales fiestas, pues en seguida se le vino a las mientes celebrar igualmente de modo muy solemne el cumpleaños de Otilia, que caía más tarde.

Carlota, a quien las nuevas obras campestres y lo que para ellas había de hacer le parecía cosa importante, seria y hasta inquietadora, ocupábase en revisar otra vez por sí misma los presupuestos, los repartos de tiempo y de dinero. Se veían menos durante el día y con tanto mayor deseo se buscaban en las veladas.

Mientras tanto, Otilia era ya por completo señora del gobierno de la casa, y ¿cómo hubiera podido ser de otro modo con su conducta segura y tranquila? Además, toda su manera de ser la dirigía más bien hacia la casa y lo doméstico que hacia el mundo y la vida exterior. Pronto notó Eduardo que, en realidad, sólo por complacencia les acompañaba en los paseos por los alrededores, que sólo por deber social estaba en las veladas fuera de casa y que aun a veces buscaba un pretexto de actividad doméstica para volver a entrar. Por eso supo muy pronto organizar las comunes excursiones de modo que volvieran a estar en casa antes de la puesta del sol, y, cosa que desde hacía mucho tiempo tenía abandonada, comenzó a leer poesías en voz alta, especialmente aquellas en cuya recitación se podía expresar un amor puro, aunque apasionado.

Habitualmente se sentaban por la noche alrededor de una mesilla, cada cual en su sitio acostumbrado: Carlota en el sofá, Otilia en un sillón frente a ella, y los hombres ocupaban los otros dos lados. Otilia estaba a la derecha de Eduardo, lado hacia donde corría él la luz cuando leía. Entonces Otilia se acercaba para mirar el libro, pues también ella confiaba más en los propios ojos que en los ajenos labios, y Eduardo también se le acercaba para que le fuera más cómodo el hacerlo; hasta algunas veces hacía pausas más largas de lo necesario sólo para no volver la hoja antes de que ella hubiera llegado al final de la página.

Carlota y el capitán lo notaban muy bien, y a veces se miraban sonriéndose; pero ambos fueron sorprendidos por otra señal, en que, por casualidad, se reveló la secreta inclinación de Otilia.

En una velada, que en parte había sido perdida para la pequeña sociedad por una pesada visita, hizo Eduardo la proposición de que siguieran reunidos más tiempo. Se sentía dispuesto a volver a tocar la flauta, que no había estado al orden del día desde hacía mucho tiempo. Buscó Carlota las sonatas que tenían costumbre de ejecutar juntos, y, como no había modo de encontrarlas, al cabo de alguna vacilación confesó Otilia que las había llevado a su cuarto.

—¿Y puede usted, quiere usted acompañarme al piano? —exclamó Eduardo con ojos que brillaban de alegría.

—Creo que será cosa pasajera —respondió Otilia.

Trajo los papeles y se sentó al piano. Los oyentes prestaron atención, y quedaron sorprendidos de lo perfectamente que Otilia sola había aprendido la pieza de música, pero aún más sorprendidos de cómo sabía acomodarse a la manera de tocar de Eduardo. "Saber acomodarse" no es la expresión verdadera, pues si dependía de la habilidad de Carlota 'y de su libre voluntad detenerse aquí, correr más allá, por amor a su esposo, que tan pronto se retrasaba como se precipitaba, Otilia, que les había oído tocar la sonata algunas veces, parecía haberla únicamente aprendido en el sentido en que aquél la ejecutaba. Había hecho tan suyas sus faltas, que de ello volvía a brotar una especie de viviente conjunto: cierto que no se movía a compás, pero sonaba de un modo extremadamente grato y gracioso. El mismo compositor hubiera encontrado placer en ver desfigurada su obra de tan agradable manera.

El capitán y Carlota contemplaron en silencio este extraño e inesperado acontecimiento, con una sensación como la que con frecuencia se experimenta al considerar acciones infantiles, que por sus inquietantes consecuencias no son de aprobar, y que, sin embargo, no es posible reprender, y hasta quizá hay que envidiar. En realidad, la mutua inclinación de esta otra pareja iba también, como la de aquélla, en aumento, y acaso se mostraba aún como más peligrosa, ya que los dos eran más serios, más dueños de sí y más capaces de contenerse.

Comenzaba ya a sentir el capitán que una costumbre irresistible amenazaba con ligarlo a Carlota. Logró de sí mismo estar ausente a las horas en que Carlota solía visitar las obras, levantándose muy de mañana, disponiéndolo todo y retirándose después para trabajar en su ala del castillo. Los primeros días túvolo Carlota por casualidad; lo buscó en todos los sitios donde era probable que estuviera; después creyó comprenderlo y lo estimó más por ello.

Si el capitán evitaba ahora el estar solo con Carlota, tanto más diligente se mostraba en impulsar y acelerar los trabajos del parque para la celebración de la ya próxima fiesta del cumpleaños, pues al mismo tiempo que abría, de abajo arriba, el cómodo camino por detrás de la aldea, también hizo que trabajaran de arriba abajo, con pretexto de sacar piedra, y había dispuesto y calculado todo en forma que sólo la última noche se encontraran ambos trozos de camino. Arriba, para la nueva casa, el sótano había sido más bien tallado que excavado, y habían labrado una hermosa piedra fundamental con sus cavidades provistas de tapas.

La actividad exterior, estos pequeños, amables y misteriosos propósitos, junto con las internas sensaciones, más o menos reprimidas, no dejaban que llegara a hacerse viva la conversación de la sociedad cuando estaban reunidos los cuatro, en forma que Eduardo, que sentía algún vacío, requirió una noche al capitán para que sacara su violín y tocara acompañado al piano por Carlota. El capitán no pudo resistir a los generales deseos, y ambos ejecutaron juntos, con sentimiento, facilidad y libertad, una de las más difíciles piezas de música, que produjo el mayor placer, tanto en ellos como en la pareja que los ejecutaba. Se prometieron repetirla frecuentemente y ejercitarse más en común.

—¡Lo hacen mejor que nosotros, Otilia! —dijo Eduardo—. Admirémosles, pero no dejemos de disfrutar del mismo placer.

IX

Había llegado el día del cumpleaños, y todo estaba dispuesto: la totalidad del muro que cercaba y elevaba el camino de la aldea por el lado del agua, lo mismo que el camino que pasaba por la iglesia, desde donde seguía, durante algún tiempo, por el sendero trazado por Carlota, serpenteaba después, encaramándose por los peñascos, dejando la cabaña de musgo más arriba, a la izquierda, y después de una completa vuelta, más abajo, a la izquierda, y poco a poco, alcanzaba así la cima.

Aquel día habíase reunido una sociedad numerosa. Fueron a la iglesia, donde encontraron a la parroquia con atavíos de fiesta. Después del servicio divino, los niños, los mancebos y los hombres marcharon delante, como estaba dispuesto; detrás venían los señores con sus visitantes y acompañamiento; niñas, muchachas y mujeres cerraban la marcha.

Donde daba vuelta el camino habíase dispuesto, en las rocas, una elevada plazoleta; allí hizo el capitán que descansaran Carlota y los huéspedes. Desde allí abarcaban con la vista todo el camino: los hombres llegados ya a la altura; las mujeres, que los seguían y que pasaban entonces por delante del miradero. Era, con aquel tiempo magnífico, un maravilloso panorama. Carlota se sintió sorprendida y emocionada, y estrechó cordialmente la mano del capitán.

Siguieron a la muchedumbre, que avanzaba lentamente y que ya había formado un círculo en torno al solar de la futura casa. El dueño de la obra, los suyos y los huéspedes más distinguidos fueron invitados a descender a lo excavado, donde la piedra fundamental, sostenida por un lado en alto, estaba justamente dispuesta para ser asentada. Un bien ataviado albañil, con la llana en una mano y el martillo en la otra, pronunció en verso un gracioso discurso, que sólo de un modo incompleto podemos reproducir en prosa.

-—Tres cosas hay que considerar en un edificio —comenzó diciendo—: que se alce en lugar adecuado, que esté bien cimentado y que esté perfectamente acabado. Lo primero en realidad, es cuestión del propietario; pues así como en ¡a ciudad sólo el príncipe y la municipalidad pueden determinar dónde debe construirse, así también en el campo es privilegio del dueño de la tierra el decir: “Aquí, y no en otro lugar, ha de alzarse mi morada.”

Al oir estas palabras, Eduardo y Otilia no osaron mirarse, aunque estaban bastante cerca uno frente a otro.

—Lo tercero, la terminación, es cuidado de muchos oficios: hay, en efecto, muy pocos que no cooperen en ello. Pero lo segundo, la cimentación, es asunto del albañil, y, podemos decirlo arrogantemente, es el asunto capital de toda la obra. Es una cuestión seria, y nuestra invitación es también seria, pues esta solemnidad se celebra en lo profundo. Aquí, en el interior de esta estrecha excavación, nos hacen ustedes el honor de ser testigos de nuestra ocupación misteriosa. En seguida colocaremos esta bien tallada piedra, y muy pronto estos fosos de tierra, adornados ahora con tan bellas y dignas personas, no serán ya accesibles; estarán colmados. Esta piedra fundamental, que con su ángulo designa el ángulo derecho del edificio, con su corte rectangular la regularidad del mismo, con sus caras horizontales y verticales la plomada y el nivel de todos los muros y tabiques, podría sin más, ser asentada, pues quedaría firme con su propio peso. Pero tampoco aquí debe faltar cal, medios de unión; pues así como las personas que se inclinan por la naturaleza una a otra, aún están mejor unidas cuando la ley las encadena mutuamente, así también las piedras, que ya se acomodan por sus formas, se junta aún mejor con estas fuerzas ligantes; y como no sería propio estar ocioso entre gente activa, no desdeñarán tampoco ustedes ser aquí partícipes en el trabajo.

Tendió, entonces, su llana a Carlota, la cual echó cal con ella bajo la piedra. Exigióseles a varios que hicieran lo mismo, y la piedra fue pronto colocada; tras lo cual, también el martillo fue entregado en el acto a Carlota y a los restantes para que consagraran expresamente la unión de la piedra con el suelo mediante un triple golpe.

—El trabajo del albañil —prosiguió el orador—, si bien es verdad que en este caso se hace a cielo descubierto, se efectúa, si no siempre a escondidas, por lo

menos para lo escondido. Los cimientos, ejecutados con regularidad, son cubiertos de tierra, y hasta en el caso de los muros que levantamos sobre el suelo, al final, apenas nadie se acuerda de nosotros. El trabajo del que talla la piedra y del escultor salta más a la vista, y hasta nosotros tenemos que dar por bueno que el blanqueador borre por completo la huella de nuestras manos y se apropie nuestra obra cubriéndola de yeso, bruñéndola y coloreándola. ¿Quién tendrá, pues, que estar mejor dispuesto que el albañil para trabajar para su propia conciencia al hacer bien lo que hace? ¿Quién tiene más motivo que él para nutrir la satisfacción de sí mismo? Cuando la casa está acabada, aplanado y embaldosado el suelo, cubierta con adornos la parte exterior, aún sigue siempre él viendo el interior a través de todas esas envolturas, y aún reconoce aquellas regulares y cuidadas juntas a las cuales tiene que agradecer todo el edificio su existencia y su firmeza. Pero así como aquel que ha cometido una mala acción tiene que temer que, a pesar de todas sus defensas, acabe, sin embargo, por salir a luz, también aquel que ha hecho el bien en secreto tiene que esperar que éste salga a la luz del día, aun contra su voluntad. Por eso hacemos que estas piedras fundamentales sean también piedras conmemorativas. Aquí, en estos huecos de diferente profundidad, deben ser introducidas diversas cosas, como testimonio destinado a una remota posteridad. Estos soldados cilindros de metal contienen escritos con noticias; en estas placas de metal han sido grabadas toda suerte de cosas memorables; en estos hermosos frascos de cristal vamos a echar del mejor vino añejo con expresión de su año de origen; no faltan monedas de diversas clases, acuñadas este año; todo esto lo hemos recibido de la liberalidad de nuestro propietario. Todavía queda aquí sitio, si cualquier huésped o espectador tuviera gusto en transmitir algo a la posteridad.

Después de una pequeña pausa, el obrero miró en torno a sí; pero como suele ocurrir en tales casos, nadie estaba preparado, todos quedaron sorprendidos, hasta que, por fin, un joven y alegre oficial comenzó y dijo:

—Si debo contribuir con algo que no haya sido aún depositado en este tesoro, tengo que arrancar un par de botones de mi uniforme. Que muy bien merecen pasar también a la posteridad.

Dicho y hecho, y entonces tuvieron muchos la misma ocurrencia. Las damas no retrasaron el depositar sus peinetitas; no fueron economizados frasquitos de olor y otros ornamentos; sólo vacilaba Otilia, hasta que Eduardo, con una afable palabra, la arrancó a la contemplación de todas las cosas allí depositadas por contribución voluntaria. Se quitó en seguida del cuello la cadena de oro de que había pendido el retrato de su padre, y con ligera mano la colocó sobre las otras joyas, tras lo cual Eduardo ordenó, con cierta precipitación, que la bien ajustada tapa fuera en seguida colocada y pegada.

El joven obrero, que se había mostrado de los más activos para hacerlo, volvió a tomar su aire de orador y prosiguió:

—Colocamos esta piedra para la eternidad, para la seguridad del más prolongado disfrute de los actuales y de los futuros poseedores de esta casa. Sólo que al enterrar aquí, por decirlo así, un tesoro; aun al hacer la más sólida de todas las obras, pensamos en la caducidad de las cosas humanas; pensamos en la posibilidad de que esta tapa, fuertemente sellada, pueda volver a ser removida, cosa que no es lícito que ocurra de otro modo sino cuando vuelva a ser destruido todo lo que todavía no hemos edificado. Pero a fin de que esto sea construido, retraigamos los pensamientos del porvenir, retraigámoslo al presente. Terminada la fiesta de hoy, aceleremos en seguida nuestro trabajo a fin de que no necesite holgar ninguno de los oficios que tienen que proseguir nuestra obra, a fin de que la construcción ascienda rápidamente hacia lo alto y sea terminada y desde las ventanas, que aún no existen, contemple con satisfacción la circundante comarca el señor de la casa con los suyos y sus huéspedes, por cuya salud, lo mismo que por la de todos los presentes, brindo ahora.

Y diciendo esto vació de un solo trago una bien tallada copa de cristal y la lanzó al aire, pues es signo de una desmesurada alegría destruir el vaso que se ha utilizado en la fiesta. Pero esta vez ocurrió de otro modo: el vaso no volvió a caer a tierra, y la verdad no por milagro, sino porque para adelantar la construcción habían acabado ya totalmente los cimientos del ángulo opuesto, y hasta habían comenzado a levantar las paredes y construido para ello el andamiaje de toda la altura que era necesario.

Para esta ceremonia habían cubierto de tablas y habían dejado que subiera a él una porción de espectadores, en beneficio de los obreros. Hacia allí voló la copa y fue apresada por un asistente, que consideró esta casualidad como una buena señal para sí. Por último, la mostró a los circunstantes, sin dejarla de su mano, y vieron en ellas letras E y O grabadas en un muy elegante enlace: era una de las copas que habían sido fabricadas para Eduardo en su juventud.

Los andamios quedaron otra vez vacíos, y les más ligeros de los invitados subieron a lo alto para mirar la comarca, y no se cansaban de alabar las hermosas vistas que hacia todos lados había; pues ¿qué es lo que no se descubre cuando, estando ya en un punto elevado, se sube aunque no sea más que a la altura de un piso? Hacia el interior del país se hacían visibles varias nuevas aldeas; se divisaba más claramente la cinta plateada del río; hasta pretendía uno descubrir las torres de la capital. A sus espaldas, detrás de las colinas cubiertas de bosque, alzábanse las azules cimas de unas lejanas montañas y la región inmediata se atalayaba en su totalidad.

—Sólo sería necesario ahora —exclamó alguien— que los tres estanques fueran reunidos en un lago; entonces contendría el panorama todo lo que es apetecible y grande.

—Bien puede hacerse —dijo el capitán—, pues en otro tiempo formaron un lago de montaña.

—Sólo ruego que se respete mi grupo de plátanos y álamos —dijo Eduardo—, que tan bellamente se levantan en medio del estanque —y dirigiéndose a Otilia, a la cual hizo avanzar algunos pasos, añadió señalando hacia abajo—: Vea usted; esos árboles los he plantado yo mismo.

—¿Cuánto tiempo hace que están ahí? —preguntó Otilia.

—Aproximadamente tanto como lleva usted en el mundo —respondió Eduardo—. Sí, querida niña; ya plantaba yo árboles cuando aún usted estaba en la cuna.

La reunión volvió a dirigirse al castillo. Después de haberse levantado de la mesa, fue invitada a dar un paseo por la aldea, para examinar aquí también las nuevas obras. Por indicación del capitán habíanse reunido los habitantes delante de sus casas; no estaban colocados en fila, sino agrupados por familias de una manera natural, parte ocupados en las labores de la tarde, parte descansando en unos bancos nuevos. Se les había impuesto el agradable deber de renovar esta limpieza y este orden los domingos y días festivos.

Una íntima unión afectuosa, como la que se había formado entre nuestros amigos, es siempre desagradablemente interrumpida por una reunión más numerosa. Los cuatro estaban contentos de volver a encontrarse solos en el gran salón; pero esta sensación de hogar fue hasta cierto punto interrumpida al anunciar nuevos huéspedes para el día siguiente una carta entregada a Eduardo.

—Como sospechábamos —díjole Eduardo a Carlota—, no deja de venir el conde; llegará mañana.

—Entonces tampoco estará lejos la baronesa —repuso Carlota.

—Cierto que no —respondió Eduardo—; también ella llegará por su lado. Piden alojamiento por una noche, y quieren continuar juntos al día siguiente su viaje.

—Entonces tenemos que hacer a tiempo nuestros preparativos, Otilia —dijo Carlota.

—¿Cómo quiere usted que se disponga? —preguntó Otilia.

Indicólo Carlota en líneas generales y Otilia se marchó.

El capitán pidió informe acerca de la situación de estas dos personas, que sólo conocía de un modo muy vago. Estando ambos ya casados, se habían enamorado apasionadamente uno de otro. Un doble matrimonio no había sido roto sin escándalo; se pensó en el divorcio. A la baronesa le había sido posible conseguirlo, pero al conde no. Tuvieron que separarse en apariencia, pero seguían sus relaciones; y si no podían estar juntos en invierno en la corte, se resarcían en verano con viajes de recreo y de baños. Eran ambos de alguna más edad que Eduardo y Carlota, y los cuatro íntimos amigos desde sus primeros tiempos de la corte. Habían conservado siempre buenas relaciones, aun cuando no aprobaran en todo el proceder de sus amigos. Sólo esta vez era, en cierto modo, inoportuna para Carlota su llegada, y si hubiera investigado detalladamente la causa de ello, habría encontrado que, en realidad, lo era por Otilia La buena y pura niña no debía tener ante los ojos, tan temprano, semejante ejemplo.

—Bien hubieran podido retrasar unos cuantos días su visita —dijo Eduardo, precisamente cuando volvía a entrar Otilia—, hasta que hubiéramos arreglado la venta de la casería. El proyecto de contrato está hecho; tengo aquí una de las copias; pero aún falta la segunda, y nuestro viejo escribiente está muy enfermo.

El capitán ofreció sus servicios; lo mismo Carlota; había ciertos inconvenientes en que se encargaran ellos de este trabajo.

—Démelo usted a mí —exclamó Otilia con cierta precipitación.

—No podrás acabarlo —dijo Carlota.

—Cierto que necesitándolo para pasado mañana temprano es mucho trabajo —dijo Eduardo.

—¡Estará hecho! —exclamó Otilia teniendo ya el papel entre sus manos.

A la mañana siguiente, cuando estaban mirando desde el piso superior si descubrían a los huéspedes, pues no querían dejar de ir a su encuentro, dijo Eduardo:

—¿Quién viene tan despacio a caballo allí por el camino?

El capitán describió detalladamente la figura del jinete.

—Entonces es él —dijo Eduardo—; pues lo único que ves tú mejor que yo concierta muy bien con el conjunto que veo yo perfectamente. Es Mittler. Pero ¿cómo puede ser que cabalgue tan y tan despacio?

Se fue acercando la figura y vieron que, en realidad, era Mittler. Lo recibieron cordial mente cuando subió lentamente la escalera.

—¿Por qué no ha venido usted ayer? —le gritó Eduardo.

—No me gustan las fiestas ruidosas —repuso aquél—. Pero hoy vengo para celebrar tranquilamente con vosotros, aunque sea con retraso, el cumpleaños de mi amiga.

—¿Cómo puede usted disponer de tanto tiempo? —preguntóle Eduardo por broma.

—Le debéis mi visita, si algún valor puede tener para vosotros, a una consideración que me hice ayer. Pasé medio día, con gran placer de mi corazón, en una casa donde he restaurado la paz, y entonces oí que se celebraba aquí el cumpleaños. En resumidas cuentas, quizá puedan llamarte egoísta —pensé para mí—, ya que sólo quieres alegrarte con aquellos a quienes has inducido a la paz. ¿Por qué no gozas una vez también con amigos que tienen paz en su hogar y que la conservan? ¡Dicho y hecho! Aquí estoy, como me había propuesto.

—Ayer hubiera encontrado usted una reunión numerosa; hoy sólo encuentra una pequeña —dija Carlota—. Encuentra usted al conde y a la baronesa, que ya le han dado bastante que hacer.

De en medio de los cuatro habitantes de la casa, que habían rodeado al extraño hombre acogiéndole afectuosamente, lanzóse éste con furiosa vivacidad, buscando en seguida su fusta y su sombrero.

—¿Es que siempre ha de cernirse sobre mí una mala estrella en cuanto alguna vez quiero descansar y tratarme bien? Pero ¿por qué me he de salir de mi carácter? No hubiera debido venir y ahora soy expulsado. Pues no quiero permanecer bajo el mismo techo que ésos, y ¡tened cuidado!, no traen sino desgracia. Su manera de ser es como un fermento que propaga su contagio.

Trataron de apaciguarlo; todo inútil.

—Quien me ataque al matrimonio—exclamó—¡quien con palabras o hechos me socave este fundamento de toda sociedad moral, tendrá que habérselas conmigo; o si no puedo llegar a dominarlo, no quiero tener nada que ver con él. El matrimonio es el principio y la cima de toda cultura. Hace apacible al rudo, y el bien educado no tiene mejor ocasión de mostrar su dulzura. Tiene que ser indisoluble, pues trae tanta dicha, que toda desdicha particular no debe ser tenida en cuenta. Y ¿para qué se pretende hablar de desdicha? Es una impaciencia que acomete de cuando en cuando al hombre, y entonces le gusta sentirse desgraciado. Déjese pasar aquel momento, y se tendrá uno por feliz con que exista todavía lo que existió tanto tiempo. No hay ninguna razón suficiente para separarse. La condición humana es tan rica en cuitas y alegrías, que no puede contarse lo que un par de esposos se van debiendo mutuamente. Es una deuda infinita que sólo puede ser satisfecha por la eternidad. Incómodo puede serlo a veces el matrimonio; bien lo creo, y así debe ser. ¿No estamos también casados con la conciencia, de la cual a menudo nos desembarazaríamos gustosos, porque es mucho más incómoda de lo que pueden llegar a serlo ningún marido o ninguna mujer?

Habló así vivamente, y es probable que hubiera seguido hablando aún largo tiempo, si las trompas de los postillones no hubieran anunciado la llegada de los señores, cuyos carruajes, como a compás, entraron al mismo tiempo, cada cual por su lado, en el patio del castillo. Cuando los habitantes de la casa corrieron a su encuentro, escondióse Mittler, hizo que le llevaran el caballo a la posada y partió lleno de enojo.

X

Se dio la bienvenida a los huéspedes y se les introdujo en el castillo; celebraron volver a encontrarse en la casa y en las habitaciones donde tantos días buenos habían pasado antes, y que no habían visto desde hacía mucho tiempo. También para nuestros amigos era altamente agradable su presencia. Tanto al conde como a la baronesa, podía contárselos entre aquellas figuras, altas y bellas, a las que casi se ve con más gusto a una mediana edad que en la juventud, pues si pueden haber perdido algo de su primer florecimiento, suscitan, sin embargo, ahora, con su afabilidad, una decidida confianza. También esta pareja se mostraba de un trato altamente fácil. Su libre manera de tomar y tratar las circunstancias de la vida, su serenidad y visible despreocupación, comunicábanse en seguida a los otros, y un alto decoro limitaba todo su porte sin que se notara ninguna especie de coacción.

Este efecto fue sentido al momento en aquella sociedad. Los recién llegados, que venían inmediatamente del gran mundo, como se podía ver hasta en sus vestidos, equipajes y todo lo que les rodeaba, hacían, en cierto modo, con nuestros amigos, en su situación campesina y secretamente apasionada, una especie de contraste que, sin embargo, desapareció muy pronto al mezclarse recuerdos antiguos con simpatías presentes, y una rápida y viva conversación ligó velozmente a todos.

No pasó, no obstante, mucho tiempo sin que se produjera una separación. Las señoras se retiraron a su ala del castillo, y encontraron allí bastante en que entretenerse, haciéndose diversas confidencias y comenzando, a la vez, a pasar revista a las más nuevas formas y cortes de los recientes trajes, sombreros y cosas semejantes, mientras que los hombres se ocupaban de los nuevos coches de viaje y de los caballos, que hicieron que les mostraran, y comenzaron en seguida a pactar ventas y cambios.

No volvieron a reunirse hasta la hora de comer. Habían cambiado de traje, y también aquí mostróse con ventaja la pareja recién llegada. Todo lo que llevaba era nuevo y, por decirlo así, nunca visto, y, sin embargo, convertido ya por el uso en costumbre y comodidad.

La conversación fue viva y diversa, ya que en presencia de tales personas todo y nada parece interesar. Se sirvieron del francés para evitar que los comprendiera la servidumbre, y divagaron con maliciosa complacencia sobre diversos sucesos de la alta sociedad y de la burguesía. En un solo punto de detuvo la conversación más de lo debido: al informarse Carlota de una amiga de la juventud y enterarse, con alguna sorpresa, de que muy pronto estaría divorciada.

—Es desagradable —decía Carlota—, cuando cree uno a salvo a sus amigos ausentes y bien acomodada a una amiga a quien se quiere, tener que oir de nuevo, sin haber sospechado nada, que su suerte es incierta y que acaso tenga que recorrer otra vez las inseguras sendas de la vida.

—En realidad, querida amiga— repuso el conde—, nuestra es la culpa si somos sorprendidos de esa manera. Nos agrada representarnos como muy duraderas las cosas terrenas, y en especial las uniones matrimoniales; y en lo que toma al último punto, las comedías que constantemente vemos representar son las que nos inducen a tales imaginaciones, que no concuerdan con la marcha del mundo. En la comedia vemos el matrimonio como la última meta de un deseo, diferido por los obstáculos durante varios actos, y en el momento en que alcanza su objeto, cae el telón y la satisfacción momentánea queda como definitiva para nosotros. Pero en el mundo es de otra manera: allí sigue representándose detrás del telón, y cuando vuelve éste otra vez a levantarse, querría uno no volver a oir ni a ver nada de aquello.

—Tan malas no deben ser las cosas —dijo Carlota, sonriéndose—, ya que también se ven personas, salidas de ese teatro, que vuelven con gusto a representar un papel en él.

—Nada hay que objetar en contra de ello —dijo el conde—. Bien puede uno encargarse gustosamente de un nuevo papel; y conociendo el mundo se ve que, en el matrimonio, sólo esa decidida y eterna duración en un mundo tan movedizo es lo que lleva consigo algo que choca. Uno de mis amigos, cuyo buen humor se desplegaba generalmente en proyectos de nuevas leyes, afirmaba que cada matrimonio sólo debía ser constituido por cinco años. “Es ése —decía— un bello y sagrado número impar, y tal período es suficiente para conocerse, producir algunos niños, desavenirse y, lo más hermoso de todo, reconciliarse de nuevo.” Generalmente solía exclamar: “¡Qué felizmente transcurriría el primer tiempo! Dos o tres años por lo menos pasarían con alegría. Entonces es probable que una de las partes se sintiera inclinada a tratar de que durara la relación por más tiempo, crecería su afabilidad cuanto más se acercara el plazo de la anulación. La parte más indiferente hasta la más descontenta, quedaría apaciguada y reconquistada con tal conducta. Olvidarían el correr del tiempo, como se olvidan las horas en buena sociedad, y se encontrarían sorprendidos del modo más grato cuando, sólo después de transcurrido el plazo, descubrieran que ya lo habían prorrogado tácitamente.”

Aunque todo esto sonara de un modo muy gracioso y divertido, y aunque, como comprendió muy bien Carlota, se le pudiera dar a esta broma una profunda significación moral, no obstante, tales manifestaciones no eran agradables para ella, en especial a causa de Otilia. Sabía muy bien que nada es más peligroso que una conversación harto libre que trata como cosa usual, corriente y hasta laudable, una situación punible o semipunible, y a eso pertenece seguramente todo lo que atañe a la unión conyugal. Trató, por lo tanto, con su hábil manera, de cambiar de conversación; y como no lo lograra, lamentaba que Otilia lo tuviera todo tan bien dispuesto para no tener que levantarse de la mesa. La serena y cuidadosa niña se entendía con el jefe de comedor con miradas y señas, en forma que- todo resultaba del modo más excelente, aunque un par de criados nuevos estaban torpemente envarados dentro de la librea.

Y así el conde, sin notar el propósito de Carlota, siguió expresándose sobre aquel mismo objeto. Aunque en general no acostumbraba a ser en modo alguno pesado en sus conversaciones, tenía este asunto demasiado metido en el corazón, y las dificultades para verse separado de su esposa le habían amargado contra todo lo que se refiriera a unión conyugal, la que, sin embargo, tan ardientemente deseaba contraer con la baronesa.

—Aquel amigo —prosiguió diciendo— hacía aún otro proyecto de ley. Un matrimonio sólo debía ser tenido por indisoluble cuando ambas partes, o siquiera una de ellas, estuviera casada por tercera vez. Pues, en lo que a ella se refiere, tal persona confiesa incontestablemente que tiene al matrimonio por algo indispensable. Entonces será también conocido cómo se ha portado en las uniones anteriores, si tiene singularidades de esas que con frecuencia dan más motivo para la separación que las malas cualidades. Habrá, por lo tanto, que informarse mutuamente; habrá que prestar cuidado tanto a los casados como a los solteros, porque no se sabe qué casos se pueden presentar.

—De fijo que eso aumentaría mucho el interés de la sociedad —dijo Eduardo—, pues realmente ahora, cuando estamos casados, nadie pregunta ya por nuestras virtudes ni por nuestras faltas.

—En semejante organización —interrumpió sonriéndose la baronesa— nuestros queridos huéspedes habrían ascendido ya felizmente dos grados y podrían prepararse para el tercero.

—Les han salido bien las cosas —dijo el conde-—: la muerte ha hecho aquí por su voluntad lo que en otro caso los consistorios sólo suelen hacer a regañadientes.

—Dejemos en paz a los muertos —repuso Carlota con una mirada más grave.

—¿Por qué —repuso el conde— ya que se les puede recordar con honra suya? Fueron lo bastante modestos para contentarse con unos cuantos años a cambio de los variadísimos bienes que dejaron tras sí.

—¡Si no fuera que en tales casos hay que ofrecer en sacrificio los mejores años! —dijo la baronesa ahogando un suspiro.

—Es verdad —repuso el conde—: habría que desesperar de ello si en general no fueran tan pocas las cosas del mundo en que se muestra una esperada consecuencia. Los niños no cumplen lo que prometen; muy rara vez los jóvenes, y si ellos sostienen su palabra, el mundo no se la sostiene a ellos.

Carlota, que estaba contenta de que se cambiara de conversación, repuso alegremente:

—Bueno. Aun sin eso, bastante pronto tenemos ya que acostumbrarnos a disfrutar de lo bueno a trozos y por partes.

—Cierto que ustedes han disfrutado de muy hermosos tiempos —repuso el conde—. ¡Cuando vuelvo a recordar los años en que usted y Eduardo eran la más bella pareja de la corte! Ahora ya no se habla de tiempos tan brillantes ni de tan sobresalientes figuras. Cuando bailaban juntos, todas las miradas iban dirigidas a ustedes, y ¡qué pretendidos eran los dos, mientras que ustedes sólo tenían ojos el uno para el otro!

—Ya que tanto ha cambiado todo —dijo Carlota—, bien podemos escuchar con modestia cosas tan bellas.

—Con frecuencia he censurado en mi interior a Eduardo —dijo el conde— por no haber sido más perseverante; porque, por último, sus singulares padres habrían acabado por ceder, y ganar diez años de juventud no es ninguna pequeñez.

—Tengo que salir en su defensa —interrumpió la baronesa—. Carlota no estaba totalmente exenta de culpa, totalmente limpia de coquetería; y aunque amaba de corazón a Eduardo, y también en secreto se destinaba para su esposa, sin embargo, yo era testigo de cuánto le atormentaba a veces, de modo que resultó fácil impulsarlo a la desgraciada resolución de irse de viaje, de alejarse, de desacostumbrarse de ella.

Eduardo hizo con la cabeza una señal a la baronesa y pareció agradecer su intervención.

—Y, además —prosiguió ésta—, tengo que añadir algo en disculpa de Carlota: el hombre que en aquel tiempo la pretendía se había señalado hacía ya largo tiempo por su inclinación hacia ella, y conociéndole de cerca, sin duda era más amable de lo que a vosotros os gustaría reconocer.

—Querida amiga —repuso algo vivamente el conde—-, confiese usted tan sólo que no le era del todo indiferente y que Carlota tenía que temer de usted más que de ninguna otra. Encuentro que es un rasgo muy lindo de las mujeres el que tanto tiempo continúen manteniendo su adhesión hacia cualquier hombre, en forma que no sea perturbada ni extinguida por ninguna especie de separación.

—Esa buena propiedad acaso la poseen aún más los hombres —repuso la baronesa—; por lo menos sobre usted, querido conde, he notado que nadie tiene mayor fuerza que una dama hacia quien se haya sentido inclinado en otro tiempo. Así he visto que al interceder en favor de una tal, se tomaba usted más molestias de las que quizá habría logrado de usted la amiga del momento.

—Bien puede uno consentir tal reproche —repuso el conde—; pero en lo que se refiere al primer marido de Carlota, no podía yo sufrirlo porque había deshecho la bella pareja; una pareja verdaderamente predestinada, y que una vez unida en matrimonio no tenía por qué temer los cinco años ni necesitaba ocuparse de un segundo ni de un tercer enlace.

—Trataremos de recuperar lo que hemos dejado perder —dijo Carlota.

—Pues entonces tienen ustedes que aplicarse a ello —dijo el conde—. Sus primeros matrimonios —prosiguió con cierta violencia— fueron propiamente auténticos matrimonios de la especie odiosa, y, por desgracia, si me perdonan ustedes una expresión más viva, en general tienen en sí los matrimonios algo de grosero; estropean las más tiernas relaciones, y en realidad esto sólo depende de la torpe seguridad de que se prevale una de las partes por lo menos. Todo se comprende por sí mismo, y sólo parecen haberse unido para que tanto el uno como el otro sigan en adelante su camino.

En este momento Carlota, que quería cortar esta conversación de una vez para siempre, usó de una atrevida transición que tuvo éxito. La charla se hizo más general; ambos esposos y el capitán podían tomar parte en ella'; hasta Otilia fue inducida a manifestarse, y disfrutóse de los postres en la mejor disposición de ánimo, a lo que contribuyó del modo más ventajoso la abundancia de frutas presentadas en lindos canastillos y la copia de discoloras flores bellamente repartidas en magníficos vasos.

También los nuevos trazados del parque salieron en la conversación, y los visitaron en seguida de comer. Otilia se retiró con el pretexto de ocupaciones domésticas; pero en realidad volvió a ponerse a trabajar en su copia. Al conde le dio conversación el capitán; más tarde unióse a ellos Carlota. Cuando hubieron llegado a las alturas, y el capitán corrió obsequiosamente abajo en busca del plano, díjole el conde a Carlota:

—Este hombre me agrada extraordinariamente. Posee conocimientos muy extensos y sólidos. También en el trabajo parece muy serio y consecuente. Lo que aquí realiza sería de mucha importancia en un círculo superior.

Carlota escuchó con íntima satisfacción la alabanza del capitán. Contúvose, sin embargo, y corroboró lo dicho con aplomo y claridad. Pero cuál no fue su sorpresa cuando prosiguió el conde:

—He hecho este conocimiento en momento muy oportuno. Sé de un puesto para el cual este hombre conviene perfectamente, y con tal recomendación, al tiempo que lo hago a él feliz, puedo ligarme de la mejor manera con un elevado amigo.

Fue como un rayo que cayera sobre Carlota. El conde no notó nada, pues las mujeres, acostumbradas a dominarse sin cesar, hasta en los casos extraordinarios conservan siempre una especie de aparente presencia de ánimo. Sin embargo, no oía ya lo que decía el conde, mientras él proseguía:

—Cuando estoy convencido de algo, todo se da en mí prontamente. Ya he redactado la carta en mi imaginación, y tengo prisa en escribirla. Proporciónenme ustedes un mensajero a caballo que pueda ser enviado esta misma noche.

Carlota tenía el corazón destrozado. Sorprendida de estos proyectos, tanto como de sí misma, no podía proferir palabra. El conde, felizmente, siguió hablando de sus planes para el capitán, cuyas ventajas no podían menos de saltarle a la vista a Carlota. Era tiempo de que volviera a presentarse el capitán y desplegara su rollo delante del conde. Pero ¡con qué otros ojos contempló ella al amigo que debía perder! Con una inclinación apenas perceptible, alejóse de ellos y bajó de prisa a la cabaña de musgo. Ya a la mitad del camino manaban lágrimas de sus ojos, y después se dejó caer en el reducido espacio del pequeño eremitorio y se abandonó por completo a un dolor, a una desesperación, de cuya posibilidad no había tenido ni la más leve sospecha pocos momentos antes.

Por el otro lado, Eduardo había recorrido con la baronesa la orilla de los estanques. La avisada mujer, a quien le gustaba enterarse de todo, notó muy pronto, en una conversación de tanteo, que Eduardo se extendía en elogios de Otilia; y supo animarlo, poco a poco, de una manera tan natural, que por último no le quedó duda alguna de que había aquí una pasión, no formándose, sino plenamente desenvuelta.

Las mujeres casadas, aunque no se amen entre sí, están, sin embargo, en una silenciosa alianza unas con otras, en especial contra las muchachas solteras. Las ' consecuencias de tal cariño presentáronse inmediatamente a su espíritu, tan conocedor del mundo. Añadióse aún a esto que ya por la mañana había hablado con Carlota acerca de Otilia y no había aprobado la residencia en el campo de aquella niña, especialmente atendiendo a su apacible manera de ser, y había hecho la proposición de llevar a Otilia a la ciudad, a casa de una amiga que se consagraba mucho a la educación de su única hija, y sólo estaba buscando una compañera de su índole, que debería entrar en la casa como si fuera una segunda hija y disfrutar con ella de todos los beneficios. Carlota se había tomado tiempo para reflexionar.

Pero ahora la ojeada lanzada al ánimo de Eduardo convertía este parecer de la baronesa en una intencionada determinación, y cuanto más rápidamente ocurrió tal cambio en ella, tanto más lisonjeaba exteriormente los deseos de Eduardo. Nadie era más dueño de sí que esta mujer, y este dominio de uno mismo en casos extraordinarios nos acostumbra a tratar con disimulo hasta un caso vulgar; nos hace aptos, al ejercer tanta fuerza sobre nosotros mismos, para extender también nuestro señorío sobre los demás, para, en cierto modo, resarcirnos con lo que ganamos exteriormente de aquello de que carecemos en lo interior.

A esta disposición de ánimo júntase en general una especie de secreto goce maligno al ver la ceguera de los otros, al ver la inconsciencia con que caen en una trampa. Nos alegramos no sólo del presente éxito, sino al mismo tiempo de la futura sorpresa y confusión. Y así la baronesa fue lo bastante maliciosa para invitar para la vendimia en sus fincas a Eduardo con Carlota, y contestar de una manera que a voluntad podía ser interpretada favorablemente a la pregunta de Eduardo de si también les sería permitido llevar a Otilia consigo.

Eduardo hablaba ya con encanto de la magnífica comarca, del gran río, de las colinas, rocas y viñedos de los antiguos castillos; de las excursiones fluviales, del júbilo de la vendimia y del lagar, etc., alegrándose ya en voz alta y anticipadamente, en la inocencia de su corazón, con la impresión que tales escenas producirían en el fresco ánimo de Otilia. En este momento vieron acercarse a Otilia, y la baronesa le dijo precipitadamente a Eduardo que de ningún modo dijera nada de aquel proyectado viaje de otoño, pues habitualmente no se realiza aquello que se celebra con tanta anticipación. Eduardo lo prometió, pero la obligó a ir más de prisa al encuentro de Otilia, y finalmente corrió varios pasos delante de ella hacia la querida niña. En todo su ser se expresó una cordial alegría. Le besó la mano, al ponerle en ella un ramillete de flores silvestres que había cogido en el camino. La baronesa, al contemplarlo, sintió en su interior casi una amarga impresión, pues si no le era lícito aprobar lo que pudiera haber de culpable en este cariño, en modo alguno podía dejar de envidiar a aquella insignificante e inexperta muchacha por lo que había en ello de grato y amable.

Cuando se sentaron para cenar, un estado de ánimo totalmente distinto habíase difundido por la sociedad. El conde, que ya había escrito antes de la cena y enviado el mensajero, conversaba con el capitán, a quien observaba cada vez más, de una manera razonable y modesta, habiéndole hecho sentar a su lado aquella noche. La baronesa, puesta a la derecha del conde, encontraba, por lo tanto, poca conversación; lo mismo le ocurría a Eduardo, que, primero sediento y después excitado, no economizaba el vino, y conversaba muy vivamente con Otilia, a la que había atraído a su lado; de igual modo por la otra parte, junto al capitán estaba sentada Carlota, a quien era difícil, casi imposible, ocultar las emociones de su interior.

La baronesa tuvo tiempo bastante para hacer observaciones. Advirtió el malestar de Carlota, y como sólo tenía en la mente la relación de Eduardo con Otilia, se convenció fácilmente de que también Carlota estaba preocupada y ofendida con la conducta de su esposo, y reflexionó cómo podría alcanzar ahora del mejor modo su objeto.

También después de la cena produjese una división en la sociedad. El conde, que quería conocer a fondo al capitán, empleó diversos rodeos para averiguar lo que deseaba, con aquel hombre tan tranquilo, en modo alguno vano y sobre todo lacónico. Pasearon juntos arriba y abajo por un lado del salón, mientras que Eduardo, excitado por el vino y la esperanza, bromeaba con Otilia en una de las ventanas, y Carlota y la baronesa iban silenciosas de un extremo a otro, por la otra parte del salón, lado a lado. Su silencio y su ocioso vagar acabó por extender su desanimación al resto de la sociedad. Las damas se retiraron a su ala del castillo; los hombres a la otra, y así pareció terminado aquel día.

XI

Eduardo acompañó a su cuarto al conde y con mucho gusto se dejó seducir por la conversación para permanecer algún tiempo más a su lado. El conde se perdió en el recuerdo de los pasados tiempos; rememoró con vivacidad la belleza de Carlota, que, como buen conocedor, comentó con gran fuego.

—Un bello pie es un gran don de la naturaleza. Esa gracia es indestructible. La he observado hoy al andar; todavía querría uno besar su zapato y repetir el homenaje de los sármatas, cierto que algo bárbaros, pero profundamente sentido, que no conocen nada mejor que usar el zapato de una persona querida y adorada para beber a su salud.

La punta del pie no fue el único objeto alabado por los dos íntimos amigos. De la persona pasaron a recordar antiguas historias y aventuras, y llegaron así a los obstáculos que en otro tiempo habían sido opuestos a la reunión de estos dos enamorados, los trabajos que habían pasado, los artificios que habían inventado sólo para poder decirse que se amaban.

—¿Recuerda —prosiguió el conde— las aventuras en que le ayudé, amistosa y desinteresadamente, cuando nuestros príncipes visitaron al tío de Carlota y se reunieron en el amplio castillo? El día había pasado en ceremonias y trajes de gala; siquiera una parte de la noche debía transcurrir en una conversación libre y amable.

—Usted había estudiado muy bien el camino que llevaba al alojamiento de las damas de honor —dijo Eduardo.

—La cual se había cuidado más de su decoro que de mi contento —repuso el conde—, y había retenido a su lado una acompañante muy fea; de modo que a mí, mientras vosotros gozabais gratamente con miradas y palabras, me tocó una suerte en extremo desagradable.

—Aún ayer —repuso Eduardo—, cuando anunciaron ustedes su visita, recordé con mi mujer aquella historia; sobre todo nuestra retirada. Perdimos el camino y llegamos a la antecámara de la guardia. Como desde allí sabíamos orientarnos muy bien, creímos que podríamos atravesar sin dificultad también por allí y pasar, como por los otros, por aquel puesto de guardia. Pero ¡qué grande no fue nuestra sorpresa al abrir la puerta! El camino estaba ocupado por colchones sobre los que se hallaban tendidos, en varias filas, los dormidos gigantes. El único que estaba despierto en aquella guardia nos miró con asombro. Pero nosotros, con juvenil valor y picardía, pasamos muy tranquilos por encima de las extendidas botas sin que despertara uno solo de aquellos roncadores hijos de Anac.

—Tenía grandes deseos de tropezar —dijo el conde— para haber hecho ruido, pues ¡qué extraña resurrección hubiéramos visto!

En aquel momento el reloj del castillo dio las doce.

—Es medianoche —dijo el conde sonriéndose—, precisamente el justo momento. Tengo que pedirle un favor, querido barón; condúzcame usted hoy a mí como yo le conduje a usted entonces. He prometido a la baronesa visitarla todavía esta noche. Durante todo el día no hemos hablado a solas, hace tanto tiempo que no nos hemos visto, y nada es más natural que anhelar una hora de intimidad. Enséñeme el camino de ida; el de vuelta ya lo encontraré yo, y de todos modos no tendré que tropezar con ninguna bota.

—Con el mayor gusto le haré ese servicio de hospitalidad —respondió Eduardo—. Sólo que las tres mujeres se hallan juntas en la otra ala del castillo. ¡Quién sabe si no las encontraremos aún reunidas o qué cuestiones suscitaremos que puedan presentar un raro aspecto!

—No hay cuidado —dijo el conde—; la baronesa me espera. De fijo que a estas horas se encuentra en su habitación y que está sola.

—Pues la cosa es bien fácil —repuso Eduardo; tomó una luz, y precediendo y alumbrando al conde, bajó una escalera secreta que conducía a un largo pasillo. Al final del mismo, Eduardo abrió una puertecilla. Subieron por una escalera de caracol; arriba, en un estrecho descanso, Eduardo indicó al conde, entregándole la luz, una puerta falsa a la derecha que en seguida se abrió a la primera señal, y acogió al conde, dejando a Eduardo en lo oscuro.

Otra puerta a la izquierda llevaba al dormitorio de Carlota. Oyó hablar y prestó atención. Carlota hablaba con su doncella:

—¿Está ya acostada Otilia?

—No —repuso aquélla—; todavía está abajo escribiendo.

—Entonces —dijo Carlota—, encienda usted la lamparilla y retírese; ya es tarde. Yo misma apagaré la vela y me acostaré sola.

Eduardo oyó con delicia que todavía estaba Otilia escribiendo. “¡Está trabajando para mí!”, pensó triunfante. Concentrado en sí mismo por las tinieblas, la vio sentada, escribiendo; creyó acercársele, ver cómo se volvía hacia él; sintió un irresistible deseo de encontrarse una vez más cerca de ella. Pero desde allí no había ningún paso que llevara al entresuelo donde habitaba. Ahora se hallaba delante de la puerta de su mujer; una extraña confusión pasó por su alma; procuró abrir la puerta, la encontró cerrada, llamó suavemente, no oyó Carlota.

Paseábase ésta vivamente, de un extremo a otro, por el cuarto vecino, que era más grande. Repetíase una y otra vez lo que, desde la inesperada proposición del conde, venía revolviendo repetidamente en su espíritu. El capitán parecía hallarse ante ella. Todavía llenaba la casa, todavía animaba los paseos, y ¡debía marcharse! ¡Todo debía quedar vacío! Se decía a sí misma todo lo que puede uno decirse; hasta anticipaba, como de costumbre suele hacerse, el miserable consuelo de que tales dolores son también aliviados por el tiempo. Maldecía el tiempo necesario para aliviarlos, maldecía el funesto tiempo en que quedaran aliviados.

Y así, por último, el recurso del llanto fue tanto más benéfico, ya que muy rara vez se abandonaba a él. Se dejó caer en el sofá y se entregó por completo a su dolor. Eduardo, por su parte, no podía alejarse de la puerta; llamó de nuevo, y algo más fuerte por tercera vez, de modo que Carlota lo percibió claramente, a través del silencio de la noche, y se levantó espantada. Su primer pensamiento fue que pudiera ser, que tenía que ser el capitán; el segundo, que era cosa imposible. Lo tuvo por una alucinación; pero lo había oído, deseaba haberlo oído, temía haberlo oído. Pasó al dormitorio; se acercó en silencio a la cerrada puerta falsa. Se reprochó su miedo. “¡Qué fácil que la baronesa necesite algo!”, se dijo, y serena y reposadamente preguntó:

—¿Quién está ahí?

Una suave voz contestó:

—Soy yo.

—¿Quién? —replicó Carlota, no pudiendo reconocer la voz.

Para ella la figura del capitán se alzaba al otro lado de la puerta. Algo más fuerte le respondieron:

—Yo. Eduardo.

Abrió la puerta y encontró delante de sí a su esposo. Él la saludó con una broma. Le fue a ella posible continuar en aquel tono. Se embrolló él en enigmáticas explicaciones para explicar su enigmática visita.

—Tengo que confesarte a lo que realmente vengo —dijo por fin—. He hecho voto de besar tu zapato esta noche.

—Hace mucho tiempo que no se te ha ocurrido —dijo Carlota.

—Tanto peor y tanto mejor —repuso Eduardo.

Ella se había sentado en su sillón para sustraer su ligera ropa de noche a las miradas de Eduardo. Él se arrojó a sus pies, y no pudo impedir Carlota que le besara el zapato, y que, cuando le quedó éste en la mano, le tomara el pie y lo estrechara tiernamente contra su pecho.

Carlota era una de esas mujeres que, tranquilas por naturaleza, continúan en el matrimonio, sin propósito ni esfuerzo, con la mañera de ser de una novia. Nunca provocaba a su marido; apenas correspondía a sus deseos; pero, sin frialdad ni severidad zahareña, parecía siempre una tierna desposada, que hasta ante lo permitido experimenta todavía un íntimo recato. Y de este modo, por doble motivo, la encontró aquella noche Eduardo. ¡Con qué ansia deseaba que se marchara el esposo! Pues la imagen del amigo parecía estar haciéndole7 reproches. Pero lo que hubiera debido alejar a Eduardo no hacía sino atraerlo más. Cierta emoción era visible en ella. Había llorado, y si las personas de carácter blando pierden en general su gracia con ello, ganan infinitamente, en cambio, aquellas a las que solemos considerar como fuertes y serenas. Eduardo estuvo tan amable, tan cariñoso, tan insistente; rogó que le permitiera quedar a su lado; no exigió nada; procuró persuadirla, medio en serio, medio en broma; no pensó que tenía derechos, y, por último, apagó con picardía la vela.

A la escasa luz de la mariposa, la secreta inclinación y la fantasía afirmaron inmediatamente sus derechos sobre lo real. Eduardo sólo tenía a Otilia entre sus brazos; ante el alma de Carlota, el capitán flotaba más lejos o más cerca, y así, de un modo harto extraño, lo ausente y lo presente se entremezclaban en forma deliciosa y encantadora.

Y, sin embargo, lo presente no se deja arrebatar sus enormes derechos. Pasaron parte de la noche en toda suerte de conversaciones y bromas, tanto más fáciles cuanto que, por desgracia, el corazón no tomaba parte en ellas. Pero cuando a la otra mañana despertó Eduardo junto al pecho de su esposa, parecióle que el resplandor del día penetraba en la estancia cargada de siniestros presagios; parecióle que el sol alumbraba un crimen; se alejó sin ruido de su lado, y ella se encontró sola, con bastante extrañeza, cuando despertó.

XII

Cuando volvió a reunirse la sociedad para el almuerzo, un observador atento hubiera podido inferir de la conducta de cada cual la diferencia de sus internos pensamientos y sentimientos. El conde y la baronesa volvieron a encontrarse con la apacible satisfacción que experimenta un par de enamorados que, después de sufrir una separación, de nuevo vuelven a darse seguridades de su mutuo afecto. Carlota y Eduardo, por el contrario, afrontaron, por decirlo así, con confusión y vergüenza al capitán y a Otilia, pues el amor es de tal condición, que sólo él cree tener derechos y que todos los demás desaparecen ante él. Otilia mostraba una alegría infantil y que, dada su manera de ser, podía llamarse abierta. El capitán parecía serio; las conversaciones con el conde, al excitar éste en él todo lo que durante algún tiempo había estado descansando y durmiendo, le había hecho ver, de modo harto sensible, que realmente allí no llenaba aquella misión a que se sentía destinado, y que en el fondo no hacía más que arrastrar una semiactiva ociosidad. Apenas se habían alejado los dos huéspedes, cuando ya llegó una nueva visita, grata para Carlota, que deseaba salir de sí misma y distraerse, inoportuna para Eduardo, que sentía doble deseo de ocuparse de Otilia; enojosa también para Otilia, que todavía no había acabado su copia, tan necesaria a la mañana siguiente. Y de este modo, cuando, tarde ya, partieron los visitantes, se apresuró en seguida a retirarse a su cuarto.

Iba anocheciendo. Eduardo, Carlota y el capitán, que habían acompañado alguna distancia a pie a los forasteros antes de que se metieran en el coche, acordaron dar aún un paseo hacia los estanques. Había llegado una barca, que, con gastos considerables, había hecho traer desde lejos Eduardo. Quisieron probar si era ligera y fácil de gobernar.

Estaba amarrada a la orilla del estanque del medio, no lejos de algunos viejos robles, con los cuales se había ya contado para las futuras obras. Aquí debía hacerse un embarcadero; bajo los árboles iba a construirse un arquitectónico pabellón de descanso hacia donde tendrían que hacer rumbo los que atravesaran el lago.

—Entonces, ¿cuál será en la orilla de enfrente el sitio más a propósito para el desembarcadero? —preguntó Eduardo—. Casi creo que cerca de mis plátanos.

—Están un poco desviados hacia la derecha —dijo el capitán—. Si se desembarca más abajo se está más cerca del castillo; pero hay que reflexionar sobre ello.

El capitán se hallaba ya en la parte posterior de la canoa y había empuñado un remo. Embarcóse Carlota, lo mismo Eduardo, que tomó el otro remo; pero en el momento en que iba a desatracar acordóse de Otilia, pensó que esta excursión en bote lo retrasaría; ¡quién sabe a qué hora sería el regreso! Se decidió de repente, volvió a saltar a tierra, le tendió el segundo remo al capitán, y disculpándose apenas, corrió hacia la casa.

Se enteró allí de que Otilia se había encerrado y estaba escribiendo. Junto con la agradable sensación de que ella estuviera haciendo algo para él, sintió el vivo disgusto de no verla presente. Su impaciencia se fue acrecentando por momentos. Se paseó por el gran salón de un extremo a otro; trató de hacer diversas cosas y en nada logró fijar su atención. Deseaba verla, verla a solas, antes de que regresara Carlota con el capitán. Se hizo de noche, fueron encendidas las velas.

Por último, apareció Otilia, resplandeciente de cariño. El sentimiento de haber hecho algo en favor de su amigo había elevado sobre sí misma todo su ser. Depositó el original y la copia sobre la mesa, delante de Eduardo.

—¿Vamos a colacionar? —dijo sonriente.

Eduardo no sabía lo que debía responder. La miraba a ella, contemplaba la copia. Las primeras hojas estaban escritas con el mayor cuidado, con una delicada letra femenina; después, los rasgos parecían cambiarse, hacerse más ligeros y libres. Pero ¡qué sorprendido quedó al recorrer con la vista las últimas páginas!

—¡En el nombre de Dios! ¿Qué es esto? —exclamó—. ¡Ésta es mi letra!

Miró a Otilia y a las páginas, sobre todo el final era enteramente como si él hubiera escrito. Otilia guardó silencio, pero lo miraba con la mayor alegría pintada en los ojos. Eduardo levantó los brazos:

—¡Me amas! —exclamó—; ¡me amas, Otilia!

Y se estrecharon mutuamente. No hubiera sido posible distinguir quién había sido el primero en abrazar al otro.

Desde este momento, el mundo había cambiado por completo para Eduardo; él no era ya lo que había sido; el mundo no era ya lo que había sido. Quedaron los dos en pie, uno ante el otro; tenía él las manos de Otilia entre las suyas; se miraban mutuamente a los ojos, a punto de abrazarse de nuevo.

Entró Carlota con el capitán. De sus disculpas por haberse detenido fuera tanto tiempo, se sonreía secretamente Eduardo.

—¡Oh! ¡aún habéis venido harto temprano! —se decía a sí mismo.

Se sentaron a cenar. Fueron juzgadas las personas que habían estado de visita aquel día. Eduardo, amorosamente excitado, habló bien de cada una de ellas, siempre disculpándolas, a menudo elogiándolas. Carlota, que no era en un todo de su parecer, advirtió esta disposición de ánimo, y le dio broma por ser hoy tan benigno e indulgente, cuando en general solía pronunciar los más severos juicios verbales sobre los huéspedes que acababan de marchar.

Con ardor y efusión cordial, exclamó Eduardo:

—¡Basta amar a un solo ser hasta el fondo del alma para que todos los demás nos parezcan amables!

Otilia bajó los ojos y Carlota miró a lo lejos.

El capitán tomó la palabra y dijo:

—Con los sentimientos de aprecio y veneración ocurre también algo semejante. Sólo se empieza a conocer lo que en el mundo es digno de estimación cuando se encuentra ocasión de ejercitar tales disposiciones con un objeto solo.

Carlota procuró retirarse pronto a su dormitorio para abandonarse al recuerdo de lo que entre ella y el capitán había acaecido aquella tarde.

Cuando Eduardo, al saltar a la orilla, había apartado de tierra la canoa, entregando la esposa y el amigo al ondulante elemento, vio Carlota al hombre por quien había ya sufrido tanto en secreto, sentado ante ella, a la luz crepuscular, haciendo avanzar la lancha en cualquier dirección mediante el impulso de los dos remos. Sintió una tristeza profunda rara vez experimentada. El vagar de la barca, el leve chasquido de los remos, la brisa que estremecía el espejo del agua, el susurro de las cañas, el último revoloteo de los pájaros, el centelleo de las primeras estrellas, todo tenía algo sobrenatural en el universal silencio. Le parecía como si el amigo la llevara muy lejos, para desembarcarla, dejándola sola. Una extraña conmoción se hacía sentir en su interior y no podía llorar.

El capitán le describía, mientras tanto, cómo, según su intención, debieron hacerse los nuevos trazados del parque. Alababa las buenas cualidades de la canoa, a la que podía impulsar y gobernar fácilmente con dos remos una sola persona. Ella misma aprendería a manejarla; era muchas veces una agradable sensación flotar solo de un lado a otro por el agua, y ser uno mismo su propio piloto y remero.

—¿Lo dice a propósito? —pensaba—. ¿Sabe ya algo? ¿Lo sospecha? ¿O lo dice por casualidad pronosticándome mi suerte sin saberlo? —Fue presa de gran melancolía, de intranquilidad; le rogó que atracaran lo más pronto posible y que volviera al castillo con ella.

Era la primera vez que el capitán navegaba por los estanques, y aunque había investigado su profundidad en general, sin embargo, le era desconocida la de cada punto. Comenzaba a oscurecer; hizo rumbo hacia donde suponía que había un sitio cómodo para desembarcar, y sabía que no se hallaba apartado el sendero que conducía al castillo. Pero también se desvió algún tanto de esta ruta, cuando Carlota, con una especie de temor, repitió el deseo de verse pronto en tierra. Con renovado empeño acercóse a la orilla; pero, por desgracia, se sintió detenido a alguna distancia de ella; habían embarrancado y fueron vanos sus esfuerzos para volver a libertarse. ¿Qué había que hacer? No le quedaba otro remedio que meterse en el agua, que era poco profunda, y llevar a tierra a la amiga. Transportó con felicidad la carga querida, siendo lo bastante fuerte para no vacilar ni inspirarle cuidado alguno; pero ella, sin embargo, le había ceñido miedosamente sus brazos en torno al cuello. Él la asía fuertemente y la estrechaba contra sí. Sólo al llegar a una inclinada pradera la puso en tierra, no sin emoción y confusión. Todavía descansaba ella contra su cuello, estrechóla él de nuevo entre sus brazos y le dio en los labios un ardiente beso; pero en el mismo momento caía a sus pies, oprimía la boca contra su mano y exclamaba:

—Carlota, ¿me perdonará usted?

El beso que su amigo se había atrevido a darle, y que ella casi le había devuelto, hizo que volviera en sí Carlota. Le apretó la mano, pero no lo levantó. Sin embargo, exclamó, inclinándose sobre él y apoyando una mano en su hombro.

—No podemos evitar que este momento haga época en nuestra vida; pero de nuestra voluntad depende que sea digna de nosotros. Usted tiene que partir, querido amigo, y usted partirá. El conde trabaja para mejorar su suerte; esto me alegra y me da pena. Quería haberlo ocultado hasta que fuera cosa segura; el momento me obliga a descubrir este secreto. Sólo puedo perdonarle, sólo puedo perdonarme, si tenemos el valor de cambiar nuestra posición, ya que no depende de nosotros cambiar nuestro ánimo.

Lo levantó del suelo y cogió su brazo para apoyarse en él, y así llegaron en silencio al castillo.

Pero ahora se hallaba en su dormitorio, donde tenía que sentirse y considerarse como esposa de Eduardo. En estas contradictorias circunstancias le vino en auxilio su carácter fuerte y diversamente ejercitado por la vida. Acostumbrada desde siempre a ser consciente de sí misma, a dominarse, tampoco ahora le fue difícil acercarse al deseado equilibrio, mediante una seria meditación; hasta tuvo que sonreírse de sí misma al recordar la extraña visita de la noche. Pero de pronto se apoderó de ella un extraño presentimiento, un estremecimiento alegremente inquieto, que se trocó en piadosos deseos y esperanzas. Arrodillóse conmovida; repitió el juramento que delante del altar le había hecho a Eduardo. Amistad, amor, renunciamiento, pasaron ante ella en serenas imágenes. Sintióse internamente reconfortada. Pronto se apoderó de ella una dulce fatiga y se durmió tranquila.

XIII

Por su parte, Eduardo está en una disposición totalmente diversa. Piensa tan poco en dormir, que ni siquiera se le ocurre desnudarse. Besa mil veces la copia del documento al principio con la infantil y tímida letra de Otilia; el final apenas se atreve a besarlo, porque cree ver su propia letra. “¡Oh, si fuese otro documento!”, se dice calladamente a sí mismo; y, sin embargo, aun así es para él el más bello testimonio de que ha sido cumplido su más alto deseo. Pues quedará en su poder, ¿no ha de estrecharlo constantemente contra su corazón, a pesar de estar profanado por la firma de un tercero?

La luna en menguante se eleva sobre el bosque. La tibia noche invita a Eduardo a salir al aire libre; anda vagando todo alrededor; es el más inquieto y el más feliz de todos los mortales. Pasea por los jardines; le son demasiado estrechos; corre por el campo y le es demasiado amplio. Vuelve a ser atraído hacia el castillo; se encuentra bajo las ventanas de Otilia. Siéntase allí en la escalera de la terraza. “Muros y cerrojos nos separan ahora —se dice—, pero nuestros corazones no están separados. Si estuviera ella ante mí, caería en mis brazos y yo en los suyos; y ¿para qué es menester más que esta seguridad?” Todo estaba tranquilo a su alrededor; no se movía ni una ráfaga de aire; el silencio era tan profundo que podía percibir bajo tierra el trabajo de zapa de activos animales para quienes el día y la noche son iguales. Se entregó por completo a sus felices sueños; se durmió por fin, y no volvió a despertar hasta que ascendió el sol con su magnífico aspecto y venció las nieblas matinales.

Entonces resultó ser el primer madrugador de sus posesiones. Le pareció que los trabajadores tardaban demasiado. Llegaron; le parecieron pocos, y el trabajo dispuesto para la jornada harto escaso para sus deseos. Pidió más obreros; le fueron prometidos y se los presentaron en el curso del día. Pero tampoco éstos son suficientes para que vea rápidamente ejecutados sus propósitos. El crear no le causa ya placer: todo debería estar ya terminado; y ¿para quién? Los caminos deben ser allanados para que Otilia pueda recorrerlos cómodamente; los asientos deben estar ya en el lugar señalado para que Otilia pueda descansar en ellos. También en la nueva casa da toda la prisa que puede: debe estar erigida para el cumpleaños de Otilia. En los sentimientos de Eduardo, como en sus acciones, no hay ya medida alguna. La conciencia de amar y ser amado lo arrastra al infinito. ¡Qué cambiado está para él el aspecto de todas las habitaciones, de todos los alrededores! Ya no le parece encontrarse en su propia casa. La presencia de Otilia absorbe todo lo demás; está totalmente perdido en ella; ningún otro pensamiento se alza ante su espíritu; la conciencia ya no le amonesta; rompe sus ligaduras todo lo que estaba refrenado en su naturaleza; su ser entero se precipita hacia Otilia.

El capitán observa este impulso apasionado y desea prevenir sus tristes consecuencias. Todos estos trabajadores del parque, ahora excesivamente acelerados por una impulsión parcial, los había él calculado para una vida en común, pacífica y amable. La venta de la casería había sido realizada por él; estaba efectuando el primer pago: Carlota, según lo convenido, lo había depositado en su caja. Pero ya en la primera semana tiene que ejercitar y no perder de vista más que de costumbre la atención, la paciencia y el orden, pues con esta marcha precipitada lo presupuestado no llegará para mucho tiempo.

Había mucho comenzado y mucho por hacer. ¿Cómo podría dejar en tal situación a Carlota? Consultan uno con otro, y convienen en que es preferible apresurar los planeados trabajos, tomar dinero a préstamo para este fin, y asignar para su pago los plazos en que vence lo que ha quedado sin cobrar de la venta de la casería. Podía hacerse casi sin pérdida por cesión de estos derechos: se tendrían las manos más libres. Como todo estaba bien encauzado, como había obreros suficientes, se realizaría más labor de una vez, llegando al término con seguridad y prontitud. Eduardo asintió de buen grado, porque coincidía con sus intenciones.

Mientras tanto persevera Carlota, en el fondo de su corazón, en lo que ha pensado y se ha propuesto, y de varonil manera, con igual sentir, la secunda su amigo. Mas, por esto mismo, su familiaridad no hace más que crecer. Se explican mutuamente su opinión sobre la pasión de Eduardo; deliberan sobre ello. Carlota liga más estrechamente a Otilia a su persona; la observa con mayor rigor, y cuanto mejor conoce su propio corazón tanto más profundamente penetran sus miradas en el corazón de la muchacha. No ve ninguna otra salvación, sino que tienen que alejar a la niña.

Parécele ahora una feliz circunstancia que Luciana haya recibido en la pensión tan sobresalientes elogios, pues la tía abuela, enterada de ello, quiere tomarla a su cargo para siempre; tenerla a su lado; presentarla en sociedad. Otilia podía regresar a la pensión; el capitán, provisto de un buen destino, se alejaba, y todo estaba como hacía pocos meses, incluso mucho mejor. Carlota esperaba restablecer muy pronto sus propias relaciones con Eduardo, y todo lo arreglaba tan razonablemente en su pensamiento, que no hacía más que fortalecerse en la ilusión de que podía volverse a la más limitada vida anterior, de que una cosa desligada poderosamente volvería a dejarse reducir a la estrechez.

Mientras tanto Eduardo sentía en alto grado los obstáculos que eran puestos en su camino. Notó muy pronto que los separaban uno de otro a él y a Otilia, que le ponían dificultades para hablar a solas con ella, hasta para acercarse a ella, como no fuera en presencia de varias personas; y enojado por esto, lo fue estando también por muchas otras cosas. Si podía hablar fugazmente con Otilia, no era sólo para asegurarle su amor, sino también para quejarse de su esposa, del capitán. No comprendía que él mismo, con el violento impulso dado a las obras, estaba en camino de agotar la caja; censuraba amargamente a Carlota y al capitán porque en aquel asunto estuvieran procediendo contra el primer convenio, y, sin embargo, había él consentido en el segundo; es más, él mismo lo había motivado y hecho necesario.

El odio es parcial, pero aún lo es más el amor. También Otilia se alejó hasta cierto punto de Carlota y el capitán. Como Eduardo se quejara una vez a Otilia de este último, diciendo que como amigo no procedía con total sinceridad en aquellas circunstancias, repuso con imprudencia Otilia:

—Ya antes de ahora me ha desagradado que no sea del todo leal con usted. Una vez oí que le decía a Carlota: “¡Si nos dejara en paz Eduardo con la pamplina de su flauta! No va a ninguna parte con ello, y ¡es tan molesto para los oyentes!” Puede usted figurarse cuánto me ha dolido eso, ya que con tanto gusto le acompaño.

Apenas lo había dicho, cuando ya le murmuró el espíritu que hubiera debido callarse; pero ya estaba hecho. Eduardo cambió de semblante. Jamás cosa alguna le había enojado más vivamente; era atacado en sus ilusiones favoritas; comprendía, sin la menor vanidad, que se trataba de una aspiración infantil. Lo que le entretenía, lo que le causaba placer, debía ser considerado con indulgencia por los amigos. No pensaba en lo terrible que es para una tercera persona dejarse herir los oídos por un talento insuficiente. Estaba ofendido, furioso, hasta el punto de no volver a perdonar. Se sentía desligado de todo deber.

La necesidad de estar con Otilia, de verla, de decirle algunas palabras en voz baja, de comunicarle alguna cosa, iba creciendo de día en día. Se decidió a escribirle, a pedirle que tuvieran un secreto cambio de correspondencia. La hojita de papel en que, bastante lacónicamente había escrito esto, se hallaba sobre la mesa de escribir y fue arrojada al suelo por una ráfaga de viento, cuando entró el ayuda de cámara para rizarle los cabellos. Generalmente, para probar el calor de la tenacilla, recogía éste cualquier pedazo de papel del suelo; esta vez se echó mano de la esquela, la atenazó rápidamente y la dejó chamuscada. Eduardo, al darse cuenta del error, se la arrancó de la mano. Poco después sentóse a su mesa para escribir de nuevo; pero no quería brotar fácilmente, por segunda vez, de su pluma. Sintió cierto escrúpulo, cierta preocupación, que dominó sin embargo. Deslizó el papelito en la mano de Otilia en el primer momento en que pudo acercarse a ella.

Otilia no dejó de contestarle. Sin haberlo leído, metió el billetito en el bolsillo del chaleco, que, según la moda, era corto y no guardaba bien las cosas. Se fue saliendo poco a poco y cayó al suelo sin que él lo notara. Carlota lo vio y lo recogió, y se lo entregó después de una rápida ojeada.

—Aquí tienes algo escrito por ti —le dijo— que quizá te disgustaría perder.

Quedó sobrecogido. “¿Estará fingiendo? —pensó—. ¿Ha visto el contenido de la hojita o se equivoca por el parecido de las letras?” Esperaba, creía lo último. Estaba advertido, doblemente advertido; pero estos extraños signos casuales, mediante los que parece hablar con nosotros un ser más elevado, eran incomprensibles para su pasión; más bien, arrastrándolo ésta cada vez más lejos, le eran más y más desagradables las restricciones que parecían imponerle. Perdióse la amable intimidad. Su corazón estaba cerrado, y cuando se veía obligado a reunirse con su amigo y su mujer, no lograba volver a encontrar y reanimar en su pecho su anterior cariño hacia ellos. Molestábanle los mudos reproches que acerca de ello tenía que hacerse a sí mismo, y procuraba librarse de ellos con una especie de buen humor, que, siendo sin cariño, carecía también de la gracia acostumbrada.

Su sentimiento interno libraba de todas estas pruebas a Carlota. Se daba cuenta de lo que significaba su serio propósito de renunciar a tan bello y noble afecto.

¡Cuánto deseaba también ir en auxilio de aquellos dos! Bien sentía que la sola separación no era suficiente para curar tamaño mal. Se propone hablar del asunto con la buena niña; pero no es capaz de ello; el recuerdo de su propia debilidad le cierra este camino. Trata de expresarse en general sobre ello; lo general se acomoda tan bien a su propia situación, que recela declarar. Cada aviso que quiere dar a Otilia retorna hacia su propio corazón. Quiere amonestarla, y nota que aun ella misma bien pudiera necesitar también una amonestación.

Por ello, sin decir palabra, aún sigue manteniendo separados a los amantes, con lo cual la situación no mejora. Pequeñas alusiones que a veces se le escapan no producen efecto sobre Otilia, pues Eduardo la ha convencido del cariño de Carlota por el capitán, la ha convencido de que Carlota misma desea la separación que piensa él realizar de una manera decorosa.

Otilia, sostenida por la sensación de su inocencia, camino de la más anhelada felicidad, vive sólo para Eduardo. Fortalecida por su amor en su tendencia hacia el bien, más alegre en sus tareas y más franca con los demás a causa de él, encuéntrase en su cielo sobre la tierra.

Todos reunidos, cada cual a su manera, continúan de este modo la vida cotidiana, con y sin reflexión; todo parece seguir su curso habitual, como también, en esos terribles casos en que todo está en juego, se continúa viviendo como si no se tratara de nada.

XIV

Entretanto, había llegado una carta del conde para el capitán, y, a la verdad, una carta doble: una, para ser mostrada, presentaba muy buenas perspectivas en la lejanía; la otra, en cambio, contenía un categórico ofrecimiento para el presente, un importante puesto administrativo y de corte, con el grado de comandante, considerable sueldo y otras ventajas, que debía aún ser tenido en secreto a causa de varias circunstancias accesorias. De este modo, el capitán sólo dio cuenta a sus amigos de aquellas esperanzas y ocultó lo que se hallaba tan próximo.

Mientras tanto continuó activamente los actuales trabajos y, en secreto, tomaba disposiciones para que en su ausencia pudiera proseguir todo sin obstáculos. A él mismo le importa ya ahora que haya un plazo fijo para varias cosas; que el cumpleaños de Otilia acelere su terminación. Ahora gustan trabajar juntos ambos amigos, aunque sin expreso acuerdo para ello. Eduardo está contento de que se hayan reforzado los fondos mediante los dineros cobrados anticipadamente; todas las obras adelantan de la más rápida manera.

Mucho deseaba ahora el capitán aconsejar que en modo alguno se convirtieran los tres estanques en un lago. Había que reforzar el dique interior, demoler los del centro, y toda la empresa, en más de un sentido, era importante y arriesgada. Pero ambos trabajos, en la forma en que podían facilitarse mutuamente, habían sido comenzados ya, y aquí llegó con mucha oportunidad un joven arquitecto, antiguo alumno del capitán, el cual, ya empleando hábiles maestros, ya dando el trabajo a destajo en lo que podía hacerse, adelantó la empresa, prometiendo seguridad y duración a la obra, con lo que el capitán se alegraba en secreto con la idea de que no sentirían su ausencia, pues tenía por máxima el no dejar una empresa, tenida a su cargo y aún no terminada, hasta verse satisfactoriamente reemplazado en su puesto. Hasta llegaba a despreciar a aquellos que, para hacer sensible su marcha, provocan antes confusiones en el círculo de su actuación, complaciéndose, como incultos egoístas, en destruir aquello en que ya no deben seguir operando.

De este modo se trabaja siempre con ahínco para celebrar el cumpleaños de Otilia, sin explicarse acerca de ello ni confesarlo sinceramente. Carlota, aunque libre de envidia, opinaba que no podía constituir una patente fiesta. La juventud de Otilia, sus circunstancias de fortuna, su relación con la familia no la autorizaban a aparecer como reina de un día. Y Eduardo no quería hablar de ello, porque todo debía brotar como espontáneamente, sorprender y alegrar de un modo natural. Todos acordaron en silencio, por ello, el pretexto de que ese día, sin otro motivo, se había de poner el ramo en aquella casa de recreo, y con tal ocasión se podía anunciar una fiesta al pueblo, así como a los amigos.

Pero el cariño de Eduardo no tenía límites. Lo mismo que ansiaba ser dueño de Otilia, tampoco conocía medida en el rendirse, en el regalar, en el prometer. Para algunos presentes que quería hacer en ese día a Otilia le había hecho Carlota proposiciones harto mezquinas. Habló con su ayuda de cámara, que se ocupaba de su guardarropa y estaba en permanentes relaciones con comerciantes y modistas; éste, que no desconocía cuáles eran los más agradables regalos ni cuál la mejor manera de presentarlos, encargó en seguida a la ciudad un lindísimo cofre, cubierto de rojo tafilete, guarnecido de clavo de acero y repleto de regalos dignos de tal envoltura.

Aún hizo otra proposición a Eduardo. Había un pequeño fuego de artificio que siempre se había omitido quemar. Fácilmente se podía reforzarlo y ampliarlo. Eduardo acogió bien la idea, y el otro prometió cuidarse de la ejecución. La cosa debía quedar en secreto.

Mientras tanto, cuanto más se acercaba el día, el capitán iba adoptando las. disposiciones de policía que juzgó necesarias cuando una masa de gente es convocada o atraída hacia un mismo lugar. Hasta había tomado precauciones contra la mendicidad y otras incomodidades por las cuales se turba la gracia de una fiesta.

Eduardo y su confidente, por el contrario, se ocupaban de preferencia en los fuegos de artificio. Habían de ser quemados junto al estanque del medio, ante los grandes robles; enfrente, bajo los plátanos, habían de colocarse los espectadores, para contemplar con seguridad y comodidad su efecto a la debida distancia, ver sus reflejos en el agua y admirar los que estaban destinados a arder flotando sobre el propio estanque.

Por eso, bajo otro pretexto, hizo Eduardo que limpiaran de maleza, hierbas y musgos el espacio bajo los plátanos, y sólo entonces, sobre el desnudo suelo, apareció en toda su magnificencia el desarrollo de los árboles, tanto en altura como en anchura. Eduardo experimentó por ello la mayor alegría. "Sobre poco más o menos, fue en esta época del año cuando los planté. ¿Cuánto tiempo hará?”, se dijo a sí mismo. En cuanto llegó a su casa hojeó unos antiguos diarios que su padre había llevado muy ordenadamente, sobre todo en el campo. Cierto que esa plantación no podía estar mencionada en ellos; pero otro importante acontecimiento doméstico del mismo día, que Eduardo recordaba muy bien, tenía forzosamente que estar allí anotado. Recorre varios tomos; encuentra la circunstancia; pero ¡qué sorprendido, qué lleno de regocijo queda Eduardo al observar la más maravillosa coincidencia! El día y el año de aquella plantación de árboles son a la vez el día y el año del nacimiento de Otilia.

XV

Lució por fin la mañana tan ansiosamente esperada por Eduardo, y poco a poco fueron presentándose muchos huéspedes, pues se habían enviado invitaciones hasta muy lejos por el contorno, y algunos que habían faltado a la colocación de la piedra fundamental, de la que se contaban tan lindas cosas, no querían, por lo mismo, perder esta segunda solemnidad.

Antes de la comida aparecieron en el patio del castillo los carpinteros, con música, llevando su rico ramo compuesto de muchas coronas de follaje y flores, que, colocadas por pisos, se bamboleaban unas sobre otras. Pronunciaron su saludo, y, para el acostumbrado aderezo, solicitaron del bello sexo cintas y pañuelos de seda. Mientras comía el señorío, continuaron su cortejo, lleno de algazara, y después de haberse detenido algún tiempo en la aldea, haciendo perder allí también algunas cintas a casadas y solteras, llegaron por fin, acompañados y esperados por una gran multitud, a la altura en que se alzaba la recién cubierta casa.

Después de comer, Carlota retuvo algún tiempo a la reunión. No quería un cortejo solemne y formal, y por eso los convidados fueron llegando sosegadamente a la casita, en grupos aislados y sin clasificación ni orden. Carlota se retrasó con Otilia, y con ello no mejoró la cosa, pues como efectivamente Otilia fue la última que entró, parecía como si las trompetas y los timbales no hubieran esperado sino por ella, como si la solemnidad

tuviera que comenzar inmediatamente después de su llegada.

Para quitarle a la casa su rudo aspecto, habíanla adornado arquitectónicamente con verde ramaje y flores, según indicación del capitán, sólo que sin saberlo él, Eduardo había obligado al arquitecto a señalar con flores la fecha en la cornisa. Aún podía pasar esto; pero el capitán llegó a tiempo bastante para impedir que el nombre de Otilia brillara también en el tímpano. De una manera hábil supo evitar lo comenzado y prescindir de las ya terminadas letras de flores.

El ramo estaba clavado en alto y era visible hasta de muy lejos de la comarca. Cintas y pañuelos flameaban al viento abigarradamente, y un corto discurso se perdió en su mayor parte en el aire. La solemnidad había terminado y ahora debía comenzar el baile en la allanada plazoleta, ceñida de follaje, delante del edificio. Un bien ataviado oficial de carpintero trájole a Eduardo una ágil moza aldeana e invitó a bailar a Otilia, que se hallaba a su lado. Ambas parejas encontraron en seguida imitadores, y harto pronto cambió de compañera Eduardo, tomando a Otilia y bailando con ella a la redonda. Los invitados jóvenes mezcláronse alegremente en el baile del pueblo, mientras que las personas mayores los miraban.

Después, antes de dispersarse por los paseos, fue convenido que a la puesta del sol volverían a reunirse bajo los plátanos. Eduardo encontróse allí el primero, lo dispuso todo, y acordó con el ayuda de cámara que éste, en compañía del cohetero, había de vigilar a la otra orilla aquellas visiones de alegría.

El capitán no observó con placer los preparativos adoptados para ello; quiso hablar a Eduardo acerca de la aglomeración de espectadores que era de esperar, cuando éste le rogó, con cierta vivacidad, que le dejara a él solo esta parte de la fiesta.

Ya se había agolpado el pueblo sobre los diques descabezados, desprovistos de césped, y cuyo suelo era desigual e inseguro. Púsose el sol, sobrevino el crepúsculo, y en espera de mayor oscuridad, se sirvieron refrescos bajo los plátanos a la concurrencia. Encontróse que aquel lugar* era incomparable, y todos se alegraban con la idea de gozar desde allí, en lo porvenir, del panorama de un lago amplio y tan diversamente limitado.

Un anochecer tranquilo, una calma perfecta, prometían favorecer la fiesta nocturna, cuando de pronto se produjo un temible clamor. Grandes trozos de tierra se habían desprendido del dique y se vio caer al agua a varias personas. Había cedido el terreno bajo la presión y el pisar de la siempre creciente muchedumbre. Todos querían alcanzar el mejor puesto y nadie podía ahora avanzar ni retroceder.

Todo el mundo se levantó y fue hacia adelante, más para ver que para actuar, pues ¿qué había de hacerse allí donde nadie podía alcanzar? Con unos cuantos hombres resueltos llegó corriendo el capitán; hizo bajar en seguida a la muchedumbre del dique hacia las orillas para dejar obrar libremente a los salvadores, que trataban de sacar del agua a los que se habían caído. Ya todos estaban otra vez en seco, en parte por su propio esfuerzo, en parte por el ajeno, excepto un muchacho que, impulsado por un miedo excesivo, se había alejado del dique en vez de acercarse a él. Las fuerzas parecían abandonarlo; sólo unas cuantas veces volvió a emerger todavía una mano o un pie. Desgraciadamente, la lancha se hallaba al otro lado, llena de fuegos artificiales; sólo muy despacio se la podía descargar y el auxilio se retrasaba. La decisión del capitán fue tomada bien pronto: se desprendió de la ropa exterior; todos los ojos se dirigían a él, y su figura sólida y fuerte inspiró confianza a todo el mundo; pero un grito de sorpresa brotó de la muchedumbre cuando se arrojó al agua. Todas las miradas lo acompañaban; como nadador experto, alcanzó pronto al muchacho y lo llevó al dique, aunque como muerto.

Mientras tanto, a fuerza de remos se acercó la canoa; el capitán se embarcó en ella y se informó con exactitud de los presentes si en realidad estaban todos salvados. Llega el cirujano y toma a su cargo al muchacho tenido por muerto; acércase Carlota, le ruega al capitán que sólo se ocupe de sí mismo, que regrese al castillo y se mude de ropa. Vacila él, hasta que gentes serias y sensatas, que habían estado cerca y ellos mismos habían contribuido al salvamento de algunos, le aseguran por lo más sagrado que todos están a salvo.

Carlota lo ve ir hacia la casa, piensa que el vino, el té y lo demás que pudiera ser necesario está cerrado con llave; que de ordinario la gente, en tales casos, no hace nada a derechas; corre a través de la desparramada reunión, que todavía se halla bajo los plátanos; Eduardo se ocupa en exhortar a todo el mundo para que se quede; piensa dar la señal y comenzarán los fuegos artificiales; acércase Carlota y le ruega que aplace una diversión que resultaría ahora fuera de lugar, de la que en el momento actual no podría disfrutarse; le recuerda que debe hacerse así por el salvado y por el salvador.

—Ya cumplirá con su obligación el cirujano —repuso Eduardo—. Está provisto de todo y nuestra inoportuna intervención no le serviría más que de embarazo.

Carlota persistió en su opinión e hizo una seña a Otilia, la que en seguida se dispuso a marcharse. Eduardo la tomó de la mano y exclamó:

—No queremos acabar este día en el hospital. Es demasiado buena para -hermana de la caridad. Aun sin nosotros, resucitarían los que parecen muertos y se secarán los vivos.

Carlota guardó silencio y se marchó. Algunos la siguieron; otros fueron tras éstos; finalmente, nadie quiso ser el último y todos se marcharon. Eduardo y Otilia se encontraron solos bajo los plátanos. Él insistió en quedarse, por muy encarecida y angustiosamente que le rogara ella que regresaran al castillo.

—No, Otilia —exclamó él—; lo extraordinario no acaece por el camino llano y corriente. El inesperado acontecimiento de esta noche nos une más de prisa. ¡Eres mía! Ya te lo he dicho y jurado muchas veces; pero no tendremos que decirlo ni jurarlo más. ¡Ahora se realiza!

Avanzó la canoa desde la otra orilla. Era el ayuda de cámara, que preguntó turbado qué se había de hacer ahora con los fuegos artificiales.

—¡Prendedles fuego! —le gritó Eduardo—. Sólo para ti, Otilia, habían sido encargados, y tú sola has de verlos ahora. Permite que también yo disfrute de ellos sentado a tu lado.

Con tierno comedimiento se sentó junto a ella sin tocarla.

Zumbaron al subir los cohetes, atronaron las detonaciones, se elevaron luminosas esferas, serpentearon y estallaron los buscapiés, mugieron las ruedas de fuego, primero separadas, después a pares, luego muchas reunidas, y cada vez más violencia, sucesivas y juntas. Eduardo, cuyo pecho abrasaba, seguía con mirada viva y satisfecha estas ardientes visiones. Para el delicado y conmovido espíritu de Otilia, estas fugitivas apariciones, zumbadoras y relampagueantes, más bien eran temerosas que agradables. Apoyóse tímidamente en Eduardo, a quien esta proximidad, esta confianza, le dio la plena sensación de que le pertenecía por completo.

Apenas había vuelto a entrar en sus derechos la noche, cuando salió la luna, iluminando el sendero por donde los dos regresaban. Sombrero en mano, les cortó el paso una figura y les pidió limosna, ya que nadie se había ocupado de él en aquel día solemne. La luna iluminó su rostro y Eduardo reconoció las facciones de aquel entremetido mendigo. Pero en su felicidad no pudo enojarse, no pudo ocurrírsele que precisamente por aquel día había sido terminantemente prohibida la mendicidad. No buscó mucho tiempo en su bolsillo y le entregó una moneda de oro. Quería hacer feliz a todo el mundo, ya que su felicidad le parecía sin límites.

Mientras tanto, en la casa todo había resultado del modo más favorable. La actividad del cirujano, el estar dispuesto todo lo necesario, la ayuda de Carlota, todo cooperó eficazmente, y el muchacho fue restituido a la vida. Disemináronse los huéspedes, tanto para ver, aun desde lejos, algo de los fuegos artificiales, como para volver a ocupar sus tranquilas moradas después de tales escenas de confusión.

También el capitán, una vez cambiado rápidamente de ropa, había tomado parte en los necesarios cuidados; todo había quedado tranquilo y se encontró solo con Carlota. Con amistosa confianza declaróle entonces que su marcha estaba próxima. Tanto había pasado por ella aquella noche, que ese descubrimiento no le hizo gran impresión; había visto cómo se sacrificaba su amigo, cómo salvaba y cómo él mismo era salvado. Estos extraños sucesos le parecieron augurar un porvenir importante, pero en modo alguno desgraciado.

A Eduardo, que entró con Otilia, le fue igualmente anunciada la inminente marcha del capitán. Sospechó que Carlota ya anteriormente debía haberlo sabido al detalle, pero estaba demasiado ocupado en sí mismo y sus propósitos para resentirse por ello.

Al contrario, se enteró con atención y alegría de la buena y honrosa posición en que debía ser colocado el capitán. Sus secretos deseos se adelantaban indómitamente a los acontecimientos. Veía ya al otro unido con Carlota y a sí con Otilia. En aquella solemnidad no se le hubiera podido hacer un regalo mayor.

Pero ¡cuál no fue la sorpresa de Otilia cuando entró en su habitación y encontró sobre su mesa el precioso cofre! No dilató el abrirlo. Entonces apareció todo tan bien acomodado y ordenado, que no se atrevía a sacar nada de él, apenas a levantarlo un poco. Muselina, batista, seda, chales y encajes rivalizaban en finura, elegancia y valor. Tampoco habían sido olvidadas las alhajas. Comprendió perfectamente la intención de vestirla más de una vez de pies a cabeza; pero todo era tan precioso y raro, que ni con el pensamiento osaba apropiárselo.

XVI

A la mañana siguiente había desaparecido el capitán, dejando para los amigos una carta con sentidas expresiones de agradecimiento. Ya la noche antes Carlota y él se habían despedido lacónicamente y a medias palabras. Sentía que aquella separación sería eterna, y se conformó con ella, pues en la segunda carta del conde, que el capitán, por último, le había dado a conocer, se trataba también de la perspectiva de un ventajoso matrimonio; y aun cuando él no prestara ninguna atención a este punto, ella ya consideraba la cosa como segura y renunciaba a él pura y totalmente.

En cambio, creía ahora poder exigir de los demás el esfuerzo que había ejercido sobre sí misma. A ella no le había sido imposible; a los otros debía también serles posible igualmente. En esta disposición, comenzó a hablar con su marido con tanta mayor franqueza y confianza cuanto que comprendía que la cuestión tenía que ser terminada de una vez para siempre.

—Nos ha abandonado nuestro amigo —dijo—; estamos ahora uno frente a otro, como lo estábamos antes, y sólo dependerá de nosotros que volvamos por completo a la antigua situación.

Eduardo, que sólo percibía lo que halagaba su pasión, creyó que con estas palabras designaba Carlota la viudez anterior, queriendo, aunque de manera indeterminada, dar esperanzas de un divorcio. Por eso, respondió con una sonrisa:

—¿Por qué no? Sólo dependería de ponernos de acuerdo.

Pero se encontró en extremo burlado cuando repuso Carlota:

—Para colocar también a Otilia en otro lado no tenemos actualmente más que elegir, pues se presenta doble coyuntura en que darle una posición deseable para ella. Puede regresar al pensionado ya que mi hija se ha trasladado a casa de la tía abuela; puede ser recibida en una distinguida familia, para disfrutar, con una hija única, de todas las ventajas de una educación adecuada a su clase.

—Sin embargo —repuso Eduardo, bastante dueño de sí—, Otilia estuvo tan mimada en nuestra amistosa sociedad, que difícilmente podrá serle agradable otra cualquiera.

—Todos nos hemos consentido demasiados mimos —dijo Carlota—, y tú no el que menos. Pero ésta es una época que nos invita a la meditación, que nos exhorta seriamente a pensar en lo que sea mejor para todos los miembros de nuestro pequeño círculo, y a no negarse tampoco a cualquier sacrificio.

—Por lo menos, no encuentro justo —repuso Eduardo— que sea sacrificada Otilia, y ocurriría eso si se la arrojara ahora entre gente extraña. La buena suerte del capitán vino a buscarle aquí; podemos dejarle partir de nuestro lado con tranquilidad y hasta con alegría. ¿Quién sabe lo que le está reservado a Otilia? ¿Por qué hemos de precipitarnos?

—Lo que nos está reservado es bastante claro —repuso Carlota con alguna emoción, y como tenía el propósito de explicarse francamente de una vez para siempre, prosiguió—: Tú amas a Otilia; te acostumbras a su presencia. Cariño y pasión nacen y se nutren también en ella. ¿Por qué no hemos de enunciar con palabras lo que cada hora reconoce y confiesa? ¿No tendremos la suficiente previsión para preguntarnos qué resultará de ello?

—Aunque no pueda contestarse a ello en seguida —repuso Eduardo, apercibiéndose a la defensa—, hay que decir, sin embargo, que precisamente decide uno de, preferencia aguardar lo que enseñará el porvenir, cuando no puede saberse con precisión qué debe resultar de alguna cosa.

—Para prever este caso —repuso Carlota— no es necesario gran sabiduría, y de todos modos bien puede desde ahora decirse que ninguno de los dos somos ya lo bastante jóvenes para ir a ciegas adonde no se quisiera o no se debiera ir. Nadie puede ya cuidar de nosotros; tenemos que ser nuestros propios amigos, nuestros propios ayos. Nadie espera que lleguemos a perdernos en ningún trance extremo; nadie espera encontrarnos reprensibles o incluso ridículos.

—¿Puedes vituperarme —repuso Eduardo, no sintiéndose capaz de responder al lenguaje franco y puro de su esposa—, puedes reprocharme que la dicha de Otilia me importe en extremo? Y no ya su dicha futura, con la cual nunca puede contarse, sino la actual. Imagínate, sinceramente y sin engañarte a ti misma, a Otilia arrancada a nuestra sociedad y encomendada a gente extraña... Yo, por lo menos, no me siento lo bastante cruel para exigirle un camino semejante.

Bien advirtió Carlota cuál era la determinación de su marido tras de su fingimiento. Sólo entonces conoció cuánto se había alejado de ella. Exclamó con cierta emoción:

—¿Acaso podrá ser feliz Otilia si nos pone en discordia? ¿Si me arrebata a mí un esposo y un padre a sus hijos?

—Nuestros hijos no necesitan cuidados, según creo —dijo Eduardo, sonriendo con frialdad; pero añadió algo más amablemente—: ¿Por qué ha de pensarse en seguida en lo más extremo?

—Lo extremo se halla inmediato a la pasión —observó Carlota—. Mientras sea todavía tiempo, no rechaces el buen consejo ni la ayuda que para los dos presento. En casos dificultosos tiene que actuar y prestar auxilio aquel que vea más claramente. Esta vez lo soy yo. Querido, queridísimo Eduardo, déjame que haga lo preciso. ¿Puedes exigir que renuncie sin más ni más a mi bien ganada felicidad, a los más bellos derechos, a tu persona?

—¿Quién dice tal cosa? —repuso Eduardo con cierto embarazo.

—Tú mismo —repuso Carlota—. Al querer retener a Otilia cerca de ti, ¿acaso no confiesas todo lo que tendrá que brotar de ello? No quiero hacerte fuerza; pero si no puedes vencerte, no podrás ya por lo menos seguir engañándote más tiempo.

Eduardo comprendió cuánta razón tenía ella. Una palabra que se profiere es terrible cuando expresa de pronto aquello que el corazón se ha permitido acariciar largo tiempo en secreto; y sólo para esquivarse por el momento, repuso Eduardo:

—¡Si ni siquiera veo aún claramente qué es lo que pretendes!

—Mi intención era reflexionar contigo acerca de las dos proposiciones —repuso Carlota—. Ambas tienen mucho de bueno. El internado sería lo más adecuado para Otilia, si considero, cómo es ahora la niña. Pero aquel otro acomodo, mayor y más amplio, promete más si reflexiono en lo que ella debe ser algún día.

Entonces expuso detalladamente a su esposo ambas proposiciones, terminando con estas palabras:

—En lo que toca a mi parecer, por varios motivos preferiría yo la casa de esa señora al pensionado; pero singularmente también porque no quiero aumentar el cariño, o mejor la pasión, de aquel joven que Otilia ha conquistado allí.

Eduardo pareció dar su conformidad, pero era sólo para ganar tiempo. Carlota, que pretendía que de aquello resultara algo decisivo, aprovechó en el acto la ocasión de ver que Eduardo no la contradecía inmediatamente, para señalar como fecha de la marcha de Otilia, para la que ya tenía preparado todo en secreto, uno de los días inmediatos.

Eduardo se estremeció; se creyó traicionado, y el cariñoso lenguaje de su mujer le pareció concebido, artificiosa y premeditadamente, para separarle para siempre de su felicidad. Pareció abandonarle por completo el asunto; sólo que en su interior estaba ya tomada su resolución. Únicamente para cobrar aliento, para apartar la inminente e infinita desgracia del alejamiento de Otilia, decidió abandonar su casa, y a la verdad no del todo sin conocimiento de Carlota, a quien supo engañar con el pretexto de que no quería estar presente a la marcha de Otilia, y que incluso no quería volver ya a verla desde aquel momento. Carlota, que creía haber triunfado, le ayudó en cuanto pudo. Mandó él preparar sus caballos; diole a su ayuda de cámara las instrucciones necesarias acerca de lo que había de llevar como equipaje y cómo había de seguirle, y de este modo, casi sin haberlo pensado antes, se sentó a su mesa y escribió lo que sigue:


EDUARDO A CARLOTA

“Sea o no curable, querida mía, el mal que nos ha acometido, yo sólo siento que, si no he de desesperarme desde este momento, tengo que hallar una tregua para mí y para todos nosotros. Ya que me sacrifico, puedo exigir. Abandono mi casa y sólo volveré bajo perspectivas más favorables y tranquilas. Mientras tanto, debes tú poseerla, pero con Otilia. Quiero saber que está a tu lado, no entre gente extraña. Cuídala, trátala como antes, como hasta ahora; hasta de un modo cada vez más cariñoso, amable y tierno. Prometo no tratar de establecer ninguna relación secreta con Otilia. Es mejor que durante algún tiempo me dejéis ignorar cómo vivís; quiero imaginarme lo mejor. Pensad así también vosotras de mí. La única cosa que te mego, desde lo más profundo y con el más grande ardor, es que no hagas ninguna tentativa para colocar a Otilia en cualquier otra parte, para establecerla en condiciones nuevas. Fuera del recinto de tu castillo, de tu parque, confiada a gente extraña, me pertenece y me apoderaré de ella. Pero si respetas mi cariño, mis deseos, mis dolores; si halagas mi ilusión, mis esperanzas, entonces tampoco yo me resistiré a la curación cuando se me ofrezca.”

Esta última frase había brotado de su pluma, no de su corazón. Hasta al verla sobre el papel comenzó a llorar amargamente. ¿Había de renunciar, de cualquier modo que fuera, a la dicha, hasta a la desdicha, de amar a Otilia? Sólo entonces comprendió lo que hacía. Se alejaba sin saber lo que podía resultar de ello. Ahora, por lo menos, no debía volver a verla: ¿qué seguridad podía ofrecerse de que volvería a verla jamás? Pero la carta estaba escrita; los caballos delante de la puerta; a cada momento temía descubrir en cualquier parte a Otilia y ver frustrado así su propósito. Se dominó; pensó que, a pesar de todo, le era posible regresar en cualquier momento y, precisamente por la distancia, acercarse más al término de sus deseos. Por otro lado, si se quedaba, se imaginó a Otilia forzada a marchar de casa. Selló la carta, bajó precipitadamente la escalera y montó de un salto a caballo.

Al pasar por delante de la posada vio al mendigo a quien había socorrido tan ricamente la noche anterior, sentado bajo la parra. Cómodamente instalado, tomaba su comida del mediodía; pero se levantó y se inclinó ante Eduardo respetuosamente y hasta con veneración. Esta misma figura se le había aparecido anoche cuando llevaba a Otilia del brazo; ahora le recordaba, dolorosamente, la hora más feliz de su vida. Aumentaron sus penas; el sentimiento de lo que dejaba atrás le resultó intolerable; otra vez miró hacia el mendigo:

—¡Oh, qué envidiable eres! —exclamó—; de la limosna de ayer puedes vivir todavía, y yo ya no puedo hacerlo de la felicidad de ayer.

XVII

Otilia se acercó a la ventana al oir que alguien se alejaba a caballo, y aún vio a Eduardo de espaldas. Le pareció extraño que abandonara la casa sin haberla visto, sin haberle dado los buenos días. Se puso intranquila y cada vez más pensativa cuando Carlota la llevó consigo a un largo paseo, y habló de cosas diversas, pero sin mencionar al esposo, según parecía, con toda intención. Por eso la sobrecogió doblemente el encontrar a su regreso que sólo habían puesto dos cubiertos a la mesa.

Renunciamos de mala gana a costumbres al parecer insignificantes; pero sólo en casos de importancia sentimos dolorosamente tales privaciones. Faltaban Eduardo y el capitán; Carlota, por primera vez desde hacía tiempo, había dispuesto la comida ella misma, y esto quería parecerle a Otilia como si hubiera sido destituida. Las dos mujeres se sentaron una frente a otra; Carlota hablaba con toda naturalidad de la colocación del capitán y de las pocas esperanzas de volver a verlo pronto. Lo único que consolaba a Otilia en su situación era que podía creer que Eduardo había cabalgado tras él para acompañar al amigo durante un trozo de camino.

Sólo que cuando se levantaron de la mesa vieron el coche de viaje de Eduardo bajo la ventana, y al preguntar Carlota, con cierto enojo, quién lo había mandado venir allí, se le respondió que había sido el ayuda de cámara, que todavía quería poner en el equipaje algunas cosas. Otilia necesitó de toda su presencia de ánimo para ocultar su sorpresa y su dolor.

Entró el ayuda de cámara y pidió algunas cosas. Se trataba de una taza del señor, de unas cuantas cucharas de plata y de otros varios objetos, lo que le pareció a Otilia que indicaba un viaje muy largo, una ausencia más prolongada. Carlota le respondió muy secamente por su petición; no comprendía qué quería decir con ello, ya que él mismo tenía bajo su custodia todo lo que se refería al señor. El astuto hombre, a quien verdaderamente sólo le importaba hablar con Otilia y hacerla salir para ello fuera de la habitación con cualquier pretexto, supo disculparse e insistir en su demanda, que también Otilia deseaba satisfacer; pero Carlota lo evitó; el ayuda de cámara tuvo que retirarse y partió el coche.

Fue para Otilia un espantoso momento. No lo comprendía, no lo concebía; pero bien podía sentir que Eduardo le era arrebatado para largo tiempo. Carlota tuvo lástima de su situación y la dejó sola. No osamos describir su dolor y sus lágrimas; sufría infinitamente. Sólo pidió a Dios que la asistiera para salir de aquel día; se sobrepuso al día y a la noche, y cuando volvió a ser dueña de sí, creyó encontrarse con un ser distinto.

No se había serenado, no se había resignado; pero después de pérdida tan grande, aún estaba allí y aún tenía más que temer. Su inmediata preocupación, al momento de haber recobrado la conciencia, fue que, después del alejamiento de los hombres, también sería ella alejada. No sospechaba en modo alguno las amenazas de Eduardo, con las que le aseguraba la residencia

al lado de Carlota; pero la conducta de Carlota le sirvió de cierta tranquilidad. Procuraba ésta dar ocupaciones a la buena niña, y sólo rara vez y de mala gana la dejaba separarse de su lado; y aunque sabía que las palabras no son capaces de producir efecto sobre una fuerte pasión, conocía, sin embargo, el poder de la reflexión, de la conciencia, y no dejaba por eso de hablar con Otilia de cosas diversas.

De este modo, fue de gran consuelo para esta última el que en cierta ocasión aquélla, reflexiva e intencionadamente, hiciera la sabia observación siguiente:

—¡Qué vivo es el agradecimiento —dijo— de aquellos a quienes ayudamos, con calma, a salir de embarazosas situaciones apasionadas! Intervengamos con ardor y alegría en lo que los hombres han dejado sin terminar; nos preparamos las mejores perspectivas para su regreso, al conservar y fomentar con nuestra moderación lo que querría destruir su modo de ser, impetuoso e impaciente.

—Ya que usted habla de moderación, querida tía —repuso Otilia—, no puedo ocultar que se me viene a las mientes la inmoderada conducta de los hombres, en especial en lo que se refiere al vino. Cuántas veces no me ha disgustado y angustiado el tener que observar que el entendimiento claro, la cordura, el respeto a los demás, la gracia y amabilidad, eran perdidas hasta por varias horas, y que, con frecuencia, en lugar de todo lo bueno que un hombre excelente es capaz de producir y procurar, amenazaban irrumpir la desgracia y la confusión. Cuántas veces no se ocasionarían por ello resoluciones violentas.

Carlota le dio la razón; pero no siguió conversando, pues harto bien sentía que también en esto Otilia no tenía en el pensamiento más que a Eduardo, quien, cierto que no por costumbre, pero con más frecuencia de lo que fuera de desear, solía aumentar su placer, su locuacidad, su actividad, con un ocasional consumo de vino.

Si con aquellas manifestaciones de Carlota había podido Otilia volver a representarse a los hombres, sobre todo a Eduardo, le resultó tanto más sorprendente que hablara Carlota de un próximo enlace del capitán como de cosa muy conocida y segura, con lo que todo cobraba

aspecto muy distinto del que ella había podido imaginarse después de las anteriores aseveraciones de Eduardo. Mediante todo esto, aumentóse la atención de Otilia a cada expresión, cada señal, cada acto y cada paso de Carlota. Sin saberlo, Otilia se había hecho prudente, aguda y suspicaz.

Mientras tanto, penetraba Carlota con aguda mirada en los detalles de todo cuanto la rodeaba y actuaba sobre ello con su clara habilidad, obligando constantemente a Otilia a tomar parte. Sin temor alguno redujo a mayor estrechez el régimen de su casa; hasta, si lo consideraba todo con detenimiento, juzgaba el apasionado incidente como una especie de hado feliz, pues por el camino seguido hasta entonces fácilmente hubiera caído en inacabables gastos, y, sin advertirlo a tiempo, por una vida y un movimiento siempre acelerados, hubieran, si no destruido, por lo menos perturbado la bella situación de sus abundantes bienes de fortuna.

No alteró lo que estaba en curso en las obras del parque. Más bien hizo continuar lo que tenía que servir de base a futuros perfeccionamientos; mas también era menester contentarse con esto. Al regresar, su esposo debía encontrar todavía bastantes ocupaciones agradables.

En estos trabajos y proyectos no se cansaba de alabar el proceder del arquitecto. En poco tiempo se mostró el lago tendido ante sus ojos, y las nuevas orillas que se habían originado, linda y diversamente cubiertas de plantas y praderas. En la nueva casa fue acabado todo rudo trabajo, atendiendo a lo que era necesario para la conservación; y entonces suspendió las obras en el punto en que con placer podían volver a reanudarse. En estas ocupaciones estaba tranquila y serena; Otilia, sólo en apariencia, pues en todo sólo veía síntomas de si Eduardo era o no esperado pronto. Nada le interesa en cosa alguna fuera de esta consideración.

Por eso le fue grata una organización, para la que se reunió a los muchachos aldeanos, y que tenía por objeto mantener siempre limpio el parque, que tan dilatado se había hecho. Ya Eduardo había tenido aquella idea. Se hizo a los muchachos una especie de alegre uniforme, que se ponían a la caída de la tarde, después de haberse lavado y aseado. El guardarropa se hallaba

en el castillo; al muchacho más formal y cuidadoso le fue confiada su vigilancia; el arquitecto lo dirigía todo, y, antes de que se pensara, todos los muchachos tenían cierta habilidad. Se les encontró fáciles de adiestrar, y desempeñaban su labor como una especie de militar maniobra. Ciertamente, cuando marchaban con sus raederas, sus guadañas, sus rastrillos, sus pequeñas palas, azadas y escobas en abanico, cuando otros venían detrás con cestos para echar a un lado las malas hierbas y piedras, y otros arrastraban el alto y grande rodillo de hierro, todo esto ofrecía un bonito y alegre cortejo, que daba ocasión al arquitecto para apuntar una linda serie de actitudes y posturas para el friso de un pabellón de jardín; en cambio, Otilia no veía en ello más que una especie de parada que pronto debía saludar, a su regreso, al amo de la casa.

Esto le dio valor y deseos de recibirlo con algo semejante. Desde hacía tiempo se había procurado animar a las muchachas de la aldea a coser, calcetar, hilar y otras labores femeninas. También estas virtudes habían crecido desde que se habían adoptado aquellas disposiciones respecto a limpieza y belleza de la aldea. Otilia había cooperado siempre a ello; pero más bien por casualidad, de un modo ocasional y caprichoso. Ahora pensaba hacerlo en forma más completa y con mayor consecuencia. Pero de cierto número de muchachas no puede formarse un conjunto orgánico, como de cierto número de muchachos. Se dejó guiar por su buen sentido y, sin darse cuenta exacta de ello, no procuró otra cosa sino inspirar a cada muchacha apego a su casa, a sus padres y sus hermanos.

Logró esto con muchas. Sólo de una viva muchachilla se quejaba siempre diciendo que no tenía habilidad, y que en su casa no quería hacer nada jamás. Otilia no podía enfadarse con la muchacha, pues era con ella excepcionalmente cariñosa. Se sentía atraída hacia ella; iba corriendo a su lado cuando se lo permitía. Entonces era activa, animada e infatigable. El apego a una bella señora parecía ser una necesidad para la niña. Al principio Otilia toleraba la compañía de la niña; luego ella misma le tomó cariño; por último, ya no se separaban, y Nanni acompañaba a todas partes a su señora.

Ésta tomaba con frecuencia el camino del jardín y se regocijaba con el bello desarrollo de los planteles. El tiempo de las fresas y cerezas se iba acabando; mas, sin embargo, a Nanni le sabían singularmente bien sus frutos tardíos. En cuanto a la demás fruta, que prometía una cosecha tan abundante para el otoño, hacíale al hortelano que pensara constantemente en su señor y nunca sin desear que viniera. Otilia escuchaba con gran placer al buen viejo. Entendía perfectamente su oficio y no cesaba de hablarle de Eduardo.

Al celebrar Otilia que los injertos de aquella primavera hubieran prendido todos tan bien, el jardinero contestó pensativo:

—Sólo deseo que el buen señor pueda tener mucha alegría con ellos. Si estuviera aquí este otoño, vería qué exquisitas clases se conservan todavía en el viejo jardín del castillo de tiempos de su señor padre. Los señores promicultores de ahora no son tan de fiar como lo eran en otro tiempo los cartujos. Cierto que en los catálogos no se encuentran sino muy dignos nombres. Se hace el injerto y se le cuida, y, por último, cuando da fruta, se ve que no vale la pena de que estén en la huerta tales árboles.

Pero del modo más reiterado, casi siempre que el fiel servidor veía a Otilia, le preguntaba por el regreso del señor y la fecha del mismo. Y como Otilia no podía indicar nada, el buen hombre le hacia notar, no sin callada tristeza, que creía que no le dispensaba ella confianza, y era penoso para Otilia el sentimiento de una ignorancia que de esta manera llegaba a importunarle mucho. Sin embargo, no podía separarse de aquellos arriates y tablares. Lo que en parte habían sembrado juntos y todo lo que habían plantado hallábase ahora en plena floración; apenas necesitaba ya cuidado alguno, salvo que Nanni estaba siempre dispuesta a regar. Con qué sentimiento contemplaba Otilia las flores tardías, que sólo comenzaban a anunciarse, cuyo esplendor y abundancia debíanse ostentar más tarde, en el día del cumpleaños de Eduardo (cuya celebración aún se prometía a veces Otilia), expresándole al dueño su cariño y gratitud. Mas la esperanza de ver esta fiesta no siempre estaba en ella igualmente viva. Dudas y preocupaciones murmuraban sin cesar en torno del alma de la buena muchacha.

Una verdadera y franca concordia con Carlota no podía volver a producirse, pues, en verdad, la situación de ambas mujeres era muy distinta. Si todo seguía en el antiguo estado de cosas, si se volvía a los carriles de la vida legal, ganaría Carlota en felicidad actual y se le abriría una alegre perspectiva para el porvenir; por el contrario, Otilia lo perdería todo, bien puede decirse que todo, pues por primera vez había encontrado vida y alegría en Eduardo, y en la presente situación sentía un infinito vacío, del cual en otro tiempo apenas había presentido algo. Un corazón que busca bien siente que algo le falta; un corazón que lo ha perdido, siente que carece de ello. Las soledades se convierten en descontento e impaciencia, y un espíritu femenino, acostumbrado a esperar y a aguardar, quisiera entonces salirse de su círculo, hacerse activo, acometer y realizar algo también por su felicidad.

Otilia no había renunciado a Eduardo. ¿Cómo podía hacerlo, a pesar de que Carlota era lo bastante prudente, contra su propia convicción, para considerar esa renuncia como cosa sabida y suponer como resuelto que unas relaciones amistosas y tranquilas eran posibles entre su esposo y Otilia? Pero ¡cuántas veces por la noche, habiéndose encerrado, poníase ésta de rodillas ante el abierto cofre y contemplaba los regalos del cumpleaños, de los cuales todavía no había usado nada, ni cortado nada, ni hecho nada! ¡Cuántas veces, al nacer el sol, corría la buena muchacha fuera de la casa donde en otro tiempo había hallado su felicidad, y salía al aire libre, por la comarca que antes no le interesaba! Tampoco le gustaba permanecer en tierra. Saltaba a la canoa y remaba hasta el centro del lago; entonces sacaba un libro de viajes y, dejándose mecer por las movibles ondas, leía, soñaba con tierras extrañas, y siempre encontraba allí a su amigo; aún permanecía siempre allegada a su corazón, y él al de ella.

XVIII

Bien puede pensarse que aquel hombre extraño y activo, cuyo conocimiento hemos hecho ya, Mittler, después de haber recibido noticia de la desdicha que había estallado entre estos amigos, aunque ni una ni otra parte había invocado todavía su auxilio, estaba dispuesto a demostrar y a ejercer en este caso su amistad y habilidad. Pero le pareció conveniente retrasarlo primero algún tanto, pues harto bien sabía que, en desórdenes morales, es más difícil auxiliar a personas cultas que a personas incultas. Por eso, durante algún tiempo, los abandonó a sí mismos; sólo que, por último, no pudo resistir más y se apresuró a buscar a Eduardo, cuya pista había ya encontrado.

Su camino lo llevó a un valle agradable, por cuyas graciosas praderas, verdes y bien arboladas, ya serpenteaba dulcemente, ya mugía con ruido el abundante agua de un vivo riachuelo. Por las suaves vertientes se extendían fértiles campos y bien poblados vergeles de frutales. Las aldeas no estaban demasiado cerca unas de otras: el conjunto presentaba un apacible carácter, y sus diversas partes, aunque no sirvieran como modelo de pintor, parecían, sin embargo, excelentemente adecuadas para la vida.

Una bien cuidada casería, con una vivienda limpia y modesta rodeada de jardines, le saltó por fin a la vista. Supuso que allí estaría la actual residencia de Eduardo, y no se equivocó.

Sólo podemos decir de este solitario amigo que se abandonaba por completo, en silencio, al sentimiento de su pasión, concibiendo al hacerlo mil diversos planes y sustentando mil diversas esperanzas. No podía ocultarse que deseaba ver allí a Otilia, que deseaba llevarla allí, atraerla allí, y toda otra suerte de cosas lícitas e ilícitas que no se vedaba pensar. Luego, su imaginación oscilaba entre todas las posibilidades. Si no debía poseerla allí, si no debía poder poseerla legítimamente, quería adjudicarle la posesión de la finca. Allí debía vivir tranquilamente ella para sí misma, vivir independiente, debía ser feliz, y cuando una imaginación autoatormentadora lo llevaba aún más adelante, debía ser feliz acaso con otro.

Transcurrían así sus días en una eterna oscilación entre esperanzas y dolor, entre lágrimas y serenidad, entre proyectos, preparativos y desesperación. El ver a Mittler no le sorprendió. Hacía tiempo que esperaba su llegada, y así casi le resultó bien venido. Como lo creía enviado por Carlota, se había ya preparado para diversas disculpas y dilaciones, y después para proposiciones más decisivas; pero como también esperaba volver a saber algo de Otilia, Mittler le era tan grato como un mensajero celestial.

Por eso, Eduardo quedó enojado y de mal humor al enterarse de que Mittler no venía de allí, sino por su propio impulso. Cerróse su corazón, y al principio la conversación no quería animarse. Pero harto bien sabía Mittler que un ánimo ocupado por el amor siente la apremiante necesidad de manifestarlo, de declarar ante un amigo lo que pasa por él, y por eso, después de algunas preguntas y respuestas, consintió en salirse esta vez de su papel y hacer de confidente en vez de mediador.

Conforme a ello, como reprendiera de una amable manera a Eduardo a causa de su vida solitaria, replicó éste:

—¡Oh, no sabría cómo pasar el tiempo más agradablemente! Siempre estoy ocupándome de ella, siempre en su proximidad. Tengo la inestimable ventaja de poder figurarme dónde se encuentra Otilia, por dónde anda, dónde se detiene, en dónde descansa. La veo ante mí trabajando y actuando como de costumbre, gobernando la casa y dedicándose a algo; pero, a la verdad, siempre a aquello que a mí más me halaga. Mas no quedan ahí las cosas, pues ¿cómo podría ser feliz lejos de ella? Entonces trabaja mi fantasía buscando lo que debería hacer Otilia para acercarse a mí. Me escribo en su nombre cartas íntimas y dulces; le contesto y guardo juntos esos pliegos. He prometido no dar ningún paso hacia ella, y lo cumpliré. Pero ¿qué la liga para que no acuda a mí? ¿Acaso ha tenido Carlota la crueldad de exigirle promesa y juramento de no escribirme, de no darme noticias suyas? Es natural, es probable, y, sin embargo, lo encuentro inaudito, insoportable. Si me ama, como creo, como sé, ¿por qué no se decide, por qué no se atreve a huir y arrojarse en mis brazos? A veces pienso que debiera, que pudiera hacerlo. Cuando se mueve algo en la antesala, miro hacia la puerta. “¡Va a entrar!”, pienso, espero. ¡Ah! Y como lo posible es imposible, me imagino que lo imposible tiene que hacerse posible. Por la noche, cuando despierto, arroja la lámpara un incierto resplandor por mi alcoba, y entonces su figura, su espíritu, un presentimiento de su persona, debiera pasar como flotando, acercarse a mí, abrazarme sólo un momento, para que yo tuviera una especie de caución de que piensa en mí y es mía. Un solo placer me resta todavía. Cuando estaba a su lado no soñaba nunca con ella; pero ahora, a distancia, estamos juntos en sueños, y, cosa extraña, sólo desde que he conocido a otras personas amables, aquí, en la vecindad, es cuando su imagen se me aparece en sueños, como si quisiera decirme: “Mira a uno y otro lado; no encontrarás nada más bello y más amable que yo.” Y de este modo su imagen se mezcla a cada uno de mis sueños. Todo, lo que me sucedió con ella se confunde, revuelve y amontona. Ya firmamos un contrato: allí está su letra y la mía, su nombre y el mío: ambos se borran mutuamente, ambos se entrelazan. Tampoco son sin dolor estos deliciosos sueños de la fantasía. A veces hace algo que hiere el puro concepto que tengo de ella; sólo entonces siento cuánto la amo, al angustiarme más de cuanto se puede expresar. A veces me hostiga y me atormenta de un modo totalmente opuesto a su manera de ser; pero entonces se altera en seguida su imagen, alárgase su carita bella, redonda y celestial, es otra persona. Pero yo, sin embargo, me siento atormentado, descontento y desconcertado. No se sonría, querido Mittler, o sonríase si quiere. ¡Oh!, no me avergüenzo de esta adhesión, de este cariño necio y loco, si usted quiere. No; hasta ahora jamás había amado; ahora, por primera vez, experimento lo que eso quiere decir. Hasta ahora todo en mi vida era sólo preludio, sólo diversión, sólo pasatiempo, sólo pierdetiempo, hasta que la conocí, hasta que la amé, hasta que la amé total y verdaderamente. Se me ha reprochado, no cara a cara, pero sí por detrás, que yo no hago más que chafallar, que atrabancar la mayor parte de las cosas. Puede ser, pero todavía no había encontrado aquello en que puedo mostrarme como maestro. Quisiera ver al que me supere en el talento de amar. Cierto que está lleno de duelos, que es rico en dolores y lágrimas; pero lo encuentro tan natural, tan propio de mí, que difícilmente volveré jamás a abandonarlo.

Con estas vivas y cordiales manifestaciones habíase desahogado Eduardo, pero también, de repente, se le había presentado con claridad ante los ojos cada rasgo de su extraña situación, de modo que, vencido por el doloroso conflicto, rompió en un llanto que manó con tanta mayor abundancia cuanto que su corazón se había enternecido al comunicar aquellas cosas.

Mittler, que tanto menos podía negar su violento natural y su entendimiento inexorable, ya que por este doloroso arrebato de la pasión de Eduardo se veía arrastrado lejos del objeto de su viaje, expresó sincera y ásperamente su desaprobación. Eduardo, dijo, debiera cobrar ánimos, debiera considerar’ lo que exigía de él su dignidad varonil; no debiera olvidar que el hombre alcanza la honra más alta dominándose en la desgracia, soportando el dolor con ecuanimidad y decoro para ser altamente apreciado, venerado y presentado como modelo.

Excitado, penetrado de los sentimientos más penosos, tal como estaba Eduardo, estas palabras tenían que parecerle huecas y fútiles.

—Bien puede hablar así quien se siente feliz y descansado—exclamó Eduardo—; pero se avergonzaría si advirtiera cuán insoportables resultan sus palabras para el que está sufriendo. Debe haber una paciencia infinita; pero, en cambio, el inflexible dichoso no quiere reconocer que haya un dolor’ infinito. Hay casos —¡sí, los hay!— en que cada consuelo es una vileza, y en que es un deber la desesperación. Un ilustre griego, que también sabe describir héroes, en modo alguno se desdeña de dejar llorar a los suyos en dolorosos tormentos. Hasta lo dice el proverbio: “Los hombres ricos en lágrimas son buenos.” ¡Que me abandone todo el que tenga seco el corazón, secos los ojos! Maldigo a los felices para quienes el infeliz sólo debe servir de espectáculo. En la más cruel situación de tormento corporal y espiritual, todavía debe portarse noblemente para recibir su aprobación, y a fin de que aún le aplaudan aquéllos cuando expire, ha de perecer ante sus ojos con decoro, como un gladiador. Querido Mittler, le doy gracias por su visita, pero me demostraría gran cariño yendo a dar una vuelta por el jardín, por los alrededores. Volveremos a reunirnos. Procuraré estar más sereno y asemejarme más a usted.

Mittler prefirió moderarse a cortar un coloquio que no podía volver a reanudar tan fácilmente. También Eduardo estaba muy conforme en proseguir la conversación, esforzándose en dirigirla hacia el fin que él se había propuesto.

—Cierto —dijo Eduardo— que de nada sirve cavilar y discutir en pro y en contra; pero sólo con estos discursos lo he comprendido por primera vez, me he sentido por primera vez resuelto a lo que debía decidirme, a lo que estoy decidido ahora. Veo delante de mí mi vida presente y mi vida futura; no tengo más que optar entre la miseria y la dicha. Usted, bondadoso amigo, consígame un divorcio que es tan necesario, ya que se ha realizado; proporcióneme el consentimiento de Carlota. No quiero extenderme más explicando los motivos, porque creo que será posible alcanzarlo. Vaya allí, querido amigo; tranquilícenos a todos, háganos felices.

Mittler permaneció inmóvil. Prosiguió Eduardo:

—Mi suerte y la de Otilia no pueden ser separadas y no pereceremos. ¡Mire usted esta copa! Nuestras iniciales están grabadas en ella. En una alegre fiesta fue lanzada al aire; nadie debía volver a beber de ella; debía estrellarse contra el suelo pedregoso, pero fue cogida antes de caer. La he vuelto a comprar por un alto precio, y ahora bebo a diario en ella para convencerme de que son indestructibles todos aquellos lazos que el destino ha acordado.

—¡Ay de mí! —exclamó Mittler—. ¡Qué paciencia tengo que tener con mis amigos! Y ahora, además, tropiezo con la superstición, que aborrezco como lo más nocivo que puede aposentarse en los hombres. Jugamos con pronósticos, presentimientos y sueños, y de este modo concedemos importancia a las más vulgares circunstancias de la vida cotidiana. Pero cuando la vida misma resulta importante, cuando todo alrededor nuestro muge y se agita, entonces, por aquellos fantasmas, resulta todavía más terrible la tormenta.

—En esta incertidumbre de la vida —exclamó Eduardo—, entre esperanzas y temores, déjele usted al menesteroso corazón una especie de estrella polar hacia la cual pueda mirar, aunque no le sea dado dirigirse por ella.

—Bien lo consentiría —repuso Mittler— si en los que lo hacen fuera de esperar cierta consecuencia; pero siempre he encontrado que ningún hombre toma en cuenta los síntomas, que amonestan; la atención sólo se dirige hacia los que halagan y prometen, y sólo para ellos está viva la fe.

Como Mittler se veía conducido hasta oscuras regiones, donde siempre se sentía más contra su gusto cuanto más tiempo permanecía en ellas, aceptó algo de mejor gana, el apremiante deseo de Eduardo que le instaba para ir junto a Carlota. Pues, en suma, ¿qué podía aún oponer a Eduardo en aquel momento? Ganar tiempo para averiguar en qué situación se hallaban las mujeres: eso era lo único que le quedaba que hacer, según su manera de pensar.

Corrió junto a Carlota, a quien, como siempre, halló tranquila y serena. Le enteró gustosa de todo lo que había ocurrido, pues de los discursos de Eduardo sólo había podido deducir el efecto. Él, por su lado, abordó cautelosamente el asunto, pero no pudo lograr de sí que ni siquiera como de paso pronunciara la palabra divorcio. ¡Qué admirado, qué sorprendido, y, dada su manera de pensar, qué satisfecho quedó cuando Carlota dijo por fin, después de tantas cosas aflictivas!:

—Tengo que creer, tengo que esperar que todo volverá a arreglarse: que Eduardo volverá a acercarse a mí. ¿Cómo había de suceder de otro modo ya que me encuentra usted en estado interesante?

—¿La comprendo a usted bien? —interrumpió Mittler.

—Perfectamente.

—¡Mil veces sea bendita esa noticia! —exclamó Mittler juntando las manos—. Conozco la fuerza de ese argumento en un ánimo masculino. ¡Cuántos matrimonios he visto acelerados, decididos y restablecidos por eso! Tal estado interesante produce más efecto que mil palabras, ya que, a la verdad, es lo más interesante que podemos tener. Sin embargo —prosiguió—, en lo que a mí toca, tendría sobrado motivo para estar enojado. En este caso, bien lo veo: mi amor propio no tendrá ocasión de ser halagado. Mi situación con vosotros no puede ganar agradecimiento. Me ocurre como a aquel médico amigo mío que acertaba en todas las curas que por amor de Dios hacía a los pobres, pero que rara vez podía curar a un rico que quería pagárselo bien. Felizmente, aquí la cosa se remedia por sí misma, ya que hubiesen sido estériles mis esfuerzos y mis exhortaciones.

Carlota exigió de él entonces que comunicara la noticia a Eduardo, que llevara una carta suya y viera lo que se había de hacer, lo que se podía reparar. Él no quiso consentir en ello.

—Ya está todo hecho —exclamó—. Escriba usted. Cualquier mensajero es tan bueno como yo. Tengo que dirigir mis pasos hacia donde soy más necesario. Sólo volveré para felicitarles; vendré al bautizo.

Esta vez, como otras muchas, quedó Carlota descontenta de Mittler. Su manera viva de ser producía mucho bien; pero su precipitación era culpable de muchos fracasos. Nadie estaba más sujeto que él al influjo de momentáneas preocupaciones.

El mensajero de Carlota llegó a Eduardo, que lo recibió casi con sobresalto. La carta tanto podía traer un no como un sí. Durante largo rato no se atrevió a abrirla, y después de haber leído el papel, qué sobrecogido quedó, qué petrificado, con el siguiente pasaje con que terminaba:

“Acuérdate de aquellas horas nocturnas en las que aventureramente visitaste como enamorado a tu esposa, la atrajiste a ti de un modo irresistible, la estrechaste en tus brazos como a una amante, como a una novia. Veneremos en esta extraña casualidad una providencia del cielo que se ha cuidado de crear un nuevo lazo en nuestras relaciones en el momento en que la dicha de nuestra vida amenaza desmoronarse y desaparecer.”

Sería difícil describir lo que desde aquel momento pasó por el alma de Eduardo. En tales aprietos, acaban por volver a presentarse, para matar el tiempo y llenar la vida, las viejas costumbres, las viejas aficiones. La raza y la guerra son un socorro siempre dispuesto para el noble. Eduardo anhelaba algún peligro exterior para contrapesar el interior. Anhelaba la muerte, ya que la existencia amenazaba hacérsele insoportable; hasta era un consuelo para él el pensar que ya no existiría, y que por eso mismo podría hacer felices a su amada y a sus amigos. Nadie oponía ningún obstáculo a su voluntad, ya que mantenía secreta su decisión. Con todas las debidas formalidades redactó su testamento: era para él una dulce sensación poder dejarle la finca a Otilia. Carlota, el aún no nacido, el capitán, la servidumbre, no quedaban desatendidos. La guerra, que había vuelto a estallar, favorecía sus propósitos. Nimiedades militares le habían dado muchos enojos en su juventud; por eso había abandonado el servicio; ahora era para él una deliciosa sensación salir a campaña con un general del cual podía decirse: "Bajo su mando, la muerte es probable y la victoria segura.”

Otilia, después de serle también conocido el secreto de Carlota, sobrecogida como Eduardo, y más todavía, se encerró en sí misma. Ya no tenía nada que decir. No podía esperar y no debía esperar. Sin embargo, su diario, del cual nos proponemos comunicar algunas partes, nos permite lanzar una mirada a su interior.

Segunda parte

I

En la vida común nos ocurre con frecuencia lo que solemos alabar en la epopeya como artificio del poeta, a saber: que cuando las figuras principales se alejan, se ocultan, se abandonan a la inacción, al momento, un segundo, un tercer personaje, hasta entonces apenas observado, llena ya el hueco, y, mostrando toda su actividad nos parece igualmente digno de atención, de interés y hasta de alabanza y loor.

De este modo, inmediatamente después del alejamiento del capitán y de Eduardo, aquel arquitecto se fue mostrando cada día como más importante: dependían sólo de él la dirección y ejecución de muchos trabajos en los cuales probaba su exactitud, inteligencia y actividad: auxiliaba a la vez de diversos modos a las damas, y sabía entretenerlas en horas de quietud y aburrimiento. Ya su aspecto exterior era de la clase de los que inspiran confianza e infunden cariño. Un mancebo, en toda la expresión de la palabra, bien hecho, esbelto, acaso un poco demasiado alto, modesto sin ser tímido, familiar sin ser importuno. Encargóse gustoso de todo lo que exigía cuidados y molestias, y como tenía gran facilidad para llevar cuentas, bien pronto dejaron de tener secretos para él todos los asuntos de la casa, y por todas partes se extendía su benéfico influjo. Habitualmente se le encargaba de recibir a los forasteros, y sabía evitar una visita inesperada, o pollo menos preparar de tal modo a las señoras que no les resultara incomodidad alguna de ello.

Un día, entre otros, le dio mucho que hacer un joven abogado enviado por un noble de las cercanías para hablar de un asunto, cierto que no de gran importancia, pero que impresionó a Carlota muy íntimamente. Tenemos que recordar este episodio porque sirvió de impulso a diversas cosas que, sin él, acaso se habrían dejado descansar largo tiempo.

No hemos olvidado aquella transformación que había emprendido Carlota en el cementerio. Todos los monumentos habían sido trasladados de sitio y habían hallado colocación a lo largo del muro y del zócalo de la iglesia. El espacio libre había sido allanado. Salvo un ancho camino que llevaba a la iglesia y, rodeando ésta, a la puertecilla lateral, lo restante estaba sembrado de diversas variedades de trébol, que verdeaban y florecían del modo más bello. Según cierto orden adoptado, las nuevas sepulturas debían situarse comenzando desde el fin del camposanto, pero siempre había de volver a ser nivelado y sembrado su emplazamiento. Nadie podía negar que esta disposición ofrecía un sereno y digno aspecto al pasar a la iglesia los domingos y días de fiesta. Hasta el anciano eclesiástico, apegado a las costumbres antiguas, que al principio no había estado muy contento con el arreglo, disfrutaba mucho después, cuando, como Filemón, con su Baucis, se sentaba a descansar bajo los tilos a la puerta de atrás de la rectoral, y veía ante sí, en lugar de las desiguales sepulturas, un hermoso tapiz policromado, el cual, además, debía aprovechar al régimen de su casa, ya que Carlota había asegurado al curato el usufructo del terreno.

Pero, a pesar de ello, ya con anterioridad habían desaprobado varios feligreses que se hubieran suprimido las señales del lugar donde descansaban sus antepasados, extinguiendo, por decirlo así, su recuerdo, pues los bien conservados monumentos indicaban quién estaba enterrado, pero no dónde estaba enterrado, y el dónde era propiamente lo más esencial, según muchos afirmaban.

De esta misma opinión era una familia vecina, que desde hacía bastantes años se había hecho reservar un sitio en este común lugai' de descanso, y que, a cambio de ello, había hecho una pequeña fundación en favor de la iglesia. Ahora había sido enviado el joven abogado para anular la fundación y notificar que no se seguiría pagando, ya que la condición bajo la cual se había verificado hasta entonces había sido quebrantada por una de las partes, haciendo caso omiso de exhortaciones y razonamientos. Carlota, primera autora de esta alteración, quiso hablar personalmente con el joven, quien, cierto que con viveza, pero no inconsideradamente, expuso sus razones y las de su cliente, dando bastante que pensar a la reunión.

—Usted ve —dijo después de una breve introducción, en la cual supo justificar su insistencia—, usted ve que tanto los más bajos como los más altos tienen interés en señalar el lugar que guarda a los suyos. El más miserable labrador que entierra a un niño encuentra como una especie de consuelo en colocar una frágil cruz de madera sobre la sepultura, en adornarla con una corona, para, por lo menos, conservar el recuerdo mientras subsista el dolor, a pesar de que tanto la señal como la aflicción misma sean suprimidas por el tiempo. La gente bien acomodada pone, en vez de estas cruces, cruces de hierro; las afirma y protege de diversas maneras, y ya esto les da duración para bastantes años. Sin embargo, como también éstas acaban por hundirse y hacerse invisibles, los ricos no dan a cosa alguna más importancia que a erigir una piedra, que promete durar para varias generaciones, y que puede ser renovada y reparada por los descendientes. Pero no es esta piedra lo que nos atrae, sino lo contenido bajo ella, lo confiado a la tierra. No se trata tanto de la memoria como de la persona misma; no del recuerdo, sino de la presencia. A un muerto querido le abrazo mucho mejor y más íntimamente en la tumba que en el monumento, pues éste, en sí mismo, es muy poca cosa; pero en torno a aquélla, como alrededor de un hito, deben reunirse aún, hasta después de su propia muerte, esposos, parientes y amigos, y el sobreviviente debe conservar el derecho de rechazar y alejar del lado de sus queridos difuntos a extraños y malévolos. Por eso opino que mi representado tiene pleno derecho para retirar su fundación, y aun en esto se muestra harto mesurado, pues los miembros de la familia han sido heridos en una forma para la cual no puede pensarse compensación posible. Se ven privados del dulce y doloroso sentimiento de aportar una ofrenda mortuoria a

sus personas queridas, y de la consoladora esperanza de descansar algún día a su lado.

—La cosa no es de tanta importancia —repuso Carlota— para que por ella deba someterse uno a las intranquilidades de un pleito. Tan lejos estoy de arrepentirme de mi disposición, que con gusto indemnizaré a la iglesia de lo que con esto pierde. Sólo debo confesarle con sinceridad que sus argumentos no me han convencido. El puro sentimiento de una definitiva igualdad general, por lo menos después de la muerte, me parece más tranquilizador que esta tenaz y terca continuación de nuestras personalidades, afectos y relaciones sociales. ¿Qué dice usted a esto? —añadió, dirigiendo su pregunta al arquitecto.

—En tal asunto —repuso éste— no querría discutir ni dar sentencia. Permítame usted que exponga modestamente lo que toca más de cerca a mi arte y a mi manera de pensar. Desde que ya no tenemos la felicidad de estrechar contra nuestro pecho los restos de un objeto amado encerrado en una urna, ya que no somos lo bastante ricos y serenos para conservarlos en toda su integridad en grandes y bien adornados sarcófagos, hasta ya que ni siquiera encontramos en las iglesias sitio suficiente para nosotros y los nuestros, sino que somos relegados fuera, al aire libre, tenemos sobrado motivo para aprobar la manera que usted, señora, ha introducido. Si los miembros de una parroquia yacen en filas uno junto a otro, reposan cerca y en medio de los suyos, y ya que la tierra ha de recibirnos una vez, nada encuentro más natural y más puro como que sin dilación -se igualen las eminencias formadas casualmente, y que se van hundiendo poco a poco, y que de este modo se haga más ligera para cada uno la cubierta, por soportarla entre todos.

—¿Y ha de ocurrir todo eso sin ninguna señal conmemorativa, sin nada que ayude al recuerdo? —repuso Otilia.

—En modo alguno —prosiguió el arquitecto—. No debe renunciarse al recuerdo, sino sólo al lugar. El arquitecto, el escultor, tienen sumo interés en que el hombre espere de ellos, de su arte, de su mano, una perpetuación de su existencia; y por eso desearía yo monumentos bien ideados y ejecutados, no aislados y

diseminados al azar, sino erigidos en un lugar donde pudieran prometerse larga duración. Ya que hasta las personas piadosas y las elevadas renuncian al privilegio de que repose su persona en las iglesias, colóquense allí por lo menos, o en bellas galerías en torno a los lugares de enterramiento, monumentos e inscripciones de conmemoración.

—Si tan ricos son los artistas —repuso Carlota—, dígame: ¿cómo no pueden salirse nunca de la forma de un mezquino obelisco, de upa columna truncada y de una urna cineraria? En vez de los mil inventos que usted celebra, no he visto nunca sino mil repeticiones.

—Puede ser eso así entre nosotros —respondió el arquitecto—, pero no en todas partes. Y además parece ocurrir con la invención y su aplicación adecuada una cosa particular. Especialmente en este caso ofrece mucha dificultad dar apacibilidad a un objeto severo, y tratándose de algo desagradable, no incurrir también en lo desagradable. En lo que se refiere a proyectos para toda suerte de monumentos he coleccionado muchos, y los muestro cuando llega la ocasión; sin embargo, su propia imagen sigue siendo siempre el más bello monumento para el hombre. Ésta, mejor que cualquier otra cosa, da idea de lo que él era; es el mejor texto para muchas o pocas notas: sólo que debiera estar hecha en lo mejor de su edad, cosa que se omite habitualmente. Nadie piensa en conservar las formas vivas, y cuando se realiza, se realiza de un modo deficiente. Rápidamente se hace un vaciado del muerto; tal mascarilla se coloca sobre un bloque, y a eso se le llama un busto. ¡Qué raro es que el artista sea capaz de volver a animarla plenamente!

—Quizá sin saberlo ni quererlo —repuso Carlota—, ha dirigido usted esta conversación en un sentido que me es del todo favorable. La imagen de un hombre creo que es cosa de un valor absoluto; en cualquier sitio en que se alce, existe por sí misma, y no exigiremos de ella que designe el propio lugar de la sepultura. Pero si he de confesarle una singular sensación, le diré que hasta contra las imágenes siento una especie de repugnancia, pues siempre me parece que hacen un callado reproche: se refieren a algo alejado que ya no existe, y me recuerdan lo difícil que es honrar como es debido lo presente. Si pensamos en cuantos hombres hemos visto y conocido, y reconocemos lo poco que hemos sido para ellos y lo poco que han sido para nosotros, ¿qué sentimos entonces? Hemos encontrado al ingenioso sin conversar con él, al sabio sin aprender de él, al viajero sin instruirnos en lo que ha visto, al afectuoso sin manifestarle nada agradable. Y, por desgracia, no sólo con los pasajeros sucede esto así. Las sociedades y las familias se portan de este modo con sus miembros más queridos; las ciudades, con sus más dignos vecinos; los pueblos, con sus más excelentes príncipes; las naciones, con sus hombres más eminentes. He oído preguntar por qué se habla bien de los muertos sin recelo alguno y de los vivos siempre con cierta reserva. Fue contestado: porque de aquéllos no tenemos nada que temer, y éstos todavía pueden atravesarse en nuestro camino. ¡Tan impura es la solicitud por la memoria de los otros! No suele ser, en general, más que una diversión egoísta, cuando, por el contrario, sería una santa y grave ocupación mantener siempre vivas y eficaces nuestras relaciones con los que aún están con vida.

II

Animados por el incidente y las conversaciones relacionadas con él, se dirigieron al otro día al cementerio, para cuya decoración y embellecimiento hizo varias felices proposiciones el arquitecto. Sólo que sus cuidados habían de extenderse también a la iglesia, edificio que ya desde el comienzo había atraído su atención.

Esta iglesia había sido erigida hacía varios siglos en el estilo y arte alemanes, construida con buenas dimensiones y adornada de una feliz manera. Bien se podía deducir que el maestro edificador de un convento vecino habíase ejercitado también, con inteligencia y cariño, en este edificio más pequeño, y todavía seguía produciendo una impresión severa y agradable en el espectador, aunque la nueva disposición interior para el culto protestante le había quitado algo de su calma y majestad.

Al arquitecto no le fue difícil conseguir de Carlota una módica suma con la que proyectaba restaurar, en sentido antiguo, tanto lo exterior como lo interior, y ponerlo en armonía con el camposanto que se tendía ante ella. Él mismo tenía mucha habilidad, y se tuvo gusto en retener a algunos obreros, que aún estaban ocupados en la construcción de la casa, todo el tiempo necesario hasta que también esta piadosa obra fuera terminada.

Estábase ahora en el caso de examinar el edificio mismo con todos sus anejos y dependencias; y entonces, con gran sorpresa y placer del arquitecto, mostróse una poco conocida capilla lateral de proporciones aún más ingeniosas y ligeras, con adornos todavía más agradables y mejor trabajados. Al propio tiempo contenía diversos restos tallados y pintados de aquel más antiguo culto que sabía distinguir las diferentes festividades con toda suerte de imágenes y ornamentos, y solemnizar cada una a su manera.

El arquitecto no pudo dejar de hacer que entrase en seguida la capilla en sus planes, y de restaurar especialmente este estrecho recinto como monumento de edades pretéritas y de su arte. Ya imaginaba decorados a su gusto los espaciosos vacíos y se alegraba de poder ejercitar en tal empresa su talento pictórico; sólo que al principio lo tuvo secreto para sus compañeras de casa.

Antes que nada, y según lo había prometido, mostró a las señoras diversas reproducciones y bosquejos de viejos monumentos sepulcrales, vasos y otros objetos semejantes, y cuando en la conversación se vino a hablar de los sencillos túmulos de los pueblos del Norte, mostró su colección de toda suerte de armas y utensilios que habían sido encontrados en ellos. Conservaba todo, de manera muy pulcra y transportable, en cajones y compartimientos sobre tableros recortados y cubiertos de paño, de modo que, al ser así tratados, estos objetos antiguos y graves tomaban un aire de coquetería y se les contemplaba con el mismo placer que las cajas de un marchante de modas. Y ya que había comenzado a mostrar' cosas, ya que la soledad exigía un entretenimiento, tomó la costumbre de descubrir cada noche una parte de sus tesoros. En su mayor parte eran de origen alemán: brácteas, monedas, sellos y todo lo que suele relacionarse con ello. Todas estas cosas encaminaban la imaginación hacia tiempos antiguos, y como, por último, ornara aquel entretenimiento con primitivos productos de la imprenta, grabados en madera y de los más antiguos en cobre, y como también la iglesia, conforme a aquel sentido, pareciera crecer de día en día hacia el pasado en color y otros ornamentos, casi tenía uno que preguntarse si se vivía realmente en los más modernos tiempos, si era un sueño el haberse demorado entre muy otras usanzas, costumbres, modos de vivir y convicciones.

Con tal preparación, causó el mejor efecto una gran cartera que acabó por mostrar. Verdad que, en general, sólo contenía figuras en bosquejo; pero por haber sido calcadas sobre los mismos cuadros, habían conservado plenamente su carácter antiguo, y ¡qué atractivo les encontraban las espectadoras! En todas las figuras sólo se manifestaba la más pura existencia; a todas había que declararlas, si no nobles, por lo menos buenas. En todos los rostros, en todos los ademanes se expresaba serena meditación, anhelante reconocimiento de un ser más digno que nosotros, silencioso rendimiento en amor y esperanza. El anciano de cabeza calva, el niño de rizos abundantes, el animoso mancebo, el hombre grave, el glorioso santo, el ángel suspendido en los aires, todos parecían dichosos en un inocente contento, en una piadosa expectación. Lo más vulgar que allí pudiera ocurrir tenía un rasgo de vida celestial, y un acto de servicio divino parecía plenamente acomodado a la naturaleza de cada uno.

Hacia tal región miran la mayor parte de los hombres como hacia un desaparecido siglo de oro, como hacia un paraíso perdido. Acaso solamente Otilia estaba en el caso de sentirse allí entre sus semejantes.

¿Quién hubiera podido resistirse cuando el arquitecto se ofreció para pintar los espacios entre las ojivas de la capilla, según el tipo de aquellos modelos, y de este modo establecer firmemente su recuerdo en un lugar donde le había ido tan bien? Se expresó con cierta melancolía acerca de ello, pues dada la situación de las cosas, bien podía comprender que su residencia en sociedad tan perfecta no podía durar siempre, hasta quizá tuviera que ser interrumpida pronto.

Por lo demás, si bien es verdad que aquellos días eran ricos en acontecimientos, estaban, sin embargo, llenos de motivos para serias conversaciones. Por eso aprovechamos esta ocasión para comunicar algo de lo que Otilia había anotado acerca de ellas en sus cuadernos, para lo cual no encontramos transición más adecuada que una comparación que se nos ocurre al considerar sus amables hojas.

Hemos oído hablar de una especial disposición de la marina inglesa. Toda la jarcia de la armada real, desde la más fuerte a la más débil, está tejida de modo que un hilo rojo pasa por la totalidad, el cual no puede ser sacado sin deshacerlo todo, y de este modo son reconocidos los más pequeños trozos de cuerda que pertenecen a la corona.

Igualmente, por el diario de Otilia pasa un hilo de cariño y abnegación que lo enlaza todo y caracteriza el conjunto. Por ello, estas observaciones, reflexiones, máximas comentadas y todo lo demás que aquí pueda hallarse llegan a ser muy peculiares de quien las escribió y de significación para su carácter. Cada aislado pasaje, elegido y comunicado por nosotros, da el más decidido testimonio de ello.


DEL DIARIO DE OTILIA

“Descansar algún día al lado de los que ama es la idea más agradable que puede tener el hombre si alguna vez dirige su pensamiento más allá de la vida.

”“¡Reunirse con los suyos” es una expresión tan conmovedora!

”Hay diversas suertes de recuerdos y señales que nos llevan más cerca de los ausentes y fallecidos. Ninguno tiene la significación del retrato. Conversar con un retrato amado, aunque no esté parecido, nos encanta, lo mismo que a veces nos encanta disputar con un amigo. De una manera grata se siente ser dos personas distintas y que, sin embargo, no pueden separarse.

”Se conversa a veces con una persona presente como con un retrato. No necesita hablar, no necesita mirarnos ni ocuparse de nosotros: la vemos, sentimos nuestra relación con ella; si hasta puede crecer nuestra relación con ella sin que haga ella nada por lograrlo, sin que siquiera advierta que nos portamos sencillamente con ella como con un retrato.

”Nunca se está contento con el retrato de personas que se conocen. Por eso he compadecido siempre a los retratistas. Muy rara vez se pide a la gente un imposible, y justamente a éstos se les exige. Deben hacer entrar en el cuadro las relaciones de cada cual con el retratado, su cariño, su antipatía; no sólo deben representar a un hombre tal como ellos lo conciben, sino tal como cada uno de los otros lo concebiría. No me maravilla que poco a poco tales artistas se vayan haciendo obstinados, indiferentes y caprichosos. La cosa no tendría importancia si, precisamente por ello, no tuviéramos que carecer de las imágenes de tantos seres amados y queridos.

”Es cierto que la colección del arquitecto, esas armas y antiguos utensilios que, junto con los cuerpos, estaban cubiertos por altos montones de tierra y trozos de roca, nos demuestran qué inútiles son las precauciones de los hombres para conservar su personalidad después de la muerte; ¡y así somos de contradictorias! El arquitecto confiesa haber abierto en persona algunos de tales túmulos de los antepasados, y, sin embargo, prosigue ocupándose de monumentos para la posteridad.

”Pero ¿por qué ha de tomarse la cosa con tanto rigor? Todo lo que hacemos, ¿está acaso hecho para la eternidad? ¿No nos vestimos por la mañana para volver a desvestirnos por la noche? ¿No nos ponemos en viaje para volver? ¿Y por qué no deberíamos desear el descanso al lado de los nuestros, aunque sólo fuera por un siglo?

”Cuando se ven tantas piedras sepulcrales hundidas en tierra, gastadas por las pisadas de los visitantes de la iglesia y las propias iglesias derrumbadas sobre sus piedras sepulcrales, siempre puede parecemos la vida después de la muerte como una segunda vida, en la que se penetra por medio de una imagen, de una inscripción, y en la que se permanece más tiempo que en la propia vida viviente. Pero también esta imagen, esta segunda existencia, se extingue más temprano o más tarde. Lo mismo que sobre los hombres, así también sobre los monumentos no deja el tiempo arrebatarse sus derechos.”

III

Es una sensación tan agradable ocuparse de algo que sólo se conoce a medias, que nadie debería reprender al aficionado por entregarse a un arte que no aprenderá nunca, ni tampoco debería ser lícito censurar al artista cuando, saliendo de los límites de su arte, encuentra placer en pasearse por un campo vecino.

Con esta justa disposición de ánimo consideramos los preparativos del arquitecto para pintar la capilla. Estaban preparados los colores, tomadas las medidas, dibujados los cartones; había renunciado a toda pretensión creadora; se atenía a sus bosquejos: repartir hábilmente las figuras sentadas y volantes, adornar con ellas, con gusto irreprochable, el espacio, era un solo cuidado.

El andamio estaba alzado; adelantaba el trabajo, y como ya había sido logrado algo que saltaba a los ojos, no podía serle desagradable que Carlota lo visitara con Otilia. Los rostros de los ángeles, llenos de vida; sus brillantes vestiduras sobre el fondo azul del cielo, alegraban la vista, mientras que su carácter sereno y piadoso invitaba el ánimo al recogimiento y producía un muy tierno efecto.

Las señoras habían subido al andamio junto a él, y, apenas había observado Otilia el modo acompasado, fácil y cómodo con que se realizaba todo, cuando de repente pareció desenvolverse en ella lo recibido en lecciones anteriores, cogió color y pincel, según la recibida enseñanza, borroneó una plegada vestidura con tanta limpieza como habilidad.

Carlota, que veía con gusto que Otilia se ocupara y distrajera de algún modo, dejó a los dos y se fue para entregarse a su propios pensamientos, para proseguir sin descanso en cavilaciones y cuidados que a nadie podía comunicar.

Si las gentes ordinarias, llevadas por las vulgares perplejidades de cada día a una conducta apasionada y miedosa, nos fuerzan a sonreír compasivamente, por el contrario, consideramos con respeto un ánimo en el que ha sido sembrada la simiente de un gran destino, que tiene que aguardar el desarrollo de esa concepción, y no debe ni puede acelerar lo bueno ni lo malo, lo infeliz ni lo desgraciado que ha de resultar de ello.

Por medio del mensajero que Carlota le había enviado a su soledad, Eduardo había respondido de una manera amable y mostrando interés, pero más bien en un tono reservado y grave que íntimo y afectuoso. Poco después había desaparecido Eduardo, y su esposa no pudo obtener ninguna noticia suya, hasta que, por último, halló casualmente su nombre en las Gacetas donde era citado con distinción entre aquellos que se habían hecho notar en un importante episodio bélico. Supo entonces el camino que había tomado; comprendió que había escapado a grandes peligros; pero al mismo tiempo se convenció de que los buscaría todavía mayores, y harto fácilmente podía deducirse de ello que, en todos sentidos, sería difícil retenerlo ante lo más extremo. Para sí sola llevaba sin cesar tales cuidados en su pensamiento, y miráralos por donde quisiera, bajo ningún aspecto podía encontrar tranquilidad.

Otilia, no sospechando nada de todo esto, había mientras tanto concebido gran inclinación hacia aquel trabajo y fácilmente había recibido de Carlota permiso para poder continuarlo con regularidad. Todo avanzaba entonces con rapidez, y el cielo azul estuvo pronto poblado de dignos habitantes. Otilia y el arquitecto, mediante un ejercicio continuado, adquirieron más soltura en las últimas figuras, y éstas llegaron a ser sensiblemente mejores. También los rostros, cuya pintura había sido reservada sólo al arquitecto, fueron poco a poco mostrando una propiedad muy singular: comenzaron todos a parecerse a Otilia. La vecindad de la hermosa niña tenía que producir tan viva impresión en el alma del muchacho, que aún no tenía modelo preconcebido de fisonomía natural o artística, que, gradualmente, fue no perdiéndose cosa alguna en el camino de la vista a la mano, hasta que por último una y otra trabajaron completamente acordes. En una palabra: uno de los últimos semblantes le resultó tan perfecto, que no parecía sino que Otilia misma mirase hacia la tierra desde los espacios celestes.

Habíase acabado con la cúpula; estaba proyectado dejar los muros desnudos, sólo cubiertos de un color pardo claro; las delicadas columnas y los artísticos ornamentos escultóricos debían destacarse por otro más oscuro. Pero como en tales cosas la una lleva siempre a la otra, decidieron poner, además, guirnaldas de flores y de frutas, que, por decirlo así, debían enlazar cielo y tierra. Otilia estaba ahora en su elemento. Los jardines suministraban los más bellos modelos, y aunque las guirnaldas fueron trazadas con gran riqueza, sin embargo, se acabaron más pronto de lo que se había pensado.

Pero aún presentaba todo un aspecto desamparado y rudo. Los andamios estaban amontonados de cualquier modo; las tablas, echadas unas sobre otras; el desigual pavimento había quedado aún más deslucido por diversos colores que habían caído sobre él. El arquitecto rogó entonces que las señoras le concedieran ocho días de plazo, y que hasta entonces no entraran en la capilla. Por fin, una bella tarde les suplicó que fueran allí ambas; pero deseaba no tener que acompañarlas, y se despidió en el acto.

—Cualquiera que sea la sorpresa que nos haya destinado —dijo Carlota cuando él hubo salido—, no tengo por el momento deseos de bajar hasta allí. Bien puedes encargarte de ir tú sola y traerme noticias. De fijo que habrá ejecutado algo agradable. Disfrutaré primero de ello con tu descripción, y después tendré el gusto de verlo en la realidad.

Otilia, que sabía bien que Carlota tenía cuidado con muchas cosas, evitaba toda emoción, y sobre todo no quería ser sorprendida: púsose en el acto sola en camino, involuntariamente buscaba con la vista al arquitecto, que, sin embargo, no aparecía por ninguna parte y acaso se había ocultado. Entró en la iglesia, que encontró abierta. Ya desde antes había quedado ésta acabada, limpia y consagrada. Se acercó a la puerta de la capilla, tan pesada con sus guarniciones de bronce, pero se abrió fácilmente ante ella y la sorprendió con un inesperado espectáculo en un lugar conocido.

Desde la única ventana alta caía una luz solemne y policroma, pues estaba cubierta de vidrios de colores graciosamente combinados. De ello recibía un tono extraño el conjunto, y predisponía para un singular estado de ánimo. La belleza de la bóveda y las paredes era realzada por la decoración del suelo, que se componía de ladrillos de una forma especial, combinados según un bello modelo y unidos por una capa de yeso. Tanto éstos como los cristales de colores, habíalos encargado secretamente el arquitecto, y así pudo colocarlo todo en poco tiempo. También había cuidado de disponer asientos. Entre aquellas antigüedades eclesiásticas habíanse encontrado algunas sillas de coro bellamente talladas, que ahora se alzaban todo alrededor convenientemente colocadas a lo largo de las paredes.

Otilia disfrutó de lo conocido que se le presentaba como parte de un desconocido conjunto. Estaba inmóvil, iba de un lado a otro, miraba y remiraba; por fin se sentó en una de las sillas, y, mirando hacia lo alto y en torno suyo le pareció como si existiera y no existiera, como si sintiera y no sintiera, como si todo aquello debiera desaparecer ante ella y ella ante sí misma; y sólo cuando el sol abandonó la ventanilla, hasta entonces iluminada tan vivamente, salió de su ensueño Otilia y se apresuró a volver hacia el castillo.

No se ocultó a sí misma en qué extraña época había cuajado esta sorpresa. Era la tarde anterior el cumpleaños de Eduardo. Cierto que había esperado celebrarlo de muy otra manera; ¡qué adornado había de estar todo para tal fiesta! Pero, en cambio, ahora alzábase toda la otoñal riqueza de flores y quedaba sin coger. Estos girasoles aún seguían volviendo su rostro hacia el cielo; estos ámelos aún seguían mirando modestamente ante sí, y de todo ello, lo que en todo caso había sido tejido en guirnaldas, había servido de modelo para decorar un lugar que, si no había de quedar como una pura fantasía de artista, si había de ser utilizado para algo, sólo parecía propio para un enterramiento en común.

Tenía que recordar al mismo tiempo la ruidosa actividad con que Eduardo había celebrado su cumpleaños; tenía que pensar en la casa nuevamente erigida bajo cuyo techo se habían prometido todos tantas cosas gratas. Hasta los fuegos artificiales zumbaban nuevamente ante su vista, oído e imaginación, con tanta mayor fuerza cuanto más solitaria estaba; pero también por esto se encontraba todavía más sola. Ya no se apoyaba en el brazo de Eduardo, y no tenía esperanza alguna de volver a encontrar jamás un amparo en él.


DEL DIARIO DE OTILIA

“Tengo que anotar una observación del joven artista: lo mismo que en el artesano, puede también observarse del modo más patente en el artista plástico que aquello de que menos le es dado apoderarse al hombre, es de lo que le pertenece como cosa más propia. Le abandonan sus obras, lo mismo que los pájaros el nido en que han sido empollados.

”En esto tiene el constructor, ante todo, la suerte más extraña. ¡Cuántas veces emplea todo su espíritu, todo su cariño en producir recintos de los cuales tiene que excluirse a sí mismo! Los salones reales le deben una suntuosidad en cuyo máximo disfrute no participa. En los templos, traza una frontera entre él mismo y el santuario; no le es lícito volver a pisar los escalones que estableció para una solemnidad que eleva el corazón, lo mismo que el orífice sólo de lejos adora la custodia, cuyo esmalte y cuyas piedras preciosas ha combinado y dispuesto. Con la llave del palacio, entrega el arquitecto al rico toda su comodidad y bienestar, sin participar él en la menor cosa. ¿No tiene, de esta manera, que alejarse poco a poco el arte del artista, si la obra, como un hijo ya colocado, no recobra más a su padre? Y ¡cuánto no se fomentaría el arte a sí mismo, cuando estaba destinado a ocuparse casi exclusivamente do trabajos públicos, de lo que pertenecía a todos y, por lo tanto, también al artista!

”Hay una idea de los antiguos pueblos que es grave y puede parecer espantosa. Se imaginaban a sus antepasados sentados en tronos, todo alrededor de grandes cavernas, sumidos en silenciosa conversación. Si el que entraba de nuevo era bastante digno para ello, se levantaban y se inclinaban en un saludo de bienvenida. Ayer, cuando estaba sentada en la capilla y ante mi tallada silla veía, además, varias otras puestas alrededor, aquella idea me pareció sumamente amable y graciosa. ¿Por qué no has de quedarte aquí sentada —pensé para mí—, silenciosa y ensimismada durante mucho, mucho tiempo, hasta que por fin vengan los amigos, ante quienes te levantarás y les indicarás un asiento con una amable inclinación? Los cristales de colores hacen del día un grave crepúsculo, y alguien tendría que alzar una lámpara perpetua para que tampoco la noche quedara por completo en tinieblas.

”Coloqúese uno como quiera, siempre se le imagina que ve. Yo creo que el hombre sólo sueña para no cesar de ver. Bien pudiera ser que la luz interior brotara alguna vez de nosotros, de modo que ya no tuviéramos necesidad de otra ninguna.

”El año se va extinguiendo. El viento pasa sobre los rastrojos y no encuentra nada que mover; sólo las bayas Tojas de aquellos esbeltos árboles nos parecen querer recordar aún algo alegre, lo mismo que los acompasados golpes del trillador evocan en nosotros el pensamiento de que en la segada espiga yacen ocultos el sustento y la vida.”

IV

Después de tales acontecimientos, penetrada por este sentimiento de caducidad fugativa, ¡qué extrañamente tenía que ser herida Otilia por la noticia, que no pudo permanecer oculta más tiempo para ella, de que Eduardo se había abandonado a la mudable fortuna de guerra! Por desdicha, no dejó de presentársele ninguna de las reflexiones que tenía con ello motivo para hacer. Felizmente, el hombre no puede sentir más que cierto grado de desgracia; lo que excede a éste le aniquila o le deja indiferente. Hay situaciones en las que llegan a ser lo mismo temor y esperanza, se compensan mutuamente y se pierden en una oscura insensibilidad. ¿Cómo podríamos, si no, saber en peligro inminente a las personas más queridas, que están apartadas de nosotros, y, sin embargo, proseguir siempre de igual modo nuestra acostumbrada vida diaria?

Fue, por eso, como si un buen espíritu hubiera cuidado de Otilia al introducir de repente en aquella calma, en la que parecía hundirse solitaria y ociosa, un bravo ejército que al darle bastante que hacer en lo exterior y sacarla fuera de sí misma, excitaba a la vez en ella el sentimiento de su propia fuerza.

La hija de Carlota, Luciana, apenas había pasado de la pensión al gran mundo, apenas se había visto rodeada de una numerosa sociedad en casa de su tía, cuando su deseo de agradar produjo realmente agrado, y un hombre joven y muy rico sintió muy pronto un violento afán de poseerla. Su fortuna considerable le daba derecho para llamar suyo lo mejor de cada especie, y no le parecía que le faltaba otra cosa sino una mujer perfecta, para, como por lo restante, ser envidiado por el mundo a causa de ella.

A esta cuestión de familia, que daba entonces mucho que hacer a Carlota, era a lo que consagraba todas sus reflexiones, toda su correspondencia, en cuanto no estaba dirigida ésta a recibir noticias más precisas de Eduardo; también por ello había estado Otilia más sola que antes en los últimos tiempos. Cierto que ésta sabía la llegada de Luciana; había hecho en la casa los preparativos más necesarios; pero no se imaginaban como tan próxima la visita. Querían primero escribir, ponerse de acuerdo, fijar los detalles, cuando de repente la tempestad estalló sobre el castillo y sobre Otilia.

Llegaron camareras y lacayos, carruajes con cofres y cajas; creíase tener ya alojadas en casa dos o tres familias principales, pero sólo entonces aparecieron los propios huéspedes: la tía abuela con Luciana y algunas amigas; el novio, que tampoco venía sin compañía. El zaguán estaba lleno de bultos, portamantas y otras maletas de cuero. Con gran trabajo fueron repartidos entre sus dueños los numerosos sacos de mano y estuches. El desembalaje y acarreo de equipajes no tenía fin. Entretanto llovía con violencia, de lo que se originaron numerosas incomodidades. Afrontó Otilia esta tumultuosa agitación con impasible actividad; hasta mostró con el más bello esplendor su serena destreza, pues en corto tiempo tuvo recogido y ordenado todo. Cada cual estaba en su alojamiento, acomodado a su manera, y creía estar bien servido, ya que no se le impedía que se sirviera a sí mismo.

Todos hubieran querido, entonces, gozar de algún descanso, después de un viaje altamente fatigoso; el novio hubiera deseado aproximarse a su suegra para aseverarle su afecto, su buena voluntad; pero Luciana no podía encontrar reposo. Al fin había alcanzado la felicidad de que le fuera permitido subirse a un caballo. El novio tenía bellos caballos, y en el acto había que montarlos. Mal tiempo y viento, lluvia y tempestad no eran tenidos en cuenta; era como si sólo se viviera para mojarse y volver a secarse después. Si se le ocurría salir a pie, no se preguntaba qué vestido llevaba ni cómo iba calzada; tenía que examinar los trabajos del parque, de los que tanto había oído hablar. Lo que no podía verse a caballo lo recorría a toda prisa a pie. Pronto lo había visto y sentenciado todo. Con la rapidez de su carácter, no era fácil contradecirla. La sociedad tenía bastante que sufrir, pero más que nadie las doncellas, que nunca podían ver terminada su labor de lavar, planchar, descoser y coser.

Apenas había agotado la casa y las inmediaciones, cuando se sintió obligada a hacer visitas por toda la vecindad del contorno. Como se iba muy de prisa a caballo y en coche, la vecindad se extendía hasta bastante lejos. El castillo fue inundado por los que venían a pagar las visitas, y, para que no dejaran de encontrarlos en casa, pronto fueron establecidos días de reunión.

Mientras Carlota, con la tía y el apoderado del novio, se afanaba por establecer las condiciones internas del contrato matrimonial, y Otilia, con sus subordinados, sabía cuidar de que no pudiera carecerse de nada a pesar del gran concurso de gentes, para lo cual cazadores y jardineros, pescadores y tenderos eran puestos en movimiento. Luciana mostrábase siempre como un ardiente núcleo de cometa que arrastra tras sí una larga cola. Pronto le parecieron totalmente insulsos los acostumbrados entretenimientos de las visitas. Apenas concedía a las personas mayores un descanso en la mesa de juego; quien conservara todavía alguna movilidad —¿y quién no había de dejar ser puesto en movimiento por sus encantadoras importunidades?—tenía que tomar parte, si no en el baile, por lo menos en los animados juegos de prendas, de castigo y sorpresa. Y aunque todo ello igual que después el rescate de las prendas, estaba calculado para que resaltara ella misma, sin embargo, nadie, sobre todo ningún hombre, fuera de la condición que quisiera, se iba de la parte contraria con las manos totalmente vacías; hasta logró conquistar por completo a varias importantes personas de edad, averiguando con astucia que sus cumpleaños y santos caían justamente en aquellos días, y celebrándolos expresamente. Para ello le fue muy útil una muy singular habilidad, por la cual, al verse favorecidos todos, cada uno se consideraba el más favorecido: flaqueza de la que hasta el más anciano de la reunión se hacía culpable de la manera más ostensible.

Si su plan parecía ser cautivar- a los hombres que representaban algo, que tenían a su favor rango, consideración, celebridad u otra cosa importante, abochornar a la sabiduría y la cordura y adquirir para su ser, bravío y caprichoso, hasta el favor de los circunspectos, sin embargo, la juventud no perdía nada con ello: cada cual tenía su parte, su día, su hora, en la que sabía seducirlo y encadenarlo. Así, ya muy pronto había echado la vista sobre el arquitecto, que, sin embargo, con su negro y rizado pelo, parecía tan despreocupado, que se mantenía apartado tan natural y tranquilamente, contestando a todas las preguntas con brevedad y saber, pero sin parecer inclinado a meterse en nada más. Por fin ella, cierta vez, medio por enojo, medio por malicia, decidió hacerlo el héroe del día y de este modo adquirirlo también para su corte.

No en vano había traído consigo tanto equipaje; hasta había llegado todavía bastante después de ella. Se había provisto de una infinita variedad de trajes. Si le producía placer mudarse de ropa tres o cuatro veces al día, y desde la mañana hasta la noche, cambiar de vestido entre los que de costumbre son usados en sociedad, también podía suceder que de repente se presentara con un verdadero traje de máscara, de aldeana o pescadora, de hada o de ramilletera. No desdeñaba disfrazarse de vieja, para que su joven semblante mostrara tanta mayor frescura entre la cofia, y, en efecto, de tal modo embrollaba con ello lo real y lo imaginado, que creía uno estar en relación de deudo y parentesco con la nixa del Saal.

Pero para lo que empleaba principalmente esos disfraces era para escenas pantomímicas y para danzas, en las que sabía representar hábilmente diversos caracteres. Un caballero de su corte habíaselas arreglado para acompañar al piano sus ademanes con la escasa música necesaria; sólo necesitaban hablar breves palabras y en seguida estaban de acuerdo.

Un día, en el descanso de un animoso baile, cuando a su propia instigación secreta, se le rogó, como de improviso, que diera una de tales representaciones, pareció perpleja y sorprendida, y, contra su costumbre, se hizo rogar largo rato. Mostróse indecisa, dejó que escogieran los asistentes; como un improvisador, pidió que se le diera un tema, hasta que por fin, aquel auxiliar que tocaba el piano y con quien es posible que estuviera de acuerdo, sentóse ante el teclado, comenzó a tocar una marcha fúnebre, y le rogó que hiciera aquella Artemisa cuyo papel tan excelente había estudiado. Se dejó convencer, y después de una breve ausencia, a los sones tiernos y tristes de la marcha fúnebre, apareció, con paso mesurado, en forma de regia viuda, llevando ante sí una urna cineraria. Tras ella traían un gran encerado negro, y en un portalápices de oro un bien afilado trozo de tiza.

Uno de sus admiradores y ayudantes, a quien le había dicho algo al oído, fue en seguida para rogar, obligar y, en cierto modo, traer a la fuerza al arquitecto, para que, como constructor de obras, dibujara la tumba de Mausolo, y, por lo tanto, no en modo alguno como figurante, sino con un serio papel principal, tomara parte en la representación. Por muy turbado que pareciera —pues su moderno traje de sociedad, completamente negro y ceñido hacía un raro contraste con aquellos crespones, cendales, flecos, abalorios, borlas y coronas—, sin embargo, en el acto volvió a serenarse interiormente, por lo que resultaba tanto más raro el observarlo. Con la mayor gravedad se colocó ante el gran encerado, que era sostenido por dos pajes, y con mucho cuidado y exactitud dibujó una tumba, que a la verdad más bien hubiera convenido a un rey longobardo que a uno de Caria, pero que, sin embargo, tenía tan bellas proporciones, tanta severidad en sus partes, tanto ingenio en sus ornamentos, que con gusto se la veía surgir y se la admiraba una vez terminada.

En todo este tiempo apenas se había dirigido hacia la reina, sino que había dedicado a su trabajo toda su atención. Finalmente, cuando se inclinó ante ella, indicando que creía haber ejecutado sus órdenes, presentóle ella la urna mostrando deseos de verla representada en la cima del monumento. Hízole él así, aunque a disgusto, pues no se acomodaba con el resto de su bosquejo. En lo que se refiere a Luciana, fue por fin libre de su impaciencia, pues su designio no habia sido en modo alguno que ejecutara él un concienzudo dibujo. Si sólo en pocos rasgos hubiera abocetado algo más o menos semejante a un monumento, y el resto del tiempo se hubiera ocupado de ella, habría estado más en armonía con el fin que ella perseguía y con sus deseos. Por el contrario, la conducta del artista le produjo la mayor perplejidad, pues aunque trataba de dar bastante variedad a su dolor, a sus órdenes e indicaciones, a su aprobación a lo que poco a poco se iba formando; y aunque varias veces casi le daba tirones de la ropa, sólo para llegar a cierta comunicación con él, sin embargo, él se mostraba harto frío, por lo que con demasiada frecuencia tenía ella que recurrir a la urna, estrecharla contra su corazón y levantar' los ojos al cielo, hasta que, por último, como tales situaciones van siempre en aumento, más bien parecía una viuda de Éfeso que una reina de Caria. La representación se hacía por ello demasiado larga; el pianista, que solía tener mucha paciencia, no sabía ya hacia qué tono debía modular. Dio gracias a Dios cuando vio alzarse la urna sobre la pirámide, e involuntariamente pasó a un tema alegre, cuando la reina quiso expresar su gratitud, con lo que es verdad que la representación perdió su carácter; pero, sin embargo, la sociedad sintió restablecido su bienestar, y en seguida se puso en movimiento para mostrar su alegre admiración a los artistas: a la dama, por su excelente expresión, y al arquitecto, por su artístico y elegante dibujo.

En especial el novio entró en conversación con el arquitecto.

—Lamento mucho —dijo— que el dibujo sea de tan breve duración. Me permitirá usted, por lo menos, que lo haga llevar a mi cuarto y que vuelva a hablar con usted acerca de él.

—Si le causa placer —dijo el arquitecto—, puedo enseñarle minuciosos dibujos de edificios y monumentos, de los que sólo es un ligero bosquejo el que ahora he trazado.

Otilia no estaba lejos y se acercó a los dos.

—Cuando haya lugar, no deje usted —díjole al arquitecto— de hacer ver sus colecciones al señor barón: es amigo del arte y de la Antigüedad; deseo que se conozcan más íntimamente.

Acercóse con rapidez Luciana y preguntó:

—¿De qué se trata?

—De una colección de obras de arte que posee este señor —respondió el barón—, y que nos mostrará en cualquier momento.

—¡Que la traiga en seguida! —exclamó Luciana—. ¿No es verdad? ¿La traerá usted en seguida? —añadió con adulación, cogiéndole amistosamente ambas manos.

—Creo que no es ocasión —repuso el arquitecto.

—¡Cómo! —exclamó Luciana imperiosamente—. ¿No quiere usted obedecer al mandato de su reina?

Entonces se puso a rogarle jocosamente.

—No sea usted testarudo —dijo Otilia a media voz.

El arquitecto se alejó, tras una inclinación de cabeza que no era afirmativa ni negativa.

Apenas había salido, cuando Luciana comenzó a correr por el salón como un galgo.

—¡Ay! —exclamó, al tropezar por casualidad con su madre—. ¡Qué desgraciada soy! No he traído mi mono; me han disuadido de ello; pero sólo por no querer molestarse mi gente es por lo que me veo privada de este placer. Pero quiero hacerlo venir, alguien debe ir a buscármelo. Sólo con que pudiera ver su retrato, ya estaría contenta. De fijo que haré que me lo pinten, y no debe separarse de mi lado.

—Quizá pueda consolarte —repuso Carlota— si hago traerte de la biblioteca un tomo entero lleno de las más extrañas figuras de monos.

Luciana lanzó gritos de alegría y fue traído el tomo en folio. La vista de aquellas criaturas semejantes al hombre, y aun más humanizadas por el artista, causóle gran placer a Luciana. Pero se sintió del todo feliz al encontrar en cada uno de aquellos animales parecido con personas conocidas.

—¿Acaso éste no se parece al tío? —exclamó despiadadamente—; ¿aquél al tendero M.; el otro al párroco S., y éste no es aquel Fulano en persona? En el fondo, los monos son los verdaderos lechuguinos, y es incomprensible cómo se les puede excluir de la buena sociedad.

Decía esto en buena sociedad, pero nadie se lo tomaba a mal. Estaban tan acostumbrados todos a permitirle mucho a su gracia, que por último se le permitía todo a su descortesía.

Mientras tanto, Otilia conversaba con el novio. Deseaba la vuelta del arquitecto, cuyas colecciones, más serias y de mejor gusto, habían de librar a la reunión de aquella monería. En esta expectativa había conversado con el barón y le había llamado su atención hacia varias cosas. Pero el arquitecto seguía ausente, y cuando por fin volvió, se perdió en la reunión sin traer consigo nada y haciendo como si no hubiera mediado cuestión alguna. Durante un momento quedó Otilia —¿cómo lo diremos?—, enojada, desazonada, sorprendida; había dirigido al arquitecto amistosas palabras; deseaba para el novio una hora alegre, a su modo de

ver, ya que éste, a pesar de su infinito amor por Luciana, parecía sufrir con su comportamiento.

Los monos tuvieron que dejar el puesto a una colación. Los juegos de sociedad, hasta la danza, y por último una desanimada tertulia y una nueva persecución de la ya decaída alegría, se prolongaron, esta vez como siempre, hasta muy pasada la medianoche, pues ya se había acostumbrado Luciana a no poder levantarse de la cama por las mañanas y a no poder ir a ella por las noches.

Hacia este tiempo encuéntranse anotados pocos acaecimientos en el diario de Otilia; en cambio, son más frecuentes las máximas y sentencias referentes a la vida y deducidas de ella. Pero como la mayor parte de ellas apenas pueden haberse originado de su propia reflexión, es probable que le hayan dado a conocer algún cuaderno del cual haya copiado lo que le convenía. Lo que es suyo propio y hace referencia a aspectos más íntimos, bien será reconocido por el hilo rojo.


DEL DIARIO DE OTILIA

“Nos gusta tanto mirar al porvenir, porque de buen grado querríamos dirigir en nuestro favor, mediante silenciosos deseos, lo casual que aquí y allí se agita en su seno.

”No es fácil que nos hallemos en una numerosa sociedad sin que pensemos: el azar que reúne a tanta gente también debiera traernos a nuestros amigos.

”Por muy retraído que se viva, se es deudor o acreedor antes de que se dé uno cuenta.

”Si encontramos a alguien que nos debe agradecimiento, en seguida lo recordamos. ¡Cuántas veces podemos encontrar a alguien a quien debemos agradecimiento sin pensar en él!

”Comunicar con otros es naturaleza; recibir lo comunicado, tal como es dado, es cultura.

”Nadie hablaría mucho en sociedad si se diera cuenta de la frecuencia con que comprende mal a los otros.

”Es probable que sólo por no haberlos comprendido se alteren tanto, al repetirlos, los discursos ajenos.

”Quien habla largo tiempo ante otros sin halagar a los oyentes, suscita aversión.

”Cada palabra que ¿a pronuncia suscita la idea contraria.

”Contradicción y adulación forman ambas mala conversación.

”Las sociedades más gratas son aquellas en que reina un sereno respeto mutuo entre sus miembros.

”Con nada denotan mejor los hombres su carácter que con aquello que encuentran ridículo.

”Lo ridículo brota de un contraste moral que es puesto en relación de manera que no ofenda a los sentidos.

”El hombre sensual ríe frecuentemente donde no hay de qué reir. Sea lo que quiera lo que excite, aparece su interno bienestar.

”El comprensivo encuentra casi todo ridículo; el sensato, casi nada.

”Vitupérase a un hombre de edad porque todavía se ocupaba de mujeres jóvenes. Es el único medio de rejuvenecerse —repuso aquél—, y eso lo desea todo el mundo.

”Deja uno que le reprendan por sus defectos, se deja castigar, sufre con paciencia muchas cosas por ellos; pero no se impacienta cuando debe abandonarlos.

”Ciertos defectos son necesarios para la existencia del individuo. Sería desagradable para nosotros que los viejos amigos se despojaran de ciertas singularidades.

”Se dice “está de muerte” cuando alguien hace algo contra su manera de ser.

”¿Qué defectos es lícito conservar y hasta cultivar en nosotros? Aquellos que más bien lisonjean a los demás que les ofenden.

”Las pasiones son defectos o virtudes, pero realzados.

”Nuestras pasiones son verdaderos fénices. Al consumirse el viejo en el fuego, surge ya de la ceniza el nuevo.

”Grandes pasiones son enfermedades sin esperanza. Lo que podría curarlas las hace aún más peligrosas.

”La pasión se acrece o se modera por la confesión. Acaso en nada sería más deseable el justo medio que en la confianza y la reserva hacia aquellos a quienes amamos.”

V

De este modo Luciana fomentaba siempre las embriagueces de la vida en el torbellino social que la rodeaba. Su corte aumentaba de día en día, en parte porque el impulso que daba a las cosas excitaba y atraía a muchos; en parte porque sabía unir a sí a los otros por su agrado y bondad. Dadivosa lo era en el más alto grado, pues como por la afección de la tía y el novio habían afluido de repente hacia ella tantos objetos bellos y preciosos, parecía no poseer nada como propio y no conocer el valor de las cosas que se habían amontonado a su alrededor. Así, no vacilaba un momento para quitarse un magnífico chal y echarlo sobre los hombros de una dama que, al lado de las otras, le parecía demasiado pobremente vestida, y lo hacía de una manera tan jocosa y hábil, que nadie podía rechazar tal regalo. Uno de sus cortesanos llevaba siempre una bolsa y el encargo de informarse, en los lugares donde se alojaban, de quiénes eran los más ancianos y enfermos, y aliviar su situación, siquiera por el momento. Por ello adquirió en toda la comarca un renombre de nobles sentimientos que, sin embargo, llegó a serle incómodo muchas veces, porque atraía hacia ella demasiados menesterosos molestos.

Pero nada aumentó tanto su fama como su comportamiento sorprendentemente bueno y perseverante con un desgraciado mancebo, por lo demás hermoso y bien formado, que huía de la sociedad porque, aunque gloriosamente, había perdido su mano derecha en un combate. Esta mutilación producía en él tan mal humor, le era tan enojoso que cada nuevo conocimiento también debiera siempre ser conocedor de su infortunio, que prefería esconderse, entregarse a la lectura y otros estudios, y de una vez para siempre no quería tener nada que ver con la sociedad.

No quedó oculta para Luciana la existencia de este joven. Tuvo que venir al castillo, primero, a una reunión poco numerosa; después a una mayor; por último, a las más grandes. Ella se conducía más graciosamente con él que con ningún otro; en especial, mediante servicios oficiosos, sabía hacerle valiosa su pérdida ocupándose en suplirla. A la mesa tenía él que sentarse a su lado; le cortaba sus raciones a fin de que sólo debiera utilizar el tenedor. Si personas mayores y de más categoría lo desalojaban de su proximidad, extendía su atención hasta él a todo lo largo de la mesa, y los apurados servidores tenían que suplir a lo que amenazaba arrebatarle la distancia. Por último, lo animó a que escribiera con la mano izquierda; tenía que dirigirle a ella todos sus ensayos, y de este modo, de cerca o de lejos, siempre estaba en relación con él. El mancebo no sabía lo que le había ocurrido, y realmente desde aquel momento comenzó una vida nueva.

Quizá debiera pensarse que tal conducta sería desagradable para el novio; pero resultaba lo contrario. Tenía por gran mérito estos desvelos, y tanto más tranquilo estaba cerca de ello ya que conocía la casi exagerada esquivez con que sabía apartar de sí todo lo que le parecía en lo más mínimo sospechoso. Quería manejar a cada cual a su talante; todos estaban en peligro de ser de repente empujados, de recibir un tirón del vestido u hostigados de cualquier otra manera; pero a nadie le era lícito permitirse lo mismo con ella; nadie podía tocarla voluntariamente; nadie, ni siquiera en el más remoto sentido, corresponder con una libertad a las que ella se tomaba; y así mantenía a los otros en su trato con ella dentro de las más estrechas fronteras de un decoro que ella parecía traspasar a cada momento al tratar a los demás.

En general, hubiera podido creerse que su regla de conducta había sido exponerse por igual a la alabanza y a la censura, al afecto y a la aversión, pues si de diversas maneras procuraba atraer a la gente, volvía a desavenirse habitualmente con ella a causa de una mala lengua que no perdonaba a nadie. Así, no se hacía ninguna visita en la vecindad, no era amablemente recibida con sus acompañantes en ningún castillo ni casa de campo, sin que al regreso no hiciera notar del modo menos mesurado cómo estaba dispuesta a considerar sólo por su lado ridículo todas las relaciones humanas. Aquí eran tres hermanos a quienes, por puro cumplido sobre quien había de casarse primero, se les había pasado la edad; allí una mujercita joven con un grande y viejo marido; más allá, por el contrario, era un alegre hombrecillo y una torpe giganta. En una casa se tropezaba a cada paso con un niño; la otra no quería parecerle llena, ni aún con la mayor sociedad, porque no había presente ningún niño. Estos viejos esposos debían hacerse enterrar rápidamente para que alguien llegara alguna vez a reírse en la casa, ya que no les habían sido dados herederos forzosos. Aquel matrimonio joven debía viajar porque no les sentaba bien el regir la casa. Y lo mismo que con las personas procedía también con las cosas: con los edificios, con los muebles y el servicio de mesa. En especial, todos los adornos de las paredes la incitaban a divertidos comentarios. Desde el más antiguo tapiz de alto lizo hasta el más nuevo papel de empapelar; desde el más venerable retrato de familia hasta el más frívolo y moderno grabado en cobre, todo tenía que sufrir la misma suerte; todo era, por decirlo así, aniquilado por sus sarcásticas observaciones, de modo que hubiera debido uno extrañarse de que en cinco leguas a la redonda existiera todavía alguna cosa.

Auténtica maldad acaso no la hubiera en este afán negador; egoísta picardía podía ser lo que habitualmente la incitaba; pero en sus relaciones con Otilia había producido verdadera acritud. Contemplaba con desprecio la tranquila e ininterrumpida actividad de la buena niña, que por todo el mundo era observada y ensalzada; y, como se hablara de lo mucho que Otilia se ocupaba de los jardines y de los invernaderos, no sólo se mofó de ello, pareciendo asombrarse de que no hubiera flores ni frutos, sin tener en cuenta que se vivía en lo más riguroso del invierno, sino que desde entonces hizo llevar tanto follaje, ramaje y todo lo que estuviera ya brotando, para derrocharlo en el adorno diario de las habitaciones y de la mesa, que no poco mortificados estaban Otilia y el jardinero al ver destruir así sus esperanzas para el año próximo y acaso para más largo tiempo.

Tampoco dejaba a Otilia que realizara con tranquilidad sus funciones domésticas, en cuyo terreno se movía con comodidad. Otilia debía participar en las partidas de campo y en las excursiones en trineo; debía participar en los bailes que se organizaban en la vecindad; no debía temer la nieve, el frío ni las violentas tempestades nocturnas, ya que tantos otros tampoco se morían por ello. La delicada niña sufría no poco con aquello, pero Luciana tampoco ganaba nada, pues aunque Otilia iba muy sencillamente vestida, sin embargo, era la más hermosa, o, por lo menos, se lo parecía así a los hombres. Un suave atractivo reunía a todos los hombres a su alrededor, ya se encontrara en el primer lugar de los grandes salones, ya en el último; hasta el mismo novio de Luciana conversaba frecuentemente con ella, tanto más que en un asunto que le ocupaba solicitaba su consejo y su auxilio.

Había conocido al arquitecto más a fondo; con ocasión de sus colecciones de arte, había hablado mucho de historia con él, y también en otros casos, especialmente al contemplar la capilla, había aprendido a apreciar su talento. El barón era joven, rico; hacía colecciones, quería construir; su afición era viva; sus conocimientos, escasos; creía encontrar en el arquitecto el hombre que necesitaba, para poder alcanzar a la vez más de un objeto. De estas intenciones había hablado con su novia; ella las alabó y estuvo altamente satisfecha con el propósito, pero acaso más por arrebatarle aquel muchacho a Otilia —pues creía observar en él algo como cariño— que porque hubiera pensado utilizar sus talentos para sus empresas. Pues aunque en seguida se mostrara él muy activo en las improvisadas fiestas de Luciana, ofreciendo numerosos recursos en toda suerte de preparativos, sin embargo, siempre creía entender ella mejor las cosas; y como sus ideas para tales fiestas solían ser vulgares, la habilidad de un inteligente ayuda de cámara alcanzaba tan bien a ejecutarlas como la del más excelente artista. Más allá de un altar en que se efectuara un sacrificio, o de una coronación, ya de una cabeza de yeso, ya de una viva, no podía elevarse su imaginación cuando quería festejar a alguien con motivo de sus cumpleaños o en otro día solemne.

Otilia pudo dar al novio las mejores noticias al informarse éste de las relaciones del arquitecto con la casa. Sabía que ya antes había solicitado Carlota un puesto para él, pues si no hubieran venido los huéspedes, el joven se habría alejado inmediatamente después de acabada la capilla, porque todas las construcciones debían y tenían que estar paradas durante el invierno, y era, por lo tanto, muy de desear que el hábil artista fuera utilizado y auxiliado por un nuevo protector.

Las relaciones personales de Otilia con el arquitecto eran completamente puras e ingenuas. Su grata y activa presencia la había entretenido y alegrado como la proximidad de un hermano mayor. Sus sentimientos hacia él permanecían en la más tranquila y desapasionada zona de la consanguinidad, pues en su corazón ya no quedaba espacio, estaba todo él apretadamente henchido por el amor de Eduardo, y sólo la Divinidad, que todo lo penetra, podía poseer aquel corazón al mismo tiempo que él.

Mientras tanto, cuanto más avanzaba el invierno más rudo era el tiempo, más intransitables estaban los caminos, parecía más atractivo pasar en tan buena sociedad los cada vez más cortos días. Tras breves reflujos, la muchedumbre inundaba de tiempo en tiempo la casa. Llegaban oficiales de remotas guarniciones; los bien educados, con gran provecho de la reunión; los groseros, para su incomodidad; tampoco faltaba gente de la clase civil, y un día llegaron juntos, de modo totalmente inesperado, el conde y la baronesa.

Su presencia pareció llegar a formar una verdadera corte. Los hombres de alta categoría y educación rodearon al conde, y las mujeres hacían justicia a la baronesa. No duró mucho la extrañeza de verlos juntos y tan contentos, pues se supo que la esposa del conde había muerto y que sería contraído nuevo enlace en cuanto lo permitieran las conveniencias. Otilia recordó aquella su primera visita, y cada palabra que sobre matrimonio y divorcio, sobre unión y separación, esperanza, carencia y renuncia, había sido entonces pronunciada. Ambas personas, privadas aún por completo entonces de favorables perspectivas, alzábanse ahora ante ella al borde de la esperada dicha, y un involuntario suspiro se escapó de su corazón.

Apenas oyó Luciana que el conde era aficionado a la música, cuando ya supo organizar un concierto; quería cantar en él acompañándose a la guitarra. Así fue. No tocaba torpemente el instrumento; su voz era agradable; en lo que se refiere a la letra, se le comprendía tan poco como cuando una bella alemana canta a la guitarra. Sin embargo, todos aseguraban que había cantado con mucha expresión, y pudo estar contenta con los ruidosos aplausos. Pero en tal acasión le ocurrió una singular desgracia. Entre la sociedad se encontraba un poeta, al cual ella esperaba atraer de modo especial, porque deseaba que le fueran dedicadas algunas de sus canciones, y por ello, en general, aquella noche sólo cantó canciones suyas. Estuvo él, por lo demás, tan cortés como los otros con ella; pero Luciana había esperado otra cosa. Se lo dio a entender varias veces, pero no pudo sacar nada de él, hasta que, por último, de puro impaciente, envió a uno de sus cortesanos para que sondeara si no había quedado entusiasmado de oir sus excelentes poesías cantadas de modo tan excelente.

—¿Mis poesías? —repuso aquél con asombro—. Perdone usted, caballero —añadió—; pero yo no he oído más que vocales, y ni todas siquiera. No obstante, mi deber es mostrarme agradecido por una intención tan amable.

El cortesano guardó silencio y no descubrió la cosa. El otro trató de salir del compromiso con algunos cumplidos que sonaron bien. Ella no dejó de hacer notar bastante claramente su propósito de poseer también alguna cosa compuesta expresamente para ella. Si no hubiera sido harto riguroso, hubiera podido él presentarle el alfabeto, para que ella misma se compusiera con él a su gusto una poesía laudatoria acomodada a cualquier melodía que se le ocurriera. Pero Luciana no debía salir de este incidente sin mortificación. Poco tiempo después supo que aquella misma noche el poeta había adaptado a la melodía favorita de Otilia una encantadora poesía que iba mucho más allá de ser galante.

Luciana, como todas las gentes de su especie que confunden siempre lo que les es ventajoso y lo que les es adverso, quiso entonces probar su fortuna en recitar. Su memoria era buena, pero si se debía hablar con franqueza, habría que decir que su recitación era insulsa y violenta, sin ser apasionada. Recitaba baladas, narraciones y lo demás que suele ser admitido en la declamación. Además, había contraído la desdichada costumbre de acompañar con gestos lo que recitaba, con lo cual, lo que es propiamente épico y lírico, más bien se confunde que se liga con lo dramático.

El conde, hombre perspicaz, que muy pronto había pasado revista a la sociedad, sus tendencias, pasiones y gustos, indujo a Luciana, de una manera dichosa o desdichada, a una nueva especie de representación, que era muy acomodada a su personalidad.

—Encuentro aquí —dijo— muchas personas de buen tipo a quien seguramente nada falta para copiar movimientos y actitudes pintorescas. Realmente, ¿no han tratado ustedes todavía de representar cuadros conocidos? Esta imitación, aunque requiere algunos penosos preparativos, produce también un increíble encanto.

Luciana se dio cuenta al instante de que estaría allí del todo en su elemento. Su bella estatura, sus formas plenas, su semblante regular y, sin embargo, expresivo; sus trenzas castaño claro, su esbelto cuello, todo estaba ya calculado como para un cuadro; y si hubiera sabido que parecía más hermosa cuando estaba inmóvil que cuando se movía, por escapársele a veces en el último caso algo perturbador y poco gracioso, se hubiera entregado con celo aún más grande a esta imaginería natural.

Buscaron entonces grabados en cobre de cuadros célebres; eligieron primero el Belisario, de Van Dyck. Un hombre alto y bien formado, ya de cierta edad, debía representar la sedente figura del general ciego; el arquitecto, de pie ante él, copiaba al compasivo y triste guerrero, con el cual realmente tenía alguna semejanza. Luciana, medio por modestia, había escogido para sí la joven mujercita del fondo, que cuenta en la palma de la mano la rica limosna sacada de una bolsa, mientras una vieja parece amonestarla y representarle que hace demasiado. Otra figura de mujer, que está realmente tendiendo una limosna al anciano, no había sido olvidada.

Ocupáronse muy seriamente de éste y otros cuadros. El conde hízole algunas indicaciones al arquitecto acerca de la manera de organizarlo todo, y éste dispuso inmediatamente a tal objeto un teatro y prestó los debidos cuidados a la iluminación. Estaban ya profundamente metidos en los preparativos, cuando comenzaron a notar que tal empresa exigía un considerable dispendio, y que, en el campo, en medio del invierno, faltaban muchas cosas precisas. Por eso, a fin de no tener que aplazar nada, hizo Luciana que despedazaran casi todo su equipo para suministrar los diferentes disfraces que aquellos artistas habían indicado harto arbitrariamente.

Llegó la noche señalada y fue ejecutada la representación ante una gran sociedad y con general aplauso. Una grave música aumentó la expectación. Belisario comenzó el espectáculo. Las figuras estaban tan bien apropiadas, los colores tan felizmente repartidos, la iluminación era tan artística, que verdaderamente creía uno estar en otro mundo; sólo que la presencia de lo real en vez de lo aparente producía una especie de medrosa sensación.

Cayó el telón, y a petición del público volvió a ser levantado más de una vez. Un intermedio musical distrajo a la sociedad, a la que se quería sorprender con un cuadro de género más elevado. Era la conocida obra de Poussin: Asuero y Ester. Esta vez Luciana había reflexionado mejor. En la reina que cae desmayada desplegó todos sus encantos, y, de manera prudente, sólo había elegido para representar las doncellas que la rodeaban y sostenían figuras bonitas y bien hechas, pero entre las cuales, sin embargo, no hubiera ninguna que ni en lo más mínimo pudiera compararse con ella. Otilia fue excluida de este cuadro como de los restantes. Para representar al rey, semejante a Zeus sobre el trono dorado, había designado al hombre más vigoroso y bello de la sociedad, de modo que este cuadro alcanzó realmente una incomparable perfección.

Como tercero habían escogido la pintura llamada La admonición paterna, de Terburg, y ¿quién no conoce el magnífico grabado en cobre que nuestro Wille ha hecho de dicho cuadro? Con una pierna montada sobre otra está sentado un padre, noble y caballero, y parece hablarle a la conciencia, a la hija que se encuentra en pie ante él. Ésta, una espléndida figura con un traje de raso blanco con grandes pliegues, no es vista más que de espaldas; pero toda su manera de ser parece indicar que reflexiona gravemente. Sin embargo, por el semblante y gesto del padre vese que la amonestación no es violenta ni bochornosa, y en lo que se refiere a la madre, ésta parece ocultar su pequeña turbación mirando al vaso de vino que precisamente está a punto de beberse de un sorbo.

En esta ocasión debía aparecer Luciana en su más alto esplendor. Sus trenzas, la forma de su cabeza, cuello y nuca eran hermosas sobre toda ponderación, y el talle, poco visible con las modernas vestiduras arcaizantes de las damas, altamente airoso, esbelto y ágil, mostrábase de la manera más ventajosa con el traje antiguo. El arquitecto había cuidado de colocar los ricos pliegues del raso blanco con la más artística naturalidad, de modo que, sin duda alguna, aquella viviente imitación aventajaba en mucho a la imagen original y produjo un general entusiasmo. No cesaban de pedir la repetición, y el muy natural deseo de contemplar también de frente a una criatura tan bella a quien se ha visto suficientemente de espaldas fue creciendo de tal modo, que un alegre e impaciente mozo pronunció en alta voz la frase que suele escribirse a veces al final de una página: Tournez, s’il vous plait, suscitando un general asentimiento. Pero los actores conocían harto bien su ventaja y se habían penetrado demasiado bien del sentido de esta obra de arte para que hubieran cedido al grito general. La hija, que parecía avergonzada, siguió tranquilamente inmóvil, sin otorgar a los espectadores que vieran la expresión de su semblante; el padre siguió en su postura amonestadora, y la madre no sacaba ojos ni nariz del transparente vaso, en el cual, aunque pareciera beber, no disminuía el vino... ¿Qué no deberíamos aún decir de las piececillas que siguieron, para las cuales se habían escogido escenas holandesas de mesones y mercados?

Partieron el conde y la baronesa, y prometieron retornar en las primeras felices semanas de su próximo enlace, y Carlota esperaba entonces, al cabo de dos meses fatigosamente pasados, verse también libre del resto de la sociedad. Estaba segura de la dicha de su hija cuando se calmara en ella la primera embriaguez de la juventud y del noviazgo, pues el novio se tenía por el hombre más feliz del mundo. Con una gran fortuna y una moderada manera de pensar, parecía halagado de un modo asombroso por la ventaja de poseer una esposa que tenía que gustar a todo el mundo. Tenía un gusto tan particular en referirlo todo a ella y sólo por ella a sí mismo, que le producía una desagradable sensación el que un recién llegado no se dirigiera en seguida con toda su atención a Luciana, y que, cosa que a causa de sus buenas cualidades le sucedía frecuentemente con personas de edad, tratara de establecer una relación íntima con él sin preocuparse especialmente de su novia. Respecto al arquitecto, llegóse pronto a un acuerdo. En año nuevo debía seguir al barón y pasar con él los Carnavales en la ciudad, donde Luciana se prometía la mayor dicha con la repetición de estos cuadros tan bellamente dispuestos, lo mismo que con otras cien cosas, tanto más cuanto que tanto la tía como el novio parecían encontrar escaso todo dispendio que fuera exigido por los placeres de la muchacha.

Entonces debían partir; pero esto no podía verificarse de una manera vulgar. Bromeábase una vez bastante ruidosamente con que pronto estarían consumidas las provisiones invernales de Carlota, cuando el caballero que había representado a Belisario, y que a la verdad era bastante rico, arrastrado por los méritos de Luciana, a los que rendía homenaje desde hacía tiempo, exclamó irreflexivamente:

—¡Pues bien! ¡Procedamos a la polaca! Vengan ustedes ahora y devórenme también a mí y sigamos después así a la redonda.

Dicho y hecho: aceptó Luciana. Al día siguiente estaban terminados los equipajes, y el tropel se arrojó sobre otra posesión. Allí también había espacio suficiente, pero menos comodidades y peor organización. De aquí se originaron algunos inconvenientes que al principio hacían verdaderamente feliz a Luciana. La vida se hacía cada vez más desordenada y tumultuosa. Se dispusieron batidas de caza en la profunda nieve, y todas las demás cosas incómodas que se pudieron imaginar. A las mujeres, lo mismo que a los hombres, no les era lícito excluirse, y así, cazando y cabalgando, viajando en trineo y armando gran estruendo, se trasladaron de una finca a otra, hasta que por último llegaron cerca de la capital; entonces, como las noticias y descripciones de lo que se divertían en la ciudad y en la corte dieran otro giro a la imaginación, Luciana, con todo su acompañamiento, fue arrebatada irresistiblemente hacia otro círculo de vida, en el cual ya les había precedido la tía.


DEL DIARIO DE OTILIA

“Se toma a cada cual en el mundo por lo que él se hace pasar, pero hay que hacerse pasar por algo. Mejor se soporta a los molestos que a los insignificantes.

”A la sociedad puede imponérsele todo, menos lo que su pone guardar consecuencia.

”No aprendemos a conocer a los hombres cuando vienen hacia nosotros; tenemos que ir hacia ellos para saber lo que les ocurre.

”Encuentro casi natural que tengamos bastantes cosas que criticar en los que nos visitan y que no los juzguemos del modo más amable no bien han partido, pues por decirlo así, tenemos derecho a medirlos con nuestra medida. Hasta las personas justas y sensatas apenas se abstienen en tales casos de una rigurosa censura.

”En cambio, si se ha estado en casa de los otros y se ha visto en su ambiente, costumbres, circunstancias necesarias e inevitables, cómo actúan en lo que les rodea o cómo se acomodan a ello, entonces hace falta irreflexión o mala voluntad para encontrar ridículo lo que en más de un sentido tendría que parecemos venerable.

”Con lo que llamamos conducta y buenas costumbres debe ser alcanzado lo que, sin ello, sólo por la fuerza, o ni siquiera por la fuerza, es alcanzable.

”El trato con las damas es la base de las buenas costumbres.

”¿Cómo puede subsistir el carácter, la índole peculiar de cada hombre, con la buena crianza?

”La índole de cada cual tendría que ser muy relevada por la buena crianza. Todos quieren lo superior con tal de que no sea molesto.

”Un militar bien educado tiene las mayores ventajas, tanto en la vida como en sociedad.

”La gente de armas grosera no sale por lo menos de su carácter, y como, en general, tras la fuerza suele estar oculta la bondad, en caso necesario también puede uno entenderse con ellos.

”Nadie más enfadoso que un hombre lerdo de la clase civil. Podría exigirse sutileza de él, ya que no tiene que ocuparse de nada grosero.

”Si vivimos con personas que tienen un delicado sentimiento de lo decoroso, tememos por ellos cuando ocurre algo inconveniente. Así, siempre padezco yo por y con Carlota cuando alguien se columpia en la silla, pues a ningún precio puede resistirlo.

”Nadie entraría con lentes sobre la nariz en un círculo íntimo si supiera que a nosotras, las mujeres, se nos quita al momento el gusto de mirarle y de conversar con él.

”Confianza en lugar de respeto es cosa ridícula siempre. Nadie dejaría su sombrero después de haber pronunciado apenas su cumplimiento, si supiera lo extraño que eso parece.

”No hay nigún signo externo de cortesía que no tenga un profundo fundamento moral. La verdadera educación sería la que al mismo tiempo transmitiera este signo y su fundamento.

”La conducta es un espejo en el que muestra cada uno su imagen.

”Hay una cortesía del corazón; está emparentada con el amor. De ella brota la más cómoda cortesía de la conducta exterior.

”La subordinación voluntaria es el más bello estado, y ¿cómo sería posible sin amor?

”Jamás estamos más alejados de nuestros deseos que cuando nos imaginamos poseer lo deseado.

”Nadie es más esclavo que el que se tiene por libre sin serlo.

”Basta sólo con que uno se declare libre para que al momento se sienta obligado. Si osa declararse obligado, se siente libre.

”Contra grandes méritos de otro no hay otro medio de salvación que el amor.

”Terrible cosa ver a un hombre excelente ante quien se enorgullecen los tontos.

”Nadie es héroe para su ayuda de cámara, se dice. Pero eso procede simplemente de que el héroe sólo puede ser reconocido por el héroe. Pero probablemente el ayuda de cámara sabrá apreciar a su igual.

”Ningún mayor consuelo hay para la medianía como que el genio no sea inmortal.

”Los más grandes hombres están siempre ligados con su siglo por una flaqueza.

”En general, se tiene a los hombres por más peligrosos de lo que son.

”Los necios y la gente sensata son igualmente inofensivos. Sólo son peligrosos los semilocos y semicuerdos.

”No se aparta uno del mundo de modo más seguro que mediante el arte, y no se liga uno con él de modo más seguro que mediante el arte.

”Hasta en el momento de la más alta dicha y en el de la más alta miseria necesitamos del artista.

”El arte se ocupa de lo difícil y de lo bueno.

”Ver tratado con facilidad lo difícil nos da la visión de lo imposible.

”Las dificultades crecen cuanto más se va llegando a la meta.

”Sembrar no es tan difícil como cosechar.”

VI

La gran inquietud que de esta visita se originó para Carlota, fuele compensada con que aprendió a comprender plenamente a su hija, para lo cual le sirvió de mucho su conocimiento del mundo. No era la primera vez que encontraba un carácter tan singular, aunque todavía nunca lo hubiera visto tan pronunciado. Y, sin embargo, sabía por experiencia que tales personas, educadas por la vida, por los diversos acontecimientos, por las relaciones paternas, pueden alcanzar una madurez muy agradable y amable al moderarse su egoísmo y recibir una dirección determinada su extravagante actividad. Carlota, como madre, tanto más fácilmente transigía con fenómenos acaso desagradables para los otros, ya que es propio de los padres tener esperanzas allí donde los extraños sólo desean disfrutar o, por lo menos, no ser importunados.

Sin embargo, después de la marcha de su hija debía sentirse herida Carlota de una manera especial e inesperada, ya que aquélla había dejado mala fama tras sí, no tanto por lo vituperable de su conducta como por lo que hubiera debido encontrarse en ella digno de alabanza. Luciana parecía haberse hecho una ley no sólo de estar alegre con los alegres, sino también triste con los tristes, y, para ejercitar rectamente el espíritu de contradicción, enojar a veces a los alegres y divertir a los tristes. En todas las casas adonde llegaba preguntaba por los enfermos y achacosos que no podían presentarse en sociedad. Los visitaba en su cuarto, hacía de médico y obligaba a cada cual a que tomase enérgicos remedios del botiquín de viaje que siempre llevaba consigo en su coche; después, como bien puede imaginarse, tales tratamientos tenían buen éxito o fracasaban, según lo decidiera la casualidad.

En esta especie de beneficencia era hasta cruel, y en modo alguno se dejaba disuadir, porque estaba firmemente convencida de proceder excelentemente. Sólo que también se le malogró una tentativa de índole moral, y ésta fue la que dio mucho que hacer a Carlota, ya que tuvo consecuencias y todo el mundo hablaba de ello. No se enteró hasta después de la marcha de Luciana;

Otilia, que precisamente había participado en aquella excursión, tuvo que dar cuenta detallada de todo.

Una de las hijas de una familia principal había tenido la desgracia de ser causante de la muerte de una de sus hermanas más jóvenes, y no era capaz de tranquilizarse ni resignarse. Vivía en su habitación, ocupada y tranquila, y ni siquiera soportaba la vista de los suyos más que cuando la visitaban uno a uno, pues cuando estaban varios reunidos sospechaba en seguida que reflexionaban entre sí acerca de ella y su situación. Sola con cada uno, se mostraba muy razonable y conversaba horas enteras.

Luciana tuvo noticia de ello, y en el acto se propuso, en secreto, hacer como un milagro cuando fuera a aquella casa y devolver aquella dama a la sociedad. Se condujo en ello con más precaución que de ordinario; supo introducirse sola en la habitación de la enferma del espíritu y, en cuanto pudo observarse, ganar su confianza por medio de la música. Sólo se equivocó al final. Precisamente porque quería producir sensación, una noche introdujo de repente en la abigarrada y brillante reunión a la hermosa y pálida niña, creyéndola suficientemente preparada, y acaso también en esto hubiera tenido buen éxito si la sociedad misma, por curiosidad y aprensión, no se hubiera portado con torpeza, no se hubiera congregado alrededor de la enferma, no se hubiera apartado luego de ella y no la hubiera turbado y excitado con cuchicheos y conversaciones al oído. La delicada sensibilidad de la muchacha no lo soportó. Huyó lanzando espantosos gritos, que parecían expresar espanto ante un monstruo amenazador. La sociedad, asustada, se dispersó hacia todos lados, y Otilia estuvo entre las que volvieron a conducir a su estancia a la enferma, totalmente desmayada.

Entretanto Luciana había dirigido a su manera una fuerte reprimenda a la reunión, sin pensar ni lo más mínimo en que ella sola tenía toda la culpa, y sin abstenerse de aquellas hazañas, a pesar de éste y otros fracasos.

El estado de la enferma se había hecho más crítico desde aquel momento; el mal había crecido, tanto que los padres de la pobre niña no pudieron tenerla ya en casa, sino que tuvieron que entregarla a un establecimiento público. No le quedaba otro remedio a Carlota más que mitigar algún tanto el dolor causado por su hija con una conducta especialmente afectuosa hacia aquella familia. La cosa había causado una profunda impresión en Otilia; tanto más compadecía a la pobre muchacha, ya que estaba convencida, como tampoco se lo ocultaba a Carlota, de que de fijo la enferma hubiera podido restablecerse con un adecuado tratamiento.

De este modo llegó a hablarse también, porque de costumbre se conversa más de cosas pasadas desagradables que de las agradables, de una pequeña mala inteligencia que había habido entre Otilia y el arquitecto aquella noche en que éste no había querido mostrar sus colecciones, aunque se lo había rogado ella tan amablemente. Esta repulsa no se había borrado del alma de Otilia, sin que ella misma supiera por qué. Su sentimiento era muy justo, pues lo que una muchacha como Otilia puede exigir no debiera negarlo un mancebo como el arquitecto. Sin embargo, éste, ante sus ocasionales y suaves reproches, adujo excusas bastante válidas.

—Si supiera usted —dijo— de qué manera tan ruda suelen conducirse con las más valiosas obras de arte hasta los hombres mejor educados, me perdonaría que no me agradara colocar las mías entre la muchedumbre. Nadie sabe tomar una medalla por el borde; manosean el más bello cuño, el fondo más puro; pasan una y otra vez entre el pulgar y el índice las piezas más preciosas, como si de esta manera se apreciaran las formas artísticas. Sin pensar en que un pliego grande tiene que ser cogido con las dos manos, agarran con una sola un inestimable grabado en cobre, un dibujo insustituible, lo mismo que un político pretencioso toma un periódico, dando ya a conocer anticipadamente, al estrujar el papel, su opinión sobre los acontecimientos del mundo. Nadie piensa en que, sólo con que veinte hombres, uno tras otro, procedieran así con una obra de arte, el número veintiuno no tendría ya mucho que ver en ella.

—¿Y yo —preguntó Otilia— no he puesto a usted alguna vez en tal confusión?, ¿no he dañado acaso sus tesoros, por casualidad y sin sospecharlo?

—Jamás —repuso el arquitecto—, jamás. A usted le habría sido imposible: el sentimiento de las conveniencias es innato en usted.

—En todo caso —repuso Otilia, no estaría mal que en lo futuro, en el librito de los buenos modales, después del capítulo de cómo debe conducirse uno al comer y beber en sociedad, se insertara uno muy detallado acerca de cómo debe portarse con las colecciones de arte y los museos.

—Ciertamente —repuso el arquitecto— que los conservadores y aficionados mostrarían entonces con más gusto sus curiosidades.

Otilia le había perdonado desde hacía ya mucho tiempo; pero como él pareciera tomar muy a pecho el reproche y no cesara de asegurar que verdaderamente mostraba con gusto sus colecciones, que le agradaba trabajar para sus amigos, comprendió ella que había herido su ánimo delicado y se sintió deudora suya. Por lo tanto, no pudo negarse rotundamente a una súplica que le hizo él después de esta conversación, aunque ella, consultando rápidamente su sentimiento, no concebía cómo podría atender a sus deseos.

Tratábase de lo siguiente: había sido en extremo penoso para él que Otilia hubiera sido excluida de la representación de cuadros a causa de los celos de Luciana, y también había notado con pena que Carlota sólo a trozos había podido presenciar esta resplandeciente parte de las diversiones de sociedad, porque no se encontraba buena; no quería ahora partir sin mostrar también su agradecimiento organizando una representación, aún mucho más bella de lo que habían sido las anteriores, en honor de la una y para entretenimiento de la otra. Acaso, sin saberlo él mismo, juntábase además a esto otro secreto estímulo: érale tan difícil dejar aquella casa, aquella familia; hasta le parecía imposible apartarse de la vista de Otilia, de cuyas tranquilas, amables y afectuosas miradas había vivido casi exclusivamente en los últimos tiempos.

Aproximábanse las fiestas de Navidad, y comprendió de pronto que, en realidad, aquellas representaciones de cuadros por medio de figuras de bulto procedían de los llamados presepios (nacimientos), de la piadosa representación que en esos santos tiempos se consagraba a la divina Madre y a su Niño, mostrando cómo, en su aparente bajeza, son adorados primero por pastores y poco después por reyes.

Había imaginado perfectamente la posibilidad de tal cuadro. Fue encontrado un niño hermoso y fresco; tampoco podían faltar pastores y pastoras; pero la cosa no podía ser ejecutada sin Otilia. El joven la había elevado en su pensamiento hasta Madre de Dios, y si ella se negaba, no había para él duda alguna de que había que renunciar a la empresa. Otilia, semiperpleja con su proposición, le envió con la demanda a Carlota. Ésta concedió con gusto el permiso y también por ella misma fue dominado, de una amable manera, el recelo de Otilia a representar aquella santa figura. El arquitecto trabajaba día y noche a fin de que nada pudiera faltar en la Nochebuena.

Día y noche, a la verdad, en su literal sentido, pues tenía pocas necesidades, y la presencia de Otilia parecía reemplazar para él todo descanso; trabajando para ella era como si no necesitara sueño; ocupándose de ella era como si no necesitara alimento. Por ello todo estuvo terminado y dispuesto para aquella solemne hora de la noche. Le había sido posible reunir unos bien templados instrumentos de viento, que ejecutaron la introducción y supieron producir la deseada disposición de ánimo. Cuando se levantó el telón, quedóse Carlota verdaderamente asombrada. El cuadro que se desarrollaba ante su vista había sido tan frecuentemente repetido en el mundo, que apenas debía esperarse de él una impresión nueva. Pero aquí tenía la realidad, como cuadro, sus especiales ventajas. La escena estaba alumbrada por una luz más bien nocturna que crepuscular, y, sin embargo, nada quedaba confuso en los detalles del contorno. El artista había sabido ejecutar el insuperable pensamiento de que toda la luz emanara del niño, mediante un ingenioso mecanismo de iluminación que quedaba oculto por las oscuras figuras de primer término, sólo con algunos toques de luz alumbradas. Alegres mozuelas y mancebos alzábanse en torno, vivamente iluminados desde abajo los frescos semblantes. Tampoco faltaban ángeles, cuyo propio resplandor era oscurecido por el divino, cuyo etéreo cuerpo parecía más denso y necesitado de luz junto al del divino humano niño.

Felizmente, el niño se había dormido en la más graciosa postura, de modo que nada perturbaba la contemplación cuando la mirada se posaba en la presunta madre, que con infinita gracia levantaba un velo para mostrar su oculto tesoro. El cuadro parecía haber sido sorprendido e inmovilizado en aquel momento. Deslumbrado en lo físico y asombrado en lo espiritual, el pueblo circundante parecía que acababa de hacer un movimiento para apartar sus ojos lastimados por tanta luz, volviendo otra vez, alegre y curioso, a dirigir allí su mirada parpadeante, mostrando más sorpresa y gozo que admiración y veneración, aunque tampoco habían sido olvidados estos sentimientos, cuya expresión estaba encomendada a algunos ancianos personajes.

La figura de Otilia, su aire, gesto y mirada superaban, sin embargo, a todo lo que los pintores han representado jamás. Un buen conocedor, dotado de sensibilidad, que hubiera visto esta aparición, habría temido que algo se moviera en ella, le habría dado cuidado si alguna otra cosa podría alguna vez volver a gustarle de aquel modo. Por desdicha no había nadie allí que fuera capaz de recoger en sí todo el efecto. Sólo el arquitecto, que representando un alto y esbelto pastor contemplaba la escena por encima de las figuras arrodilladas, aun no estando en el debido punto de vista, experimentaba con ello el goce más grande. ¿Y quién describiría, además, la expresión del semblante de la recién creada reina del cielo? La más pura humildad, el más amable sentimiento de modestia ante la recepción de un grande e inmerecido honor, ante una dicha ilimitada e incomprensible, pintábanse en sus rasgos, que tanto expresaban su propio sentimiento como la idea que podía hacerse de lo que representaba.

Carlota disfrutó con el hermoso cuadro; pero el niño fue lo que actuó sobre ella principalmente. De sus ojos brotaron lágrimas al representarse del modo más vivo que le era dado esperar que muy pronto tendría en su regazo una querida criatura semejante.

Habían bajado el telón, ya para dar algún descanso a los actores, ya para introducir un cambio en lo representado. Habíase propuesto el artista transformar el primer cuadro, nocturno y humilde, en un cuadro luciente y glorioso, y para ello había dispuesto por todos lados una inmensa iluminación, que fue encendida en el entreacto.

Hasta entonces habíale sido de gran tranquilidad a Otilia, en su situación semiteatral, el que, fuera de Carlota y algunos familiares, nadie contemplara esta piadosa y artística mascarada. Por eso quedó algo confusa, cuando, en el entreacto, supo que había llegado un forastero y había sido saludado amablemente en la sala por Carlota. No pudieron decirle quién era. Se resignó para no producir una perturbación. Ardían las bujías y las lámparas y estaba envuelta por una infinita claridad. Alzóse el telón, vista sorprendente para los espectadores: el cuadro entero era todo luz, y en vez de las sombras, totalmente abolidas, no quedaban más que los colores, que, sabiamente elegidos, producían un dulce efecto de moderación. Mirando por debajo de sus largas pestañas, advirtió Otilia que había un hombre sentado junto a Carlota. No lo reconoció, pero creyó oir la voz del auxiliar del internado. Apoderóse de ella un extraño sentimiento. ¡Cuántas cosas habían ocurrido desde que no había percibido la voz de aquel fiel maestro! Como un quebrado relámpago pasó rápidamente ante su alma la serie de sus alegrías y dolores, suscitando esta pregunta: ¿Puedes decirle y confesarle todo? ¡Qué poco digna eres de aparecer ante él bajo esta santa forma, y qué extraño tiene que resultarle contemplar como máscara a la que sólo ha visto al natural! Con una rapidez sin igual actuaban frente a frente, en ella, el sentimiento y la reflexión. Su corazón estaba oprimido; sus ojos se llenaban de lágrimas, mientras seguía esforzándose por parecer una inmóvil imagen, y qué contenta se sintió cuando el niño comenzó a moverse y el artista se vio obligado a dar la señal de que volviera a caer el telón.

Ya en el último momento habíase unido a los restantes sentimientos de Otilia la penosa sensación de no poder correr al encuentro de un amigo querido, y así se encontró entonces en una perplejidad aún mayor. ¿Debía presentarse a él con aquel extraño traje y adorno? ¿Debía mudarse? No escogió; hizo lo último, y trató mientras tanto de hacerse dueña de sí, de serenarse, y sólo volvió a estar en armonía consigo misma cuando con su traje habitual saludó, por fin, al recién llegado.

VII

Como el arquitecto deseaba lo mejor para sus protectoras, fuele grato, ya que por fin tenía él que partir, saber que las dejaba en la buena compañía del apreciable auxiliar; sin embargo, al pensar en las bondades de las damas para con él, sentía de modo bastante doloroso verse sustituido tan pronto y en forma tan buena, y hasta tan perfecta, como tenía que parecerle a su modestia. Hasta entonces aún había vacilado siempre en partir; pero ahora le corría prisa la marcha, pues lo que tenía que consentir después de su alejamiento no quería, por lo menos, experimentarlo en propia presencia.

Para disipar en alto modo estos semitristes sentimientos, todavía le hicieron las damas, al despedirlo, regalo de un chaleco que les había visto calcetar a las dos durante largo tiempo con secreta envidia del dichoso desconocido de quien en algún tiempo pudiera llegar a ser. Tal presente es el más agradable que le es dado recibir a un hombre que siente un respetuoso amor, pues si piensa en el infatigable ejercicio de los hermosos dedos, no puede menos de halagarse con la idea de también el corazón no habrá dejado de participaren tan asiduo trabajo.

Las señoras tenían entonces un nuevo hombre a quien obsequiar, hacia quien sentían afecto y que debía encontrarse a gusto a su lado. El sexo femenino abriga en sí un interés propio, interno, inconmovible, del cual nada en el mundo lo aparta; en cambio, en las externas relaciones sociales, fácil y gustosamente se deja determinar por el hombre de quien se ocupa en aquel momento, y de este modo, por su desvío como por su buen acogimiento, por- su obstinación y condescendencia, ejercen en realidad un imperio al cual ningún hombre en el mundo civilizado osa substraerse.

Si el arquitecto, según su propio gusto y placer, había ejercitado y probado sus talentos ante sus amigas para deleitarlas y servir a sus fines; si ocupaciones y entretenimientos estaban dispuestos en este sentido y según tales propósitos, prodújose en breve tiempo otro plan de vida mediante la presencia del auxiliar. Su gran talento era hablar bien y tratar en la conversación de las relaciones entre los hombres, especialmente en lo que se refiere a la educación de la juventud. Y así se originó un contraste bastante señalado con el anterior género de vida, tanto que el auxiliar no aprobaba completamente aquello de que se habían ocupado de modo exclusivo en los pasados tiempos.

No dijo absolutamente nada del cuadro vivo que lo había acogido a su llegada. Pero, por el contrario, cuando le hicieron ver con complacencia la iglesia, la capilla y lo que se relacionaba con ellas, no pudo retener su opinión, su sentimiento acerca de ello.

—En lo que a mí se refiere —dijo—, en modo alguno puede gustarme esta aproximación, esta mezcla de lo sagrado con lo sensual; no puede gustarme que se dediquen, consagren y decoren ciertos y determinados recintos para suscitar y mantener sólo en ellos un sentimiento de piedad. Ningún ambiente, ni aun el más vulgar, debe perturbar en nosotros el sentimiento de lo divino, que nos puede acompañar a todas partes y consagrar todo lugar como templo. Me gustaría ver celebrar un culto doméstico en la sala en que se suele comer, en la que se reúne la gente en sociedad y se divierte con juegos y danzas. Lo más elevado, lo más excelente del hombre, no tiene figura, y debe uno guardarse de representarlo en otra forma que con nobles acciones.

Carlota, que ya conocía en general sus opiniones y que en poco tiempo las había sondeado aún más, lo puso en seguida en su esfera de actividad, haciendo que desfilaran por el salón los jardinerillos, a quienes justamente el arquitecto había pasado revista antes de su marcha, y que tenían muy buen aspecto con sus alegres y limpios uniformes, con sus acompasados movimientos y su carácter vivo y natural. El auxiliar los examinó a su manera, y muy pronto, mediante preguntas y giros de expresión diversos, había sacado a la luz los caracteres y las capacidades de los niños, y en menos de una hora, sin parecerlo, los había, en realidad, instruido y hecho progresar considerablemente.

—¿Cómo hace usted eso? —dijo Carlota al retirarse los muchachos—. He escuchado con mucha atención; no se ha tratado más que de cosas muy conocidas y, sin embargo, yo no sabría por dónde empezar para exponerlas con tal orden en tiempo tan breve y en un diálogo tan cortado.

—Quizá cada uno debería hacer un secreto de las ventajas de su oficio —repuso el auxiliar—. Sin embargo, no puedo ocultar a usted el principio, muy sencillo, según el cual puede realizarse esta y muchas otras cosas. Tome usted un objeto, una materia, un concepto o como quiera decirse; empápese usted fuertemente en él; haga por comprenderlo muy claramente en todas sus partes, y entonces le será fácil, en una conversación con una masa de niños, reconocer lo que acerca de tal tema se ha desenvuelto en ellos y lo que aún hay que sugerirles, que comunicarles. Por muy inadecuadas que a sus preguntas sean sus respuestas, por mucho que se alejen de ellas, con tal de que una nueva pregunta vuelva a introducir espíritu y sentido, con tal de que no se deje usted desviar de su punto de vista, por último tendrán los niños que pensar, que comprender, que convencerse de lo que el maestro quiere y del modo como lo quiere. Su falta mayor será que se deje arrastrar lejos de la cuestión por sus discípulos, que no sepa mantenerlos en el punto de que justamente entonces se trata. Haga usted pronto un ensayo y le servirá de gran entretenimiento.

—Es gracioso —dijo Carlota—; la buena pedagogía es, por lo tanto, precisamente lo contrario de las buenas maneras. En sociedad no debe uno detenerse en nada, y en la enseñanza sería la máxima suprema combatir todo desparramamiento.

—Cambio sin desparramamiento sería la más bella divisa para la enseñanza y para la vida; si este feliz equilibrio fuera fácil de conservar —dijo el auxiliar, y quería proseguir cuando lo llamó Carlota para que contemplara una vez más a los muchachos, cuya alegre tropa atravesaba precisamente por el patio. Mostró su satisfacción de que se les obligara a ir de uniforme—. Los hombres —así dijo— debían llevar uniforme desde la juventud, porque tienen que acostumbrarse a proceder en común, a desaparecer entre sus iguales, a obedecer en masa y a trabajar en conjunto. Además, toda especie de uniforme fomenta un espíritu militar, lo mismo que una conducta más exacta y resuelta; además, todos los muchachos son soldados natos ya sin eso: basta ver sus juegos de combate y pelea, su manera de asaltar y trepar.

—En cambio, usted no me reprochará —repuso Otilia— que no vista igual a todas mis muchachas. Cuando se las presente, espero divertirle con una abigarrada mezcolanza.

—Mucho lo apruebo —repuso aquél—. Las mujeres debieran ir vestidas en formas totalmente diversas; cada cual según su propio modo y manera, a fin de que cada cual aprenda a conocer lo que realmente le conviene y sienta bien. Motivo aún más importante es el siguiente: porque están destinadas a permanecer solas toda su vida y a actuar solas.

—Eso me parece muy paradójico —repuso Carlota—; casi nunca vivimos para nosotras.

—¡Oh, sí! —repuso el auxiliar—, respecto a otras mujeres, seguramente. Considérese un ser femenino como amante, como novia, como esposa, como ama de su casa y como madre; siempre está aislada, siempre es única y quiere ser única. Hasta la más vana se halla en este caso. Cada mujer excluye a las otras según su naturaleza, pues es exigido de cada una lo que le incumbe realizar a todo el sexo. No ocurre así con los hombres. El hombre exige al hombre; crearía un segundo si no lo hubiera; una mujer podría vivir una eternidad sin pensar en producir a sus semejantes.

—Basta con decir lo verdadero de una manera extraña —dijo Carlota— para que también lo extraño acabe por aparecer verdadero. Recogeremos lo mejor de sus observaciones y, sin embargo, como mujeres entre mujeres, nos mantendremos unidas y actuaremos también en común para no otorgar a los hombres excesivas ventajas sobre nosotras. Hasta no nos tomará usted a mal la pequeña alegría maliciosa que tanto más vivamente tendremos que sentir en adelante, ya que tampoco los señores se entienden especialmente bien entre ellos.

Con gran cuidado investigó después el inteligente hombre la manera cómo trataba Otilia a sus pequeñas discípulas, y manifestó su franca aprobación sobre ello.

—Es muy acertado —dijo— que sólo dirija usted a sus alumnas hacia lo de más inmediata utilidad. La limpieza induce a los niños a tener, con alegría, cuidado de sí mismos, y todo está ganado cuando son llevados a realizar lo que hacen con satisfacción y dignidad.

Por lo demás, para su gran satisfacción encontró que nada estaba hecho para la apariencia y exterioridad, sino todo pensando en lo interno y en las irremisibles necesidades.

—¡En qué pocas palabras —exclamó— se podría enunciar todo el sistema de la educación si tuviera alguien oídos para oir!

—¿No quiere usted intentarlo conmigo? —preguntó amablemente Otilia.

—Con mucho gusto —repuso aquél—; sólo que tiene usted que no hacerme traición. Edúquese a los muchachos para servidores y a las muchachas para madres, y todo irá bien.

—Ser educadas para madres —repuso Otilia— bien podrían aceptarlo las mujeres, ya que sin ser madres siempre tienen que estar* dispuestas para ser niñeras; pero a la verdad, nuestros mancebos se tienen por demasiado buenos para ser educados para servidores, ya que fácilmente se puede observar en cada uno que más bien se cree capacitado para mandar.

—Por eso no se lo diremos a ellos —dijo el auxiliar—. Se halaga uno a sí mismo en el curso de la vida, pero la vida no nos halaga. ¿Cuántas personas reconocerían voluntariamente lo que al fin tienen que reconocer? Pero dejemos estas consideraciones, que en este caso no nos afectan; la tengo a usted por feliz por poder emplear con sus discípulas un buen procedimiento. Si sus muchachillas más pequeñas van de un lado a otro con sus muñecas y remiendan para ellas unos harapos; si las hermanas mayores cuidan después de las más jóvenes, y la familia se sirve y ayuda por sí misma, entonces no es grande el paso que le falta dar para entrar en la vida, y tal muchacha encuentra al lado de un esposo lo que abandona en casa de sus padres. Pero en las clases cultas es muy complicada la tarea. Tenemos que tener en cuenta circunstancias más altas, más delicadas, más finas, especialmente circunstancias sociales. Por eso nosotros debemos educar a nuestras discípulas para lo exterior; es necesario, es indispensable, y estaría muy bien hecho si al hacerlo no se sobrepasara la medida, pues pensando en educar a los niños para una esfera más vasta, se les conduce fácilmente a lo ilimitado, sin tener ante la vista lo que en realidad requiere su naturaleza interior. Aquí está el problema en el cual, en un grado mayor o menor, aciertan o yerran, los educadores. Me asustan muchas de las cosas de que proveemos en el internado a nuestras alumnas, porque la experiencia me dice la escasa utilidad que sacarán en lo futuro de ellas. ¡De cuántas cosas no se desembaraza, cuántas no son entregadas al olvido por una damita tan pronto como se encuentra en la situación de ama de casa y de madre! Sin embargo, ya que me he consagrado a esta función, no puedo dejar de autorizarme para desear piadosamente que alguna vez, en compañía de una fiel compañera, acierte a cultivar en mis discípulas tan sólo lo que les será necesario cuando penetren en el campo de una propia actividad e independencia, de modo que pueda decirme a mí mismo: “En este sentido está en ellas la educación plenamente acabada." Cierto que siempre vuelve a comenzarse otra nueva, que casi cada año de nuestra vida es motivada por las circunstancias, si no por nosotros mismos.

¡Qué verdadera le pareció esta observación a Otilia! ¡Cuánto no la había educado una insospechada pasión en el año transcurrido! ¡Qué de pruebas no veía cernerse ante sí, sólo con mirar al porvenir más cercano, más próximo!

No sin premeditación había mencionado el joven a una auxiliar, una esposa, pues con toda su modestia no podía abstenerse de aludir a sus propósitos de una manera lejana; diversas circunstancias y acaecimientos lo habían hasta incitado a dar en esta visita algunos pasos más hacia su meta.

La directora del pensionado era ya anciana; desde hacía tiempo buscaba entre sus colaboradores y colaboradoras una persona que realmente pudiera entrar con ella en sociedad; y, por último, habíase dirigido al auxiliar, para confiar en quien tenía muchos motivos, con la proposición de que dirigiera con ella desde entonces el establecimiento pedagógico, cooperando como en cosa propia, y después de morir ella entraría en posesión del todo, como heredero y único propietario. Lo esencial parecía ser que tenía que encontrar una esposa que compartiera sus puntos de vista. En secreto tenía él a Otilia ante los ojos y ante el corazón, pero surgían algunas dudas, que, a su vez, eran en cierto modo compensadas por favorables acontecimientos. Luciana había abandonado el internado; Otilia podía volver más libremente; cierto que algo había sonado de sus relaciones con Eduardo; sólo que, lo mismo que otros acaecimientos análogos, la cosa fue tomada con indiferencia, y hasta este mismo suceso podía contribuir al regreso de Otilia. No obstante, no se habría llegado a ninguna resolución, no se habría dado ningún paso, si una visita inesperada no hubiera dado también allí un especial impulso, ya que la aparición de personas importantes jamás puede quedar sin consecuencia en cualquier círculo que sea.

El conde y la baronesa, que tantas veces se habían encontrado en el caso de ser consultados sobre el valor de diversos internados, pues casi todo el mundo está perplejo acerca de la educación de sus hijos, habíanse propuesto conocer especialmente aquél, del que tanto bueno se decía, y entonces, en su nueva situación, podían hacer juntos el examen. Sólo que la baronesa se proponía, además, otra cosa. Durante su última estancia en casa de Carlota había hablado circunstancialmente con ésta de todo lo que se refería a Eduardo y Otilia. Insistía una y otra vez en que Otilia debía ser alejada. Trató de infundir valor para ello a Carlota, la cual aún temía siempre las amenazas de Eduardo. Se habló de las diversas soluciones y, con ocasión del internado, también se trató del cariño del auxiliar, y la baronesa se sintió tanto más resuelta a hacer la proyectada visita.

Llega, conoce al auxiliar, examinan la institución y se habla de Otilia. El conde mismo conversa acerca de ella con placer, ya que en la reciente visita la ha

conocido más especialmente. Habíasele acercado la muchacha; hasta había sido atraída por él, porque en su valiosa conversación creía ella ver y conocer aquello que le había sido totalmente desconocido hasta entonces. Y del modo como en su trato con Eduardo había olvidado el mundo, con la presencia del conde parecíale por primera vez el mundo muy deseable. Toda atracción es recíproca. El conde sentía tal cariño por Otilia, que la consideraba con gusto como su hija. También aquí estorbaba por segunda vez a la baronesa, y más que la primera. ¡Quién sabe lo que ésta habría fraguado contra ella en tiempos de más viva pasión!; ahora le bastaba hacerla más inofensiva para las esposas mediante un matrimonio.

Por eso animó al auxiliar, de una manera suave pero sabiamente eficaz, a que se dispusiera a hacer una pequeña excursión al castillo y se acercara sin dilación al cumplimiento de sus planes y deseos, de los cuales no había hecho ningún misterio para la dama.

Con aprobación completa de la directora, púsose por ello en viaje, abrigando en su ánimo las mejores esperanzas. Sabe que Otilia no le es desfavorable; y si entre ellos había diferencia de clase, ésta se igualaba muy fácilmente con la manera de pensar del tiempo. También la baronesa le había hecho comprender muy bien que Otilia sería siempre una muchacha pobre. Estar emparentado con una familia rica, se decía, no puede ser útil para nadie; pues aun en el caso de la mayor fortuna, sentiría uno escrúpulos al sustraer una suma considerable a los que, según su grado más inmediato de parentesco, parecen tener un derecho más completo a la propiedad. Y, ciertamente, siempre resulta extraño que muy rara vez emplee el hombre, en favor de aquellos a quienes prefiere, la gran prerrogativa de disponer de sus bienes aun después de la muerte, y, por consideración a su ascendencia, según parece, sólo favorezca a los que poseerían tras él su fortuna aun cuando él mismo no tuviera voluntad.

Durante el viaje, sus sentimientos lo colocaron plenamente al igual de Otilia. Un buen recibimiento elevó sus esperanzas. Cierto que no encontró a Otilia tan plenamente abierta con él como en otro tiempo; pero también estaba más desarrollada, más formada y, en general, si se quiere, más comunicativa que cuando la había conocido. Confiadamente, le dejaban intervenir en diversas cosas, especialmente en las que se referían a su profesión. Pero cuando quería aproximarse a sus fines, siempre lo retenía cierta timidez interior.

Una vez, sin embargo, diole ocasión Carlota para ello, al decirle estando Otilia delante:

—Bueno; ahora que ya ha examinado usted bastante bien todo lo que se desenvuelve en mi círculo, dígame usted cómo encuentra a Otilia. Bien puede usted expresarlo en su presencia.

Entonces el auxiliar, con mucha sagacidad y sereno lenguaje, significó que encontraba a Otilia muy ventajosamente cambiada en lo que se refería a un más libre porte, una conversación más fácil, una concepción más elevada de las cosas del mundo, que en sus acciones, más que en sus palabras, se mostraba; pero, sin embargo, creía él que podía serle de provecho volver por algún tiempo al internado, para adueñarse, con un cierto método, en lo fundamental y para siempre, de aquello que el mundo sólo transmite parcialmente, y a veces harto tarde, en forma que más bien perturba que satisface. No quería ser prolijo acerca de ello: la misma Otilia sabía mejor que nadie a qué armónico ciclo de enseñanzas había sido entonces arrancada.

Otilia no podía negarlo; pero no podía confesar lo que sentía ante estas palabras, porque apenas sabía explicárselo a sí misma. Le parecía que ya no había nada inarmónico en el mundo cuando pensaba en el hombre amado, y no concebía cómo sin él podía haber aún alguna armonía.

Carlota respondió a la proposición con prudente amabilidad. Dijo que tanto ella como Otilia habían deseado desde hacía mucho tiempo el regreso al pensionado. Sólo que en aquel tiempo le había sido indispensable la presencia de una amiga y auxiliar tan querida; mas, en adelante, no quería ser un obstáculo si el deseo de Otilia seguía siendo el de volver allí otra vez, hasta que hubiera terminado lo comenzado y adquirido por completo lo interrumpido.

El auxiliar acogió alegremente este ofrecimiento; a Otilia no le era dado decir nada en contrario, aunque se estremecía ante aquella idea. Carlota, por su parte, pensaba ganar tiempo; esperaba que, sólo con la alegría de ser padre, Eduardo volvería a entrar en sí mismo y en su casa; después estaba convencida de que se arreglaría todo, y que también se hallaría un acomodo para Otilia en una u otra forma.

Tras una importante conversación, sobre la que tienen que reflexionar todos los que participaron en ella, suele producirse cierta suspensión semejante a una general perplejidad. Pasearon por la sala arriba y abajo; el auxiliar* hojeó algunos libros, y llegó por último al tomo en folio que había quedado aún allí desde tiempos de Luciana. Cuando vio que no contenía más que monos, volvió a cerrarlo en seguida. Sin embargo, este incidente puede haber dado motivo para una conversación de la cual encontramos huellas en el diario de Otilia.


DEL DIARIO DE OTILIA

“¿Cómo puede uno lograr de sí mismo que represente tan cuidadosamente a los asquerosos monos? Ya se rebaja uno sólo con considerarlos como animales; pero se llega en realidad a ser avieso cuando se cede al incentivo de buscar a conocidas personas bajo estas máscaras.

”Necesítase en absoluto cierta aberración espiritual para ocuparse con gusto de caricaturas y figuras grotescas. Dé- bole a nuestro buen auxiliar no haber sido torturada con la historia natural; nunca he podido entablar relaciones amistosas con los gusanos y los escarabajos.

”Esta vez me ha confesado él que le sucede lo propio. “No deberíamos conocer de la Naturaleza —me dijo— más que los seres vivientes que nos rodean inmediatamente.” Con los árboles que florecen, verdean y dan fruto en torno a nosotros; con cada arbusto a cuyo lado pasamos; con cada brizna de hierba sobre la que caminamos, tenemos una relación verdadera, son nuestros auténticos compatriotas. Los pájaros, que saltan de aquí para allí en nuestras ramas, que cantan en nuestras frondas, nos pertenecen, hablan con nosotros desde la juventud, y aprendemos a entender su lenguaje. Se pregunta uno si toda criatura extraña, arrancada de su ambiente, no hace cierta impresión congojosa sobre nosotros, que sólo por la costumbre se embota. Hace falta una vida abigarrada y ruidosa para soportar en torno a sí monos, papagayos y negros.

”Algunas veces, cuando me asaltaba un curioso deseo de esas extraordinarias cosas, he envidiado al viajero que contempla tal milagro en una cotidiana relación con otros milagros. Pero también él llega a ser otro hombre. Nadie se pasea impunemente bajo palmeras, y los sentimientos se alteran indudablemente en un país donde moran elefantes y tigres.

”Sólo es digno de admiración el investigador de la Naturaleza que sabe describirnos y representarnos lo más extraño, lo más raro, con su localidad, con todo su ambiente, siempre en su propio elemento. ¡Con qué gusto escucharía, siquiera una vez, los relatos de Humboldt!

”Un gabinete de historia natural puede parecemos como una sepultura egipcia donde se alzan todo alrededor, embalsamados, los diferentes idolillos de animales y plantas. Es propio de una casta sacerdotal ocuparse de ellos, en una misteriosa semioscuridad; pero en la enseñanza general no debían entrar tales cosas, sobre todo ya que algo más inmediato y más digno se ve fácilmente desalojado por ello.

”Un maestro que puede despertar nuestra sensibilidad ante una única acción buena, ante una única buena poesía, realiza más que otro que nos suministra series enteras de productos de la Naturaleza, clasificados según su forma y nombre, pues todo el resultado (cosa que ya podríamos saber sin ello) es que la figura humana lleva en sí, en su excelencia y calidad de única, la imagen de la Divinidad.”

VIII

Hay poca gente que sepa ocuparse del pasado más próximo. O bien lo presente nos amarra a sí con fuerza, o nos perdemos en lo pretérito y tratamos de evocar y restablecer, hasta donde sea posible, lo perdido plenamente. Aun en familias grandes y ricas, que son deudoras de mucho a sus antepasados, suele ocurrir que se recuerde más al abuelo que al padre.

Nuestro auxiliar fue inducido a tales consideraciones, cuando, un hermoso día, de esos en que el moribundo invierno suele disfrazarse de primavera, hubo paseado por el viejo jardín del castillo y admirado las avenidas de altos tilos, las geométricas plantaciones que procedían del padre de Eduardo. Habían prosperado excelentemente, según la idea del que los había plantado, y ahora, cuando se empezaba a poderlas elogiar y a disfrutar de ellas, nadie hablaba ya de tal cosa: apenas se las visitaba y la afición y los gastos eran dirigidos hacia otras partes, más abiertas y amplias.

A su regreso hízole Carlota esta observación, que no fue desfavorablemente recibida.

—Al ser arrastrados por la vida —repuso aquélla— creemos proceder por nosotros mismos, escoger nuestros trabajos, nuestros placeres; pero, en verdad, si lo consideramos suficientemente, vemos que sólo son los planes y las tendencias del tiempo lo que nos vemos obligados a ejecutar.

—Sin duda —dijo el auxiliar—; ¿y quién se resiste al curso de lo que le rodea? El tiempo avanza y con él los sentimientos, opiniones, prejuicios y aficiones. Si la juventud de un hijo cae precisamente en el tiempo de la mutación, puede tenerse seguridad de que no tendrá nada en común con su padre. Si éste vivió en un período en que se tenía gusto por apropiarse las cosas, asegurar esta propiedad, limitarla, reducirla y establecer su goce en el apartamiento del mundo, entonces el otro tratará de extenderse, de comunicar lo suyo, de esparcirlo y abrir lo que estaba cerrado.

—Épocas enteras —repuso Carlota— se asemejan a este padre y este hijo que usted describe. Apenas podemos formarnos idea de las circunstancias de vida en que cada pequeña ciudad tenía que tener sus murallas y fosos, en que cada casa solar era aún edificada en una laguna, el más pequeño castillo sólo era accesible por un puente levadizo. Hasta las mayores ciudades derriban ahora sus fortificaciones, se rellenan hasta los fosos de los castillos de los príncipes; las ciudades no parecen ya más que grandes aldeas, y al ver esto, en un viaje, debía pensarse que la paz general está asegurada y la edad de oro a nuestras puertas. Nadie se cree ya a gusto en un jardín que no se asemeje al pleno campo; nada debe recordar el arte, la coacción; queremos respirar completamente libres y sin restricciones. ¿Tiene usted idea, amigo mío, de que de esta situación pueda volverse a otra, acaso a la anterior?

—¿Por qué no? —repuso el auxiliar—. Cada situación tiene sus inconvenientes, la limitada lo mismo que la sin trabas. La última supone abundancia y conduce al despilfarro. Detengámonos en su ejemplo, que es bastante sorprendente. Tan pronto como se presenta la carencia, vuelve a darse en seguida la autorrestricción. Los que están obligados a utilizar sus tierras, vuelven otra vez a construir paredes en torno a sus huertas para tener seguros sus productos. De aquí se origina, poco a poco, un nuevo panorama de las cosas. Lo útil vuelve a obtener el predominio, y, por fin, hasta el que posee mucho piensa también que tiene que utilizarlo todo. Créame usted: es posible que su hijo descuide la totalidad del parque y vuelva a retirarse otra vez detrás de las sombrías paredes y los altos silos de su abuelo.

Carlota experimentó una secreta alegría al oírse anunciar un hijo varón, y por eso le perdonó al auxiliar la poco amable profecía de lo que podía sucederle en algún tiempo a su querido y bello parque. Por eso respondió muy amablemente:

—Aún no somos los dos bantante viejos para haber presenciado varias veces tales contradicciones; sólo que si vuelve uno a pensar en su más temprana juventud, recuerda aquello de que oía quejarse a las personas de edad; si se toman en consideración campos y ciudades, acaso no se tendrá nada que objetar contra sus observaciones. Pero ¿no debería oponerse algo a semejante curso natural de las cosas? ¿No se podría poner de acuerdo al padre y al hijo, a los genitores y a los descendientes? Me ha predicho usted amablemente un hijo varón: ¿tendrá justamente que ponerse en contradicción con su padre, destruir lo que los autores de sus días han edificado, en lugar de acabarlo y realzarlo prosiguiéndolo con el mismo espíritu?

—También para eso hay quizá un medio razonable —repuso el auxiliar—, pero que rara vez es empleado por los hombres: que el padre eleve a su hijo a la condición de copropietario, que le deje edificar y plantar con él y le consienta como a sí mismo una inocente arbitrariedad. Una actividad puede entretejerse con otra, pero ninguna añadirse a otra. Un brote joven se liga fácil y gustosamente con un tronco viejo, al cual ya no puede unirse ninguna rama crecida.

Alegróse el auxiliar de haberle dicho a Carlota, por casualidad, algo agradable y haberse de este modo asegurado de nuevo su favor en el momento en que se veía obligado a despedirse. Hacía ya demasiado tiempo que faltaba de casa; sin embargo, no pudo decidirse a regresar hasta tener la plena convicción de que primero tenía que dejar pasar la cercana época del parto de Carlota antes de que pudiera esperar cualquier resolución acerca de Otilia. Acomodóse, por lo tanto, a las circunstancias, y volvió al lado de la directora con estas perspectivas y esperanzas.

El parto de Carlota ¡base acercando. Permanecía mucho más tiempo en sus habitaciones. Las mujeres que se habían reunido en torno a ella eran su más íntima sociedad. Otilia se ocupaba del gobierno de la casa sin serle apenas dado pensar en lo que hacía. Cierto que se había resignado por completo; deseaba seguir afanándose de la manera más solícita por Carlota, por el niño, por Eduardo; pero no concebía cómo podría llegar a ser posible. Nada podía salvarla de una total confusión más que el hacer cada día su deber.

Vino felizmente al mundo un niño, y todas las mujeres aseguraban que era un vivo traslado de su padre. Sólo a Otilia no podría parecerle así, calladamente, cuando fue a felicitar" a la parturienta y acarició al niño de la manera más tierna. Ya en los preparativos para el matrimonio de su hija había sido altamente sensible para Carlota la ausencia de su esposo; ahora, el padre no debía tampoco estar presente al nacimiento del hijo; no debía determinar el nombre con que sería llamado en lo sucesivo.

El primero de los amigos que se dejaron ver para dar la enhorabuena fue Mittler, quien había apostado emisarios para recibir en el acto noticia de este acontecimiento. Acudió al momento, y, a la verdad, muy satisfecho. Apenas ocultaba su triunfo en presencia de Otilia; se expresó abiertamente delante de Carlota, y era el hombre indicado para desvanecer todos los cuidados y apartar todos los obstáculos momentáneos. El bautizo no debía ser diferido mucho tiempo. El viejo eclesiástico, ya con un pie en la sepultura, debía enlazar con su bendición el pasado con el futuro; el niño debía llamarse Otón, no podía llevar otro nombre que el del padre y el del amigo.

Se necesitó la decidida insistencia de este hombre para remover los centenares de dificultades, contradicciones, vacilaciones, la paralización, la pretensión de saber las cosas mejor o de otro modo, el opinar, contraopinar y reopinar, ya que habitualmente, en tales ocasiones, de una dificultad removida siempre vuelven a surgir otras nuevas, y al querer respetar todas las circunstancias siempre se presenta el caso de lastimar algunas.

De todos los partes de nacimiento e invitaciones de bautismo encargóse Mittler; debían ser expedidos inmediatamente, pues él mismo tenía el mayor interés en dar a conocer al resto del mundo, a veces tan malévolo y maldiciente, un feliz acontecimiento que consideraba tan importante para la familia. A la verdad, los apasionados sucesos anteriores no habían quedado desconocidos para el público, que ya sin eso abriga el convencimiento de que todo lo que sucede, sucede solamente para que tenga él algo de qué hablar.

La ceremonia del bautizo debía ser solemne, pero íntima y breve. Reuniéronse todos; Otilia y Mittler, como padrinos, debían tener al niño. El viejo eclesiástico, sostenido por el sacristán, adelantóse con lentos pasos. Terminóse la oración; el niño fue puesto en los brazos de Otilia, y cuando ésta bajó con cariño la vista hacia él no poco se espantó de sus abiertos ojos, pues creyó ver los suyos propios, coincidencia que hubiera debido sorprender a todos. Mittler, que recibió después al niño, maravillóse igualmente al descubrir en la configuración del mismo un parecido tan sorprendente con el capitán, cosa que hasta entonces aún nunca se le había ocurrido.

La debilidad del buen viejo eclesiástico le había impedido acompañar la ceremonia del bautismo con otra cosa que con la habitual liturgia. Entretanto, Mittler, poseído del asunto, recordó su antiguo ministerio, y como, en general, su modo de ser le hacía pensar de pronto, en cada caso, cómo había de hablar y expresarse, tanto menos pudo contenerse aquella vez, ya que sólo era una pequeña reunión de indudables amigos la que lo rodeaba. Por eso, hacia el fin del acto comenzó con naturalidad a ponerse en el puesto del sacerdote y expresar en una animada plática sus deberes de padrino y sus esperanzas, y tanto más se dilataba en ello, ya que creía reconocer la aprobación de Carlota en su satisfecho semblante.

No sintió el vigoroso orador que el buen viejo se hubiera sentado con gusto, ni mucho menos pensó que estaba en camino de causar un mal aún mayor, pues después de haber descrito con énfasis la relación de cada uno de los presentes con el niño, y haber sometido con ello a una prueba bastante dura la serenidad de Otilia, volvióse finalmente hacia el anciano con estas palabras:

—Y usted, digno patriarca, puede ahora decir como Simeón: “Señor, deja ir en paz a tu siervo, pues mis ojos han visto al salvador de esta casa.”

Estaba después a punto de concluir muy brillantemente, cuando notó de pronto que el anciano a quien presentaba el niño, si bien primero pareció inclinarse para verlo, caía después hacia atrás rápidamente. Apenas pudo ser impedida su caída; fue llevado en seguida a un sillón, y, a pesar de todos los auxilios del momento, tuvieron que declarar que estaba muerto.

Ver y pensar tan inmediatamente reunidos nacimiento y muerte, ataúd y cuna; abarcar, no ya con la imaginación, sino con los ojos, esta oposición monstruosa, era una tarea tanto más ardua para los asistentes cuanto se había presentado de modo tan inesperado. Sólo Otilia contemplaba con una especie de envidia al recién extinguido anciano, que todavía conservaba su rostro amable y atractivo. La vida del alma de la muchacha había sido destruida: ¿por qué su cuerpo había de conservarse aún con vida?

De esta manera, si los infaustos acontecimientos del día la impulsaban a veces a considerar la transitorie- dad de las cosas humanas, la necesidad de la separación, de la pérdida, en cambio, le eran dadas, como consuelo, maravillosas apariciones nocturnas que le confirmaban la existencia de su amado y la fortalecían y reanimaban en la suya propia. Por las noches, cuando se entregaba al reposo, y en una dulce sensación flotaba todavía entre vigilia y sueño, parecíale como si sus miradas penetraran en un recinto muy claro, pero suavemente iluminado. Allí veía muy distintamente a Eduardo y, a la verdad, no vestido como lo había visto en otro tiempo, sino con militar uniforme: cada vez en una actitud diferente, pero siempre era en un todo natural y no tenía en sí nada de fantástico: sentado, andando, acostado, cabalgando. La figura acabada hasta el más mínimo detalle, movíase espontáneamente ante ella, sin que ella hiciera lo más mínimo para lograrlo, sin que lo quisiera o forzara su imaginación. A veces también lo veía rodeado de otras cosas, especialmente de algo movible, más oscuro que el fondo claro, pero apenas distinguía unas siluetas que a veces podían parecerle personas, caballos, árboles y montañas. Generalmente se dormía durante esta aparición, y por la mañana, cuando volvía a despertar después de una tranquila noche, estaba confortada, consolada; sentíase convencida de que Eduardo vivía aún y de que aún estaba ella con él en la más íntima relación.

IX

Había llegado la primavera más tardía, pero también más rápida y risueña que de costumbre. Otilia encontraba ahora en el jardín el fruto de sus cuidados: todo brotaba, reverdecía y florecía a su debido tiempo; muchas plantas, que habían sido previsoramente custodiadas en bien dispuestos invernaderos y camas calientes, soportaban ya desde ahora el natural ambiente exterior, por fin vivificante, y todo lo que había que hacer y de que cuidar no era como hasta entonces una pura fatiga llena de esperanzas, sino que se convertía ya en alegre goce.

Sin embargo, tenía que consolar al jardinero, que se dolía de muchos vacíos producidos en las plantas de maceta por la ferocidad de Luciana y de la destruida simetría de muchas copas de árboles. Le daba ánimos diciéndole que pronto sería restablecido todo aquello; pero él tenía una sensibilidad harto profunda, un concepto harto puro de su oficio, para que estos consuelos hubieran debido fructificar mucho en él. Del modo como el jardinero no debe ser distraído por otras aficiones e inclinaciones, tampoco debe ser interrumpido el tranquilo curso que requiere la planta para su perfección permanente o pasajera. La planta se asemeja a las personas obstinadas, de las cuales se puede obtener todo si se las sabe tratar a su manera. Un sereno golpe de vista, una callada consecuencia para hacer en cada estación del año, a cada hora, lo que requiere el momento, acaso de nadie sea exigido como del jardinero.

El buen hombre poseía en alto grado estas propiedades, por lo cual Otilia actuaba con tanto gusto con él; pero hacía ya algún tiempo que no podía ejercer con satisfacción su peculiar talento, pues aunque sabía realizar perfectamente tanto lo que corresponde a la arboricultura como al cultivo de huerta, igual que todo lo que exige un jardín a la antigua —si bien, en general, cada persona tiene mayor éxito en este o aquel trabajo—, aunque en los cuidados del invernadero de los bulbos de flores, de los esquejes de claveles y orejas de oso, hubiera podido desafiar a la misma Naturaleza, sin embargo, los nuevos árboles ornamentales y las flores de moda seguían siéndole hasta cierto punto extraños, y sentía una especie de recelo, que le ponía de mal humor, ante los ilimitados campos que la botánica se iba abriendo al correr del tiempo y ante los extraños nombres que zumbaban en ellos. Lo que sus amos habían comenzado a disponer el año pasado, tanto más lo tenía por un dispendio y prodigalidad inútiles, ya que veía extinguirse muchas preciosas plantas y no estaba en relaciones singularmente buenas con los establecimientos de horticultura, que, según creía, no le servían bastante honradamente.

Después de toda suerte de ensayos, había formado sobre ello una especie de plan, en el que tanto más lo animaba Otilia, ya que realmente estaba fundado en el regreso de Eduardo, cuya ausencia tenía que sentirse de modo más desventajoso cada día en este como en otros muchos casos.

Ahora, mientras las plantas iban criando cada vez más raíces y echando más ramas, también Otilia se sentía cada vez más ligada con aquel lugar. Un año antes, justamente, había entrado allá como extranjera, como un ser insignificante; ¡cuántas cosas no había adquirido desde aquel tiempo! Vero, por desgracia, ¡cuántas no había vuelto a perder' también desde aquel tiempo! Jamás había sido tan rica ni jamás tan pobre. Los sentimientos de ambas cosas alternaban uno con otro en su espíritu de momento en momento; hasta se entrecruzaban en lo más íntimo de su ser, tanto que no sabía defenderse de otro modo más que entregándose con interés, hasta con pasión, al cuidado de lo que la rodeaba más inmediatamente.

Bien puede pensarse que todas las cosas más especialmente queridas por Eduardo eran también lo que atraía sus cuidados del modo más fuerte; y ¿por qué no había de llegar a esperar que regresaría pronto él en persona y que observaría con gratitud los previsores servicios que le había prestado ella en su ausencia?

Pero de otra manera aún muy distinta era llevada a actuar en favor de Eduardo. Habíase encargado especialmente del cuidado del niño, a quien tanto más podía tener bajo su custodia inmediata, ya que se había resuelto no entregarlo a ningún ama, sino criarlo con leche y agua. En aquel hermoso tiempo debía gozar del aire libre, y así, prefería sacarlo fuera ella misma, llevarlo, dormido e inconsciente, entre flores y brotes, que algún día debían recibir a su niñez con tan amables risas; entre nuevos arbustos y plantas, que parecían destinados a crecer con él durante su juventud. Si miraba a su alrededor no se le ocultaba la situación de grandeza y riqueza para que había nacido destinado aquel niño, pues casi todo lo que abarcaba la vista debía pertenecerle algún día. ¡Qué deseable para todo esto no era que creciera a la vista del padre y de la madre y fortaleciera una unión renovada y alegre!

Todo esto lo sentía Otilia de un modo tan puro, que se lo imaginaba como resueltamente realizado, y al hacerlo no pensaba para nada en sí misma. Bajo aquel claro cielo, con aquel radiante resplandor del sol, vio de pronto claramente que su amor, para perfeccionarse, tenía que hacerse desinteresado del todo; hasta creía haber alcanzado ya aquella altura en muchos momentos. Sólo deseaba el bien de su amigo, se creía capaz de renunciar a él, de no volver a verlo nunca, con tal de que supiera que era feliz. Pero tenía completamente resuelto, en cuanto a sí misma, que no pertenecería jamás a ningún otro.

Habíase procurado que el otoño llegara a ser tan magnífico como la primavera. Todas las plantas llamadas anuas, todas las que no se cansan de dar flores en otoño y que aún crecen osadamente oponiéndose al frío, en especial los ámelos, fueron sembradas en gran diversidad, y, plantadas por todas partes y debían figurar un estrellado cielo en la tierra,


DEL DIARIO DE OTILIA

“Un pensamiento bueno que hayamos leído, algo sorprendente que hayamos oído, nos gusta trasladarlo a nuestro diario. Pero si al mismo tiempo nos tomáramos la molestia de anotar las observaciones especiales, los puntos de vista originales, las fugaces frases ingeniosas de las cartas de nuestros amigos, llegaríamos a ser muy ricos. Se conservan las cartas para no volver a leerlas jamás; se las destruye al fin por discreción, y así desaparece irreparablemente para ¡nosotros y para los demás, el más hermoso e inmediato soplo de vida. Me propongo reparar esta negligencia.

”De este modo vuelve a repetirse otra vez desde el principio el cuento del año. Volvemos a estar otra vez, gracias a Dios, en un lindo capítulo. Violetas y muguetes son en él como cabeceras o viñetas. Nos causa siempre una agradable impresión cuando volvemos a encontrarlos en el libro de la vida.

”Reprendemos a los pobres, sobre todo a los menores de edad, si están tirados por las calles mendigando. ¿No observamos que son activos tan pronto como hay algo que hacer? Apenas la Naturaleza despliega sus amables tesoros cuando ya sobreviven los niños para establecer un negocio; ninguno mendiga ya, cada uno te presenta un ramillete; lo ha cogido antes de que te despertaras tú de tu sueño, y quien pide te contempla tan amablemente como la ofrenda. Nadie parece desdichado si se siente con cierto derecho a poder exigir.

”¿Por qué será el año a veces tan corto, a veces tan largo? ¿Por qué parecerá tan corto y tan largo en el recuerdo? Así me ocurre a mí con el pasado, y en ninguna parte como en el jardín me sorprende en tan alto grado cómo engranan entre sí lo transitorio y lo permanente. Y, sin embargo, nada hay tan fugaz que no deje tras de sí una huella, que no deje su semejanza.

”También le agrada a uno el invierno. Cree uno que se espacia más libremente cuando los árboles se alzan ante nosotros tan espectrales, tan transparentes. No son nada, pero tampoco cubren nada. Pero cuando llegan de pronto botones y floración, entonces estamos impacientes hasta que surge por completo el follaje, hasta que el paisaje se corporaliza y el árbol se presenta como una figura frente a nosotros.

”Todo lo perfecto en su especie tiene que ir más allá de su especie, tiene que hacerse otra cosa, algo incomparable. En muchos de sus tonos, el ruiseñor es todavía un pájaro; después asciende por encima de su clase y parece querer indicar a todo ser vestido de plumas lo que en realidad se llama cantar.

”Una vida sin amor, sin la proximidad del amado, es sólo una comédie á tiroir, una mala folla. Se saca un cajón tras otro, se le vuelve a cerrar y se pasa apresuradamente al que sigue. Todo lo bueno e importante que sucede no está más que muy pobremente enlazado. En otras partes hay que comenzar desde el principio y en todas partes se querría terminar.”

X

Por su parte, Carlota se encuentra animada y bien. Regocíjase con el robusto niño, cuya figura, que promete mucho, ocupa a todas horas su mirada y su espíritu. Mediante él establece nuevas relaciones con el mundo y con la posesión que habita; vuelve a reanimarse su antigua actividad; dondequiera que mire descubre que en el pasado año se ha hecho mucho y siente alegría por lo hecho. Animada por un singular sentimiento, sube a la cabaña de musgo con Otilia y el niño, y al depositar a éste sobre la mesa pequeña, como sobre un doméstico altar, y ver dos sitios todavía vacíos, piensa en los pasados tiempos y se abre paso en ella una nueva esperanza para sí y para Otilia.

Las muchachas jóvenes acaso observan, reservadamente, a este o aquel mancebo con la callada interrogación de si lo desearían por esposo; pero quien tiene que cuidar de una hija o una pupila, fija la vista en un círculo más extenso. Así le sucedía también en este momento a Carlota, a quien no le parecía imposible un enlace del capitán con Otilia, así como ya en otro tiempo se habían sentado en aquella cabaña uno al lado del otro. No desconocía que aquella perspectiva de ventajoso matrimonio había desaparecido de nuevo.

Carlota subió más arriba y Otilia llevó al niño. Aquélla se entregaba a toda suerte de consideraciones. También en tierra firme hay naufragios; convalecer y restablecerse de ellos del modo más rápido es bello y laudable. ¿Acaso la vida sólo debe ser evaluada por ganancias y pérdidas? ¿Quién no forma algún plan y es perturbado en él? ¡Con qué frecuencia se emprende un camino y se es desviado de él! ¡Con qué frecuencia, para alcanzar otra más elevada, somos apartados de una meta en que teníamos agudamente clavada nuestra vista! Al coche se le rompe por el camino una rueda con gran enojo del viajero, y, mediante esta desagradable casualidad, alcanza a establecer los más placenteros conocimientos y relaciones, que ejercen influjo sobre su vida entera. El destino presta atención a nuestros deseos, pero a su manera, para poder darnos algo por encima de nuestros deseos.

Haciendo éstas y otras consideraciones análogas, alcanzó Carlota el nuevo edificio de la cima, donde fueron plenamente confirmadas, pues los alrededores eran mucho más bellos de lo que hubiera podido pensarse. Todas las pequeñeces que perturbaban habían sido llevadas lejos a todo alrededor; todo lo bueno del paisaje, lo que la Naturaleza y el tiempo habían hecho en él, sobresalía en toda su pureza y saltaba a la vista, y ya verdeaban los árboles de las nuevas plantaciones, destinados a llenar algunos huecos y a ligar gratamente las partes aisladas.

La casa misma era casi habitable; la vista, sumamente diversa, sobre todo desde las habitaciones de arriba. Cuanto más tiempo se miraba el contorno, más bellezas se descubrían en él. ¡Qué efectos tenían que producir aquí las diversas horas del día, la Luna y el Sol! Permanecer allí era altamente deseable; y ¡qué pronto había vuelto a despertarse en Carlota el gusto de construir y crear, ya que encontraba hechos todos los rudos trabajos! Un ebanista, un tapicero, un pintor, que sabían aprovechar modelos y aplicar ligeros dorados: sólo esto fue menester, y en breve tiempo estuvo dispuesto el edificio. Despensa y cocina fueron instaladas rápidamente, pues dado el alejamiento del castillo había que reunir en torno a sí cuanto se necesitara. De este modo, las damas con el niño habitaron entonces allá arriba, y desde esta residencia, como desde un nuevo centro, abríanse ante ellas inesperados paseos. Gozaron placenteramente, en una región más elevada, del fresco aire libre de aquel hermosísimo tiempo.

El camino predilecto de Otilia, que recorría a veces con el niño, bajaba hacia los plátanos por un cómodo sendero que llevaba después al punto donde estaba amarrada una de las canoas, con la que se solía atravesar a la otra orilla. Disfrutaba a veces de un paseo acuático, sólo que sin el niño, porque Carlota mostraba cierto temor por ello. Sin embargo, no dejaba todos los días de visitar al jardinero en el jardín del castillo y de participar amablemente en sus cuidados a sus muchos pupilos: todas las plantas que gozaban ahora de aire libre.

Durante aquel hermoso tiempo fue muy oportuna para Carlota la visita de un inglés, que había conocido en viaje a Eduardo, lo había encontrado después algunas veces, y tenía ahora la curiosidad de ver el hermoso parque nuevo, del cual tanto bueno oía contar. Traía una carta de recomendación del conde y presentó al mismo tiempo, como su acompañante, a un hombre silencioso pero muy agradable. Como recorría los alrededores, ya con Carlota y Otilia, ya con los jardineros y guardas, frecuentemente con su compañero, y a veces solo, bien podía advertirse, por sus observaciones, que era un aficionado y un conocedor de tales trazados, y que él mismo había ejecutado también muchos semejantes. Aunque ya de edad, participaba de alegre manera en todo lo que puede redundar en ornamento de la vida y hacerla más valiosa.

En su compañía comenzaron a gozar plenamente las damas de las bellezas de los alrededores. Su experta mirada percibía cada efecto en toda su frescura, y tanto más le gustaba lo allí formado, cuanto que no había conocido antes la comarca y apenas sabía distinguir lo que allí se había hecho de lo que la Naturaleza había suministrado.

Bien puede decirse que el parque creció y se enriqueció con sus observaciones. Ya anticipadamente conocía lo que prometían las nuevas plantaciones que aspiraban a desarrollarse. No dejaba de notar ningún lugar donde todavía hubiera alguna belleza que realzar o poner a la vista. Aquí señalaba un manantial, que, una vez limpio, prometía ser el ornamento de toda una parte de la floresta; allí era una cueva, que, desembarazada y ampliada, podía dar un propicio lugar de reposo, ya que sólo se necesitaba hacer caer unos cuantos árboles para divisar desde ella unas magníficas masas de amontonados peñascos. Felicitaba a los habitantes porque todavía les quedaba tanto que terminar, y les requirió para que no se apresuraran, sino que reservaran para sucesivos años el placer de crear y arreglar.

Por lo demás, en modo alguno era gravoso fuera de las horas de vida social, pues la mayor parte del día se ocupaba en recoger y dibujar, con una cámara oscura portátil, las pintorescas vistas del parque, para, de este modo, obtener un hermoso fruto de sus viajes para sí y para los otros. Hacía esto desde varios años en todas las comarcas importantes, y así se había proporcionado una colección de vistas muy agradables e interesantes. Mostró a las damas una gran cartera que llevaba consigo, y las entretuvo, ya con los dibujos, ya con sus explicaciones. Celebraron recorrer tan cómodamente el mundo, allí, desde su soledad; ver pasar ante sí riberas y puertos, montañas, lagos y ríos, ciudades, castillos y otros muchos lugares que tenían nombre en la Historia.

Ambas mujeres tenían en ello un interés especial; Carlota, el más general, justamente por aquello donde se encontraba algo históricamente curioso, mientras que Otilia se detenía con preferencia en las comarcas de que solía hablar mucho Eduardo, donde le había gustado demorarse, adonde había vuelto repetidas veces, pues para cada hombre hay, en lo próximo y lo remoto, ciertas particularidades de lugar, que, según su carácter, a causa de la primera impresión, de ciertas circunstancias, de la costumbre, lo atraen y son para él especialmente gratas y estimulantes.

Por eso, preguntóle al lord dónde se encontraba más a gusto y dónde asentaría su morada si tuviera que escoger. Entonces supo él mostrar más de una bella comarca y comunicar muy sabrosamente, en su francés dotado de un acento tan peculiar, lo que allí le había acontecido para hacerla querida y valiosa para él.

En cambio, a la pregunta de dónde residía ahora habitualmente, dónde le gustaba más volver, respondió con desenvoltura, pero de una manera inesperada para las señoras:

—Me he acostumbrado ahora a sentirme en todas partes como en mi casa, y, al final, no encuentro nada tan cómodo como que los otros edifiquen, labren las tierras y gobiernen en un lugar para mí. No siento nostalgia de volver a mis propios dominios, en parte por motivos políticos, pero principalmente porque mi hijo, para quien en realidad lo había hecho y dispuesto todo, a quien esperaba transmitirlo, con quien esperaba aún disfrutarlo, no tomó interés por nada, sino que se marchó a la India, para allí, como muchos otros, utilizar más altamente su vida o quizá para dilapidarla. Cierto que hacemos muy excesivos preparativos para la vida. En vez de comenzar en seguida a disfrutar con una posición modesta, nos extendemos cada vez más para que nos resulte cada vez más incómoda. ¿Quién goza ahora de mis edificios, de mi parque, de mis jardines? No yo, ni siquiera los míos; gente extraña, curiosa, viajeros inquietos. Aun con amplios medios, nunca nos sentimos instalados más que a medias, especialmente en el campo, donde nos falta mucho de lo acostumbrado en la ciudad. El libro que desearíamos más ardientemente no está a nuestro alcance, y se ha olvidado precisamente lo que necesitamos más. Nos instalamos siempre como en morada definitiva, para volver después a trasladarnos otra vez, y si no lo hacemos voluntaria y espontáneamente, entonces actúan la situación, las pasiones, las casualidades, la necesidad y qué sé yo cuántas cosas más.

El lord no sospechaba lo hondamente que eran afectadas las amigas por sus consideraciones. ¿Y cuántas veces no está expuesto a este peligro quien enuncia una consideración general, hasta en una sociedad cuyas circunstancias le son, por lo demás, conocidas? No eran nuevas para Carlota estas heridas casuales, producidas hasta por gente benévola y bien intencionada, y el mundo se desplegaba tan claramente ante sus ojos, que no sentía ningún especial dolor aunque alguien la obligara, irreflexiva e imprudentemente, a dirigir su mirada, aquí o allí, hacia un lugar desagradable. En cambio Otilia, que en su juventud semiinconsciente más bien adivinaba que veía, a quien le era lícito, hasta necesario, apartar la mirada de lo que no quería ni debía ver, Otilia fue colocada por estos tristes discursos en una situación espantosa, pues se desgarró ante ella, con violencia, el gracioso velo que envolvía su conciencia, y le pareció como si todo lo que hasta entonces se había hecho en la casa y los cultivos, en el jardín, el parque y en todo el contorno, fuera realmente vano, porque aquel a quien pertenecía todo no gozaba de ello, porque también él, como el huésped presente, había sido forzado por las personas más queridas y más próximas, a vagar por el mundo, y a la verdad de la manera más peligrosa. Se había acostumbrado a oir y callar; pero esta vez se encontraba en la situación más angustiosa, la cual más bien fue aumentada que disminuida por el siguiente discurso del extranjero, quien prosiguió con grave singularidad y circunspección:

—Ahora creo estar en el recto camino —dijo—, ya que continuamente me considero como viajero que renuncia a mucho para gozar de mucho. Estoy habituado al cambio, hasta es una necesidad para mí, así como en la ópera siempre se espera una nueva decoración, precisamente porque ya han sido presentadas tantas. Es sabido para mí lo que me es dado prometerme de la mejor y de la peor posada: sea tan buena o tan mala como se quiera, en ninguna parte encuentro lo acostumbrado, y al final de cuentas, viene a ser lo mismo depender por completo de una necesaria costumbre o de una arbitraria casualidad. Por lo menos, ahora no tengo el disgusto de que cualquier cosa esté mal colocada o perdida, de que no pueda utilizar una habitación de uso diario porque hay que hacerla reparar, de que me rompan una taza querida y que durante algún tiempo no haya cosa que quiere saberme bien en ninguna otra. Estoy exento de todo eso; y si la casa comienza a arder sobre mi cabeza, mis servidores hacen tranquilamente el equipaje y nos marchamos de su recinto y de la ciudad. Y con todas estas ventajas, si hago con exactitud las cuentas, al cabo del año no he gastado más de lo que me hubiera costado vivir en mi casa.

En esta descripción, Otilia sólo veía ante sí a Eduardo; sólo veía cómo también él, con privaciones y fatigas, marchaba por ásperos caminos, dormía en pleno campo con riesgo e indigencia, y en medio de tanta inestabilidad y peligros, se acostumbraba a estar sin hogar y sin amigos, a renunciar a todo, sólo para no poder perderlo. Felizmente, la sociedad se separó por algún tiempo. Otilia encontró espacio para llorar en soledad. Ningún abrumante dolor había hecho presa con más violencia en sus entrañas que esta claridad que todavía se esforzaba por trocar en más clara, como suele uno atormentarse a sí mismo, una vez en camino de ser atormentado.

La situación de Eduardo parecióle tan lastimosa, tan miserable, que costara lo que costara, resolvió cooperar en todo lo posible para que volviera a reunirse otra vez con Carlota, esconder en cualquier secreto lugar su dolor y su amor, engañando estos sentimientos con cualquier especie de actividad.

Mientras tanto, el acompañante del lord, hombre sensato, tranquilo y buen observador, había advertido el desacierto de la conversación y le había revelado a su amigo la semejanza de las situaciones. Éste no sabía nada de las circunstancias que se daban en la familia; sólo que aquel otro, a quien propiamente nada interesaba tanto en los viajes como los acaecimientos extraños que son producidos por circunstancias naturales y artificiales, por el conflicto de lo legal y lo indisciplinado, del entendimiento y de la sensatez, de la pasión y del prejuicio, ya antes de entonces, y más aún en la misma casa, había adquirido noticia de todo lo que había pasado y estaba pasando.

Lamentólo el lord, pero sin que por ello se sintiera turbado. Habría que callar totalmente en sociedad, si alguna vez no debiera uno llegar a este caso, pues no sólo las observaciones importantes, hasta las más triviales manifestaciones pueden chocar de manera disonante con el interés de los presentes.

—Reparemos el daño esta noche —dijo el lord—, nos abstendremos de temas generales. Haga usted oir a la sociedad alguna de las muy agradables y significativas anécdotas e historias con que ha enriquecido usted, en nuestros viajes, su cartera y su memoria.

Sólo que ni aun con los mejores propósitos lograron aquella vez los extranjeros regocijar á las amigas con una simple conversación, pues después que el acompañante hubo excitado la atención y provocado en el más alto grado el interés, mediante muchas historias singulares, importantes, alegres, conmovedoras y terribles, pensó terminar con un acontecimiento, cierto que extraño, pero pacífico, sin sospechar lo relacionado que con su auditorio estaba.


LOS RAROS VECINTTOS

Cuento

Dos vecinitos, un niño y una niña, hijos de buena familia y en edad proporcionada para ser algún día esposos, fueron criados juntos con esta agradable perspectiva, y los padres de ambos se regocijaban de su futuro enlace. Pero muy pronto se notó que este designio parecía fracasar al producirse una extraña aversión entre aquellas dos excelentes naturalezas. Acaso eran demasiado semejantes uno a otro. Concentrados los dos en sí mismos, claros en sus quereres, firmes en sus propósitos, amado y respetado cada uno de ellos por sus compañeros, siempre antagonistas cuando estaban juntos, siempre haciendo cosas para sí solos, siempre destruyéndolas mutuamente donde se encontraran, no compitiendo por un mismo objeto, pero siempre luchando por el mismo fin, totalmente buenos y amables, y sólo rencorosos y hasta malos cada uno de ellos en lo que se refería al otro.

Esta singular situación mostróse ya en los juegos infantiles, mostróse al aumentar los años. Y como los muchachos cuando juegan a la guerra se dividen en partidos y suelen darse mutuas batallas, así, cierta vez, la obstinada y animosa niña púsose a la cabeza de uno de los ejércitos y combatió contra el otro, con tal fuerza y encarnizamiento, que éste hubiera tenido que huir vergonzosamente si el particular adversario de la niña no le hubiera hecho frente con mucha bravura, tanto que, por último, desarmó e hizo prisionera a su contraria. Pero aun entonces defendíase ésta tan violentamente, que para preservar sus ojos y no hacer demasiado daño a su enemiga, tuvo que arrancarse él su bufanda de seda y atarla con ella las manos a la espalda.

Esto no se lo perdonó ella jamás; hasta llegó a hacer tales secretos preparativos y tentativas para dañarle, que los padres, que hacía ya tiempo que venían prestando atención a estas singulares pasiones, entendiéronse entre sí y determinaron separar a aquellos dos seres enemigos, renunciando a sus deleitosas esperanzas.

Pronto sobresalió el muchacho en las nuevas circunstancias de su vida. En toda clase de estudios alcanzaba éxitos. Sus protectores y su propia afición le señalaron la carrera de las armas. Dondequiera que se encontraba era querido y respetado. Su poderosa naturaleza sólo parecía actuar para el bienestar, para la conveniencia de los otros, y sin tener clara conciencia de ello, sentíase muy feliz, en su interior, de haber perdido el único antagonista que le había destinado la Naturaleza.

En cambio, la muchacha entró de pronto en un diferente género de vida. Sus años, su creciente educación y, más que nada, cierto sentimiento interno, apartáronla de los juegos violentos en los que solía ejercitarse hasta entonces en compañía de muchachos. En conjunto, parecía faltarle algo, no había nada a su alrededor que fuera digno de excitar su odio. Amable no le había parecido aún nadie.

Un joven de más edad que su antiguo vecino y antagonista, de calidad, fortuna e importancia, apreciado en sociedad, buscado por las damas, puso en ella todo su cariño. Era la primera vez que un amigo, un enamorado, un servidor, se afanaba por ella. La preferencia que le concedía él sobre otras muchas, que eran de más edad, mejor educadas, más brillantes y de más pretensiones que ella, le fue en extremo grata. Su seguida atención, sin que hubiera sido nunca inoportuno; su fiel asistencia en diversas circunstancias desagradables; su manera de solicitarla de sus padres, cierto que manifiesta, pero tranquila y sólo en un terreno de esperanzas, ya que a la verdad ella era todavía muy joven, todo esto la enamoró de él, a lo cual aportaron lo suyo la costumbre y las circunstancias externas, ya que sus relaciones eran dadas como conocidas por el mundo. Con tanta frecuencia había sido llamada novia, que, por último, ella misma se tuvo por tal, y ni ella ni ninguna otra persona pensó que aún sería necesaria otra prueba cuando cambió el anillo con aquel que tanto tiempo había sido tenido por su novio.

El tranquilo curso que había tomado la totalidad del asunto no fue tampoco acelerado por los esponsales. Por ambas partes se dejó que todo continuara como hasta entonces; eran felices con la vida en común, y a todo trance quería disfrutar aún de la buena estación, como primavera de una futura vida más seria.

Mientras tanto, el ausente había alcanzado la más bella perfección en sus estudios, ascendido un merecido grado en su carrera, y vino con permiso para visitar a los suyos. De una manera absolutamente natural, pero, sin embargo, extraña, volvió a encontrarse otra vez ante su bella vecina. En los últimos tiempos sólo había alimentado ella en sí amables sentimientos familiares y de novia; estaba en armonía con todo lo que la rodeaba; creía ser feliz, y además, en cierto modo, lo era. Pero ahora, por primera vez desde hacía mucho tiempo, algo volvía a oponerle resistencia; no era una cosa odiosa, pues se había hecho incapaz de odiar; hasta el odio infantil, que realmente sólo había sido un oscuro reconocimiento del interno valor, exteriorizábase ahora en un alegre asombro, una favorable consideración, placenteras confesiones, una aproximación semivoluntaria y semiinvoluntaria y, sin embargo, forzosa, todo lo cual era recíproco. La larga separación dio motivo para largas conversaciones. Hasta aquella falta de razón infantil sirvióles como festivo recuerdo a los ya educados, y era como si tuvieran que compensar aquel grotesco odio con un trato amistosamente atento, como si aquel poderoso desconocimiento no debiera quedar sin ser compensado ahora con un pronunciado reconocimiento.

Por parte de él, todo permaneció dentro de la medida de lo razonable y deseable. Su profesión, sus relaciones, sus aspiraciones, su ambición, lo ocupaban tan ampliamente, que aceptó con agrado las amabilidades de la hermosa novia como un regalo merecedor de gratitud, pero sin considerarla por ello en relación alguna con él mismo o envidiársela al novio, con quien por lo demás estaba en los términos mejores.

Mas en ella, por el contrario, todo se mostraba de muy otra manera. Parecía como si despertara de un sueño. La lucha con su joven vecino había sido su primera pasión, y esta violenta lucha, bajo la forma de la resistencia, sólo había sido una inclinación violenta y, por decirlo así, innata. También en el recuerdo no se le presentaban de otro modo las cosas sino como si lo hubiera amado siempre. Se sonreía de aquellas hostiles provocaciones con las armas en la mano; quería recordarse, como del más agradable sentimiento, de cuándo él la había desarmado; se imaginaba haber experimentado la mayor felicidad cuando él la había atado, y todo lo que ella había emprendido para su daño y enojo, sólo se le representaba como un inocente medio de atraer hacia sí la atención del muchacho. Maldecía aquella separación; lamentaba el sueño en que había caído; execraba la lánguida y adormecedora costumbre que había podido llegar a darle un novio tan insignificante; estaba transformada, doblemente transformada; había avanzado y había vuelto hacia atrás, según quiera la cosa tomarse.

Si alguien hubiera podido descubrir los sentimientos que mantenía secretos y acompañarle en ellos, no la habría censurado, pues, a la verdad, el novio no podía sostener la comparación con el vecino en cuanto se les veía uno junto a otro. Si al uno no se le podía negar cierta fiducia, inspiraba el otro la más plena confianza; si el uno podía ser agradable en sociedad, deseábase al otro como compañero; y si se pensaba en una mayor simpatía, en casos extraordinarios, habríase quizá dudado del uno, si en el otro se tenía perfecta seguridad. En las mujeres hay un innato tacto para tales relaciones y tienen motivos y ocasiones para cultivarlo.

Cuanto más alimentaba secretamente en sí la hermosa novia tales sentimientos; cuanto menos había nadie que estuviera en el caso de enunciar lo que podía hablar en favor del novio, lo que aconsejaban y disponían las circunstancias y el deber, hasta lo que parecía exigir irrevocablemente una inmutable necesidad, tanto más se entregaba a su parcialidad el bello corazón; y, de un lado, al estar ella inextinguiblemente ligada por el mundo y la familia al novio y su propia promesa; de otro, al no hacer ningún secreto el ambicioso mancebo de sus opiniones, planes y perspectivas; al mostrarse sólo hacia ella como un hermano fiel, ni siquiera tierno, y al hablar únicamente de su partida inmediata, pareció como si el anterior espíritu infantil de la muchacha volviera a despertar con todas sus malicias y violencias, y en un grado más alto de la vida se preparara, con despecho, a actuar de modo más importante y nocivo. Decidió morir, para castigar por su indiferencia al antes tan odiado y ahora tan violentamente querido; por lo menos desposarse eternamente con su imaginación y su arrepentimiento, ya que no debía poseerlo. No debía él poder librarse de su fúnebre imagen, no debía cesar de hacerse reproches por no haber conocido, averiguado ni estimado sus sentimientos.

Esta extraña locura la acompañaba a todas partes. La ocultaba bajo diversas formas, y aunque le parecía rara a las gentes, sin embargo, nadie prestó a ello atención o fue lo bastante perspicaz para descubrir su interna causa verdadera.

Entretanto, amigos, parientes y conocidos habíanse agotado disponiendo diversas fiestas. Apenas pasaba día sin que hubiera sido preparado algo nuevo y extraordinario. Apenas quedaba un lugar hermoso en los alrededores que no hubiera sido decorado y preparado para el recibimiento de muy alegres huéspedes. También nuestro joven forastero quiso hacer lo que le correspondía antes de su regreso, e invitó a la joven pareja, con un íntimo círculo de familia, a una excursión por el río. Se embarcaron en una barca grande, bella y bien engalanada, uno de esos yates que presentan una pequeña sala y algunas habitaciones, y que procuran transferir al agua las comodidades de tierra firme.

Se deslizaron con música por el gran río; la sociedad habíase reunido en los recintos interiores, durante las horas de calor del día, para divertirse con juegos de ingenio y azar. El joven, anfitrión, que jamás podía permanecer ocioso, habíase sentado al timón para relevar al viejo patrón, que se había dormido a su lado; y justamente necesitaba el velador de todo su cuidado, porque se acercaban a un paraje donde había dos islas que estrechaban el lecho del río, y habían hecho peligroso el paso, extendiendo, tan pronto por un lado como por el otro, sus bajas márgenes guijarrosas. El cauto y perspicaz timonel estaba casi tentado a despertar al maestro; pero confió en sí mismo y avanzó hacia ¡a angostura. En aquel momento apareció sobre cubierta su hermosa enemiga con una corona de flores sobre los cabellos. Se la quitó y se la arrojó al timonel.

—Toma esto como recuerdo —exclamó.

—No me estorbes —contestó él, recogiendo la corona—; necesito de toda mi atención y mis fuerzas.

—No te estorbaré más —exclamó ella—; ¡no volverás a verme!

Al decir esto, corrió hacia la proa del navío, de donde saltó al agua.

Algunas voces exclamaron:

—¡Salvadla! ¡Salvadla! ¡Se ahoga!

Encontrábase él en la perplejidad más espantosa. El viejo patrón despierta con el ruido, quiere coger el timón; el joven entregárselo; pero no tienen tiempo de cambiar el mando; embarranca la barca, y precisamente en aquel momento, despojándose de las más embarazosas piezas de su vestido, precipítase él en el agua y nada tras su hermosa enemiga.

El agua es un amable elemento para quien la conoce y sabe tratarla. Lo sostuvo, y el hábil nadador la dominó. Bien pronto había alcanzado a la hermosa, arrastrada ante él; la tomó, supo levantarla y conducirla; ambos fueron fuertemente arrastrados por la corriente, hasta que hubieron dejado muy atrás las islas y las gleras, y el río comenzaba otra vez a deslizarse ancho y descansado. Sólo entonces fue animándose, fue reponiéndose él del primer enojoso apuro, en el cual sólo había procedido sin reflexión, mecánicamente; miró a su alrededor con levantada cabeza, y nadó con todas sus fuerzas hacia un paraje, bajo y arbolado, que, agradable y propicio, se perdía en el río. Puso allí en seco a su hermosa presa; pero en ella no se podía advertir ningún soplo de vida. Estaba en la desesperación, cuando le saltó a la vista un muy transitado sendero que corría entre las matas. Echó de nuevo sobre sí su preciosa carga; pronto descubrió una solitaria morada y llegó a ella. Encontró allí unas buenas gentes, un joven matrimonio. La desgracia, la urgencia, fueron velozmente explicadas. Lo que pidió, después de algunas reflexiones, fue realizado. Comenzó a arder un vivo fuego; unas mantas de lana fueron extendidas sobre un lecho; pieles, zaleas y todo lo demás que podía dar calor fue traído rápidamente. El ansia de salvarla se sobrepuso entonces a toda otra consideración. No fue omitido nada para volver a traer a la vida el hermoso desnudo cuerpo semirrígido. Logróse. Abrió los ojos, descubrió al amigo, ciñó su cuello con sus celestiales brazos. Permaneció así largo tiempo, un torrente de lágrimas precipitóse de sus ojos y terminó su curación.

—¿Quieres abandonarme —exclamó ella—, ya que así vuelvo a encontrarte?

—¡Jamás! ¡Jamás! —exclamó él, sin saber lo que decía ni lo que hacía—. Pero cuídate —añadió—, cuídate; piensa en ti misma, por ti y por mí.

Entonces pensó ella en sí misma, y sólo entonces notó el estado en que se hallaba. No podía avergonzarse ante su predilecto, ante su salvador; pero gustó de hacerle salir a fin de que también él pudiera ocuparse de sí, pues lo que rodeaba su cuerpo estaba todavía mojado y chorreante.

Los jóvenes esposos deliberaron: ofrecióle él al mancebo y ella a la hermosa sus trajes de boda, que aún estaban allí colgados, sin faltarles nada para vestir a una pareja de la cabeza a los pies y de dentro afuera. En breve tiempo los dos héroes de la aventura estuvieron no sólo vestidos, sino adornados. Estaban graciosísimos; se contemplaron con mutuo asombro al acercarse, y cayeron uno en brazos de otro, violentamente, con ilimitada pasión, y, sin embargo, semisonriéndose de su disfraz. La fuerza de la juventud y la vivacidad del amor los repusieron plenamente en pocos momentos, y sólo faltaba la música para invitarlos a la danza.

Haber pasado del agua a la tierra, de la muerte a la vida, del círculo de la familia a un desierto, de la desesperación a las delicias, de la indiferencia al cariño, a la pasión, y todo en un instante... La cabeza no sería suficiente para concebirlo; saltaría o se turbaría. El corazón tiene que poner la mayor parte en ello, si ha de ser soportada tal sorpresa.

Totalmente perdido el uno en el otro, sólo al cabo de algún tiempo pudieron pensar en el miedo, en la preocupación de los que habían dejado atrás, y casi ellos mismos no podían pensar sin miedo ni preocupación en cómo volverían a presentarse a los otros.

—¿Huiremos? ¿Nos esconderemos? —dijo el mancebo.

— Estaremos juntos —dijo ella, colgándose de su cuello.

El campesino que había sabido por ellos la historia de la barca embarrancada, corrió a la ribera sin preguntar más. La embarcación venía navegando felizmente; había sido puesta a flote con mucho trabajo. Avanzaban a la ventura con la esperanza de volver a encontrar a los perdidos, Por eso, cuando el campesino llamó la atención de los navegantes con gritos y señas, corrió a un paraje donde se mostraba un sitio favorable para desembarcar sin cesar en sus señas y gritos; el navío se dirigió hacia la orilla, y ¡qué espectáculo cuando desembarcaron! Los padres de ambos prometidos fueron los primeros que se lanzaron a tierra; el enamorado novio casi había perdido el conocimiento. Apenas habían sabido que los queridos hijos estaban salvados, cuando ellos mismos salieron de la espesura con sus extraños disfraces. No los reconocieron antes de que se les hubieran acercado por completo.

—¿A quién vemos? —exclamaron las madres.

—¿Qué vemos? —exclamaron los padres.

Los salvados se postraron ante ellos.

—A vuestros hijos —exclamaron—, un matrimonio.

—Perdón —clamó la muchacha.

—Dadnos vuestra bendición —clamó el mancebo.

—Dadnos vuestra bendición —clamaron ambos, ya que todo el mundo estaba mudo de sorpresa.

—Vuestra bendición —se oyó por tercera vez, y ¿quién hubiera podido negársela?

XI

Hizo una pausa el narrador, o más bien había ya terminado, cuando tuvo que notar que Carlota estaba altamente conmovida; hasta la vio levantarse y dejar la habitación con un mudo saludo, pues la historia era conocida para ella. Aquel acaecimiento había ocurrido en realidad entre el capitán y una vecina suya, cierto que no del todo como el inglés lo refería, pero no estaba alterado en los rasgos principales, sólo más perfilado y adornado en los detalles, como suele ocurrir con tales historias cuando pasan primero por la boca del vulgo y después por la fantasía de un narrador espiritual dotado de buen gusto. Al final suele quedar todo, pero nada como ocurrió.

Otilia siguió a Carlota, como los dos mismos extranjeros lo deseaban, y entonces llegó el turno del lord para observar que quizá habían vuelto a cometer una falta contando algo conocido de la familia o acaso relacionado con ella.

—Tenemos que guardarnos —prosiguió— de no ocasionar un mal aún mayor. A cambio de lo mucho bueno y agradable de que aquí disfrutamos, parece que les traemos poca alegría a las damas del castillo; tratemos de despedirnos de una manera conveniente.

—Tengo que confesar —repuso el acompañante— que aún hay otra cosa que me detiene aquí, sin cuya aclaración y detallado conocimiento no abandonaría con gusto esta casa. Ayer, cuando fuimos por el parque con la cámara oscura portátil, estaba usted demasiado ocupado, milord, en elegir un punto de vista verdaderamente pintoresco para que hubiera podido observar lo que ocurría a su lado. Se apartó usted del camino principal, para llegar a un sitio poco visitado, junto al lago, que presentaba una vista encantadora desde la otra orilla. Otilia, que nos acompañaba, dudó en seguirnos, y rogó que se le permitiera trasladarse allí en bote. Me embarqué con ella, y tuve gran alegría al ver la destreza de la hermosa batelera. Le aseguré que desde Suiza, donde también las muchachas más encantadoras ocupan el puesto del barquero, no había vuelto a ser mecido sobre las ondas de modo tan agradable; pero no pude abstenerme de preguntar por qué había evitado recorrer aquel camino que rodeaba el lago, pues realmente, en su manera de esquivarlo, había habido una especie de miedosa confusión. “Si usted no quiere reírse de mí —respondió amablemente—, podré darle algunos informes sobre ello, aun cuando para mí misma haya aquí un misterio. Jamás he podido pasar por ese camino sin que me haya asaltado un estremecimiento muy particular que no suelo sentir en ninguna otra parte y que no sé explicarme. Por eso prefiero evitar el exponerme a tal impresión, tanto más que en el mismo momento se me presenta un dolor en el lado izquierdo de la cabeza que, por lo demás, también suele atormentarme en otras ocasiones.” Desembarcamos, Otilia conversó con usted y mientras tanto examiné el sitio que me había señalado claramente desde lejos. Pero ¡qué grande fue mi sorpresa cuando descubrí muy claros indicios de carbón de piedra, que me convencieron de que acaso con algunas excavaciones se encontraría en las profundidas un abundante yacimiento! Dispense usted, milord; lo veo sonreír y sé muy bien que sólo como hombre prudente y como amigo es usted indulgente con mi apasionado interés por estas cosas en las que usted no tiene ninguna fe; pero me es imposible partir de aquí sin haber experimentado también con esta hermosa niña las oscilaciones del péndulo.

Jamás podía ocurrir, cuando se trataba de aquel asunto, que el lord no repitiera una vez más sus objeciones, escuchadas con modestia y paciencia por el acompañante, quien, sin embargo, al final perseveraba en su opinión y sus deseos. También él hacía saber repetidamente que porque en tales experiencias no tuviera éxito todo el mundo, no había que abandonar la cosa, sino que más bien se tenía que investigar de una manera más fundamental y seria, ya que de fijo todavía se revelarían numerosas relaciones y afinidades de los seres inorgánicos entre sí, de los seres orgánicos con aquéllos y también entre sí, que nos son desconocidas actualmente.

Ya había extendido su aparato de anillos de oro, marcasita y otras sustancias metálicas, que siempre llevaba consigo en un hermoso estuche, y para experimentarlo hizo descender unos metales pendientes de hilos sobre otros metales puestos horizontalmente.

—Le perdono a usted, milord, la maligna alegría que leo en su semblante —dijo al mismo tiempo—, al ver que conmigo ni por mí no quiere moverse nada. Pero mi operación es sólo un pretexto. Cuando regresen las damas, deben sentirse curiosas por saber qué raras empresas hemos acometido aquí.

Volvieron las señoras. Carlota comprendió en el acto de lo que se trataba.

—He oído hablar mucho de esas cosas —dijo—, pero nunca he visto producirse ningún efecto. Ya que ha preparado usted todo tan lindamente, déjeme probar si no se mueve también conmigo.

Cogió en la mano el hilo y, como lo hacía con formalidad, lo mantuvo firme y sin emocionarse, sólo que tampoco se pudo observar ni la menor oscilación. Entonces Otilia fue obligada a hacer lo mismo. Aún más tranquila, despreocupada e inconscientemente sostuvo el péndulo sobre los metales puestos abajo. Pero en el mismo momento el suspendido cuerpecillo fue arrebatado como un franco torbellino, y, según se cambiaba lo puesto debajo, tan pronto giraba hacia un lado como hacia otro; ahora en círculo, después en elipse, o bien

tomaba impulso en línea recta, tal como podía haberlo esperado el acompañante y aun más allá de su esperanza.

El mismo lord quedó algo perplejo, mas el otro no podía poner fin a los ensayos de puro placer y anhelo, y siempre pedía nuevas repeticiones y variaciones de los experimentos. Otilia era lo bastante complaciente para acceder a sus deseos, hasta que, por fin, le rogó amablemente que la licenciara, porque volvía a presentarse su dolor de cabeza. El otro, asombrado y hasta encantado de ello, aseguróle con entusiasmo que la curaría completamente de aquel mal si se confiaba a su tratamiento. Tuvieron un instante de indecisión; pero Carlota, que comprendió en seguida de lo que se trataba, rehusó la bien intencionada oferta, porque no estaba dispuesta a consentir en su proximidad una cosa contra la cual siempre había sentido una fuerte prevención.

Los extranjeros partieron, y aunque las damas no habían sido afectadas por ellos de manera singular, dejaron, sin embargo, tras sí el deseo de que se les volviera a encontrar en alguna parte. Carlota aprovechaba ahora los hermosos días para acabar de pagar sus visitas a la vecindad, las que apenas lograba ver concluidas, ya que toda la comarca se había hasta entonces ocupado diligentemente de ella, algunos por verdadero interés, otros simplemente a causa de la costumbre. En casa le daba ánimos la vista del niño; era ciertamente digno de todo cariño, de todo cuidado. Veíase en él un niño admirable, casi un prodigio, extremadamente grato a la vista por su tamaño, proporciones, fortaleza y salud, y lo que aún asombraba más en él era aquel doble parecido que se le descubría. Por los rasgos de su semblante y por toda su forma, el niño se parecía cada vez más al comandante; los ojos podían diferenciarse cada vez menos de los de Otilia.

Llevada por esta singular afinidad, y acaso aún más por el hermoso sentimiento de las mujeres que las induce a rodear de tierno cariño al hijo de un hombre amado, aunque sea de otra, Otilia era para la naciente criatura tanto como una madre o, más bien, como otra clase de madre. Si Carlota se alejaba, quedaba Otilia sola con el niño y el ayo. Desde hacía algún tiempo, celosa del muchachillo, hacia quien únicamente parecía dirigido el cariño de su señora, Nanni se había alejado obstinadamente de ella y había vuelto a casa de sus padres. Prosiguió Otilia sacando al aire libre al niño y se acostumbró a paseos cada vez más largos. Tenía consigo el frasco de leche para darle al niño su alimento cuando fuera necesario. Rara vez dejaba de llevar al mismo tiempo un libro, y así, con el niño en los brazos, leyendo y paseando, figuraba una muy linda pensierosa.

XII

El objeto principal de la campaña estaba conseguido, y Eduardo, ornado de condecoraciones, había sido gloriosamente licenciado. Volvió a dirigirse en seguida a aquella pequeña propiedad, donde encontró circunstanciadas noticias de los suyos, a quienes había hecho observar perspicazmente sin que lo notaran ni supieran. Su tranquilo retiro lo acogió del modo más placentero, pues, según sus disposiciones, en aquel tiempo habían arreglado, mejorado y hecho prosperar' diversas cosas, de modo que los jardines y sus alrededores compensaban lo que les faltaba en extensión y anchura con su interior y con las bellezas de que podía disfrutarse allí a su lado.

Eduardo, acostumbrado a un paso más resuelto por un curso más rápido de vida, propúsose ejecutar ahora aquello que había tenido tiempo sobrado para reflexionar. Ante todo llamó al comandante. Grande fue la alegría de volver a verse. Las amistades juveniles, como las consanguinidades, tienen la importante ventaja de que jamás son profundamente dañadas por errores y desavenencias de cualquier clase que sean, y las antiguas relaciones vuelven a establecerse al cabo de algún tiempo.

En el alegre recibimiento informóse Eduardo de la situación, y supo lo plenamente que, siguiendo sus deseos, había favorecido la buena suerte al comandante. Medio en broma y con tono íntimo preguntóle en seguida Eduardo si no estaba también a punto de concertar una bella unión. El amigo lo negó con gran seriedad.

—No puedo ni debo ser disimulado —prosiguió Eduardo—; tengo que descubrirte en el acto mis ideas y propósitos. Conoces mi pasión por Otilia y has comprendido hace mucho tiempo que es ella la que me ha lanzado a hacer esta campaña. No te niego que había deseado librarme de una vida que sin Otilia no me servía para nada; sólo que al mismo tiempo tengo que confesarte que no podía lograr de mí mismo que despertara por completo. ¡Tan hermosa, tan apetecible era la dicha con ella, que me era imposible una absoluta renuncia! ¡Tantos consoladores presentimientos, tantos alegres signos, habían fortalecido en mí la creencia, la ilusión de que Otilia podía ser mía! No se quebró una copa marcada con nuestras iniciales, lanzada por los aires cuando la colocación de la piedra fundamental, sino que fue recogida y está otra vez en mis manos. Por tanto, quiero yo —me dije, después de haber pasado tantas horas de duda en este solitario lugar—, quiero yo ponerme a mí mismo en lugar de la copa como signo de si es o no posible nuestra unión. Iré y buscaré la muerte no como un desesperado, sino como alguien que espera vivir. Otilia debe ser el premio por el cual combato; ella debe ser lo que yo espero ganar, conquistar detrás de cada orden de batalla enemiga, en cada atrincheramiento, en cada plaza fuerte sitiada. Quiero hacer milagros con el deseo de resultar ileso, con la intención de ganar a Otilia, no de perderla. Estos sentimientos me han guiado, me han asistido a través de todos los peligros; pero ahora me encuentro como alguien que ha alcanzado su meta, que ha sobrepasado todos los obstáculos, a quien ya nada se le atraviesa en su camino. Otilia es mía, y lo que todavía se alza entre este pensamiento y su ejecución sólo puedo considerarlo como insignificante.

—Borras con unos cuantos trazos —repuso el comandante— todo lo que se te podría y debería oponer, y, sin embargo, hay que repetirlo. A tu propio cargo dejo que traigas a tu memoria, en todo su valor, las relaciones que te unen con tu esposa; pero por ella y por ti estás en el deber de no ofuscarte acerca de ellas. Mas ¿cómo podré recordar tan sólo que os ha sido dado un hijo, sin expresar al mismo tiempo que os pertenecéis uno a otro para siempre, que por ese ser tenéis obligación de vivir juntos para que juntos podáis cuidar de su educación y de su bien futuro?

—Es pura vanidad de los padres —repuso Eduardo— imaginarse que su existencia sea tan necesaria para los hijos. Todo lo que vive encuentra sustento y auxilio; y si después de la temprana muerte del padre no tiene el hijo una juventud tan cómoda y bien dotada, acaso precisamente por eso adquiera una preparación más rápida para el mundo mediante el temprano reconocimiento de que tiene que acomodarse a otros, cosa que más pronto o más tarde todos tenemos que aprender. Y aquí no se trata de eso: somos lo bastante ricos para dejar bien acomodados a varios hijos, y en modo alguno es un deber, ni siquiera una buena obra, amontonar tantos bienes sobre una sola cabeza.

Cuando el comandante pensaba significarle en algunos rasgos el valor de Carlota y sus relaciones con Eduardo, sostenidas durante tanto tiempo, Eduardo lo interrumpió con violencia:

—Hemos cometido una necedad que comprendo harto bien. Quien a cierta edad quiere realizar deseos y esperanzas de la más temprana juventud, engáñase siempre, pues cada decenio del hombre tiene su propia felicidad, sus propias esperanzas y perspectivas. ¡Ay del hombre que por las circunstancias o sus ilusiones es inducido a asir lo futuro o lo pasado! Hemos cometido una necedad; ¿es preciso que sea para la vida entera? Por cualquier especie de escrúpulo, ¿debemos renunciar a lo que no nos niegan las costumbres del tiempo? ¿En cuántas cosas se retracta el hombre de sus propósitos, de sus acciones, y precisamente no iba a ocurrir eso aquí, donde se trata de la totalidad y no de un detalle, no de esta o aquella condición de la vida, sino de todo el conjunto de la vida?

El comandante no dejó de representar a Eduardo, de una manera tan hábil como expresiva, las diversas circunstancias referentes a su esposa, su familia, el mundo, sus bienes; pero no logró producir ninguna impresión.

—Amigo mío —repuso Eduardo—, todo eso ha pasado por mi alma en medio del tumulto de la batalla, cuando temblaba la tierra con el incesante tronar de los cañones, cuando las balas mugían y silbaban, caían a derecha e izquierda mis compañeros, mi caballo era herido y mi sombrero agujereado; ha flotado ante mí, junto a la silenciosa hoguera nocturna bajo la estrellada bóveda del cielo. Entonces todas las ligaduras que me atan se presentaban delante de mi alma; he cavilado sobre ellas, me he empapado en su sentimiento, me he apropiado de mí, me he puesto de acuerdo conmigo mismo repetidas veces y ahora para siempre. En tales momentos, ¿cómo podría ocultártelo?, también a ti te tenía presente; también tú eres de mi círculo, y, en realidad, ¿no nos pertenecemos ya uno a otro desde hace mucho tiempo? Si te he quedado a deber algo, llega ahora el caso de pagártelo con réditos; si alguna vez me quedaste a deber algo, te ves ahora en la situación de remunerármelo. Sé que amas a Carlota y ella es bien merecedora de ser amada; sé que no le eres indiferente; y ¿por qué no había ella de reconocer tus méritos? ¡Recíbela de mis manos, condúceme a Otilia y somos los hombres más felices de la Tierra!

—Precisamente porque quieres sobornarme con tan altas dádivas —repuso el comandante—, tengo yo que ser más prudente, más severo. Esa propuesta, que venero en silencio, en lugar de poder facilitar la cuestión, más bien la hace más dificultosa. Como de ti, también se trata ya ahora de mí, y lo mismo que del destino, también del buen nombre y del honor de los hombres, hasta ahora intachables, que por esta acción singular, si no queremos llamarla de otro modo, corren el peligro de aparecer ante el mundo bajo una luz sumamente extraña.

—Precisamente el ser intachables —repuso Eduardo— nos da derecho a exponernos a ser tachados alguna vez. Quien durante toda su vida se ha mostrado como un hombre honrado, hace honrada una acción que parecería dudosa en otros. En cuanto a mí, después de las últimas pruebas que me he impuesto, después de las difíciles y peligrosas acciones que he realizado para los otros, me siento autorizado para hacer también algo para mí. Lo que a ti y a Carlota se refiere, queda entregado al porvenir; pero a mí, ni tú ni nadie me apartará de mis propósitos. Si quiere tendérseme la mano, también yo estoy dispuesto a todo; si se quiere abandonarme a mí mismo o hasta serme contrario, tiene que llegarse al extremo, suceda lo que quiera.

El comandante juzgó que era deber suyo, hasta donde fuera posible, oponer resistencia al propósito de Eduardo, y usó entonces con su amigo de un prudente ardid, pareciendo que cedía y discutiendo sólo la forma y los trámites mediante los cuales se debía alcanzar esta separación, estos nuevos enlaces. Entonces hizo resaltar tantas cosas desagradables, difíciles, inconvenientes, que Eduardo sintió que se ponía de muy mal humor.

—Bien veo —exclamó éste por último— que no sólo de los enemigos, sino que también de los amigos, hay que tomar por asalto lo que se desea. Mantengo fijos mis ojos en lo que quiero, en lo que me es imprescindible; lo asiré, y, a la verdad, pronto, y velozmente. Bien sé que tales situaciones no se anulan ni se forman sin que caiga algo que está ahora en pie, sin que sucumba algo que tendría gusto en persistir. Por reflexión no termina uno de estos asuntos; ante la razón, todos los derechos son iguales, y en el platillo que sube de la balanza siempre puede volver a colocarse un contrapeso. Decídete, por lo tanto, amigo mío, a actuar por mí y por ti, a desembrollar, desenlazar y volver a anudar estas situaciones para mí y para ti. No dejes que te detenga ninguna consideración; ya sin eso hemos hecho que hablara el mundo de nosotros; volverá a hablar otra vez y aún después nos olvidará, como a todas las otras cosas que cesan de ser nuevas, y nos dejará arreglárnoslas como podamos sin tomar parte ya en nuestros asuntos.

El comandante no tenía ningún otro efugio, y tuvo que consentir, por último, que Eduardo tratara del asunto como de algo sabido y admitido de una vez para siempre, que discutiera al detalle cómo se había de disponer todo y que del modo más alegre y hasta con bromas se extendiera acerca del porvenir. Después prosiguió, otra vez grave y reflexivo:

—Si quisiéramos entregarnos a la esperanza, a la expectación de que todo volverá a arreglarse por sí mismo, de que el azar nos guiará y favorecerá, eso sería una ilusión culpable. De este modo es imposible que nos salvemos; no podemos restablecer nuestra calma general; y ¡cómo podría yo consolarme, ya que sin culpa soy el culpable de todo! Mediante mi insistencia he persuadido a Carlota de que te recibiera en casa, y también Otilia sólo vino a nuestro lado a consecuencia de este cambio. Ya no somos dueños de lo que se ha originado de ello, pero somos dueños de neutralizarlo, de dirigir esta situación hacia nuestra dicha. Puedes apartar los ojos de las bellas y amables perspectivas que abro para nosotros; puedes sólo imponerme, imponernos, una triste renuncia, en cuanto lo crees posible, en cuanto fuere posible; ¿acaso no habría también que soportar muchas inconveniencias, incomodidades, enojos, si nos propusiéramos volver a la antigua situación, sin que de ello resultara nada bueno ni alegre? La feliz posición en que te encuentras, ¿te produciría alegrías si te estuviera impedido el visitarme, el vivir conmigo? Y después de lo ocurrido, siempre sería penoso. Carlota y yo, con todos nuestros bienes, nos hallaríamos en una triste situación. Y sí con otras gentes mundanas puedes creer que los años, el alejamiento, embotan tales sentimientos, extinguen impresiones grabadas tan hondamente, piensa que precisamente se trata de esos años que no quiere pasar uno en el dolor y la privación, sino en la alegría y el placer. Y para expresar, aún ahora, al final, lo más importante: aunque nosotros, por nuestra situación externa e interna, pudiéramos por dicha esperar eso, ¿qué debe ser de Otilia, que tendría que abandonar nuestra casa, carecer en la sociedad de nuestros cuidados y arrastrarse miserablemente de un lado a otro por el malvado y frío mundo? Píntame una situación en que Otilia pueda ser feliz sin mí, sin nosotros, y entonces habrás expresado un argumento que es más fuerte que todos los demás, y yo, aunque no lo admita, aunque no pueda rendirme, volveré muy gustosamente a meditarlo, a reflexionar de nuevo sobre él.

Este problema no era fácil de resolver; por lo menos al amigo no se le ocurrió ninguna respuesta satisfactoria, y no le quedó otro remedio que encarecer repetidas veces lo importante, delicada y, en más de un sentido, peligrosa que era toda la empresa, y que, por lo menos, había que reflexionar del modo más grave en cómo habían de acometerla. Eduardo consintió en ello, pero sólo con la condición de que el amigo no lo abandonaría hasta que fuera plenamente de acuerdo sobre el asunto y estuvieran dados los primeros pasos.

XIII

Personas plenamente extrañas e indiferentes entre sí, si viven juntas durante algún tiempo, acaban por mostrarse recíprocamente su vida interna, y tiene que producirse de este modo cierta intimidad. Tanto más es de esperar que no quedara nada oculto entre nuestros dos amigos al volver a habitar reunidos y comunicar uno con otro a diario y a todas horas. Recapitulaban las memorias de su pasada situación, y el comandante no ocultaba que, cuando Eduardo había vuelto de viaje, Carlota lo destinaba a Otilia: que había pensado casarlo más adelante con la hermosa niña. Eduardo, encantado hasta el delirio con este descubrimiento, habló sin recato del afecto mutuo de Carlota y el comandante, el que pintaba con vivos colores, por serle a esta sazón cómodo y favorable.

El comandante no podía negar por completo ni confesarlo por completo; pero Eduardo se confirmaba, se z determinaba cada vez más en sus pensamientos. Lo veía todo, no sólo como posible, sino como ya realizado. Las partes no necesitaban más que consentir en lo que deseaban; de fijo que se podría lograr un divorcio; debía seguir un rápido enlace, y Eduardo quería viajar con Otilia.

Entre todas las cosas agradables que se pinta la imaginación, acaso no haya nada tan encantador como cuando unos enamorados, unos jóvenes esposos esperan gozar de su nueva y reciente situación en un mundo nuevo y reciente, y probar, corroborar, en tan mudables circunstancias, un lazo permanente. Mientras tanto, el comandante y Carlota debían tener un poder ilimitado para ordenar y encaminar, según derecho y equidad, todo lo concerniente a propiedades, fortuna y las demás deseables disposiciones prácticas, en forma que todas las partes pudieran estar contentas. Sin embargo, aquello en que Eduardo parecía insistir más de lo que parecía prometerse los mejores frutos, era de que el niño quedara con la madre, y así el comandante podría educarlo, dirigirlo según sus puntos de vista y desenvolver sus capacidades. No en vano se le había dado, al bautizarlo, el nombre de Otón, que llevaban ambos.

Todo esto se había elaborado tanto en el espíritu de Eduardo, que no quiso dilatar un día más el acercarse a la ejecución. En su camino hacia el castillo alcanzaron una pequeña ciudad donde Eduardo poseía una casa, en la cual quería detenerse y aguardar el regreso del comandante. No obstante, no pudo dominarse y echar allí pie a tierra en el acto, sino que todavía acompañó al amigo a través del pueblo. Ambos estaban a caballo, y enredados en una importante conversación siguieron adelante juntos.

De repente divisaron a lo lejos, sobre una altura, la nueva casa, cuyas tejas rojas veían brillar por primera vez. Una irreprimible nostalgia se apodera de Eduardo; aquella misma noche debe quedar todo terminado. Quiere mantenerse oculto en una aldea inmediata; el comandante debe presentar el asunto a Carlota de modo apremiante, sorprender su reserva y obligarla, con la inesperada propuesta, a una libre expansión de sus sentimientos. Eduardo, que transfería a Carlota sus deseos, no creía otra cosa sino que así se adelantaba a los patentes deseos de su mujer, y esperaba un tan pronto consentimiento por parte de ella, ya que él no podía tener ninguna otra voluntad. Veía alegremente ante sus ojos el feliz desenlace, y, a fin de que éste le fuera anunciado prontamente en su lugar de acecho, debían ser disparados algunos cañonazos y lanzados algunos voladores si ya se había hecho noche.

El comandante cabalgó hacia el castillo. No encontró a Carlota, sino que supo que en la actualidad residía arriba, en el edificio nuevo, pero que a aquella hora estaba de visita en la vecindad, de donde probablemente no regresaría muy temprano. Volvió a la posada, donde había dejado su caballo.

Mientras tanto Eduardo, impulsado por una insuperable impaciencia, se deslizó desde su escondite hasta su parque, por solitarios senderos sólo conocidos de cazadores y pescadores, y al anochecer, se encontró en la floresta, en la cercanía del lago, cuyo espejo, puro y perfecto, contemplaba por primera vez.

Aquella tarde Otilia había dado un paseo junto al lago. Llevaba al niño y leía al caminar, según su costumbre. Llegó así hasta los robles del embarcadero. El niño estaba dormido; ella se sentó, lo puso a su lado y prosiguió leyendo. El libro era uno de los que se apoderan de un ánimo delicado y no vuelven a soltarlo. Se olvidó del tiempo y de la hora, y no pensó en que por tierra tenía que dar todavía un amplio rodeo hasta el edificio nuevo; pero estaba allí sentada, abismada en su libro y en sí misma, tan linda de ver, que los árboles y arbustos del contorno debieran haber cobrado vida, ser dotados de ojos, para mirarla y gozar de su presencia. Y precisamente entonces un rojizo rayo de sol poniente dio detrás de ella, dorando su mejilla y sus hombros.

Eduardo, que había logrado hasta entonces penetrar hasta muy lejos sin ser notado, que encontraba vacío su parque y solitaria la comarca, osaba ir cada vez más adelante. Por último, se abre camino hasta los robles a través del boscaje; ve a Otilia, ella a él; vuela hacia ella y se postra a sus pies. Después de una larga pausa silenciosa, en que los dos tratan de serenarse, declárale él, en pocas palabras, por qué y cómo ha llegado hasta allí. Ha enviado al comandante a ver a Carlota; su común destino está acaso siendo decidido en aquel momento. Jamás ha dudado él del amor de Otilia; de fijo que tampoco ella del suyo. Le pide su consentimiento. Ella vaciló, él la conjuró; quería hacer valer sus antiguos derechos y estrecharla entre sus brazos; señala ella hacia el niño.

Míralo Eduardo y se llena de asombro.

—¡Gran Dios! —exclama—, si tuviera motivos para dudar de mi mujer y de mi amigo, esta figura testimoniaría espantosamente contra ellos. ¿No tiene toda la configuración del comandante? Jamás he visto tal parecido.

—¡De ningún modo! —repuso Otilia—; todo el mundo dice que se me parece.

—¿Sería posible? —repuso Eduardo, y en aquel momento abrió el niño los ojos: dos ojos grandes, negros, penetrantes, profundos y risueños. El mozuelo contemplada ya el mundo con inteligencia; parecía conocer a los dos que se alzaban ante él. Eduardo se postró en tierra junto al niño, arrodillándose por segunda vez a los pies de Otilia.

—¡Eres tú misma! —exclamó—; ¡son tus propios ojos! ¡Ay! pero déjame que sólo contemple los tuyos. Déjame que arroje un velo sobre aquella hora infausta que dio la existencia a este ser. ¿He de espantar tu alma pura con el desdichado pensamiento de que marido y mujer, espiritualmente alejados uno de otro, si se estrechan mutuamente entre sus brazos pueden profanar una legítima unión con otros ardientes deseos? Pero ya que hemos llegado hasta tan lejos, ya que tienen que ser deshechas mis relaciones con Carlota, ya que tú serás mía, ¿por qué no he de decirlo? ¿Por qué no he de pronunciar la dura palabra? ¡Este niño ha sido engendrado en un doble adulterio! Nos separa a mí de mi esposa y a mi esposa de mí cuando hubiera debido juntarnos. Qué declare en contra mía, que estos magníficos ojos digan a los tuyos que te pertenecía entre los brazos de otra. Ojalá puedas comprender, Otilia, comprender hasta lo más hondo, que aquella falta, aquel crimen, sólo puedo expiarlo entre sus brazos- Escucha —exclamó, levantándose de un salto, al oír una detonación y creer que era la señal que debía dar el comandante. Era un cazador que había disparado en el vecino monte. No siguió nada más; Eduardo estaba impaciente.

Sólo entonces vio Otilia que el sol se había sumido detrás de las montañas. En el último momento centelleaba aún en las ventanas del edificio de la colina.

—¡Vete, Eduardo! —exclamó Otilia—-. Tanto tiempo hemos carecido uno de otro, hemos sufrido tanto tiempo... Piensa en lo que los dos le debemos a Carlota. Ella tiene que decidir nuestra suerte; no nos anticipemos. Soy tuya si ella lo concede; si no, tengo que renunciar a ti. Ya que crees tan próxima la decisión, esperemos. Vuelve a la aldea donde te supone el comandante. ¡Cuántas cosas pueden presentarse que requieren una explicación! ¿Es verosímil que un rudo cañonazo te anuncie el éxito de sus negociaciones? Acaso te busque en este momento. No ha hallado a Carlota, lo sé; puede haber ido a su encuentro, pues se sabía dónde estaba. ¡Qué de casos diversos son posibles! ¡Déjame! Ahora tiene que estar llegando. Nos espera allá arriba al niño y a mí.

Otilia hablaba precipitadamente. Evocaba todas las posibilidades. Era feliz al lado de Eduardo y sentía tener ahora que alejarlo de sí.

—¡Te lo suplico, lo imploro de ti, amado mío! —exclamó—. Vuélvete atrás y espera al comandante.

—Obedezco tus mandatos —exclamó Eduardo, contemplándola con pasión primero y estrechándola después fuertemente entre sus brazos.

Ella lo rodeó con los suyos y lo oprimió contra su pecho del modo más tierno. La esperanza pasó sobre sus cabezas como una estrella que cae del cielo. Pensaban, creían pertenecerse uno a otro; por primera vez cambiaron entre sí besos francos y osados, y se separaron con violencia y dolor.

El sol se había puesto; extendíanse ya las sombras nocturnas, y un húmedo vapor se exhalaba en torno al lago. Otilia estaba turbada y conmovida; miró hacia la casa de la colina, al otro lado, y creyó ver el blanco traje de Carlota sobre el terrado. Era grande la vuelta alrededor del lago; conocía la impaciencia con que Carlota esperaba al niño. Ve los plátanos frente a sí, en la otra orilla; sólo un espacio de agua la separa de la senda que la subirá en seguida hasta el nuevo edificio. Con el pensamiento, como con los ojos, está ya en la otra orilla. El escrúpulo de atreverse a pasar el lago con el niño desaparece en esta urgencia. Corre hacia la canoa; no siente que su corazón palpita agitado, que sus pies vacilan, que está amenazada de perder el sentido.

Salta a la canoa, empuña el remo y da un empujón. Tiene que usar de fuerza; repite el golpe; la canoa vacila un momento y se desliza un trecho por el lago adelante. Con el niño en el brazo izquierdo, el libro en la mano izquierda, el remo en la derecha, también ella vacila y cae en la canoa. Escápasele el remo hacia un lado, y al querer sostenerse, niño y libro se le van por el otro al agua. Aún tiene cogida la ropa del niño; pero su incómoda posición le impide levantarse. La mano derecha, que conserva libre, no le basta para dar la vuelta, para incorporarse; por fin lo logra, saca al niño del agua, pero están cerrados sus ojos y ha cesado de respirar.

Al momento recobra toda su presencia de ánimo, pero tanto mayor es por ello su dolor. La canoa ha sido arrastrada casi al centro del lago; el remo flota lejos; no descubre a nadie en la orilla, y, además, ¡de qué le hubiera servido ver a alguien! Apartada de todos, fluctúa sobre el pérfido e inaccesible elemento.

Busca socorro en sí misma. ¡Tantas veces ha oído hablar del salvamento de los ahogados! Aún lo ha presenciado la noche de su cumpleaños. Desnuda al niño y lo seca con su vestido de muselina. Desgarra los velos de su seno y por primera vez lo muestra al libre cielo; por primera vez oprime contra su puro desnudo pecho algo viviente, ¡ay!, y no viviente. Los fríos miembros de la desventurada criatura le enfrían el seno hasta lo más hondo del corazón. Incontables lágrimas manan de sus ojos y comunican una apariencia de calor y vida a la superficie del arrecido cuerpecillo. No ceja; lo cubre con su chal, y acariciándolo, abrazándolo, echándole aliento entre besos y llanto, cree suplir aquellos remedios que le son negados en aquel aislamiento.

¡Todo en vano! El niño yace en sus brazos sin movimiento; sin movimiento está la canoa en la superficie del agua; pero también entonces no la desampara su hermoso espíritu. Dirígese a lo alto. Cae de rodillas en la canoa, y con ambos brazos al ya rígido niño sobre su inocente pecho, que en blancura, y por desdicha también en frialdad, seméjase al mármol. Mira hacia arriba con húmedos ojos, e implora el auxilio de aquel lugar donde un tierno corazón espera encontrar la mayor plenitud cuando hay carencia en todas partes.

Tampoco ella se dirige en vano a las estrellas, que una a una comienzan ya a centellear. Álzase un viento suave e impulsa la canoa hacia los plátanos.

XIV

Corre precipitadamente al nuevo edificio, llama al cirujano, le entrega el niño. Aquel hombre, sereno para todo, va tratando gradualmente, de la manera acostumbrada, el delicado cuerpecillo. Otilia le ayuda en todo; trabaja, vigila, trae lo necesario —cierto que como si marchase por otro mundo, pues la máxima desdicha como la máxima dicha cambian el aspecto de todos los objetos—, y sólo abandona el dormitorio de Carlota, donde todo esto ocurre, cuando, después de empleados todos los recursos, el excelente hombre menea la cabeza y responde a sus esperanzadas preguntas, primero con el silencio, después con un “no” suave. Apenas ha entrado ella en la sala inmediata, cuando, agotada, sin poder alcanzar el sofá, se deja caer con el rostro contra la alfombra.

En el mismo instante óyese llegar el coche de Carlota. El cirujano ruega con empeño a los que le rodean que no se le adelanten; quiere salir él al encuentro de la madre, prepararla; pero entra ya en sus habitaciones. Encuentra a Otilia en el suelo, y una muchacha de la casa se precipita hacia ella con gritos y llanto. Entra el cirujano, y ella lo comprende todo de repente. Pero ¿cómo podía renunciar de pronto a toda esperanza? El hombre experimentado, hábil y prudente, sólo le ruega que no vea al niño; aléjase para engañarla con nuevos preparativos. Carlota se ha sentado en su sofá; Otilia yace aún en tierra, pero apoyada en las rodillas de su amiga, sobre las que reclina su hermosa cabeza. El médico entra y sale; parece ocuparse del niño y se ocupa de las damas. Así llega la medianoche; el silencio de muerte es cada vez más profundo. No se le oculta ya a Carlota que jamás volverá a la vida el niño; pide verlo. Ha sido pulcramente envuelto en calientes paños de lana y colocado en una canastilla que ponen a su lado en el sofá; sólo queda libre la carita; yace allí sereno y bello.

Pronto había sido conmovida la aldea con la desgracia, y la noticia se difundió en seguida hasta la posada. El comandante se trasladó arriba por los conocidos caminos; dio la vuelta a la casa, y, deteniendo a un sirviente que corría a buscar algo en un edificio de servicio, se proporcionó más detalladas noticias y mandó llamar al cirujano. Vino éste, asombróse de la aparición de su antiguo protector, informóle de la situación actual y se encargó de preparar a Carlota para encontrarse con él. Entró en la casa, dio comienzo a una conversación derivativa que condujera la imaginación de una cosa en otra, hasta que, por último, suscitó en Carlota la imagen del amigo, su segura participación en aquel dolor, su proximidad por el espíritu y por el pensamiento, que pronto hizo transformarse en una proximidad real. En una palabra, ella supo que el amigo estaba ante la puerta, que lo sabía todo y deseaba ser recibido.

Entró el comandante; saludó a Carlota con una dolorosa sonrisa. Quedóse en pie ante ella. Ella levantó la cubierta de seda verde que ocultaba el cadáver, y al escaso resplandor de una vela descubrió él, no sin secreto espanto, su propia imagen helada por la muerte. Carlota le señaló una silla, y así pasaron toda la noche, sentados frente a frente en silencio. Otilia yacía aún inmóvil sobre las rodillas de Carlota; respiraba dulcemente; dormía o parecía dormir.

Amanecía; extinguióse la luz; ambos amigos parecieron despertar de un sueño abrumador. Carlota contempló al comandante y dijo con serenidad:

—Explíqueme usted, amigo mío, por qué disposición del cielo ha venido usted aquí para tomar parte en esta escena del duelo.

—No es ahora tiempo ni lugar —respondió el comandante en voz tan baja como ella le había preguntado, como si no quisieran despertar a Otilia—, no es ahora tiempo ni lugar para andar con comedimientos, hacer introducciones y acercarse lentamente al objeto. Es tan atroz el caso en que la encuentro, que hasta el importante objeto que me trae pierde ante él su valor.

Entonces le confesó, muy serena y sencillamente, el objeto de su misión, en cuanto venía enviado por Eduardo; el objeto de su venida, en cuanto entraba en ello su propio interés, su libre voluntad. Expuso ambas cosas muy delicada pero sinceramente; Carlota lo oía con serenidad y parecía no asombrarse ni enojarse.

Cuando hubo terminado el comandante, Carlota le respondió con una voz tan baja que se vio él obligado a aproximar su silla:

—Jamás me había encontrado hasta hoy en un caso como éste; pero en otros análogos siempre me he dicho: "¿Qué pasará mañana?” Siento muy bien que el destino de varias personas se encuentra ahora entre mis manos, y está fuera de duda para mí y queda pronto expresado lo que tengo que hacer. Consiento en el divorcio. Antes hubiera debido decidirme a ello; con mis vacilaciones, con mi resistencia, he dado muerte al niño. Hay ciertas cosas que el destino se propone tenazmente. Es en vano que se le atraviesen en su camino razón y virtud, deber y todo lo sagrado; tiene que suceder lo que es justo para él, lo que no nos parece justo a nosotros, y, por último, se prevale de su poder, hagamos los aspavientos que queramos. Pero ¿qué digo? Realmente el destino sólo quiere volver a poner en buena vida mis propios deseos, mi propio propósito, contra el cual he obrado imprudentemente. ¿Acaso yo misma no he pensado ya en Otilia y Eduardo como en la mejor acomodada pareja? ¿Acaso yo misma no he tratado de acercarlos uno a otro? ¿Acaso usted mismo, amigo mío, no era confidente de este plan? ¿Por qué no supe distinguir la obstinación de un hombre de un verdadero amor? ¿Por qué acepté su mano cuando, como amiga, les hubiera hecho felices a él y a otra esposa? ¡Contemple usted tan sólo a esta desdichada que dormita! Me espanta el momento en que pase de este semiletargo a plena conciencia. ¿Cómo ha de vivir, cómo ha de consolarse si no puede esperar que con su amor sustituirá para Eduardo lo que le ha arrebatado como instrumento de la más extraña casualidad? Y puede volverle todo, dado el cariño, dada la pasión con que lo ama. Si el amor es capaz de sufrirlo todo, todavía es más capaz de reemplazarlo todo. En mí no debe pensarse en este momento. Aléjese usted calladamente, querido comandante. Dígale a Eduardo que consiento en el divorcio; que les abandono a usted y a Mittler la dirección de todo el asunto; que estoy sin inquietud en cuanto a mi situación futura; cosa que puede ser en todos sentidos. Firmaré todo papel que se me traiga; pero que no exija de mí que colabore, que reflexione, que aconseje.

Levantóse el comandante. Ella le tendió la mano por encima de Otilia. Oprimió él los labios en aquella mano querida.

—Y para mí, ¿qué me es lícito esperar? —murmuró suavemente.

—Permítame que le quede en deuda de la respuesta —repuso Carlota—. No hemos delinquido para merecer ser desdichados; pero tampoco tenemos mérito para ser felices juntos.

Se alejó el comandante, compadeciendo a Carlota en lo hondo del corazón, sin poder, sin embargo, dolerse del pobre niño desaparecido. Tal sacrificio le parecía necesario para la dicha de todos. Imaginábase a Otilia con un niño propio en los brazos como la más perfecta sustitución de lo que le había arrebatado a Eduardo; imaginábase a sí mismo con un hijo en las rodillas que fuera su imagen con más derecho que el fallecido.

Esperanzas e imágenes tan halagadoras pasaban por su alma, cuando, al regresar a la posada, encontró a Eduardo, que toda la noche lo había esperado al aire libre, ya que ningún resplandor ni ningún estampido había venido a anunciarle un feliz éxito. Sabía ya la desgracia, y también él, en lugar de dolerse de la pobre criatura, consideraba este caso, sin querer confesárselo por completo, como un hecho providencial mediante el cual era de una vez apartado todo obstáculo a su felicidad. Muy fácilmente se dejó convencer por el comandante, que le anunció con rapidez la decisión de su esposa para que regresara a aquella aldea y luego a la pequeña ciudad, donde reflexionarían y dispondrían lo más inmediato.

Después que el comandante la hubo abandonado, pocos minutos permaneció Carlota sumida en sus reflexiones, pues en seguida se levantó Otilia, contemplando con dilatados ojos a su amiga. Primero se alzó del regazo, después del suelo y quedó en pie delante de Carlota.

—Por segunda vez —comenzó así a decir la deliciosa niña, con una irresistible y dulce gravedad—, por segunda vez vuelve a sucederme lo mismo. Me dijo usted hace tiempo: “Con frecuencia se da repetidas veces en la vida del hombre una cosa semejante y de semejante manera y siempre en momentos importantes.” Encuentro ahora que esa observación es verdadera, y soy llevada a hacerle una confesión. Poco después de la muerte de mi madre, como niña pequeña, había acercado a usted mi taburete; usted estaba, como ahora, sentada en un sofá; mi cabeza descansaba sobre sus rodillas; yo no dormía ni velaba: estaba como adormecida. Percibía todo lo que ocurría a mi alrededor, y en especial, con mucha claridad, las palabras; y, sin embargo, no podía moverme, hacer manifestación alguna, ni, aunque lo hubiera querido, dar a conocer que tenía conciencia de mí misma. Usted hablaba de mí con una amiga; compadecía mi suerte al haber quedado en el mundo como una pobre huérfana; describía mi posición subalterna y lo mal que tendría que irme si una especial estrella favorable no velaba sobre mí. Comprendí muy bien y con exactitud, acaso con demasiado rigor, todo lo que deseaba para mí, lo que de mí parecía exigir. Hasta donde lo permitían mis limitados alcances, me tracé leyes sobre ello; según estas leyes, he vivido largo tiempo; según ellas, fueron dirigidas mis acciones y omisiones en la época en que usted me amaba, en que cuidaba de mí, en que me recibió en su casa y aun algo después. Pero he salido de mi ruta, he violado mis leyes, hasta he perdido su sentimiento, y después de un hecho espantoso vuelve a iluminarme sobre mi situación, que es aún más deplorable que la primera. Descansando en su regazo, semi- entumecida, vuelvo a percibir, como desde un extraño mundo, su voz suave sonando en mi oído; oigo cómo están mis asuntos; me estremezco de mí misma; pero, como entonces, también esta vez he trazado el nuevo curso de mi vida en mi semiletárgico sueño. Está decidido como lo estuvo entonces, y tengo que hacerle saber en seguida mi decisión. No seré jamás de Eduardo. Dios me ha abierto los ojos de una espantosa manera, y veo el crimen en que estoy aprisionada. Quiero expiarlo, y ¡que nadie piense en desviarme de mi propósito! Según ello, querida tía, tome sus disposiciones. Haga que vuelva el comandante; escríbale que no dé paso alguno. ¡Qué angustia fue la mía al no poder moverme cuando él se fue! Quería levantarme, gritar… No debía usted haberlo despedido con tan criminales esperanzas.

Carlota vio la situación de Otilia, la compadeció; pero esperaba alcanzar algo sobre ella con tiempo y reflexiones. No obstante, como pronunciara algunas palabras que aludían al porvenir, a una atenuación del dolor, a una esperanza, Otilia exclamó con exaltación:

—¡No! ¡No trate de enternecerme ni de engañarme! En el momento en que sepa que ha consentido en el divorcio, expío mi delito, mi crimen en aquel mismo lago.

XV

Si en una vida en común feliz y pacífica, parientes, amigos y compañeros de casa conversan más de lo que sería necesario y equitativo acerca de lo que ocurre y debe ocurrir; si comunican repetidamente entre sí proyectos, empresas, ocupaciones, y aun sin adoptar precisamente los recíprocos consejos, pasan la vida, por decirlo así, como deliberando, por el contrario, en momentos importantes, justamente allí donde pareciera que el hombre necesita más que nunca de ajena asistencia, de aprobación ajena, ocurre que cada cual se encierra en sí mismo, cada uno procede por sí, todos aspiran a actuar de su peculiar manera, y, ocultándose mutuamente los medios particulares que emplean, sólo el resultado, el efecto, lo alcanzado, vuelve a ser bien común.

Después de tantos acontecimientos maravillosos y desgraciados, también había sobrevenido entre las amigas cierta silenciosa gravedad, que se manifestaba en amables respetos. Con gran secreto, Carlota había enviado el niño a la capilla. Descansaba allí como primera víctima de una amenazadora fatalidad.

En cuanto le era posible, volvió Carlota a dirigirse hacia la vida, y lo primero que aquí encontró fue a Otilia, que necesitaba su asistencia. Se ocupó preferentemente de ella, pero, sin embargo, sin dejarlo notar. Sabía cuánto amaba a Eduardo la celestial criatura; poco a poco había ido averiguando la escena que había ocurrido antes de la desgracia y se había enterado de todas sus circunstancias, ya por la misma Otilia, ya por cartas del comandante.

Por su parte, Otilia consolaba mucho a Carlota en su vida actual. Era franca, hasta expansiva; pero jamás trataba de lo actual o de lo recientemente pasado. Siempre había prestado atención al mundo exterior; siempre había observado, sabía mucho; todo ello salía ahora a luz. Entretenía y distraía a Carlota, que siempre alimentaba la secreta esperanza de ver unida una pareja tan querida para ella.

Sólo que en Otilia iban de otro modo las cosas. Habíale descubierto a su amiga el secreto de su conducta; estaba desligada de su anterior limitación, de su servidumbre. Por su arrepentimiento, por su resolución, se sentía también libertada del peso de aquella falta, de aquel infortunio. Ya no necesitaba ejercer ninguna violencia sobre sí misma; se había perdonado en lo profundo de su pecho, con la sola condición de una plena renuncia, y esta condición era absoluta para todo el porvenir.

Transcurrió así algún tiempo, y Carlota sentía de qué modo la casa y el parque, los lagos, los grupos de roca y de árboles sólo servían para renovar cada día en ellas tristes sentimientos. Era evidente que tenían que cambiar de lugar, mas no era tan fácil decidir cómo debía realizarse.

¿Debían permanecer juntas ambas damas? Así parecía ordenarlo la voluntad anterior de Eduardo, sus declaraciones, sus amenazas; sólo que ¿cómo podía desconocerse que ambas mujeres, con toda su buena voluntad, con toda su cordura, con todos sus esfuerzos, se encontraban en una penosa situación entre sí? Eran precavidas en las conversaciones. A veces querrían no comprender una cosa más que a medias; pero con frecuencia era mal interpretada una expresión, si no por la inteligencia, por lo menos por el sentimiento. Temían ofenderse, y precisamente este temor era lo primero ofensivo y lo que ofendía primero.

Si querían cambiar de lugar y al mismo tiempo separarse una de otra siquiera por algún tiempo, volvía a presentarse la antigua pregunta: ¿adónde debía dirigirse Otilia? Aquella importante y rica familia había hecho inútiles tentativas para proporcionar compañeras que entretuvieran y estimularan a la heredera, en quien cifraban tantas esperanzas. Ya en la última visita de la baronesa, y más recientemente por cartas, había sido invitada Carlota a enviar allí a Otilia; ahora volvió a ser tratada la cuestión. Pero Otilia se negó terminantemente a ir a un lugar donde encontraría lo que se suele llamar gran mundo.

—Permita usted, querida tía —dijo ella—, a fin de que no parezca corta de carácter ni testaruda, que exprese lo que en otro caso sería un deber callar y ocultar, Una criatura humana, extrañamente desgraciada, aunque lo fuera sin su culpa, está marcada para todos de temible manera. Su presencia provoca una especie de espanto en cuantos la ven, en cuantos la observan. Todos pretenden descubrir en ella lo monstruoso que le ha sido impuesto; todos sienten a un tiempo curiosidad y temor. Así es como una casa, una ciudad donde ha ocurrido un hecho monstruoso, infunde horror en todo el que penetre en ellas. No luce allí tan clara la luz del día, y las estrellas parecen perder resplandor. ¡Qué grande y, sin embargo, quizá, qué disculpable no es con tales desgraciados la indiscreción de los hombres, sus necias importunidades y torpe bondad! Perdone usted que hable así; pero he sufrido indeciblemente con aquella pobre muchacha cuando Luciana la sacó de las habitaciones reservadas de la casa, ocupándose amablemente de ella y queriendo, con la mejor intención, obligarla a jugar y bailar. Cuando la pobre niña, a cada momento más atemorizada, acabó por huir y cayó desmayada; cuando la sostuve yo con mis brazos; cuando la reunión se espantó y alborotó y cada cual estaba lleno de curiosidad por ver a la desdichada, entonces no pensé yo que era inminente para mí una suerte análoga; pero aún palpita en mí mi compasión tan viva y verdadera. Ahora puedo dirigir hacia mí misma aquella piedad y guardarme de dar motivo a semejantes escenas.

—Pero, querida niña —repuso Carlota—, en ninguna parte podrás sustraerte a la mirada de los hombres. Ya no tenemos conventos en los que en otro tiempo podía encontrarse refugio para tales sentimientos.

—La soledad no hace el refugio, querida tía —repuso Otilia—. El refugio más precioso hay que buscarlo donde podamos ejercer nuestra actividad. Todas las penitencias, todas las privaciones, no son propias, en modo alguno, para sustraernos a un fatídico destino, si está decidido a perseguirnos. Sólo el tener que servir de espectáculo al mundo en un estado de ociosidad me repugna y me da miedo. Pero si se me encuentra alegre en el trabajo, infatigable en mi deber, entonces puedo sostener la mirada de todos, porque no tengo que temer la de Dios.

—O mucho me equivoco —repuso Carlota—, o tu inclinación te lleva hacia el internado.

—Sí; no lo niego —repuso Otilia—; pienso como en un feliz destino en educar de la manera habitual a los otros, ya que nosotros lo hemos sido de modo tan extraño. ¿Y no vemos en la historia que hombres que se han retirado a un desierto, a causa de grandes desgracias morales, en modo alguno permanecen allí escondidos e ignorados como ellos esperaban? Vuelven a ser llamados al mundo para guiar a los descarriados por el camino recto; ¿y quién podría hacerlo mejor que los ya iniciados en las falsas sendas de la vida? Fueron llamados para asistir a los sin ventura, ¿y quién más capaz que ellos, a quienes ya no podía ocurrir ningún daño terrestre?

—Eliges un singular destino —repuso Carlota—. No quiero oponerme a ello: sea así, aunque sólo por poco tiempo, según espero.

—¡Cuánto le agradezco a usted —dijo Otilia— que quiera consentirme este ensayo, esta experiencia! Si no me lisonjeo demasiado, debe salirme bien. En aquel lugar quiero acordarme de cuantas pruebas he sufrido, y de lo pequeñas, lo insignificantes que eran al lado de las que tuve que experimentar después. ¡Qué serenamente consideré las perplejidades de las jovencillas, sonriéndome de sus dolores infantiles y sacándolos con blanca mano de todos sus pequeños descarríos! El hombre feliz no es propio para regir a los felices: está en la naturaleza humana exigir cada vez más de uno mismo y de los otros cuanto más se posee. Sólo el infeliz que se rehace sabe nutrir en sí y en los demás el sentimiento de que también debe ser gozado con delicia un bien moderado.

—Permíteme —dijo por último Carlota, al cabo de alguna reflexión— que todavía te exponga un reparo que me parece el más importante. No se trata de ti: se trata de un tercero. Te son conocidas las intenciones del prudente, piadoso y buen auxiliar; por el camino que vas le serás cada día más querida y más indispensable. Ya que ahora él, dados sus sentimientos, no puede vivir a gusto sin ti, también en lo futuro, una vez que se haya acostumbrado a tu colaboración, no podrá gobernar ya sin ti sus asuntos. Al principio le prestarás asistencia, para después desanimarlo.

—El destino no ha procedido blandamente conmigo —repuso Otilia—, y quien me ame acaso no tenga que esperar nada mejor. Siendo tan bueno y razonable como es este amigo, espero que también en él se desenvolverá el sentimiento de una relación pura conmigo; verá en mí una persona consagrada a quien acaso sólo le es dado triunfar de un terrible mal, para sí y para los otros, sacrificándose a lo santo, que, al rodearnos invisiblemente, es lo único que puede protegernos contra terribles potencias amenazadoras.

Carlota recogió en sí todo lo que la amable niña había manifestado tan cordialmente para meditarlo en silencio. Diversas veces, aunque del modo más delicado, había inquirido si no podía pensarse en una aproximación de Otilia con Eduardo; pero ya la más leve mención, la menor esperanza, la más pequeña sospecha, parecía conmover a Otilia hasta lo más profundo, e incluso una vez, que no pudo evitarlo, se expresó muy claramente acerca de ello.

—Si es tan firme e inmutable— le replicó Carlota— tu decisión de renunciar a Eduardo, guárdate sólo del peligro de volver a verlo. Lejos del objeto amado, cuanto más vivo es nuestro cariño, tanto más aparece que nos hacemos señores de nosotros mismos al dirigir hacia dentro toda la fuerza de la pasión, que antes se extendía hacia fuera; pero ¡qué pronto, qué velozmente somos arrancados a este error cuando aquello de que creíamos poder carecer vuelve de repente a alzarse como indispensable a nuestros ojos! Haz ahora lo que tengas por más acomodado a tu situación; ponte a prueba y hasta cambia tu resolución actual; pero por ti misma, con corazón libre y voluntario. No te dejes arrastrar otra vez a las anteriores relaciones por casualidad ni por sorpresa; sólo entonces se produce en el ánimo una discordia insoportable. Como te he dicho, antes de dar este paso, antes de que te alejes de mí y comiences una nueva vida, que quién sabe por qué caminos te llevará, reflexiona todavía, una vez más, en si realmente quieres renunciar para siempre a Eduardo. Pero si te has decidido a ello, concertemos el pacto de que no volverás a entenderte con él ni siquiera en una conversación, si averiguara él tu paradero, si te persiguiera.

Otilia no reflexionó ni un momento: diole a Carlota la palabra que ya se había dado a sí misma.

Pero aún flotaba siempre ante el espíritu de Carlota aquella amenaza de Eduardo de que sólo podía renunciar a Otilia mientras no se separara de Carlota. Cierto que desde aquel tiempo habían cambiado tanto las circunstancias, habían ocurrido tantas cosas, que aquella palabra, arrancada por la fiebre del momento, había que considerarla como anulada por los acontecimientos posteriores; sin embargo, no quería atreverse a nada, ni acometer cosa alguna que en el sentido más remoto pudiera ofender a Eduardo, y así, en este caso, Mittler debía indagar sus intenciones.

Desde la muerte del niño, Mittler había visitado con frecuencia a Carlota, aunque a veces sólo un momento. Aquel infortunio, que le hacía juzgar como altamente inverosímil que volvieran a reunirse ambos esposos, obró poderosamente sobre él; pero esperando y aspirando siempre, según su manera de pensar, alegróse calladamente de la resolución de Otilia. Confiaba en el mitigador curso del tiempo; pensaba en que ambos esposos se mantenían aún unidos, y sólo consideraba aquellos apasionados movimientos como pruebas atravesadas por el amor y la fidelidad conyugales.

Ya desde el comienzo había enterado Carlota por escrito al comandante de la primer declaración de Otilia; le había rogado con el mayor encarecimiento que persuadiera a Eduardo de que no diera ningún nuevo paso, que se mantuviera tranquilo, que esperara a que volviera a reponerse el ánimo de la hermosa niña. También le había comunicado lo necesario de los restantes acontecimientos y sentimientos, y ahora era confiada a Mittler la difícil tarea de preparar a Eduardo para un cambio de situación. Pero Mittler, sabiendo muy bien que más fácilmente se conforma uno con lo ya ocurrido que se consiente con ¡o que aún está por ocurrir, persuadió a Carlota de que lo mejor era enviar en seguida al internado a Otilia.

En consecuencia, no bien hubo él partido, hiciéronse preparativos de viaje. Otilia hizo su equipaje, pero bien vio Carlota que no se disponía a llevar consigo el bello cofre ni nada de lo que contenía. Guardó silencio la amiga y dejó hacer a la silenciosa niña. Llegó el día de la marcha; el coche de Carlota debía llevar el primer día a Otilia hasta un conocido parador; el segundo, hasta la pensión. Nanni debía acompañarla y quedar a su servicio. Inmediatamente después de la muerte del niño, la apasionada mozuela había vuelto al lado de Otilia y estaba unida como siempre a ella por naturaleza y cariño; hasta parecía, con su divertida charla, querer recobrar el tiempo perdido y consagrarse plenamente a su amada señora. Estaba por completo fuera de sí con la dicha de viajar con ella, ver extraños países, ya que nunca había estado fuera del lugar de su nacimiento, y corría del castillo a la aldea, a casa de sus padres y parientes, para anunciar su dicha y despedirse de ellos. Por desgracia, entró en la alcoba de unos enfermos de sarampión y sintió en seguida las consecuencias del contagio. No quisieron demorar el viaje; la misma Otilia insistía en ello: había hecho ya aquel camino; conocía a las gentes de la posada donde debía albergarse; era llevada por el cochero del castillo; no había nada que temer.

Carlota no se opuso; también ella se apresuraba, con el pensamiento, a salir de aquel contorno; sólo quería volver a preparar para Eduardo, tal como había estado antes de la llegada del capitán, la habitación que Otilia había ocupado en el castillo.

La esperanza de volver a establecer una antigua felicidad siempre vuelve a encenderse en el corazón humano, y Carlota estaba otra vez autorizada para tales esperanzas, hasta estaba obligada a ellas.

XVI

Cuando llegó Mittler para hablar del asunto con Eduardo, lo encontró solo, con la cabeza sostenida por la mano derecha y el codo apoyado sobre la mesa. Parecía sufrir mucho.

—¿Vuelve a atormentarle su dolor de cabeza? —preguntó Mittler.

—Me atormenta mucho —respondió aquél—, y, sin embargo, no puedo odiarlo, porque me recuerda a Otilia. Pienso que acaso también ella lo tenga en este momento, apoyada en su mano izquierda, y que quizá sufra más que yo. ¿Por qué no he de soportarlo como ella? Estos dolores son provechosos para mí: casi puedo decir que deseables, pues por ellos cada vez más poderosa, viva y clara, flota ante mi alma la imagen de su paciencia, acompañada de todas las restantes excelencias; sólo en el dolor sentimos con perfección la grandeza de todas las cualidades que son necesarias para soportarlo.

Mittler, al encontrar en aquel grado de resignación a su amigo, no encubrió su propuesta, que, sin embargo, expuso de un modo gradual, haciendo historia de cómo el pensamiento había brotado en las señoras, y cómo poco a poco había madurado hasta constituir aquella resolución. Eduardo apenas manifestó nada en contrario. De lo poco que dijo parecía resaltar que lo abandonaba todo a aquellos otros; su actual dolor parecía haberlo hecho indiferente a todo.

Pero apenas estuvo solo, cuando se levantó y anduvo de un lado a otro por la habitación. Ya no sentía el dolor; estaba ocupadísimo con cosas exteriores a su persona. Ya durante el relato de Mittler la imaginación del enamorado se había excitado vivamente. Veía a Otilia, sola o lo mismo que sola, en un bien conocido camino, en una sabida posada, en cuyas habitaciones tantas veces había penetrado; pensaba, reflexionaba, o más bien no pensaba ni reflexionaba: solamente quería, deseaba. Tenía que verla, tenía que hablarle. ¿Para qué?, ¿por qué?, ¿qué iba a resultar de ello? De eso no se trataba. No resistía; era necesario.

El ayuda de cámara fue puesto en el secreto e inquirió en seguida el día y hora de la marcha de Otilia. Amaneció aquel día; no dilató Eduardo el trasladarse solo, a caballo, al sitio donde debía pasar la noche Otilia. Llegó allí harto temprano; recibiólo alegremente la sorprendida posadera; érale deudora de una gran dicha de familia. Había conseguido una condecoración para un hijo suyo, que se había portado muy bien como soldado, ensalzando su hazaña, a la que sólo él había estado presente, llevándola diligentemente a oídos del general y venciendo así la oposición de algunos malévolos. La mujer no sabía qué hacer para obsequiarlo. Arregló de prisa y lo mejor posible su cuarto principal, que, a la verdad, también era a la vez despensa y guardarropa; sólo que le anunció él la llegada de una dama, que debía alojarse allí, e hizo preparar para sí una miserable alcoba, detrás, en el pasillo. A la posadera le pareció misterioso el asunto, y le era grato poder complacer en algo a su protector, que mostraba en ello mucho interés y actividad. Y él, ¡con qué sentimientos pasó el largo tiempo que faltaba hasta la noche! Contempló con todo detalle la estancia en que debía verla; le parecía una residencia celestial, en su vulgaridad totalmente doméstica. ¡Cuánto no caviló acerca de si debía sorprender a Otilia o prepararla para verle! Por último, predominó esta última opinión, se sentó a la mesa y escribió. Ella debía recibir esta carta.


EDUARDO A OTILIA

“Al leer tú esta carta, amada mía, me hallo cerca de ti. No tienes que asustarte ni que sobresaltarte; nada tienes que temer de mí. No penetraré a la fuerza junto a ti. No me verás antes de que me lo permitas.

”Considera primero tu situación y la mía. Cuánto te agradezco que no tengas intención de dar ningún paso decisivo, pero ya éste lo es bastante; no lo des. Aquí, en una especie de encrucijada, reflexiona nuevamente: puedes ser mía; ¿quieres serlo? ¡Oh, a todos nos harías un gran bien y a mí uno inmenso!

”Déjame volver a verte, volver con alegría a verte. Déjame que de palabra te haga la hermosa pregunta, y respóndeme con tu hermosa persona. Sobre mi corazón, Otilia : aquí donde has descansado alguna vez y donde tendrás tu lugar siempre.”

Mientras escribía, apoderóse de él la sensación de que se acercaba su tan altamente deseada, de que en seguida estaría presente.

—Entrará por esta puerta, leerá esta carta, estará en realidad delante de mí, como en otro tiempo, aquella cuya aparición he anhelado tantas veces. ¿Aún será la misma? ¿Habrán cambiado su figura y sus sentimientos?

Aún tenía la pluma en la mano, quería escribir lo que pensaba; pero se oyó rodar el coche en el patio. Con toda rapidez añadió todavía: “Te oigo llegar. Por un momento, adiós.”

Plegó la carta, la sobrescribió; era demasiado tarde para sellarla. Corrió a la alcoba por la cual sabía llegar luego al pasillo, y en el mismo momento se acordó que había dejado sobre la mesa el reloj con el sello. No debía Otilia ver lo primero estas cosas; corrió atrás y las recogió felizmente. Oía ya en la antesala a la posadera, que se dirigía a la habitación para mostrársela al huésped. Se precipitó hacia la puerta de la alcoba, pero la halló cerrada. Al volver a entrar precipitadamente, había hecho caer al suelo la llave, que quedó al otro lado; la cerradura era de picaporte y él estaba cautivo. Empujó violentamente la puerta, pero no cedió. ¡Oh, cómo hubiera deseado deslizarse por las rendijas como un espíritu! ¡En vano! Escóndió su rostro en la jamba de la puerta. Entró Otilia; la posadera, al verlo, se retiró. Tampoco para Otilia pudo permanecer oculto un momento. Se volvió hacia ella, y así los amantes se hallaron otra vez uno frente a otro de la más rara manera. Ella lo miraba tranquila y gravemente, sin avanzar ni retroceder; y cuando él hizo un movimiento para acercársele, anduvo ella algunos pasos atrás, hasta la mesa. También él se retiró de nuevo.

—Otilia —exclamó—, déjame que quebrante este espantoso silencio. ¿Acaso no somos más que sombras que se alzan frente a frente? Pero ante todo, escúchame. Ha sido una casualidad que me encontraras aquí al llegar. A tu lado tienes una carta que debía prepararte para verme. Léela, léela, te lo ruego, y después decide lo que puedas.

Bajó ella su mirada hacia la carta, y después de reflexionar un momento, la tomó en la mano, la abrió y la leyó. La había leído sin que cambiara la expresión de su semblante, y del mismo modo la apartó suavemente; después oprimió una contra otra las palmas de sus manos, levantadas en alto, y se las llevó contra el pecho, inclinándose un poco hacia adelante, y miró con tales ojos al insistente implorador, que se vio obligado a desistir de todo lo que pudiera pedir o desear. Le desgarró el corazón aquel ademán. No podía soportar la mirada ni la postura de Otilia. Parecía totalmente como si fuera a caer de rodillas si él porfiara. Desesperado, salió por la puerta precipitadamente y envió a la posadera junto a la solitaria viajera.

Anduvo por la antesala de un extremo a otro. Había anochecido; en la habitación permanecía todo en silencio. Al fin salió la posadera y quitó la llave. La buena mujer estaba conmovida, estaba perpleja; no sabía lo que debía hacer. Por último, al retirarse, ofrecióle la llave a Eduardo, quien la rechazó. Ella dejó la luz y se alejó.

Eduardo, en la más profunda aflicción, se dejó caer en el umbral de Otilia, humedeciéndolo con sus lágrimas. Apenas nunca amantes algunos habían pasado más desdichadamente una noche tan cerca uno de otro.

Amaneció; el cochero arreaba los caballos; la posadera abrió la puerta y entró en el cuarto. Encontró a Otilia durmiendo vestida; volvió a salir y llamó por señas a Eduardo con una sonrisa de interés. Acercáronse los dos a la durmiente, pero tampoco este espectáculo pudo soportarlo Eduardo. La posadera no osó despertar a la dormida niña y se sentó frente a ella. Por fin Otilia abrió los bellos ojos y se puso en pie. Rechaza el desayuno, y entonces Eduardo se presenta ante ella. Le ruega encarecidamente que pronuncie sólo una palabra para declarar su voluntad; le jura que quiere todo lo que ella quiera, pero guarda silencio. De nuevo vuelve a preguntarle, con amorosa insistencia, si quiere ser suya. ¡Qué dulcemente mueve ella, con los ojos bajos, la cabeza, en una suave negativa! Le pregunta si quiere ir al internado. Indica que no con indiferencia. Pero cuando le pregunta si le permite volver a llevarla junto a Carlota, responde afirmativamente con una confortable inclinación de cabeza. Corre él a la ventana par dar órdenes al cochero; pero a su espalda, rápida como un rayo, se lanza ella fuera de la habitación, y por las escaleras abajo se mete en el coche. El cochero vuelve a tomar el camino del castillo; Eduardo, a caballo, sigue a alguna distancia.

XVII

¡Qué grande fue la sorpresa de Carlota cuando vio llegar a Otilia en el coche y al mismo tiempo a Eduardo, que entraba en el patio del castillo al galope! Bajó corriendo hasta la puerta: apéase del coche Otilia y se aproxima con Eduardo. Con ardor y violencia toma las manos de ambos esposos, las estrecha reunidas y corre a su habitación. Eduardo se arroja al cuello de Carlota y se deshace en llanto; no puede explicarse; le ruega que tenga paciencia con él, que cuide de Otilia, que la auxilie. Carlota sube corriendo a la habitación de Otilia y se estremece al entrar allí; estaba ya totalmente desmantelada y sólo quedaban las desnudas paredes. Le pareció tan vasta como triste. Habían sacado todos los muebles; sólo en la duda de no saber dónde llevarlo, habían dejado en medio de la habitación el cofrecillo. Otilia estaba tendida en el suelo, con los brazos y la cabeza apoyada en el cofre. Carlota afanóse por ella, pregunta qué había ocurrido, pero no obtiene respuesta.

Deja con Otilia a su doncella, que llega con un refrigerio, y corre junto a Eduardo. Lo encuentra en el salón, pero tampoco él la entera de nada. Arrójase a sus pies, humedece sus manos con llanto, huye a su habitación, y al querer ella seguirlo, tropieza con el ayuda de cámara, que le explica todo hasta el punto que le es posible. El resto se lo imagina, y en seguida, con decisión, lo que requiere el momento. El cuarto de Otilia vuelve a ser aderezado del modo más rápido. Eduardo ha encontrado todo en el suyo tal como le había dejado, hasta el papel más pequeño.

Los tres parecen volver a encontrarse bien reunidos; pero Otilia continúa guardando silencio, y Eduardo no es capaz de otra cosa sino de rogar a su esposa que tenga la paciencia que parece faltarle a él. Carlota envía mensajeros a Mittler y al comandante. El primero no es encontrado; el segundo viene en seguida. Con él abre su pecho Eduardo, le confiesa todo, hasta la circunstancia más pequeña, y de este modo se entera Carlota de lo que ha ocurrido, de lo que ha cambiado tan extrañamente la situación y excitado los ánimos.

Habla con su marido del modo más cariñoso. No suplica ella otra cosa sino que por el momento no se importune a la pobre niña. Eduardo comprende el valor, el cariño, la sensatez de su esposa; pero su pasión lo domina exclusivamente. Carlota le da esperanzas, le promete consentir en el divorcio. Él desconfía; está tan enfermo, que alternativamente lo abandonan la esperanza y la fe; insta a Carlota para que le prometa al comandante su mano; hase apoderado de él una especie de delirante mal humor. Carlota, para apaciguarlo, para contenerlo, hace lo que él exige. Le promete su mano al comandante en el caso en que Otilia quiera unirse con Eduardo; pero, sin embargo, bajo la expresa condición de que por el momento han de hacer un viaje juntos los dos hombres. El comandante tiene que arreglar en el extranjero un asunto de su corte, y Eduardo promete acompañarlo. Se hacen preparativos de viaje y se tranquilizan en cierto modo, ya que por lo menos se emprende alguna cosa.

Mientras tanto puede observarse que apenas toma Otilia alimento ni bebida, persistiendo sin cesar en su silencio. La amonestan, ella se sobresalta, dejan de hacerlo. Pero ¿no tenemos, en general, la debilidad de que nos agrade atormentar a alguien, aunque sea por su bien? Carlota imaginaba todos los posibles remedios; por último, se le ocurrió la idea de hacer venir del internado a aquel auxiliar que tenía mucha influencia sobre Otilia, que había escrito muy amistosamente acerca de la inopinada suspensión de su llegada, pero que no había recibido ninguna respuesta.

Para no sorprender a Otilia, háblase de este propósito en su presencia. Parece no aprobarlo; reflexiona; finalmente, parece madurar en ella una resolución, corre a su cuarto, y todavía antes de la noche les envía a sus reunidos amigos el escrito siguiente:


OTILIA A LOS AMIGOS

“¿Por qué he de decir expresamente, queridos míos, lo que se entiende por sí mismo? He salido de mi ruta y no debo volver a entrar en ella. Un genio enemigo, que ha adquirido poder sobre mí, parece impedírmelo desde fuera, aunque hubiera vuelto a ponerme de acuerdo conmigo misma.

”Absolutamente puro era mi propósito de renunciar a Eduardo, de alejarme de él. Esperaba no volver a encontrarlo. Ha sucedido de otro modo; apareció ante mi vista hasta contra su propia voluntad. Acaso haya tomado e interpretado harto literalmente mi promesa de no entablar conversación con él. Según me dictaron mi sentir y mi conciencia del momento, guardé silencio, enmudecí ante el amigo, y ahora no tengo ya nada que decir. Por casualidad, impulsada por el sentimiento, he hecho un voto severo que quizá aflige gravosamente a quien lo pronuncia con reflexión. Dejadme perseverar en él mientras el corazón me lo ordene. No llaméis a ningún intermediario. No me hostiguéis para que hable, para que tome más alimento y bebida de lo que me es absolutamente necesario. Ayudadme a atravesar este tiempo con tolerancia y paciencia. Soy joven, la juventud vuelve a reponerse inopinadamente. Soportadme en vuestra presencia, alegradme con vuestro cariño, instruidme con vuestra conversación; pero mi interior, dejádmelo a mí misma.”

La marcha de los hombres, preparada desde hacía mucho tiempo, no acababa de efectuarse, por diferirse aquel asunto que el comandante tenía en el extranjero; ¡qué propicio era aquello para Eduardo! Ahora, reanimado por el billete de Otilia, alentado otra vez por sus palabras consoladoras y esperanzadoras, y autorizado para una constante perseverancia, declaró, de pronto, que no se alejaría.

—¡Qué locura —exclamó— desechar adrede y precipitadamente lo más indispensable, lo más necesario, aquello que aún habría quizá que retener cuando nos amenazara con su pérdida! ¿Y por qué motivo? Sólo porque el hombre parece capaz de voluntad y de elección. Así, dominado por esta necia vanidad, con frecuencia me he arrancado a la compañía de los amigos, horas y hasta días enteros antes de lo necesario, sólo para no ser sin remisión forzado por el último e ineludible término. Pero esta vez quiero quedarme. ¿Por qué he de alejarme? ¿No está ya ella alejada de mí? Ño se me ocurre tomar su mano, estrecharla contra mi corazón; ni siquiera me es dado pensarlo; me estremezco ante la idea. Es ella quien se ha separado de mí, quien se ha elevado sobre mí.

Y de este modo permaneció allí como quería, como le era necesario hacerlo. Pero nada igualaba a su con-

tentó cuando se hallaba junto a ella. Y así también en Otilia se conservaba el mismo sentimiento; tampoco ella podía substraerse a esta dichosa necesidad. Antes como después, ejercían uno sobre otro una indescriptible, casi mágica fuerza de atracción. Vivían bajo el mismo techo; pero hasta sin pensar directamente uno en otro, ocupados en cosas diversas, atraídos aquí o allí por la sociedad, acercábanse mutuamente. Si se encontraban en una sala, no pasaba mucho tiempo antes de que, en pie o sentados, estuvieran uno junto a otro. Sólo la más inmediata vecindad podía tranquilizarlos; no necesitaban de una mirada ni de una palabra, de un gesto ni un contacto; sólo esta pura mutua presencia. Entonces no eran dos seres humanos: eran uno solo en un bienestar perfecto e inconsciente, contento de sí mismo y del mundo. Hasta si a uno de los dos se le hubiera detenido en el último extremo de la morada, el otro se habría trasladado por sí mismo junto a él, poco a poco y sin propósito deliberado. La vida era un enigma para ellos, cuya solución sólo encontraban reunidos.

Otilia estaba completamente sosegada y pacífica, de modo que podía uno tranquilizarse en cuanto a ella. Alejábase poco de la sociedad; sólo había conseguido comer sola. Nadie más que Nanni la servía.

Lo que habitualmente le ocurre a cada ser humano repítese más de lo que se cree, porque su natural da la última determinación para ello. Carácter, individualidad, inclinaciones, orientación, localidad, cercanías y costumbres, forman juntos un todo en el que cada hombre se mueve como en su elemento, en su atmósfera, allí donde únicamente se encuentra cómodo y a gusto. Y de este modo, en ciertos hombres, sobre cuya mutabilidad oímos tantas quejas, encontramos con sorpresa que siguen sin mudar al cabo de muchos años y que son inmutables después de infinitas excitaciones externas e internas.

Así, en la cotidiana vida común de nuestros amigos casi todo volvía a deslizarse por el carril antiguo. Aún seguía manifestando calladamente Otilia, con numerosas amabilidades, su carácter servicial, y así también los otros, cada cual a su manera. De este modo, el círculo doméstico se mostraba como una imagen de la vida anterior y era disculpable la ilusión de que todo estaba en su antiguo ser.

Los días otoñales, semejantes en duración a aquellos días de primavera, llamaban a casa a la sociedad a la misma hora. El ornamento de frutas y flores que es propio de este tiempo, permitía creer que el otoño fuera aquella primera primavera; el tiempo intermedio había caído en el olvido, pues ahora florecían las flores cuyas semillas se habían sembrado en aquellos primeros días; ahora maduraban en los árboles frutas que entonces se habían visto florecer.

El comandante iba y venía; también Mittler se dejaba ver con frecuencia. Las reuniones de la noche eran, en general, ajustadas al mismo plan. Habitualmente leía Eduardo con más viveza, más lleno de sentimiento, mejor y hasta, si se quiere, más apaciblemente que nunca. Era como si tanto por la alegría como por el sentimiento quisiera volver a reanimar de su estupor a Otilia, volver a desatar su silencio. Sentábase, como entonces, de modo que ella pudiera mirar al libro, y hasta se ponía inquieto, distraído, si no miraba, si no estaba seguro de que seguía con los ojos sus palabras.

Estaban extinguidos todos los sentimientos tristes y molestos de los tiempos intermedios. Ninguno guardaba rencor al otro; había desaparecido toda especie de acritud. El comandante tocaba el violín acompañado al piano por Carlota, lo mismo que la flauta de Eduardo concertaba otra vez, como en otro tiempo, con la manera como tocaba Otilia aquel instrumento de cuerda. Acercábase así nuevamente el cumpleaños de Eduardo, cuya celebración no se había realizado un año antes. Debía ser celebrado esta vez sin solemnidad, en un recogimiento silencioso y apacible. Así se había acordado entre todos en semisilencio y semiexpresamente. Sin embargo, cuanto más se acercaba aquella época, acrecíase la solemnidad del carácter de Otilia, cosa que hasta entonces más bien se había sentido que observado. Con frecuencia parecía pasar revista en el jardín a las flores; habíale indicado al jardinero que cuidara bien las flores de verano de toda especie, y en particular se había fijado en los ámelos, que precisamente aquel año florecían en ilimitadas masas.

XVIII

Sin embargo, lo más importante que con silenciosa atención observaban los amigos fue que Otilia había vaciado por primera vez el cofre y escogido y cortado de diversas telas lo suficiente para un único vestido, pero completo y total. Cuando, con ayuda de Nanni, quiso volver a guardar lo restante, apenas pudo lograrlo; el hueco quedaba más que repleto, aunque hubiera sido sacada ya una parte de su contenido. La joven y codiciosa muchacha no podía saciarse de ver, especialmente cuando encontró que también habían cuidado de todas las más pequeñas piezas del traje. Había, además, zapatos, medias, ligas con divisas, guantes y otras diversas cosas. Rogóle a Otilia que le regalara algo de ello. Ésta no accedió; pero sacó en seguida el cajón de una cómoda y dejó que escogiera la niña, la cual tendió su mano atropellada y torpemente, y al punto corrió con la presa para anunciar y mostrar su dicha a las restantes gentes de la casa.

Por último, consiguió Otilia volver a acomodarlo todo cuidadosamente; abrió después un cajoncito secreto que estaba dispuesto bajo la tapa. Tenia ocultas esquelitas y cartas de Eduardo, diversas flores secas, recuerdos de antiguos paseos; un bucle de su amado y otras cosas más. Añadió aún una nueva: el retrato de su padre, y lo cerró todo, tras lo cual volvió a colgar sobre su pecho la delicada llave de una cadenita de oro que le rodeaba la garganta.

En el corazón de sus amigos se había despertado, mientras tanto, toda suerte de esperanzas. Carlota estaba convencida de que Otilia volvería a hablar aquel día, pues había mostrado hasta entonces una oculta actividad, una especie de placentera satisfacción de sí misma, una sonrisa como la que flota en los semblantes de los que le ocultan a quien aman algo bueno y favorable. Nadie sabía que Otilia pasaba muchas horas en gran debilidad, a lo cual sólo lograba sobreponerse con las energías de su ánimo durante el tiempo en que se presentaba a los demás.

Mittler se había dejado ver con más frecuencia en estos tiempos, y se había detenido más de lo antes acostumbrado. El obstinado hombre sabía muy bien que hay un cierto momento en el que únicamente puede forjarse el hierro. El silencio de Otilia, lo mismo que su negativa, los interpretaba a su favor. Hasta entonces no se había dado ningún paso para el divorcio de los esposos; esperaba resolver favorablemente, de cualquier otra manera, el destino de la buena muchacha; escuchaba, cedía, sólo aludía las cosas, y, dada su manera de ser, se conducía con bastante prudencia.

Sólo que siempre dejaba de ser dueño de sí tan pronto como encontraba ocasión de expresar sus razonamientos sobre las materias a que atribuía una gran importancia. Vivía mucho en sí mismo, y cuando estaba con otros solamente solía tratar de lo que les afectaba a ellos. Pero si alguna vez, entre amigos, rompía en un discurso, como ya hemos visto con frecuencia, lo proseguía sin consideración, hiriera o sanara, aprovechara o hiciese daño, según se dieran las cosas.

La noche antes del cumpleaños de Eduardo, Carlota y el comandante estaban sentados juntos, esperando a Eduardo, que había salido a caballo; Mittler paseaba de un lado a otro por la habitación; Otilia había quedado en la suya desplegando los atavíos del día siguiente e indicándole diversas cosas a su muchacha, que la comprendía perfectamente y cumplía con destreza sus órdenes mudas.

Mittler había ido a dar, precisamente, en una de sus favoritas materias. Le gustaba afirmar que tanto en la educación de los niños como en el gobierno de los pueblos no hay nada tan inhábil y bárbaro como las prohibiciones, como las leyes y disposiciones prohibitivas.

—El hombre es activo por naturaleza —decía—, y sabiendo mandarle, al momento va detrás de quien le da órdenes, trabaja y produce. Yo, por mi parte, prefiero soportar en mi círculo faltas y defectos, hasta que puedo mandar las virtudes opuestas, que no librarme de las faltas y no ver en su lugar nada bueno. El hombre hace con gusto el bien, lo conveniente, sólo con que le sea posible; lo hace para tener algo que hacer, y no reflexiona más sobre ello que sobre las necesidades a que se dedica por ociosidad y aburrimiento. ¡Qué enojoso es para mí oir con frecuencia cómo se repiten los diez mandamientos en las clases de los niños! El cuarto aún es un mandamiento muy lindo, sensato e imperativo: “Honrar padre y madre.” Si los niños se lo inculcan bien en el espíritu, tienen todo el día para practicarlo. Pero ahora viene el quinto, y ¿qué ha de decirse de él? “No matar.” Como si algún hombre tuviera el menor placer en matar a otro. Odiamos a alguien, nos encolerizamos, obramos precipitadamente, y a consecuencia de esto y otras cosas puede suceder que matemos ocasionalmente a alguien. Pero ¿no es una disposición bárbara prohibirles a los niños el asesinato y el homicidio? Si se dijera: cuida de la vida de otro, aleja lo que puede serle perjudicial, sálvalo, aun con peligro tuyo; si le dañas, piensa que te has dañado a ti mismo... Esos son mandamientos tal como pueden darse entre pueblos cultos y razonables, y que no sólo se arrastran miserablemente tras las preguntas y respuestas del catecismo. ¡Y ahora el sexto, al que encuentro absolutamente abominable! ¿Cómo? ¡Provocar la curiosidad, llena de presentimientos, de los niños hacia un peligroso misterio, excitar su imaginación con extrañas imágenes y representaciones que justamente acercan con violencia lo que se quiere alejar! Mucho mejor sería que tales cosas fueran castigadas arbitrariamente por un tribunal secreto que no que se dejara charlar acerca de ello ante la iglesia y la parroquia.

En este momento entró Otilia.

—“¡No cometerás adulterio!” —prosiguió Mittler—. ¡Qué grosero y qué indecente! No sonaría de otro modo si se dijera: debes respetar la unión conyugal; donde veas esposos que se aman debes alejarte y participar en ello como en la felicidad de un día sereno. Si se turbara alguna cosa en sus relaciones, debes tratar de aclararla, debes tratar de apaciguarlos, de serenarlos, de hacerles comprender sus recíprocos provechos y fomentar con un bello desinterés el bien de los otros, haciéndoles sentir la dicha que brota de todo deber, y especialmente de ésta que liga indisolublemente a hombre y mujer.

Carlota estaba como sobre ascuas, y la situación era para ella tanto más penosa cuanto que estaba convencida de que Mittler no sabía qué ni dónde hablaba; pero aun antes de que hubiera podido interrumpirlo, ya vio que Otilia, cuyo semblante se había descompuesto, salía de la habitación.

—Supongo que nos liará usted gracia del séptimo mandamiento —dijo Carlota con forzada sonrisa.

—De todos los restantes —repuso Mittler—, con tal de que salve éste en que descansan todos los otros.

—¡Se muere! ¡La señorita se muere! ¡Vengan, vengan ustedes! —clamó Nanni, precipitándose en la sala con espantosos gritos.

Cuando Otilia había vuelto tambaleándose a su cuarto, las galas del día siguiente estaban todas extendidas sobre varias sillas, y la muchacha, que iba de una en otra repetidas veces contemplándolas y admirándolas, exclamó con júbilo:

—Mire usted, querida señorita; es un traje de novia bien digno de usted.

Oyó Otilia estas palabras y cayó en el sofá. Nanni ve palidecer a su señora, quedarse rígida; corre en busca de Carlota; acuden. El médico amigo de la casa viene a toda prisa; le parece que sólo se trata de un desvanecimiento. Hace traer un poco de caldo; Otilia lo rechaza con horror; hasta casi le dan convulsiones cuando le acercan la taza a los labios. Con gravedad y urgencia, como lo inspiran las circunstancias, pregunta qué ha comido aquel día Otilia. La muchacha vacila; repite él su pregunta, y la muchacha confiesa que Otilia no ha tomado nada.

Nanni parece más asustada de lo justo. Arrástrala él a un cuarto vecino; Carlota los sigue; la muchacha cae de hinojos y confiesa que hace ya mucho tiempo que Otilia no come apenas nada. A instancias de Otilia, ella ha comido en su lugar los manjares; no lo ha dicho a causa de los ruegos y de las amenazas de su señora, y también —añadió inocentemente— porque aquellas cosas le sabían tan bien...

El comandante y Mittler entraron en el cuarto; encontraron a Carlota ayudando activamente al médico. La pálida y sublime niña estaba sentada en un ángulo del sofá y conservaba el conocimiento, según parecía. Le ruegan que se acueste; se niega a ello, pero hace señas de que le lleven el cofre. Pone sus pies encima, y se encuentra así en una cómoda posición semiyacente. Parece querer despedirse; sus gestos expresan a los presentes la adhesión más tierna; amor, gratitud, demanda de perdón y el más entrañable adiós.

Al apearse del caballo se entera Eduardo de la situación; lánzase hacia el cuarto, se postra en el suelo al lado de su amada, toma su mano y la baña en silenciosas lágrimas. Permanece así largo tiempo. Por fin exclama:

—¿No he de volver a oir tu voz? ¿No retornarás a la vida con una palabra para mí? ¡Está bien! Te seguiré más allá; allí hablaremos con otro lenguaje.

Ella le estrecha fuertemente la mano, le dirige una mirada con toda su vida y todo su amor, y, después de un profundo suspiro, después de un divino y mudo movimiento de los labios, exclama con conmovedor y tierno esfuerzo:

—¡Prométeme vivir!

Pero al momento vuelve a caer hacia atrás.

—Lo prometo —gritó Eduardo hacia ella, y sin embargo, sólo tras ella, pues su espíritu era ya partido.

Después de una noche llena de lágrimas, recayó sobre Carlota el cuidado de dar sepultura a los amados restos. El comandante y Mittler la auxiliaron.

La situación de Eduardo era lamentable. Al poder sobreponerse un poco a su desesperación y reflexionar algún tanto, insistió en que no fuera llevada Otilia fuera del castillo; debía ser asistida, cuidada, tratada como viviente, pues no estaba muerta, no podía estar muerta. Se cumplió su voluntad, por lo menos en cuanto se dejó de hacer lo que él había prohibido. No pidió verla.

Otro nuevo sobresalto se apoderó de los amigos; otro nuevo cuidado les afanó. Nanni, vivamente reprendida por el médico, forzada con amenazas a confesar lo hecho y colmada de reproches después de la confesión, había huido. Volvieron a encontrarla tras buscar mucho tiempo, pero parecía estar fuera de sí. Sus padres la llevaron a su casa. Los mejores tratamientos parecían no surtir efecto; fue preciso encerrarla, porque amenazaba fugarse otra vez.

Logróse gradualmente arrancar a Eduardo de su violenta desesperación, pero sólo para su desgracia, pues fue claro para él, fue evidente que había perdido para siempre la dicha de su vida. Osaron exponerle que Otilia, depositada en aquella capilla, permanecería aún entre los vivos y no carecería de una morada apacible y serena. Fue difícil obtener su consentimiento, y sólo bajo la condición de que sería transportada en un ataúd abierto, de que también en la bóveda estaría, cuando más cubierta por una tapa de cristal, y que sería instituida una lámpara que ardiere perpetuamente, consintió por último en ello y pareció haberse resignado a todo.

Vistieron su gracioso cuerpo con aquel atavío que se había preparado ella misma; pusiéronle en la cabeza una guirnalda de flores de amelo que resplandecía lúgubremente como tristes estrellas. Para adornar el ataúd, la iglesia, la capilla, fuele arrebatado su adorno a todos los jardines. Quedaron asolados, como si ya el invierno hubiera extinguido toda alegría en los bancales. Muy de mañana fue sacada del castillo en un ataúd abierto, y el sol naciente arreboló otra vez su rostro celestial.

Los acompañantes se estrechaban en torno a los portadores del féretro; nadie quería ir delante, nadie seguir; todos querían rodearla, gozar por última vez aún de su presencia. Muchachos, hombres y mujeres, todos iban conmovidos. Las muchachas estaban inconsolables, ya que sentían su pérdida del modo más inmediato.

Faltaba Nanni. No le habían dejado ir, o más bien le habían ocultado el día y la hora del entierro. La custodiaban en casa de sus padres, en un cuarto que daba al jardín. Pero cuando oyó sonar las campanas conoció harto pronto lo que ocurría; y como la abandonara su guardiana, curiosa de ver* el cortejo, se escapó por la ventana a un corredor, y desde allí al desván, por encontrar cerradas todas las puertas.

Precisamente en aquel momento se deslizaba el cortejo a través de la aldea, por el limpio camino sembrado de hojas. Nanni vio claramente abajo a su señora, más clara, más completa, más hermosa que todas las que seguían el cortejo. Criatura sobrenatural, como transportada sobre nubes o sobre olas, parecía llamar por señas a su servidora, y ésta, aturdida, trémula, vacilante, se arrojó a la calle.

Con un grito terrible, la muchedumbre se desparramó hacia todos lados. A causa de la apretura y el tumulto, los portadores se vieron obligados a poner el féretro en tierra. La niña había quedado tendida junto a él; parecía tener quebrados todos sus miembros. La levantaron, y casualmente, o por una providencia especial, la arrimaron al cadáver; hasta pareció como si ella misma con un último resto de vida quisiera llegarse a su querida señora. Pero apenas sus bamboleantes miembros habían tocado el traje de Otilia y sus dedos sin fuerza las manos enlazadas del cadáver, cuando saltó en pie la muchacha, alzando primero brazos y vista hacia los cielos, y precipitándose después de rodillas junto al ataúd, contempló a su señora, piadosa y extasiada.

Por último, se levantó, como arrobada, y exclamó con santa alegría.

—¡Sí! ¡Me ha perdonado! Lo que ningún hombre, lo que yo a mí misma no podía perdonarme, me lo perdona Dios por medio de su mirada, de su gesto, de su boca. Ahora vuelve a descansar tranquila y dulcemente; pero bien habéis visto cómo se alzó y me bendijo con manos desplegadas, cómo me contempló cariñosamente. Todos vosotros lo habéis visto, sois testigos de que me dijo: “Estás perdonada.” Ya no soy una asesina entre vosotros: ella ha remitido mi culpa. Dios me la ha remitido también, y ya nadie puede reprocharme nada.

La muchedumbre se agolpaba en torno; estaban asombrados; escuchaban y miraban a uno u otro lado, y apenas nadie sabía lo que hacer.

—Llevadla a descansar —dijo la muchacha—, ha hecho y sufrido lo que le correspondió en suerte, y ya no puede habitar más entre nosotros.

El féretro se movió hacia adelante; Nanni lo seguía en primer término, y llegaron a la iglesia, a la capilla.

Así está allí ahora el ataúd de Otilia: a su cabecera, la cajita del niño; a sus pies, el cofre encerrado en una fuerte arca de roble. Habíase buscado una guardiana que, en los primeros tiempos, custodiara el cadáver, que yacía tan bello bajo su cubierta de vidrio. Pero Nanni no quiso dejarse quitar este cargo; quería quedarse sola, sin compañera, y cuidar celosamente de la lámpara encendida por primera vez. Lo solicitó con tanta obstinación y vehemencia, que hubo que ceder para evitar un mayor mal espiritual, que era de recelar.

Pero no estuvo sola mucho tiempo, pues ya al cerrar la noche, cuando la lámpara colgante, ejerciendo sus plenos derechos, esparcía más claro resplandor, abrióse la puerta y entró el arquitecto en la capilla, cuyos muros, piadosamente decorados con tan suave iluminación, se le presentaron como más antiguos y misteriosos de lo que nunca hubiera podido sospechar.

Nanni estaba sentada al lado del ataúd. Lo conoció en seguida; pero en silencio le señaló a su descolorida señora.

Y de este modo se puso él al otro lado en toda su fuerza y gracia juveniles, reconcentrado en sí mismo, inmóvil, meditabundo, con los brazos caídos, las manos compasivamente entrelazadas, la cabeza y la vista abatidas hacia la inanimada doncella.

Ya una vez había estado así ante Belisario. Involuntariamente adoptaba ahora la misma posición; ¡y qué natural era esta vez también! También aquí se trataba de algo inapreciablemente digno que se había precipitado desde su altura; y si allí eran lloradas, como irrevocablemente perdidas en un hombre, la valentía, la prudencia, el poder, la posición y la fortuna; si cualidades que son indispensables para la nación y para el príncipe en momentos decisivos, no eran allí estimadas, sino más bien despreciadas y repelidas, había aquí tantas otras virtudes silenciosas, suscitadas poco antes por la Naturaleza de sus riquísimas profundidades, que habían vuelto a ser rápidamente aniquiladas por su indiferente mano: raras, bellas y amables virtudes, cuyo pacifico influjo recibe con deliciosa satisfacción el en todo tiempo menesteroso mundo, que después las añora con nostálgico duelo.

Guardó silencio el mancebo, y también la muchacha durante algún tiempo; pero cuando vio ella que manaban en gran copia las lágrimas de sus ojos; cuando le pareció totalmente abrumado por el dolor, le habló con tanta verdad y fuerza, con tanta bienquerencia y firmeza, que él, asombrado de la facilidad de su discurso, pudo serenarse, y su hermosa amiga flotaba ante él, viviendo y actuando en una región más alta. Secáronse sus lágrimas, mitigáronse sus dolores; puesto de rodillas, se despidió de su amiga y de Nanni con un cordial apretón de manos, y, todavía de noche, se alejó del lugar sin haber visto a nadie más.

El cirujano había pasado la noche en la iglesia sin saberlo la muchacha, y cuando la visitó por la mañana la encontró serena y animosa. Estaba él dispuesto para oir toda suerte de extravíos; pensaba ya que le hablaría de nocturnas conversaciones con Otilia y de otras tales apariciones; pero ella se mostró natural, tranquila y plenamente consciente de sí misma. Se acordaba perfectamente de todos los pasados tiempos, con la mayor exactitud de todas las circunstancias, y nada en sus discursos salía del orden de lo verdadero y lo real, sino sólo el acontecimiento del entierro, que se ufanaba en repetir con frecuencia: cómo Otilia se había levantado, la había bendecido y perdonado, y de este modo la había apaciguado para siempre.

El permanente y bello estado de Otilia, más análogo al sueño que a la muerte, atrajo a muchas personas. Los habitantes de aquella aldea y las vecinas querían verla todavía más veces, y cada uno gustaba de oir el increíble relato de labios de Nanni; algunos, para mofarse; la mayor parte, para dudar, y algunos, por el contrario, para atenerse con fe a ello.

Toda necesidad a la que le es negada su auténtica satisfacción obliga a la fe. Nanni, destrozada a ojos de todo el mundo, había sido curada por contacto con el santo cuerpo; ¿por qué no había de estarle reservada a otros semejante suerte? Tiernas madres primero llevaron en secreto a sus hijos, atacados de cualquier mal, y creyeron advertir repentina mejoría. Aumentóse la confianza, y finalmente no había nadie, por viejo y débil que fuera, que no hubiera buscado allí una consolación y un alivio. Creció la afluencia, y se vieron obligados a cerrar la capilla y hasta la iglesia fuera de las horas del servicio divino.

Eduardo no osó acercarse más a la finada. Vivía sólo para sí; parecía no tener ya más lágrimas; no ser ya capaz de ningún dolor. Su interés en la conversación, su uso de alimentos y bebidas menguaban cada día. Sólo parecía encontrar algún alivio en aquella copa que, a la verdad, no había sido para él ningún verídico profeta. Aún contempla siempre con gusto las entrelazadas iniciales, y la mirada, grave o serena, que les dirige, parece indicar que todavía espera en una unión. Pero lo mismo que al dichoso parece favorecerlo cada accesoria circunstancia y elevarlo cada casualidad, así también se unen los más pequeños incidentes para aflicción y ruina del desgraciado. De este modo, un día, cuando

Eduardo se llevó a los labios su copa favorita, volvió a apartarla con espanto: era la misma y no era la misma; echaba de menos una pequeña señal. Estrecharon a preguntas al ayuda de cámara, y éste tuvo que confesar que la copa verdadera se había roto hacía poco tiempo y que había sido substituida por otra igual, también de la juventud de Eduardo.

Eduardo no puede enojarse; su sentencia ha sido pronunciada por la realidad; ¿por qué ha de emocionarle aquel símbolo? Mas sin embargo, le deprime profundamente. Desde este momento parece repugnarle el beber; parece abstenerse a propósito de manjares y conversación. Pero de tiempo en tiempo le asalta una inquietud. Vuelve a pedir- algo de comer, comienza a hablar de nuevo.

—¡Ay! —dícele una vez el comandante, que se aparta poco de su lado—, ¡soy tan desgraciado, que todo a lo que aspiro se reduce sólo a una imitación, un engañoso esfuerzo! Lo que hizo su felicidad es tormento para mí; y, sin embargo, por esa felicidad me veo obligado a aceptar este tormento. Tengo que seguirla, que seguirla por este camino; pero mi natural me retiene y también mi promesa. Es un espantoso tema imitar lo inimitable. Siento muy bien, querido mío, que se requiere genio para todo, hasta para el martirio.

En esta situación desesperada, ¿para qué recordar los desvelos conyugales, amistosos y médicos con que los familiares de Eduardo se fatigaron durante algún tiempo? Por último, lo hallaron muerto. Mittler fue el primero en hacer este triste descubrimiento. Llamó al médico, y, con su serenidad acostumbrada, observó exactamente las circunstancias en que había sido hallado el difunto. Carlota entró precipitadamente: surgió en ella una sospecha de suicidio; quería acusarse a sí misma y acusar a los otros de una inexcusable falta de cuidado. Pero el médico, con razones naturales, y Mittler, con razones morales, supieron convencerla pronto de lo contrario. Era muy claro que Eduardo había sido sorprendido por la muerte. De una cajita, de una cartera, había sacado y extendido ante sí, en un momento tranquilo, las cosas que le habían quedado de Otilia y que hasta entonces había solido ocultar cuidadosamente: un bucle, flores cogidas en dichosas horas, todas las esquelitas que le había escrito ella desde aquella primera que le había entregado su esposa tan casual y presagiosamente. Todo esto no podía haberlo abandonado por su propia voluntad a un fortuito descubrimiento. Y así también yacía ahora en una imperturbable paz aquel corazón, agitado poco antes por una ansiedad infinita; y como se había adormecido con el pensamiento puesto en la santa, bien podía llamársele bienaventurado. Carlota le otorgó su lugar junto a Otilia y ordenó que nadie más fuera depositado en aquella bóveda. Bajo esta condición, hizo importantes fundaciones para la iglesia y la escuela, el pastor y el maestro.

Descansan así los amantes uno junto a otro. La paz se cierne sobre aquel lugar; serenas figuras de ángeles, sus afines, los contemplan desde la bóveda, y ¡qué dichoso momento será cuando vuelvan a despertar juntos algún día!


Publicado el 4 de julio de 2018 por Edu Robsy.
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